LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MARÍA JESÚS MINGOT. JARDÍN DE INVIERNO (Reino de Cordelia, Madrid, 2023) por FRANCISCO J. CASTAÑÓN Jardín de Invierno es el poemario más reciente de la poeta y profesora de filosofía María Jesús Mingot, un libro que se suma a sus títulos anteriores, Cenizas, Hasta mudar en nada, Aliento de luz y La marea del tiempo, los cuales conforman hasta la fecha la producción poética de la autora. En sincronía con las obras citadas, Jardín de Invierno es un libro donde atisbamos una profunda reflexión sobre el devenir existencial. Con una voz poética inconfundible y un estilo personalísimo, Mingot aborda en los poemas que salen a nuestro encuentro, según nos adentramos en este espléndido jardín, temas sustanciales e inseparables a la siempre compleja condición humana. Los efectos del transcurso del tiempo, la percepción de nuestra inevitable caducidad, la necesidad de trascender desde los acontecimientos más relevantes o las vicisitudes y motivaciones más cotidianas, la capacidad de renacer a pesar de los reveses que nos depara nuestro itinerario vital, la importancia del amor en sus diversas manifestaciones..., y todo ello tratado con sutileza y precisión, algo que —como observamos en Mingot— sólo a través de un esmerado empleo del lenguaje poético puede alcanzarse. En este sentido, el excelente prólogo firmado por Teodosio Fernández Rodríguez, que precede a la obra de Mingot, es una aportación cuya lectura resulta muy recomendable para comprender mejor el alcance de los poemas de la autora madrileña recogidos en este libro. «Estamos —asevera Teodosio Fernández— ante un poemario en el vértigo de una revelación en los límites de la nada y del silencio, un poemario donde la celebración se conjuga íntimamente con el sentimiento de la pérdida, depurado y meditativo, tejido por una honda sensibilidad». En “Alba”, primera de las cuatro secciones en las que está dividido el libro, hallamos poemas en los que la autora recapacita con agudeza e ingenio sobre el sentido del ser, a partir de escenas o cuestiones que resultan cercanas al público lector. El verso inicial del poema ‘El alba en su regazo’ con el que comienza el poemario nos da ya una idea de la perspicacia y altura poética que contienen estas páginas: «Y sostiene la madre entre sus brazos la esperanza del mundo». La contemplación de un recién nacido alienta versos deliciosos: «En los labios lactantes, la fontana / secreta del amor mana sin miedo. / El alba balbucea en su regazo». En los poemas de ‘Alba’ las vivencias de la autora se trasforman en saber poético. El amor, pero además esas laceraciones que va dejando la proeza de vivir o aquello que quedó cristalizado un día en la memoria, impulsan poemas como ‘Recomenzar’, donde leemos «Las heridas de ayer, tu cárcel muda, / sean humus de vida que renace», o el titulado ‘Hogar’ que atesora la descripción de una estampa afable colmada de emotividad: «Flor de café, tu rostro en el periódico. / Dos perros, uno junto a tu pierna, / el otro en su sueño. /.../ Desprendes tanta paz / que cualquier palabra sería una piedra». Porque las imágenes en Mingot emergen con un señalado vigor expresivo. Un ejercicio literario que se acerca al cubismo, pues las impresiones plasmadas en estos versos toman forma desde una óptica inédita y original, según ve la poeta el mundo que la circunda. Asimismo, en estos poemas descubrimos resonancias pretéritas que guarda, por ejemplo, ‘El trastero de Gaztambide’, rememoran ‘El primer amor’ o traen la nostalgia de la infancia en los poemas ‘Como un paseo en barca’ y ‘Abrigo de la infancia’. Del mismo modo, las diferentes facetas en las que se experimenta el amor —al igual que “Un único latido nos sostiene incluso en la distancia”—, fluyen en poemas tan notables como ‘Un jardín a la sombra’, ‘Luz descalza’ y ‘Canto a la lluvia’. Advertir también la presencia de la naturaleza en los poemas de Mingot. Versos como «Nada me hace ser más que tu calor de otoño, tenue como el aliento de la tierra» o «Porque nunca el amor fue un favor tan desnudo / ni hubo tanta esperanza en un desierto», extraídos de los poemas comentados, son muestra de ello. ‘Vida’, ‘Alma’ o ‘Lo que la noche guarda’ son atinados poemas donde emerge el engranaje que configura «La red secreta donde el amor se teje, / y sombra y luz se besan». Sin olvidar incluir en el discurso poético aciagos episodios que no es posible obviar. Así, recurre la autora al poeta polaco Zbigniew Herbert para anunciar en el poema ‘Herbert en tiempos de pandemia’: «Escucho la voz del poeta. / Las heridas están frescas, / y el amor parece posible». Por otro lado, no debemos perder de vista el simbolismo que reside en estos versos, como observó con acierto Alejandro Sanz en la presentación del poemario que tuvo lugar en Madrid. Los matices son importantes. No estamos ante un jardín en invierno —apuntó Sanz—, sino en un jardín de invierno, donde se nos invita a cavilar sobre el contenido y trasfondo de los poemas que nos ofrece su autora, y a considerar las oportunas respuestas que propone. De esta forma, la voz poética de Mingot se revela aquí, como en todo el poemario, con esa solidez y plenitud intelectual en la que germinan los poemas de este libro. En el segundo apartado del libro, “Desvelo”, la poeta construye una escenografía conceptual, filosófica y alegórica que recuerda a la técnica del auto sacramental de nuestra literatura del Siglo de Oro, aunque con rasgos contemporáneos y exento de las intenciones moralizantes del pasado. ‘Amor’, ‘Deseo’, ‘Perdón’, ‘Culpa’, ‘Remordimiento’... Los títulos de los poemas no dejan lugar a la especulación sobre los temas que plantea la autora en esta parte del libro. ‘Soberbia’, ‘Pereza’, ‘Gula’, ‘Avaricia’, ‘Lujuria’, ‘Ira’, ‘Envidia’... Siguen a los anteriores. Poemas donde abstracción y concreción se entreveran para conjugar versos como «Ser tu aliento en mi boca», cuando se habla de deseo; «Ser huésped de la luz y ser simiente que redime la tierra y, al sereno, duerme sin poner nombre al don que entraña», cuando alude al perdón; o «El ojo sepultado por las olas / de una venganza ciega / contra todos y todo», cuando se refiere a la ira. Acciones o estados que arraigan en el ‘Cuerpo’, ese «pobre cuerpo mortal, / fiel compañero, retador del silencio, / puro fuego en la estepa de los días». Sin embargo, la autora da un giro argumental al tono de esta sección y nos sorprende con otros poemas inesperados, donde «Hay un eczema que te ha acompañado sesenta años», «Se vende la libertad en cómodos plazos, / de púrpura vestida la oferta del día», donde «Amar la larga noche de la rosa», o «Germinan las palabras en tu cuerpo / en el vasto silencio de la noche». Porque a tenor del último y destacable poema de este apartado, ‘No hay escape para los misterios elementales’ que caracterizan la enigmática y paradójica condición humana.
En la tercera sección, “Herida”, la poeta nos introduce de lleno en el ámbito social y la crónica del presente. No falta tampoco una mirada crítica al relato de la historia. Cimentados con ese simbolismo ya mencionado que dota de elocuencia a los versos de Mingot, leemos poemas muy intensos sobre el desastre de la guerra, el desamparo del «hombre que habla solo» en medio de la barahúnda urbana, sobre la pobreza, el olvido, la ausencia, la ‘Infancia robada’ (título de un poema admirable), la muerte —provocada por la droga— que viaja en tren («Entre dos estaciones el sueño de la muerte, / ojos huecos de yonqui flotando en su nirvana») o la tragedia del suicidio. Poemas sapienciales como ‘La historia oficial’, donde la poeta parece conectar con esa idea que expresara el escritor galo Bernard Noël sobre cómo la verdad oficial sirve para blanquear la historia o cuando en el poema ‘También cuando te niegan’ anota: «Quién sabe lo que pasa por el alma de un hombre». “Silencio”, último apartado del libro, nos reserva poemas que ahondan en ámbitos abiertos a la espiritualidad, con referencias a la naturaleza, al misterio de la vida, al silencio como espacio de introspección y al ímpetu del amor. Así, en el poema ‘Cegados por la belleza del amor’ la poeta escribe: «Palpamos la tierra mojada, pero no vemos el esplendor de la tormenta. / Palpamos el latido de la gota, pero el mar permanece oscuro e impenetrable». Podrían citarse otros, pero tres poemas que van poniendo fin al poemario son, a mi juicio, particularmente luminosos: ‘La última oración’, ‘Lirios blancos en la noche’ y el que da título al poemario, ‘Jardín de invierno’, que para Teodosio Fernández es «el mejor resumen» de un libro «que conjuga, con extraña intensidad y belleza, la luz y la sombra, el albor y la despedida, ese vaivén de la vida...». Un libro cuyos poemas confortan, conmueven y agitan nuestro intelecto.
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DAVID MONTEIRA. PANORAMA (Adarve, Madrid, 2023) por MARIBEL SOLÍS Encontrar un reducto de poesía pura en estos tiempos en que lo cotidiano se apodera inevitablemente de toda clase de manifestación artística resulta un hallazgo con tintes de milagro. Afortunadamente, aún quedan islas de inspiración y esencia lírica y Panorama es un hermoso ejemplo de ello.
El título del poemario nos acerca a un contenido temático amplio en el que conviven el mundo clásico, Asia, Castilla, el paisaje, homenajes evidentes o velados a grandes figuras poéticas... Todo es motivo de celebración lírica. Y este marco heterogéneo funciona casi como un pretexto para mostrar las galas de un ejercicio literario lúcido y personal, cimentado en un sustrato de perfección formal y técnica depurada. A lo largo de este cántico se escuchan ecos juanramonianos y es fácil que el lector pueda disfrutar del silencio que perdura tras la lectura gozosa de toda gran obra. En muchas de las composiciones los símbolos no se limitan a su fulgurante preciosismo (la sombra, la luz, la vereda...) sino que demandan un trabajo intelectual por parte de autor y lector respectivamente. (‘Simetría en el estanque’). La cuidada presencia del ritmo y la musicalidad no constituye un adorno vacuo y recoge el espíritu modernista más virtuoso y elocuente (véase ‘Barcarola veneciana’). David Monteira exhibe un dominio de los recursos estilísticos más elaborados, entre los que sobresalen imágenes y sinestesias, dotadas de un poder evocador inusual («La soledad es un cirio / de luminosas esporas, / la torre blanca en que lloras / y asciendes en tu delirio»). La maestría técnica también se evidencia con una métrica impecable en el empleo del soneto de arte menor. Trenzado con un tono de melancolía, el amor es concebido como motivo cósmico y humano, así que sus posibilidades se manifiestan infinitas y únicas dentro de esta obra. El sentimiento, empleado en su acepción más amplia, no se deja acechar aquí por el sentimentalismo sino que siempre sale airoso, envuelto en el tul colorido y grácil de las palabras que lo elevan y conectan a una existencia más duradera y hermosa. Los versos destilan una total complicidad del escritor con el paisaje, de manera que en muchos momentos es la propia Naturaleza quien parece haberle otorgado al poeta el privilegio exclusivo de cantarla como merece. El resultado es una taza de porcelana fina donde se bebe el elixir intelectual y sensible, donde la expresión brillante no eclipsa el concepto sino que lo refrena, lo pule y lo amplifica hacia la eternidad de la palabra certera. LINDA MORALES CABALLERO. EL RUMOR DE LAS COSAS (Nueva York Poetry Press, Colección Museo Salvaje, 2019) por EDUARDO ROJAS LAS PROFUNDIDADES DE LA EXPERIENCIA HUMANA En el vasto universo de la poesía hay ocasiones en las que una voz singular se alza para explorar los misterios más profundos de la existencia humana. Tal es el caso de Linda Morales Caballero y su poemario El rumor de las cosas. En esta obra la autora nos invita a emprender una travesía poética que se entrelaza con la filosofía, revelando las sutilezas y los enigmas que se ocultan detrás de la realidad cotidiana.
El rumor de las cosas es una obra que nos sumerge en un mundo donde las palabras se vuelven puentes entre el ser y su esencia y en el que la escritora teje cuidadosamente un tapiz de imágenes y metáforas que nos llevan más allá de las apariencias, conduciéndonos hacia las profundidades de la experiencia humana. En El origen de la obra de arte, Heidegger escribió: «Lo que admitimos como natural es, presuntamente, lo consuetudinario de un largo hábito, que ha olvidado lo insólito de donde se originó. Sin embargo, lo insólito asaltó una vez al hombre como algo extraño, asombrando su pensamiento». Desde un enfoque filosófico, este libro nos invita a reflexionar sobre la naturaleza de la existencia y la forma en que nos relacionamos con el mundo que nos rodea. Morales Caballero, al igual que los grandes filósofos, nos insta a cuestionar nuestras percepciones, nuestros pensamientos arraigados y nuestras certezas preestablecidas. A través de sus versos, la autora despliega una sensibilidad que nos permite vislumbrar la esencia misma del ser. Sus palabras invitan a adentrarnos en los misterios del tiempo, del amor, del dolor y de la búsqueda de sentido. Cada poema nos sumerge en la belleza de lo trascendental explorando la conexión profunda que existe entre nuestra existencia individual y el cosmos. El poemario es un canto a la contemplación, la búsqueda de la verdad. A medida que avanzamos por sus páginas, nos encontramos con un diálogo silencioso entre la poesía y la filosofía, en el cual se entrelazan los hilos del pensamiento y la emoción. Es a través de ese diálogo que podemos ampliar nuestra percepción y descubrir nuevos horizontes de significado en nuestra propia experiencia de vida. En cada poema hallamos una ventana hacia la comprensión de la condición humana. A veces melancólica, otras veces, esperanzadora. Sus poemas nos llevan de la mano por los laberintos de la vida, guiándonos hacia una mayor conciencia y sabiduría. En sus versos escuchamos el rumor de las cosas, captamos su esencia y descubrimos la belleza oculta de cada momento. El rumor de las cosas es una obra que trasciende los límites de la poesía convencional, sumergiéndonos en una exploración filosófica del ser. Es un testimonio de la capacidad del lenguaje poético para descubrir verdades profundas y para abrir nuevos caminos hacia el conocimiento y la comprensión. De esta manera, Morales Caballero nos brinda un regalo invaluable con su poesía, invitándonos a reflexionar sobre nuestra existencia. MARIO PÉREZ ANTOLÍN. LA SERENIDAD POR FIN (La Isla de Siltolá, Sevilla, 2023) por JORGELINA BASSIL CORDERO POR LOS SENDEROS DEL ESCEPTICISMO Y DE LA ATARAXIA «Me costó llegar a ella. Se resistió durante años. Tuve antes que reprimir mi furia y contener mi ardor. Tuve también que aprender templanza y parsimonia. Ahora la encuentro: la serenidad por fin». Con esta definición, Mario Pérez Antolín nos introduce en su sexto libro de aforismos. Se inspiró en el Tiétar, su lugar en el mundo, en el extremo oriental de la sierra de Gredos. La portada del texto nos muestra un diseño más que original: un clarinete insertado en una maceta donde brotan diferentes flores. La yuxtaposición de los dos elementos muestra aquello que más ilusiona al escritor: la música y la naturaleza. A través de su obra, nos exhorta a considerar la “ataraxia”, tan anhelada por los griegos: un estado de imperturbabilidad que permite la calma y la búsqueda del equilibrio. Después de realizar un largo recorrido en un género que lo representa fielmente, nos vuelca su experiencia de vida con reflexiones más reposadas desde un realismo innovador y una cosmovisión racionalista. Probablemente descubramos un estilo más depurado y críptico que en sus obras anteriores, si bien conserva, sin duda, la transversalidad que lo caracteriza: sus pinceladas poéticas, filosóficas y ensayísticas están siempre presentes. Lucidez y aceptación pragmática son sus premisas válidas, derribando muros en apariencia inquebrantables sobre diversos temas universales. Pérez Antolín escribe: «Lo tiene todo: salud, riqueza, sabiduría... Y además el muy ansioso aspira a la felicidad». En esta reflexión encontramos un escepticismo comparable al del escritor Emile Cioran, filósofo rumano-francés que consideraba que la vida se nos escapa porque es una herida descarnada y una ilusión. Como el autor de Silogismos de la amargura, Pérez Antolín rescata la idea de la soberanía musical impregnada de espiritualidad y afirma: «Para animarme, Rossini; para ensombrecerme, Mahler, y para comunicarme con Dios, Bach». La naturaleza, como la música, forma parte de los ejes fundamentales del libro. El contraste de lo supremo y majestuoso ante la nimiedad del ego, que desaparece frente a la inmensidad. Según su visión panteísta, la naturaleza no es vengativa, no tiene intencionalidad, pero sí, alma: «En la naturaleza nada desentona, ni siquiera la catástrofe natural». El olvido es otro de los temas presentes, y nos remonta a Borges y Nietzsche. La vida solo es posible si hay olvido. Este último no miente, es una especie de propia muerte. En cambio, el recuerdo puede ser una mentira. La condición de la memoria es el olvido. Si nos detenemos en la felicidad, podemos resaltar que Pérez Antolín, en La serenidad por fin, nos anima a creer, a pesar de su escepticismo, en la felicidad, pero solo desde la razón. Es afín al pensamiento de Spinoza, el cual consideraba que la felicidad no proviene del deseo y del placer. La persona sabia va más allá de las pasiones, aunque aconseja evitar las pasiones tristes. La lucidez puede llegar a ser la corrección de la desesperanza ante las contingencias difíciles de la vida. En cuanto a la poesía y los poetas, descubrimos que Pérez Antolín prefiere la poesía como herramienta del conocimiento y no de la simple anécdota. Su lírica es sutil y sugiere. Hay poetas menores que son mucho más relevantes que algunos más conocidos. El éxito editorial no refleja la verdadera escritura. Y ante la idea convencional del amor y la amada, nos comparte su usual ironía, a la que nos tiene acostumbrados, cuando expresa: «Muchas mujeres solo comprenden a sus maridos cuando están en brazos de sus amantes». Por otra parte, enaltece el amor filial: «¿De qué vale que te admire la gente si te desprecia tu hijo? Lo filial se antepone siempre a lo mundanal». Nos puntualiza que se ama aquello de lo cual se carece, aunque afirma que la fuerza más poderosa está en el amor: «Esa debilidad que nos engrandece, esa flaqueza que nos redime». Y asevera con convicción que «Cuando te esfuerzas por mantenerlo, el amor se acaba inevitablemente».
En este sugerente libro, Pérez Antolín destaca la relevancia del amor fati (amor al destino), concepto utilizado por Nietzsche y basado en el estoicismo, que se caracteriza por creer que no podemos cambiar nuestro destino en el proceso que va desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, pero sí podemos aceptarlo con humildad y amarlo. En cuanto a la religión y a la política, en La serenidad por fin recoge la idea de que son herramientas de manipulación y de que el poder es completamente contingente, pues está impregnado de ambición desmedida y arrogancia: «Hemos convertido la política en una red de falsedades que los votantes creen, que los militantes justifican, que los dirigentes fabrican y que el líder utiliza». Según sus propias palabras, todos deseamos alterar el orden, y expresa en uno de sus aforismos la nostalgia por el marxismo: «Ahora que los marxistas dejaron de ser marxistas, vuelvo a disfrutar con Marx». Y la muerte no podía estar ausente en sus extensas reflexiones. No es la primera vez que Pérez Antolín aborda esta temática de modo profundo. De hecho, es un tema omnipresente en sus libros. Nos anima a “mantenla a raya”. La muerte es cruel, arbitraria y nos iguala a todos. El ego se disgrega en la naturaleza después del deceso. Expresa su visión de este modo: «Se muere tres veces: cuando nadie te hace caso, cuando te entierran y cuando nadie te recuerda». También está persuadido de que «Pasada cierta edad, no hay que preocuparse de cuándo morir, sino de cómo morir». Compara la muerte, en parte, con una bella frase que remite al sol, el cual, como la parca, nos acaricia a todos sin distinciones. No obstante, Pérez Antolín se ríe irónicamente de su propio obituario: «Mi muerte no será terrible. Lo terrible será cuando yo, durante mi declive, dé lástima a mis amigos». Por último, recomiendo La serenidad por fin porque Mario Pérez Antolín nos permite el reposo y la emancipación, el refugio y la liberación. Nos abre el pathos del pensamiento con valentía y destreza a fin de que podamos encontrar lucidez y recuperar la fe en los controvertidos y caóticos tiempos que corren. Todo ello, además, lo hace con un estilo de escritura muy difícil de encontrar en la actualidad: bello, depurado y complejo. RAMÓN MUR. EL SUEÑO DE KIL. ALS 30 ANYS DE LA LLIBRERIA SERRET (Onix, Barcelona, 2015) por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ & JORGE CERVERA REBULLIDA Ramón Mur Gimeno (Pamplona, 1944), autor, entre otras obras, de las novelas Huellas de herradura (2009) y Sadurija (1990), es un periodista que escribió para Deia o El correo de Bilbao, y también trabajó en otros medios audiovisuales. Forma parte de diversas entidades culturales del Bajo Aragón (desde el año 2002, comarca aragonesa en la provincia de Teruel. Su capital es Alcañiz) y es conocido por dedicar su tiempo y esfuerzo a dar a conocer todo lo que de bueno ofrece esa tierra. Estas páginas son, tal y como relató Mur, «un conjunto de crónicas inventadas sobre el Bajo Aragón, ambientadas en 1913 y en la época actual». Él mismo nos dejó una metáfora que ilustra bien su formato: «Si fuera un cuadro, sería un collage de novela, ensayo y crónica». Este libro nació cuando Octavi Serret, dueño de la librería Serret en Valderrobres (Teruel, España), en el enclave del Matarranya (comarca aragonesa de la provincia de Teruel. Su capital administrativa es Valderrobres), anunció su propósito de convocar un concurso sobre literatura rural. Tristemente, esta andadura comercial llegó a su punto final en 2020 debido a la caída de las ventas, lo que coincidió con sus cuarenta años de vida. Entre sus paredes tuvo lugar una intensa labor de activismo cultural, con presentaciones de libros, coediciones, jornadas, clubes de lectura y premios literarios en los que se empleaban las tres lenguas de Aragón: castellano, catalán y aragonés. Serret, que fue merecedor del Premi Nacional de Cultura de la Generalitat en 2009, el Búho en 2014, la Cruz de San Jorge en 2017 y el Cepyme Teruel en 2018, ocupa hoy sus días en el local de su antigua librería, reconvertido en tienda de delicatessen, ofreciendo productos locales. No olvidó su amor por los libros, y tiene una marca propia, Camins Serret, para continuar organizando actividades literarias con escritores. Al mismo tiempo, dedica tiempo a la gestión cultural mediante la asociación Ilercavonia Terra Nostra (entidad que se inició en 2015 en Tortosa, municipio de la provincia de Tarragona, en la comunidad autónoma de Cataluña en España). Puede que lo más indicado sea presentar a los tres personajes que vertebran la novela que no es novela, por su carácter collagiano, y que son, en cierto modo, quienes sostienen el edificio. Así pues, comenzaremos por Marcel Llompart, que es un homenaje al citado Serret. Llompart tuvo una cadena de zapaterías en Barcelona y otras ciudades. Va al único bar del pueblo dos veces al día, a la hora del vermut, que ya ha llegado la prensa, y después de comer para tomar un café y volver a leer los periódicos, en un entorno donde «la taberna es más importante que la escuela, el consultorio médico, la tienda o la iglesia». En lugar de acudir al que es el pueblo de su mujer a enclaustrarse y vivir una jubilación plácida, sí, pero anestesiada, Llompart sigue lleno de vitalidad y proyectos. Para ello, se fija en qué puede dar la tierra que lo rodea que sea susceptible de forjar un negocio, y llega a la conclusión de que quizá el mimbre y la cestería fueran los emprendimientos idóneos. Todos lo vieron una idea disparatada, pero él, lejos de desanimarse, compró bancales a bajo precio y puso los mimbrerales, los abasteció de agua apropiadamente, instaló la factoría en unos viejos pajares y utilizó los viejos lavaderos para su tratamiento. A los dos años pudo recoger su primera cosecha. El negocio funcionó muy bien y fue creciendo y dando empleo a una zona que lo necesitaba. Se percibe que Mur siente franca admiración por quienes inician un negocio en lugares apartados y luchan por él. Llompart comparte conversaciones, impresiones y proyectos con Pere Rebled, trasunto del propio autor y personaje completamente ficticio, un recurso que se permite el escritor para apuntalar en el libro una amistad que se basa en remar a contracorriente, ya que ambos personajes comparten una visión nada convencional de la vida y detestan los comportamientos acomodaticios. Finalmente, a la pareja se une Kil Bayod, un joven licenciado en Metafísica (rama de la filosofía, filosofía primera, ciencia primera...) que participará también en las conversaciones y en el día a día, dejando en la historia una visión más joven. El libro se estructura en un preámbulo y seis capítulos, estos últimos, de desigual extensión. Su estructura es circular, puesto que comienza y termina con una carta a Serret. El capítulo 1, «De ayer a hoy», da inicio con una rendida admiración al negocio del librero, en el que se entrevé el respeto que infunde su tesón por mantenerlo en pie. Lo compara con los regeneracionistas, movimiento que gozó de bastante predicamento cien años atrás, y como muestra pone la sociedad Fomento del Bajo Aragón (14 de noviembre de 1912, fecha de creación), «una de las más sobresalientes iniciativas de los regeneracionistas bajoaragoneses de finales del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX», según Mur (Entre pàginas, WordPress). Se trata en particular de la tala de árboles para llevar postes a fin que llegara la luz eléctrica en aquel momento, en el que ya había señales de preocupación por la naturaleza y unas consideraciones que podemos tomar como protoecologistas. Se recoge también que Fomento pagó el acarreo femenino, aunque las mujeres fueron peor remuneradas que los hombres, lo que deja también a la vista un feminismo en ciernes. En aquellos tiempos, cada tormenta dejaba sin corriente a los pueblos y la luz era un lujo que solo se instalaba en las habitaciones principales o de mayor utilidad. Resulta interesante la reflexión del autor de que llevó tantos avances que solo se pudieron digerir con el paso del tiempo. También recoge el hecho incontrovertible de que permitió trabajar en las horas nocturnas y, como contrapartida, impidió descansar como se debe, en la noche. Los personajes que intercala Mur a lo largo de la obra son ejemplificaciones muy atinadas del paisanaje que se puede encontrar en cualquier parte, no ya de España, sino del mundo. Es el caso de Lo tio Rafel, un indiano que regresó a su pueblo y puso una fonda. Al llegar desde el extranjero, sabía mejor que nadie que el mundo estaba cambiando, y dejaba patente que el malestar de los trabajadores por las condiciones de pobreza en las que llevaban viviendo años en la zona era más que justificado. La crónica del día del árbol, aparecida en Heraldo de Aragón (periódico fundado en Zaragoza, España, en 1895 por Luis Montestruc Rubio, 1868-1897, creador o instaurador del Partido Republicano Centrista), se transcribe entera. Hace referencia a esos primeros troncos que se colocaron para que llegara la luz eléctrica. Lejos de estorbar, se lee con deleite, igual que con deleite se bebe un vino añejo. Aparece también la consideración de que, en tiempos, la mejor literatura se podía encontrar en las páginas de los periódicos. Mur se explaya aquí en una explicación del periodismo actual, cuyo objetivo es «antes influir que informar». Relata, probablemente con conocimiento de causa, cómo muchos periodistas se convirtieron en empresarios de la comunicación, con lo cual pasaron a ser vehículos de opinión, y no transmisores de información. Piensan que deben «influir en la sociedad, sobre todo mediante la información sesgada, orientada, y mediante la desinformación». Memorable y para tener siempre presente cuando queremos informarnos es esta aseveración: «Sobran cientos de noticias, pero siempre falta una, y no por casualidad». No podía faltar la referencia a Motorland (circuito de velocidad, Alcañiz, Teruel, España) en este viaje por la historia, ya que el motor está en todas partes. Se incluye una nostálgica semblanza de las motos de los mineros, curas, médicos, boticarios y maestros de los años cincuenta del siglo pasado, que lograron cambiar el paisaje y las formas de vida, antes de que el desarrollismo español favoreciera el uso regular del automóvil privado. La mecanización del campo ya había dado muestras de que un gran cambio estaba por llegar con la desaparición de las caballerías para el cultivo de la tierra. En aquel momento, muchas personas tuvieron que escoger entre seguir en el pueblo, aprendiendo cómo funcionaban los tractores, o emigrar a la ciudad. La conclusión muriana es que los vehículos de motor son una necesidad incuestionable para el hombre del presente, pero también lo tienen esclavizado. Situado en Alcañiz, Mimbreral Llompart participaba como patrocinador. Prepararon dos réplicas a tamaño real en mimbre de las motos Honda y un baúl de mimbre en forma de moto para Yamaha. La operación de marketing fue un éxito, y derivó en viajes a Japón que ilustraron aún mejor el hecho de que los negocios tienen que moverse y publicitarse para prosperar. El capítulo 2, de título «Borrifalda», relata cómo era la vida en las masías en el siglo XIX, y que podríamos definir como muy miserable. Las meditaciones sobre la agricultura en España, «un sector del que hoy carecemos por desidia e incompetencia», son dignas de ser llevadas al ministerio del ramo o a la división europea que sea menester. Se habla de la corrupción, en la figura de lo tio Borrifalda, siempre arrimado a los poderosos. Es este un personaje que es otro hallazgo del escritor para funcionar como reflejo de tantos otros que podrían ser él. Es el que existe en cada comarca, en cada barrio. Baste decir que «se entendió con la CNT, pero siempre hizo buenas migas con la Guardia Civil». Sin dejar de lado cuestiones que consideramos, lamentablemente, «tan nuestras», se detiene Mur en lanzar dardos contra la burocracia, que se hace odiosa porque «es el freno de mano constante a la iniciativa». Un poco amarga es la risa que le surge al lector cuando aprecia lo acertado de la frase siguiente: «Sus sagradas escrituras son los boletines oficiales». También, en el recorrido por el territorio que nos ocupa, se hace una excelente presentación del Instituto de Estudios Humanísticos, una entidad cultural promovida por el Ayuntamiento de Alcañiz y la Diputación Provincial de Teruel. Allí acuden nuestros protagonistas a unas jornadas y toman contacto con los sabios que están invitados a dictar las conferencias sobre el mundo clásico grecorromano y la cultura humanística. El capítulo 3, «Más tierra da menos», sirve para presentar formalmente a Kil Bayod. Magníficas palabras surgen aquí sobre los profesores, cuya lista rememora Bayod llena de «simples lectores de libros de texto, recitadores de discursos ajenos memorizados, esclavos de la pizarra, paseantes por el aula...». Se pregunta cómo es posible que personas que no reúnen unos mínimos requisitos puedan estar impartiendo clase en las aulas. También realiza un alegato que concluye con que, para escribir bien, hace falta haber leído antes mucho. El capítulo 4, «A ti te conozco», se dedica a Desideri Lombarte, el escritor, que narra cómo entró, con esfuerzo de su familia, a estudiar en un internado. Se relata la vida allí, el régimen impuesto, los horarios, el sacrificio de la familia para que un hijo de padres humildes pueda progresar, vidas, en fin, en las cuales la abnegación y las penurias estaban presentes cada día. En el capítulo 5, «De los toros a la cofradía», conocemos a Elpidio, de Sanz Pinturas, S. L. A través de este personaje de la zona, otro acierto del autor, se tratará el hundimiento del sector de la construcción. Se ve cómo va sobreviviendo con pequeñas obras, con «chapuzas», de manera intermitente. La conclusión de Elpidio es demoledora: «Hay que trabajar para el Ayuntamiento porque allí pagan siempre, también tardan, pero, al final, cobras». Continuando con el mundo del motor, y en relación con la empresa de Elpidio, se nos pone por ejemplo la terminal de autobuses de Barajas, que estuvo alquilada a una empresa particular durante cincuenta años. El uso normalizado del vehículo particular hizo que no fueran tan necesarias las rutas de autobuses, por lo que se terminó dando un abandono de la estación. «Muchos pueblos, igual que se quedaron sin tienda, sin escuela o consultorio, han perdido el servicio de autobuses. A la sociedad de hoy se le quita, sin el menor miramiento, cualquier prestación social que no proporcione suculentos beneficios a quien la presta». La terminal era una auténtica ruina, llena de suciedad a causa del abandono de la empresa, a la que ya no daba rendimientos económicos. Tras mucho tiempo, se rescindió el contrato y se comenzaron unas labores de saneamiento que no se habían dado en sesenta años. Ciertamente, Mur también señala la inacción de la sociedad civil ante aquella desatención. Se relata también una corrida de toros en la plaza de Alcañiz a la que acuden los protagonistas, más como parte de la vida social y para conocer el ambiente que por verdadero interés en la tauromaquia, a la que el autor le ve un sentido en el pasado, cuando cumplía «el doble objetivo de dar divertimento a la población y de abastecerla de carne de vacuno en las fiestas». El autor presenta una divertida cofradía que no es una al uso. La Cofradía del Pradillo de Alcañiz, cuyo prior laico es Elpidio, el pintor, es una reunión de hombres de la zona que se juntan a menudo para almorzar y charlar de asuntos del interés de todos, y más concretamente, de la zona. De vez en cuando, invitan a alguien especial para que exponga proyectos innovadores para el progreso local. En determinado momento, convidan a Llompart para conocer su pensamiento y cómo ha podido llevar adelante su negocio de cestería. Llompart habla de saber dónde hay demanda y de exigir que haya buenas infraestructuras. La riqueza que se cree debe ser social, y hay que reinvertir lo ganado para crecer más. No deja sin tratar la desconfianza que encuentra el emprendedor en las ventanillas de Administración, que es terrible. «Para empezar a trabajar, yo no pido ayudas, sino facilidades». Él, por defecto, desconfía de las subvenciones y solo pide que no lo controlen. En el capítulo 6, «Agua amarga», visitaremos con Kil Bayod y una amiga las pinturas de la Val del Charco del Agua Amarga, un yacimiento rupestre que cuenta con unas pinturas prehistóricas de suma importancia. Posteriormente, soñará, y de ahí el título del libro, con que la gruta recibe muchos peregrinos, más que Dinópolis (parque cultural, científico y de ocio, Teruel) y Motorland, que en la zona se construyen nuevas urbanizaciones y carreteras, además de haber dos emisoras de radio y televisión y dos periódicos. Se pone en marcha un parador y llega un tren turístico. Igualmente, se establece allí una factoría automovilística, y son legión las empresas del sector agroalimentario. Como soñar es gratis, sueña hasta con el fin de la corrupción sistémica. Para terminar este capítulo y el libro, Rebled se dirige a Serret igual que al principio, y le hace partícipe de esas crónicas con narraciones y vivencias sobre el Matarranya. Confiesa que el relato es pura invención, pero que está cimentado sobre hechos reales. Los principales temas que aborda ya han sido expuestos. Entre ellos, destaca la despoblación del mundo rural, esta España vaciada, que se contempla como un desastre. Se puede ver en una cita del libro: «El abandono continuado en el tiempo es el peor bombardeo que puede sufrir cualquier núcleo de población».
Otro asunto muy presente son los avances, el progreso, que arrumba las costumbres y los modos de vida tradicionales y unidos a la naturaleza, ya que «el contacto diario con la naturaleza concede un plus de capacidad para reflexionar». Se pregunta y cuestiona el autor en varios momentos si la vida acelerada y tecnologizada no deviene en una pérdida de humanidad, y lo refleja en una cita de María Zambrano (intelectual, filósofa y ensayista española, 1904-1991): «Mientras la vida se llena de instrumentos técnicos, de maravillas mecánicas, de cachivaches de todas clases, el alma y el corazón se quedan vacíos...». Manifiesta también a menudo su rechazo a las ataduras de la burocracia, que impiden la creación sencilla y eficiente de negocios que puedan llenar de vida la zona. Estas tienen que convivir con gentes especiales con ganas de acometer nuevas aventuras empresariales, gentes con criterio propio, que no son convencionales, y que finalmente se ven muy solas, en ocasiones, víctimas de la falta de comprensión del entorno, del cainismo y de la envidia de sus propios convecinos. La cuestión lingüística siempre está presente en Mur. Su uso de las expresiones propias del terruño y su reivindicación de los tres idiomas que le son propios (aragonés, catalán y español) son una constante en el libro, ítem más, Llompart apuesta por la formación de sus empleados en catalán escrito para quienes solo lo hablan, inglés e incluso informática o música. El estilo del libro es singular, ya que determinados capítulos son un patchwork de textos propios y ajenos, aunque ello no es impedimento para que la lectura discurra agradablemente. Resulta, eso sí, un tanto desconcertante, hasta que se toma el hilo y se comprende el juego de espejos, la aparición de personas reales y de personajes basados en ellos. El lenguaje está cuidado y las conversaciones son de enjundia (de las que piden un lapicero para subrayar las grandes frases), así como las descripciones de los paisajes y del ambiente. Para concluir, resulta un libro recomendable para aquellas personas que deseen leer un texto ficticio, sí, pero bien sustentado y documentado, y a las que no les cueste sobreponerse a la desazón que producen tantas verdades dichas sobre nosotros mismos, sino que, más bien, tras meditar sobre esas realidades, sean capaces de echarse a la espalda las ganas de ser mejores y cambiar las cosas, de arriesgarse, como Llompart y Serret. EMILIANO SCARICACIOTTOLI. GUSANOS (Barnacle, Buenos Aires, 2023) por MARCOS HERRERA EL ALEPH RABIOSO Los clásicos de la literatura argentina del siglo XIX fundaron una gran línea temática que atraviesa, en mayor o menor medida, hasta hoy, todas las obras que se producen: civilización y barbarie. Sarmiento, Echeverría y, con su estilo elegante, Mansilla instalan esto como motor narrativo inagotable.
Hay que decir que la barbarie fascina con la potencia de “lo otro”, lo extraño que siempre es una amenaza. Yendo a Freud: lo siniestro: lo familiar que se vuelve extraño y peligroso. De entrada, en Gusanos, Emiliano Scaricaciottoli presenta tópicos aberrantes, fascinantes y muy conocidos: fascismo (antisemitismo), prostitución, contrabando, droga, pedofilia, barras bravas («La negra aprovechó, como todas estas inmigrantes inmorales y traicioneras, para escaparse con barra brava de All Boys que ya le había prometido asilo, una comida al día y dos o tres clientes de Floresta»). El mal. Sus brillos y su negrura. (Se podría decir que sin oscuridad no existen los brillos). Ahora, quisiera destacar el estilo. Es fluido, muy plástico. Con imágenes que desfilan como lo hacían por las pupilas del jefe drogo de La naranja mecánica cuando lo reeducaban obligándolo a ver. Esto en consonancia con una combinación rítmica que combina oraciones cortas o más largas. Siempre precisas. Controladas como con un estetoscopio y cortadas con un bisturí. Por último, la estructura. Siete capítulos (¿las siete plagas?) de cuatro hojas cada uno, salvo el sétimo, de cinco. Cada uno titulado con el nombre propio de los personajes protagonistas: 1) Juan José Wolff, 2) Quimey “Rully” André, 3) Vicente Viloni, 4) Maite Becker, 5) Juan de Dios Inmaculado, 6) Jefferson “Granizo” Molinas, 7) Sheyla Ly Arana. Como Vemos Dios está en el 5 y no en el séptimo descansando. Ah, y los nombres propios: Guillermo Moreno, Seineldín, Gómez Centurión, Sarlo (o sea Walter Benjamin explicado por Sarlo), Santiago Maldonado. Y, encima, la palabra “todes”. Y la ministra Eloísa Basualdo, a cargo del Instituto contra la Transfobia y la Violencia de Género de la provincia de San Juan, la primera burócrata trans de nuestro país. Gusanos es un Aleph y también un crisol. En el sentido en el que se usa este término en filosofía: el lugar donde interactúan y se unen diferentes ideas, personas, nacionalidades y culturas dando lugar a una síntesis de todas ellas. ¡Y qué síntesis! RUBÉN ORTEGA. HUELLAS EN LA NIEVE (Nazarí, Colección Mexuar, Granada, 2021) por DAVID FERREZ GUTIÉRREZ (Universidad de Granada) Que el capitalismo es incompatible con una vida fácil o un fácil amor —una muerte fácil, incluso— es algo que Rubén Ortega ha aprendido gracias a Herman Hesse. Como también ha aprendido de Lorca que errar el camino es llegar a la nieve. El lugar que nos rebela una ausencia en forma de invierno, en palabras de García Montero. Sobra decir que, en esta ocasión, errar engloba sus acepciones más comunes: vagar de un lugar a otro, y los errores que cometemos en el trayecto. Las huellas, pues, que dejamos durante ese camino que se construye —en un sentido machadiano— son las pruebas irrefutables de un crimen. Marcas que materializan pérdidas y ausencias sobre el blanco desierto de la página, tal y como sugiere Martín Gijón en sus palabras preliminares. Los motivos, a fin de cuentas, de una escritura nómada que certifica la presencia de una ausencia a la vez que delimita el destino del viajero: el sentido último de su identidad. De este modo, para Ortega, el sentido/destino de la escritura se materializa en el devenir indeterminado de su producción, o sea, en un camino sin límites y sin fronteras: «¿—en qué vagón desea viajar, señor? — en el de los pasajeros sin destino?». El guiño a Lewis Carroll, al margen de la cita que introduce ‘El viajero’, es más que evidente. Por supuesto que las huellas —o los motivos— no pueden interpretarse ingenuamente, como tampoco es conveniente leer los textos línea a línea, si no queremos ser víctimas de ese lobo feroz que nos devora desde dentro. Hablamos, obviamente, de nuestro inconsciente ideológico. No queda más que preguntarse: ¿cuáles son los motivos de Rubén Ortega? El primero bien podría ser la soledad. No nos referimos a la soledad teórica que le otorga Althusser a Maquiavelo. Tampoco a la soledad buscada de Unamuno. Nos referimos, evidentemente, a la soledad estructural de nuestra sociedad capitalista, que nuestro autor ha suplido con la lectura. El intento de Rubén Ortega por aferrarse a una compañía solitaria, compartida con uno mismo, ha hecho que persiga, a través del blanco desierto, las huellas que había leído en otros libros. Huellas en la nieve, en este sentido, es solo el pago de una deuda que nuestro autor contrae con la tradición literaria que lo define. O de incrementarla, según se mire. La otra, probablemente, sea la búsqueda de una identidad. La cual estaría relacionada, por un lado, con la memoria familiar. En su itinerario genealógico cobran sentido relatos como ‘Fotograma de una guerra, 1994’, incluso, ‘Como mira un ojo bizco a un ojo de cristal’: «alguien con rostro antiguo observa el mío cambiado por el tiempo». Más adelante, las deudas se hacen explícitas. Coge prestado el título a Justo Navarro e introduce el relato con unos versos desconcertantes de Pavese: «como ver en el espejo asomar un rostro muerto». Grosso modo, el protagonista vuelve a su antiguo hogar de vacaciones. Tras deshacer el equipaje, y revisar su antigua colección de vinilos, descubre que nada ha cambiado y, sin embargo, todo existe de otra manera: «alguien con rostro antiguo observa el mío cambiado por el tiempo». Evitaremos la alusión a Jean-Paul Sartre para no extendernos demasiado. Junto a la familia, quizá otro de los motivos sea la ceguera. Un peligro que atemoriza a los lectores más inquietos, pese a que Borges la compare con un lento atardecer de verano. Saramago, por su parte, en el ensayo que dedica a esta amenaza ineludible, nos sumerge en las cloacas de nuestra cotidianidad a tientas, en un sentido freudiano. Algo que consigue dejando a un lado la bifurcación de lo personal y lo colectivo a través de la alegoría. La mirada literaria de Saramago no descubre a sus lectores un mundo que se construye frente a ellos, sino el mundo que, desde dentro, construye a sus lectores. Por estas razones, y otras más que evidentes, no es extraño que, ante la clásica pregunta previa que nos lanza un oftalmólogo: «¿gafas de cerca o de lejos?», Rubén Ortega conteste: «para ver hacia dentro». Ahora bien, ¿qué se busca cuando miramos en nosotros mismos? Con esta pregunta, llegamos al punto neurálgico de esta intervención. El lugar donde convergen la soledad compartida y la herencia familiar —y literaria— que Rubén Ortega arrastra en su día a día.
En pleno auge del teatro existencialista, el ya mencionado Jean-Paul Sartre escribe A puerta cerrada en defensa de una subjetividad humanista frente a las miserias que impone la lógica del libre mercado. Ángeles Mora, en su libro Contradicciones, pájaros, pone en tela de juicio la condición sustantiva que el filósofo francés atribuye al sujeto, y le otorga un carácter relacional, construido en conexión con nuestra sociedad: «mi nombre es el desierto donde vivo». Tiempo después, García Montero toma prestado el título de Sartre para uno de sus poemarios. En la línea trazada por Ángeles Mora, el poeta granadino reformula al existencialista parisino y concluye que, probablemente, el infierno seamos nosotros mismos. De ahí que la mirada literaria se parezca a la figura en una finestra que mira el mundo desde una habitación propia. De esta manera, la escritura se produce en tanto que materialización discursiva de nuestra voluntad para definirnos. De ahí que el sujeto narrativo, Rubén Ortega, se escribe —e inscribe— en —y desde— la historia, o sea, siendo consciente de que el yo forma parte de un nosotros amarrado a unas relaciones de producción objetivas y subjetivas que son, en última estancia, relaciones de explotación. Probablemente, esto sea lo que mejor ha aprendido Rubén Ortega de la vida y de sus lecturas, especialmente, del profesor Juan Carlos Rodríguez; junto a una de las máximas que repetía incansablemente en todas sus clases: «solo existe aquello que se dice o se escribe». Mientras no se construya —en un sentido lingüístico— el concepto de explotación, y nadie sospeche de nuestros ojos de lluvia, el sistema continuará narrándonos colectiva e individualmente. Solo desde el anhelo lorquiano por cortarle el cuello al capitalismo, en tanto que horizonte de vida, puede entenderse la narrativa breve de Rubén Ortega. Un intento desesperado por sobrevivir a la explotación cotidiana «con el corazón latiendo entre las páginas del frío». INÉS BELMONTE AMORÓS. MUDANZAS (La cadena trófica, León, 2023) por ANABEL ÚBEDA EL DESARRAIGO: IMPERATIVO DE NUESTROS DÍAS Inés Belmonte Amorós (Murcia, 1993) nos trae Mudanzas, una suerte de diario lírico bajo una premisa inequívoca y propia de nuestra generación: el desarraigo. Este sentimiento se da en dos dimensiones complementarias, el no encontrar un espacio físico seguro y estable, yendo de alquiler en alquiler, que deriva en la imposibilidad de construir un hogar, y, por otro lado, desde la herida interior, la enfermedad que crece y se reproduce de distintas formas. La casa se convierte, entonces, en un espacio volátil donde se diseminan las fronteras entre lo físico y lo emocional, aunque este diario conste de dos partes: “La casa es un vestigio” y “La casa es una llaga”.
Si tuviéramos que tomar una de las definiciones de vestigio, sin duda, tomaríamos la que señala la RAE en tercer lugar: «Ruina, señal o resto que queda de algo material o inmaterial», pues alcanza a nuestros sentidos y, por tanto, a nuestra memoria, creando un camino de sensaciones al que retornar o que nos retorna. En esa necesidad de habitar un espacio, nos sentimos intrusos de las vidas que habitaron antes: «Y serpenteas esas vidas buscando las fisuras, los huecos sin latido, para colocar tímidos fragmentos de la tuya» (II); «Cubrirse el cuerpo con la sábana bordada de una madre que no es la tuya» (III); o el miedo de perderse en uno mismo, ante la precariedad de la soledad, del espacio mínimo: «Multipliques tu propia mirada hacia dentro y construyas paredes dentro / de paredes» (V). Cuando nada te pertenece, todo lo que te rodea es un vestigio que se guarda en las infinitas cajas de cartón, desde la infancia hasta la vida adulta, creando un rastro de humedad, de aceite, una mancha llena de recuerdos que van deformándose y crean mundos oníricos o delirantes que te protegen de la intemperie: «A veces siento que me visto con el reverso de los objetos, los estiro cuando estiro mis articulaciones, robándolos del mundo» (XII). La casa de alquiler es un espacio entre la ficción y la realidad, del mismo modo, que nuestra memoria es un espacio maleable: «¿Es la casa un ejercicio de metaficción, o la expulsión constante del espacio ficcional?» (XVII), por eso, con el tránsito entre un suelo y otro vamos borrando y transformando lo anterior, buscando un nuevo comienzo: «Pero la asfixia, tal como también sucedería después, no era completamente paralizante» (XXI). La llaga es «una ulcera o daño-infortunio que causa pena, dolor y pesadumbre», aquello que se queda grabado en el cuerpo físico, el daño causado por los vestigios que van acumulándose, el cuerpo va transformándose en otro cuerpo que muda dentro de sí, más allá del espacio exterior: «Ahora enfermo con más facilidad, me canso con más facilidad, me cuesta más llegar a un sueño profundo, aunque los sueños se me aparecen ahora más corporales y grotescos». Esa llaga se puede cantar, llorar y seguimos pedaleando: «Fue justo entonces, o quizá en otra época ligeramente distinta, cuando rescaté con terror una evidencia: —Las heridas podían escocer» (I). Se expone la fragilidad femenina hasta el punto de mostrarnos la máxima angustia junto con los otros terrores del siglo XXI, las bestias: la abulia, la ansiedad, la pérdida de otra vida o del apetito y la depresión, que se convierte en peñascos de un lenguaje que nos va enfermando, hasta dejarnos en lo mínimo (XI): Me doy cuenta, progresivamente, de que el lenguaje no solo puede ser un instrumento de sanación (hay quienes así lo consideran), sino también algo capaz de engendrar enfermedades; el propio verbo, de hecho, transita siempre hacia la enfermedad. La casa, a veces, se convierte en hospital o consulta, la casa es también el útero, la vuelta a la infancia, el dolor de no poder protegernos de aquello que nos hace daño desde dentro, la herida que va cociéndonos lentamente, nos convierte en un títere: «En un hospital, si no vas a morir, entonces empiezas a aprender las distintas tonalidades del blanco. Hay al parecer decenas de ellas» (XIV). La llaga es una casa que tampoco escapa de la genealogía, esa que tampoco escapa de la ficción, ni de la ficción de la memoria: En el caso de mi familia, cuando las historias fueron olvidadas o silenciadas; cuando algunas historias inverosímiles comenzaron a parecerse al mundo cotidiano, entonces, nacían las enfermedades (XVII). Toda la vida, todas nuestras vidas, como reza Inés Belmonte Amorós, son una somatización de la herencia, de los traslados, los cambios de los que nacen bestias o que las transforman, sobre la que ella se yergue como el árbol por el que la savia amenaza con dejar de correr ante los duros inviernos que nos acechan. PABLO BALERIOLA. CARNE TRISTE (Cántico, Córdoba, 2023) por ELENA TRINIDAD GÓMEZ Quizá, con un poco más de retraso del que se acostumbran las reseñas de las novedades en la actualidad, y con el nuevo aire que siempre trae septiembre entrando por la ventana, traigo la reseña de este nuevo libro, degustado con calma y con cariño, desde los ecos de la complicidad que ofrece compartir prácticamente generación y lugar de nacimiento. Todos tenemos, en mayor o menor medida, una necesidad de ser nombrados, y más si somos nombrados desde la inocencia, desde el blanco puro de la infancia, donde surge el punto de inflexión en el que tiempo después todo se quiebra.
Pablo Baleriola nos habla en Carne triste desde una voz lenta, como él mismo dice, un narrador agotado ante el ruido de la producción incesante, los antidepresivos y las vacaciones que se vuelven cíclicas a la espera de que un día, como narra en ‘Un muchacho que duerme’, «nadie te habla ni te espera, ni siquiera tú porque te pierdes». Su poética comienza en un habitáculo, un constante intento de hogar cuando el mismo yo se ve agotado ante la gentrificación de las grandes ciudades, las idas y venidas en busca de un espacio donde habitar, donde existir. El autor se encuentra en una huida permanente hacia un no sabe dónde, sin fin. El texto, en un logro literario a modo de simulador Game Boy, nos muestra un cuerpo agotado que vuelve a Pueblo Lavanda en busca de lo reconocible como si de Ash se tratara, de los orígenes y el amor de la familia, sin olvidar el reconocimiento en los otros, en esos amigos que tomamos como parte de nosotros. Carne triste se divide en tres partes que podrían ser perfectamente tres libros distintos que se encuentran en un diálogo constante por la búsqueda de la identidad desde diferentes perspectivas: desde el espacio habitable, la convivencia con los demás hasta la voz más introspectiva. La obra funciona a modo de capas que se van encontrando, levantando, por parte del lector. Las emocionales imágenes no paran de generarse en una lucha persistente entre lo frenético y lo violento de la vida, a la vez que el autor nos muestra un imaginario riquísimo y generacional, pero sin dejar de lado la idea de amplitud, de abrazar lo excepcional sin miedo, sabiendo que todo tiene cabida, diálogo, encuentro. El autor ha logrado reunir la belleza de los instantes ya vividos y se muestra como un poeta de la memoria. Una voz lenta, sí, pero no por ello menos original; al contrario, de esa idea de voz que se desdobla nacen dos fuentes importantes de producción: la vital y la narrativa, que siempre terminan encontrándose. Aquí empieza el diálogo, la escucha del otro, que en este caso es un autor de gran calado y emotividad, presente y futuro. FELIPE SÉRVULO. CÚMULOS DE PLUTONIO (In-VERSO, Barcelona, 2023) por PEDRO ALCARRIA “...que tú no tienes ni cuerpo aunque traes emociones...” Más de una decena de libros ha publicado ya el veterano Felipe Sérvulo, escritor y poeta nacido en Jaén pero residente desde hace décadas en la ciudad de Castelldefels (Barcelona). Una trayectoria con títulos tan importantes como Las noches del sur, Cartografía de la materia, El último vagón, Mil grullas de Origami, o su último trabajo sobre el que me voy a extender en esta pieza, el conmovedor poemario titulado Cúmulos de plutonio. En Cúmulos de plutonio, mediante un breve texto introductorio, Felipe Sérvulo nos sitúa en el aterrador momento histórico acaecido el 6 de agosto de 1945 a las 8:15, cuando la bomba “Little-Boy” estalló a 600 metros sobre la ciudad de Hiroshima (para que el horror no dejara cabos sueltos, la detonación se diseñó a esa altura, de forma que se maximizara el daño y la destrucción de la explosión y la onda expansiva). Lo que hace a continuación Sérvulo es singularizar ese núcleo de dolor en la figura de Sadako Sasaki (Hiroshima 1943-1955), una niña que tenía tan solo dos años cuando la bomba destruyó su infancia y la convirtió en una hibakusha, el nombre con el que se conoce en Japón a los supervivientes de la explosión nuclear. Resistió esa primera embestida la niña Sadako, pero diez años después fue diagnosticada de una leucemia causada por la radiación. Estando en el hospital, conoció la leyenda que asegura que elaborando mil grullas de origami se cumple un deseo. Cuando falleció en 1955, con doce años, había completado 644. Fueron sus seres queridos quienes confeccionaron las restantes y las dispusieron en su tumba. A día de hoy, cerca del epicentro de la explosión, se alza un monumento en su honor, en donde personas venidas de todo el mundo dejan sus grullas. Así lo hizo el propio Felipe Sérvulo en 2019, quien, además de depositar su tributo a Sadako, comenzó a sentir crecer este libro que ahora ve la luz, y con el que parece querer albergar la existencia de Sadako, a modo de amparo o refugio contra el oleaje de la destrucción y el olvido del tiempo. Hablar de Cúmulos de plutonio es referir una dualidad dolorosa. En el centro del poemario está Sadako, y la tierna, fraternal atención con la que Sérvulo reconstruye su memoria. Pero en los márgenes del libro, como en un fuera de plano ominoso está también el monstruo, La Bomba. Todo se desliza inexorablemente hacia ella, todo va hacia ella, habla, canta de ella, de estar al borde de ese segundo, ese momento cero, ese filo de locura sin posibilidad de salvación, esa orilla de lo espantoso. La bomba es quiebre de todo, energía sin forma, caos absurdo, devastación... Y ante todo ello, ¿qué forma podría adoptar la vida, cómo podría encarnarse, renovarse, cómo podría persistirla vida...? La respuesta de Felipe Sérvulo es una sincera invocación a la figura de la niña Sadako, conmovedora por su emotividad simple y directa. Sutileza del verso contra la ruina, vindicación del arte como paliativo contra el daño espiritual que causan los hombres con sus actos. Para acercarse a Sadako, emprende el poeta un viaje que es a la vez interior y físico «sobrevuelo lagunas, arroyos, floresta infinitas, países del norte...». Frente a ese doble tránsito Sadako es lo inmóvil, lo encajado en el recuerdo aunque «Mira cuánto tiempo hace que callaste».
En esa continua voluntad de querer salvar distancias con el otro, hallamos uno de los elementos claves del poemario. Es por ello que el poeta se identifica y encuentra paralelismos en las costumbres y los usos del Japón, en los rezos, en las hileras de cedros que escoltan a los difuntos y que lo devuelven a su infancia jienense. «Mi madre también unía las manos y rezaba al Cristo de la Buena Muerte...». Grullas hechas con palabras son los poemas de Cúmulos de plutonio, en los que Sérvulo conjuga las formas que adopta la pérdida e interpreta los signos oscuros del pasado. Un pasado que le asalta como presagio en trayectos de ida y vuelta entre Japón y Barcelona, o en las noches al abrigo de la evocación de Sadako, imagen ideal de la pureza galvanizada y depurada por el sueño. De modo que aunque siempre retorne como un prurito la alusión a lo abominable: «Tantas risas ahora donde la mañana del horror» esa fertilidad del recuerdo «...que va flotando como si nada pero fecunda» logra que una entereza sabia se sobreponga, un mensaje esperanzador con ritmo leve, con verso contenido, humilde, lleno de comprensión y compasión, con versos que van trabando un libro que es ante todo espacio emocional, pero también un lugar de espiritualidad, sereno como esos haikus que escribían los monjes zen a las puertas de la muerte. Porque el amor nos hace mejores, esa es finalmente la conclusión a la que llega el poemario, ávido de ese elemento humano intangible, mágico, que hace que las personas conecten entre sí y resplandezcan, a pesar de las distancias, el tiempo y la oscuridad que nos amenaza. Señalar también que los poemas de Felipe Sérvulo dicen más de lo que aparece en una primera lectura. La identificación con la niña Sadako le sirve para iluminar otros temas recurrentes en su obra: la nostalgia, el recuerdo, la inocencia y el fin de la misma a manos de una fuerza destructiva que se aproxima implacable. Un elemento recurrente en su lírica es el entendimiento doloroso y tácito de que no se puede vivir en el pasado, un anhelo por el hogar al que no se puede regresar, un lamento por el lugar perdido. Hay algo en la voz poética de Felipe Sérvulo que es atemporal por su antigüedad, por su carga de recuerdos e inquietudes, algo muy humano, un río lento de bondad carente de toda grandilocuencia, sopesando más allá de cualquier jactancia la pregunta básica: qué significa ser humanos «entre tanta orfandad». Felipe Sérvulo se nos entrega en las imágenes y sentimientos de estos poemas, que van calando con sus versos escuetos, labrando lentos sus meandros en que uno imagina también un Japón fuera de plano, con sus colinas salpicadas de templos y santuarios, con los sonidos del verano en las calles, y un rumor de juegos infantiles entre los cerezos... Antes de que el horror los acabe. «¿Adónde irá tanto dolor? Acaso los cúmulos de plutonio hayan sido el horizonte final». Más allá de ese final, más allá de esos cúmulos de plutonio, más allá de la carne doliente, mancillada en la conflagración provocada por hombres sedientos de guerra, un poeta amable, un hombre bueno, va al encuentro de la niña Sadako, a decirle en voz baja que nunca es tarde, a decirle que tenemos la obligación de la generosidad, la tarea de crear la paz, la necesidad de aprender a ser compasivos los unos con los otros. Entre las cenizas radiactivas de Hiroshima crepita un fénix de esperanza, una grulla de piedad, una, cien, mil grullas, un millón... |
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