LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
NACHO ESCUÍN. ALGO PARECIDO A UN SUEÑO O A UN POEMA DE ROBERT FROST (Los Libros del Gato Negro, Zaragoza, 2025) por ENRIQUE CABEZÓN UN PUTO POEMA DE VIDA Nacho Escuín (Ignacio Escuín Borao, Teruel, 1981) es una de las voces más versátiles y heterodoxas de la literatura contemporánea aragonesa, de esas que nunca deja títere con cabeza y que rehúye el postureo literario. Licenciado en Filología Hispánica y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Zaragoza, Escuín ha desarrollado una trayectoria intensa y emocionante como poeta, narrador, ensayista, editor y gestor cultural. Fundador y director de la revista literaria Eclipse y de la editorial Eclipsados, también ha dirigido el proyecto editorial de la Universidad San Jorge y el Servicio de Actividades Culturales de dicha universidad. Entre 2015 y 2019, ocupó el cargo de Director General de Cultura y Patrimonio del Gobierno de Aragón. Su obra abarca desde la poesía —con títulos como Profundidades, El azul y lo lejano, Huir verano o La mala raza— hasta el ensayo y la novela, siempre con un compromiso radical con el lenguaje y una mirada crítica sobre el mundo contemporáneo. Sin embargo, todo este trabajo, vital para la imagen cultural de su región desde fuera, parece diluirse cuando uno es señalado y queda marcado social y políticamente. En su última novela, Algo parecido a un sueño o a un poema de Robert Frost, publicada por Los Libros del Gato Negro, Escuín se desdobla en dos personajes, uno que carga con el peso de las decisiones y sus consecuencias, y otro que observa desde la pasividad o la crueldad, permitiéndole explorar la culpa, la responsabilidad y la autocrítica. La novela funciona como crónica de la escena cultural y editorial de Zaragoza —pero no solo— desde principios de siglo hasta la actualidad, con el propio autor como protagonista, testigo y víctima de un entorno marcado por la ambición y la instrumentalización. Escribe: «nos hemos decidido por un camino que no nos reconforta, que nos trae dolor y un placer perverso al mismo tiempo, nada de reconocimiento ni de dinero. A falta de que los demás nos valoren, una buena cifra en el banco podría compensarlo, pero ni lo uno ni lo otro ha llegado. Esa es la historia en la que nos hemos embarcado y de la que ya no podemos bajarnos con unas decenas de libros publicados a nuestras espaldas entre los propios y las antologías que hemos coordinado o en las que hemos participado. Libros colectivos que, en algunos casos, ni los propios autores que aparecen en ellos han comprado. Editoriales que ya ni tan siquiera existen, cajas de libros almacenadas en alguna parte, vete tú a saber dónde». Escuín despliega una mirada implacable sobre los mecanismos de adhesión y rechazo social, la crueldad y la autocrítica. La figura pública del autor se borra, no se le da voz, simplemente ha desaparecido, y con ello, se cuestiona el papel de quienes se aprovechan del talento ajeno mientras les conviene o dan la espalda para no ser señalados o rechazados ellos mismos. El texto incorpora una dimensión sentimental, dirigida a una mujer imaginaria que resume a todas las mujeres que han pasado —o que ha deseado que pasaran— por la vida del autor, y explora la condición subalterna y los estados carenciales, tanto propios como ajenos. Escuín se caricaturiza en ocasiones como un monstruo, alguien que a veces deja que lo animal prevalezca sobre lo cerebral, en un juego entre lo real y lo ficticio que desafía al lector. Violencia, adicción, ansiedad y desencanto transpiran las escenas que el autor va desvelando, como si se desnudara hasta el tuétano.
Algo parecido a un sueño o a un poema de Robert Frost es una novela valiente, introspectiva y necesaria, que utiliza la autoficción para reflexionar sobre la creación literaria, la escena cultural y las relaciones humanas. El libro se erige como un espejo para quienes han soñado con la bibliodiversidad y se han enfrentado a la complejidad y la soledad de ese sueño —y somos muchos—. Una lectura recomendable para quienes buscan literatura de la buena, de la que interpela y transforma.
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DIEGO RECHE. PRIMER NIDO (Balduque, Cartagena, Colección Sudeste, 2024) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES María Zambrano dejó escrito que quizá no exista experiencia que preste mayor madurez al hombre que su descubrimiento del tiempo. Y así parece atestiguarlo Primer nido, el cuarto y último poemario de Diego Reche (Vélez Rubio, 1967), un autor que también ha transitado por los territorios del relato, la novela y el teatro. En el caso que ahora nos ocupa, la poesía de Diego Reche encuentra su fundamento más recurrente en uno de los temas mayores de la poesía de toda época y latitud: la consideración sobre el paso del tiempo; lo que el tiempo, en su fluir, hace de nosotros, las pérdidas que nos inflige, lo efímero de todo: «Sé que no son las mismas aguas, / ni son los mismos ruiseñores / los que esta tarde me devuelven / al río de otro tiempo», leemos en el poema ‘El rumor del agua’. Como consecuencia, su escritura posee una alta gradación memorialística, y de ahí que tal vez nos sea difícil desligar la persona del personaje poético, tan inseparable resulta la voz que habla en el interior de estos poemas de la peripecia afectiva y biográfica de su autor. Primer nido es también un libro intensamente elegíaco, pero que nunca eleva la voz, que evita todo retorcimiento retórico y todo patetismo, y que mantiene siempre una elegante naturalidad, ya emplee el verso blanco, las composiciones asonantadas u otro tipo de estrofas clásicas, como las décimas, la sextina o los sonetos, que es donde Reche muestra de manera más notoria su vínculo con lo mejor de nuestra tradición. El primer poema del libro, ‘La canica’, nos ofrece la clave de todo lo que va a venir después. Ese poema, que es un prodigio de contención y síntesis expresiva, funciona como un perfecto portal de entrada: la canica es un símbolo de la infancia perdida, y su hallazgo repentino debajo de un mueble, cuarenta años después, da pie a una recapitulación sobre el paraíso perdido de la infancia, verdadera patria del hombre según Rilke: «Al desplazar los muebles / rueda, de pronto, una canica / que tu mano de niño / perdió hace cuarenta años. / Y tu mano de adulto / al cogerla del suelo / se encuentra con su infancia». Es significativa a este respecto la cita de Louise Glück al inicio de la primera sección del libro: «Miramos el mundo una sola vez, en la infancia, el resto es literatura», que incluye una evidente paráfrasis de un célebre verso de Verlaine. Y Leopoldo María Panero, un poeta tan alejado de los planteamientos de Diego Reche, solía repetir: «En la infancia se vive y después se sobrevive». Por su parte, Reche nos dice en el último verso de su ‘Sextina de la infancia’: «queda sólo la infancia, el resto es tiempo». De este modo, buena parte de los poemas de Primer nido son esas “canicas” que el autor va descubriendo debajo de los muebles que ocupan las salas, las estancias y galerías de la memoria. Esta poesía fomenta también una identificación emocional con el lector; de ahí la exposición por parte del poeta de pasajes y anécdotas tomadas de los juegos de la niñez, de las experiencias en clase, con los profesores y los compañeros, de rincones y personajes reconocibles de su pueblo, el tedio de las noches de domingo en la casa familiar o la adolescencia taciturna y solitaria. Pero esta no es la única nota que se pulsa: también el amor, su trabajo como docente y las preocupaciones cotidianas, o el engarce de los hijos en la corriente temporal como un transcurso y una herencia que nunca se termina tienen igualmente su parte en este libro: «Hoy se marchan mis hijos / a la ciudad, detrás de su futuro. / Me miran y en mis ojos / encontrarán mi vida ya vivida» (‘Miradas’). El lector queda así atrapado entre las situaciones conocidas, la cercanía o el carácter asumible de los sentimientos desplegados y la claridad y el cuidado formal del lenguaje, que comunica al lector las experiencias vitales sobre una base de aparente sencillez. Además, para Diego Reche la poesía es sinónimo de emoción, pero de una emoción reflexiva, bien sea a la hora de transmitir ese sentimiento de temporalidad, bien sea para transmitirnos aspectos de su cotidianidad laboral o familiar, con frecuencia convertidos en consideraciones sobre la literatura o el sentimiento siempre presente de ausencia y de fragilidad: véase por ejemplo el poema ‘Tierra nativa’, donde se glosa una composición de Luis Cernuda. En este libro se recobran, como ya hemos dicho, las cosas cotidianas, los objetos y los seres queridos, los libros y los héroes de la infancia (Agatha Christie, Julio Verne), los del fútbol e incluso los programas de radio y televisión de antaño (‘Clásicos populares’, ‘La casa de la pradera’, ‘Estudio estadio’, etc.), aceptando su condición de elementos que quedaron irremisiblemente en el pasado pero que han contribuido a forjar su personalidad de adulto: «Pide al adulto que será un día / que nunca olvide aquel momento / de un otoño lejano de su infancia. / Y que lo cuente en un poema» (‘Una tarde de otoño’). Por eso vemos cómo se revaloriza la importancia del lugar donde se vive o donde se vivió, del pueblo, de la casa, la calle, las aulas y los juegos. Y lo que pudieran parecer en un primer momento simples anécdotas se convierten en reflexiones que trascienden de lo particular para elevarse a la universalidad de las emociones de todos y cada uno de nosotros: «puentes oscuros que pasan / sobre los ríos del tiempo. / Y atraviesa la memoria / los caminos de regreso / a otras tardes de septiembre / que olieron también a heno», leemos en el romance ‘Septiembre’, en el que de nuevo se glosa a otro poeta fundamental para Diego Reche, esta vez a Juan Ramón Jiménez, del cual proviene, por cierto, el título de este libro.
Señalemos para acabar dos cuestiones que nuestro poeta no elude en medio de su reflexión sobre el tiempo, la memoria y sus efímeras pero decisivas iluminaciones. En primer lugar, la consideración sobre la muerte como una presencia al fondo, como un territorio a veces parejo a la vida y, en cualquier caso, como conciencia de finitud («en esa dimensión / llamada tiempo, todos pasaremos / y nos disolveremos como polvo / de estrellas», leemos en el poema ‘La estrella polar’); y en segundo lugar, aparece también una cierta nota metapoética que le hace intuir que la palabra poética no es sino un débil reflejo de la vida, de la realidad real, que se impone con pujanza a cualquier intento de transmutarla en lenguaje: «Sabes que las palabras / solo son sucedáneos de la vida que fluye / más allá de los muros, las letras de un papel» (‘Lectura poética’). Por eso es preciso «mantener un combate / para que en tus palabras surja el mar / y el olor de la rosa». Lo cual nos hace recordar —aunque Diego Reche no tenga coincidencias con la estética creacionista— los conocidos versos de Huidobro en su poema ‘Arte poética’: «Para qué cantáis la rosa, poetas, / ¡hacedla florecer en el poema!». En definitiva, Primer nido es un libro en el que el tiempo y sus mudanzas y la mirada extendida sobre los paisajes de la memoria son los principales protagonistas. Pero también la autoexploración de un adulto que se pregunta a sí mismo quién es y en qué ha parado finalmente su existencia. Y a la misma vez sentimos que estos poemas nos hablan de la irrenunciable soledad del hombre, donde tal vez habite su máxima verdad. Poeta confesional, meditativo, poeta elegíaco y autobiográfico, quizá sea Diego Reche uno de los autores que posean la voz más limpia de la poesía temporalista actual. ROSA NAVARRO. RECOCHURA (Bala Perdida, Madrid, 2025) por ENRIQUE CABEZÓN VIAJE AL SURRURALISMO MANCHEGO Recochura es bastante más que una primera novela, es la confirmación de una voz literaria única, capaz de transformar el paisaje manchego en un territorio mítico, delirante y profundamente literario. Rosa Navarro, cuentista extraordinaria y profesora de literatura, da el salto a la novela sin perder ni un ápice de la intensidad, el humor y la extrañeza que caracterizan su escritura breve. El término surruralismo define a la perfección el universo de Recochura, un espacio donde la realidad rural de la infancia de la autora se funde con el delirio, la memoria y la imaginación, y donde lo cotidiano se vuelve insólito sin dejar de ser profundamente arraigado en la tradición castellana. Navarro maneja con maestría un imaginario poblado de personajes excéntricos y situaciones imposibles, una muchacha con pájaros en la cabeza regresa al pueblo de sus raíces, Lugar, para hacer justicia poética y demostrar que la mejor novela del mundo puede tener firma de mujer. La acompañan un curioso elenco de secundarios, un ciego listo y malo, una cierva casi humana, un abuelo eterno, el último monje de Bután, un poeta adicto al octosílabo, una vaca azulada que da cerveza, una escritora fantasma, un cura satánico, cómicos secuestrados y toda una fauna de habitantes que parecen salidos de un cruce entre el realismo mágico, la novela picaresca y el mejor humor manchego. La novela nos sumerge en un universo coral, oral y polifónico, donde la narradora no es el centro absoluto, sino que se despliegan múltiples voces y perspectivas. Como explica el catedrático Francisco Javier Rodríguez Pequeño, Recochura es una exploración de la identidad, la memoria y la reconstrucción de la historia, que se construye a través de un entramado narrativo rico y complejo. La trama, más que avanzar de forma lineal, se despliega como un mosaico de episodios, encuentros y situaciones que ponen en duda constantemente la realidad y sumergen al lector en un estado de recochura, esa incertidumbre y desasosiego que define el ánimo de quien espera algo que no termina de llegar. El término “recochura”, usado en Castilla-La Mancha según la autora y el habla popular, significa frío nocturno, incomodidad o la sensación de no quedarse con las ganas de hacer algo. Es un concepto que enriquece profundamente el tono y el espíritu del libro. Y, sí, Recochura es también el nombre de un inolvidable personaje de la saga de Pedro Salinas, El gañán enmascarado, una obra con la que comparte voluntad de heterodoxia. Como ha afirmado Rosa Navarro, «el humor es una prioridad, una forma de resistir», y en Recochura este humor atraviesa cada página, funcionando como escudo ante la adversidad y como motor de una imaginación desbordante. Navarro invita a poner en duda la realidad, a mirar el mundo desde la extrañeza y el asombro, y a abrazar una galería de personajes y situaciones que solo pueden surgir de una voz literaria que apuesta por la libertad y la ruptura de moldes.
La protagonista, en su empeño por hacer justicia poética y «demostrar que la mejor novela del mundo puede tener firma de mujer», encarna también una reivindicación feminista y metaliteraria, en un entorno donde lo rural y lo fantástico se entrelazan con naturalidad y humor. El reconocido actor Miguel Rellán, presente en la matritense presentación de la novela, la describió como «iconoclasta y rebelde», y afirmó: «por fin me encuentro con Literatura, con ‘L’ mayúscula. La Literatura de Rosa no se parece a ninguna: es cuerdista, ‘surruralista’, cervantina y tiene ecos de Quevedo». Estas palabras resumen la singularidad y la riqueza literaria de la novela, que bebe de una tradición clásica para reinventarla con frescura y originalidad. El estilo de Rosa Navarro es desbordante, domina el lenguaje con una imaginación prodigiosa, alternando el humor, la poesía y la crítica social. Cada página es un derroche de creatividad y voz propia, en un panorama literario donde, ya sabemos, abundan los clones y los mudos. Recochura es una novela que invita a abrazar el surruralismo, a perderse en el Lugar y a disfrutar de un festín literario tan único como delicioso. En definitiva, Recochura es una novela singular y valiente, que confirma a Rosa Navarro como una de las voces más originales y necesarias de la narrativa española actual. Un viaje inolvidable al corazón mágico y surruralista de la autora, y es probable que de la propia Mancha. PEDRO LUIS MENÉNDEZ. PASAJEROS DE ANDÉN (Difácil, Colección Prúa, Valladolid, 2025) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Coinciden estos días la lectura del libro de Pedro Luis Menéndez con una de mis visitas periódicas a la casa de mis padres, y en ella me encuentro con una pequeña maqueta de estación de tren a escala HO, la que funcionó como estación cada vez que montábamos el tren eléctrico. Una estructura sencilla como lo fue la estación auténtica de Jaca, la ciudad en que vivíamos de niños. En un lateral pervive el cartel con el nombre de la estación (JACA, obviamente), perfectamente delineado por mi padre. Bajo la marquesina, tres pequeñas figuras permanecen pegadas al andén, inmóviles más de 50 años, una mujer y dos hombres, todos con sombrero. Son pasajeros de andén, las figuras que se vendían y se venden para esas maquetas ferroviarias que siempre deseábamos más grandes y que pudieran recorrer la casa entera, en un largo viaje. Figuras que no van a ningún lado, que no subían a los trenes ni bajaban de ellos, figuras que esperan eternamente la ida o la vuelta de alguien, viajes a los que no les está permitido unirse. Pasajeros de andén es el título de este poemario que inaugura la colección Prúa de la editorial Difácil, junto con la antología Poesías familiares y domésticas de Fermín Herrero. Bienvenida sea esta colección. La intención del título va dirigida a la reflexión sobre una vida, no acabada, pero sí con la madurez que nos permite echar la vista atrás porque el atrás es largo y la reflexión sobre todos los viajes que hicimos, por decisión propia u obligados por las circunstancias (aunque creyéramos que también decidíamos en esos casos). No quiero decir que sea un tópico el de la edad y la mirada atrás para revisar, porque toda la memoria se construye cada día y no deja de ser una formidable manera de rehacer el mirar extrañado que nos hace buscar la belleza en la escritura. El primer poema, ‘Rayuela’, escrito a modo de introducción y dedicatoria al lector, deja clara la vocación del autor: «edificios desnudos que, imprevistos, / se ofrecen a tus ojos o a tus manos / pasión de arquitecturas descubiertas / al doblar una esquina / o mover un acento», que recoge esa capacidad de asombro recuperada en el humo distante y en la capacidad de la pura escritura para ser belleza. Así pues, no se convierte este balance en una mirada nostálgica, aunque la haya a veces («y sin embargo, qué no darían por aquella noche / en la que todo era orígenes o lluvia»), o poemas como ‘Los viejos amantes’ o ‘1975’, sino en la construcción nueva de la estructura de la vida, melancólica, eso sí, tal vez detenida en el andén donde se ve pasar lo demás y los demás. Sí domina en el desarrollo del libro, dividido en dos partes, que no son puramente tales, “Un humo distante”, que es el corpus del poemario, y un “Colofón” (sextina barroca a modo de poética), la idea vital del otoño, apropiación de la estación como momento y lugar, una actitud consciente, asumida, pero para nada derrotista. Se repiten poemas (‘12 de octubre’, ‘Octubre’, ‘Otoños’, ‘Evocaciones’, ‘Reloj de arena’, ‘Noviembre’, ‘Sin abrigo’,...) en los que se usa el entorno del otoño, y del frío y su alcance, como momento de rememoración y también de avance, y también sensación de rendición o derrota («Retrocedes entonces, ya no es tiempo / de jugar la ternura, llega tarde / a tus manos cansadas,»). Un fragmento de ‘Noviembre’: El frío no ha llegado a este noviembre que asciende por sus piernas cruzadas, mientras huyes a través del cristal de todo aquello que te reduce a lo que ya no eres, una cueva sin más tesoro que su vacío. Hay un grupo de tres poemas dedicados a Louis Ferdinand Céline y, por referencias, a su novela Viaje al fin de la noche que merecen atención aparte. Titulados ‘Céline I’, ‘II’, y ‘III’, se convierten en el encuentro del lector Menéndez con la novela-viaje de Ferdinand Bardamu, vagón este al que sí subimos por elección propia, como cada vez que elegimos un libro y nos adentramos en él («Soy solo un viejo que lee a Céline de noche, / que no es lectura para viejos, me dice, / ... / Por las calles de París, con la mugre / de otro siglo que ya no es este»). Desde la decisión propia a la postura de lector, la identificación literaria con el protagonista y su recorrido vital por países y oficios que le acercan a la destrucción de las personas y a la idea de la muerte, siempre agarrada al pasado: «rememora para él cada mañana lo que fue inquietud y es tedio. // Otras noches galopan a su espalda partida. / Ya no son estas noches». Y la idea del otoño y del pasajero vuelve en el último de los poemas: «Los viajeros regresan / con un sentir anciano / que no han querido abandonar». Así que los tres poemas se unen al libro en su fondo y en su forma. Es un libro muy cuidado en su unidad temática y en su orden, en mantenerse fiel a la tesis que lo convierte en libro, utilizando la memoria propia y la memoria de otros, la observación de lo que nos rodea y la reflexión sobre el pasado y el posible futuro, entre la narratividad de los poemas y el desarrollo libre del lenguaje que vuelve a hacer que sea cada vez lo que fue en su día y su lugar, como (recordando a Tomás Salvador Gónzález) lo que fue pérdida durante un tiempo, luego deja de serlo y se convierte en algo que nunca te abandona. Eso es la esencia del poema, el acontecimiento del poema que tan bien trabaja Pedro Luis Menéndez, que lo que era tiempo-lugar se recupera cada vez que se lee el poema, y como autor, no sea cierto que se es quien se era, sino quien se es. TODAVÍA Si las palabras viven en una tarde verde y sin remedio, en un perfil de dos contra las letras capitales, en la arruga de todos los ancianos, tal vez, quizás o todavía podamos entreabrirnos hacia el mundo, ser vallejos los jueves o los martes, estar aquí después de tantas losas, permanecer. Y junto a eso, los destellos que iluminan los poemas, esos pinchazos de memoria o de observación (‘Toque de queda’) que lanzan el lenguaje hacia su escritura: senderos y cabinas, como en el bellísimo poema ‘Langton Harring’, que tanto me lleva a Chesil Beach, donde una cabina de teléfono y los senderos te llevan a la rendición («Allí, en Langton Harring, / una cabina de teléfono / indicaba el punto exacto / en el que debíamos girar»), o en ‘Rueca’ donde «Hay una casa llena de ceniza», en ‘HUCA’ «Es un eco, pensaste, no su voz», por poner sólo algunos ejemplos. Referencias a Cortázar, no sólo en el primer poema, a Vallejo, tal vez Celan, el ya citado Céline, nos muestran al lector que lleva al autor, dedicado siempre a la literatura que nos da idea de una sólida formación y trayectoria: Pedro Luis Menéndez (Gijón, 1958). Cofundador de la histórica colección de poesía Aeda en 1978, ha publicado poesía y prosa con largos silencios temporales hasta 2018, en que retoma una actividad literaria más continuada que se inicia con el libro de prosas cortas Postales desde el balcón. Sus más recientes libros de poemas son La vida menguante (2019), Ciudad varada (2020) y Cantos (1979-2022), este último una recopilación de sus poemas extensos. Con La madriguera (2023) obtuvo el Premio de poesía José Luis Hidalgo. En el pasado 2024 publicó enCajadas, un híbrido entre relatos y novela. Desde 2017 mantiene una sección semanal sobre poesía y cuentos en el programa La buena tarde de la Radio del Principado de Asturias y es también columnista en El Cuaderno. (Fuente: editorial Difácil). He de reconocer mi tendencia de estos últimos años hacia la poesía de autores castellano-leoneses, gallegos, asturianos, que, muy anclados a la tierra, construyen poéticas que sobrevuelan lo íntimo hacia una belleza de la escritura, honda y muy bien conformada teóricamente. Miguel Casado, Tomás Sánchez Santiago, Olga Novo, el desparecido Tomás Salvador González, Ildefonso García, Ángela Segovia, Natalia Carbajosa, por no hablar de Gamoneda o Claudio Rodríguez, son una muestra de lo que rondan estas bibliotecas. Así que ver a editoriales que desde allí hacen esta labor se agradece. Termino con un poema que defiende la memoria como manera de ser:
PAREDES APILADAS Las casas sin desván son puro vértigo paredes apiladas en las que el luto de los días ennegrece lo que fue claridad y es solo lluvia discreta de noviembre, monótona, recuerdo leve de una canción que miente en las costuras del otoño. Las casas sin desván son el desierto. JAVIER IÁÑEZ PICAZO. ENTRETENIMIENTO PARA INCENDIOS (Difácil, Valladolid, 2025) XXIII Premio Internacional de Poesía Martín García Ramos por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Son muchos los artistas conocidos y no tanto, que además de su labor plástica utilizan la palabra en su labor creativa. Nos enfrentaríamos a razones diversas que nos explicarían por qué un artista creador, y me refiero a los dedicados principalmente a la imagen, necesita escribir, sea esta una manera de explicar o explicarse, de asentar su pensamiento artístico en palabras, de ser su propio teórico o actuar como crítico, o de abrir un campo al que no acceden con su obra plástica o visual, y al que quieren llegar con un proceso mental distinto. La necesidad de hacerlo convoca no inteligencias múltiples, sino un pensamiento que se proyecta en varios lenguajes que mantienen una preponderancia en lo visual. No me refiero solo a los escritos a modo de diario. En muchos casos, el pensamiento visual se ve proyectado hacia textos que hablan de imágenes, en poemas muy visuales, de imágenes que son poéticas pero ya eran imágenes antes de la palabra. En otros casos son poemas paralelos que reflexionan sobre el modo de vida paralelo al ser artista. Esto depende, claro, de hasta qué punto arte y vida se vean identificadas. También están quienes quieren probar en campos diversos perfectamente diferenciados en metas y métodos, dedicándose a la novela o al relato. Blake, Uslé, Perejaume, Barceló, Saborit, Saura, Tapies, Arroyo, Saura, Charris, Ceballos, etc. son unos pocos ejemplos. El caso de Javier Iáñez es el de una persona formada como artista pero que dirige su camino hacia la teoría y la historia del arte contemporáneo, y por lo tanto mucho más acostumbrado a la articulación teórica y verbal del mundo de las imágenes. Es uno de esos artistas que dirigen su actividad artística al ensayo, y quiero aquí citar Bucear la herida: paisajes (im)posibles de la imagen en la era postfotográfica (2022), el ensayo escrito por Javier Iáñez junto a Manuel Padín y publicado en la editorial Muga, editorial especializada en fotografía, fotolibros y cultura visual. Ese ensayo, merecedor del premio LUR de ensayo en 2021, convocado para promover el pensamiento sobre la fotografía en lengua española, centra todo su desarrollo en la toma de conciencia de la existencia de una herida en todas las imágenes que «implica establecer una fisura, una apertura inherente en toda narración visual. Toda imagen posee, por tanto, una grieta divisoria que separa diferentes regímenes de visibilidad, una fisura que permite la creación y el reparto de nuevas realidades, pero que, al mismo tiempo, nace de la fricción y el choque violento». Y esa relación de la imagen y la herida también va a ser la clave de mi lectura. La poesía, nueva, de Iáñez no se aleja de este uso de la imagen dominante, de la imagen como dominio en el lenguaje poético, y que se hace notar en la elección del afuera, de lo exterior, como eje del discurso. Y explícitamente la fotografía: «En este lado del jardín / donde las fuentes ya no susurran / puedo ver el otro lado del jardín / y puedo verte a ti / sosteniendo (algo que parece) una fotografía; / ese recuerdo oceánico y enjaulado de cuatro esquinas / fósil marchito, plano y rectangular». No es sólo que se explicite el fuera y el afuera, sino que el yo poético es un yo que mira, que observa y construye su yo interior por la selección que hace la mirada, un yo proyectado hacia el otro, hacia un otro herido, el exterior seleccionado y acontecido: el y la otra, los sucesos, objetos, accidentes, cuerpos, sonidos, voces, nombres tallados, surcos... Este es un tema que domina Iáñez por su relación teórica y práctica con el arte contemporáneo, donde la otredad, lo abyecto y el cuerpo herido han sido constantes en las prácticas artísticas desde hace decenios. Sé que puede parecer que hago trampas por mi actividad artística y literaria, buscando esas imágenes que en realidad se forman solas, pero es que cuando el poeta busca más el afuera, la idea del exterior se vuelve más visual que verbal, y es en el poema donde se verbaliza manteniendo esa sinestesia inevitable. Y no es que Javier Iáñez huya de la expresión del sentimiento interno, íntimo, sino que en este libro lo expresa como un cuerpo herido, el suyo, pero volcado en el otro, en el afuera y su acontecer. Lo explica bien en estos versos: «No es el tiempo ni el espacio ni el lenguaje sino / querer parecer un único acontecimiento, / querer ser memoria y sus trastornos, / lo que nos convierte en hiatos». Y en una nota al pie de este poema: «Memoria que es tiempo, espacio y lenguaje a la vez». También en ese mismo poema había dicho «no existimos fuera del texto», en la doble expresión de un fuera y un dentro coincidentes. Y por último, el epígrafe «Siempre puede decirse la verdad en el espacio de una exterioridad salvaje» de Michel Foucault, en el poema titulado ‘Exterioridad salvaje’, certifica la poética del autor. Siguiendo con el cuerpo herido y el trauma, Iáñez hace un ejercicio de inmersión en el trauma de un accidente, manteniendo la frialdad del afuera, como si de nuevo la exterioridad («ahora eres sólo exterioridad») fuera un método de concreción de la interioridad poética. («Anoche flotabas sin vida. / Veo el dolor cada día en cada enchufe / en cada espera»), como si la aparente agresión que propone de entrada nos llevara a una poética del yo que observa. Domina las formas del lenguaje y la poesía con toda la intención de que el lector se vea dirigido, con espacios en blanco que son pausas, pitidos que se repiten, dobles voces con doble tipografía, instrucciones de uso o marcas de vuelo que te identifican con los sucesos que rodean al autor, y que vuelven a aparecer recurrentes, como esos recuerdos no olvidables. Igual que la pérdida en un accidente de tráfico, tema que no se abandona. También las notas a pie, que no son tales, se convierten en contrapuntos que alteran la lectura, quiebros que te devuelven al inicio. Entretenerse en un incendio, en un accidente, es reivindicar que todo pueda ser poesía y arte, en una manera muy actual de enfrentarse al mundo y el acontecimiento, actual, atrevida y contemporánea. No es un poemario difícil pero tampoco fácil, te deja un poso de dolor y herida incurable que reverbera entre la ironía, la muerte, las voces robóticas y el olor a hospital: NOTAS SOBRE HOSPITALES Te conocí en la sala de fumadores de un aeropuerto. No hablamos. Nos encontramos de nuevo años más tarde en la floristería del hospital. Esta fue la última vez. Nunca más he vuelto a verte13. 13 Tampoco sé si esto es algo bueno
Este poemario ha sido galardonado con el XXIII Premio Internacional de Poesía Martín García Ramos, y es justo nombrar la labor de la Fundación que lleva su nombre, dedicada a perpetuar el legado del poeta y profesor, gran promotor de la cultura y de su tierra, y de promover la lectura y, sobre todo la poesía, de la que es buena muestra el recorrido de este concurso de renombre internacional, sobre todo en países de habla hispana, que persigue incentivar la creación poética y dar visibilidad a nuevos talentos, de lo que es buena muestra el libro de Javier Iáñez. PEDRO ALCARRIA. PARÍS BERLÍN ROMA (Vitruvio, Madrid, 2025) Colección ‘Baños del Carmen’ por MONTSE ORDÓÑEZ Este no es un libro de viajes, ni de experiencias, ni tampoco una invitación que nos despierte a visitar esas tres ciudades tan colosales. Este libro es un acantilado, el precipicio o salvoconducto que el autor necesitaba para seguir creciendo y que proyectase todas sus inquietudes poéticas. En él hay un recorrido vital y una necesidad personal en el que Pedro hace uso de esas ciudades como punto de partida para saldar todas las cuentas pendientes consigo mismo.
La diferencia entre distinto y diferente es una línea imperceptible de cualidades. El lenguaje poético de Alcarria no es distinto al de los poetas de su generación, es diferente. En el panorama poético actual una propuesta como la suya no acaba de encajar, porque sus poemas son heterogéneos, su construcción y sus maneras a la hora de crear también y eso se percibe en París, Berlín, Roma. A la inmensa mayoría de la gente le gusta Bethoven, Bach o Sinatra, pero a las minorías les gusta Bärtok o Sakamoto. Ese es el punto, Pedro Alcarria no es un poeta de mayorías, es uno de los diferentes de su generación. Entenderán entonces y convendrán conmigo en que el esfuerzo que hay detrás de un lenguaje poético tan propio es en estos tiempos un acto revolucionario. En este libro también tienen cabida el amor, lo oscuro, lo sucio, la esperanza, el arte, la maldad de la condición humana, los desequilibrios, la sinrazón y sobre todo la deuda. En la entrelínea se ocultan las motivaciones y las deudas del autor para consigo, ya que la obra es un camino que recorre y explora cada uno de sus rincones. Se estructura en dos partes. En la primera, “El poeta busca inspiración”, se va apuntalando lo que son sus rincones y a lo largo de los poemas Alcarria va alumbrando y dando fogonazos, incrementando el ritmo, llegando al nudo en la garganta. En la segunda, “Genius loci”, el poeta se ausenta, es como si el relevo lo hubiese cogido un juglar y es él quien da rienda suelta a una serie de poemas que en sí mismos son uno. En el primer verso se anuncia, en el resto se declama. Extraordinario también es que, con cada uno de esos versos enunciativos, se llega a un gran poema final. Esto es en mi imaginación y en mi particular lectura. Por último, he de decir que es un poemario al que hay que acercarse, para tocar la sensibilidad de las ruinas, para viajar a través de las imágenes que se construyen, para acariciar las flores arrojadas en el camino, para conocer la palabra diferente y llevársela con uno. MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ. LAS NAVES QUEMADAS [Antología de prosas de no ficción 1985-2024] Edición de Alfredo Rodríguez (La Isla de Siltolá, Sevilla, 2025) por ENRIQUE CABEZÓN ESCRIBIR SIN CONCESIONES Las naves quemadas es mucho más que una antología: es un mapa vital y literario que recorre casi cuarenta años de la escritura memorialística de Miguel Sánchez-Ostiz, uno de los autores más completos y singulares de la literatura hispana contemporánea. La selección y el prólogo corren a cargo del poeta Alfredo Rodríguez, quien ha sabido articular en doce secciones temáticas un mosaico de textos que van desde el diario íntimo y la reflexión sobre el oficio de escribir, hasta la indagación en las zonas más oscuras y marginales de la existencia. Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) es autor de más de veinte novelas, libros de poesía, crónicas de viajes, ensayos, aforismos, estudios sobre Baroja, una imprescindible trilogía sobre la guerra civil en Navarra y, sobre todo, una extensísima obra diarística y memorialística que abarca desde finales de los años ochenta hasta hoy. Esta antología no recoge sus novelas ni su obra barojiana, sino que se centra en su prosa de no ficción, diarios, dietarios, libros misceláneos y textos autobiográficos, muchos de ellos hoy inencontrables, rescatando así una parte esencial de su obra. Pese a esa posición de outsider y a la relativa marginación institucional que ha sufrido, la obra de Sánchez-Ostiz ha recibido en distintos momentos el reconocimiento de la crítica y el mundo literario. Entre otros galardones, ha sido distinguido con el Premio Herralde de Novela, el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Príncipe de Viana de la Cultura, lo que da muestra de la calidad y la relevancia de su trayectoria, aunque ese reconocimiento no siempre se haya traducido en popularidad o presencia mediática. La amplitud de la producción de Sánchez-Ostiz es asombrosa, a lo largo de cuatro décadas ha publicado más de ochenta libros entre novelas, diarios, ensayos, poemarios y estudios literarios. Esta fecundidad, lejos de ser dispersa, responde a una coherencia interna y a una obsesión por explorar los límites de la experiencia y la escritura. La lectura de la obra de Sánchez-Ostiz es, en muchos sentidos, asistir a una especie de etnografía de la historia de nuestra literatura durante la transición y las décadas posteriores. Sus textos no solo exploran la intimidad y el oficio de escribir, sino que también documentan, con mirada crítica y sin concesiones, los ambientes, personajes y tensiones de la vida literaria española. Ese compromiso radical con la verdad —y con una ética literaria sin atajos ni complacencias— ha tenido un precio, la marginación y la falta de reconocimiento que otros, más tibios o acomodaticios, sí han cosechado. Como él mismo ha escrito: «¿para qué escribir? Para no darse por vencido, para no rendirse. Es lo que quise hacer desde muy joven. La verdadera muerte es desertar. Es preciso vencer la desgana, la tentación de echarlo todo a rodar, de considerar este poco de oficio un empeño fútil». Y añade, sobre el sentido último de su escritura, «se haya convertido en lo que se ha convertido, la escritura es mi único asidero, una forma de combatir este tiempo negro». Estas declaraciones resumen bien la ética y la resistencia que atraviesan toda su obra. Paradójicamente, ese empeño en escribir desde los márgenes y asumir una posición crítica, ajena a los consensos y las redes de halagos mutuos de la literatura oficial, ha propiciado que su obra encuentre lectores fieles entre generaciones más jóvenes. Son precisamente estos lectores quienes, ajenos a los prejuicios y rivalidades de la época, han comenzado a reivindicar y poner en valor la figura y los textos de Sánchez-Ostiz, reconociendo en ellos una autenticidad y una lucidez poco frecuentes en el panorama literario actual.
En palabras del propio Sánchez-Ostiz: «no pertenezco a ningún grupo ni a ninguna capilla, y eso se paga. Pero también es la única manera de escribir con libertad y de mirar la realidad sin anteojeras». Esta actitud, mantenida a lo largo de los años, ha marcado tanto su estilo como su recepción. La organización en secciones temáticas —como “El oficio de escribir”, “Escribir un diario”, “Libros, libros, libros”, “Sobre poesía y los poetas”, “De la tregua con la vida”, “Con nombre propio”, “Del paso del tiempo”, “De la vida y de su lado oscuro”, “Con fama de maldito a contrapelo y outsider”, “De tus peores enemigos”, “Negra historia de la tierra”, “Del descalabro social”— permite al lector adentrarse en los grandes asuntos que han obsesionado a Sánchez-Ostiz, la literatura como forma de vida y resistencia, la memoria personal y colectiva, el paso del tiempo, la sombra de la muerte, la marginalidad, la lucidez y la intemperie. Cada fragmento, ordenado cronológicamente dentro de cada apartado, funciona como una instantánea de un diario de a bordo, la vida convertida en literatura, con una voz que es a la vez íntima y universal, implacable y compasiva. Son, como ha afirmado Alfredo Rodríguez en alguna ocasión, textos que abren la puerta a muchos temas de conversación y reflexión, así como al interesantísimo mundo literario, al amor y la fascinación por la literatura de Miguel Sánchez-Ostiz. Uno de los fragmentos de la antología que mejor ilustra su mirada lúcida y desencantada dice: «los aduladores de hoy acaban siendo tus peores enemigos. El éxito del prójimo y sus particulares trabajos se admiten mal y se perdonan peor. Tarde o temprano compruebas que los amigos de tus enemigos no pueden ser tus amigos». Este tipo de reflexiones, cargadas de ironía y verdad amarga, recorren buena parte de su obra memorialística. El estilo de Sánchez-Ostiz es inconfundible, una prosa densa y exigente, cargada de referencias culturales, guiños literarios y una fluidez torrencial que se impone especialmente en el monólogo interior. Su escritura, a menudo áspera y paródica, no rehúye lo escatológico ni lo esperpéntico, y está atravesada por una mirada crítica y una ironía que desarma cualquier tentación de complacencia. A esto se suma una dimensión poética y moral, más atenta al pensamiento y al contenido filosófico que a la mera belleza formal, donde la música del verso libre y la prosa se entrelazan para responder a las grandes preguntas sobre la vida, la memoria y el fracaso. Es una escritura erudita, pero también combativa y ética, que busca la complicidad del lector sin renunciar nunca a la exigencia intelectual y emocional. Uno de los grandes logros de esta antología es mostrar la lucidez hiriente y la audacia de Sánchez-Ostiz, su capacidad para mirar la vida a desgarros, sin concesiones ni autocomplacencia. Su escritura es un salto sin red, una búsqueda de la verdad literaria y vital, que se dirige tanto a sí mismo como a cualquier lector dispuesto a dejarse interpelar. La literatura de Sánchez-Ostiz, en palabras del propio Rodríguez, «no pertenece a nadie y a la vez pertenece a cualquiera que se sienta interpelado por una página suya». Las naves quemadas es, en definitiva, un cuaderno de bitácora que invita a recorrer la obra autobiográfica de un autor que ha hecho del diario y la memoria un arte mayor. El volumen, de formato manejable y lectura amena, rescata lo mejor de una obra dispersa y a menudo poco accesible, y pone en valor la extraordinaria creación diarística de Sánchez-Ostiz, que hasta ahora no había gozado de la popularidad merecida para la relevancia y calidad de sus textos. Debemos estar agradecidos al riguroso empeño de Alfredo Rodríguez, esta antología es imprescindible para quienes quieran adentrarse en la literatura memorialística española contemporánea y, en particular, en el universo de un escritor que ha hecho de la vida y la literatura una sola cosa. Es un libro que abre mil puertas, como dice su antólogo, y que nos recuerda que Sánchez-Ostiz es uno de los grandes escritores ibéricos de nuestro tiempo y está bien, es justo, verbalizarlo. Digámoslo más. PURIFICACIÓN GIL. TRASPASAR EL SILENCIO (MurciaLibro, Murcia, 2025) por ANA CÁRCELES ALEMÁN Traspasar el silencio... ¿Qué hay tras el silencio? La soledad, la reflexión, la introspección; un espacio de reflexión y búsqueda. Tras el silencio está la escritura, el poema. Como significativo indicio, los cincuenta y cuatro poemas de esta cuidada edición, con portada de Carmen Molina Cantabella, van precedidos de citas de Eloy Sánchez Rosillo: «Para hallar y ordenar unas pocas palabras / que con su propia música una emoción expresen, / hice de mi vivir una extraña aventura / de búsqueda perpetua y tantas soledades»; de Francisco Brines: «Aquí, en este lugar, supo mi infancia, / que era eterna la vida, y el engaño / da a mis ojos amor»; y de Clara Janés: «Silencio y línea, y el aire aportará significado». Las tres citas orientan al lector. La vida y la escritura. Soledad y silencio. La infancia, siempre. Misterio, sutileza, verdad. Hemos de pensar entonces que Purificación Gil nos hace esta propuesta en Traspasar el silencio. La poesía como compañera del vivir, y la sinceridad de las emociones como herramienta para llegar al poema. La trama que enlaza los poemas es el tiempo --cronos y kairós—, son los días en sucesión y el disfrute de un presente que va libando en momentos recobrados de otro tiempo de placeres, juventud, deseos, dudas o confianza... El presente es la atalaya de la voz poética y también ofrece al sujeto lírico breves instantes de gozo y deseos a menudo unidos a la frustración, la añoranza y la soledad... Sobre todo, el presente le recuerda el privilegio de experimentar la vida irrepetible, la savia del instante y su luz, una luz poderosa y mediterránea que despierta anhelos y ahuyenta toda monotonía. Los títulos de los poemas son muy significativos. El poemario se abre con el poema ‘Alivio’: «Sabes con certeza que estos momentos / de luz y dicha pasarán. / Es abril y miras entretenida / los árboles y las rosas. / Cuánto alivio bajo el arce. // Sabes que todo se irá. / Nada temes. / La primavera te muestra el secreto de la vida. / Y quieres guardar aquí cuanto resucitar pretendes». Este último verso, «Y quieres guardar aquí cuanto resucitar pretendes», nos permite deducir el aire elegíaco del poemario propio de la reflexión, de la mirada al entorno, de la lección cíclica de la naturaleza, de la memoria persistente, de las pérdidas y el dolor, de los deseos incumplidos y aún urgentes... Estos versos del poema ‘Edades’ nos dan cuenta del desaliento del diario vivir: «[...] / En ocasiones me rindo / y caigo a los pies de la vida. / La eternidad se parece un poco a este verso, / a este canto que llora, como en todas las batallas. / [...] / Los días consisten en unir espíritu y vida, / pero no todas las horas son receptivas para cobijar tal deseo». Sus poemas inciden en la vida cotidiana y sus rutinas. Las inquietudes íntimas se anudan a las circunstancias del vivir y a la dolorosa constatación de la soledad, la caducidad y la muerte; sin embargo, también encontraremos el contraste del consuelo y la alegría, el valor del instante, la gracia de la rememoración y la serena contemplación de la naturaleza, imagen de renovación y trascendencia. Ya en A la luz del agua apreciamos esta temática. En este contexto, la tierra natal se convierte en sustrato lírico de la poeta, no por ser el tema, sino por conformar su mundo interior, su sensibilidad. Hemos de decir que la poesía de Purificación Gil se revela poema a poema, ofreciendo consistencia y sentido de unidad, como nutrida planta bien enraizada que se eleva y crece con el aire y la luz de su entorno. Con sencillez, la lectura de Traspasar el silencio nos conduce a poetas que se inspiran en la naturaleza —sencilla y conocida o abundosa y sobrecogedora— interiorizada como compañera lírica, como atmósfera. Recordamos poetas para los que la tierra, el mar, la luz, los árboles y los frutos, las llanuras o las sierras son el fondo necesario donde suceden los momentos de reconocimiento, de introspección, de emoción... Nos vienen de inmediato clásicos y modernos en un amplísimo recorrido temporal. Y me gustaría recordar las voces líricas de Rosalía de Castro, Gabriela Mistral, Carmen Conde; recordar a María Cegarra, Josefina Soria, María Teresa Cervantes, Dionisia García..., poetas tan cercanas para quienes la naturaleza es savia nutricia, hogar, refugio, espejo y maestra. Así le ocurre a Purificación Gil. Traspasar el silencio no es un poemario bucólico o eglógico, aunque por momentos lo sea; es un poemario intimista, lírico y sensitivo donde la realidad —identificada con el momento, el lugar, la circunstancia vivida y el recuerdo— se percibe siempre a través del filtro de las emociones. Los elementos de la naturaleza no son protagonistas, aunque aportan valores sinestésicos y simbólicos al poema; serán, sin duda, un código de comunicación con los lectores, darán color al lenguaje propio de la voz poética formando imágenes de significado hondo, espiritual. Y en este sentido, resulta interesante su modo de mirar. La mirada y la luz son los sustantivos más repetidos en el poemario y es una de las claves que subrayan su actitud sensitiva y lírica. Sus imágenes resultan sencillas, casi espontáneas y la naturaleza —fondo o correlato objetivo de los poemas— aporta su belleza genuina, cercana, familiar, belleza al alcance de su mano. Sin embargo, las metáforas, metonimias, personificaciones, elipsis..., se suceden sin enmascarar el sentido último del poema. El poema ‘Mirar es el encargo’, con cita de Dionisia García («Mirar es el encargo, y nuestra vida, breve») apoya esta idea: «Si todo se quema bajo este sol de julio, / y este conceder a la mañana la palabra. // Si estos días dejan oropeles como señales, / no puedo hacer nada; / solo plantarme ante la Naturaleza, / como me planto ante el espejo, / ambos me hablan del paso del tiempo. // Ando más cansada, / dejo fluir el agua entre mis dedos... / Horas de entrega al placer de la vida. / Mirar es el encargo». El poema ‘Despensa para el invierno’, con cita sugerente de Ginés Aniorte, expresa bien esta conjunción de tiempo, afectos, recuerdos y naturaleza: «Cómo podemos decir que los días son nuestros... / No son las estaciones, la carne, ni los abrazos; / tampoco las miradas. // Mientras giran las horas de julio con su claro azul, / mientras las rosas se tuestan bajo este sol; / mientras las tardes se deshacen y se alargan con pasos rutinarios, / aspiro a retener instantes, voces, palabras, gestos... / con los que combatir las jornadas venideras de frío. // Cuanto vivo, llevo. / Cuanto dejo, olvido». El tiempo es fundamento de Traspasar el silencio. No será el tiempo temible que conduce a la vejez y a la muerte; será el tiempo causante del olvido, la nostalgia y la pérdida. También será el instante y su gozo. Para el yo poético la emoción del tiempo no requiere tanta distinción, antes bien prefiere la amalgama compleja del tiempo íntimo y vivido; así nostalgia, sueños incumplidos, pérdidas y memoria se entretejen con la atención al instante presente, como en ‘Danza del tiempo’: «Confieso haber perdido el tiempo. / Entretenida buscando ese otro tiempo... / Hoy es miércoles; este cielo / junto a algunos trastos innecesarios / que acostumbro a tener cerca / dictan que regrese al festín de días incendiados. / [...] // Mientras contemplo esta luz, / juego con la quietud de aquel paisaje, / donde todo podía haber sido, / cuando todo pudo ser más fácil, / donde la ternura de la piel se rendía al silencio. // Así, a esa desnudez primera, / que convertimos en eternidad junto al mar nuestro, / voy en esta tarde de miércoles, y única. / Como únicos y fugaces fueron aquellos azules. / Hoy retengo momentos, / entre tanto se visten de lila algunas calles de la ciudad, / la voz de Joan Manuel sigue girando, / y sigiloso el sol se retira». ‘Anillo de Atlante’ es un poema significativo donde la rutina cotidiana se une a motivos de inquietud y acaba por ofrecernos la conjunción anímica entre el entorno natural y el espíritu de la poeta: el sentimiento consolador que los renacentistas hallaron en la naturaleza y los románticos en el paisaje. Son las nubes, tan simbólicas, las que le ayudan a dispersar la íntima inquietud del presente y las circunstancias de una realidad potenciada en ese anillo y en el café cotidiano, cuando el amanecer muestra luces tenues: «En los primeros días de primavera / las ventanas son órdenes; / y con sigilo mira quien se asoma, / con la taza que aguarda. / Mientras tanto, descubre claridades. // Observa que el café se ha derramado, / y trata de limpiar el anillo de Atlante que la protege, / desde el dedo anular. // Terminado el afán, la mirada se dirige a las nubes, / y se dispersa como ellas, / con la serenidad de haber llegado.
En Traspasar el silencio, algunos poemas son más extensos y desarrollan una anécdota sutil; otros son sólo el chispazo emocional de un momento. Color, luz y oscuridad —fundamentalmente— se combinan para aportar sensaciones visuales y cierto halo romántico a poemas como ‘Desasosiego’: [...] «Oculto anda el desasosiego / en el umbral de esta noche; / la misma que rodea el paisaje, que ya no deja ver». O como ‘Dadme la noche’: «Qué ha quedado en las cenizas, / tras la ceremonia. [...] Para qué tantos sueños. / Para qué tanta noche». O como ‘Nocturno en Budapest’. Otras veces el contraste levemente sugerido crea la emoción lírica: «Este día en la ciudad se salva por la luz que amanece / y el recuerdo que guardo de ayer bajo la celinda. / Sus ramas más altas rozaron mis cabellos; / hoy hacen que merezca la pena caminar sobre el asfalto». (‘Suficiente’). También la escritura del poema está unida a los conceptos y motivos de la temporalidad. Las metáforas de ‘Apenas nada’ nos hablan de esa correspondencia entre vida y poesía: «En las manos sostengo los días ya pasados. / Son más frías las horas / y la luz no se detiene. // Mi vida pliego en los astros, / sin ser yo, ni nadie; / apenas nada. / Mas cómo dejar de lado todo el tiempo. / ¿Ya no es mío? / ¿A quién pertenece? / La ceguera presente me conduce al fondo del poema». Esta misma idea agrupa los poemas que evocan y homenajean a poetas: ‘Estos días azules’, ‘En casa de Miguel Hernández’, ‘San Nicolás 13’, ‘Mirar es el encargo’, ‘La música de unos versos’ o la cita final de José Luis Martínez Valero. Los motivos y subtemas son muy variados en Traspasar el silencio, y el resultado es muy rico, así en ‘Todo luz’ naturaleza y tiempo, mar y sueños se cruzan en juegos metafóricos, en ‘Boceto para una tarde de mayo’, interesa la perspectiva parcial de la voz poética y los efectos cinematográficos, en ‘Ruido de ciudad’ encontramos el poema urbano con nostalgia de la huerta idílica, su silencio, su delicado despertar con sonidos de agua y pájaros..., en ‘Jugar con el tiempo’ se logra el bucolismo sobre la anécdota del atraso de la hora y el oscurecimiento de la tarde. En el poema ‘Octubre, y ya no estás’, encontramos el ritmo logrado a partir del léxico pues los sustantivos que marcan tiempo y luz imponen un mundo de sensaciones: rosales, primavera, octubre, tarde, noche, casa; y los adjetivos encendidos, oscura, apagada, fría, extraña, con el resultado de canto elegíaco. También aparece la trascendencia y la duda en ‘Dímelo con palabras’: [...] «¿Y de nosotros? / Qué sabemos aun viendo. ¿Qué sabemos del pájaro y su vuelo? / ¿De la luz que ilumina nuestros ojos? / Las palabras ayudan, / abracemos con paz este misterio». Traspasar el silencio está escrito en versos libres. La lectura en voz alta resulta armoniosa y serena; los versos libres encuentran su armonía en la selección del léxico, en las isotopías del tiempo, la naturaleza, el silencio y la soledad, en la eufonía de las palabras, en la mesura de las imágenes, en la sintaxis clara y ordenada, en el ritmo de pausas y acentos. Observamos que los poemas se acortan y adensan según avanzamos en la lectura. Lo anecdótico se diluye, se lamina la sutil narración y queda solo la sensación última y su emoción, y junto a la emoción, el conocimiento preciso y fundamental, es decir, lo vivido y su huella en la memoria. Así, el último poema de tres versos, ‘Epílogo’, se asemeja a las sentencias que recogen el poso de un proceso de conocimiento interior, verdadera sustancia de Traspasar el silencio: «Hay noches oscuras en las que el alma está sola. / además, es dueña de dicha soledad. / Me fío de ella y espero...». Purificación Gil se muestra dueña de un lenguaje personal, dúctil y cuidado, capaz de sugerir formas más íntimas y sensitivas de abordar la realidad y la memoria del tiempo, esto es, la vida misma. Serenidad, gratitud y delicadeza están muy presentes formalmente en Traspasar el silencio. Este segundo poemario nos muestra una poeta segura, con un mundo lírico personal. Traspasar el silencio no parece un segundo libro sino la consolidación de una voz lírica interesante, con una trayectoria ya afirmada y por continuar, esto nos permite esperar de la poeta obras futuras en la que podrá mantener los rasgos diferenciadores que la identifican. DOLORS FERNÁNDEZ GUERRERO. LA MEMORIA DE LA PIEL (Vitruvio, Colección Baños del Carmen, Madrid, 2025) por BLANCA ESTELA DOMÍNGUEZ A ese tigre... lector agazapado que espera su poema. La memoria de la piel es un libro precioso y preciso. Lo primero lo evoco de sus imágenes. De su estética cuidada. Lo segundo lo digo por el manejo del lenguaje: recurre a las formas clásicas. Y esa estructura métrica tradicional le da precisión y concisión a las ideas. Dolors hace del amor el tema central de sus poemas. Idealismo y relativismo poéticos estrechan convivencia. Como en el poema ‘El hueco’: «Todo está bien como está / y el resto no existe; / es ausencia superflua / de la nada. / El confort de los ciegos / es intuir la nieve a lo lejos, / a pesar del falso unicornio, / que con sonrisa cruel, / —ágil, astuto, carroñero— / persiste en seguir bajando / desde la cima del cerro / para ahondar aún más / el vacío / de mi hueco» (pág. 27). En este poema y en otros cuantos identificamos un “yo” poético, visión subjetiva del poeta que dialoga, propone y seduce a lectores con su contención emotiva y abstracta. «Me dueles tú, / aunque no existas más que en mí / o con más precisión, / en mi yo hecho añicos» (pág. 34). El libro tiene un Accésit Premio Vitruvio de poesía. Es un volumen dividido en cinco partes. La última pertenece a los sonetos. Es de mi particular agrado el soneto titulado ‘A ese tigre’: «A ese tigre rayado de espino, / —eléctrico temblor en cada abrazo— / regalo sin aliento mi regazo, / pasión quebrada en el cristal del vino»... (pág.62). A continuación, reproduzco ‘Infancia’, poema demoledor, perverso, ubicado el término en el marco religioso, desviación de la voluntad divina: «Con tu afilada navaja, padre, / hice un corte limpio, / recto, profundo / en la carne del dragón. / La cabeza, separada del resto, / se estremeció. / Fue el movimiento empírico / de una lagartija en llamas. / Triste carambola del azar, / ponerla en mi camino / fue un cuento de princesas». En La memoria de la piel Dolors cultiva los metros clásicos, pero también experimenta con la musicalidad, al estilo de un Nicolás Guillén como si fuera español: reelabora ritmos, léxico y formas expresivas del habla y los escribe a ritmo de canción. Así el poema ‘Invicta’: «Y la música de las esferas / tan celeste, tan pueril, / que, sin alas, / sueña volar / sin pensar que... / Tú, te, ti / ni yo ni ná, / ni yo ni ná...». En el siguiente poema del libro, ‘Levedad’, experimenta con la poesía visual y explota la polisemia semántica. La memoria de la piel es acción y fantasía en su estructura poética, es también el espacio —paraíso, un territorio perdido, pero recuperado— a través de la palabra. Mª ANTONIA GARCÍA DE LEÓN. DESDE MI TORRE DE ADOBE (Ondina, Madrid, 2025) por ENRIQUE GRACIA TRINIDAD UNA TORRE QUE NO ES DE MARFIL Un escritor, escritora en este caso, es quien escribe literariamente para que cualquiera pueda leer. Esto no es una redundancia, sino el deseo de dejar las cosas claras. Da igual que se escriban novelas, poesía, ensayo, teatro, cuentos, artículos, biografías o paliques, todo es literatura. Y a los que cuando oyen la palabra escritor entienden sólo novelista, hay que darles una colleja para que espabilen.
En este libro que desde su torre escribe María Antonia García de León hay una literatura que se atreve con todo y que sirve para que cualquiera se sienta a gusto en las páginas. Lo avisa al comenzar diciendo que «todos somos un lugar de encuentro»; y, fiel a sí misma, se mueve y nos hace movernos por multitud de lugares, aspectos, personajes, sensaciones. Va desde la Quinta Avenida de Nueva York a las calles y campos de su querida patria manchega. Desde la niña que jugaba al periodismo con su Olivetti azul a la butaca del cine en el festival de San Sebastián donde «se apaga la luz y comienza la vida», que decía Antonio Drove. De las páginas del TBO a las de Vargas Llosa, pasando por el inabarcable Quijote de La Mancha. De Emilia Pardo Bazán a Beatriz Villacañas. De la «España de papel de estraza» de la postguerra con las mujeres calladas y en casa hasta El peligro de estar cuerda de Rosa Montero o las “escrilobas” de Cristina Galán. Desde Egeria, aquella primera gran viajera, que salió de la Galicia hispánica para recorrer buena parte del mundo conocido entonces a esa otra gran viajera actual, la escritora y fotógrafa Gloria Nistal, que ha recorrido más de medio mundo, mucho más grande ahora. De Cristina García Rodero y sus fotos de la España oculta a Marina Abramović provocando la agresividad de la gente en una perfomance. Y en su condición de manchega decidida, del mismísimo Alfonso X en la plaza Mayor de Ciudad Real, con los coches casi rozándole las espaldas, a la plaza de Almagro abarrotada de amantes del teatro buscando entradas para el Corral de Comedias. Esta articulista nuestra, esta doctora en Sociología y profesora universitaria dejó dicho: «siempre habitó en mí una periodista in pectore», y en esta colección de textos lo deja muy claro. Una colección que lleva La Mancha como decidida espina dorsal, al estilo de la Avenida de las Tinajas de Valdepeñas que a María Antonia le hace volver a la infancia recordando aquella otra avenida de esfinges egipcias en los decorados ptolemaicos de Cecil B. de Mille. No es anecdótica la presencia manchega en gran parte de estos artículos. Su autora repite siempre que da gracias al cielo por haber nacido en una tierra abstracta que le permite ser de todas; incluso llevando la contraria a su admirado Almodóvar, cuando afirmaba ser manchego, pero que «en La Mancha la vida no tiene sentido». Se pasó tres pueblos el cineasta calzadeño. Y esa vocación le hace pasear a María Antonia por América con aquel espíritu de Rubén Darío cuando escribió: «Soy americano de España y español de América» y se hace eco, sin nombrarlos del todo, de aquellos versos de Joaquín María Bartrina (Oyendo hablar a un hombre, fácil es / acertar dónde vio la luz del sol: / si alaba a Inglaterra, será inglés; / si os habla mal de Prusia, es un francés; / y si habla mal de España, es español), aunque los recuerde a través de Sánchez Dragó, que tituló un libro suyo con el último verso. Por cierto, la vocación viajera no deja de aparecer en estos artículos. No en vano nos asegura María Antonia que «el viaje es metáfora de vida. El viaje es búsqueda de felicidad, de conocimiento. El viaje es separación, alejamiento, y también esperanza de volver. El viaje es perderse en lo ignoto». Y remata rotundamente: «El mundo es una geografía». Otra característica de nuestra escritora es su compromiso con el feminismo de mejor corte, aquel del esfuerzo y la lucha por la presencia y los derechos. Por eso podemos leer en estas páginas declaraciones como esta: «Adiós a las hijas de Bernarda Alba, el patriarcado está herido de muerte, adiós a la idolatría del hombre. Ni popes, ni vacas sagradas de la cultura, ni decanos, rectores, editores, etc, nos impondrán su modelo, nos ahormarán en su molde. Somos una nueva civilidad ante un cambio social sin parangón. Es el momento, porque las mujeres “asilvestradas”, fuera del canon, fuera del poder, guardamos un tesoro de libertad y originalidad para el mundo». Amigo lector, no dejes de entretenerte sin prisa en estas páginas. Plagiando a su autora, te diré que el tiempo perdido en su lectura será en realidad el tiempo recobrado. Y me despido de ti como lo hace ella en el último artículo del libro, al mejor estilo franciscano: Paz y bien. |
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