JUAN FRANCISCO QUEVEDO. EL SEDAL DEL OLVIDO (Septentrión, Santa Cruz de Bezana, 2017) por JESÚS CÁRDENAS ESENCIA DEL SER La esencia del ser humano es vivir y, después, las palabras sirven para rescatar lo vivido. Compartir los sentimientos por los diferentes caminos de la memoria es la propuesta poética del escritor de Veracruz afincado en Bielva (Santander) Juan Francisco Quevedo. Tras dos novelas, Ana en el mes de julio (2014) y Querida princesa (2016) este es su primer libro de poemas. El título despierta un gran interés, pues, como si de un pescador se tratase, el autor pretende recoger con su hilo de caña los recuerdos más valiosos. Para ello, indaga en su interior persiguiendo lo más significativo, y, una vez capturado, deja su ancla, para que jamás se olvide. El juego textual que el autor nos plantea obedece al empleo del mismo título en un poema y en el verso último. La poesía actúa así como salvavidas y anclaje. Esta indagación en el terreno poético de Quevedo es nueva para él, aunque es un lector ávido de poesía y ejerce la crítica literaria. Por ello va poco a poco recorriendo con palabras luminosas hasta construir, desde el respeto a la poesía, un discurso humanístico cuyos ejes centrales son el amor, la muerte o a la infancia, como una parte más de la identidad del autor; motivos que, por otro lado, conforman la verdadera esencia del ser humano, como ya hiciera en prosa en su segunda novela, Querida princesa. La estructura del libro es impecable: se compone de una introducción en prosa al que le siguen sesenta y ocho poemas distribuidos en siete capítulos más un epílogo. Cada uno de los apartados se abre con un dibujo del propio autor. Y el círculo, perfecto: comienza por un «antiguo colchón de lana» y, a falta del mismo, termina con el sujeto insomne, doblegado en la noche, aunque en paz, pues sabe que las huellas de sus antepasados «reposan junto al sedal del olvido». Ya en la primera parte, “La mirada empañada”, al recorrer los parajes de la memoria, el poeta halla un doble efecto: el refugio de la alegría y la ciénaga del dolor. El recuerdo que infunde alegría radica en la captura de instantes pasados que devuelven al sujeto al edén de la niñez, como sucede en cuatro breves y deliciosos poemas: ‘Sobre las ruinas del tiempo’, ‘La higuera’, ‘Mañanas de colegio’ o ‘Canicas de barro’, en cuya lectura se escuchan los ecos de Machado, Cernuda o Luis Antonio de Villena, en esa forma de traer los recuerdos de la infancia. Sin embargo, ese feliz recuerdo se va empañando dando paso a la nostalgia, al recuerdo de lo pasado, y lo que ha pasado es nada menos que la juventud, envuelta en la música del primer amor (en ‘Éramos tan jóvenes’ y en ‘Elogio de la nimiedad’); recuerdos de otro tiempo, de un pasado donde el sujeto era otro. De ahí que necesite volver a ellos, tal vez para reencontrarse consigo mismo. Ahora bien, el paso del tiempo no sólo es pleno de certezas, también está lleno de incógnitas, incertidumbres que el sujeto perplejo recoge en la segunda parte, “Filosofía inexacta”. La poesía indaga en la expresión de la realidad donde el poeta paseante rescata rincones, instantáneas vividas. Ante el sujeto, el fluir inexorable del tiempo: «febrero de sesenta y nueve», «el crudo invierno», «el ochenta», «el verano» y vuelta al «otoño». Así, se muestran, aparentemente, reales, pero, a menudo, parecen borrosas, casi fantasmales, la calle, el café o el amor (como sucede en ‘El otoño es…’. Lo mismo que la calle (en el poema ‘Dulce pensamiento’) es todas las calles; el amor se convierte en todos los amores. Cada poema se convierte en una imagen que el lector vive identificado como propia experiencia. De este modo, la poesía de Quevedo deja de ser cotidiana y suya para ser de todos. Así, puede leerse en el poema ‘La barra del bar’: La soledad se instala en la barra de un bar vacío como un estilete en la noche rasgando las tinieblas. La más floja y breve de las partes corresponde a la tercera, que lleva por título “Pasos en la madrugada” y tiene por objeto ocuparse de los dos hijos, a los que, por otra parte, se les dedica el libro entero. Así, la entrada en escena de estas dos vidas provoca el cambio en la vida del sujeto, como no podía ser de otra manera. Y, claro, el tiempo pasado es refugio. Se dice en el poema que cierra ‘Claudia y Juan’: «os colabais entre nuestras sábanas / como inermes fantasmas inocentes». Son varios los lugares recordados a fuego en la cuarta parte, titulada “Paisajes precisos”. Son capturadas imágenes y hechos recordados de Córdoba-Veracruz, de su México natal, de sus años de estudio en Santiago de Compostela y Madrid, pero su mirada queda enclavada como su vida en La Cavada, en Santander (en su bahía y en el valle de Herrerías), en Avilés y en Pontevedra, es decir, en el norte. Esos versos traen recuerdos gratos. Gracias a Quevedo pervivirá para siempre La Cavada. Aun así, resulta descorazonador, porque fue un tiempo dichoso que ya no está. Así, se lee en la conclusión del poema dedicado al núcleo urbano de Riotuerto: Se acabaron los juegos de palabras; ya sólo permanece el mismo pueblo con los ruidos de otros niños felices cediendo vida a las desiertas calles de una mente que nos lleva al olvido. Y poema tras poema, llegamos a la parte más extensa de todo el conjunto y más lírica, donde el arsenal de poemas muestra a un poeta que experimenta con diversas composiciones estróficas de versos de arte mayor (en cuartetos y tercetos) y no estróficas de arte menor (en coplas y romances), además de otras en verso libre. Más interesante aún nos parece el desdoblamiento de la voz en el poema ‘Quevedo insomne en la madrugada, con la referencia textual de Calderón de la Barca’ y las tres interrogaciones retóricas finales. El tiempo ejerce su furia y arrasa en distintos poemas, tanto es así que deja la ciudad apenas reconocible porque se ha llevado multitud de recuerdos: «Ya no vemos las luces de la infancia / brillar en la oscuridad de sus muelles» (en ‘La ciudad dormida’). Vale la pena reproducir la primera estrofa del penúltimo poema de este capítulo, ‘Posteridad’, en cuyos versos el sujeto parece sucumbir al hastío de vivir hasta dejarlo todo en esa huida final: En ocasiones, quisiera escaparme a un perdido motel de carretera, de Kansas o Colorado, tanto da, y tomar la puerta que lleva al cielo. Los recuerdos van doliendo más hasta el punto de decir basta. El poeta ha llegado a un subterfugio interior del que es difícil salir. En esta tesitura encuentran cabida poemas como ‘Mas allá de tu nombre —In memoriam—’, ‘Hija de un Lázaro resucitado’ o ‘Nada fue igual’. Las llagas del sujeto son perceptibles: a la ausencia manifiesta en los poemas ‘Tristeza’ o ‘Exhalación’ se le une la derrota y el desvelamiento de la única verdad concluyente: la cercanía de la muerte, porque
Solo puedo hacer eso, transmitir esa quietud, proporcionar esa paz, banal y cotidiana, que precede y anticipa la derrota absoluta. Antes de finalizar, Quevedo se mira en el doble de otros, porque en otros encuentra la queja «de nuestro tiempo»; homenajes cuyos versos hace suyos. Pasan por la séptima parte: César Vallejo, Blas de Otero y Miguel Hernández. Poetas que tienen en común, además de ser grandes sonetistas, su mirada a la sociedad. En esta parte predomina el léxico oscuro y su poética deviene en pesimista y elegíaca, como puede leerse al final del poema ‘Sombras’: «Habito sobre las columnas / de unos hombros que se derrumban / bajo el peso del desengaño». Y, por momentos, el discurso se vuelve bastante crítico, como sucede en ‘Hija de un Lázaro resucitado’, al experimentar un caso de escasa empatía entre un sanitario y unos familiares que sufren a corazón abierto. En los tres versos finales, recogidos en estilo directo, se lee: «—“Oigan, oigan. Esto no es un mercado”. / No. Es el servicio de Oncología / del hospital de una ciudad cualquiera». El universo propio de este libro se cierra con el ‘Epílogo’, cuyo complemento perfecto resulta la cita del poeta catalán, bien conocido por Quevedo, Joan Margarit: «Necesito el dolor contra el olvido». Se observa entonces la fidelidad a sí mismo como poeta. Una vez hechos los recuentos, toca prepararse ante la muerte («y me preparé para morir en paz»), ciclo de vida; esencia del ser humano. Aunque el poso meditativo es eje unitario de la obra, no resulta menos atrayente el uso del lenguaje y, como el propio autor advierte en la ‘Introducción’, lo que oculta. Mediante versos hondos que llegan al epicentro de la emoción. Así, muerte y vida son dos caras de la misma moneda, lo que recordaría a uno de los poemas de Borges incluido en Cuaderno San Martín. Quevedo se vale de toda una serie de recursos expresivos que dotan al lenguaje de gran musicalidad, así paralelismos, anáforas y repeticiones léxicas; y, para cuando las palabras empleadas resultan polisémicas dejando una carga considerable de abstracción, el poeta las hace bajar al suelo, a la concreción, a través de personificaciones de abstracciones (la edad, la vida, la soledad, la pérdida…). El sedal del olvido trae otros recuerdos y otras vivencias, incluso otras canciones, donde palpitan la palabra, la música y la vida, como, por ejemplo, aquella estrofa que abría la famosa canción ‘Time and love’, del sesenta y nueve, de la compositora norteamericana Laura Nyro, cuya escritura también reflejaba la esencia del ser: Winter froze the river And Winter birds don’t sing So Winter makes you shiver So time is gonna bring you spring
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FRANCISCO JAVIER DÍEZ DE REVENGA. MIGUEL HERNÁNDEZ: EN LAS LUNAS DEL PERITO (Fundación Cultural Miguel Hernández, Orihuela, 2017) por PEDRO GARCÍA CUETO Respira Miguel Hernández por estas páginas, lo sentimos, parece como si sus versos volvieran en este estudio detallado y hondo que ha escrito el profesor Francisco Javier Díez de Revenga, catedrático de Literatura de la Universidad de Murcia, un hombre que ha sabido conocer e investigar la obra de los grandes escritores del siglo XX, destacando sus estudios sobre la Generación del 27. Díez de Revenga va hilvanando diferentes capítulos donde nos habla de Perito en lunas, de su barroquismo latente, de la amistad de Ramón Sijé con Miguel, de La Verdad de Murcia donde colaboraron, de la influencia quevedesca en los sonetos de El rayo que no cesa, de todos aquellos aspectos que hacen de Miguel Hernández uno de los mejores poetas españoles del siglo XX. Hay en el libro un hondo sentir, una veneración por el poeta de Orihuela, por su pasión por el toro, como demostró el famoso soneto de El rayo que no cesa que comenta Díez de Revenga: «Como el toro he nacido para el luto / y el dolor, como el toro estoy marcado / por un hierro infernal en el costado / y por varón en la ingle con su fruto». Ese mundo de imágenes que vivía en Miguel Hernández y que sabe ver muy bien Díez de Revenga, ese ahondamiento en libros como El rayo que no cesa. Cito del libro la idea del amor, que se entronca con la raíz quevedesca: La representación del amor, como pena incontenida y como furia inextinguible, muy relacionada con Quevedo en todo El rayo que no cesa, culmina en la famosa ‘Elegía’ dedicada a Ramón Sijé, poema tan comentado y admirado por los lectores de Hernández y perfectamente integrado en el clima amoroso del libro. (pág. 124) Pero Díez de Revenga también encuentra paralelismo en el mundo del soneto de Miguel Hernández con los sonetos de Lope de Vega, porque el poeta oriolano leyó, con entusiasmo, mientras cuidaba ovejas, a todos los grandes de nuestra literatura. Hay una poderosa luz en su poesía que es influjo de todos aquellos maestros. Parece como si al escribir sus sonetos, Miguel evocase la magia infinita que late en Lope o en Quevedo, ese sentir sobre la vida, hondo y verdadero, que muy bien descubre esta investigación. Sabe el profesor Revenga que el cambio de estilo se produce en Viento del pueblo, allí ya vuelve una poesía cercana, sin retórica, así lo cita en el libro:
La expresión de Miguel Hernández, indudablemente, ha cambiado. Se ha producido ante todo un regreso a la sencillez. Ya no es momento de alambiques retóricos y el poeta, en la línea más sólida de la poesía social y política, practica la sobriedad de expresión y casi la llaneza, lo que probablemente irá en detrimento de alcances estéticos más notables. (pág. 176) Díez de Revenga quiere ahondar en la persona, le importa ver qué resortes han dado lugar a una obra tan rica, tan hermosa, tan plástica y tan luminosa. Sabe que Miguel ha sido un artífice de grandes poemas, pero la proliferación de ellos, ese espíritu prolífico que hizo de su vida una acumulación ingente de versos, produce también aquello que no vale, que nada aporta, que es prescindible: Todo fue a él, todo lo que escribiera Miguel Hernández es arranque de poeta verdadero, pero también lo que trazara su sola mano, su mano de versificador tan tremendamente fácil que logra formar a veces infinidad de versos, no ya sin contenido alguno, sino sin nada, sin palabra siquiera, tan solo con sílabas y acentos. (p. 184) Esta mirada del profesor e investigador que admira al poeta pero que no elude la crítica sitúa al libro en un entusiasmo, en un continuo descubrir, eternos tapices que va abriendo en sus páginas y que leemos con voracidad, queremos saber más, conocer más, no solo la abundante bibliografía que utiliza Díez de Revenga, sino aquellos matices que sirven para conocer a unos de los poetas más admirados. En Cancionero y romancero de ausencias Miguel Hernández da un paso más, el verso se vuelve transparente, muy hermoso, derrocha una luz que va abriendo nuevas sendas y donde el poeta vive, respira y se nutre de un mundo que le angustia, de una desolación vital, ya vienen los años del dolor, pero el poeta no deja de cantar la vida, aunque sea con nostalgia y en un mundo de sombras. Para Revenga el libro es magistral, nos abre una senda a una poesía humanizada y verdadera, que logra impactar en nosotros, con su hálito vital: La espléndida intención artística de Hernández nuevamente nos ofrece toda su sensibilidad en tan entera creación poética. (pág. 227) Libro lleno de tonalidades, Revenga nos enseña no solo a amar más la poesía de Miguel Hernández, sino a reflexionar sobre ella, con sus aciertos y sus defectos, pero siempre con sobriedad y sobrado conocimiento de su obra. Un gran ensayo, sin duda alguna. |
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