LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
VIVIAN GORNICK. CUENTAS PENDIENTES. REFLEXIONES DE UNA LECTORA REINCIDENTE (Sexto Piso, México/Madrid, 2021) Traducción: Julia Osuna Aguilar por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ y JORGE CERVERA REBULLIDA Vivian Gornick nació en 1935 en Nueva York, en el Bronx, en una familia de judíos de ideología socialista de una posición económica no muy boyante. En su vida resultó crucial la temprana muerte de su padre. La familia quedó devastada, en particular, su madre, lo que afectó a la hija, que nunca pudo tener un concepto de pareja romántica muy estable, de lo que podrían dar fe sus dos divorcios. Tras pasar por la universidad, escribió para The Village Voice, The New York Times y The Atlantic, entre otros. En ellos se curtió como escritora, sobre todo en el primero como narradora en primera persona de la segunda ola feminista, en la que encontró un esclarecimiento para una de sus angustias: había nacido «en un sexo que no era tomado en serio y que tampoco se tomaba en serio a sí mismo». Según alega, «el feminismo nos explicó a nosotras mismas». Ha sido docente de programas de escritura y es autora de once libros, entre los cuales la crítica destaca Apegos feroces, Mirarse de frente y La mujer singular y la ciudad. Ya en el primero se percibe la huella del feminismo en tanto que acude a dos prototipos distintos de mujer que propone como modelo de vida y que resultarán determinantes para ella. En Mirarse de frente se centra en las desigualdades de clase y de género. La mujer singular y la ciudad retorna a Nueva York y continúa por la senda de la lucha por los derechos de las mujeres. La génesis de la presente obra fue la relectura de Gornick, simultáneamente junto a una amiga, de Regreso a Howards End de Forster. Llena de estupor, comprobó que interpretaba la novela de manera distinta a como lo hizo en su juventud. Más tarde escribió un artículo sobre ello en The New York Times que hizo que su editora le indicara: «Esto es un libro. Ponte a escribirlo». Se lanzó entonces a releer algunos títulos que ya habían pasado por sus manos en otras épocas y alumbró un texto que, como es característico en ella, pivota entre las memorias y la crítica. De modo que se trataba de cómo contempla uno los libros tras un segundo o tercer viaje, ¿cierto? Eso nos impulsó a llevar a cabo un ejercicio previo, con la finalidad de experimentar nosotros mismos de nuevo lo que se siente en una relectura. Volvimos a las páginas de un ejemplar sencillo, agradable, bien escrito y perfectamente construido, según nos indicaba nuestro recuerdo de lectores juveniles, porque, de haber escogido El Quijote o Los hermanos Karamázov, no tendríamos aún disponible esta reseña. Su título es Pasos sin huellas de Fernando Bermúdez de Castro, y recibió el Premio Planeta de Novela en 1958. Confesamos que había un temor subyacente en nosotros por si no funcionara igual su magia, por si su capacidad para fascinarnos se hubiera evaporado, por si el amigo de hace tiempo se hubiera transformado en un señor arrugado, calvo, gordo y deprimente (con el debido respeto hacia los espíritus sensibles que puedan ver gerontofobia, falacrofobia, gordofobia y “depresionfobia” en nuestras palabras). Tuvimos la suerte de que eso no sucedió, pero sí entendemos que, si hubiera ocurrido, nos habría supuesto un disgusto y la puesta en entredicho de nuestro criterio. Sin embargo, resultó maravilloso. No hallamos sorpresas ni nos sentimos tremendamente distintos ni tuvimos la sensación de que nuestro amigo tuviera arrugas, calvicie, obesidad ni fuera un paladín del desaliento: estaba como siempre lo habíamos evocado, y nos hizo sentir tan felices como lo había hecho hacía años. Con esa beatífica impresión, nos planteamos si es necesario, entonces, llegar a la séptima década para poder ver los libros de otra manera. Todo lo subrayado y lo anotado podría haberlo hecho nuestro joven yo igual que el de ahora. De no haber seleccionado ese libro tan querido, de haberse tratado de uno del que guardáramos un recuerdo negativo, ¿habría sido distinto el resultado? ¿Nos habríamos reconciliado con él? ¿Habríamos visto algo que hubiéramos sido incapaces de apreciar en una primera lectura? En fin, un experimento, como comentamos, sin mayores pretensiones que buscar un punto de partida que nos hiciera empatizar con la autora. Habiendo intentado ya tener una referencia directa y reciente de relectura, nos dispusimos a embarcarnos en sus páginas. Empezaremos a arrojar nuestras conclusiones por la propia cubierta... del libro. Nos sorprendió la traducción del título original, Unfinished business: notes of a chronic re-reader, a Cuentas pendientes. Reflexiones de una lectora reincidente. La elección del término reincidente no nos parece atinada, siendo reincidir, según el saber de la Real Academia, «volver a caer o incurrir en un error, falta o delito». ¿Qué error, falta o delito es una relectura? No está entre nuestras atribuciones la búsqueda de una palabra más adecuada en español, pero no negaremos que lo que percibimos como un error grueso nos causó una cierta alarma sobre cómo se habrían llevado a cabo la traducción y la edición, que suelen ser siamesas. Una vez metidos en harina, hemos de decir que el resultado, para nosotros, no fue positivo. Francamente, ni nos gustó la selección de libros, en la que echamos a deber más referencias de otros idiomas que no sean inglés (lo cual nos resultó verdaderamente decepcionante en una persona tan supuestamente instruida) ni su prosa nos enganchó. No tuvimos ninguna gana de comenzar ninguna de las obras que propone que no hemos leído (aún, siempre aún). Para nosotros no existe un hilo conductor entre los capítulos, excepción hecha en alguna ocasión. Se puede saltar de uno a otro de forma independiente, algo que es posible tomar también como una ventaja. Sucede que nosotros, en principio, cuando leemos un ensayo, preferimos encontrarle un sentido lineal, una adición de enseñanzas entre un capítulo y el siguiente. Aquí no se va a hallar, aunque la autora, por otra parte, y sin sonrojo, nos avisa en una nota preliminar de que se ha tomado la libertad de «fusilarse» a sí misma «precisamente porque el tema de este volumen es la relectura». En fin, sí, pero no, señora Gornick: esperábamos algo original y reciente, no refritos, pero imaginamos que a sus lectores habituales no les importa en demasía. Bajo nuestro criterio, un punto de vista más generalista sobre la relectura, con ejemplos breves y ajustados para ilustrar sus opiniones, habría sido más acertado. No esperábamos un desmenuzamiento de los argumentos de las obras ni un «estudio crítico», porque para eso ya existe mucha literatura a la que recurrir, sino las reflexiones de una lectora ya anciana con mucho bagaje a sus espaldas que nos hubiera atestiguado mejor cómo los libros se van percibiendo de diferente forma en las distintas etapas vitales, cómo los años te regalan diferentes gafas que te permiten ver las múltiples capas de un texto que, anteriormente, se negaban a aparecer ante tus ojos, y lo que hemos encontrado es mucho resentimiento y mucha propaganda. Gornick no logra, a nuestro juicio, dejar patente una evolución personal, un avance, sino que, ella sí, reincide una y otra vez en el victimismo y son escasas las veces en las que se quita las gafas de ver agravios. De hecho, en sus entrevistas ya nos alertó que solía aludir recurrentemente a su particular tríada de la marginalidad: ser judía, de clase trabajadora y, sobre todo, mujer (aunque bien es cierto que afirma que ya no forma parte del feminismo radical). Esto choca con nuestra percepción (y esperanza personal para nosotros mismos) de que la gente ya mayor se va haciendo más sabia y moderada, y hasta de que vaya superando trampantojos mentales. En poquísimas ocasiones se congratula de que el mundo de su juventud ya no exista como tal y de que se hayan logrado notables progresos. Es una opción válida, por supuesto, porque siempre debemos aspirar a un mundo mejor, pero nos resultó agotadora. El listado de obras en las que se sumerge incluye los siguientes títulos: Hijos y amantes de D. H. Lawrence; La vagabunda y El obstáculo de Colette; El amante de Marguerite Duras; El fragor del día, El último septiembre, La muerte del corazón y La casa en París de Elizabeth Bowen; El mundo es una boda de Delmore Schwartz y El legado de Humboldt de Saul Bellow; Mi oficio, Él y yo, Las relaciones humanas y Léxico familiar de Natalia Ginzburg; Un mes en el campo de J. L. Carr y Regeneración de Pat Barker; Gatos ilustres de Doris Lessing; Jude el oscuro de Thomas Hardy. Hijos y amantes de D. H. Lawrence es una novela que la autora leyó en tres ocasiones a lo largo de su vida, y en cada una se identificó con un personaje distinto. Con veinte años, con Miriam, que se casa ilusionada para luego descubrir que su marido «era un hombre sin tesón» (claro que él se queja de que la decepción la volvió «amarga y severa»). Al llegar el primer hijo, se ve que la lucha es contra la ilusión del amor sexual como liberación, como algo que «transformaría» la existencia. Lawrence explora, a decir de Gornick, «la pena, trastorno, el sadismo, la alienación y la brevedad de la pasión», algo que sirve a la autora para volver la vista atrás sobre sus matrimonios. La vagabunda y El obstáculo de Colette sirven nuevamente como puntos de partida para hacer disquisiciones acerca del amor y la pasión. Se tratan también como obras leídas en la juventud, esas que marcan al principio de la vida, como obras de iniciación. Se aborda la cuestión de «si debe ser una mujer trabajadora e independiente o una mujer sacrificada en el altar del Amor». Afortunadamente, una vez vueltas a leer, le causaron «el mal sabor de boca de los sentimientos corregidos». No se puede obviar que también estos libros le hicieron repensar su vida amorosa y sus relaciones con el sexo opuesto. El amante de Marguerite Duras se interesa por el descubrimiento de una jovencita por su propia capacidad para excitar a un hombre, «un talento alrededor del cual organizar una vida». Esa vida alrededor del deseo la llevó a estar sola, algo de lo que era consciente cuanto más buscaba el sexo, que la llevaba a desconectar. También entretejiendo la propia relación de la protagonista con su madre, Gornick murmura algún paralelismo entre ella y la suya. El tema de la madre como modelo es también recurrente, y se deslizan algunos pensamientos personales al respecto. El fragor del día, El último septiembre, La muerte del corazón y La casa en París de Elizabeth Bowen son obras de una pluma «cuyo poderío sentí siendo joven, pero cuya valía no capté hasta la vejez». El fragor del día «se ocupa de lo desconocido que llevamos dentro y que sale a la superficie en épocas de desolación». En El último septiembre apenas se detiene, ya que preferirá incidir en La muerte del corazón, de la que destaca que el silencio beneficia a un matrimonio «como seres sociales, al tiempo que enmascara multitud de apetitos y decepciones con los que ninguno de los dos sabría qué hacer en caso de abordarlos abiertamente». De La casa en París sobresale «la metáfora de todo lo que en la vida difícilmente puede expresarse, y menos aún ser reconocido de forma consciente». Piensa, cómo no, en el poder del silencio y en el de la comunicación. Delmore Schwartz, autor de El mundo es una boda, es presentado como un «niño prodigio de gran brillantez». Gornick nos remite a El legado de Humboldt de Saul Bellow, donde podemos hallarlo «tal y como podríamos haberlo conocido en carne y hueso». El mundo es una boda tiene como protagonista a un «brillante desheredado» judío para el que «pasarse la vida haciendo literatura y reflexionando sobre ella y su relevancia cultural es, más que una vocación, una responsabilidad». Se relaciona únicamente, como en una cámara de eco, con otros escritores judíos. Todos los personajes tienen en común que «ninguno por su cuenta tiene los medios para definirse a sí mismo salvo en comparación con aquellos a quienes se parecen». A partir de la condición de la fe que profesan, Gornick toma la palabra para hacer un recorrido por la marginación del pueblo judío y termina tratando también el sexismo hacia la mujer. Como puede colegirse, son temas que atraerán la atención de la autora. En Mi oficio, Él y yo, Las relaciones humanas y Léxico familiar de Natalia Ginzburg resalta la importancia de los ensayos sobre sus otras obras, motivo por el cual se centra en Mi oficio, que le desveló las claves de lo que necesitaba hacer con su propia escritura; Él y yo, en el que «utiliza con fines literarios la vida con su segundo marido»; Las relaciones humanas, que se basa en «la brillante investigación de la narradora en su propia historia emocional». Para terminar, Léxico familiar es el título que escogió para sus memorias, en las que el duro carácter de su padre tiene un peso especial. Un mes en el campo de J. L. Carr y Regeneración de Pat Barker son obras que pone en comunicación entre sí. Un mes en el campo recoge la aventura de un restaurador que se instala temporalmente en un pueblo para reparar un mural. Vivirá una historia de amor inconclusa por su falta de valor («Debería haber levantado un brazo para tomarla por el hombro, hacer que se volviera y besarla. Era el día apropiado. [...] Y yo no hice nada ni dije nada»). En Regeneración Barker presenta a unos soldados en un hospital y se ocupa de algo tan trascendental como es el hecho de si la mente es capaz de superar las atrocidades de un conflicto armado («el meollo palpitante del libro es si [...] regresará o no a la compañía de los vivos, y cómo»). Gatos ilustres de Doris Lessing fue para ella «otro claro ejemplo de cómo tuve que convertirme en la lectora para quien estaba escrito el libro, que se había quedado esperando todo ese tiempo». En este capítulo se van enhebrando sus vivencias y las de Lessing. «Hace unos años, después de décadas viviendo sola, me vi anhelando que hubiera en casa algo vivo aparte de mí misma y, para mi gran sorpresa, decidí adoptar un gato», relata Gornick.
En Jude el oscuro de Thomas Hardy se puede apreciar que el nudo gordiano es la lucha de clases. El protagonista desea mejorar en la vida, ya que ha nacido en el campo y anhela instalarse en la ciudad. El problema será doble, ya que «el mero hecho de que tenga esas expectativas lo distancia de la gente con la que está criándose», y, cuando logra su objetivo, «se ve como una criatura sola en un universo hostil». En este aspecto, la autora volcará sus propias adversidades a lo largo de su vida. Para finalizar este volumen, Gornick nos deja con fragmentos interesantes (aunque sean unos apuntes un tanto deslavazados), de entre los cuales queremos rescatar este: «De pronto me llamó la atención una frase que había debido de subrayar cuarenta años atrás, y a continuación un párrafo que había rodeado con dos puntos de exclamación seguidos en el margen. Primero miré la frase subrayada: me desconcertó. ¿Por qué subrayé eso? [...] Los ojos se me fueron a una frase en la página siguiente, donde no había nada subrayado, y pensé: esto de aquí sí es interesante, ¿cómo es posible que no le prestara atención en su momento?». Hay párrafos aquí y allá que sí hemos subrayado, como este, por ejemplo, pero insistimos en que no hemos encontrado consistencia en su exposición ni en su pensamiento en tanto que, como ya expusimos, no vemos una estructura general ni una suma de conclusiones. Puede ser, naturalmente, que para estudiosos de su obra arroje algunas claves interesantes, pero no para quienes buscamos, anhelantes, que los autores nos iluminen con libros sobre su relación personal y la comunicación establecida con la literatura de otros escritores. No es un libro que recomendaríamos, aunque se lo prestaremos a cualquiera que nos lo pida, como siempre hacemos. Puede ser que, para ser ecuánimes, la relación entre este libro y nosotros necesite... una relectura. Pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.
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SILVIA LÓPEZ RIPOLL. Y LA QUE ESCUCHA NO ES ELLA (Vitruvio, Madrid, 2024) por BLANCA ESTELA DOMÍNGUEZ LA METÁFORA VIVA Para llegar a la “metáfora de invención” propia del poeta, debemos seguir un camino de palabras que compongan una imagen, tropo, alegoría, símbolo, figura... Y de ahí surgirá la magia (si la hay): la metáfora. La metáfora viva que estudió el filósofo y hermeneuta francés Paul Ricoeur.
Las metáforas son las piedras angulares de los poemas de Silvia López Ripoll. Y cumple con creces sus virtudes y expectativas. En ‘Montaña’ escribe: «No es ficción / ni hechizo / ni cábala / es vida a la intemperie / materia de materia / sin cobijo en la palabra / silencio / costumbre / extrañeza». Este poema pertenece al libro titulado En este tiempo prolongado (Cuadranta, 2021). Aquí vemos la estela de su poética, que perdura en su segundo libro: Y la que escucha no es ella. Los dos son volúmenes muy cuidados en donde hay un “discurso” liberado y riguroso a la vez. Una poesía de la ensoñación y de lo real transfigurado. Transita sin certezas y sin verdades absolutas. En Y la que escucha no es ella hay una profunda reflexión poética: «Y la tierra verde y el sol amarillo / y no aún la poesía [...] Y la poesía un no poder decirla [...] y la que escucha / la que escucha no es ella». En este poema el lector se relaciona con el texto inicialmente como un explorador que se interna en un bosque sin mapa ni linterna, es decir, a tientas. Poco a poco se van trazando las intenciones. Tiene una estética muy particular. El libro se divide en tres partes: 1ª Tema, 2ª Tema y variaciones, 3ª De sesgo a coda. El poemario tiene forma de canción. Los elementos que lo conforman, se ordenan musicalmente. A veces están situados en un pentagrama «Porque todo lo que tocas / es una partitura / notas como caballos / que galopan / con rumor de tierra / o rebeldía / juntos / o en solitario / o uno detrás de otro / en fila india / como puntos suspensivos / y las montañas como el mar». El lector se ve obligado a intuir espacios y personajes en el poema. No hay una sola lectura. La evocación deja entrever la imposibilidad de su propia huida. Vitruvio representa la búsqueda de la armonía y la proporción en el cuerpo humano. Y es también “morada” (editorial) de este bonito e interesante libro de poesía. Así, le damos la bienvenida a ese personaje misterioso de Y la que escucha no es ella. Mi escrito es tangencial. Quiero lograr el ritmo de una pequeña escenificación, en donde se recitan poemas desde diferentes puntos, con la naturaleza de marco «y el sonido de la ausencia del pájaro», o desde escenarios concretos como la montaña, el monasterio, la ermita. Y otra vez las metáforas diáfanas, ¡vivas!: «... / y el humo en las chimeneas / pequeñas cicatrices grises / en el cielo». Cuando refiero todo esto, que es misterioso y siempre oculto, me recuerdo de aquello de que la intuición existencial y cósmica se puede disfrutar y entender sólo desde la poesía, tratada casi como una realidad personal. Hacemos del poema una entidad del mundo. Nuestro mundo. El libro empieza con una cita de Louise Glück: «Pedí lo que siempre pido. / Pedí otro poema». Yo también termino con esta cita. Esperamos más poemas de Silvia López Ripoll. Al final de la escritura de esta reseña he revisado el índice del libro y, de repente, me he encontrado leyendo un poema. En la segunda parte: “Tema y variaciones”. Propongo la lectura de una parte del índice: «Estar aquí, 34 / Dos notas, 35 / Tú y yo, 36 / Un sonido está, 37 / Canción con ritmo, 38 / Se desliza una nota, 39 / Pero dónde te escondes, 40 / Respiras, 41 / Uso tu voz, 42 / ...Paciencia en el azul del día...». Otra lectura divertida y poética del índice. JOSÉ MANUEL CORREDOIRA VIÑUELA. EL INFIERNO PORTÁTIL (ADE-Teatro, nº 196, abril 2024) por IGNACIO ARELLANO EL INFIERNO PORTÁTIL Y LA FANTASÍA DE JOSÉ MANUEL CORREDOIRA, CONJURADOR DE ALUCINANCIAS Hay consenso generalizado en quienes siguen el teatro de José Manuel Corredoira (Gijón, 1970) para considerarlo uno de los dramaturgos más originales (el más seguramente) del panorama teatral hispánico contemporáneo, poeta dramático cuyo sagaz dominio del idioma resulta inigualable, y cuyo descaro imaginativo se burla de todas las barreras. Rayo, exhalación, prodigio, como los caballos desbocados de Calderón, o cometa crinito y flamígero desrizado en multicolores centellas, el verbo teatral corredoirano, correntío y correventolero, se expande por los dédalos marañosos de la desmesura en esta farsa del infierno portátil, prolífica en experimentos transitoriados desde los alicuéncanos y relampos de otras piezas de Corredoira, como las Diferencias sobre la muerte, o Retablo de ninfas sin ir más lejos. El pálpito de las postrimerías no anula el de la vida, que podrá ser sueño, pesadilla o ensoñación, pero que en Corredoira es teatro de palabra múltiple, máquina barroca que no renuncia a nada, monstruo, en suma, admirable y que requiere en el lector u oyente una apertura del oído, del cerebro y del corazón: en suma, de los órganos de la diversión y de la percepción de la poesía dramática. Del Sueño del infierno de Quevedo, aprende el lector que un mal casado tiene en su mujer toda la herramienta necesaria para mártir, y ellos y ellas, a veces, el infierno portátil, y en el sueño de Corredoira el infierno portátil se transmuta en distintas ergástulas no menos grotescas que las quevedianas (Pérez-Rasilla, en su presentación del texto de Corredoira en la edición de ADE-Teatro, apunta que este infierno corredoirano, en palabras del autor, «no es tanto el infierno de Dante [...] cuanto el infierno del Bosco: un mundo barroco, abigarrado, grotesco: el mundo al revés del Carnaval, un mundo cómico y trágico a la vez», cercano a Rabelais y Quevedo). La obra se compone de una serie de diálogos entre los tres personajes (Will, Perkins y Tanne) que se enfrentan en seis secciones presentadas como un círculo ¿infernal? «Seis cuadros con interludio y cuenta atrás (1-2-3- interludio- 3-2-1)», según César López Llera en su reseña de Café Montaigne; estructura de la que yo no haría mucho caso, aunque pudiera incitar a sesudas digresiones sobre eternos retornos, laberintos sin salidas, y retorcimientos varios. No es que el discurso teatral de Corredoira no tenga retorcimientos, volutas, óculos, trampantojos y aleteos, pero más allá de la colosal erudición que procede de la insaciable curiosidad del poeta, manifestada en obras como la enciclopédica Miscelánea teatral (2016) —erudición no despreciable, desde luego, y un elemento importante en el juego dramático del autor—, me parece que el estatuto del verbo de las obras de Corredoira es el de las divinas palabras, lo que le permite una absoluta libertad —que no es vaciamiento, sino multiplicación—. Es cierto que en el texto de El infierno portátil cabe advertir huellas, parodias y alusiones de diversa entidad —como recuerda López Llera—, a Kant, Sartre, los salmos, Erasmo, Machado, Aristóteles, Teilhard de Chardin, Rabelais, Descartes y tutti quanti; es cierto que se pueden abordar problemas filosóficos, teológicos y entomológicos (la muerte, Dios, la identidad del yo sufriente y gozante, la melancolía y el erotismo...), y cabe buscar la hondura epistemológica y ontológica en estos diálogos fluentes, que cambian de tono y de ritmo en una sucesión enajenante y/o iluminante. Ahí trabajará el lector/oyente cuando vea a Perkins proclamar su ignorancia total en la primera escena, mientras Will lo interroga, y Perkins no sabe nada, ni su nombre, ni su edad, ni nada de nada, ni siquiera concionar bien las sopas de ajo («Yo no sé nada, señor. Solo soy un pobre viejo. (Gimotea.)»), lo que no le impide alternar sus burlerías con un debate filosófico sobre la existencia de Dios y la coseidad de los etcéteras: PERKINS.- Lo mío abstracto. La universalidad. WILL.- El hombre es, pues, fenómeno. (Gritando.) ¡Repita, Perkins! PERKINS.- ¡Y singularidad! Discreta continuidad e igualdad del yo. WILL.- ¿En oposición al yo? PERKINS.- Su fin y meta. WILL.- ¿Con qué fin? PERKINS.- Es moralmente cierto que Dios existe, etcétera. WILL.- ¿Qué quiere decir con «etcétera», Perkins? PERKINS.- La esencia de las cosas, su... coseidad. Otros diálogos de Will y Tanne, Perkins y Tanne, o Perkins y Will, indagan en varias dimensiones del erotismo, la música, la condición del amor, la literatura o el sexo. Fascina la velocidad de las réplicas, la inserción de imágenes y motivos extravagantes, la multiplicación de los registros paródicos (poliglosia —francés, inglés, italiano, latín, alemán, en ocasiones macarronizados—, parodias de oraciones --miserere, letanía de los santos—, de los discursos filosóficos...), neologismos --coseidad, oxidacidad, fenixológica, bricojardinería...—, aplicaciones metafóricas grotescas —como la citada de concionar las sopas de ajo—, intertextualidades --L’enfer, c’est les autres!...—, insultos, hipérboles, humorismos y vorágines verbales, en fin, como este laberinto de las visualidades:
A veces dices lo que piensas y lo que ves; otras, lo que piensas y no lo que ves; otras, lo que ves y no lo que piensas; otras, lo que no piensas y lo que ves; otras, lo que no ves y lo que piensas; otras, no lo que piensas y no lo que ves; otras, lo que no piensas y lo que no ves. ¿Qué piensas, qué dices, qué ves? ¡Averígüelo el Vargas del proverbio! Ante pasajes de semejante índole analizar si tienen un sentido lógico no es indispensable: envueltos en el verbo de El infierno portátil (verbo teatral, no se olvide, porque este verbo ha de ser incorporado en acciones: gritos, gestos, llantos, risas, exclamaciones y otros modelos de lo patético, onomatopeyas cacofónicas, relametones de solapas, rascatorios de nalgas, gestos gormativos, desmayos y eructos, muecas y respingos e impúdicas sinuosidades...), dominados por su despliegue verbal, podría evocarse el ectoplasma del admirado por Corredoira don Pedro Calderón, quien inicia La vida es sueño con un alegato cargado de hipogrifos, rayos, pájaros y peces, laberintos y Faetontes, caducas exhalaciones y trémulos desmayos, que —dejando a un lado los eruditos capaces de anotar la composición del hipogrifo, su etimología, velocidad y envergadura de alas, ecos caballerescos y tradición literaria, muy respetables cosas todas ellas— buena parte de su auditorio no sabría si eran lobo o rana, pero lo mismo diera, pues la fascinación de un mundo de libertad poética y de imaginación descontrolada —aparente, claro, porque el discurso no surge de la nada, sino del control de los mecanismos expresivos de su creador— seguramente arrastraba, como hace el discurso de este Infierno portátil, la atención emotiva y estética de un receptor embeleñado y embelesado, subyugado y arrobado, por la mágica conción —valga el refocilo— de la sopa teatral de un dramaturgo que se divierte y nos divierte con un tesoro que malabarea desde su interminable dominio del idioma (el español corredoirano). En la cita de Calderón --In quo omnia constant— con la que abre Corredoira su Retablo de ninfas leemos que «No hay palabra sin misterio. / Ni afecto sin agonía», como proclaman el Apetito y el Género Humano en El primer refugio del hombre y probática piscina. En otro auto sacramental, el de Las Órdenes militares, vuelven los personajes calderonianos a afirmar que «No hay palabra sin misterio. / Ni misterio sin prodigio». Pues eso es el teatro de Corredoira y eso es este Infierno portátil: misterios de palabras y palabras misteriosas, afectos, agonías y, sobre todo, prodigios. CARLOS JAVIER CEBRIÁN. EJERCICIOS DE INCERTIDUMBRE/LA ALEGRÍA DE ESCRIBIR (Frutos del Tiempo, Elche, 2024) por JUAN C. LOZANO FELICES CARLOS JAVIER CEBRIÁN O LA SEDUCCIÓN DE TRANSITAR CARRETERAS SECUNDARIAS «No me da miedo la muerte, sólo que no quiero estar ahí cuando suceda». Sí, claramente esta ocurrencia con retranca es de Woody Allen, un cineasta al que ambos admiramos. También dijo Ortega que la vida es una serie de colisiones con el futuro. Cuando se trata de enfrentarse con lo desconocido, prefiero la intuitiva ironía a las verdades absolutas. Lo cierto es que, sin apenas sentirlo, acaba de levantarse el telón y estamos en el III acto de la Comedia, donde no conocemos el devenir de la trama sino a medida que avanza y mucho menos su final. Carlos Javier Cebrián, además de excelente poeta, de verbo preciso y cantor de las cosas mínimas, es también amigo desde hace cuarenta años, toda una vida como decía Machín, el de las gardenias y el manisero. ¿Sabrán las nuevas generaciones de quién hablo? En la dedicatoria que me hizo Javi de su libro habla de «una amistad tan vieja ya y tan nueva». Vieja en el tiempo y renovada con silenciosos votos de acogedora lealtad. El Café Época de entonces era lugar de improvisadas tertulias y donde se jugaban partidas rápidas de ajedrez, y también era lugar de encuentro para salir de allí a la noche ochentera, donde sonaba ‘Escuela de calor’, ‘Arponera’ y ‘Lobo hombre en París’. Pese al tiempo que ha pasado, aún recuerdo que conocí a Javier en aquel local una noche de sábado. Ambos, sin habernos visto, habíamos colaborado en “Palmeras salvajes”, un número monográfico de la revista Forma Abierta, editada por el Instituto de Cultura Juan Gil Albert de la Diputación de Alicante. Con tan faulkneriano título no podía estar sino dedicado a los entonces jóvenes creadores ilicitanos. Uno de los poemas de Javier en aquella publicación estaba dedicado a quien había sido su profesora de Lengua en el instituto y al ángulo exacto que le permitía descubrir lo que mi discreción omite. Desde entonces, de forma ocasional, Javi y yo hemos colaborado en distintas iniciativas. También publicamos al mismo tiempo. Eso, y también los fiascos, unen mucho. Fue en un proyecto que llamamos Ediciones inauditas y cuyo primer fruto era un libro de poemas colectivo. A alguno de los antologados se le ocurrió la ingeniosa idea de escoger un puente para hacer una presentación en Valencia, en la facultad de Farmacia. En aquella ocasión nos quedamos a la luna de Valencia, pero nos enamoramos para siempre de la capital de un Turia hoy imaginario y conocimos su movida nocturna. Se quedaron cajas enteras de libros sin abrir por algún colegio mayor. Yo secretamente espero que nunca aparezcan, ya que me sentiría obligado a perseguirlos juanramonianamente. Por la parte que me toca, por supuesto. Un artículo en un medio de la época nos emparentaba, a Javier y a mí, con sendos mitos, casi paradigmas de la rebeldía con cierta aureola malditista. De él se decía que era un poeta jamesdeaniano y de mí que era un poeta de filiación rimbaudiana. Qué le vamos a hacer, eran los ochenta, época de desajustes y componendas. Quien haya tenido veinte años en los ochenta sabe bien de lo que hablo. En cualquier caso, como aquel primer y escalabrado libro, los adjetivos se han quedado varados en un largo camino hecho de alegrías, fracasos, bloqueos, ilusiones y desencantos; vividos con la prevención y el aguante que nos da el saber que el día menos pensado el chocolate pueda salir espeso. Este poeta, cuyo primer impulso artístico fue ser músico o futbolista, o músico y futbolista, es también editor y un gran gestor y animador cultural. Javier Cebrián coordina para la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Elche el ciclo titulado La dignidad de la palabra, que ha contado con invitados de primera línea en el panorama literario nacional, y tiene publicados los siguientes poemarios: Poemas de lluvia y alquitrán (1987); Heroína (1991); Humo que se va (1999); Celebración del milagro (2005); Estragos (2012); Bagatelas (2016); Vida de poeta (2018) y Maneras distintas de amar (o des-amar) (2020). Y muy pronto, quizás a la vuelta del verano, verá la luz una nueva criatura poética. Tampoco le es ajena la ficción en prosa con textos como Las noches de marzo (1989) y De belleza perezosa (2000). Pero Javier Cebrián, como autor, tiene también una faceta como articulista que es muy recomendable y saludable seguir. Una historia de largo recorrido que comienza en 2004 (como decía Gil de Biedma, de casi todo hace 20 años) cuando no era tan común eso de publicar blogs en internet ni existían las redes sociales. Javier estuvo colaborando en el diario Noticias de Elche con una columna bajo el título de Cosas mínimas, entre 2004 y 2006, retomando luego dicha actividad durante 2008. Era una de aquellas publicaciones gratuitas, financiadas con publicidad, y que se buzoneaban y se dejaban en comercios y cafeterías. Precisamente, Javier ha recogido ahora esas columnas en un hermoso libro no venal, con el título original Cosas mínimas al que ahora añade como subtítulo Artículos y autorretratos, y que generosamente ha editado para los amigos. El libro lleva un acertado prólogo de Francisco Gómez, amigo común y columnista vecino de Cebrián en aquella publicación, que acaba recomendando su lectura como un sano ejercicio de inteligencia. No puedo estar más de acuerdo, Paco. Javier Cebrián continúa en el tiempo su labor articulista, esta vez incardinada en la web Frutos del tiempo, con dos series de textos. Cronológicamente, la primera Ejercicios de incertidumbre ve la luz en septiembre de 2019 y concluye con una entrada, la 31, encabezada con un retrato de Michel de Montaigne (cuestión esta no baladí), un año después. La segunda serie consta de 20 entregas y comenzaría a publicarse en febrero de 2021, acabando a finales de 2022. Dejo deliberadamente para el final el volumen que motiva esta reseña. Simultáneamente a Cosas mínimas, Carlos Javier Cebrián edita un libro ciertamente singular como número 1 y 2 de la nueva colección que pone en marcha la Asociación cultural Frutos del tiempo, La dignidad de la palabra. Este volumen, que vio la luz la pasada primavera, reúne, ordenadas cronológicamente, todas las entradas de las dos series indicadas. Nos dice Javier en una entrevista que estas recopilaciones son una especie de homenaje a uno de sus escritores de cabecera, Michel de Montaigne, y a sus ensayos. Lo primero que nos llama la atención es la originalidad en su planteamiento, lo sugestivo de su cumplimiento. No se trata, como pudiera pensarse, de un libro estructurado en dos partes. Esto no tendría nada de particular. Son dos libros en un solo volumen, uno invertido respecto al otro, y con doble numeración y doble prólogo a cargo de Javier Puig y de Natxo Vidal. Ambos libros encuentran su unión hacia la mitad del volumen por medio de sus índices a modo de columna vertebral. El lector podrá comenzar la lectura por uno u otro libro, sin condicionamiento alguno. Así pues, el volumen tiene dos puertas, dos formas de acceso y una única llave. Es el Jano bifronte de los libros, mirando hacia adelante y hacia atrás al mismo tiempo. Los textos de Ejercicios de incertidumbre, véase las fechas de publicación antes dadas, están escritos antes y durante el confinamiento por la pandemia de covid-19. Ello coincide también, nos dice el autor en una entrevista que le hace Eduardo Boix, durante una ruptura de pareja, la pérdida de lo que había sido su hogar, la búsqueda de un lugar e intentar volver a vivir... Evidentemente, las entradas de esa época están teñidas por esa sensación de inseguridad y transitoriedad. La alegría de escribir surge bajo la advocación de Wisława Szymborska. Yo casi diría que Javier se pone bajo el amparo de la poeta polaca, al escoger como título un verso de un poema suyo y extractando un par de versos como cita. También dijo Paul Theroux Fiction ist pure joy, frase que toma Muñoz Molina para su conjunto de ensayos sobre la lectura y la escritura, Pura alegría. Sin duda, y más cuando la inspiración (o lo que sea) acompaña a uno, escribir es una celebración de la vida o, al menos, una forma de comprendernos mejor. Pese a tratarse de dos libros, el análisis ha de ser conjunto. Quizás el tono, por las circunstancias, sea distinto, pero los temas tratados son coincidentes. Si me preguntan de qué va el libro de mi amigo, no dudaría en responder: «va de la vida». Desde su entorno más cercano, Javier nos habla del discurrir de la vida, transitando carreteras secundarias. Los hay que nos sentimos más cómodos y seguros yendo sin prisas hacia el horizonte y mirando el paisaje a cada lado. No nos van las autopistas de peaje y la posteridad nos trae sin cuidado. El estilo de Javier es directo. Su voz nos habla sin estridencias ni aspavientos, con un tono intimista, cálido y cordial que cristaliza en sugestivas reflexiones, «botellas naufragando con un mensaje que el lector descifrará» nos dice el autor. Hablaba antes de una llave maestra con que abrir las dos puertas del volumen bifronte. Esa llave es la conexión con el mundo de Javier Cebrián, y reconocerlo en muchos aspectos como propio. El espejo en que se mira Javier da una réplica al lector y recordamos aquellos versos de Machado de los Proverbios y cantares: «No es el yo fundamental / eso que busca el poeta, / sino el tú esencial». Ese puente entre autor y lector es la llave de entrada por cualquiera de las dos puertas. Nuestro hombre ha sido siempre muy “de citar”, ya desde sus Poemas de lluvia y alquitrán (1987) recogidos en aquel primer libro, colectivo. Yo también me confieso autor del mismo pecado. Quizás nos veamos junto a otros “citadores” en uno de los círculos del infierno donde Dante se olvidó de inventariarlos. Javier nos habla de ello por boca de Francisco Casavella en un antiguo artículo. Puede que esto no guste a alguien, pero a mí me chifla. Lo veo como una suerte de hipertexto, como puentes lanzados al infinito. Cuántas veces he encontrado en las citas ajenas, hallazgos sorprendentes que me han llevado a otros, y a mí mismo, como “citador” una manera de expresarme mejor. Javier mismo ha aclarado alguna vez, si ello hiciera falta, cuál es la naturaleza de esa manía de citar, que no se debe confundir con un capricho estético ni afán de ennoblecer y adornar sus textos. Envidia también, dice él cáusticamente, hacia aquellos que dijeron lo que el autor querría haber dicho, de haber nacido antes que los citados. Las citas, inteligentemente integradas, son substancialmente importantes en este corpus ensayístico de Javier Cebrián, tanto en el encabezamiento de los textos, dando el tono, como en el cuerpo del artículo con notas de procedencia y/o explicativas al final de cada entrada. Son las marcas, espirituales y estéticas, que el autor va dejando en su mapa de carreteras secundarias.
Efectivamente, como se ha dicho, en las dos series hay temas coincidentes, si bien por las propias circunstancias en que se concibe la primera, la segunda pueda tener un tono más esperanzado. En ambas encontraremos el mundo de Javi Cebrián, encontramos gente corriente y situaciones propias de la cotidianeidad. Su vida de poeta que puede ser como la de cualquiera. Son los pequeños milagros cotidianos contados por lui-même. Especialmente memorables las dos entradas dedicadas a su madre, Paseando a miss Pepita. En las páginas de este volumen bifronte Javier nos habla del primer amor y del amor, de la relación que mantiene con las casas donde ha vivido, de la poesía y para qué sirve, de sus amigos, de sus obsesiones, de por qué le gusta tanto el adjetivo imbricado, de sus bloqueos en la escritura, de la música que siempre lo acompaña, de sus películas, de los libros escritos, de sus referentes culturales, de los autores que lee y a los que vuelve, de su infancia, del regreso de los vencejos, de la pirámide Maslow y de cómo parece no pasar de su base, de su incomprensión del mundo... Terminemos ya, lo importante es que el lector se haga el inmenso favor de conseguir un ejemplar del dual Ejercicios de incertidumbre/La alegría de escribir. Le aseguro que se convertirá en libro de mesita de noche durante este verano. En fin, lo he dicho antes, si alguien me preguntara de qué va el libro de mi amigo, no dudaría en responder: «va de la vida, va de vivir». JAVIER DEL PRADO BIEZMA. LIBRO DE LAS NEGACIONES (Chamán, Albacete, 2023) por ESTHER PEÑAS POR LA LINDE DE CUANTO FUE ESPLENDOR Negación, del latín negatio, «acción y efecto de decir no». De la misma raíz, neguentropía y negocio. Acerquémonos así, en primera instancia etimológica, al Libro de las negaciones, del poeta Javier del Prado (Toledo, 1940), un poemario de densidad etílica, embriagador por exceso, en secuencia de un lamento que discurre agrietando las márgenes del cauce.
«Dijiste no a la ebriedad de los sentidos / sin poder afirmar tu fe en la ebriedad del pensamiento. / No, / cuando la noche henchía como una hembra sus dos mamas / cargadas de viento y de misterio». Así se abre este diván, con la partícula negativa avisando al lector de que se adentra en una zarabanda de contrarios que se entienden; por un lado, lo que se niega, la mella del tiempo, sabiéndose reproche inútil pero necesario en una actitud vital desafiante por estar cortada del lado del deseo; por otro, la afirmación, como don aún caliente, de cuanto hizo de posible la subjetividad del yo poético. Cada una sostiene un extremo de la cuerda. Y lo que importa es la vibración que produce su tensión, emitida en el proceso de escritura que no deja de ser, bajo este prisma, un ordenamiento de las cláusulas. «El mar no es madre. / A pesar de las fosas que se abren en su piel de / terciopelo o raso, / cuando el viento sopla, suave, / pero intenso como mano de macho celeste, sobre / un vientre que se pliega en ternuras». Se lee en la octava hospedería del segundo movimiento. Porque Libro de las negaciones (ya su título nos remite a los compendios de sabiduría y gnosis, a herbarios medievales de quien ha alcanzado una mirada sobre el latido —extinto— de cuanto dio vida) es un poemario estructurado a modo de sinfonía, con sus cuatro movimientos (“De las situaciones heredadas”, “Negando la revelación marina”, “De la emergencia del sí y del abrazo” y “Poemas del no”), articulados por tres interludios (“De la negación de la Historia”, “Del don del espacio”, “Del sueño y del despertar”). Todo ello precedido por un Preámbulo, en bastardilla a modo de oráculo. De ahí que no resultase una mera pedantería hablar, al inicio de este texto, de neguentropía, esa tendencia natural de un sistema a modificarse según su estructura y las relaciones que se establecen entre los distintos niveles del mismo. Digamos que el sistema que nos ocupa, lo hemos llamado anteriormente sinfonía, procura una simbiosis entre sus elementos, entre arbotantes (preámbulo), contrafuertes (interludios) y la construcción misma (movimientos). Tampoco fue baldío convocar la palabra negocio, porque el vocablo se opone al beatus ille, al ocio, al contrario que el recorrido anímico de la voz poética que, con sus fauces, en cada verso, reniega de cuanto se impone. «La noche que soñara Mallarmè con su gran dedo / alzado hacia la duda, / mientras gritaba, Igitur, acariciando con el dorso de / su mano el gran gato dormido del deseo, / y Elbehemon se paraba, incapaz de bajar más / profundo, aspirando espirales, / agitando cencerros, / con su vela en la mano, / hacia la bodeguilla oscura del castillo en la que / sus antepasados habían acumulado el elixir / de los dioses en grandes botellones de vidrio / esmerilado, / destilando conciencia, a fuerza de redomas y / metáforas». Con versos encalados de salmodia, un ritmo enlentecido como el (dis)curso de un río, el encabalgamiento que forja la voz poética tiene más que ver con la irreverencia testaruda del salmón que con el trote poderoso del potro. La voz poética respira la memoria de cuanto fue y el tiempo ha socavado, incluido ella misma («ya no eres hombre de ciudad y de vértigo»). Un canto al borde del llanto de lo que dejó de ser lo que fue esplendor (sutil y deliciosa la alusión a la película de Kazan), salpimentado de las referencias cultas imbricadas en ese transcurrir de los años, que vienen a cuentos, que se mezclan con los barros y las luces más prosaicas, pero siempre telúricas bajo el flujo y reflujo del mar, omnipresente —de un modo u otro, siempre su salitre— en estos versos de una hondura existencial de crepúsculo enamorado. JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ. SBATAISSO (ESCENAS DE VENECIA) (MurciaLibro, Murcia, 2024) por JUAN C. LOZANO FELICES EL ADAGIO VÉNETO DE JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ TRISTE, TRISTE, TRISTE... ...Álvarez é morto. Aunque sabía de su salud crítica en las últimas semanas, no ha dejado de sobrecogerme la noticia. La noche del domingo, sin saber de su muerte, vi su último libro sobre la mesa del despacho con multitud de pósits sobresaliendo de sus páginas y pensé que no podía demorar más mi reseña de este hermoso corpus de textos alvarecianos sobre su amada Venezia, Sbataisso, prologado y seleccionado por el poeta Alfredo Rodríguez. Quizás por coger el tono, había tomado de la estantería el ejemplar de Museo de cera de la Editora Regional de Murcia. Ahora pienso, o quiero pensar, que esa vuelta al origen, a aquel añejo volumen del Museo fue, sin ser consciente de ello, una manera de acompañarle en su tránsito. A la mañana siguiente, la triste noticia me hizo evocar las palabras de Verdi cuando supo que Richard Wagner había muerto en el Palazzo Vendramín, en Venecia. Antes de continuar, permítaseme hacer un breve elogio al poeta y la persona, tal como acostumbraban en tiempos antiguos. José María era un hombre libre, y era libre porque era inteligente, cultísimo y especialmente dotado para celebrar el Arte y la belleza. Porque concebía éstos como una experiencia transformadora y elemento civilizador que levanta defensas contra el caos. Libre porque era ajeno a modas y banderías e insobornablemente refractario al pensamiento correcto. El propio Álvarez no dudó en plantear su poemario Seek to know no more como un libro de resistencia; de enfrentamiento radical contra todo lo que representa el mundo actual, contra todo lo que tiene de repulsivo y terrible. Libre porque vivió una vida intensa, gozosamente y con elegancia, porque admiraba aquello que merece la pena ser admirado. Libre porque despreciaba los fanatismos de cualquier signo. Libre porque fue poeta, de la estirpe de Byron, de Shelley, de Hölderlin, de Rilke, de Pound y de Borges. Libre porque, en sí mismo, fue una manera de entender la vida y el arte. Libre porque había decidido exiliarse en el Arte, porque sabía que ya no tenemos remedio, que estamos asistiendo al ocaso de la civilización tal como la hemos conocido. Que esperamos la última acometida de los bárbaros. Libre porque fue como el crepuscular príncipe de Salina, espectador de un mundo que desaparece bajo la losa del acomodo, la baratería, el fraude político, el buenismo suicida y la mediocridad en todos los ámbitos. Nos queda su Summa Artis poética reunida bajo el título Museo de cera. Nos queda Sbataisso, su último libro publicado en vida, que quedará como su testamento espiritual, ideológico y artístico; y como una lección de vida. LA OBRA EN PROSA DE ÁLVAREZ Cuando me detengo ante una reflexión del poeta contenida en Los decorados del olvido o en sus libros de conversaciones, me viene a la memoria aquella frase que le dijo Wilde a Gide en Argelia, «He puesto todo mi genio en la vida; en mis obras sólo he puesto mi talento». La prosa de José María Álvarez, siendo una prolongación de su poesía, es capítulo aparte y para nada desdeñable dentro de una obra tan extensa y poliédrica. Podría ser dividida ésta en tres grandes apartados. En el primero entraría la obra de ficción, con las novelas con elementos eróticos La caza del zorro y La esclava instruida, y sus dos libros de memorias apócrifas de Lawrence de Arabia y de Talleyrand. En el segundo, sus colecciones y antologías de reseñas, artículos y conferencias en Desolada grandeza, Naturalezas muertas, Tigres en el crepúsculo, La insoportable levedad de la libertad y el monográfico Sobre Shakespeare. Y, por último, todo su inmenso legado memorialístico, agrupado en los tomos La sombra de la memoria (Diarios) y Los decorados del olvido (Memorias), y los cuatro gruesos tomos de conversaciones en París y Venezia con Alfredo Rodríguez. Si juntásemos los cuatro libros de conversaciones, tendríamos un grueso volumen que superaría en extensión las mil páginas del libro de Conversaciones con Goethe de Eckermann, que quizás sea el modelo sobre el que se asientan las de Alfredo Rodríguez con el maestro Álvarez, de cuyas características esenciales yo resaltaría la espontaneidad, una encantadora complicidad y la dispersión artística e intelectual. A todo ello, añadiremos a título conclusivo, este hermoso volumen: Sbataisso. Pero tampoco podemos olvidar la labor de Álvarez como traductor. A modo de ejemplo en esta parcela, lejanas ya en el tiempo, las referenciales traducciones de la poesía de Kavafis, los Sonetos de Shakespeare, la poesía de Villon, los Poemas de la locura de Hölderlin, de The Waste Land de Eliot (1) y de la poesía y parte de la narrativa de Stevenson. Renacimiento también publicó hace unos años su traducción de King Lear. DESEO MÁS VENEZIA Así dice Álvarez en su Elegía romana. En este libro veremos (leeremos) que el Maestro dijo alguna vez que París era como una esposa, alguien más o menos afín, que a veces no entiendes, pero con quien quieres convivir y envejecer, pero Venezia era su amante. En otra parte leemos que Istanbul y Venezia son las dos ciudades más seductoras que ha levantado el hombre. Venezia es una constante en la obra de Álvarez. Alfredo Rodríguez lo sabe muy bien y ha editado tres libros alvarecianos que tienen como fondo los canales, las iglesias, los palacios, los museos y los restaurantes y cafeterías de la ciudad adriática. A saber, la antología poética El vaho de Dios (Poemas venezianos), el libro de conversaciones Antesalas del olvido (Conversaciones en Venezia) y el que nos ocupa, Sbataisso. Y, por encima de todo ello, la palabra de Álvarez, la mirada de Álvarez siempre lúcida y reveladora. La mejor imagen poética de Venezia, la más hermosa, la ha dado también el propio Álvarez cuando habla de una mañana en que «los palacios se reflejaban en el Gran Canal / como joyas tiradas en una sábana de seda». Bastan estos dos versos del magnífico Tósigo ardento para trasladarnos a la ciudad de los canales. Pero Venezia, pese a su luz primordial y única, tiene también un componente crepuscular, de conclusión, de despedida. Se diría que una sombra de fatalidad se cierne sobre ella. Otro “enfermo de Venezia”, Luis Antonio de Villena, ha dicho que está «asentada en su belleza y en su fracaso», y que hay una civilità véneta basada en lo decadente, porque Venezia sabe que es una ciudad condenada a muerte, a su hundimiento, pero que «se complace en ello». Como ciudad condenada, Venezia tiene también valor de metáfora. Incluso Álvarez, como abstracción, imaginó una muerte estética, viscontiana, frente al esplendor de San Marcos, viendo pasar a los japoneses y a las adolescentes bellísimas, viendo desdibujarse las columnas y apagándose las cúpulas y la música, mientras los somníferos hicieran su efecto. Sbataisso, con el subtítulo Escenas de Venezia, como he dicho antes, es el último libro de Álvarez publicado en vida, editado por MurciaLibro en abril de 2024. Viene precedido por un prólogo del poeta Alfredo Rodríguez, cuya amistad y gran afinidad con Álvarez es de sobra conocida. Con toda seguridad, Alfredo Rodríguez es la persona que más ha hecho en los últimos años por difundir la obra y el pensamiento alvareciano en sus diversas entregas de conversaciones y antologías. Y es quien nos presenta este volumen, Sbataisso, que por su carácter cuasi póstumo tiene carácter testamentario. Alfredo nos entrega en su prólogo, bajo el título La Venezia de José María Álvarez, una de la claves de lectura de este hermoso libro, y por extensión de toda la obra alvareciana: «Es este por tanto un libro vivo, un libro mosaico que nos da una idea de los mundos y obsesiones de un poeta cuya poesía tiene valor de verdad fuera de cualquier limitación temporal y supone muchas veces un acto radical de libertad, un gran tesoro literario». Al singularizar, Alfredo Rodríguez parece indicarnos, a contrario sensu, que la Venezia actual, la Venezia de los turistas de cruceros que desembarcan por unas horas, «manadas desarrapadas intelectualmente», no es su Venezia. Venezia es, en muchos aspectos, los vestigios de un mundo ido del que aún puede llegarnos algún resplandor, a quien sabe ver. Este libro nos descubrirá un buen montón de lugares y de pequeños detalles que nos ayudarán a ver ese resplandor. Lo primero que llama la atención en este libro es su título, Sbataisso, a mí por lo menos me lo llamó cuando Alfredo me anunció que me mandaba el libro. Ni siquiera internet supo dar cumplida satisfacción a mi demanda de saber qué demonios quería decir aquello. Quizás un capricho estético, pensé. Hasta que me llegó el libro. Ya en su prólogo, Alfredo nos revela el origen véneto de la expresión, sin equivalente posible en castellano a menos que acudamos a una breve elucidación. Según el propio Álvarez por boca de Alfredo, la palabra evoca el chapoteo nocturno de las góndolas en sus fondeaderos y, si hay luna, la imagen se refuerza. El libro tiene una estructura tripartita como si fueran los tres actos de una ópera representada en La Fenice o los tres movimientos de un concierto barroco de los que sonaron en tiempos de Vivaldi, en el Ospedale della Pietà. La primera parte, Venezia triunfante, son fragmentos extraídos del libro de memorias de Álvarez Los decorados del olvido; la segunda, Venezia opiácea son fragmentos de sus libros diarísticos, reunidos en el volumen La sombra de la memoria; la tercera parte, Venezia del amor es miscelánea, con extractos de distintos libros. Uno hará bien de adentrarse en Sbataisso con un cuadernillo a mano, para ir tomando notas o poniendo cruces en un mapa. No hay mejor guía para visitar Venezia que hacerlo de la mano de Álvarez. ¿Con quién se iría uno a Venezia si no? No es lo mismo, eso lo sabe muy bien Alfredo, pero en cada una de estas páginas nos habla Álvarez. Sólo hay que saber escuchar. Hay escasas referencias cronológicas. Lo que importa aquí son las impresiones, la emoción, y las cruces con que iremos marcando los lugares más acordes a nuestro interés. En San Sebastiano, las pinturas del Veronés, en San Zaccaria La adoración de los magos de Bambini, y en I Frari, esa Madonna de Tiziano, y así un larguísimo etcétera. En todo ello hay un carácter muy sensitivo. Casi podríamos decir que las páginas de Sbataisso desprenden sensaciones visuales, táctiles y auditivas. Con él descubriremos que Venezia es inagotable. Que es allí donde hay que leer a Casanova; que las obras de arte deben estar ubicadas allí para donde fueron creadas por Bellini o Tiziano, en las iglesias y en los palacios, donde se tuvo en cuenta la luz del lugar; que Byron ocupó el Palazzo Mocenigo y se tiraba desde el balcón para nadar por el Canal; que Gautier alababa las nucas de las venecianas; que, al atardecer, con la luz cambiante, una fachada puede transfigurarse; que San Marco da para toda una vida, que uno puede estar durante semanas contemplando los círculos concéntricos de la cúpula de la Creación del mundo, para comenzar a darse cuenta de cómo está hecha, de lo que significa; que Venezia tiene días Guardi y días Canaletto; y que en la Venezia del XVI había miles de cortesanas, que eran cultas y elegantes y eran libres de elegir a sus amantes y clientes. Y también, que al atardecer la luz del sol puede broncear el verdeazulcasiobscuro de las aguas del Canal. Y así mil y un detalles que nos guiarán a través de los canales, los puentes, los callejones, las iglesias y los palacios. Adiós, Maestro. En las pocas veces que lo vi siempre me trató con cariño y generosidad. Sé que su magisterio me acompañará siempre, desde aquellos primeros poemas que leí en la vieja edición de la Editora Regional de Murcia. La emoción que me embarga, como diletante, ante determinadas páginas de Montaigne o de Casanova o al leer un soneto de Shakespeare o un poema de Kavafis, al evocar unos versos de La Iliada, al escuchar un madrigal de Monteverdi o un Largo de Vivaldi es, con seguridad, deudora de la impronta alvareciana. Yo creo que la obra de José María se fue estructurando para las posteriores generaciones en una suerte de educación sentimental que nos ha abierto las puertas a muchas cosas y tengo el convencimiento pleno de haber aprendido de él mucho más de lo que ahora mismo soy consciente. (1) La menciona en el libro (pag. 32). Salvo error u omisión solo se ha publicado en la revista Barcarola y en el número monográfico de la revista Renacimiento (nº 59-60) de homenaje de T. S. Eliot (2008).
RAMÓN BASCUÑANA. ANOTACIONES A PIE DE PÁGINA (Pre-Textos, Valencia, 2023) por ANABEL ÚBEDA BERNAL BAJAR LA VISTA PARA ENCONTRAR LA SEMILLA DEL POEMA La lectura individual y solitaria nos lleva, en muchas ocasiones, a tomar aquellas citas que podrían ser objeto de una posterior creación, ya sea una reflexión o un poema, que no siempre acaba siendo. Partiendo de esta premisa, Ramón Bascuñana (Alicante, 1963) construye Anotaciones a pie de página (Premio Juan Gil-Albert, XL Premios Ciutat de València, 2023), un artefacto donde la cita ocupa la parte superior del papel y el poema se halla en la anotación a su pie, un acto que rompe el horizonte de expectativas porque obliga a una lectura no solo más pausada, sino que también se convierte una invitación a reconstruir el acto mismo de su génesis.
En cierto modo, sin miedo a equivocarme diría en este punto que la acción de bajar la mirada es equivalente a introducirnos en sus propios pasos, teoría que queda confirmada en las primeras anotaciones a Pavese o Roland Barthes, donde descubrimos a un yo-lírico que siente que el pasado es inhabitable: «la senda tenebrosa / del que escucha el silencio que cantan las sirenas / y sueña ser feliz en el destierro», al que simplemente le acompaña el acto de la escritura como una suerte de escapatoria: «quizás por eso escribo / versos que hablan / de mí mismo / como si fuese otro». Lo metapoético ocupa, por tanto, un lugar privilegiado, cuando reflexiona sobre la génesis desde la soledad: «la única que importa, / porque incluye a las otras, / esculpo este poema»; y también sobre su desarrollo porque «importa que el proceso / de horadar el misterio / nos transforme en personas diferentes». Sin embargo, ningún acto de creación está exento de la duda, ni las palabras por sí mismas construyen una fe, aunque sostienen su discurso, en esto coinciden el poeta y el citado Alberto Cardín: «Porque es difícil tener fe si las palabras / levantan un muro insoslayable / entre el creyente / y el misterioso objeto de su culto». El imaginario del poema contiene el amor, los recuerdos, la esperanza, lo gris, todos esos planos de lo vital que nos atraviesan y construyen nuestra historia; el poema es asimismo un álbum de imágenes de la infancia: «Mientras tanto la muerte y la doncella / en plano contra plano / se juegan a las cartas / el destino del hombre que seremos» e incluso se convierte en un lugar donde nos reconocemos en los otros, porque siempre hay un punto de coincidencia: «que solamente somos / la copia de una copia, / un plagio repetido / hasta el fin de los tiempos». Entendemos, entonces, que lo vital y la poesía se convierten en dos planos complementarios, otras veces, opuestos, porque el poema certifica, construye, destruye, refleja, sana o simplemente muestra todo aquello que nos atraviesa porque: «Cada verso un disparo o una puñalada. / Legítima defensa / oscura realidad que nos acosa». TATI SOLARI BOSCH. CASI, YO (Barnacle, Buenos Aires, 2023) por PABLO QUERALT VIVIR EN LO IMPRECISO Construir una arquitectura de la trama que cuenta el mundo de los sentidos y sentimientos de la vida que se vive, es el arte de Tati Solari Bosch en el transcurrir de Casi, yo. La amistad, la hermandad, salen a la luz en casi escenas que son realidad, un viaje, una road movie en definitiva una bonanza de lo que sucede más allá de golpes y tragedias, un encontrarse en el transcurrir por Madrid, Mar del Plata, Buenos Aires, en la sensualidad de los cuerpos llenando un vacío, el de existir y de qué hacer con la existencia. Una novela de amor está en la existencia de este relato, de vivir en lo impreciso y de la toma de decisiones, todo ese proceso que vive la protagonista, también su capacidad de dejar los pensamientos negativos para llevar una vida intensa de un fuego intenso que no se puede dejar de mirar y a su vez enciende. Así somos protagonistas en la lectura como testigos de lo íntimo que sucede. En definitiva, nos hace cómplices de que escribir es un viaje que puede llegar a cualquier destino. Eso nos propone la autora: el asunto es la imaginación con que lo encaramos, una actitud presente en todo movimiento. Al fin, una novela de amor por debajo de todo en una realidad permanente. Una cadencia de relatos, y sucesión de acontecimientos, existencias de personas que no hacen diferencia entre el relato natural y la novela en esa transparencia de vida y de verdad de las cosas que se han vivido y otras que se han visto y oído que van y vienen entre pensamientos y observaciones que se prolongan en un infinito sembrado. Una visión de la felicidad del presente acunada en las sombras del pasado.
Como muestra, este fragmento: (...) Miro mi vida, lo que ayer fui y lo que transité hasta aquí. Logré salir de mí, transformarme, disolver esa esencia, juntar las partes y aceptar mi nuevo entramado. Estoy entera, me aglutino, me encuentro. Me reconozco conforme con lo que veo. Quedó atrás ese tiempo en el que fui otra. Llegué a casa un par de horas después de escuchar el mensaje. Su llamado me había llegado en plena calle. Abrí la puerta y Teo vino a saludarme ladrando, feliz de verme, incondicional. Ya era muy tarde, no tenía fuerzas ni ganas de empezar una conversación. Decidí devolver el llamado en otro momento, o a lo mejor, nunca. ILDEFONSO RODRÍGUEZ. PLIEGUE A PLIEGUE. EL LIBRO DE TOMÁS. Con Tomás Salvador González (1952-2019) (Libros de la resistencia, Madrid, 2024) por SEBASTIÁN MONDÉJAR AMIGO ILDEFONSO RODRÍGUEZ [O ‘UN ORIGAMI DE PALABRAS EN COMÚN’] Ésta es la hora, éste es el tiempo / —hijo soy de esta historia—, / éste el lugar que un día / fue solar prodigioso de una casa más grande. [José Ángel Valente] El mapa es de papel. / Con él haces un barco / los pliegues son un mero trámite / antes del agua. [Antonio Gómez Ribelles] Y me pregunto: ¿habrá otro son distinto / que, sobre aquellos dos, pueda escucharse? [Hermann Hesse] De las palabras, a los hechos. Hace apenas dos años, Ildefonso Rodríguez inauguraba la excelente colección ‘De la belleza’ —dirigida por Gustavo Martín Garzo para Eolas Ediciones— con La belleza de los muertos, un pequeño y breve volumen (distintivos de la colección junto a las fotografías de cubierta de José Ramón Vega) dedicado a su madre y escrito en memoria de su hermano José María y de su padre, también Ildefonso, fallecidos en 2013 y 2016. En sus palabras introductorias, Ildefonso aludía ya a «un libro en marcha dedicado a la memoria —la mía— de Tomás», refiriéndose a este que ahora nos ocupa, Pliegue a pliegue. El libro de Tomás, recién salido del horno de Libros de la resistencia; un homenaje personal a su amigo y hermano de generación Tomás Salvador González —fallecido en 2019— en el que ha venido trabajando durante los últimos cinco años. Ambos libros se concibieron y forjaron al unísono y pueden considerarse libros hermanos, como atestigua Ildefonso en Pliegue a pliegue («Un díptico, en realidad, forman los dos libros»), pues nacen de lo mismo: la pérdida y el recuerdo de seres queridos; y lo hacen del mismo modo: a partir de «materiales ya hechos: desde sueños a papelitos, hallazgos, voces diversas, (...) adherencias, fragmentos, cosas traídas de cerca y de lejos, de aquí y de allá. Un cruce de escritos, de magnitudes y tiempos». Lo que Ildefonso Rodríguez ha denominado en ambos libros como “pliegues”. [Al escribir la palabra “tiempos” he recordado esta imagen de su poema ‘El viaje en redondo’, escrito en 2000 y yo diría que una isla suelta en su producción: «un hojaldre de tiempos». Sí, El libro de Tomás también es eso: un hojaldre de tiempos]. Libros hermanos, en efecto. Tras las portadillas de La belleza de los muertos, su título se extiende: ‘Uno, dos pliegues: la belleza de los muertos’; en la página 20 los pliegues reaparecen: «La pareja que forma cada cual con su muerto tiene pliegues y repliegues y nada saben los de afuera, los observadores (...). Los pliegues en la tela de la intimidad»; y también en la página 59, en estos versos iniciales de ‘Flores de noviembre’ dedicados a su padre: «en un pliegue / en un bolsillo / en la cosa más sorprendida / ahí está ahí está». Antes de seguir, quiero contar una anécdota que atañe también al encabezamiento de este texto. El día que conocí, ya a punto de publicarse, su título definitivo (para mí, hasta entonces, había sido sencillamente El libro de Tomás), la primera palabra que me vino a la mente fue “origami”. La escribí. De inmediato, aficionado como soy a los juegos de letras y palabras —anagramas, palíndromos, paradojas— encontré dentro de “origami” la palabra “amigo”; y vi que las dos letras sobrantes formaban el verbo “ir”. Y saltó esta frase, que podría resumir el espíritu del libro: «un ir hacia el amigo». Pero entonces caí en la cuenta de que “ir” son también las iniciales de Ildefonso Rodríguez. Y el círculo de mi juego se cerró por sí solo: ORIGAMI = AMIGO IR. «Amigo Ildefonso Rodríguez». Qué sorpresivos y reveladores pueden llegar a ser, cuando jugamos con ellos, los pliegues de las palabras y los nombres. Recordé también, por qué no decirlo, aquellos cuentos desplegables de la infancia, en los que al abrir las páginas se desplegaban tridimensionalmente ante nuestros ojos paisajes, castillos o casas que incluían resortes para mover algunas de las figuras; y aquellas barajas plegables de bolsillo cuyos naipes teníamos que destroquelar con nuestras manos. Como sugiere Ildefonso en los primeros compases de ‘Inicial' (la primera sección), Pliegue a pliegue ha sido concebido, funciona y actúa en nosotros también como un juego, con sus azares, avances y retrocesos, sus casilleros llenos de sorpresas: «Algo semejante a lo que escribe Federico García Lorca en su ‘Oda a Dalí’: “nuestra amistad pintada como un juego de oca”. Palabras en común». Para mí, Pliegue a pliegue es, sobre todo, una celebración de la amistad y de la vida. Pero no podemos pasar por alto que es también una elegía: «Aflicción: se escucha al que no está», rezaba una definición del abecedario anónimo que hicieron los amigos para la revista El signo del gorrión. «Toda amistad es una afección. Todo en nuestro relacionarnos fue afecto, por esa relación yo fui afectado de por vida», dice Ildefonso en este libro al cierre de ‘Inicial’. Y en la introducción de La belleza de los muertos: «La escritura poética concibe un género, la elegía, el planto. Yo me he entregado a él en demasiadas ocasiones. (...) Hasta por una gata he escrito una elegía. Con el propio Tomás lo tenía hablado (él mismo tiene una dedicada a su padre): ¿cómo somos capaces todavía de seguir escribiendo elegías, tras la de Miguel Hernández? La respuesta, pensaba él, está en las Coplas de Jorge Manrique: la enumeración de hechos, el pensamiento, frente a esa naturaleza en turbulencia hermosísima y conmovida del otro gran poema. La elegía objetiva, podríamos llamarla». Esta elegía a su amigo, como las dedicadas a su hermano y a su padre, bebe, creo, de ambos modelos. Sobre el libro ya han escrito o hablado buenos conocedores de las obras de Ildefonso y Tomás. Hace unas semanas, el poeta ovetense Fernando Menéndez publicó en el suplemento literario de La Nueva España una reseña titulada ‘Poética de los encuentros’ (parafraseaba así el título de un libro que él considera «piedra de toque» de la obra de Ildefonso: Política de los encuentros, publicado en 2003). Y estaba muy felizmente traída esa vinculación; no sólo porque, como decía, el nuevo libro es «un inventario de encuentros y reencuentros a través de la memoria, los sueños, las lecturas»; sino porque en aquel ya aparecían los “pliegues”. Estos versos de entonces podrían referirse al modo en que Ildefonso Rodríguez ha compuesto este origami en memoria de Tomás: con «dedos tan cuidadosos como los que llevan mensajes / a los oídos en la intimidad / éste ha de ser plegado compone una figura que yo bien sé» (‘Suave y confuso’); una figura, podemos añadir, en la que «no es contraria la espiga hallada en el pliegue de una sábana» (‘Todavía y siempre’). En su reseña, Menéndez destacaba también la «doble autoría» de este libro (ya confirmada en su título por Ildefonso: «Con Tomás»): «quien se acerque a Pliegue a pliegue se encontrará con una serie de lecturas convergentes en la figura del autor zamorano. Es un álbum, un cuaderno de campo, una libreta de casi apuntes del natural. Casi nada se ahorra porque todo es necesario. (...) Tomás Salvador González está más que evocado. Su presencia es orgánica, viva. Ildefonso acarrea hasta su libro textos, poemas, intervenciones de su amigo escritor. Se urde un diálogo, una conversación». Acercarse a la figura de Tomás Salvador González, conocerlo a través de su obra es una experiencia enriquecedora como pocas; poder hacerlo también a través de los recuerdos y las palabras del amigo es un regalo extraordinario para sus lectores. Además de transmitirnos —contagiarnos— su afección, Ildefonso Rodríguez recupera y reúne textos y poemas dispersos de Tomás Salvador González, algunos aparecidos en revistas o plaquettes, otros extraídos del recuerdo y la correspondencia personal, a los que nunca accederíamos de no ser por un empeño, un desvelo y un sentido de la amistad que considero ejemplares. Desde Aristóteles y Platón, Séneca y Cicerón hasta nuestros días, son multitud los filósofos, poetas o ensayistas que han escrito sobre la amistad. Desde los Ensayos de Montaigne y los Sonetos de Shakespeare, no había vuelto a disfrutar con tanta fruición con una relación entre amigos hasta que he leído El libro de Tomás. «No hay conducta loable que no alegre a una naturaleza bien nacida», escribió Montaigne. Imagino el esmero, la atención, las dudas, las búsquedas, las avalanchas de recuerdos, el tiempo y el esfuerzo necesarios para armar un libro así, tan híbrido y complejo pero, a la vez, movido por un propósito tan noble, que es lo que le confiere mayor enfoque y profundidad de campo, ritmo, calidad y claridad de estilo. Pliegue a pliegue. Directo al corazón. Los amigos son, junto a los sueños y la música, un tema central en toda la obra de Ildefonso. Basten dos ejemplos al azar: «que así se junte todo / aparecidos y desaparecidos en el recuerdo / música de cañas dulces toca esa amistad / que no haya otra armonía» (Mis animales obligatorios, 1995); «así lucen ahora las cosas de la amistad / como vistas por unos prismáticos: traen relieve y color / son singulares cercanas frágiles son intocables» (Política de los encuentros, 2003). [«Que así se junte todo». Ese verso resume toda su poética, y podría ser también un buen título para estos comentarios]. En Pliegue a pliegue, Ildefonso evoca y convoca a su amigo bruscamente desaparecido y, con él, a otro amigo común que dejó este mundo en 2022, cuando el libro ya se estaba gestando: el poeta leonés Miguel Suárez. Los tres convivieron, compartieron escritos, lecturas, tertulias y publicaciones durante más de cuatro décadas, y formaron, por así decirlo, una punta de lanza aparte en el fértil grupo de escritores castellanoleoneses de su generación. «Nuestros principales proyectos —como es fórmula ahora— literarios eran leernos, intercambiarnos, hablar, hablar noches enteras, la poesía como un habla de la amistad», recuerda Ildefonso. Hoy se relaciona con ellos, sus muertos más queridos, como si siguieran vivos. Sus muertes no han interrumpido el trasvase, el contacto, la conversación, sino que siguen echando nuevas raíces y ramificaciones.
Me permito, antes de concluir, otro inciso (otro pliegue). Tomás Salvador González dedicó muchas horas de su vida a los recortes de prensa, los collages y la poesía visual, que a día de hoy conforman una arteria primordial de su producción. Amplias muestras han sido ya estudiadas y difundidas en magníficas publicaciones y exposiciones póstumas. Confío en no excederme si revelo aquí que a Ildefonso Rodríguez, aunque se le conoce menos en su faceta artesanal, le han gustado desde siempre las manualidades y a través de ellas da también rienda suelta a su creatividad. Las manos son nombradas en muchos de sus versos: «Pobres las cosas que no tienen manos / que no tienen memoria de manos y cuidados», escribió en Política de los encuentros; y también: «piensan las manos dan con el sitio». Sus criaturas (figuras inefables, fetiches, amuletos, atadijos), de las que apenas se conocen unas muestras, en las que mezcla y teje con los materiales y texturas que encuentra más a mano los objetos más insospechados que se cruzan en su camino, serán un día merecedoras de un ojeo minucioso, porque dicen o contienen mucho del mundo que Ildefonso nos transmite con su obra escrita (y también por la vía musical). Pero tampoco desvelo nada nuevo. Él no lo oculta, al menos en sus círculos más próximos. El título del libro también nos dice mucho. Y ya su amigo Tomás se hizo eco de ello en sus palabras de presentación de Informes y teorías (rescatadas, junto a otros textos suyos, para Pliegue a pliegue), que fueron las primeras suyas que leí cuando él aún vivía y las desencadenantes de mi interés por su obra. Me ganó su cercanía, su talante, su complicidad con el amigo, su sensibilidad e inteligencia. «Hace años —decía en ellas—, aunque no soy capaz de precisar la fecha ni la ocasión, seguramente en una de las visitas que me hacía cuando yo vivía en Zamora o en La Parra, Fonso me preguntó si tenía algún amuleto. Ante la cara que puse y mi respuesta negativa, sacó del bolsillo un atadijo de telas y otros materiales que las arrebujaban en una especie de riñoncito que le cabía en el puño. “Yo no salgo de viaje sin alguno de los amuletos que fabrico para que me sirvan de protección”. (...) Cuento esta anécdota porque revela algunas de las características de Fonso que son aplicables también al libro que hoy presentamos. (...) porque la portada es de Fonso aunque no haya constancia en los títulos de su autoría. (...) a Fonso le cuesta un mundo desprenderse de aquello que de una manera o de otra ha entrado en su vida. Poco importa la pobreza o nobleza de los materiales (trapos, cordeles, un papel pintarrajeado, un alambre...). (...) Toda su escritura acaba dirigiéndose a esa época que es la de su infancia y adolescencia, que es la cueva del tesoro a donde caminan todos los pasos». Enlazo estas palabras de Tomás con mi anterior alusión a los juegos y vuelvo de nuevo a Política de los encuentros: «porque yo soy un hombre infantil multipliqué mis atributos» (‘Suave y confuso’); «por esa senda vamos / y aquí seguimos tejiendo / el plazo temporal el amuleto / alimentado con hilos y espigas secas» (‘Canción de las migas de pan’). [Un largo y tendido «plazo temporal», eso es también El libro de Tomás, dicho nuevamente al modo de Coplas del amo, otro libro de Ildefonso que recomiendo mucho]. En realidad, por seguir con el símil, toda su obra compone un gran origami que podemos plegar y desplegar de muy diversas formas. Poeta, músico, ensayista, narrador y contador de sueños, Ildefonso Rodríguez representa— lo he dicho alguna vez— un camino aparte en las encrucijadas de la literatura española de los últimos cincuenta años. El poeta Aldo Sanz ya lo definió hace una década como un «gran innovador de la poesía, sutil y rotundo en la expresión y dominador de un amplio abanico de técnicas literarias». No hay más que echar un vistazo a su nutrida lista de títulos publicados para adivinar un recorrido y un espíritu excepcionales como pocos. Sus libros (en 2008 la editorial Dilema publicó Escondido y visible, su poesía reunida hasta 2006, donde figuran varios de los mencionados) forman un corpus, crean un mapa del territorio en el que se vivió y se soñó; por donde quiera que lo despleguemos encontramos señales, lugares, conexiones con ese corpus, su recorrido y su espíritu. Con sus «cosas traídas de cerca y de lejos», Pliegue a pliegue abarca una gran parte de ese territorio compartido. Ildefonso —con Tomás— en estado puro. ANTONIO BUENO GARCÍA. CERVANTES EN ARGEL (Comares, Granada, 2024) Edición multilingüe y multimodal por ROSA MARÍA GIL SANGRADOR EL HÉROE CABALGA EN LA CÁMARA OSCURA Hace un par de años celebrábamos la aparición de la última biografía de Cervantes, obra de Santiago Muñoz, director de la RAE, que, aunque ilustraba expedientes y tesis más recientes, seguía sin ofrecernos demasiadas pistas sobre la vida de Cervantes en Argel, por la sencilla razón de que sigue siendo un asunto relativamente opaco. Cervantes argumentó que toda su vida se encontraba en sus obras, celoso como era de su intimidad y reacio a que otros indagaran sobre él, pero no dejó de ficcionar cuando hablaba de su persona (lo hacía dentro de obras de ficción), dejando así el camino abierto a su interpretación y a la imaginación, que es lo que Antonio Bueno desarrolla en esta obra. El volumen que acaba de editar Comares en su colección Interlingua supone un hito en la bibliografía literaria sobre el escritor, y no solo por el paso que representa de la biografía teatralizada a la autoficción, sino también por su publicación en nueve lenguas (el español y otras ocho canónicas), y en expresión tanto escrita como audiovisual. El autor (Valladolid, 1958), catedrático de traductología y experto en autobiografía y literatura intimista, que ha tenido ocasión de conocer la cueva donde estuvo preso Cervantes durante su estancia profesional en Argelia, explora las interioridades del alma del escritor y se adentra de modo imaginativo en la supuesta experiencia vivida en ella, convirtiéndola en cámara oscura donde se revelan los grandes secretos. La obra, construida en torno a dos monólogos dramáticos de corte autobiográfico, revisa la experiencia de nuestro escritor universal desde dos ópticas distintas: el primero (Cautivo en Argel) es un ejercicio a mitad de camino entre la investigación y la literarización, una suerte de autobiografía teatralizada, que descubre la vida que llevó durante los cinco años de cautiverio en Argel, poniendo en boca del protagonista el relato de su vida. Cervantes comienza presentándose como si fuera un desconocido (¿no es lo que nos sucede ante muchas circunstancias de su vida?): «Mi nombre es Miguel de Cervantes...». Lo hace con ironía e incredulidad por nuestra poca perspicacia para resolver el enigma de su vida, pero sin acritud por las consecuencias derivadas de su encerramiento. No busca la conmiseración del lector o escuchante, si acaso el reconocimiento de su valor ante la adversidad y el dolor, que en el fondo le engrandecen como las cicatrices a la vida. El segundo monólogo es un claro ejercicio de ficción en boca también del protagonista, aunque el punto de partida sea concreto y verificable biográficamente: el encerramiento del escritor y sus cuatro intentos de fuga, así como el rescate de su persona. Bajo un cielo distinto al de La Mancha —la bóveda de una cueva—, un héroe cabalga entre las sombras por la cámara oscura de la memoria, auténtica metáfora de una vida real y escritural por esclarecer. Esa es la realidad existencial que vive el cautivo de Argel, pero la historia más concreta es la del propio Cervantes que, habiendo sido capturado por los piratas berberiscos y conducido a Argel, es encerrado por el sultán en una cueva de la que le permite salir en ocasiones para desvelarle secretos e intenciones sobre el rey de España, gracias también a la labor especial de su hija, la princesa Djemila, a la que ha puesto como cebo. El protagonista y la princesa, que terminan enamorándose, planean la fuga (hasta en cuatro ocasiones), viéndose enfrentados a diversas vicisitudes y abocados a una situación límite. El amor, que es un sentimiento al que Cervantes asigna siempre especial importancia, pues como diría Don Quijote «no puede ser que haya caballero sin dama» (capítulo XIII de la primera parte del Quijote), actúa aquí como motor de la existencia y emoción capaz de sacar lo mejor del héroe. La capacidad de resistencia a la adversidad es en el héroe directamente proporcional a la de su pasión amorosa y su deseo de libertad. Como en una experiencia iniciática la cueva se erige en vehículo de la historia y de la existencia. Si en la noche las sombras representan los fantasmas (sufrimientos y pesadillas) de la existencia, tanto real como artística, la luz, que entra por los recovecos de la cueva, representa la esperanza del cautivo y la lucidez, tanto del ser humano como del escritor. Cervantes, que estaría gestando también su obra, va a ver mucho más claro en las profundidades de la cueva, y, dentro de ella, no confundirá, como Don Quijote, molinos con gigantes, ovejas con ejércitos, damas con prostitutas. Desde el punto de vista formal la fuga es la razón misma de la existencia en esta cavidad. El tiempo, que en la obra también se expresa en fugas (se trata de un monólogo en cuatro fugas con un introito), va marcando la progresión de la acción con el relato de las sucesivas evasiones y con la representación en la cueva de la sucesión del día a través de los efectos de luz y de noche. Amor y fuga vienen a ser sentimientos idénticos en la representación de la esperanza, como amor y muerte o amor à mort —utilizando el símil del español y el francés— en la desesperación.
Este Cervantes en el siglo XXI se plantea cosas que no pudo hace 450 años, como que hay que buscar «cueste lo que cueste» (lo repite varias veces) la luz de la noche, llamar a las cosas por su nombre, desenmascarar al enemigo, declarar (lo hace por él también Don Quijote) que nada conseguirá volverle loco, reconocer que está sumido en la desesperación, que no puede más... Su mundo de luces y de sombras, de pasiones, está más cerca de nuestra existencia. En el monólogo lastimero del héroe el lector se convierte en confidente, destinatario de una intimidad de la que extrae una lección personal (¿no es acaso este el valor de la lectura?) y, como por encantamiento, se siente también encausado, concernido por similar existencia, asumiendo principios y valores. En el audiovisual de la obra Cervantes y su traducción la voz del protagonista (Cervantes) es en la mayoría de las ocasiones de mujer (sus traductoras), y no es Djemila, porque Cervantes en definitiva somos todos. Desde el punto de vista traductológico (hay ocho versiones) asistimos a un ejercicio minucioso de trasvase de la forma y del sentido hasta dar con los ricos matices del original (todos son buenos traductores literarios). La empresa se lleva a cabo desde diferentes perspectivas autoriales: autotraducción (el autor de la obra es también traductor al francés), traducción personal (caso del inglés, portugués, italiano y ruso), traducción colaborativa (alemán, árabe y francés) y con revisión (en todos los casos). Su publicación en el libro al mismo nivel que el original tiene una lectura singular, pues es como si el autor buscara dar el mismo peso a un texto que a otros. Cierto es que para el lector extranjero la primera referencia que tiene es la traducción a su lengua, y esto nos hace pensar en el papel importante de la literatura comparada. Yendo mucho más allá en nuestro propósito, podemos aseverar que la obra deja de pertenecer por entero al autor cuando se transfiere al traductor y por supuesto también cuando termina en las manos del lector, que se apropia de ella y le da su particular sentido. El libro Cervantes en Argel, como decíamos, no presenta solo variantes desde el punto de vista lingüístico o de la escritura, también desde el punto de vista de la modalidad (de la escrita a la pictórica, la sonora y la audiovisual), tal es la singularidad de la edición. El conjunto representa en cierto modo una nueva ecología literaria, basada en el valor de la palabra, la imagen y el sonido, que predispone a una lectura total a través de la vista y el oído (¿no fue acaso la literatura oral la primera?) y que tiene el mérito de proponer otra lectura alternativa de la obra. En el campo de la imagen, la obra dibujada (representada a través de las plumillas sobre Argel y Orán del artista Fredesvinto J. Ortiz) se completa con la fotografiada (del propio autor) y la digitalizada (obra de Karim Djouimai), que sirven para el montaje fotograma a fotograma de Cautivo en Argel (por Susana Bueno) y del resto de obras: La luz de la noche, Argelia en perspectiva a dos puntos de fuga y Cervantes y la traducción (por el equipo de Imane-Amina Mahmoudi). Sobre la realidad sonora en la obra podría hacerse un amplio estudio; notemos que la locución de los monólogos procede del mismo autor, que complementa el sentido del texto escrito y que emociona con su interpretación teatral. La versión francesa del audiovisual La luz de la noche (el único que se lleva a cabo también en otra lengua) constituye más lo que denominamos una (bella) lectura que una interpretación escénica. La música, de guitarra clásica (interpretación de Malik Hannouche) y también andalusí, junto a la llamada a la oración musulmana, contribuyen a crear ese halo perfecto para encuadrar la experiencia en Argel desde diferentes percepciones. En definitiva, estamos ante una obra que no dejará indiferentes a los lectores por su original propuesta sobre la realidad fingida del genial escritor universal y por la nueva manera de entender la literatura, más próxima a la alquimia, a la búsqueda del arte por el arte. |
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