LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JOSÉ DANIEL ESPEJO. PSYCHO KILLER QU’EST-CE QUE C’EST (Ad Minimum, Murcia, 2014) por JAVIER MORENO Llega a mis manos el segundo número de Ad Minimun, una colección de poesía de pequeño formato que se despliega como un origami poético y visual a un tiempo, una publicación humilde si nos atenemos al tamaño pero ambiciosa en cuanto al cuidado de la edición. José Daniel Espejo y Ángel Palomo son los artistas (poeta e ilustrador, respectivamente) de este número que lleva por —desconcertante— título Psycho Killer Qu’est-ce que C’est?, acompañado todo ello de un pequeño prólogo a cargo del poeta Diego Sánchez Aguilar. Los poemas de José Daniel Espejo son, haciendo honor a su apellido, superficies más o menos límpidas donde el poeta se mira para preguntarse no quién es la más guapa del reino sino quién soy yo, poeta pero también persona de a pie, bípedo implume del siglo XXI. Cinco poemas que son un políptico sobre la identidad de un poeta que es todo menos puro. En ellos el poema es una ventana más en nuestra pantalla y comparte espacio (de memoria RAM, de disco duro emocional) con un archivo P2P, con la lista de la compra y el fragor del tráfico. El poeta, en su naturaleza mutable, ha de renunciar a una verdadera identidad (a no ser que la identidad resida en esos pies übermundanos que asoman irremediablemente por debajo de la cama del Ser o del Amor o de cualquier otro refugio acogedor y al mismo tiempo estrangulador de palabras), algo que permite amoldarse al cambio, a ese tiempo que todo lo borra (ahí lo carnavalesco y lo festivo), pero que acaba cerrando esas puertas que solo se abren ante la convicción del héroe, ante la contraseña infalible y rotunda del pronombre (ahí la nostalgia y el Sehnsucht). Poesía de trinchera existencial en un formato exquisito. En el reverso, la ilustración de Ángel Palomo es el azogue imprescindible que nos permite reflejarnos en los poemas de José Daniel Espejo.
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FRANCISCO MORALES LOMAS. PUERTA DEL MUNDO (En Huida, Sevilla, 2012) por ALBERTO TORÉS GARCÍA Con el autor, el lector asume como propio la idea de «la esperanza como el quicio de una puerta que se abre al mundo donde todo está por descubrir». A todas luces, Francisco Morales Lomas aplica, de manera práctica y desde la perspectiva poética, la hoja de ruta de lo que viene conociéndose como el Humanismo Solidario. Puerta del mundo, que es el poemario que nos ocupa, aunque en general, toda su producción escrita, poética esencialmente, muestra siempre un manifiesto vitalismo, mejor aún, una esperanza que se fundamenta en la tradición para en su recorrido de creer y descreer presentarse ante el futuro con eternos y renovados signos de libertad. Sin duda, la poesía es el espacio por excelencia de la libertad, pero no sólo la palabra poética le deja ver el mundo con una mirada libre. La palabra poética es también una gozosa y sustanciosa manera de conocer, de mantener un diálogo con la poesía desde un eclecticismo inteligente y también, cómo no, de interiorización. El anhelo de expresar lo íntimo, lo no dicho, lo no sabido, el secreto, en suma, lo más profundo del ser. Puerta del mundo es una plena emanación de la vida con el sólido registro de la historia como Pilar pero especialmente con un sentido agradecimiento hacia los padres del poeta, lo que enfatiza un solidario lazo con las raíces, unas emotivas imágenes que en su contemplación ofrecen unos textos impecables. Una emoción intensa que contagia al lector y que se va a ir reconstruyendo a partir de contradicciones, cruzando tiempo y duración, efectos y creaciones, para enmarcar categóricamente que la palabra piensa. «Las mejores palabras en el mejor orden», que diría Luis Cernuda, quizá al comprobar que las palabras tienen un primer sentido y un segundo figurado, que además en materia poética, dispondrá de un tercer sentido, el libre fluir del pensamiento expresado para unirse a nuestras existencias, a nuestro pasado, a nuestras maneras de amar, a lo vivido y proporciona un sugerente, universal y bello poemario con el que poder identificarse. Sería una osadía afirmar lo evidente, esto es, considerar a Francisco Morales Lomas como un escritor incontestable y radicalmente necesario. Un escritor humanista en la más clásica acepción del término, pero dada la belleza de la desobediencia, lo afirmo. El humanismo moralesiano abarca tantos géneros como inquietudes humanas. La reflexión filosófica y el discurrir literario en ensayos, la novela, el teatro, la columna periodística, los manifiestos político y poético, los tratados didácticos, las prácticas docentes, la poesía, es decir, el placer del estudio y la creatividad como justificación para dar sentido a nuestro paso por este escenario. El hombre es el punto de partida de la escritura de Morales Lomas y es también el punto de llegada de las acciones humanas. Puerta del Mundo piensa esa doctrina centrada en el hombre con el descubrimiento del otro, sin escapar al tejido relacional con el medio. Con la certeza de estar asistiendo a un nuevo orden o al menos a una sociedad en plena transformación, quiere dotar al poema de significación máxima, como medio de enriquecimiento de la condición humana en todos los planos al alcance, cultural, reflexivo, artística, estético, ético. La imagen del árbol tan recurrente no sólo en el ámbito literario, tiene aquí plenos poderes en cuanto a relevancia simbólica se refiere. Juan Goytisolo desarrolla su idea de la literatura con esta imagen del árbol de las letras al que cada escritor agrega una rama, una semilla o una hoja por su propio acervo y experiencia posibilitando el enlace con otras partes del árbol, con la totalidad, porque ha representado la vida del cosmos, su densidad, generación y regeneración; de igual modo, se le reconoce una esencial transmutación, un divagar de eje entre los mundos. En el poema II de la II parte: Vago de un mundo a otro, de ilusiones me nutro y absorbo el ruido de los sueños y cada vez soy más canto heroico que en la noche busca el himno que emociona. No me habléis de sueños, ya los he vivido. Vago de un mundo a otro, clandestino. De manera más categórica también, el árbol de la ciencia indica el proceso evolutivo, el crecimiento de la idea, la vocación, la puesta en marcha de la imaginación creadora. Una unión marcadamente interdisciplinar lleva al conjunto del árbol a representar caminos completos. Consciente de ello, el poeta localiza el fondo del humanismo solidario y escribe en el poema VI de la II parte: Hombre, me dijeron, y me hice árbol, tronco vigotoso, raíz que se hunde en tierra y horada los profundos mares. Localiza el tropel de músicas, los impulsos cálidos, los enigmas de la patria, la fragilidad de la tristeza, las palabras inexplicadas, las sonrisas de las madres, las dudas, los héroes vencidos, el vértigo de la fatalidad, la historia prisionera, la calma quietud, las quimeras solemnes, lo intangible y lo material, los interrogantes y las respuestas, el orden de las cosas y lo efímero de los tiempos, inicialmente como producto de un clima pesimista: la crisis económica, la guerra ideológica, la angustia, los progresos técnicos, la consideración del hombre como individuo productor y consumidor, la sensación de pérdida de referencias, la muerte que por más que forme parte de procesos naturales y tengamos conciencia de ello, nunca se está lo suficientemente preparado para su aceptación. Sin embargo, Morales Lomas busca el territorio para que el hombre no sea lanzado sin razón a un mundo desprovisto a veces de sentido, y para que participe en la historia y sociedad. Por tanto, si el existencialismo aunaba esas dos tendencias, la de poner en valor lo absurdo de la vida y la de destacar la solidaridad, el compromiso, el servicio social, por más que los críticos interesados resaltaran únicamente el primer aspecto, nuestro poeta dueño de sus actos, destino y pensamientos lo expresa con una fuerza y una belleza incuestionables en el poema VI de la I parte: Cielo azul de mi infancia, los árboles distantes, / la vida, que despierta de un profundo letargo, / se rebela suave en su impávida belleza. / Miro al mar sin dueño, sus celajes de sal, / el sueño de la arena, su memoria de rosa / seca que dulce embriaga la bondad de este canto... / Por un momento soy Dios en la calma suave / de las olas que laten junto a mí con dulzura... / Y siento que también yo soy un sueño lejano / que de tarde en tarde llega hasta mí y palpita / y corea ufano la alegría de ser. Son los escalones de la nostalgia y la palabra dada al mundo los componentes del nuevo poemario de Morales Lomas, pero sobre todo, el deseo de hallar la serenidad en el espacio y en el tiempo, con una respuesta y no un murmullo expresada desde lo más íntimo. Siempre he considerado esa virtud de Morales Lomas para hacer brotar de los profundos surcos de la memoria imágenes que se fijan en la página en blanco con una brillantez asombrosa. No hay silencio ni siquiera deseos de traducir silencios, ofrece más bien su verso minucioso, cómplice de irónica ternura a veces para rendir homenaje a las raíces, al amor de los padres. ¿Te acuerdas de la primera lluvia? / Mucho antes de la declaración de la renta, / de que el corazón se consumiera / en una odisea de instancias, / de que el corazón escandalizara / el paso del tiempo. Es indudable que estamos ante una escritura meditativa, reflexiva y que el tono poético no desea titularse. De ahí que no figuren títulos, sino 5 partes, cada una con 7 poemas salvo una de cinco textos. Se trata de una reflexión sobre el tiempo realizado desde varios flancos, desde varios tiempos, aunque destaca una conciencia personal ligada estrechamente a la temporalidad individual del sujeto lo que nos lleva a la reflexión sobre el tiempo como uno de los ejes temáticos de su poesía, y en concreta de este poemario.
No es casual que una de las llamadas externas sea la de Octavio Paz, es decir, la asociación más evidente con la palabra “humanismo”, un humanismo dialogante y crítico. También juega un papel relevante la mención del poeta Auden cuya dimensión ética es un paradigma del humanismo solidario. No digamos ya cuando Ángel González encabeza el apartado de citas, en el relieve del paso del tiempo, en la temática amorosa diversa y cívica, con una escritura con la esperanza como telón de fondo. JESÚS CÁRDENAS. DESPUÉS DE LA MÚSICA (Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2014) por JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR La palabra es la vida y la poesía el lenguaje de Jesús Cárdenas (Sevilla, 1973), un autor cuya carrera literaria es de una valía y autenticidad ya incuestionable. La luz entre los cipreses (Ediciones en huída, 2012) y Mudanzas de lo azul (Vitruvio, 2013), son algunos de sus anteriores trabajos poéticos, unas obras que dan buena cuenta tanto de su densidad como poeta como de su gran compromiso con la poesía; Cárdenas es un trabajador incansable, cualidad que lo obliga a expandir su talento y cultivar otros géneros, como el artículo periodístico o el ensayo. Con Después de la música el autor ofrece un desgarrado viaje interior y, como si de la consecución de un sueño se tratase, los poemas van desnudando las aspiraciones no confesadas, las preocupaciones, los gozos y los daños de un cantor que sin prejuicios y en carne viva, expone sus entrañas sin truco ni coraza; un ejercicio, cuando menos, valiente. Por ese motivo, el escritor Enrique Gracia Trinidad —a quien va dedicado el libro—, es el encargado de elaborar el prólogo, un texto en el que expone con rotundidad que las páginas de este libro, además de constituir una partitura tan icástica como un diario, tiene la cualidad de ser un espejo en el que el lector podrá encontrar sus propios fantasmas y heridas; una poesía que invita a la semblanza, al reconocimiento, y cuya fuerza evocadora se convierte en inesquivable si su lectura es abordada con la cómplice entrega de alguien que —sin reparos— pretenda arder en el fuego de las emociones. El poemario está estructurado —del mismo modo que su anterior libro, Mudanzas de lo azul—, en cinco bloques, y comienza con tres citas de personajes tan dispares como: un poeta, un politólogo y un músico; José Hierro, Samuel P. Huntington y Bruce Springsteen respectivamente. Tras las citas, uno puede vislumbrar que aquello que sucede Después de la música, no es otra cosa que el silencio, su germen y metáfora. Ese silencio es trasunto del olvido, la muerte o el tiempo, al igual que la música es símil de memoria, vida o tiempo detenido. En el primer bloque titulado 'El rescate en otras palabras', el poema titulado ‘Nadie nos dice’, revela el palpable dolor que nos espera tras los versos —y la misma obstinación en buscar la palabra precisa, en captar la sustancia poética—: He depurado el cielo con palabras / a base de desgarros, / de morder los sentidos. A partir de ahí, el silencio impregna los poemas de su angustia y misticismo: Muy próximos se rozan / los hilos del silencio. Es todo cuanto queda. Habrán de caer por su propio peso: / los silencios que impactan con alusiones vagas / como caen el vino, los años o las lágrimas. Los versos imploran un rescate en otras palabras, o más bien en otros lenguajes; el poeta, consciente de que la palabra no pronunciada y la que se pronuncia o la palabra escrita pueden verse afectadas por la mentira, por dobles lecturas, pueden verse vinculadas por pasadizos invisibles; consciente de que el silencio es impuro, de que convivimos con el dolor, sabiendo que la nieve en tu mano cálida es un imposible; transmite toda esa desazón pero también la consecuencia de su influencia y su contundente rechazo. El segundo bloque se titula 'Vías de escape', en él, la mirada y la nostalgia implantan la textura de los versos. La contemplación de una fotografía nos evoca pasajes del pasado, los recuerdos que vivían imbuidos en los ángulos muertos de la memoria aquí recobran todo su esplendor al abrir una caja de bombones llena de fotografías o durante en el cruce de miradas de dos viajeros. En cada imagen derramo el fondo azul / convirtiendo las sombras / en azules entregas de nostalgia… Esa vía de escape a la que alude el título del bloque, parece encontrarse en la memoria, en la rémora quemada de esos amores, de esos momentos de luz y éxtasis que recordamos hasta en los peores momentos y que son el bálsamo idóneo para cualquier herida. Así, el poeta estatuario compone los poemas ‘Existencia’ y ‘Noche en las arenas’, que destacan sobremanera en el conjunto del bloque, tanto por su hondura, como por la barroca belleza de su discurso: Si la sangre se adensa, torna en rojo cárdeno, / si ya la vida mata en sus formas más frágiles, / que has cambiado de orilla, / que tus senos alumbran otras playas del tiempo. El tercer bloque lleva por título 'Otro infierno puede ser posible', aquí todos los poemas desprenden el aroma unívoco de un fulgor que se repite irremediablemente y nos causa quemaduras en los ojos, el desencuentro de un amor. Jesús Cárdenas refleja nítidamente en estos poemas toda la nostalgia, todo el rencor, toda la piedad que siente aquel que ha visto a su historia de amor fracasar, una amalgama de sentimientos encontrados que componen nuestro humano y contradictorio perfil de emociones: Afuera volverá con otro cuerpo, / se detendrá a mirar la primavera: / el idioma querido de los pájaros, / surtidores alegres entre flores. El poema titulado ‘Rutina de amor’, termina y comienza con puntos suspensivos; así como el poema titulado ‘El planeta olvido’, comienza con letra minúscula y termina sin punto final, rasgos característicos que determinan que el hecho que inspiró el poema siempre estuvo ahí y probablemente siempre lo estará. Una historia de amor no puede borrarse recortando fotografías o quemando unos regalos, por ello la ironía del título del bloque, aludiendo a otro posible infierno venidero representado en una futura historia de amor. El cuarto bloque lleva por título ‘Demasiado espacio’ y comienza con un poema titulado ‘Humo interno’, preciosa metáfora, la del título, para representar ese inveterado dolor que no se extingue; la bituminosa niebla de la ausencia, la terebrante fumarola de la culpa: Pierdes los nervios y te vas quedando / solo, definitivamente solo. / El humo entonces va desapareciendo. // Ya sin fuerzas, el humo te absorbe. El hablante lírico, circunspecto en su dolor, canta a la soledad y la memoria, ilapso de un presente escarnecido que lleva tatuado la añorada impronta del pasado: En mi cuerpo / solo quedan esquirlas de miel, llagas / en escombros, heridas de metralla… Visiones impactantes de un tiempo en fuga, demeritan el presente en pos de una muerte paulatina, pero el poeta lucha contra sí mismo, se rebela e intenta desterrar a sus propios demonios esquivando esa jaculatoria que en su mente se repite: Castigo a mi memoria, por ello, / a dormir a cielo raso, / a vencer la climatología y el hambre. / Y sé bien que estoy girando sobre / mi propia condena. Ya en el quinto bloque, titulado 'Un cielo cegador', la tormenta emocional que propone Jesús Cárdenas es impetuosa y delirante; desposeído de la justicia y la alegría, conforma un diorama pasional de sentimientos que se yuxtaponen hasta la culminación de una hipotética muerte ungida de esperanza. La nostalgia: Esos días se fueron, nada te dicen hoy. / Bajo lo iluminado vibra una canción triste: / es la vibración del aire azul de un cielo huérfano… El miedo: …Pierdo el equilibrio ante la sombra. / Me acojo a la exigua luz. Mi vida. / Pero la sombra no se aparta / y la vela parece apagarse. La esperanza: …sembraremos esperanzas / entre dunas y piedras, / antes de que emerja la maleza / y se apodere del espacio. El hastío: Qué más da si ese hombre sueña despierto. / Él así es muy feliz. Y da asco. La mujer, el Sueño, el Tiempo, la desafortunada Fortuna; relatos de vidas ajenas que reflejan su dolor en nuestra vida, el azote en cántico angustioso y lírico de una errática vida que aspira a renacer en la inocencia. Así, el poema titulado ‘Despedida’, supone el último portazo previo al silencio: Es hora de partir sin equipaje. […] Me habréis oído decir / que cuando lo haga será definitivo. // Quizás oiréis cerrar la puerta, / los pasos en el umbral. Un broche perfecto para clausurar un poemario armonizado por el predominio de la rima blanca y el ceremonioso ritmo de un axis homeopolar muy trabajado.
Es justo elogiar la sugerente ilustración que esplende en la cubierta del poemario, una mujer desnuda casi levitando y de cuya extensa melena pelirroja emergen pájaros y sombras indefinidas. Como también —y como curiosidad—, merece la pena incitar a los lectores a leer el índice de primeros versos ubicado en las últimas páginas del libro como si fuese un poema más; comprobarán -si lo hacen-, que de la unión de esos dispares versos ordenados alfabéticamente, surge otro bello poema, con momentos brillantes, de belleza salvaje, concebido al estilo de un poema de escritura automática. En definitiva, Después de la música es un poemario vital, catártico, que hará sentir al lector pero también reflexionar, acerca del amor, de la muerte, el tiempo; acerca de la propia condición de estar vivo. Los poemas de Jesús Cárdenas dibujan con total precisión en este libro, el idiolecto emocional de una condenada y atribulada especie, la nuestra. Por ello invito a los lectores a descubrir esta brillante herida que supura; la cumbre de la humana decepción y efervescencia de un autor en la apostasía de sus credos. JULIO MONTEVERDE Y JULIÁN LACALLE. CASA DE FIERAS (Enclave de Libros, Madrid, 2013) por JUAN CARLOS OTAÑO UNA SOLUCIÓN AL PROBLEMA DE LA VIVIENDA ¡Existen tan pocas diversiones que no sean culpables! Charles Baudelaire Hay libros que son sólo libros y otros que actúan como bisagras. Son las bisagras de su tiempo. Inclusive cuando, en razón de una sencillez y modestia puntillosas, hasta se dirían demasiado alejados del epicentro de las discusiones, es decir demasiado irradiados de los debates importantes en la plaza pública. Lugares en los que, se nos afirma, se juegan los destinos, y donde nunca habría espacio para las cosas pequeñas o irrisorias, pueriles o simplemente reputadas como inexistentes. Y es por eso que aquí, al ser un libre juego de las especulaciones más desinteresadas, al tiempo que una búsqueda afanosa del objeto, de su estimulación e interpretación, un arte resultante de maravillosas operaciones mágicas, esta Casa de Fieras invoca desde sus primeras páginas los poderes de la infancia. Según Baudelaire, una especie de fraternidad (1), esa «francmasonería de los juegos, volteretas e intercambios vertiginosos», al decir de Robert Benayoun (2), quien a su vez ha sabido constatar, en el corazón de los juegos de la infancia, las paradojas de la libertad y sus motivaciones soterradas e inconfesadas: Si se considera la infancia como un largo derecho de piso, una retahíla de angustias, complejos y deseos insatisfechos, una búsqueda incesante de afecto y seguridad, una lucha perpetua contra la rígida autoridad del adulto y la tiranía que tiene su origen en la razón, lucha que ha llegado a ser tan crucial en la medida de una noción casi inmaterial del tiempo, uno se pregunta cómo este período de la existencia puede ser el más feliz, el más libre, el más intacto de todos. Y es que: Uno se equivocaría al hacerlo, si no contase con esos aliados tenaces de la infancia que son la imaginación, la inocencia, la superstición. Superstición, inocencia e imaginación que siempre han sido el más temible antídoto contra el cinismo y el desencanto, que hacen que toda ocurrencia se paralice, toda vislumbre se vea ensombrecida, toda emoción erradicada. A esta estrechez de toda consideración moral del juego y la diversión de los espíritus, cuyas rispideces y desventuras en la vida nada parecieron perturbar o modificar, se alza naturalmente y de modo a veces subrepticio, una espléndida cohorte de monstruos. Unos de apariencia informe y otros más organizados, entidades de factura semiorgánica y semimanufacturada, «bichos» del sueño y la duermevela, tanto de hábitos diurnos como nocturnos. No los tuvieron mejores ni peores, ni más altos ni más bajos, ni más encogidos ni más estirados, los santos varones del Greco y Zurbarán, las tentaciones del Antonio de Matthias Grünewald o Martin Schongauer, los de El Bosco o Pieter Brueghel el Viejo. Pues tenemos aquí un pequeño álbum que atormenta y fascina como lo hacían los viejos bestiarios medievales. Estas imaginaciones nacidas para ofrecer un cuadro descriptivo de una enseñanza alegórica de carácter edificante (del tipo: «así como el águila rechaza cualquiera de sus crías que no pueden mirar fijamente el sol, así Dios rechazará a los pecadores que no pueden soportar la luz divina»; o bien: «así como el pelícano revive sus crías difuntas después de tres días dándoles a beber de su propia sangre, así también Cristo resucitó a la humanidad con su sangre después de tres días en la tumba»), que con el paso del tiempo fueron perdiendo gran parte de su eficacia moralizadora, y asimismo y fatalmente junto con ella, su funcionalidad y sustento como vehículo propagandístico –en tanto y en cuanto un maravilloso sin dioses iba conquistando los corazones de los hombres. Estos llamados «libros de la naturaleza» llegaron a ser tan populares, que muy pronto suscitaron la desconfianza y la ira entre los guardianes de la fe. En consecuencia, San Bernardo de Clairvoux, escribiendo en su Apología (c. 1127), advierte de este modo a su grey católica: ¿Qué provecho hay en esos ridículos monstruos, en esa hermosura maravillosa y deforme, en esas atractivas deformidades? ¿Para qué son esos monos inmundos, esos leones brutales, esos monstruosos centauros, esos hombres partidos por la mitad, esos tigres rayados, esos caballos de sinuosa cornamenta? Se ven muchos cuerpos bajo una sola cabeza o también muchas cabezas sobre un mismo cuerpo. Aquí, una bestia de cuatro patas con cola de serpiente; más allá, un pescado con cabeza de bestia. También la parte anterior de medio caballo que arrastra tras de sí a otra mitad de cabra, o una bestia con cuernos que lleva los cuartos traseros de un caballo. En fin, son tantas y maravillosas las variedades de formas que tenemos la tentación de leer, así en el mármol como en nuestros libros, que nos pasamos todo el día preguntándonos sobre ellas en lugar de meditar sobre la ley de Dios. Por el amor de Dios, si los hombres no se avergüenzan de estas locuras, ¿porqué al menos no reparan en el malgasto de su tiempo? Podemos ver como el valor de provecho asociado a un tipo específico de esparcimiento muy tempranamente se había visto desbordado por una sed de lo maravilloso sin fronteras —o, por lo menos, sin una clara y precisa finalidad utilitaria—. Sencillamente no podía concebirse que siervos de la gleba abandonaran sus fatigas a cambio de alegrías no asignadas, o cedieran ante los encantos de otras mitologías menos represivas. Del mismo modo que setecientos años más tarde, promovidos al calor de campañas alfabetizadoras emprendidas por entidades filantrópicas —tales como la Sociedad para la Promoción del Conocimiento del Cristianismo (fundada en Londres en 1699)—, vastos sectores populares pudieron acceder a los primeros rudimentos en lectura y escritura —sólo que no lo hicieron con el fin que se esperaba de ellos sino para volcarse, con un rabioso frenesí, hacia los encantamientos que les deparaban las novelas góticas—. Para apreciar en toda su dimensión esta vida dramática y pasional que se agita en el interior de la Casa de Fieras, es decir para mejor comprender sus secretos debates, sus complicadas intrigas, sus enconos fantásticos, su extravagante mobiliario, una de esas armaduras parece casi de mi talla; ojalá pudiese ponérmela y recobrar con ella un poco de la conciencia de un hombre del siglo catorce, (3) sería vano y presuntuoso atreverse a ello tan siquiera, sin antes intentar vivir en su interior aunque como mínimo fuera por una breve temporada. Pues ni el Rinoceronte amable, ni el Mosquito magnético, ni el Tiburón materialista, ni el Salmón contradictorio están destinados a los antiguos y modernos escolásticos, y tampoco a los sostenedores del canon neoliberal y postmodernista que hoy domina en las grandes capitales. ___________
(1) Charles Baudelaire, El Spleen de París: «Los dos niños se sonreían uno a otro, fraternalmente, mostrando sus dientes de una igual blancura». (2) Robert Benayoun, «BIEF, jonction surréaliste», nº 12, París, 15 abr. 1960 (pág. 4). (3) André Breton, Introducción al discurso sobre la poca realidad (1927). THOMAS BERNHARD. EL MALOGRADO (Alfaguara, Madrid, 2011) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO «Como es natural, sólo conseguía hacer un relato fragmentario, comencé diciendo que yo estaba en Viena, ocupado en levantar mi piso, un gran piso, dije, demasiado grande para una persona sola y totalmente superfluo para alguien que se ha establecido en Madrid» (p. 105). El monólogo interior del narrador fluye de manera furiosa, sin detenerse, en tan solo cuatro párrafos que despliegan una historia iluminada por la pasión musical, aunque gravemente ensombrecida por el temor al fracaso. De esta manera, el relato, lleno de anotaciones y retazos, ofrece una poliédrica visión sobre la condición humana desde un punto de vista íntimo, como ocurre igualmente con los protagonistas de Corrección (1975) y Maestros antiguos (1985). Más allá, el ventrílocuo al que hace referencia Paul Auster en el comienzo de la desnortada La trilogía de Nueva York (1985-1987) se transforma aquí, por medio del narrador, en la voz del obsesivo Thomas Bernhard que, con música de fondo, arremete sin piedad con la sociedad y los valores de la época que, a su pesar, le tocó vivir, con el objetivo de registrar algo incomprensible para él («Al escribir sobre Glenn Gloud, conseguiré claridad sobre Wertheimer, pensaba camino de Traich», p. 136). Sobre todo porque el devenir de la vida, incierto y cruel, puede configurar toda una vida en cuestión de segundos («Si Wertheimer, hace veintiocho años, no hubiera pasado ante el aula treinta y tres del primer piso del Mozarteum, como recuerdo, exactamente a las cuatro de la tarde», p. 134): tanto el narrador como Wertheimer disfrutan de su pasión musical en una calma absoluta, altamente concentrados por su futuro como músicos profesionales, hasta el momento en que, por coincidencia, conocen al genial Glenn Gloud, que los aniquila con la inmensidad de su talento para dejarles el único camino del descenso al infierno, de la amargura por su propia incapacidad ante el ciclo vital: mientras que el narrador consigue escapar de su fatalidad inmanente, Wertheimer se convierte en el Malogrado, en el personaje que, sucesivamente, se mueve por callejones sin salida («Sin la música, que de la noche a la mañana no pude soportar ya, me atrofié […] Y como siempre quería en todo sólo lo más alto, tenía que separarme de mi instrumento, porque con él no alcanzaría, con toda seguridad, como de pronto había comprendido, lo más alto», p. 12). Y, no obstante, todo se acaba despedazando en la obra, incluyendo al propio Gloud, que sucumbe ante su propio talento: «Y la verdad es que Glenn sólo tocó dos o tres años en público, luego no lo soportó más y se quedó en casa, convirtiéndose allí, en su casa de Norteamérica, en el mejor y más importante de todos los pianistas», p. 20. La música, centro absoluto de los acontecimientos, participa así de un doble movimiento como en la película La muerte tenía un precio (1965), de Sergio Leone, donde la melodía es el trasfondo de un verdadero duelo sostenido entre la vida… y la muerte: por un lado, solo la música anima a los protagonistas a luchar por su futuro de manera apasionada, mientras que, por otro, hace emerger el peligro de la obsesión por la perfección artística con la ruptura de los límites sin importar las consecuencias. Pero no se trata de la clásica contraposición entre vida-muerte, sino que, más bien, se trata de una existencia inevitable («Somos, no tenemos otra opción, según Glenn una vez», p. 41), marcada siempre por el poder devastador de la muerte, vigilante en cada rincón. Con mayor profusión, es el piano el instrumento musical que se erige como principal protagonista del relato, conformándose como una prolongación natural del cuerpo, pero también como el panóptico que Michel Foucault esquematizó en Vigilar y castigar (1975) en relación al esquema circular con una torre en medio que permitía la vigilancia constante de los presos. Y es que, en realidad, los protagonistas también se hallan sometidos por la grandeza del piano, participando de su pasión, pero también del encarcelamiento del talento musical. En definitiva, vida-muerte-perfección conforman un triángulo, como los protagonistas, que se disputan la lucha por la gloria musical, como gladiadores en la arena. Mediante los hechos sufridos por los personajes Bernhard va desgranando, como en todas sus obras, sus lamentos sobre todo lo que acontecía en ese momento: no solo el arte queda eliminado («La mayoría de los artistas no saben nada de su arte. Tienen una concepción artística diletante y se quedan durante toda su vida en el diletantismo, hasta los más famosos del mundo», p. 15), sino las propias ciudades («Tres días había estado Glenn, me dijo, enamorado del encanto de esa ciudad, luego había comprendido de pronto que ese encanto, como se dice, estaba podrido, que esa belleza, en el fondo, era repulsiva y que los seres humanos que había en esa belleza repulsiva eran abyectos», p. 16), el anticuado sistema educativo («Qué profesores más detestables tuvimos que soportar, y maltrataron nuestras cabezas. Exorcistas del arte eran todos, aniquiladores del arte, asesinos de espíritu, verdugos de estudiantes», p. 21), e incluso la propia sociedad («En teoría, comprendemos a las personas, pero en la práctica no las soportamos, pensé, la mayoría de las veces sólo tratamos con ellas de mala gana y las tratamos siempre desde nuestro punto de vista», p. 115). Nada se salva, en última instancia, de la quema, del fuego necesario para que otros valores puedan aflorar a modo de ave fénix. La historia sumerge al lector en un remolino en el que todas las sensaciones se confunden, conformando una sensación extraña, que ya apuntó Miguel Ángel Hernández Navarro en su temprana Infraleve. Lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte (2014): «Unheimleich. Realmente siniestro. Es la misma sensación que produjo en ti la grabación de 1957 que Glenn Gloud hizo de las variaciones Goldberg, aquella que escucha Thomas Bernhard en el sillón del malogrado, la que, precisamente, hizo malograrse al malogrado, y sientes que la frontera entre el dolor y la belleza es extremadamente estrecha y difusa» (p. 64). De hecho, el límite es tan gaseoso, tan imperceptible, que la obra concluye con un no-final, que cierra pero abre toda una serie de hechos que, por desgracia, tendrán que repetirse mientras la vida siga durando con un eterno retorno imparable, ensordecedor, que cierra una de las obras imprescindibles de la literatura universal. MANUEL PUJANTE. LOS AFLUENTES DEL FRÍO (ad minimum, Murcia, 2014) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ De Manuel Pujante es conocida su pasada actividad fanzinera en Seconal, y sabemos que ahora es uno de los cuatro autores al frente de la recién nacida revista de poesía La Galla Ciencia. También que Luna Miguel lo incluyó en la web de Tenían veinte años y estaban locos. Y en su día pudimos descubrir los tres poemas con los que fue accésit del Creajoven 2012. Si además se tiene la suerte de oírlo recitar, y conocer así poemas inéditos en los que uno escucha cosas como “conozco bien el sótano del sótano del sótano” o "y tu adolescencia encendida en sus manos / como una sierra eléctrica", Manuel Pujante se convierte, decididamente, en alguien a quien seguir sí o sí. Ya en aquellos poemas del Creajoven desarrollaba Manuel Pujante uno de los temas que más se repiten en su poesía, el del dolor de vivir, en versos tan fulgurantes, por ejemplo, como “Al nacer / me dieron un azote / que aún me duele”, o en el breve e incontestable poema “Análisis morfológico”: Primera persona del singular del presente de indicativo del verbo ser: yo sangro. Ahora el autor vuelve a tal tema en los cinco poemas, de extensión algo mayor, de Los afluentes del frío, título que inaugura, además, una iniciativa editorial independiente y muy prometedora, ad minimum (entregas pequeñas en formato, que no en calidad: un pliego de original diseño e ilustrado, en esta ocasión por Violeta Palomo). Pero si en los tres poemas que comentábamos antes el narrador poemático hablaba desde una estricta soledad, desde esa sangrante primera persona, Manuel Pujante abre ahora esta plaquette con la segunda persona y escribe desde un nosotros del que no saldrán indemnes los protagonistas de los poemas, es decir ni quien habla ni quien escucha, ni por tanto el lector. Si en sus poemas de 2012 había un “cúmulo de miedos” que “pregunta mi nombre” y era “como si la conciencia fuera un niño apaleado y loco / que no recuerda su nombre”, ahora insiste el miedo todavía “acurrucado como un niño muerto de hipotermia”, con ese peculiar “cóctel suyo de fragilidad y contundencia” del que habla en el prólogo Ángel Paniagua. En el nosotros que maneja Manuel Pujante ha habido una experiencia de conocimiento, fracasada y que nos constituye: la subida habrá merecido el sudor cuando las sombras grises mojadas de miedo de las personas que fuimos antes de ascender juntos se mueran (tú y yo seremos aire) respirándonos. Manuel Pujante escribe ahora desde imágenes que pueden traer a la mente los lugares propios del Romanticismo, como esa ascensión hacia cumbres heladas del citado primer poema, o como el espacio de la noche que se visita en dos poemas - uno de ellos se desarrolla en la noche en un bosque, el otro en una noche llena de símbolos, como “la raíz del ciervo y su esquema oscuro”; es una noche que “llegará […] vestida con su nombre inmaculado y negro / a destrozarnos”-. Son, en fin, las “cicatrices en el cuerpo de un cadáver” o la lluvia en la ciudad “como una muerte lenta”, los espacios que recorre el narrador de estos poemas, más que viajero frente al mar de niebla, como quería Friedrich, devenido invierno mismo, porque como él mismo dice: Añoro la ubicación exacta de tus sombras, sus coordenadas. Soy el invierno y no me sirve cualquier otro calor para romper el silencio del agua en el espejo. “Falta ya muy poco para que me convenzas / de que no vale la pena / seguir mirando el cielo esta mañana”, afirma el protagonista de otro de estos poemas cuando la noche va llegando a su fin. La fuerza con que escribe un autor joven como Manuel Pujante nos convence a sus lectores de que, definitivamente, esa extraña revelación que se da en la palabra sucede aquí abajo, entre nosotros, con la mejor poesía. Y nos atañe y nos arrastra, porque nos dice. |
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