LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JAVIER DEL PRADO BIEZMA. LIBRO DE LAS NEGACIONES (Chamán, Albacete, 2023) por ESTHER PEÑAS POR LA LINDE DE CUANTO FUE ESPLENDOR Negación, del latín negatio, «acción y efecto de decir no». De la misma raíz, neguentropía y negocio. Acerquémonos así, en primera instancia etimológica, al Libro de las negaciones, del poeta Javier del Prado (Toledo, 1940), un poemario de densidad etílica, embriagador por exceso, en secuencia de un lamento que discurre agrietando las márgenes del cauce.
«Dijiste no a la ebriedad de los sentidos / sin poder afirmar tu fe en la ebriedad del pensamiento. / No, / cuando la noche henchía como una hembra sus dos mamas / cargadas de viento y de misterio». Así se abre este diván, con la partícula negativa avisando al lector de que se adentra en una zarabanda de contrarios que se entienden; por un lado, lo que se niega, la mella del tiempo, sabiéndose reproche inútil pero necesario en una actitud vital desafiante por estar cortada del lado del deseo; por otro, la afirmación, como don aún caliente, de cuanto hizo de posible la subjetividad del yo poético. Cada una sostiene un extremo de la cuerda. Y lo que importa es la vibración que produce su tensión, emitida en el proceso de escritura que no deja de ser, bajo este prisma, un ordenamiento de las cláusulas. «El mar no es madre. / A pesar de las fosas que se abren en su piel de / terciopelo o raso, / cuando el viento sopla, suave, / pero intenso como mano de macho celeste, sobre / un vientre que se pliega en ternuras». Se lee en la octava hospedería del segundo movimiento. Porque Libro de las negaciones (ya su título nos remite a los compendios de sabiduría y gnosis, a herbarios medievales de quien ha alcanzado una mirada sobre el latido —extinto— de cuanto dio vida) es un poemario estructurado a modo de sinfonía, con sus cuatro movimientos (“De las situaciones heredadas”, “Negando la revelación marina”, “De la emergencia del sí y del abrazo” y “Poemas del no”), articulados por tres interludios (“De la negación de la Historia”, “Del don del espacio”, “Del sueño y del despertar”). Todo ello precedido por un Preámbulo, en bastardilla a modo de oráculo. De ahí que no resultase una mera pedantería hablar, al inicio de este texto, de neguentropía, esa tendencia natural de un sistema a modificarse según su estructura y las relaciones que se establecen entre los distintos niveles del mismo. Digamos que el sistema que nos ocupa, lo hemos llamado anteriormente sinfonía, procura una simbiosis entre sus elementos, entre arbotantes (preámbulo), contrafuertes (interludios) y la construcción misma (movimientos). Tampoco fue baldío convocar la palabra negocio, porque el vocablo se opone al beatus ille, al ocio, al contrario que el recorrido anímico de la voz poética que, con sus fauces, en cada verso, reniega de cuanto se impone. «La noche que soñara Mallarmè con su gran dedo / alzado hacia la duda, / mientras gritaba, Igitur, acariciando con el dorso de / su mano el gran gato dormido del deseo, / y Elbehemon se paraba, incapaz de bajar más / profundo, aspirando espirales, / agitando cencerros, / con su vela en la mano, / hacia la bodeguilla oscura del castillo en la que / sus antepasados habían acumulado el elixir / de los dioses en grandes botellones de vidrio / esmerilado, / destilando conciencia, a fuerza de redomas y / metáforas». Con versos encalados de salmodia, un ritmo enlentecido como el (dis)curso de un río, el encabalgamiento que forja la voz poética tiene más que ver con la irreverencia testaruda del salmón que con el trote poderoso del potro. La voz poética respira la memoria de cuanto fue y el tiempo ha socavado, incluido ella misma («ya no eres hombre de ciudad y de vértigo»). Un canto al borde del llanto de lo que dejó de ser lo que fue esplendor (sutil y deliciosa la alusión a la película de Kazan), salpimentado de las referencias cultas imbricadas en ese transcurrir de los años, que vienen a cuentos, que se mezclan con los barros y las luces más prosaicas, pero siempre telúricas bajo el flujo y reflujo del mar, omnipresente —de un modo u otro, siempre su salitre— en estos versos de una hondura existencial de crepúsculo enamorado.
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ANTONIO GÓMEZ RIBELLES. EL CASTIGO DEL EXILIADO (La Nube de Piedra, Cartagena/Madrid, 2023) por SEBASTIÁN MONDÉJAR LUGAR DE NADIE vine a un lugar habitado [Ildefonso Rodríguez] Está unido / el vencejo a la nube / la roca al agua / el pie al camino. Norte, sur / noche o día no son lugar / ni tiempo / ni estación. [Natalia Carbajosa] El poema es el lugar donde se deja pensar a los orígenes. [Charles Simic] Antonio Gómez (Valencia, 1962) es rayo que no cesa en su periplo creador. Él se define fundamentalmente como artista plástico, pero es también un formidable poeta y escritor. El castigo del exiliado es su segundo libro no híbrido (es decir, no acompañado por obra plástica) y el primero conformado enteramente por poemas, ya que en Las lagartijas guardan los teatros (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021) combinó prosas y versos. Antonio siempre escribe mientras pinta. Se siente cómodo en la alternancia. Decía Wallace Stevens que, «en buena medida, los problemas de los poetas son los problemas de los pintores, y a menudo los poetas deben volverse hacia la literatura de los pintores para debatir sus propios problemas». Antonio Gómez hace ese camino y el inverso: cuando la imagen no le basta, con la poesía dice lo que no puede decir de otra manera. Y otra vez Wallace Stevens: «La ética no es parte más importante de la poesía que de la pintura». Estamos ante un artista maduro y minucioso; un creador plástico y visual con una larga trayectoria y una obra muy sólida a sus espaldas, siempre acompañada por textos y poemas suyos; «uno de esos artistas de metodologías diversas que mantienen un fondo estético común y uniforme en sus proyectos», en palabras del fotógrafo y profesor de Bellas Artes Francisco José Sánchez Montalbán. Fiel a sí mismo —a su ética y su estética—, Antonio Gómez trabaja y crea sin estridencias ni aspavientos y, cuando menos lo esperamos, nos sorprende con una nueva exposición o un libro que parecen haber sido creados del modo en que nos acercamos a ellos: sin esfuerzo, dejándonos llevar. Porque cuanto miramos y leemos nos concierne, lo hacemos nuestro. Partiendo de la idea de viaje, de recorrido involuntario, este libro supone un paso más en su regreso al pasado para seguir construyendo su presente. Desde el primer verso (Es probable que en el nuevo lugar) al último (dentro, en la llama), Antonio traza la ruta de sus exilios personales, plenos de tránsitos y caminos sobrevenidos, no buscados, y los redirige. Todos los poemas son memorables y están impecablemente engarzados, todos encierran su poética y su actitud durante ese viaje: Nombrar las cosas correctamente / era ese día lo importante / pero no lo único; / también lo era ver arder en la pantalla / todo aquello que era tuyo (‘Mudanza/Eco’); El mundo desde el coche parecía / ir pasando por las ventanillas / respondiendo a mi dedo que dibuja / la ruta sobre un pequeño mapa / de carreteras (‘234’). Antonio es un poeta que escribe con imágenes. Él mismo ha reconocido muchas veces que piensa y escribe igual que pinta. Es un recolector de imágenes: Mi ‘tiempo’ era una imagen, / luego otra más y se apilaban todas / en capas transparentes (‘Ego’); ¿Recuerdas cuando veía imágenes / en las paredes? / Las sigo viendo / a veces les pongo nombre / y bautizadas las adopto / (...) / No se van / ni se pierden (‘Pareidolia’). Lo primero que pensamos cuando hablamos de exilio, sea éste de la índole que sea, es que se trata de un castigo, una tragedia. Todo exilio supone una imposición, un desgarro que nos borra y nos convierte en nada, en nadie, o nos sitúa en un no lugar en el que, como mínimo, nos sentimos solos y extraños. Una muerte en vida. Pero podemos sucumbir ante la pérdida, dejarnos arrastrar por el desánimo, u obligarnos estoicamente a recomenzar, a reconstruirnos. Todo depende de nuestra fortaleza, nuestro carácter personal, nuestra capacidad de ataraxia ante la turbación. Sin obviar ese castigo, Antonio Gómez, sometido desde niño a mudanzas radicales, optó siempre por ese afán de asunción y superación. «Las odiseas personales arrastran siempre un castigo y un deseo, el castigo de añorar lo perdido y el deseo de volver a crearlo», escribe en el texto de contraportada. Y ya en el primer poema (‘Prólogo’) apunta esta esperanza: Es probable que en el nuevo lugar / sigamos siendo felices / hermosos y elegantes. Al menos, que exista esa ligera posibilidad. En efecto, a lo largo de la lectura el título del libro choca de algún modo con nuestra sensación: no percibimos en este exilio castigo alguno, o éste, en todo caso, es relativo, no ha sido en absoluto catastrófico, irredimible. Dejad que cante el aedo / la historia de Odiseo, escribe Antonio en ‘Otras luces no sirvieron’. Desde el título, el espíritu homérico palpita de principio a fin. Para Odiseo, símbolo de ingenio, voluntad y resistencia, convertirse en Nadie (Outis) fue su salvación. Y también la de los suyos. La obra escrita de Antonio Gómez de las últimas décadas abunda en los mismos tres pilares sobre los que se sustenta su obra plástica: el lugar (sus lugares y sus no lugares); la casa (su casa, compendio de todas las casas en las que ha vivido); y la memoria, que puede no ser exclusivamente suya y se recrea, se reinventa ahondando en las rendijas y los rastros de su devenir a través de recuerdos, pequeños objetos, hojas, piedras, fósiles y fotografías. «Raíces de memoria» los llama él, «no solo de uno mismo, sino también de otros». En alguna ocasión yo he definido su proceso de creación como una «arqueología de la memoria». Pero estos tres pilares se sustentan en uno: el tiempo; de hecho, «tiempo» es la palabra más usada en El castigo del exiliado: «el tiempo detenido», «el tiempo de un domingo», «el tiempo recobrado en una imagen», «el tiempo fragmentado», «el tiempo abolido», «el tiempo horizontal»... Un tiempo aparte, fuera del tiempo cronológico; el tiempo sin tiempo de los griegos, convertido en clave esencial de toda su obra. Otro modo certero de percibir esos cimientos lo compartió Antonio durante la presentación del libro en el Museo Ramón Gaya, recordando las palabras de la poeta y traductora Natalia Carbajosa en la presentación que, unas semanas antes, tuvo lugar en el Museo del Teatro Romano de Cartagena. Según apuntó ella, Antonio trabaja en tres niveles: el mítico, el personal y el artístico. «El mítico es el mar, la idea del viaje homérico; el personal es la casa, las casas, lo más próximo habitado y deshabitado; y el artístico es el lenguaje, es decir, la vía para construir el pensamiento con las imágenes y las palabras». El libro, repetimos, parte de la idea de desplazamiento, de partida de un mundo al que no se habrá de volver, salvo a través de la memoria. Porque en este viaje la memoria es el mar --Querría entrar el mar hasta las aguas retenidas (‘No sé si tú recordarás’)— y también, por tanto, el lugar, el sostén del argonauta que lo surca en busca de su vellocino. Un viaje de ida y vuelta: Me gusta la luz de las tardes que descubro / tal vez como un retorno (‘Una leve equivocación’). Que sea más importante la espera que lo que suceda, / (...) antes el placer de mirar que el intento de comprender / un mar que solo responde con su enigma (‘Melancolía de Odiseo’). La palabra «lugar» es otra de las más recurrentes a lo largo de todo el poemario —y de toda la escritura de Antonio— y, para mí, la más significativa, la que más carga poética contiene (de ahí el título de este escrito y las citas introductorias): Este es el lugar donde no existe / nada y todo a la vez. / Aquí tendremos el consuelo / que renace entre lo oscuro (‘La casa isla’); Estoy en el lugar que me dijisteis, / el que existía antes de que le diéramos nombre (‘Otros sitios serán recuerdo’); Porque un lugar, su lugar, / el de esas cosas pequeñas / solo existe si estás en él (‘Armario’).
En resumen: la vida es mudanza. Nuestra odisea es la vida. Todos somos de algún modo exiliados. Carne de pérdida, desposesión y desarraigo. Todos hemos sido desterrados de la infancia y nos alejamos irremisiblemente de lo vivido (de su memoria, por tanto). ¿Qué podemos hacer? Antonio Gómez nos propone buscarnos en la pérdida. «La poesía es pensamiento, memoria personal y colectiva, realidad construida tanto a través de las búsquedas como de las pérdidas desde la esfera del tiempo» (son también palabras suyas durante la presentación del libro en Murcia); «ésa es la base: la búsqueda de la pérdida, de la manera en que hemos construido nuestra forma de ser y nuestros pensamientos a través de las pérdidas, del exilio que conlleva toda pérdida». Mediante la pintura y la poesía, Antonio ha trocado su exilio en su ‘locus amoenus’. Ver las cosas desde la frontera, dice en el poema ‘Las afueras’. Yo escribí hace tiempo —perdón por la auto cita— un verso aforístico muy próximo al espíritu de este libro: «Hacer nuestro el lugar que no elegimos». Hacerlo lugar de Nadie. De todos y ninguno. [Murcia, mayo de 2024] INÉS BELMONTE AMORÓS. MUDANZAS (La cadena trófica, León, 2023) por ANABEL ÚBEDA EL DESARRAIGO: IMPERATIVO DE NUESTROS DÍAS Inés Belmonte Amorós (Murcia, 1993) nos trae Mudanzas, una suerte de diario lírico bajo una premisa inequívoca y propia de nuestra generación: el desarraigo. Este sentimiento se da en dos dimensiones complementarias, el no encontrar un espacio físico seguro y estable, yendo de alquiler en alquiler, que deriva en la imposibilidad de construir un hogar, y, por otro lado, desde la herida interior, la enfermedad que crece y se reproduce de distintas formas. La casa se convierte, entonces, en un espacio volátil donde se diseminan las fronteras entre lo físico y lo emocional, aunque este diario conste de dos partes: “La casa es un vestigio” y “La casa es una llaga”.
Si tuviéramos que tomar una de las definiciones de vestigio, sin duda, tomaríamos la que señala la RAE en tercer lugar: «Ruina, señal o resto que queda de algo material o inmaterial», pues alcanza a nuestros sentidos y, por tanto, a nuestra memoria, creando un camino de sensaciones al que retornar o que nos retorna. En esa necesidad de habitar un espacio, nos sentimos intrusos de las vidas que habitaron antes: «Y serpenteas esas vidas buscando las fisuras, los huecos sin latido, para colocar tímidos fragmentos de la tuya» (II); «Cubrirse el cuerpo con la sábana bordada de una madre que no es la tuya» (III); o el miedo de perderse en uno mismo, ante la precariedad de la soledad, del espacio mínimo: «Multipliques tu propia mirada hacia dentro y construyas paredes dentro / de paredes» (V). Cuando nada te pertenece, todo lo que te rodea es un vestigio que se guarda en las infinitas cajas de cartón, desde la infancia hasta la vida adulta, creando un rastro de humedad, de aceite, una mancha llena de recuerdos que van deformándose y crean mundos oníricos o delirantes que te protegen de la intemperie: «A veces siento que me visto con el reverso de los objetos, los estiro cuando estiro mis articulaciones, robándolos del mundo» (XII). La casa de alquiler es un espacio entre la ficción y la realidad, del mismo modo, que nuestra memoria es un espacio maleable: «¿Es la casa un ejercicio de metaficción, o la expulsión constante del espacio ficcional?» (XVII), por eso, con el tránsito entre un suelo y otro vamos borrando y transformando lo anterior, buscando un nuevo comienzo: «Pero la asfixia, tal como también sucedería después, no era completamente paralizante» (XXI). La llaga es «una ulcera o daño-infortunio que causa pena, dolor y pesadumbre», aquello que se queda grabado en el cuerpo físico, el daño causado por los vestigios que van acumulándose, el cuerpo va transformándose en otro cuerpo que muda dentro de sí, más allá del espacio exterior: «Ahora enfermo con más facilidad, me canso con más facilidad, me cuesta más llegar a un sueño profundo, aunque los sueños se me aparecen ahora más corporales y grotescos». Esa llaga se puede cantar, llorar y seguimos pedaleando: «Fue justo entonces, o quizá en otra época ligeramente distinta, cuando rescaté con terror una evidencia: —Las heridas podían escocer» (I). Se expone la fragilidad femenina hasta el punto de mostrarnos la máxima angustia junto con los otros terrores del siglo XXI, las bestias: la abulia, la ansiedad, la pérdida de otra vida o del apetito y la depresión, que se convierte en peñascos de un lenguaje que nos va enfermando, hasta dejarnos en lo mínimo (XI): Me doy cuenta, progresivamente, de que el lenguaje no solo puede ser un instrumento de sanación (hay quienes así lo consideran), sino también algo capaz de engendrar enfermedades; el propio verbo, de hecho, transita siempre hacia la enfermedad. La casa, a veces, se convierte en hospital o consulta, la casa es también el útero, la vuelta a la infancia, el dolor de no poder protegernos de aquello que nos hace daño desde dentro, la herida que va cociéndonos lentamente, nos convierte en un títere: «En un hospital, si no vas a morir, entonces empiezas a aprender las distintas tonalidades del blanco. Hay al parecer decenas de ellas» (XIV). La llaga es una casa que tampoco escapa de la genealogía, esa que tampoco escapa de la ficción, ni de la ficción de la memoria: En el caso de mi familia, cuando las historias fueron olvidadas o silenciadas; cuando algunas historias inverosímiles comenzaron a parecerse al mundo cotidiano, entonces, nacían las enfermedades (XVII). Toda la vida, todas nuestras vidas, como reza Inés Belmonte Amorós, son una somatización de la herencia, de los traslados, los cambios de los que nacen bestias o que las transforman, sobre la que ella se yergue como el árbol por el que la savia amenaza con dejar de correr ante los duros inviernos que nos acechan. NATHAN DEVERS. LOS VÍNCULOS ARTIFICIALES (AdN, Madrid, 2023) Traducción: Elia Maqueda López por MARTA SANTAMARÍA DOMÍNGUEZ EL METAVERSO: ¿PRESENTE O FUTURO? Hoy en día, hay quien piensa que la literatura está amenazada por las pantallas, por la tecnología. Si partimos de la base de que la literatura debe siempre comprometerse y arriesgarse, ¿no deberíamos entonces escribir sobre esa supuesta amenaza? Con ese desafío en mente, Nathan Devers emprendió la escritura de Los vínculos artificiales: un libro sobre el metaverso, ese mundo virtual inmersivo en el que podremos interactuar a través de un avatar. ¿Escenario del futuro? Puede que ya esté entre nosotros. A raíz de la pandemia, todos hemos comprobado que la sociedad puede funcionar técnicamente sin los vínculos tradicionales, que es posible vivir sin el mundo real. Tras el nacimiento de internet y la digitalización, solo faltaría atravesar la pantalla, ese elemento físico que simboliza la separación entre la persona y el objeto, para sumergirnos en un mundo en el que no habría diferencia entre lo visto y lo real. Vayamos brevemente a la trama de Los vínculos artificiales. El protagonista, Julien Libérat, ha tocado fondo tanto en lo personal como en lo profesional. Un día descubre el Antimundo, un universo paralelo con infinitas posibilidades donde parece que la vida le quiere sonreír. Comienza entonces una adicción que lo alejará del mundo real. Desde un punto de vista sociológico, cuando una persona huye del mundo real, la responsabilidad recae exclusivamente en el sujeto. Tal vez deberíamos preguntarnos qué falla en nuestra sociedad para que alguien no pueda encontrar su lugar y decida huir de ella. Por otro lado, la tecnología evoluciona según las necesidades de la sociedad, por lo que otra pregunta sería: ¿necesitamos vivir en una realidad paralela? Desde el punto de vista artístico, la creación del metaverso es muy interesante. Queremos concebir otra realidad, erigirnos creadores, ocupar el lugar de Dios. En esa nueva realidad, cuyo precursor es el videojuego, se difumina la frontera entre el entretenimiento y el mundo formal: es ocio, pero también es una posible herramienta para el trabajo y los estudios. LAS REDES SOCIALES: LA RELIGIÓN DEL SIGLO XXI Los creadores de las redes sociales siempre han buscado una utopía: estrechar los vínculos de la humanidad. De hecho, han transformado nuestra identidad y la manera de relacionarnos con los demás, han desencadenado un fenómeno de liberación colectiva e individual y han democratizado el mundo. Se ha democratizado la palabra, antes reservada a expertos o a profesionales; el saber, a través de iniciativas como la Wikipedia; el voto, a través de los «me gusta». Esta horizontalidad es interesante, aunque no está exenta de peligros. Se podría decir que somos adeptos a la religión de la tecnología. Sin embargo, parece que la sociedad se ha distanciado y dividido aún más. Las redes sociales se han convertido en el símbolo de los vínculos inmateriales: ahora ya no necesitamos salir de casa, ni siquiera hace falta salir de la cama. Ahora bien, la paradoja está servida. Vivimos en un mundo en permanente conexión a través de las pantallas; pero, al mismo tiempo, nos resulta difícil crear y mantener vínculos personales. Desde el punto de vista literario, es muy interesante el concepto de identidad digital. El propio concepto de identidad presenta dos perspectivas: el retrato positivo, es decir, de lo que se ha hecho, de lo que se ha elegido; y el retrato negativo, es decir, de lo que se ha rechazado, de lo que podría haber sido. Si comparamos esas dos caras de la misma moneda, la pobreza del retrato positivo puede llegar a ser insoportable frente a la riqueza del negativo. Entonces puede surgir una necesidad de evasión, un deseo metafísico muy profundo de buscar ese otro «yo» posible, de buscar la felicidad en otro mundo, puesto que en el que vivimos no ofrece posibilidades reales, por ejemplo, de acceder al trabajo, a la vivienda, a una vida social. PELIGROS DEL METAVERSO Y DE LAS REDES SOCIALES El verdadero problema no es la tecnología en sí, sino la sociedad. Un riesgo real del metaverso y de las redes sociales sería la desaparición del mundo compartido, es decir, el aislamiento de cada persona en su burbuja, lo que supondría la destrucción del mundo democrático. Desgraciadamente, ya existen evidencias del rechazo de una misma realidad compartida, como lo es, por ejemplo, el resultado de las elecciones en Estados Unidos. La literatura, en cambio, nos invita a salir de esa burbuja y a ver más allá de nuestra referencia mental. Nathan Devers, a través de Los vínculos artificiales, afronta abiertamente una cuestión vital para la sociedad de nuestros días que exige, sin duda, una reflexión y una toma de conciencia. NOTA DE MARTA SANTAMARÍA Nathan Devers (1997) es escritor y filósofo. A pesar de su juventud, ha conseguido abrirse un hueco en el panorama literario francés: premio Edmée de La Rochefoucauld por su primera novela Ciel et terre (Flammarion, 2020); premio Choix Goncourt de l’Orient y finalista del Premio Goncourt de los Estudiantes y del Premio Renaudot por su segunda novela Los vínculos artificiales (AdN, 2023), traducida por Elia Maqueda López. Es la primera obra del autor que se publica en España. LUIS G. ADALID. CARTOGRAFÍA (Zambucho y AdB, Madrid, 2023) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Durante estos días en los que a veces llueve, con la mente en el libro Cartografía de Luis G. Adalid, me he encontrado con algunos textos que me han llevado a relacionarlos con él. Uno de ellos ha sido un pequeño relato de Rafael Argullol en su último libro. Habla de cómo por accidente, un accidente literal, conoció a un hombre al que sólo le preocupaba poder caminar. Había caminado por todo el mundo, durante años, pero lo que más me llamó la atención es que el caminante, al que bautiza al final como Walker Walker, es que después de caminar por medio mundo, no pone nombres a los sitios, a los hitos importantes, apenas unos cuantos le sitúan en el mapa, y lo demás es sólo la tierra que pisa, el contacto con la tierra bajo sus pies. No hay lugar. No es lo mismo un caminante que un paseante, el que recorre caminos conocidos o cercanos en los que se busca lo nuevo, lo cambiante de su territorio emocional, para volver luego al refugio de la sombra protectora; ése que usa la mirada y adecua su pensamiento a la velocidad de su caminar. Naturalmente, recuerdo a los filósofos y a Thoreau o a Sergio Chejfec en el mundo literario, que narraba el mundo paseando con la mirada; y a Robert Smithson y sus nuevos monumentos de Passaic, por el paseo por el espacio periurbano, en busca de esas ruinas nacidas ya como ruinas. Tal vez es más cercana la labor artística de Hamish Fulton, o de otros artistas del caminar, pero su obsesión por la peregrinación y las fotos como registro lo alejan. También Luis practica la fotografía, como pudimos ver en Calblanque o Celebración, este último muy próximo en el tiempo y relacionado con lo que leemos hoy, pero de otra manera, más ligada a sí mismo. Y es que Luis G. Adalid es un paseante que pone nombres cuando pone la mirada. Mirar es crear la realidad y a la vez es una manera de pensar en modo poeta, viendo otra cara de las cosas, o la cara principal, que se vuelve tan evidente que nadie más la ve. Esta ha sido otra referencia, esta vez de Agustín Fernández Mallo, otro paseante: «La realidad no está ahí fuera esperándonos, la realidad se crea y se crea con el lenguaje». Los artistas somos todavía como Adán poniendo nombres a las cosas, a los lugares, a los hitos de nuestra infancia y nuestra vida, creando realidades. Los artistas todavía mapeamos el mundo, nuestras casas, anotamos los lugares, bautizamos huecos, pero siempre en modo poeta, donde la metáfora y el pensamiento en imágenes ilumina la cara emocional de las cosas. Así que esa manera de mirar, que se parece tanto al dibujo, es nuestra manera de mirar el mundo. Luis el paseante mira, nombra, piensa y crea con el lenguaje. «Pintar es nombrar las cosas con exactitud» decía Barceló. De una manera u otra nos lo dicen él o John Berger, que además defendía cómo el dibujo, además de poder sustituir al nombre, requiere de una manera propia de mirar: «Miraba para encontrar sólo lo que quería encontrar». Proyectarse y buscar en el paisaje, el pequeño paisaje del pequeño país. Porque el camino más íntimo y creador es aquel que recorremos por los lugares, físicos y mentales, que ya vivimos y consideramos nuestros y que permiten su actualización en el recuerdo y el papel que tuvieron. La posible alteración de estos recuerdos en el tiempo y su reconstrucción no impide su verdad ni que nuestra mente siga creando a esos 4 km por hora de velocidad. «El paseo es un instrumento de memorización» (Solnit). No olvidemos que los recuerdos requieren también su espacio y las líneas que dibujamos en los mapas serán nuevas, tal vez irregulares, o antiguas y regulares. Todas ellas serán de nuevo realidad, siempre una nueva realidad: El destino ese lugar que creíamos a salvo, es finalmente el propio mapa. Caminar y lenguaje tienen coincidencias en su concepción o utilización del tiempo o en el tiempo: los dos se desarrollan en él y lo precisan y aunque no lo parezca, como en la pintura, todo el tiempo necesario para la realización de la obra queda contenido en su final. La obra contiene en sí misma el tiempo necesario para su elaboración material e intelectual. Y es importante hablar de la pintura, del dibujo, del dibujante convencido, de la poesía de un artista que precisa manejar los lenguajes conteniendo en ellos los recuerdos, en el disparo del paseo la memorización del lugar, la verbalización del pensamiento que nos fluye en imágenes hacia la escritura y la pintura. Todos los procesos se relacionan y necesitan, y cuando uno no da lo necesario, ahí está el otro para crear lo posible.
El hecho de que sea la mirada y la imagen lo que origina el pensamiento es algo propio de artistas, y surge de considerarnos ante todo pintores aunque también seamos poetas o fotógrafos, y Luis, esencialmente pintor y gran conversador, me dijo una vez «hagamos lo que hagamos siempre lo hacemos con ojos de pintor». La realidad y el pensamiento se construyen entonces a partir de la imagen. Respiro hondamente y me diluyo en el entorno y soy probablemente mirada únicamente mirada. Pero también son las palabras las que construyen el mundo y escriben las sombras y escribe la luz. Son las palabras el poder de las palabras las que dan sentido y construyen mundos Un tal Juan Ramón Jiménez nos dio una consigna «Basta lo suficiente» válida como poética, como norma de limpieza en la escritura y contra el exceso y el barroquismo. En Luis esta opinión persiste y se hace modo de vida y se explicita en el poema porque Parece suficiente este momento, esta brisa, este olor, esta luz y esta hora. Aprendemos con el tiempo cuantas de todas esas cosas eran esenciales y cuantas de ellas se volvieron innecesarias, y el daño que provoca lo innecesario. El paseo es pensamiento y es crítica, es tomar conciencia de lo que fue, de lo que se nos anunciaba que iba a ocurrir y que después no pasó, de la degradación del entorno y de que podemos dar sentido a lo pequeño, a los lugares que habitan los límites, al retorno. Éramos gregarios y acabamos buscando sólo lo suficiente, la felicidad del jardinero. Tal vez pensamos demasiado, la decepción nos habita y nos alejamos al ámbito de soledad necesario donde surgen las palabras que también caben en los cuadros pero que precisan desarrollarse en el tiempo, igual que surgen las hierbas y crecen en el descampado. Cada día es un descampado nuevo que vive en el cambio continuo, que se vuelve jardín si lo dejas, paisaje sólo para los benditos. Coinciden las piedras: unas marcan dirección, otras quedan enterradas, todas marcan lugares y todas llevan nombres escritos, a veces sólo piedra, otras, hermano; lo suficiente, que ya es mucho. Y siempre origen. Todo está en todo y yo lo vivo y lo construyo y soy piedra, y soy nube. Y todo conforma una cartografía de imágenes, miradas, pintadas y nombradas mil veces; ahora, escritas, serán poemas, el inventario de lugares donde fuimos felices, de objetos que acompañaron nuestro vagar, un mapa que solo sirve si se hace a mano, con ese hábito de paseante que lleva el dibujo, que solo le sirve a quien lo hace y puede que solo por un tiempo, que el poema, el mapa y el cuadro serán solo una huella, cenizas de arte en los papeles y los lienzos, pero huella inevitable, como los caminos de Walker que son recuerdos de quien pisó antes y seña para el que viene. ANTONIO LUIS GINÉS. BOSQUES DE POLONIA (Ayto de Iznájar, Colección La Edad del Agua; 2023) por JOSÉ MANUEL MARTÍN PORTALES NAVEGAR EL BOSQUE «Se nos prohíbe el regreso / allí donde muchas otras veces / éramos / lo mejor de nosotros mismos». Con estos versos del libro Cuando duermen los vecinos, de 1995, comienza la antología Bosques de Polonia, que el Ayuntamiento de Iznájar, su tierra natal, ha tenido el acierto de publicar de la obra poética de Antonio Luis Ginés, compuesta hasta la fecha por ocho libros de poesía, a los que hay que sumar dos libros de relato y un ensayo literario. Pero esa imposibilidad de regresar, como reconoce el verso citado, es lo que justifica este cuaderno de bitácora donde queda apenas delineado el mapa emocional de una travesía sin retorno, abocada a un horizonte imposible, tal como expresan los últimos versos del volumen: «Sin escalas, avanzando / como un vagón sin máquina / por los últimos bosques de Polonia», que pertenecen a su último libro, Antonov, de 2020. Delimitado, como si quisiéramos pensar el océano inabarcable de la vida, entre la costa perdida para siempre y la última ensenada inabordable, el poema adquiere la extraña consistencia del vaivén de las olas, fluye de lo hondo a la altura, reconoce el impulso de la revelación que se genera desde lo oculto, asimila la confusión que se alcanza en la cima, antes de caer de nuevo, de levitar de nuevo. Y entonces parece, leyendo estos versos, que la conciencia poética es la conciencia de un marino que conoce el ímpetu del mar, la inteligencia zarandeada por el movimiento sublime del tiempo que nos lleva, donde lo único que podemos hacer es inventar armonías, mantener equilibrios, poner a nuestro favor aquellas fuerzas que nos asedian... Y cuando nada de esto sirva, confiar en que el océano es más sabio que nosotros. Antonio Luis Ginés celebra con este libro 25 años de navegación sobre el poema. Gracias a la palabra ha podido ir traduciendo el proceloso mar de la vida en bosque apenas habitable, como si el agua inasible pudiera ser trasmutada en rama quebradiza, como si la espuma de los días pudiera ofrecer su fruto silvestre antes de diluirse de nuevo. Porque construye con fibras frágiles y flexibles, capaces de sostener las vibraciones invisibles desde las que toda presencia se dirige a la ausencia. Sus poemas tienen esa levedad profunda que le permite mantenerse a flote a pesar de las embestidas, de manera similar a como su sobriedad interior le ha permitido liberarse de la flota mercantilista donde gustan fondear tantos pescadores. El también poeta Pablo García Casado, buen conocedor de la obra de Ginés (hasta el punto de proponerle el sugerente título de esta antología), condensa muy acertadamente los vectores esenciales del mapa emocional al que antes aludí, que se inició rompiendo amarras con la Córdoba de los 90, tan celosa de la liturgia barroca de sus grandes nombres, actitud que le abocaba indefectiblemente a una especie de exilio cultural que alimentaron lecturas muy alejadas de los referentes intramuros. Y es esta extraterritorialidad de la poesía de Ginés, por decirlo así, lo que ha hecho que llamara la atención «mucho más fuera que dentro de Córdoba», en palabras de García Casado, y que haya ido configurando un estilo personalísimo que muestra una tensión, a veces solapada, entre la soledad y el horizonte, como el que adquiere lentamente la identidad del nadie, el puro sujeto contemporáneo que ha asumido el precio de liberarse de las estrategias del confort y camina hacia sí mismo literalmente perdido.
Pero desde una perspectiva estrictamente poética, en mi opinión, este es el único camino honesto que nos queda, el único camino sobre el mar, que nos devuelve a la intemperie, que nos saca de las definiciones culturales con las que interpretamos nuestra vida, de las metáforas con las que interpretamos nuestros propios sentimientos, que nos da la oportunidad, acaso un solo instante, de reconocer en la sima de nuestra soledad el espacio común de los hombres. La hoja de ruta que presenta la poesía de Antonio Luis Ginés deja claro, a mi entender, que no buscará acomodo, que no se acercará a la orilla buscando la proximidad del salvavidas. Más bien parece decidido a adentrarse en el bosque, como un místico nihilista, ni lúcido ni turbado, ni desesperado ni ingenuo, pero siempre consciente de que no hay otro bosque ni otro mar que la página en blanco del próximo poema. |
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