LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ANTONIO GÓMEZ RIBELLES. LAS LAGARTIJAS GUARDAN LOS TEATROS (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021) por NATALIA CARBAJOSA Hablar de intemperie y de desarraigo metafísicos en esta época de refugiados, desplazados, inmigrantes y afectados por inundaciones, terremotos o volcanes que, en cuestión de segundos, pierden los bienes de toda una vida y a sus seres queridos, puede sonar injusto y banal. Como siempre ocurre, lo urgente —y vaya si lo es— nos hace perder de vista lo importante: en este caso, que cualquiera que llegue al mundo o se despida de él, por bien rodeado que se halle de paredes sólidas y de una prole afectuosa, lo hace desde su menesterosa condición de ser desnudo, solo y desarraigado. La conciencia, en momentos de especial intensidad o estado de alerta, así se lo recuerda. La poesía, como límite humano de la condensación del pensamiento que puede llegar a ser, también. Los poemas de Las lagartijas guardan los teatros captan sin énfasis añadido esta precariedad existencial, simbolizada en el doméstico y milenario reptil —las lagartijas— que, bien como recuerdo de una infancia nada edulcorada en la que «morían a manos de niños crueles», bien como guardianas impasibles de las ruinas de un teatro —y ahí seguirán cuando esas ruinas, lo mismo que nosotros, se hayan desintegrado por completo—, aportan a este edificio poético a la vez individual y colectivo proporción y perspectiva. Desde este lugar/umbral donde todo es impreciso, todo fluctúa y se derrama caprichosamente de un extremo a otro sin llegar a definirse por completo —la casa y el mundo de afuera; el presente y el pasado o, mejor dicho, el “yo” presente y pasado; la luz y la sombra; el objeto y el ojo que mira/la palabra que lo nombra—, los versos, a menudo desgranados más bien en prosa poética, resuenan sin embargo como adagios definitivos, incluso en su aparente sencillez: «Así huiremos del pequeño porcentaje recordado»; «La memoria crea y ocupa»; «El otro [espacio habitable], el real, sigue dentro de nosotros, permanentemente habitado en el pequeño teatro de la memoria»; «Un aire tranquilo guarda el tiempo como si nada avanzara»; «Ya no hay mudanzas, solo retiro»; «La casa irradia y se expande»; «algo en nosotros decidió qué cosas merecían salvarse del olvido y cuáles no»; «Solo me salvan las ciudades cuando ya no estoy en ellas»; «Es hermosa y no lo quiere saber, en ella está la lluvia»... Gómez Ribelles insiste en la imposibilidad de aprehender el instante, mucho menos de dejarlo registrado con cierta solvencia en palabras o —a pesar de tener, como pintor, más fe en las imágenes, tal como ilustra el poema ‘Que no sea palabra’— de almacenarlo en la memoria fotográfica con ilusión de veracidad: «cuando las cosas que vemos no coinciden con los recuerdos es mejor quedarse con ellos». De este modo, revela un asunto crucial y común a todos en nuestro paso por la vida, ese que hace que volvamos con reticencia o extrañeza a las fotos antiguas y que prefiramos quedarnos con las que ha inventado, con persistencia y mucho más éxito, nuestra imaginación. Y ahí entra su aliada, la poesía, con su torpe y humilde material de acarreo, reunido a lo largo de los años: la palabra que “salva” —por cuanto rescata del olvido— «allí, donde el tiempo nos abandona».
Las lagartijas guardan los teatros restituye a la intemperie temporal y espacial que nos constituye su cualidad de inexpresable, más allá de soluciones ya ensayadas («no es eso, no es eso») o teñidas por la nostalgia («Creer que las cosas te esperan. / Que retornar a esos sitios hará que aparezcan de nuevo / y que contengan en su letargo todo lo que fue tuyo. / No es verdad»). El tono adoptado, sin embargo, no pierde nunca la serenidad, ni la conciencia lo que significa ser «moderadamente felices». Se dulcifica aún más, por ejemplo, al constatar que la persona amada ha entrado en un recuerdo que antes solo le pertenecía al poeta, y lo ha hecho suyo —el verbo correcto, en el universo temático del autor, sería que lo ha “habitado”: «¿te acuerdas de cuando me sentaba aquí? Claro que me acuerdo, me lo has contado. La miro, y comprendo que es verdad». Conocido hasta la fecha sobre todo como pintor, si bien los temas de sus exposiciones, así como las palabras que acompañan los catálogos correspondientes, siempre delatan esa vocación compartida entre la expresión artística visual y la lingüística, Gómez Ribelles ha escrito un poemario que sorprende por la depurada e inspirada transmisión que realiza de sus preocupaciones fundamentales. Depurada, porque no cabe en él la complacencia de la mera anécdota personal, sin voluntad de asomarse un poco más allá de sí misma. Inspirada, porque entre sus páginas, y no a modo de tratado filosófico sino desde la belleza despojada de la poesía, se articulan pensamientos complejos que, al menos en quien esto escribe, han conseguido arrancar más de una vez durante la lectura la siguiente expresión: “sí, es eso, es eso...”. “Eso” que nunca se llega a nombrar del todo, sí; la poesía.
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DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. LA CADENA DEL FRÍO (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2020) por IGNACIO GARCÍA FORNET Cuando leímos hace algo más de un año Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2018) nos pareció avasalladora la fuerza de muchas de las imágenes que allí encontrábamos; su potencia simbólica y su capacidad de sugerencia dotaban a la novela de un lirismo que no nos sorprendió a los que conocíamos la faceta poética de Diego Sánchez Aguilar. Cuando en junio llegó a nuestras manos la edición de La cadena del frío (La Estética del Fracaso, 2020), fue tan agradable como descubrir la cara b del último single de nuestro grupo preferido (ya sabemos que a veces las caras b nos deparan estupendas sorpresas...) y la constatación de que, libro a libro, Diego está construyendo una obra mayúscula y compleja en la que temas y personajes se adensan evolucionando con enorme coherencia. La cadena del frío responde a una concepción épica de la poesía que ya había explorado el autor en sus poemarios anteriores: Diario de las bestias blancas (Universidad de Murcia, 2008), el repaso de la semana de un yo contemplativo inmerso en la rutina, y esa absoluta maravilla que es Las célebres órdenes de la noche (La Palma, 2017), compuesto por tres oscuras historias sobre muerte, sexualidad, y monstruos que deben ser sacrificados para hacer más llevadera nuestra existencia. En esos dos libros, como en La cadena del frío, los poemas se encadenan y las imágenes se desarrollan completando sus sentidos en un esquema minuciosamente trabajado en su dimensión narrativa. Si en Factbook se destacaba la canción de Radiohead ‘Idioteque’, y la contemplación de su vídeo musical llevaba a Gustavo a reflexionar sobre la intrascendencia de su propia vida (1), en La cadena del frío será Kid A, el LP al que pertenece, el que guíe nuestra lectura en el proceso que lleva al héroe del libro a la aséptica perfección del hielo, claudicando ante los simulacros de felicidad que le ofrece un Estado del Año 2000 que constituye el paradigma de ese neoliberalismo incuestionable contra el que se rebelaban los usuarios de Factbook. Las diez canciones del disco reciben su correspondiente visión poética repartidas en las tres partes que componen el libro. A través de ellas, y de los poemas-reflexiones que las enmarcan, recorremos el ciclo que lleva al agua desde su estado líquido, pasando por la nieve, a la solidez del hielo, en un viaje del propio héroe hacia una placentera e insípida inmutabilidad. El efecto es el de una especie de ópera rock, como el propio autor ha definido su libro, en el que imágenes de gran tradición poética se revisan para construir una terrible distopía, protagonizada por un paradójico “héroe” que, como nos destaca la nota a pie de página del prólogo a la primera parte, «no realizará más acción que mirar por la ventana y mantener un soliloquio permanente». Algo que nos recuerda mucho al protagonista de Diario de las bestias blancas, que se enfrentaba también a la rutina cotidiana y a su propio yo desde la atalaya de su apartamento. Como otros días he estado haciendo, / me acerco a la ventana sin pretensiones. / La tele todavía a mis espaldas murmurándose. / La otra distancia enfrente y oscura / todas las noches, / repetida como un anuncio de un producto que no existe / la distancia, o las distancias / y este espacio entre ellas / esta lámina / esta transparente membrana que debo ser yo, a juzgar por el temblor. (2) Como en aquel libro, el despertar del protagonista abre su peripecia y la primera canción de Kid A, ‘Everything in its right place’, da pie a un poema en el que un caos informe, un agujero negro, el del sueño, va dando paso a un orden artificial, una realidad diseñada a la medida de una institución nombrada con unas siglas deliciosamente polisémicas (FMI) (3), que encierra la realidad en la convención de un nombre, que asigna un sitio para cada cosa, dibujando un mundo terrible, paradigma del capitalismo más descarnado. Piensa, pon cada hombre en su trabajo. / Piensa, pon cada coche en su familia. / Persianas levantando nombres, / rótulos de empresas familiares, / generaciones de esclavos y felicidad solo en las fotos, / con la muerte abrazando por la espalda. (4) Nos enfrentamos, por tanto, a un espacio pulcramente organizado, habitado por autómatas encerrados en apartamentos con todas las comodidades, que cada día son adormecidos por la emisión televisiva de la gélida sintonía del Niño A que invita a que se dejen llevar, encadenados a lo inmediato. Flota su Niño Inmaculado en todas las pantallas. / Amnióticas hileras de pupilas / reciben en todos los edificios / la caricia azul y la feliz noticia: (5) / bendecidos, / ungidos por el frío. (6) Y, si la sutileza de Kid A nos llevaba a una melodía casi de cuna que sedaba a los habitantes del Año 2000, la rotundidad del bajo de ‘The National Anthem’ tiene su correlato en el apabullante himno, entonado por un nosotros, con el que el mundo que puebla nuestro héroe fija sus principios incuestionables, eternos, basados en el consumo y la resignación del ciudadano ante el orden que se le ofrece, con sus injusticias inevitables. aguantamos bien, / aguantamos bien, somos buena gente. / El pez grande se come al pequeño. / El pez grande se come al pequeño. / Las cosas son como han de ser, / han de ser las cosas como son. (7) [...] Morirán las estrellas, pero no morirá nuestro nombre. / Morirá nuestro nombre, pero no nuestro dinero. / Morirá nuestro dinero, pero no nuestra pirámide. / Será inmensa. / Aguantamos bien, / aguantamos bien, somos buena gente. (8) En ese mundo gris, la lluvia irrumpe como un milagro, como la melancólica intuición de que somos algo más de lo que nos propone el orden del Estado del Año 2000, por lo que es un fenómeno que escapa a la concepción de la realidad de sus habitantes. La lluvia es una letra oclusiva. / No encaja en nuestro nombre. (9) El hogar se convierte entonces en el refugio en el que el héroe se siente seguro ante esa vertiginosa sensación de inestabilidad, donde se pone a resguardo de las emociones que provoca en él, traicionando un impulso primordial. Se inicia así una dialéctica, que también encontrábamos en la tercera parte de Las célebres órdenes de la noche (10), entre dentro y fuera, un orden convencional y una puesta en abismo que está más cerca de nuestra esencia. Todas estas casas mojadas y hacia dentro, / estas altas fronteras contra la lluvia y su religión suicida, / para que el hombre se sienta dueño de su tiempo / y de sus nombres. (11) El Año 2000 impondrá la solución menos arriesgada, por supuesto, ofreciendo a sus habitantes una falsa sensación de plenitud, un mundo de secadoras que vibran en la unánime tarde de la clase media, en el que, frente a la emocionante ficción cinematográfica de la lluvia, el sol brilla sobre las señales de un solo sentido. La misteriosa seducción de la lluvia ofrece, en definitiva, solo una efímera sensación de trascendencia, casi un sueño, porque... Para que significara algo, / debería poder venderse la lluvia. / Hacer una droga, encapsular este préstamo de alma. (12) El agua da paso a la nieve en la segunda parte del libro. Igual que la sustancia va cristalizando, nuestro héroe va sintiendo el progresivo avance del frío (la nieve, invisible, / ha estado cayendo durante siglos) (13) y va vaciándose, en una desintegración del yo que parece fruto de herramientas de control mental, de las que resultan ciudadanos mucho más convenientes. Escucha la voz, es un agujero negro. / Deja que tus palabras salgan. / No son tus palabras. No las conoces. / Mírate. Ese de ahí, ese que habla con una mujer en un sofá, / ese que mira el telediario, ese rostro que es una pantalla. / Ese no eres tú. / Esto no está sucediendo. / Mírate: ya hemos cerrado la grieta. / Tienes un alma nueva, / tienes el alma de los dibujos animados. / Ese eres tú, / esto no está sucediendo. (14) La nieve se ofrece, al igual que la lluvia en la primera parte, como un milagro que, por momentos, parece llevar la mirada del héroe más allá de su castrante realidad; pero, en esta segunda parte, esa ilusión va a verse continuamente interrumpida por diversas degradaciones, bien por la violenta imposición del mundo material (cuando los coches la convierten en barro / y todo vuelve a su sitio / como un reloj que vuelve a funcionar de repente, / un apagón que se arregla demasiado pronto) (15) o bien porque se insiste en su carácter ilusorio, parte de una sociedad de consumo. En Navidad, que es tiempo de milagros, / reproducciones en plástico de esas estrellas / adornan los escaparates de las tiendas: / cuelgan de sedales que no deberían verse, / como peces que se han sacado del mundo de las ideas / y flotan junto a maniquís, en su pecera. (16) Nuestro héroe ya está preparado para el encierro en su búnker, despreciando a las voces disonantes que se alzan contra el orden establecido, recuperando las consignas del poema dedicado a ‘The National Anthem’ y enfrentándolas a esas revueltas estériles. Yo ya he cerrado las ventanas. / He terminado mi turno. / La pirámide será inmensa. / Han sonado dos veces los cerrojos. / La noche está fuera y yo ya estoy dentro / de mi caja. (17) / Alguien ha puesto todas esas bombas. / Esos optimistas de la dinamita, / haciendo ruido, como si me llamaran a las armas. / Yo he terminado ya mi turno. / Les dije que no me molestaran. [...] Yo ya he cerrado las ventanas. / Aquí dentro el silencio adormece. / La televisión brilla sin volumen. / Llaman en los cristales y es el viento: / gira y golpea todas las ventanas / como un borracho que cree conocerme / y tiene algo importante que decirme. (18) Todo está dispuesto para la llegada de la tercera parte del libro: “La era del hielo”, última etapa en la transmutación del héroe, que logra el alma de dibujos animados al que aspira el ciudadano ejemplar del Año 2000. Alcanza así la meta de su viaje, cumpliendo con un destino irresistible que le conduce a una insípida inmutabilidad, en una declaración de intenciones que nos recuerda mucho a la de Gustavo, protagonista de Factbook (19), alter ego narrativo del de este poemario. Quién, de verdad, puede decir que no. / Quién no quiere ser un enorme bloque de hielo. / Quién no está harto de dormir boca arriba, / contando estos latidos. / Quién no quiere una noche eterna y fría, / donde nadie sale derrotado del trabajo, / ni va a visitar a familiares que se derriten / en goteos y son como ríos lentos / donde temblando te reflejas. // Quién no querría habitar unos cuantos siglos / en los glaciares más hondos de la nada, / donde los pájaros se pelean en silencio, / sin mover las alas. (20) Construida esta tercera parte, en buena medida, sobre el motivo del recuerdo, episodios juveniles sobre los que flota una sensación de derrota se suceden; junto al avance del frío, reiteran la imagen de la grieta o del hielo derretido, que ponen en cuestión su solidez y, con ella, la del sistema que lo ha consagrado como modelo eterno de perfección. La memoria se desarrolla ampliamente en el poema dedicado a ‘Idioteque’, el más extenso del libro, en el que sobre la repetición de el rock ha muerto se nos invita a aceptar la glaciación que se aproxima, en la que todo está en venta, donde el punk se ha convertido en la banda sonora de los centros comerciales y la música que nos sacudía, en una marca registrada; un mundo en el que la tranquilidad de la vida a los cuarenta ha sustituido a las rabiosas guitarras eléctricas y de los vinilos no quedan más que digitales astillas. Entra en el búnker, mujeres y niños primero, luego viene / el gran silencio. / Ya no habrá más tormentas. / La edad de hielo durará hasta que estemos muertos. / El día que salgamos, ya no quedará nada, salvo el frío. // El mundo será un anuncio congelado / que venderán a nuestro hijos. (21) Más allá de ese extenso recorrido por el fracaso de las expectativas juveniles que lleva a rendirse ante el nuevo orden que se impone, una serie de poemas se relacionan con el recuerdo y en ellos destaca el desarrollo de una imagen muy interesante, la del hielo derretido. Así, la noche se ofrecía como una posibilidad de trascendencia que era ignorada por el proyecto de ciudadano del año 2000 que era nuestro héroe en sus años de botellón, en los que los cubitos derretidos de las bolsas parecen anticiparnos su destino y hablarnos de posibilidades perdidas, que escaparon del hielo inmutable. La vida se bebe en tragos baratos y amargos bajo un cielo / que nadie mira. / (No importa. Es negro y aburrido y siempre ha estado ahí). / Cada vez que levantas el vaso vienen los hielos a besarte: / se posan en tus labios y susurran / su zumo ardiente hasta el fondo de tu noche, que nadie mira / (no importa, es un pozo, negro y aburrido, y siempre ha estado ahí). [...] En el suelo del aparcamiento, / el hielo deviene charco dentro del plástico rasgado. / Las ruedas de los coches que desaparecen en el tiempo / lo harán saltar por los aires, / como un diluvio para seres que nadie conocerá jamás. // Ponle nombre a ese charco, ponle un nombre. / Un día será el mar donde nadarás hasta la muerte. (22) La misma idea se desarrolla algo más adelante, cuando el héroe, dispuesto con su cubitera a preparar un gin tonic, evoca una escena similar en la cocina familiar cuando era niño. La burla contra la corriente que nos lleva y nos oxida fracasa cuando el agua de la cubitera se derrama antes de entrar en el congelador, como si se rebelara contra esa eternidad inmutable y no quisiera renunciar a su esencia al adaptarse a un molde. Di: cuánto líquido fue derramado / sobre aquellas baldosas del recuerdo; / cuánto tiempo ha sido pisado en charcos, / dónde están esas huellas, / hacia dónde van esos mares rotos, sin nombre, / y con mareas. (23) Por último, la analogía entre esa agua derramada y el héroe del poemario se hace mucho más evidente algo más adelante cuando este expresa su deseo de alcanzar la ataraxia en la perfección del hielo pero sueña con aquello que quedó fuera de su nombre y no llegó a cristalizar. dejemos que el tiempo nos termine de hacer quietos y / perfectos / y luego nos disuelva lentamente / en la eternidad de un gin tonic celestial / y así / es como imagino / la trascendencia / y el inefable nombre de dios. [...] Y sueño que soy uno de esos charcos cuya noche brilla / abajo / como si mi tiempo hubiera sido derramado, camino del / congelador, / y me hubiera quedado ahí fuera, al otro lado de mi nombre. (24) En este mundo, donde se ignoran motivos de tan rica tradición poética como el misterio de la noche o la fuerza de la tormenta es normal que, en la ‘Décima y última visión de Kid A’, los ángeles que se deslicen por el hielo sean los de Victoria Secret y no los de Rilke. El surco que dejan en el hielo las cuchillas de sus patines dibuja un símbolo del infinito que nuestro héroe recorrerá sin descanso con sus dedos, haciendo eterno un instante de artificiosa felicidad. Pero se intuye algo más tras las grietas del lago. ¿Llegará el día que nuestro héroe detenga el movimiento de sus dedos y la melodía del Año 2000 cese? entre las grietas del hielo observas el abismo. / Todo cae, al otro lado, / como cae la lluvia y como cae la nieve. / Tienes ganas de caer, y estar mojado. / Todo cae al otro lado del escaparate. / Tienes miedo de caer, de no ser nadie. Ice age coming... Después de haber terminado La cadena del frío, ya nunca nos sabrá igual un gin tonic ni escucharemos el Kid A con los mismos oídos. Las grietas de ese mundo helado, perfectamente aséptico, se empiezan a abrir bajo nuestros pies y empezamos a sentir la irresistible fascinación del abismo. (1) Nunca había pensado que ese videoclip, aparentemente neutro, poco importante, pudiera resumir de una forma tan perfecta toda mi vida de personaje de dibujos animados, mi vida de osito insignificante que da vueltas en la nada sin acercarse jamás a nadie. (Factbook, p. 344).
(2) Diario de las bestias blancas, ‘La razón, tal como la conocemos’. (3) Fundación metafísica internacional. (4) La cadena del frío, ‘Primera visión del Kid A de Radiohead. [...]’. (5) La imagen la encontramos también en Factbook, cuando el éxito de la serie que ha escrito Gustavo se convierte en el más eficaz transmisor de los valores del sistema imperante: «Las pantallas encendidas en las ventanas de todos esos edificios, parpadeando, enviando señales eléctricas, como una imagen de la actividad neuronal del país». (Factbook, p. 180). (6) La cadena del frío, «Segunda visión del disco Kid A de Radiohead [...]’. (7) Parece que se ha impuesto el primero de los dos mundos que se contraponían en la televisión del protagonista de Diario de las bestias blancas, en ‘Desayuno con tigretón y pantera rosa’: «Mientras en las demás cadenas el telediario de la mañana / sigue girando hasta hacernos aparecer en él / correctamente vestidos, peinados y despiertos, / en otra cadena la pantera rosa corta el césped de su jardín; / encuentra un pequeño arbusto / le molesta / lo corta / y entonces se cae todo. / Desaparecen el horizonte y la pantera aferrada a sus tijeras, / mirando fijamente a la cámara. / Arriba queda el trozo de arbusto que sostenía al mundo. / [...]». (8) La cadena del frío, ‘Tercera visión sobre Kid A [...]’. (9) La cadena del frío, ‘Primera reflexión sobre la lluvia [...]’. (10) «No puede tener nombre / aquel que habita fuera de los muros. / El nombre, Fritz, también es una casa: / un hogar que acoge el hueco y le da forma. / Es la forma quien domina el tiempo y la intemperie: / mira cómo los minutos encajan en las horas. / En el reino que se anuncia no hay palabras. / Quien ha venido a mostrarnos el reino / no tiene nombre, ni tiene casa». (11) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la lluvia [...]’. (12) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre la lluvia [...]’. (13) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la nieve [...]’. (14) La cadena del frío, ‘Cuarta visión sobre Kid A [...]’. (15) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la nieve [...]’. (16) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre la nieve [...]’. (17) Si salimos de Kid A, cómo nos recuerdan estos versos a ‘Packt like sardines in a crushd tin box» de Amnesiac: «I’m a reasonable man. / Get off, get off, get off my case». (18) La cadena del frío, ‘Sexta visión de Kid A [...]’. (19) «[...] morir congelado, quedarme quieto en ese arcén del tiempo mientras las cosas siguen a su velocidad sin sentido hacia algún sitio que nunca me ha importado, era algo para lo que había estado preparándome toda la vida». (Factbook, p. 340). (20) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre el hielo [...]’. (21) La cadena del frío, ‘Octava visión de Kid A [...]’. (22) La cadena del frío, ‘Primera reflexión sobre el hielo [...]’. (23) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre el hielo [...]’. (24) La cadena del frío, ‘Quinta y última reflexión sobre el hielo [...]’. CRISTINA MORANO. NO VOLVERÁS A HABLAR NUESTRA LENGUA (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2020) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ LA LENGUA DE LA FRONTERA No volverás a hablar nuestra lengua es el último libro de Cristina Morano, una de las poetas más significativas del panorama actual, que ha ido elaborando una trayectoria no siempre fácil, que se ha ido posicionando en editoriales como Amargord, Bartleby o La Bella Varsovia, entre otras más modestas, y en un número importante de antologías relevantes cuyos títulos apuntan a sus intereses: Generación blogger a cargo de David González, Esto no rima. Antología de poesía indignada del 15M de Abel Aparicio, Disidentes y en la tesis de Alberto García-Teresa Poesía de la conciencia crítica, término con el que se define la autora.
Quizás una de las aproximaciones más claras, y sin ambages, a la figura de Cristina Morano es la de Luis Bagué en Composición de lugar. Antología de poetas murcianos contemporáneos (La Fea Burguesía, 2016), que hace un ejercicio de síntesis loable: «Se aprecia un afán de denuncia que conecta con la vocación documental del socialrealismo, pero que evita incurrir en sus vicios inherentes... Su obra se pasea por el lado salvaje, se pronuncia contra las lacras del capitalismo tardío y desvela la cicatriz de la incomunicación en una sociedad hipercomunicada. Su propuesta política queda patente en la medida en que la identidad de la protagonista es indisoluble de su condición de ciudadana en la polis contemporánea. Cruel y compasiva al mismo tiempo, pero sin concesiones al sentimentalismo, la poesía de Morano es una de las más originales de entre las surgidas al filo del tercer milenio». Poeta no social o crítica, por tanto. Poeta de la conciencia crítica. Desde sus primeros libros, esta voluntad es palpable. Los que la conocemos hemos visto crecer los poemas desde aquel temprano De un hombre que se desangraba en los ceniceros, publicado dentro de los premios Murcia Joven, hasta esta nueva entrega. Las rutas del nómada, La insolencia, El pan y la leche, El ritual de lo habitual, El arte de agarrase, o el libro Hazañas de los malos tiempos. Los que hemos ido de la mano de Cristina, incluso en momentos vitales importantes compartidos o paralelos, sabemos de su preocupación por el lenguaje, no ya por el lenguaje pretendidamente poético, sino de su encuentro con su propio lenguaje. Cuando conocí a Cristina Morano, allá por los noventa, en las tertulias de la revista Thader, que dio a un grupo de escritores cierto sentido de pertenencia a una generación, sentimiento que probablemente viniera de los encuentros del Murcia Joven, Cristina ya tenía una actitud clara ante la literatura y ante la vida, pero es innegable que el encuentro con una serie de escritores y amigos como Ángel Paniagua, y también como Antonio Jiménez Robles y Joaquín Baños, modificó nuestro panorama de lecturas ampliándolas y enriqueciendo nuestro expectativas de hasta dónde podía llegar la poesía en general y la nuestra en particular y, si es verdad que no mediaban muchos años entre estos escritores y nosotros, poseían cierta madurez que aun hoy día, casi veinte años después, y con cierto camino andando, abruma. Pero Cristina es indomable, indomesticable. Al contrario del zorro de El Principito, la necesidad de no ser domesticada le ha llevado a un conflicto continuo y no resuelto con el lenguaje, abrazando la tradición pero cuestionándola, también y especialmente en los aspectos formales y en concreto en la prosodia, directa, pura y verdadera. Y este libro es un escalón más. Ha sabido incardinarse en la tradición —hay en Cambio climático poemas rotundos que parten de la reescritura de los mitos—, pero tomando de ella aquello que es su alimento pero no su condena, liberándose de los prejuicios de una métrica clásica para hallar la suya, la que vertebra su pronunciación, su discurso, su verdad. Su búsqueda también de un lenguaje que asuma y no excluya su condición de mujer que reivindica su visibilidad en el paradigma de la lengua castellana. No volverás a hablar nuestra lengua no es un libro sobre la pandemia, en este caso la del ébola, sino sobre lo que las pandemias agudizan y hacen visible. Esto se constata con el hecho de la oportunidad desafortunada del momento actual, donde otra pandemia, que podría articular perfectamente el libro, pone de manifiesto el mismo contenido, y ese contenido es la frontera con el sistema, Europa, que no es capaz o no quiere desmontar su mentira, al contrario, se vuelve aún más impermeable y asume su condición de paraíso sin ser capaz de ofrecer otras posibilidades que las de la frontera. Crea su mentira y la defiende a ultranza: no es necesariamente el mejor de los sistemas pero nos funciona, parece decirnos, con una actitud paternalista y condescendiente. El verdadero virus está en nosotros, en la idea de esta Europa desmemoriada e inconsecuente, nosotros mismos somos el sistema o directamente estamos plegados a él. Somos sistema y antisistema, identidad y enajenación, portadores y huéspedes de otro virus más destructivo. Es un libro de fronteras, de vallas con concertinas, del otro, de viajes de Solo ida como el de Erri de Luca, la docilidad o la inutilidad directamente de todo movimiento deglutido por las drogas, las bodas y la televisión de los domingos por la tarde. Este es el panorama crítico del libro que abordan en la actualidad con acierto libros como el de Sercko Horvat, Poesía del futuro. (Paidós). Pero esto en sí, siendo un enunciado necesario, no es poesía, es discurso. Volvamos a la búsqueda del lenguaje y a la expresión, que en este caso bebe, entre otras fuentes, de las vanguardias y me recuerda al Poeta en Nueva York de Federico García Lorca en las imágenes, en la configuración de los individuos que lo habitan, en el lenguaje surrealista por momentos tamizado ahora por cierto prosaísmo en las escenas. Los desfavorecidos, como en Lorca, adquieren toda la relevancia, la voz poética los idealiza y los vuelve héroes, heroínas en realidad. La desubicación se vuelve subversiva, como la propia lucha para decir —pues el lenguaje lo es casi todo—, crear, conceder realidad al discurso: el lenguaje / no sirve para esto. Esto, para lo cual sólo tienes el lenguaje. (Página 24). Las azucenas recuerdan las del poema ‘Insomnio’ de Dámaso Alonso y la vieja monja de una raza pobre, por establecer otra analogía, recuerda ‘La negra y la rosa’ de Juan Ramón Jiménez. En todos estos casos el espacio, también lorquiano, la ciudad, adquiere una significación especial. Baudelaire, poeta de la ciudad moderna, también canta a ‘Una mendiga pelirroja’, que de alguna manera es embellecida por la mirada del poeta. En Cristina es esa diminuta subnormal que se vuelve un icono punk, subversivo y heroico por los pasillos de cosmética de unos grandes almacenes. No volverás a hablar nuestra lengua es un libro sobre el lenguaje de los bárbaros, el que tiene que nombrar al otro lado, el del virus, el de la amenaza. Un libro breve pero intenso, que se queda agarrado a nuestra conciencia y nos inquieta. Es también un libro ilustrado que a diferencia de otros libros de poesía con ilustraciones, en este caso alcanza una relación sustancial, sumativa, entre texto e imagen. Relectura del también poeta José Óscar López, que vertebra, con acierto, un discurso paralelo en el libro mediante la yuxtaposición de imágenes. En definitiva, si creyéramos en el final de las distopías, No volverás a hablar nuestra lengua podría ser el punto de inflexión que desmotara la mentira del sistema alienante. Para los que no creemos es solo un buen libro de poemas de alguien que busca despertar en nosotros una conciencia que nos rehumanice. ALBERTO CHESSA. UN ÁRBOL EN OTROS (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2019)
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