LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
LUIS RAMOS DE LA TORRE. HACIA LO VERDADERO (Cercanías a la vida y al arte en la poesía de Claudio Rodríguez) (Chamán, Albacete, 2022) por NATALIA CARBAJOSA La exégesis en torno a la obra del poeta Claudio Rodríguez (Zamora, 1934-Madrid, 1999), figura imprescindible de la poesía española en la segunda mitad del siglo XX, no ha hecho más que crecer durante las dos décadas del nuevo siglo que llevamos recorridas. Parte del mérito lo tiene el Seminario Permanente Claudio Rodríguez, institución fundada en Zamora en 2004 con el fin de preservar su legado y acercarlo a las nuevas generaciones. En esta ocasión es el poeta, filósofo y músico Luis Ramos de la Torre (Zamora, 1956) el encargado de alumbrar el camino de la interpretación en los estudios claudianos. Con un título lleno de sugerencias (presentes a su vez en la antología Hacia el canto compilada por Luis García Jambrina con motivo de la concesión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana a Claudio Rodríguez en 1993), Ramos reúne en este volumen una colección de ensayos agrupados en torno a conceptos recurrentes en la obra del gran poeta. Así: «No es de extrañar, pues, que sea el propio Claudio Rodríguez quien ya desde el título de muchos de sus comentarios y poemas nos advierta de este ir y venir de su caminar circunstancial hacia o desde, (...) o el más definitorio de su concepto de la poesía como participación realizado para su discurso de entrada en la RAE, Poesía como participación: hacia Miguel Hernández» (págs. 179-80). El libro de Luis Ramos también constituye, como el “desde/hacia” evocados, un verdadero ir y venir entre los grandes temas que, reiteradamente, afloran en los poemas de Claudio Rodríguez. Ahora bien: la segunda parte del título no debe llamar a engaño (Cercanías a la vida y al arte en la poesía de Claudio Rodríguez). No hay en sus páginas atisbo de biografía, ni de voluntad de leer los poemas en una clave, digamos, específicamente personal. La vida en la obra del poeta es, en realidad, una vida trascendida, universal, traspasada por la contemplación y la transformación operadas por la palabra poética. Del mismo modo que Claudio Rodríguez habla en su poesía de las cosas y las gentes cotidianas, pero desde un registro poético único que roza la irracionalidad, el ensayo realiza una suerte de radiografía vital de la que han desaparecido lo cambiante y lo perecedero para dar paso a lo universal; se asoma, por así decir, al hueso de la escritura. Estructurado en torno a diferentes términos u oposiciones (vida/muerte, cuerpo, mano y oficios, amistad, semilla) o personajes, tanto poetas (Pedro Salinas y Carlos Bousoño) como escultores y pintores (Baltasar Lobo, José María Mezquita), el ensayo va poniendo en circulación, capítulo tras capítulo, términos como “salvación” que, por ejemplo, en relación al tándem vida/muerte, se presenta con tintes metafísicos; mientras que en la sección dedicada al cuerpo adquiere una función plenamente poética: salvar las cosas es llevarlas desde la creación hasta “la plenitud de su significado”, de ahí la importancia de la irracionalidad expresiva a la que son sometidas en el poema. Por último, en la parte dedicada a la semilla, ese mismo término evoca las imágenes de germinación y resurrección tan caras, asimismo, al poeta que las convoca una y otra vez. Especialmente atinada resulta también la sección dedicada a la mano y los oficios en la poesía de Claudio Rodríguez, abordada desde una perspectiva antropológica. Al leerla, no he podido evitar acordarme del Saramago de La caverna: «Lo que los dedos siempre han hecho mejor es precisamente revelar lo oculto», afirma el escritor portugués. El alfarero de Saramago muestra cómo solo las manos y los dedos (y quizá el gran poeta, podríamos añadir) conocen el verdadero nombre de las cosas. En una clave parecida, la celebración del trabajo que hace Primo Levi en La llave estrella, entendido no como el resultado de la productividad capitalista sino como amor a la tarea bien hecha, se halla cerca de la perspectiva del autor de ‘Alto jornal’ y su atención a los oficios de siempre, aspecto que Luis Ramos consigue realzar: «desde la mano se define el oficio, la entrega vital del hombre, de cualquier hombre, a su tarea, y a su vida».
En el apartado sobre Baltasar Lobo, Ramos desarrolla toda una teoría acerca de la moralidad del paisaje o, en otras palabras, de la necesidad de una ética dentro de la estética. Respecto a Pedro Salinas y Carlos Bousoño, y partiendo de la filiación orteguiana de ambos, analiza el tratamiento de la salvación en su poesía, en paralelo a como lo había interpretado en los poemas del autor zamorano. El capítulo dedicado al cuerpo se centra en lo que la obra de Claudio Rodríguez tiene de poesía de la naturaleza. En todos los casos, Ramos va desgranando, poemario a poemario, las apariciones de los términos clave en las páginas del poeta (como ya se ha dicho), pero con una particularidad: siguiendo un esquema metodológico a la vez preciso y flexible en su ir y venir entre las distintas variaciones connotativas y léxicas que dichos términos van adquiriendo con el tiempo. De este modo, nos va transmitiendo una sensación acumulativa semejante al polvo que se adhiere a los zapatos o al equipaje que confiere valor y resonancia a lo vivido, esto es, lo expresado. Destaca, por otra parte, la constatación de que la poesía de Claudio Rodríguez, y por ende, toda la poesía, es antes un acontecer que otra cosa (así lo subraya también Antonio Gamoneda), idea en la que insiste el prólogo de Miguel Casaseca. Y no se puede dejar de mencionar la relevancia de la exhaustiva bibliografía, así como la recurrencia en el texto de las aportaciones de diversos estudiosos (Michael Mudrovic, Fernando Yubero, Dionisio Cañas) cercanos al propio poeta. Constituye este ensayo, pues, un auténtico mapa conceptual de la palabra poética claudiana, puesta en relación con el mundo del que surge y al que es devuelta, corregida y aumentada (transfigurada), puesta al cuidado de los lectores. Documento útil para la investigación y, por qué no, para cualquier lector que desee, ya casi un cuarto de siglo después de la muerte del poeta, seguir dándolo por vivo en su “verdad”, que no es otra (ya lo dijo otro con el mismo oficio, John Keats) que la verdad poética.
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ISABEL CASTELAO-GÓMEZ. ABRIL (and the cruellest months) (Ya lo dijo Casimiro Parker, Madrid, 2022) por NATALIA CARBAJOSA Con una maquetación bellísima presenta en esta editorial madrileña la profesora de literatura y poeta Isabel Castelao-Gómez un libro complejo, lleno de preguntas sobre la identidad y enraizado tanto en la realidad más íntima y acuciante como en los textos que conforman su bagaje académico. El resultado no es, ni mucho menos, una colección de poemas difíciles de leer (al menos en apariencia), ni siquiera cuando las dos lenguas que maneja su autora, el inglés y el español, se van dando mutua réplica. Su apuesta reside más bien en la búsqueda de sí misma desde el ser que duda, que se sobrepone al agotamiento provocado por los roles sociales y familiares y las obligaciones domésticas y que, a pesar de todo, ocupa su lugar en el continuo poético del que se sabe parte. Aunque parezca una contradicción, dicha voz, antes que como lamento o reivindicación, resuena en un tono decidido en medio del caos: aquí estoy y esta es mi palabra, se desprende de sus versos. No pido, sino que tomo lo que es mío. La referencia más obvia del libro, visible en su título y en su sección central, es La tierra baldía de T. S. Eliot. En el primer centenario de su publicación, este poema sigue constituyendo el paradigma del sujeto desestructurado en el que nos ha convertido a todos la sociedad contemporánea. Castelao-Gómez feminiza la aflicción que verbalizó el gran poeta: Abril es el mes más cruel porque los bulbos que permanecen ocultos en la tierra en el invierno, bajo la nieve, en el fondo preferirían no tener que salir y, con ello, arriesgarse a vivir, asumir sus contradicciones. Cien años después, la poeta-madre revive la verdad dolorosa de esos versos en un nuevo registro: Abril no tiene género polilla padre que se posa en las ramas del deshielo en cuerpos abiertos que reciben de varón y dan de siembra Otra de las referencias claras de Abril, sobre todo en la primera sección, es Adrienne Rich, la poeta que, con sus múltiples ensayos (el más conocido, Of Woman Born), fue pionera en la reflexión sobre los retos con que se enfrentan las artistas cuando se convierten en madres. Al margen de las cuestiones lógicas de intendencia (no por ello menores), la falta de confianza en el propio talento y las propias fuerzas se vuelven de pronto una cuestión no solo práctica, sino también filosófica. Esta idea se cuela en los versos de Castelao-Gómez y se eleva sobre el mundo material, pero sin perderlo de vista ni un solo minuto: «tocando la esencia de los objetos que usamos / con palabras rotas»; «Todos los poemas no escritos / reverberan en la cocina»; «Anti-Hamlet femenino / en vez de calavera / pañal y lápiz en tu mano...». En otro apartado del libro se advierte la huella de los poetas de la generación Beat, aquellos que trataron hacer con sus vidas en constante movimiento una obra artística en sí. La presencia de Elise Cowen y la pareja Jack Kerouac/Joyce Johnson en sus páginas ofrece el contrapunto a la estasis de las raíces apenas visibles de Abril, a la vez que imprime ritmo jazzístico y desinhibición a las composiciones concretas que inspira: «not eating / but seeing / not wanting / but seeing...». Componen estos poemas la sección final del libro, la más lúdica, y en cierto modo le dan un sentido cronológico/biográfico al conjunto, desde la parálisis inicial hasta la liberación final (como si, en efecto, de un personaje eliotiano que finalmente encontrase una salida se tratara). Entre medias, la sección “El verano de la crisálida” comienza a activar las señales de cambio, a veces en forma de malos presagios, como en el hermoso poema ‘Dead animals’, o cuestionando las fórmulas heredadas de los modos de pensamiento que han llevado a la poeta a la inacción (como sucede en ‘Alquimia revertida’ o ‘Postmodernidad’). Sorprende esta sección intermedia con una fuerza expresiva que ha ido construyéndose a lo largo de las páginas anteriores para ganar en intensidad; con una voz despojada, antinarrativa, lírica y reflexiva a la vez:
dance, life attuned flow guiding inertia to find attuned rhythm momentum Al margen de estas y otras influencias declaradas, la poesía de Isabel Castelao-Gómez está llena de aquello que la poeta portuguesa Sophia de Mello llamaba “estado de escritura”: nunca, ni en medio del agotamiento y la desolación, se pierde el sentido de alerta, de escucha, de hasta qué punto la escritura, aun cuando no termina de llegar, y cuya ausencia nos hace dudar de nuestra misma existencia, nunca deja de ofrecernos una manera de ser y estar en el mundo: «Escribo para ser / I write to be / Si no escribo no soy». En sus fluctuaciones entre el “yo” poético y el biográfico, además, esta especie de retrato oblicuo de la madre-artista marca una entrada en la vida adulta, aquella en la que las batallas gratuitas y teóricas ya no son posibles: «Bye bye Malasaña / microcosmos gentrificado / embriagador de color». Entre esos dos mundos (la vida y la literatura), afora también en Abril la visión cósmica y telúrica de la existencia como justa rúbrica a la aproximación parcial a la realidad de las otras: «En la vida biológica permanecí, / sin sacar los pies de la tierra, resistiendo en ser sin más. / Vuelve el agua, creo, luego el mar y el cielo». Vuelven las raíces enterradas en la nieve a brotar, claro que sí, y crecen hojas en los libros; y la palabra, a pesar de todo, se renueva, y entiende entonces que el dolor no ha sido en vano. ADOLFO GÓMEZ TOMÉ. CUADERNO DE CAMPO (Editora Regional de Extremadura, 2021) por NATALIA CARBAJOSA «Porque no poseemos, vemos». Este verso de Claudio Rodríguez podría ser el adagio de escritores de la naturaleza como el ya clásico Henry David Thoreau o la más cercana en el tiempo Annie Dillard. Comparte, además, la deflación del “yo” de los poetas japoneses, el arrebato visionario de los románticos ingleses —sobre todo Wordsworth— y, por supuesto, la espiritualidad de la poeta y memorialista de origen escocés Kathleen Raine, inspiración fundamental en la vida y la poesía de Adolfo Gómez Tomé (Mirabel, Cáceres, 1969), quien además es traductor de su obra al español, junto con quien esto escribe. En el caso de este último, sin embargo, la conexión entre poesía —entendida como contemplación y visión despojadas, «mirar / y dejar ir», como yo misma expresé hace tiempo— y naturaleza es más ardua que en el de sus antecesores: si, hasta el siglo XIX, el término “naturaleza” lo describía absolutamente todo, lo humano y lo no humano, a partir de ese momento pasó a convertirse en lo opuesto de lo que nos define como especie; término hoy más que nunca distorsionado por la voracidad económica, por nuestros entornos ultra-tecnificados y por un extraño sentimiento bienintencionado que niega su amoralidad. Ajenos a sus ritmos, si acaso se nos ocurre levantar la vista de alguna pantalla para mirar —y caminar, que viene a ser lo mismo en términos poéticos— en esa dirección ahora mismo desconocida por nuestra propia negligencia, empiezan a aflorar verbos nuevos, nuevos ámbitos de feliz y necesaria (in)acción: «esperar; sumergir las manos; oigo; escucho atento; mirar largamente; huelo; he vuelto; beso; descubro; asciendo; calma en la espera». Cuaderno de campo es, como su propio nombre indica, un libro de notas tomadas en los vagabundeos de su autor por las sierras que unen las provincias de Salamanca y Cáceres. Notas simultáneamente atentas a lo de dentro y lo de fuera, a la percepción de lo que bulle quedamente en los caminos y a la respiración interior que lo acompasa. Es también un libro de señales: aquella que otro caminante dejó para quien quisiera recogerla; y aquellas que muestran el camino de vuelta a casa, a la infancia, a los seres y objetos que, aún vivos o ya en el bagaje de la memoria, confieren al libro el tono entre sereno y elegíaco que posee (Nel mezzo del cammin), como de obra antigua, apenas susurrada entre el murmullo --murmurio en el lenguaje íntimo de su autor— del agua. Dicha carta de antigüedad convierte a sus protagonistas en arquetipos de las grandes heridas del mundo (la del amor, la de la muerte, la de la vida), sin negarles por ello su condición de personas reconocibles, seres con nombre propio y sujetos al aquí y el ahora:
Este regreso al origen, la casa de la “naturaleza” a la que una vez el ser humano perteneció no resulta sencillo, como he apuntado antes. Los versos más sobrecogedores del libro, en mi opinión, subrayan dicha dificultad con una limpieza expresiva inusitada. De nuevo planea en ellos la figura del autor de Lyrical Ballads y su «The world is too much with us», esta vez colonizado por el espacio en blanco de la página:
Pasan las horas y los días inánimes de tan poca soledad Nada hay de extraño en esta declaración si se sabe que Adolfo Gómez Tomé, amigo desde los días lejanos en que ambos estudiábamos Filología Inglesa en Salamanca, hoy ejerce como profesor de inglés en un instituto de Plasencia, no lejos del “Edén”, en términos raineanos, que conforma en su imaginario su pueblo natal. Profesor vocacional y completamente volcado en su trabajo, no cuesta imaginárselo, no obstante, abrumado por el peso burocrático y gregario, poblado de actividad frenética y sin sentido, en que un sistema absolutamente ineficiente ha convertido la profesión. Sus poemas-apuntes se convierten así en el testimonio de esa “otra” vida que, en la clara y escueta intensidad de los versos, se nos antoja más luminosa y verdadera. Después hay que volver, claro («Cierro la puerta tras de mí. / Me pongo las zapatillas de estar en casa»), como también nos enseñó hace tiempo otro magnífico poeta de la tierra, Luciano Feria («He terminado el libro. Estoy en casa»). Pero esa vuelta no será en vano; queda la sustancia nutricia, «un runrún de la infancia», y un hábito que habrá que mantener vivo a toda costa: «Hay que esperar (alguien vuelve a decir)». Afirma Annie Dillard en Una temporada en Tinker Creek con respecto a la naturaleza que «la belleza y la gracia suceden tanto si las percibimos como si no», y que «lo menos que podemos hacer es tratar de estar presentes». En ese “estar” en lugar de “hacer”, sustituir al “homo faber” por el ser que simplemente camina y contempla porque —no olvidemos— nada posee, encontramos la afiliación de este Cuaderno de campo, nunca lejos del hueso y la materia a pesar de su impulso hacia la trascendencia («Y el eco / de este pobre cuerpo mío...»; «siento brotar una flor / en el pecho...»), bien asentado sobre la tierra firme de sus verbos, atento a intuiciones propiciadas por un entorno todavía capaz de acogerlas. La conclusión, válida para quien la recoja, suena seca, certera, ineludible: «Solo eso». CURTIS BAUER. SELFI AMERICANO (Vaso Roto, Madrid, 2022) Traducción: Natalia Carbajosa por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Pensar en imágenes, pensar en palabras, écfrasis, descripción, observación dentro, dolor, tiempo, espacio, autorretrato, imagistas... Hace tiempo que me planteé el pensamiento en imágenes o el pensamiento en palabras, en conversaciones entre artistas y poetas, y aunque no pretenda cambiar las cosas imposibles de cambiar, sí me planteo cómo articular eso como pintor y poeta. Sigo pensando en ello admitiendo mi total predisposición hacia las imágenes en la construcción del pensamiento. Me consta que es así en muchos de los que usamos las imágenes como creadores, y que es más normal el uso del pensamiento verbal en los poetas. Pero el uso en estos de la descripción, de la creación de imágenes poéticas a partir de la imagen visual no es nada extraño. Un artículo de Natalia Carbajosa, brillante traductora del libro del que hablamos, sobre La écfrasis en la obra de Luis Javier Moreno me devuelve a un planteamiento más técnico y francamente interesante. Fue precisamente cuando recibí el libro de Curtis Bauer Selfi americano de su mano. Hablamos de muchas cosas, de la dificultad de traducir un lenguaje dominado por monosílabos y sonidos vocálicos (Kerouac, Kerouac) al nuestro, de la longitud de los versos en castellano y sus pegas, y de lo contrario en alemán, de Brueghel. Y surgieron temas que aparecerán aquí. Pienso de nuevo en todo eso cuando empiezo a leer el último libro de Curtis Bauer, de título muy explícito en intenciones, Selfi americano, pero que lejos de lo peyorativo que nos pueda resultar el término por el abuso que desarrollan las redes, acoge en este mundo pequeño pero grande de la poesía toda la hondura que le puede dar la maravilla que es partir de la imagen para llegar a la palabra. En un artículo publicado por el autor en North America Review, “Mirando detrás del poema”, en el que habla de un poema, ‘Río Manzanares’, recogido en este libro, y de las circunstancias que rodearon su escritura y que le ayudaron a conformar la poesía reunida en este libro, Bauer establece una posición clara: «...escribir un poema puede llevarnos a un lugar que no creíamos posible imaginar y puede permitirnos ver experiencias y visualizar emociones que de otro modo parecerían imposibles». Curtis Bauer se mueve entre la realidad y la visión, no la mirada sino la visión, esa que se llena de la experiencia personal de la mirada y de los caminos y bifurcaciones a las que el pensamiento crítico le lleva, un lugar pensado pero a veces inesperado. Lo que queda de surrealismo en esa visión lo detectamos formalmente en los desvíos, en las imágenes y frases subordinadas que llenan los poemas, los lugares que nacen casi del automatismo pero que a diferencia de este sí están filtradas y sabiamente enlazadas, y sí sirven para crear tanto el espacio común al autor como a sus pensamientos. Pasa lo mismo con el tiempo, que crece con el poema y que circula entre la realidad y los recuerdos para la consecución de esas experiencias y emociones que solo así son posibles. Del “no ideas but in things” de Carlos Williams subyace la presencia de la cosa, esa cosa que se somete a un proceso de descripción que se transforma en algo que puede llegar a ser lo que él necesita. La observación para no perder nada y para modificarlo. Solo se escribe sobre aquello que nos obsesiona, que es imagen en muchas ocasiones, que se mezcla con otras imágenes, que en un proceso ecfrástico sobre la propia imaginación se traslada al poema. El poema ‘Si Brueghel hubiera pintado un paisaje de Iowa’ nos relaciona con William Carlos Williams y sus Cuadros de Brueghel y es un perfecto ejemplo del proceso creativo de Bauer, de la relación con su paisaje de nacimiento, de la interpretación del método, de la manera genial de regresar a un pasado que no se debe olvidar (por eso se escribe) pero que de todos modos es imposible a través de la actualización de la pintura de un Brueghel moderno y de la écfrasis sobre un cuadro inexistente, salvo en la imaginación del poeta y después en la del lector. Un fragmento: SI BRUEGHEL HUBIERA PINTADO UN PAISAJE DE IOWA Ahora se centraría en las luces urbanas de la noche todas rojas, cada una retenida en su espera. Nada que imitara el brillo de las estrellas ni cómo los cuervos reunidos en los árboles en torno a la biblioteca en medio de la ciudad se acicalan, observan, se acicalan. Un graznido a punto de rasgar la noche, y un tañer de campanas, y un ¡pum! sordo a punto de sonar tras un cobertizo. El dueño de una tienda de barrio se sacude un poco de soledad con cada refresco Big Gulp y cada litro de gasolina. El olor es libre pero difícil de pintar.
SELFI AMERICANO Quién es el hombre, pues solo puedo imaginar un hombre, que tocaría a una niña, que desnudaría a esa niña, que la haría agacharse y la penetraría y a él y a él Combina, pues, lo elegíaco con lo descriptivo, lo familiar con el dolor, el paisaje con la imaginación, la ternura con la dureza, la memoria con el trauma. Y no deja de sentirse extranjero pero capaz de adaptarse, como en ‘Exile’ o ‘HappyTX’: «pero rescato lo que he perdido al regresar, enraízo los pies en la tierra, me aferro a un lugar, me convierto en parte del terreno».
La cuidada edición bilingüe de Vaso Roto, como siempre, (esas portadas de Víctor Ramírez) y la excelente traducción de Natalia Carbajosa nos introducen de manera muy apreciable en la poesía de este autor, también profesor de escritura creativa, y que se dedica a la traducción del español al inglés (Jeannette Clariond, Luis Muñoz, Juan Antonio González Iglesias, Fabio Morábito...) y del que había solo una pequeña obra en castellano: Cuaderno en español - España en dibujos (Ediciones en Huida). Sus dos poemarios anteriores quedan pendientes, Fence line y The real cause for your absence. ANTONIO GÓMEZ RIBELLES. LAS LAGARTIJAS GUARDAN LOS TEATROS (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021) por NATALIA CARBAJOSA Hablar de intemperie y de desarraigo metafísicos en esta época de refugiados, desplazados, inmigrantes y afectados por inundaciones, terremotos o volcanes que, en cuestión de segundos, pierden los bienes de toda una vida y a sus seres queridos, puede sonar injusto y banal. Como siempre ocurre, lo urgente —y vaya si lo es— nos hace perder de vista lo importante: en este caso, que cualquiera que llegue al mundo o se despida de él, por bien rodeado que se halle de paredes sólidas y de una prole afectuosa, lo hace desde su menesterosa condición de ser desnudo, solo y desarraigado. La conciencia, en momentos de especial intensidad o estado de alerta, así se lo recuerda. La poesía, como límite humano de la condensación del pensamiento que puede llegar a ser, también. Los poemas de Las lagartijas guardan los teatros captan sin énfasis añadido esta precariedad existencial, simbolizada en el doméstico y milenario reptil —las lagartijas— que, bien como recuerdo de una infancia nada edulcorada en la que «morían a manos de niños crueles», bien como guardianas impasibles de las ruinas de un teatro —y ahí seguirán cuando esas ruinas, lo mismo que nosotros, se hayan desintegrado por completo—, aportan a este edificio poético a la vez individual y colectivo proporción y perspectiva. Desde este lugar/umbral donde todo es impreciso, todo fluctúa y se derrama caprichosamente de un extremo a otro sin llegar a definirse por completo —la casa y el mundo de afuera; el presente y el pasado o, mejor dicho, el “yo” presente y pasado; la luz y la sombra; el objeto y el ojo que mira/la palabra que lo nombra—, los versos, a menudo desgranados más bien en prosa poética, resuenan sin embargo como adagios definitivos, incluso en su aparente sencillez: «Así huiremos del pequeño porcentaje recordado»; «La memoria crea y ocupa»; «El otro [espacio habitable], el real, sigue dentro de nosotros, permanentemente habitado en el pequeño teatro de la memoria»; «Un aire tranquilo guarda el tiempo como si nada avanzara»; «Ya no hay mudanzas, solo retiro»; «La casa irradia y se expande»; «algo en nosotros decidió qué cosas merecían salvarse del olvido y cuáles no»; «Solo me salvan las ciudades cuando ya no estoy en ellas»; «Es hermosa y no lo quiere saber, en ella está la lluvia»... Gómez Ribelles insiste en la imposibilidad de aprehender el instante, mucho menos de dejarlo registrado con cierta solvencia en palabras o —a pesar de tener, como pintor, más fe en las imágenes, tal como ilustra el poema ‘Que no sea palabra’— de almacenarlo en la memoria fotográfica con ilusión de veracidad: «cuando las cosas que vemos no coinciden con los recuerdos es mejor quedarse con ellos». De este modo, revela un asunto crucial y común a todos en nuestro paso por la vida, ese que hace que volvamos con reticencia o extrañeza a las fotos antiguas y que prefiramos quedarnos con las que ha inventado, con persistencia y mucho más éxito, nuestra imaginación. Y ahí entra su aliada, la poesía, con su torpe y humilde material de acarreo, reunido a lo largo de los años: la palabra que “salva” —por cuanto rescata del olvido— «allí, donde el tiempo nos abandona».
Las lagartijas guardan los teatros restituye a la intemperie temporal y espacial que nos constituye su cualidad de inexpresable, más allá de soluciones ya ensayadas («no es eso, no es eso») o teñidas por la nostalgia («Creer que las cosas te esperan. / Que retornar a esos sitios hará que aparezcan de nuevo / y que contengan en su letargo todo lo que fue tuyo. / No es verdad»). El tono adoptado, sin embargo, no pierde nunca la serenidad, ni la conciencia lo que significa ser «moderadamente felices». Se dulcifica aún más, por ejemplo, al constatar que la persona amada ha entrado en un recuerdo que antes solo le pertenecía al poeta, y lo ha hecho suyo —el verbo correcto, en el universo temático del autor, sería que lo ha “habitado”: «¿te acuerdas de cuando me sentaba aquí? Claro que me acuerdo, me lo has contado. La miro, y comprendo que es verdad». Conocido hasta la fecha sobre todo como pintor, si bien los temas de sus exposiciones, así como las palabras que acompañan los catálogos correspondientes, siempre delatan esa vocación compartida entre la expresión artística visual y la lingüística, Gómez Ribelles ha escrito un poemario que sorprende por la depurada e inspirada transmisión que realiza de sus preocupaciones fundamentales. Depurada, porque no cabe en él la complacencia de la mera anécdota personal, sin voluntad de asomarse un poco más allá de sí misma. Inspirada, porque entre sus páginas, y no a modo de tratado filosófico sino desde la belleza despojada de la poesía, se articulan pensamientos complejos que, al menos en quien esto escribe, han conseguido arrancar más de una vez durante la lectura la siguiente expresión: “sí, es eso, es eso...”. “Eso” que nunca se llega a nombrar del todo, sí; la poesía. TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO. DELICADA DELHY: SEIS TEXTOS SOBRE LA OBRA Y LA PERSONALIDAD DE DELHY TEJERO (Los Papeles de Brighton, Palma de Mallorca, 2020) por NATALIA CARBAJOSA El escritor Tomás Sánchez Santiago lleva más de dos décadas acompañando a la figura y la obra de la pintora Delhy Tejero (Toro, Zamora, 1904 - Madrid, 1968), rescatándola del olvido y alumbrando en su justa medida las zonas oscuras de una artista fascinante en la que vida y arte forman un todo indivisible y coherente, incluso en sus aparentes contradicciones. El fruto más evidente de esta investigación minuciosa y entregada vio la luz en 2004 con la publicación, por parte de Sánchez Santiago y María Dolores Vila Tejero, de los Cuadernines (editada por la Diputación de Zamora y reeditada en 2018 por la editorial Eolas), breves anotaciones a modo de diario interior que la autora escribió a lo largo de más de treinta años de carrera artística. Los seis ensayos que conforman este nuevo volumen vienen a ser una especie de notas al margen, igualmente deudoras de las investigaciones llevadas a cabo por Sánchez Santiago desde finales del siglo pasado; pruebas de un redescubrimiento que, muy acertadamente, no culmina con la atención exclusivamente a la obra pictórica, muralista, gráfica y decorativa de Delhy Tejero. De ahí que el acompañamiento del término “personalidad” a “obra” en un título ya de por sí atrayente, Delicada Delhy, no sea baladí. La biografía de Delhy Tejero, compañera en la academia de Bellas Artes de San Fernando de otras pintoras como Maruja Mallo y Remedios Varo, alumna de la Residencia de Señoritas de María de Maeztu y participante de la efervescencia cultural del Madrid de las vanguardias, explica en parte las causas de su invisibilidad. El choque extremo entre su severa educación castellana y la modernidad que pretendía reinventarlo todo; su absoluta entrega al arte desde muy joven; una feroz independencia acompasada por la timidez, junto al deseo de asimilar cuanto se le presentaba, la llevaron a una vida errante durante la convulsa etapa de la Guerra Civil y la posterior contienda mundial (Marruecos, Italia, París). Y tras estas experiencias, a un posterior repliegue, marcado por un misticismo de inspiración teosófica, en una España en la que ya no encajaba, ni en los cauces oficiales, ni en los grupos artísticos que fueron surgiendo en sus márgenes; un “solitarismo”, como ella lo llamaba, permeado constantemente por la incertidumbre —también económica— y la soledad, desde el que no dejó de trabajar ni un solo día, aun cuando acuciada por sus propias tensiones no resueltas. Si los Cuadernines trazan por sí solos el retrato interior de la artista, al menos hasta donde éste, siempre escurridizo, se presta a ser observado, los ensayos de Sánchez Santiago ponen en relación la compleja mentalidad y los hechos relevantes en la vida de Delhy Tejero con el contexto histórico y artístico en el que le tocó vivir. Aflora así toda la variedad de estilos a los que la pintora se asomó: desde una juventud cercana al surrealismo y el cubismo pero que nunca abandonó la esencia de la forma, pasando por la abstracción emparentada con la espiritualidad kandinskiana y hasta una reinterpretación del costumbrismo en las figuras castellanas tradicionales, sin olvidar la obsesión por el autorretrato —la autoafirmación de quien se acercaba con horror a la vejez— o la fusión de las corrientes anteriores en concepciones personalísimas, tales como el “ingenuismo” o el “perlismo”.
KATE BRIGGS, ESTE PEQUEÑO ARTE (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2020) Traducción de Rubén Martín Giráldez por NATALIA CARBAJOSA Todo traductor literario siente, antes o después, la tentación o la necesidad de teorizar sobre su “pequeño arte”, como muy apropiadamente reza el título de este libro. La autora, Kate Briggs, lo toma de un artículo de 1950 escrito por Helen Lowe-Porter, una de las traductoras de Thomas Mann al inglés. Lowe-Porter no concibe su labor como verdaderamente “profesional”, de ahí la elección de “pequeño”, que concuerda con la percepción —si acaso llega a ser percibida— de una tarea casi invisible. Desde dicha percepción, Briggs interpela al lector o lectora que va añadiendo autores a su lista particular —pongamos por caso Tolstoi, Kafka, Safo, Basho o Proust— sin caer en la cuenta de que, en realidad, está accediendo a sus obras mediante traducciones. Pero resulta que esa actividad tan ínfima, tan callada, también es descrita como “arte”, y desde ahí se convierte, en palabras de Briggs, en «un camino propio hacia otras formas de escritura», esto es, en una actividad literaria en sí misma. Tal afirmación recuerda, por ejemplo, a la de Juan Manuel Rodríguez Tobal, traductor de poesía clásica al español, cuando sostiene que la traducción no es un “objeto literario” sino un “acto literario”: una «realidad activa (...) que deja en el lector un punto de partida para su particular, única y gozosa aventura de hacerse a eso que vive en la palabra». Desde esta doble premisa, el libro de Briggs emprende un merodeo en torno al escurridizo concepto de la traducción literaria a partir de múltiples perspectivas, basadas tanto en lo personal (experiencias propias de lectura y traducción, anécdotas cotidianas) como en lo académico, en este caso a la luz casi omnipresente de las conferencias y notas a seminarios de Roland Barthes en el Collège de France. A modo de retazos ensamblados, Briggs hace preguntas certeras antes que tratar de responderlas; examina cuidadosamente las vías de acercamiento a ese “lugar”, así llamado, que es verdadero cruce entre la lectura y la escritura. A dicho lugar, siempre en proceso de llegar a ser otro, invita a sumarse a cualquiera sin la obsesión del trabajo acabado o de una definitiva adquisición de los conocimientos lingüísticos necesarios. En este sentido, Este pequeño arte no es ni mucho menos una obra específicamente para especialistas, sino una vivencia que aspira a ser compartida desde todos los ángulos posibles de la memoria y la experiencia o, sencillamente, del arte de vivir. La estructura abierta y miscelánea de la obra refleja así la voluntad de Briggs de presentar la traducción dentro del resto de órdenes de la vida, sin priorizar, por ejemplo, lo académico frente a lo doméstico. Un acercamiento al asunto, si se me permite la expresión, holístico en relación con la distribución contemporánea del tiempo disponible, que ha borrado definitivamente las fronteras entre vida profesional y vida privada; y, al mismo tiempo, muy femenino con respecto a épocas anteriores, una vez más de la mano de Lowe-Porter: traductora amateur de la que socialmente no se esperaban resultados serios, Briggs nos la describe traduciendo a Mann mientras sus hijos pequeños juegan en la habitación de al lado, contando siempre con las consabidas interrupciones, los solapamientos y el cansancio. Briggs hace virtud de esa condición de interrupción constante y nos interpela con sus fogonazos —ora sesudos, ora ligeros— desde la forma de estar en el mundo que se nos impone, a fin de ir poco a poco iluminando los contornos difusos o acaso no abordados de la traducción. Personalmente, encuentro en Este pequeño arte, propuesta en principio tan atractiva, un problema de tono: es difícil entrar y salir de las estancias por las que deambula sin perderse; saltar por ejemplo de los planteamientos teóricos de Barthes, no siempre comprensibles o no lo suficientemente clarificados en su conexión con el tema principal, al resto de aportaciones. La divagación y la digresión, elementos constitutivos del libro, tan pronto desembocan en pequeñas joyas como nos dejan con un regusto de “adónde quiere ir a parar”. Quizá si se tratara de un libro más breve, más seleccionado en sus retazos, la pasión que transmite no quedaría así atenuada en su resonancia. Pero sus numerosas páginas acaban haciendo de la mesa de mezclas un tour de force cuando menos confuso para quien esto escribe.
No se puede pasar por alto, por cierto, que la posibilidad de leer “Este pequeño arte” y no “This Little Art” se la debemos a su traductor, Rubén Martín Giráldez. A la correcta traducción de un texto complejo, Martín Giráldez añade cuando las considera pertinentes aclaraciones que lo ubican en el contexto hispano, lo cual se agradece. Si las premisas de Briggs se cumplen, el traductor ha escrito «la obra de otro con [sus] propias manos, en [su] propio marco, [su] propio tiempo y [su] propio lenguaje con toda la atención, el pensamiento y la minuciosidad, la prueba y la invención que la tarea requiere». Bienvenida sea, en cualquier caso, toda mirada nueva sobre la aventura fascinante y poco conocida, pequeño arte, sí, de la traducción. ADRIENNE RICH. RESCATE A MEDIANOCHE (Vaso Roto, Madrid, 2020) Traducción de Natalia Carbajosa por HÉCTOR TARANCÓN ROYO YO SOY MI ARTE A lo largo de su historia, una de las cosas más apreciadas en el arte ha sido su capacidad para innovar. En el lado contrario, y fuera de la teoría y la visión abstracta de los acontecimientos, los mecenas y el público siempre han apreciado la “firma del artista”, es decir, su capacidad para generar variaciones dentro de un mismo estilo. En esa constante tensión, que libera y aprisiona la capacidad creativa del creador, Rescate a medianoche supone un sublime y explosivo conjunto de ejercicios de estilo que nombran, y atrapan la vida, para luego escaparse con la misma facilidad con la que llegaron. Los versos juegan con la longitud, pero también con la repetición de palabras, la voz “toda hacia delante sin pausas”, y algunos elementos de puntuación, como los dos puntos, que estructuran algunos poemas (y cuyo antecedente bien podría estar en uso que le da Emily Dickinson al guion). Su visión es la de alguien que, desde arriba, puede abarcar cualquier espacio, e incluso cualquier situación (sea pasada o futura, como si Rich fuera el dios bifronte Jano, capaz de ver, al mismo tiempo, el origen y el fin de los tiempos), a modo de rápidos planos o fogonazos. Explosiones, fogonazos, llamaradas... Esta descripción de los poemas de la poeta estadounidense no es casual: es capaz de ofrecernos, en medio de todo el caos urbano, casi road movie, una potente y terrible belleza en algunas líneas («Una vida se arrastra calle arriba / entre el vapor brumoso de la escarcha / lame la lengua del sol / hoja tras hoja hasta licuarlas en dolor»). Así, hay sufrimiento, uno descontrolado y deslocalizado, como parte común de varias generaciones, y otro más personal, a una “amada” o alguien en concreto. Ahí reside, de hecho, uno de los grandes aciertos de Rescate a medianoche: intercambiando continuamente los puntos de vista personales con los sociales, Rich nos hace ver que nuestras preocupaciones son las mismas que las de los demás porque, al fin y al cabo, ¿quién no ha sufrido por sus semejantes o por amor? (la pregunta parece banal, pero es el núcleo). Englobando los poemas que van desde 1995 a 1998, el sufrimiento nos lleva a otro movimiento: la rabia. Rich, conocedora de que el espejo refleja la realidad, no obstante, decide golpearlo audazmente para recoger sus esquirlas, que se cuelan por su garganta, por cada una de las líneas hasta el lector, e intensifica la fragmentación y decidida ruptura con el lenguaje. Esto hace que nos encontremos ante un conjunto complicado que requiere paciencia, que no se puede leer en un par de horas, y que demanda varias lecturas para ir profundizando en las distintas capas (simbólicas y lingüísticas) que ha superpuesto (y que merecen, por la fluidez, sentido y uso de todas las referencias un elogio a la traductora). En realidad, la poeta estadounidense, con la primera frase de la cita que abre Rescate a medianoche, nos dice claramente cuál es su objetivo: «No sé cómo medir la felicidad». Visto desde esta perspectiva, se podría decir que el espejismo está montado, que nos ha dado una pista, pero que lo que oculta es que, desde ese momento, va a rodear la felicidad para inscribirla en el cuerpo, frágil y única certeza, descuartizarla y negarla y afirmarla tanto que, al final, quedarán algunas sospechas, apenas un par de respuestas a las numerosas preguntas, algunas de ellas retóricas, que minan los poemas. Sin embargo, bien podríamos olvidarnos de todo lo anterior, con el evidente riesgo de perder los matices, ante el verdadero objetivo de Rich en Rescate a medianoche: la llamada a la acción política. La poeta estadounidense hace confluir todo el teatro de voces, con sus experimentaciones dentro del lenguaje y los puntos de vista, en ‘Una larga conversación’, el último y más extenso poema del libro, que contiene fragmentos de Ossip Mandelstam, de Che Guevara y del Manifiesto del Partido Comunista (1848), entre otras fuentes citadas, y, por tanto, la lectura se “difumina” en tanto que se “politiza”. Como señaló Dana Gioia en 1999 en San Francisco Magazine (fecha de publicación original del libro): Alrededor de 1970, a mitad de su compromiso con el feminismo, la poesía de Rich cambió. Creció o disminuyó, dependiendo del punto de vista del lector, abriéndose y declarándose más ideológica [...] Pero la radical redefinición que hizo de sí misma atrajo a muchos nuevos lectores fuera de los grupitos de la poesía contemporánea. Se convirtió en la poeta más controvertida y probablemente en la más influyente, aunque irónicamente su impacto raramente se vio en otros poetas [la traducción es mía]. Teniendo esto en mente, el último conjunto de poemas (sobre todo de 1997-98) retrata de una forma más directa las consecuencias de la guerra, algunas de las inevitables perversiones del poder del dinero, y el verdadero trabajo del artista («El arte no lleva la contabilidad / aunque los artistas / hacen lo que deben // para seguir vivos / y atienden a su trabajo / el arte es un registro de la luz»), a cambio de un estilo más pausado y, quizá, más nostálgico. El último poema, antes mencionado, sacrifica el ritmo y la poesía, como tal, para volverse prosa y ejercer una crítica frontal contra la exclusión social y el capitalismo. A veces en forma de diálogo, otras en poemas quebrados, o impresiones de situaciones y paisajes, Rich funde los tiempos y las injusticias que ha vivido, que ha visto con sus propios ojos cada día, y nos las arroja para seguir su legado, no sin antes proclamar: «Yo soy mi arte: lo hago desde mi cuerpo y los cuerpos que produjeron el mío». EL ARTE DE TRADUCIR (3) Pero imagina que estamos en cuclillas como niñas sobre un revoltijo de canicas, chapas, papel plata, viejas monedas extranjeras -los primeros tesoros de verdad. Ganchos oxidados, cristales-. Imagina que yo viera primero el pendiente pero tú lo quisieras. luego querrías las palabras que yo había encontrado. Te daría el pendiente, el lapislázuli aplastado si hubiera, me quedaría mirando los cristales de la playa y el interior astillado de la bombilla. Observando en tu mano el perfil obsoleto del cobre, el ojo de gato, el lapislázuli. Cual ladrón negaría las palabras, negaría su existencia, que fueran pronunciadas o pudieran pronunciarse, cual ladrón las enterraría y recordaría dónde. RESCATE A MEDIANOCHE (5) Al comer y beber la liberación caminé un día del brazo de alguien que dijo que tenía algo que enseñarme Era la avenida y los que allí moraban libres de hogar : sin techo : : mujeres sin ollas que fregar ni camas que hacer ni peines que pasar por el cabello ni agua caliente para quitar la grasa ni latas que abrir ni jabón que aplicar como se suele en las axilas luego bajo el pecho luego por los muslos Se encendían bidones bajo la autopista y se cogían botellas de los palés de cartón ondulado y montones de objetos perdidos y encontrados para el trueque y buscaban los cuerpos cobijo del viento Me llevó por todo esto : : Y dijo Mi nombre es Liberación y vengo de aquí ¿De qué tienes miedo? Nos quedamos hasta tarde en los bares cual murciélagos con un beso nos dijimos adiós en el semáforo, ¿creíste que vestía esta ciudad sin que doliera? ¿creíste que no tenía familia? UNA LARGA CONVERSACIÓN [FRAGMENTO]
Alguien: —La tecnología está cambiando las formas más comunes de contacto humano, ¿quién no lo ve en su propia vida? —Pero la tecnología no es nada más que un medio. —Pongamos que alguien amasa una fortuna con la guerra. Tú: -Te lo he dicho, ése es el motor que impulsa el libre mercado. No es la información, sino la militarización. Arsenales que engendran riqueza. Otra mujer: —¿Pero, entonces, la clave es el nacionalismo patriarcal? AURORA SAURA. AVIVAR EL FUEGO (Renacimiento, Sevilla, 2018) por NATALIA CARBAJOSA La publicación de una antología de poesía siempre es motivo de celebración porque les da una nueva vida a libros publicados en el pasado que, por la propia dinámica del mercado (y esto vale tanto para las pequeñas como para las grandes editoriales) son imposibles de encontrar. En esta ocasión, además, el hecho de que Avivar el fuego, de Aurora Saura, haya aparecido en una editorial no precisamente menor, como es Renacimiento, supone una doble alegría, y por ello celebramos este “renacimiento” como una magnífica noticia. Ofreceré un breve mapa de lectura que pueda ser de utilidad a quienes se acerquen a este esta espléndida antología. Para ello, comenzaré repasando los temas y características generales en la poesía de Aurora Saura, para después detenerme en cada libro. La antología contiene una selección de poemas de sus cuatro libros publicados entre 1986 y 2012: Las horas, De qué árbol, Retratos de interior y Si tocamos la tierra, más la reciente plaquette de haikus Mediterráneo en versos orientales y una sección final de poemas inéditos. Poco más de cien páginas para quien, pausadamente pero con firmeza, escribe desde la infancia y, más importante aún, se considera ante todo lectora. Una autora que ha sabido intercalar la escritura entre el resto de facetas de su día a día sin renunciar a las interrupciones que la vida impone, entendiendo con toda claridad que el poeta es una especie de trabajador “fijo discontinuo” que se halla siempre alerta, pero que en ningún caso fuerza la llamada de la inspiración ni pasa por el mundo de espaldas a la realidad. De la poesía de Aurora Saura se ha destacado, y ella misma lo confirma, su introspección, contención y melancolía, entre otros aspectos. Poesía clásica en el tono y en los temas a la manera horaciana y machadiana, por su atención al paso del tiempo; también por su deseo de fijar ese momento de belleza y verdad sublimes, a la manera de Keats; poesía que busca la moral en la estética, tal como ha aprendido de Camus y de Cortázar (muchos grandes poetas coinciden en que la visión ética es inherente a la imaginación poética, y no un añadido); poesía que, huyendo de la estridencia, conoce no obstante la extrañeza y la locura expresadas por Rilke y Hölderlin; poesía que sabe que todo lo que se afirma en un poema es absolutamente cierto y absolutamente contradictorio, a decir de Pessoa y Pavese; poesía del mirar, de la contemplación entendida como participación, que defendía Claudio Rodríguez; poesía del despojamiento del “yo” en los haikus, que transforma la obsesión occidental del sujeto que nombra en la levedad oriental del movimiento y la relación entre las cosas; poesía hecha no de grandes momentos sino de esos rasguños casi imperceptibles de la vida que, en palabras del poeta Tomás Sánchez Santiago, crecen sin permiso y acaban pergeñando eso que llamamos “personalidad”: «sólo pasado el tiempo es cuando caemos en que lo imperceptible tiene a menudo más peso y profundidad que aquello en lo que habíamos creído con supuesta convicción duradera». De esto último habla el poema, contundente en su brevedad, ‘Olvido’, a propósito de unos dátiles que caen al suelo: Nadie os mira ni os salva, el que pasa no advierte cuánta riqueza se pierde, callada, inútilmente, cada día. Menos evidente quizá que las características citadas, aun con el precedente expreso de los heterónimos de Pessoa, es la capacidad de la poeta de reconocerse múltiple, como esa casa abierta con infinitos huéspedes entrando y saliendo que es, para Czeslaw Milosz, el poeta. En el caso de Aurora Saura, es el “yo” quien se aventura fuera de su propia casa para, con la premeditación y alevosía que otorga la imaginación, allanar otras moradas: Supón, en fin —tal vez ya suponiendo demasiado-- que voy viviendo en ti como si fuera parte tuya. Tú andando por ahí, y sin saberlo. Otro rasgo que, en nuestra opinión, la singulariza frente a sus autores de referencia, es su voluntad de conjugar tradición y ruptura, sin aspavientos pero con una fortaleza que convierte a cada poema en una suerte de declaración de principios. Así, un paisaje, una pintura o una pieza musical, actualizan la tradición en su manera particular de interiorizarlos. Otro tanto ocurre con la idea clásica del destino, tamizada por la lectura de Camus, es decir de la obediencia al mismo que practicaban los griegos. Por eso la poeta se pregunta: ¿Por qué disuadir al que desea arder en el fulgor de una querencia? Para concluir esta historia de una mariposa que avanza hacia la luz de este modo: Tal vez sólo el calor que la destruye la salva de sí misma. El topos de la edad de oro, por su parte, está formulado en otro poema en términos casi reivindicativos, leídos a la luz de los titulares de hoy, y sin embargo inequívocamente líricos: El mundo no tenía estos contornos ásperos, los árboles, las piedras y la arena no eran tan ajenos a nosotros […] Se podía recibir al que llegara sin preguntarle antes si era amigo o extranjero. Qué distinta esta alusión a un “entonces” mítico, un espacio-tiempo ilocalizable, de la del poema cultural y geográficamente bien definido que lleva por título ‘Lager’, dedicado a Primo Levi. Especialmente significativo, en esta reescritura de la tradición, resulta el lugar de las mujeres en la misma, con las alusiones a su falta de voz o a la ausencia de referentes intelectuales femeninos. En el poema ‘Entre las mujeres’, elocuentemente subtitulado “sueño”, aflora este asunto en forma de imágenes yuxtapuestas de momentos históricos distintos, unidos por un mismo sujeto en primera persona. El efecto es ágil y contundente al mismo tiempo (esperamos que lo lea la propia autora porque si se lee nada más que una parte, se pierde la magia). Un tema reciente, deudor de la curiosidad de Aurora Saura por la ciencia y de las fabulosas metáforas que ésta nos brinda, y abordado como un todo dentro de la imaginación humana, nos lo presenta el poema ‘Física (y química) elemental’. Dicho poema imita a la perfección la secuencia tesis/antítesis/síntesis, y de paso nos recuerda que la poesía, por su condensación extrema, es un modo de conocimiento especial, un fogonazo esclarecedor a medio camino entre la ciencia y la filosofía, sin más herramienta que el lenguaje hecho ritmo. Avivar el fuego es un título más que coherente para un libro que, como hemos dicho al principio, supone en realidad un renacer, remover el rescoldo de lo que acaso parecía apagado y no obstante seguía crepitando. El primero de los títulos, Las horas, es una referencia más que explícita al paso del tiempo e, indirectamente, a esos libros de horas que ajustaban el vivir a los ritos y oraciones cristianas. No por casualidad, leer y escribir poesía es una clase de oración, de meditación si se quiere. Modula nuestro paso por el mundo en función de un calendario interior, celebra sus propios ritos y señala sus propias fechas. Se habla de momentos del día y de estaciones, en poemas como ‘Rosa’ y ‘Olvido’, como si el tiempo fuera la única casa posible que habitar, el único templo. De qué árbol es un libro más luminoso, lúdico y variado, también más sensual. Aunque la voz poética de Aurora Saura es sobria y certera desde el principio, acaso porque no tuvo prisa en publicar ningún libro de juventud arrebatada del que arrepentirse después, aquí los diálogos con figuras como Cortázar o Gil de Biedma revelan una soltura estilística y una confianza en la propia voz mucho mayor. El título, tomado de Basho, subraya la esencia misma de la poesía: como la alondra de Shelley, a la que no vemos porque vuela demasiado alto pero cuyo canto podemos escuchar, el perfume del árbol sin identificar de Basho es el resto indecible que queda tras descubrir que la poesía es, precisamente, lo que nunca se puede decir del todo.
Retratos de interior, hermanado con el concepto de “cuarto de atrás” de Carmen Martín Gaite, hace referencia a la vez a un espacio mental (la introspección) y físico (la necesidad de esa habitación propia desde la que proyectar la voz creadora). Desde ese interior real y metafórico, se alternan poemas de clara intención literaria (‘Joven diosa en el museo británico’) con otros de corte social, urdidos siempre desde lo pequeño y lo cotidiano (‘Niños de la ciudad en guerra’). Si el primero es un ejemplo de poesía ecfrástica (ut pictura poesis), el segundo, por su plasticidad, parece justo lo contrario: un poema que, en su sobrio e implacable decir, se convierte en pura imagen, esto es, en el pathos de una imagen indeleble. Si tocamos la tierra recuerda a aquel libro anterior, De qué árbol. Árbol y tierra funcionan como arquetipos por cuanto pueden referirse tanto a lo concreto como a las coordenadas universales del espacio que habitamos. Aunque no ha cambiado el tono respecto a los otros libros, algunos de los títulos de los poemas (‘Destino’, ‘Eternidad’), sí delatan una mayor preocupación metafísica, apoyada en los elementos de siempre (pintura, música, paisaje), por reflexionar sobre las tres o cuatro incógnitas fundamentales de la existencia. Mediterráneo en versos orientales es un apropiado resumen de lo que puede significar el haiku en un lugar tan cargado de connotaciones culturales de otra índole. Aurora Saura asume el reto y lo resuelve con veracidad, pues a menudo los practicantes occidentales del haiku, poetas incluso célebres en otros estilos, se quedan sólo con la parte del cómputo de sílabas y pasan por alto la manera particular de asomarse al mundo que esta estrofa conlleva. En cuanto a la sección titulada “Poemas últimos”, que podría constituir en sí misma un libro independiente, lamentamos que no lleve otro título porque hubiéramos apostado con la autora a que éste haría referencia de un modo u otro a esa casa, a veces hecha de tiempo y a veces de espacio real o mítico, que ella ha ido llenando de palabras a lo largo de los años. Dentro de sus muchos aciertos (‘Niño a caballo’ y ‘En la mina romana’ entre nuestros favoritos), se debe prestar atención al poema que termina hablando de un vaso roto: magistral reformulación de esa “palabra en el tiempo” y esa ambivalencia ante la eternidad que es la poesía, y de reminiscencias claramente “holderlianas” (no sé si se puede decir así). En una entrevista, Aurora Saura explica que los poemas de sus libros están unidos antes por un tono común que por los temas diversos que tratan. Ello concuerda con la lógica de que el creador no se sienta a escribir un libro de poesía; escribe un poema, y días o semanas más tarde otro, y ellos solos van conformando un libro. Pero lo interesante de sus palabras, a nuestro entender, es el término “tono”. A este asunto se refiere la poeta irlandesa Eavan Boland cuando subraya, en algunos poetas, la disparidad entre “voz” y “tono”, que evidencia una falta de convicción poética. Afirma Boland que el tono «tiene menos que ver con la expresión de la experiencia de un poeta que con la impresión que dicha experiencia le causó en primer lugar. […] Establece una distancia entre el poeta y su material que después se traslada a la distancia entre el poema y el lector». El argumento de la irlandesa tiene sentido si pensamos en el poeta como alguien que, antes que por lo que escribe, se define por su manera de estar en y mirar el mundo… y por lo que lee, podríamos añadir. Desde este punto de vista, la tierra que pisa Aurora Saura, el árbol cuyo perfume le llega, las horas que escande y la habitación interior desde la que se asoma al mundo confirman, por su coherencia vital, la veracidad de su fuerza poética. Y cuando decimos “coherencia vital” no nos referimos a una vida no exenta de contradicción o de incertidumbre, ya que precisamente la incertidumbre es la única verdad de la poesía. A este respecto escribe el pensador rumano Nicolae Steinhardt: «El que no es consciente de la pluralidad y la simultaneidad de los planes contradictorios de la conciencia, nada puede saber acerca de los hombres». Para nuestros fines, pues, se trata de algo mucho más simple y complejo a la vez: poner la vida propia en manos de esa caja de resonancia mayor que es el lenguaje, obedecer a la palabra poética en medio de todas las vicisitudes del vivir, sean cuales sean. Y como muestra Aurora Saura, para ello hace falta el fuelle de la voluntad, respetando por supuesto la cadencia personal, sin prisa pero sin cejar en el intento; hace falta, en otras palabras, y para que nunca falte calor en esta morada, frágil y duradera al mismo tiempo… avivar el fuego. JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET. PERPLEJIDADES Y CERTEZAS (Ars Poetica, Oviedo, 2017) por NATALIA CARBAJOSA El estado natural del poeta, lo mismo que el del cazador, es la espera. En lugar de permanecer agazapado al acecho de las palabras que, con un poco de suerte, puedan vibrar y manifestarse desde la quietud y la oscuridad, la diferencia es que su sed de presa sólo parece aliviarse caminando, saliendo al encuentro de lo mucho o poco que le depare el camino. Tanto da el callejón de la ciudad, con sus luces ambiguas, como confrontar el desasosiego a campo abierto: su lucidez y su condena le convierten en un incansable dromomaníaco. Sigo a José Luis Zerón desde El vuelo en la jaula, libro que publicó en 2004. Desde ese paradójico vuelo, todos sus títulos revelan la obsesión con el espacio que se habita: Ante el umbral (2009), Las llamas de los suburbios (2010), Sin lugar seguro (2013) y De exilios y moradas (2016). En todos ellos, Zerón es fiel a un estilo denso, en ocasiones oscuro, que remite al ritmo interior de quien, sabiéndose perdido de antemano, reduce el paso sin dejar de avanzar/cantar. En todos ellos aflora la naturaleza no como espacio idílico sino como el continuo de una colonización urbana imposible de obviar, que perpetúa sus desechos y su manifiesta caducidad humana en los mismos senderos por los que se difumina. Zerón se convierte así en testigo de que también en la podredumbre, en nuestra aniquilación serenamente anunciada, hay pensamiento, y hay belleza. Este nuevo libro, Perplejidades y certezas, se aparta en el título de la alusión al lugar, no así de la paradoja. Sin renunciar a su estilo deliberadamente —que no gratuitamente— intrincado, se percibe en estos poemas en prosa, casi aforismos, un desbroce que aligera con oficio la impedimenta del caminante-poeta, acaso con la sabiduría de quien ha aprendido a decir más con menos. La “Salutación” que lo preside certifica cómo el acto de nacer es llegar a una intemperie hostil, cuyas señales habrá que recorrer y descifrar hasta donde el misterio de existir lo conceda. El locus concreto, la sierra de Orihuela, hace emerger también al poeta-naturalista, atento a los mínimos ademanes de los arbustos, las flores, la luz, los insectos. Zerón se detiene a nombrar lo que merece ser nombrado y consigna, desde una actitud contemplativa, tanto su exaltación como los límites de su tarea: «Mi corazón aún late de asombro, pero el lenguaje falla». Sin idílicas esperanzas, comprueba lo que le lleva dictando desde hace años su propio existir, en los pasos y en la poesía: «Persevera el humus de una realidad no elucidada».
El lector puede reconocer así, libro a libro hasta llegar a este último, una voz que huye de la anécdota biográfica para acercarse a una versión de sí misma mimetizada en el espacio y, hasta cierto punto, extraviada de su ser inicial; de ahí la extrañeza, necesaria e inconfundible, del idiolecto en el que se transcribe semejante transformación. Entrar en la poesía de José Luis Zerón no es una tarea cómoda. Es seguirle hasta confines expresivos y existenciales semejantes a los cambios de rasante de las antiguas carreteras, que ocultaban la secuencia de la curva siguiente, o el siguiente trecho, y que había que seguir recorriendo sin tener nunca la certeza de dónde acababan. Este libro concreto, sin embargo, es un más que recomendable punto de partida para quienes aún no la conozcan. Especialmente reveladora la sección “Apuntes para una poética”: «El poema es como un pájaro atrapado en el deseo de ascender». Perplejidad con alas. |
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