LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ALEJANDRO CESARIO. UNA HILACHA EN LO REAL (La Yunta, Buenos Aires, 2024) por PABLO QUERALT Una hilacha en lo real es lo que el poeta visualiza, intuye en el paisaje como escenas que se resuelven salmodiando, corriendo el telón para ver ese hilo y tirar de él para esperar lo que viene, así entramos en universos —abrazos del lenguaje con que el autor arma y desarma el conjunto de versos— poemas de lo ignorado. Una hilacha que se narra y glosifica con palabras en desuso para reivindicarlas y dar brillo al cantar donde lo único diáfano «es tu mano en la mía» como guía de esta travesía por el campo del desamparo, de lo envilecido, de la pieza ceñida, el río, la estepa, las cadenas del columpio cayendo hacia el cielo de Carapachay en todo el sentido que revela. Poemas que se encabalgan unos a otros y construyen una entidad colectiva. Repertorio de palabras como una partitura que se disipa en los versos entre el tinto que solapa y la noche que arropa. Buscar en todo lo que sestea: ramita en la boca, mirada que espeta al cielo, los huesos del desmadejo, el remilgo de la hijita, espacios vividos, ritornelos de lo familiar, la sensación y la materia hecha carne que trabaja para vivir. Las distintas identidades del poemario: el hijo, la madre, el padre, el carrero, el carro, la mesa, la pradera, la pobreza, la ciudad suburbana, la plaza son el escenario que casi es un personaje más, como lugar e identidad en la voz con el impulso que impregnan las palabras al discurso del poema que constituye la redención del sufrir humano que ríe irónico de su desgracia. Aceptación y rechazo del sobrevivir como leitmotiv que se reinventa para conjurar las implosiones de la barbarie, para transformarlas en buen estar y regocijo. A su vez, la poesía de Cesario es teatral, plantea un suceso con principio y resolución, como pequeños haikus que se estiran y dejan una estela de sentido donde el sensorio se colma y embellece. La belleza está presente en su escritura, sus palabras escogidas y el motivo sentimental. Hay remate. Como el buen futbolista que pone elegancia a la jugada. Crea una galaxia de lenguaje y tema, lo que sería la antigua forma y fondo, pathos y logos, que orbita como un documental vivido llenando campos incorporales como universos que se enlazan en una misma música que relata su aldea. Es presente y pasado lo que tamiza, pervive, lo que perdura en la vida que enmudece y colma la página en la potente mirada de lo pobre y fugaz de felicidad que encuentra en su camino —mirada mitad escritor— mitad lector que se aúnan en el relato poético. Pone en existencia la complejidad de esa niñez, lo que pide, el maltrato, el descarte, la lobreguez, los pies descalzos de mesa en mesa, la calesita esa eternidad... ciruelas, pan, vinito, la dicha de un sueño. De timbre en timbre poeta que anda el conurbano, oye la copla que “nadie” escucha. Poemas visuales y a su vez llenos de música que brota de los paisajes, imágenes que siembra su escritura, lo que se chamusca y se estampa, amparada por una zamba, plegaria en lo roído, lo que titila, epifanías que masca y escupe el que va por los murientes atardeceres, los vivos que de a poco fenecen.
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SERGI GROS. DONDEQUIERA (Pre-Textos, Valencia, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al leer los libros de Sergi Gros te invade una sensación de recogimiento similar a una oración, por la música, el ritmo, por la esencia de sus temas, por el lenguaje limpio de adjetivos, por el nosotros. Es algo que se acerca a una mística que yo diría profana, esa poesía que necesitaron los místicos para completar su camino hacia lo sagrado en torno a una voz interior que precisa salir y sobrevolar el ruido que nos rodea. Como una voz que se levanta sobre otros ruidos sobre otras voces Así comienza el primer poema de Dondequiera, el último poemario de Sergi Gros, y es el concepto de voz, expresado como voz interior, poética, y también como otras voces exteriores, ruidos, y concretada en la palabra y el lenguaje, el que va a dirigir toda la lectura. Poemas cortos que se organizan por páginas, pero que se enlazan unos con otros en una continuidad narrativa y en el uso de la repetición de palabras-concepto claves, en un volver al tema aunque sea para enfocarlo de otra manera. La rima interna que se genera de esta manera, en el sentido de recuerdo de aquellos que ya oímos antes, hace que entendamos la unidad de todos los poemas como uno solo. Esta arquitectura, que se traslada y recorre todo el poemario, introduce interrupciones, intervalos que ayudan a una toma de conciencia emocional, y a pasar al siguiente fragmento identificándote con él, como si fueras aprendiendo por el camino las pautas necesarias. Además, una estructura visual interna en escaleras, a la manera de William Carlos Williams, domina rítmica y plásticamente, a la manera de reflexiones tomadas caminando, como esos paseos de los autores románticos. Y algo hay en la escritura de Sergi Gros que retoma la poesía romántica en lo que tuvo de conquista de la libertad creativa, en la construcción del individuo en su proyección sobre lo que encuentra en la naturaleza o el entorno, que si bien no es tan marcada aquí, sí tiene presente en algunos momentos («Como los pájaros que ya no cantan»; «Contra las mismas fuerzas / que doblegan la hierba / que desplazan el mar»; «Bajo las últimas ramas / de un bosque invisible»). Y una exaltación de lo sublime que hay en lo pequeño: «Como quien busca una luz / en el fondo de un depósito». Al principio del libro se parte de una inmovilidad, de una monotonía, expresada como el volver a empezar y los ciclos de vida y muerte y también el retorno a lo repetido, como Machado utilizaba la idea de la tarde («Y cada noche regresamos... a la misma ensoñación»), pero que cambiará al deseo y necesidad de cambio frente al inmovilismo. Y, como decía antes, será la voz la que se convierta en el tema del libro, esa voz tan necesaria para trascender el mero acto estético y convertirse en una conquista para ganar el futuro («Nuestro lenguaje es una semilla / … / Nuestro lenguaje / es una república / Un peldaño / en el aire»). La confianza en la palabra, en el lenguaje, en la actitud que luchará para apagar otras voces únicas e impuestas. Hay una voluntad de transmitir la necesidad de toma de conciencia y actuación colectiva. De ahí el uso de un nosotros poético, donde la voz no es individual, sino que se muestra una intención de trascender del individualismo a lo universal, con una proclama a la unidad («Y todos nuestros corazones juntos / constituyen una sola herramienta»). No hay acontecimientos, solo pequeños destellos de asombro ante vidas sencillas. Darse cuenta de nuestra pequeñez y a la vez saber que colectivamente se pueda avanzar. Gros utiliza un lenguaje extremadamente limpio de adornos al que ya nos tiene acostumbrados, donde la desaparición casi total de adjetivos nos transmite una esencialidad, unas imágenes nítidas por lo que son, sin intención de dirigir al lector a caminos cerrados. Se suma la ausencia de signos de puntuación (sólo las mayúsculas de inicio de oración quedan en los versos) y los sujetos ausentes, el inicio de los versos con preposiciones o adverbios, hasta, quizá, ante, como, desde, verbos como hablamos, venimos, veneramos... Hay en todo el libro una presencia, a veces simultánea o enfrentadas en las páginas, de la dualidad, la contraposición, como si existiera siempre una duda sobre la solución y su contrario, como si se supiera de qué forma actuar y la pereza y comodidad en dejar las cosas como fueron, y ahí aparece el quizá («Quizá la respuesta es compleja / y supera nuestras capacidades // Quizá deberíamos / obviar la pregunta») que nos enfrenta a nuestra incapacidad, una contraposición entre la revolución y el conservadurismo, como si no saber el sentido nos llevara de nuevo a la obediencia y a una cultura conservadora («Heredar un sueño / Seguir un patrón»). Dualidad que aparece en otras ideas contrapuestas («Una extraña circunspección / determina nuestras palabras»), siempre con el nosotros, («el fondo y la superficie», «Nuestro canto / es un error») donde el canto representa la voz que llega lejos y el error la duda permanente. Lo mismo ocurre con la idea de Dios o lo sagrado, que aparece como necesario, esos «santuarios permanentes» que se desean construidos por nosotros por un lado, y la crítica a las religiones del «juez que monopoliza las palabras» («Ante la presencia / de un dios severo / Bajo el ritmo / de otra voz»). También la idea expuesta anteriormente de lo colectivo presenta su parte negativa en la metáfora de la sociedad o el grupo como colmena y su obediencia «a una diosa enorme, a una reina estática», y el deseo de cambio se enfrenta a solicitar «las migajas de las migajas» y contentarse con «un poco de amor». Pero estas dualidades o confrontaciones no impide que se pueda leer como quien está orando. La división en poemas breves, a su vez divididos por estrofas cortas, con un cuidado exquisito en eliminar lo superfluo, y el control de la visualidad del poema, hacen que el lector adopte la postura de quien ora o lee textos o poesía sagrada, de ahí mi referencia a una mística profana, porque a la vez que se leen estas plegarias no se espera la ascesis, porque tal vez no exista lo sagrado, o solo exista en un pequeño ámbito. Decía Bárbara Guest que «El acto más importante de un poema es ir más allá de la página, para que seamos conscientes de otro aspecto del arte. Esto nos introducirá en su esencia espiritual».
Otras palabras dirigen también el sentido de Dondequiera como son deseo, sueño, alma, luz, y amor. Todas estas palabras tan positivas en su sentido primero se encaminan a un proceso de cambio y conquista, aunque todo acabe, tal vez igual, o tal vez con el convencimiento de que no se puedan lograr grandes cambios y que seguirá faltando luz, que los sueños serán sueños, y que nos quedará el amor. Así que el poemario no pretende dar lecciones de nada, sí abordar el mundo y sus enigmas y la dificultad de sobreponerse a algo que nos parece muy ajeno, y que sin embargo es de absoluta actualidad. Termino con el poema que da título al libro, ese Dondequiera que recoge perfectamente el ideario del libro. 22 Y nuestras almas permanecen violentamente adormecidas Como un puñal en una vaina Como una flor en un abismo En el fondo de la carne Dondequiera ALFREDO CARRALERO. ADONDE MIRAN LOS DRAGONES (Ondina, Madrid, 2024) por ANTONIO CHAZARRA Acabo de concluir la lectura de Adonde miran los dragones. Cuando —como es el caso— un relato entretiene, hace pensar y convierte al lector en cómplice, la experiencia es no sólo satisfactoria, sino saludable.
Había leído con anterioridad otras obras de Alfredo Carralero, diferentes entre sí y diferentes de la novela histórica que tengo entre manos. Paseos por el Madrid rebelde, donde el lector descubre ese Madrid, con harta frecuencia poco frecuentado... mas a la vez, imprescindible para entender nuestra historia y Aragón rebelde y republicano, donde tomando como epicentro Jaca y la sublevación de Fermín Galán y Antonio García Hernández, ofrece una panorámica de los liberales aragoneses y de los intelectuales, sindicalistas y hombres de acción comprometidos con ideales de progreso... y que han permanecido en el olvido, sepultados por una interesada desidia y sinrazón. En esta su tercera obra, Alfredo Carralero se interna en ese género, que podríamos denominar novela histórica, pero lejos de manidas convenciones y de forma original y creativa. Utiliza “el molde” para dejar caer una serie de reflexiones morales, políticas y hasta filosóficas que le dan al texto un valor añadido. Desde la primera página, se entabla un juego creativo que invita al lector a participar en la acción y a hacer descubrimientos. El propio título es enigmático, por lo que es conveniente al finalizar la lectura del texto, regresar al principio donde cobra sentido el lugar adonde miran los dragones. Una novela histórica que se precie no tiene por qué ser frívola. Muy al contrario, es una aventura en la que el lector se enfrenta a sucesos del pasado, con una mirada del presente. Se trata, por tanto, de un diálogo entre el siglo XVII y nuestro “hoy”... donde se nos muestra, con habilidad, que en buena parte el pasado está por descubrir y es más complejo de lo que aparentemente parecía y nos han contado. En cierto modo es la cara oculta de la historia. El relato contiene una serie de aspectos muy interesantes que hasta ahora han permanecido silenciados. El primero de ellos es la red de espionaje del Imperio Español para mantener el poder. Personajes como el Conde-Duque de Olivares o los literatos Saavedra Fajardo y Francisco de Quevedo, cobran un nuevo sentido desde esta perspectiva. ¿Cuál es el “modus operandi” de Alfredo Carralero? Disponer las piezas en el tablero y sólo entonces, hacer que los personajes vivan una serie de intrigas y aventuras trepidantes, maquinaciones y venganzas. No es casual que la primera parte se denomine ‘La ruta’ y la segunda ‘La llama’. Son guiños y un homenaje a Arturo Barea y a su Forja de un rebelde, que es en cierto modo, unas memorias y, al mismo tiempo, mucho más que unas memorias. En toda novela histórica —Galdós nos ha legado un magnífico ejemplo— se entrecruzan, conviven y entablan relaciones personajes históricos con otros ficticios creados por el autor. A veces una novela histórica puede ser el vehículo para poner de manifiesto lo que pudo haber sido y no fue. Existen momentos en que la traición y el asesinato pueden alterar y mucho lo que llamamos Historia. Suelo recordar un pensamiento del filósofo Epicuro en el que señala que «frente a las demás cosas es posible procurarse seguridad, pero frente a la muerte todos los humanos, habitamos una ciudad sin murallas». Son muchos los atractivos y los motivos de interés de esta novela que es dialéctica y pedagógica, poniendo de relieve una constante de la historia de nuestro país, que no es otra que la lucha entre los que aspiran a un futuro mejor y los tradicionalistas, cuyo propósito fundamental es que nada cambie. Ambas posturas están expresadas en Juan José de Austria, al que podríamos calificar de pre-ilustrado y gobernante con una visión de futuro y la rencorosa, fanática e intrigante reina madre, capaz de todo para no perder su influencia. Mostraré, de forma casi esquemática, aspectos que presumiblemente le resultarán al lector atractivos: la proliferación e importancia de las sociedades secretas, elementos propios de las comedias de capa y espada o la utilización interesada y torticera de la Inquisición convertida en un instrumento más del poder político. En una novela donde hay abundantes elementos sorprendentes, uno de los más interesantes son los criptogramas o mensajes cifrados, inseparables de un periodo donde el espionaje ocupa un lugar destacado, así como los denominados “gabinetes negros” encargados de descifrarlos... Me ha llamado la atención, a lo largo de sus páginas, la invisible sombra de Erasmo de Rotterdam con su mensaje de tolerancia, que no pudo llegar a fructificar al imponerse intereses belicistas y espurios. Quizás uno de los aspectos “más rompedores” es el tratamiento que Carralero da a los personajes femeninos. Son protofeministas, mujeres arriesgadas que se rebelan contra los roles tradicionales y se muestran decididas y activas. Unas líneas tan sólo para el protagonista ficticio Diego Zapata, descendiente de comuneros, fiel y valiente. Se entrega a lo que considera justo con pasión y lealtad, poniendo sus ideales por encima de las conveniencias. A lo largo de las páginas del relato existen clérigos oscuros, dogmáticos e intransigentes, mas también otros cultos, despiertos y sagaces, como Fray Salvador de Laredo. El texto está salpicado de misivas, criptogramas y notas que dan al relato un interés añadido. El lector interesado, al cerrar la novela, quizás se sienta inclinado a saber más sobre la iglesia de Robledo de Chavela o sobre el monasterio de Santa María la Real de Valdeiglesias. El libro está muy bien editado por Ondina Ediciones, lo que no deja de constituir un placer añadido, facilitando así su lectura y disfrute. FERNANDO MAÑOGIL. ESPEJO DE MEDRIOCRIDAD (Talón de Aquiles, Valencia, 2024) por JOSÉ LUIZ ZERÓN HUGUET LA POESÍA COMO FORMA DE RESISTENCIA Fernando Mañogil Martínez (Almoradí, 1982), licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Alicante y profesor de Lengua Castellana y Literatura en el IES Los Montesinos-Remedios Muñoz, es reconocido sobre todo por su labor como gestor cultural y por su obra literaria. Esta incluye un trabajo de investigación (tesina) sobre las relaciones poéticas entre César Vallejo, Gonzalo Rojas y Juan Gelman; un ensayo titulado Derramado en el cauce (Sapere Aude, 2024); y siete poemarios. El último lleva por título Espejo de mediocridad. Aunque el pesimismo, el desamparo, la angustia, el inconformismo y el desencanto de los tiempos modernos están presentes a lo largo de la obra literaria de Fernando, estas constantes críticas se manifiestan con mayor fuerza a partir del poemario La apoteosis de la inercia y, especialmente, en el ensayo Derramado en el cauce. En Espejo de mediocridad el lenguaje incisivo e imprecatorio es menos demoledor y se presenta más atemperado. Si en los dos libros mencionados la redención del ser humano parecía absolutamente descartada, en este poemario encontramos un resquicio de lucha, resistencia y esperanza, y un vehemente intercambio entre subjetividad y realidad que conserva ciertas filiaciones románticas. El romántico vive su época, pero no quiere ser cómplice de ella. No puede creer en verdades absolutas, aunque las persiga; necesita la fe, la armonía, la autenticidad, llegar más allá de la superficie. Esta tensión lo lleva al lado oscuro de la condición humana, donde cuestiona los estándares de la sociedad contemporánea y revela las contradicciones que nos definen. Con un estilo que combina lirismo punzante y reflexividad introspectiva, Fernando despliega un conjunto de poemas que desafían las nociones de éxito, autenticidad y propósito. A través de sus versos explora temas como el conformismo, la alienación y la búsqueda de sentido en un mundo que tiende a valorar lo superficial. Sin embargo, incluso adoptando un tono pesimista, los poemas sugieren que en la aceptación de nuestras limitaciones puede hallarse una forma de autenticidad y libertad. El título ya anuncia la intención del libro: un espejo que no refleja ideales perfectos, sino las imperfecciones, los desencantos y los límites que moldean nuestra existencia cotidiana. Fernando construye imágenes que oscilan entre lo bello y lo incómodo, invitando al lector a reconocerse en ese reflejo de nuestras propias mediocridades. Una vez más, la obra de nuestro autor se convierte en un ejercicio de autocrítica. Fernando no adopta una postura de superioridad moral, pues no se exime de la mediocridad que denuncia. Mediocridad: este sustantivo, generalmente usado para despreciar o provocar, aquí sirve más bien para señalar una característica distintiva de nuestra época. En todo el libro late de manera implícita la célebre pregunta de Hölderlin: ¿Para qué poetas en tiempos de angustia? Se reflexiona sobre el sentido de la escritura en la actualidad y se lamenta la pérdida de influencia de la poesía y el arte en general. También se resalta cómo la mediocridad está profundamente arraigada en nuestra sociedad, volcada en la adulación del esfuerzo en lugar de los resultados. Fernando Mañogil asocia esta mediocridad al individualismo mezquino, al narcisismo que prolifera en los foros culturales, las redes sociales y la poesía misma. La sociedad no quiere verse reflejada en un espejo que revela su mediocridad, y nadie desea reconocerse como mediocre. Para Mañogil, uno de los antídotos contra la mediocridad es la crítica, y sobre todo la autocrítica. Por eso, en sus versos no encontramos halagos complacientes ni clichés discursivos diseñados para conquistar a la “mediocracia”. Por el contrario, en este libro los poemas despliegan un combate entre instinto y razón, entre poeticidad y expresión literal, destreza retórica y formulación dislocada, crispación y serenidad, y abundan connotaciones culturales concretas, muchas de ellas relacionadas con la mitología clásica. Una de las claves fundamentales de este poemario radica en su profunda preocupación por los mitos. Mañogil rescata figuras de la mitología clásica, reinterpretándolas a la luz de los problemas actuales. Los héroes y dioses del pasado coexisten en sus poemas con los ídolos efímeros del presente, generando un contraste que destaca la banalidad de muchos referentes contemporáneos. Esta convivencia entre lo clásico y lo urbano constituye uno de los aspectos más originales de Espejo de mediocridad. Además, la presencia de los mitos está generalmente vinculada a la intimidad biográfica del autor, aunque de forma lo suficientemente velada como para evitar incurrir en lo meramente autobiográfico. Cabe señalar que, para comprender la estructura y la evolución discursiva del conjunto, es relevante mencionar que el poemario fue escrito casi en su totalidad durante los meses de confinamiento de la pandemia. Tal vez por ello, la voz del poeta asume la realidad sin ilusiones, aunque sin resignación, y manifiesta una lucha constante acompañada de un ferviente deseo de vivir. Fernando está profundamente vinculado a una vía sensorial de conocimiento, pero en estos poemas las pulsiones de vida chocan constantemente con la falta de esperanza, generando un conflicto tenso en el que el poeta esquiva a la serpiente que envenena las gargantas del odio. En el espejo opaco de la mediocridad aún perviven vestigios de los antiguos ideales del humanismo y un anhelo de trascendencia que ha resistido la opresión de lo real. Resulta significativo que el autor recurra, en numerosas ocasiones, a una palabra hermosa en desuso como es “alma”, término que etimológicamente alude al principio que dota a los seres animados de movimiento propio. Asimismo, “alma” se refiere a un ente inmaterial que, según creencias de diversas tradiciones filosóficas y teológicas, poseen los seres vivos. Mientras que para el psicoanalista Carl Gustav Jung la redefine como el animus y la anima, es decir la representación de las energías vitales y creativas. A través de sus versos, Fernando Mañogil aborda igualmente el sentido de la escritura creativa (y de cualquier forma de manifestación artística), la alienación, la búsqueda de sentido en un mundo que tiende a valorar lo superficial, y la crítica a la voracidad con la que la humanidad consume su entorno. Al mismo tiempo, reflexiona sobre las consecuencias de este comportamiento para nuestra existencia futura. Pero, como he mencionado, ya no lo hace en el tono imprecatorio o profético de su anterior poemario, La apoteosis de la inercia, ni con la contundencia pesimista, cercana al nihilismo, de su ensayo El cauce derramado. Los poemas de este libro sugieren que en la aceptación de nuestras limitaciones también reside una forma de autenticidad y libertad. El poemario está dividido en tres partes. En cuanto a la cita de Borges que sirve como pórtico del libro, así como las que inician cada una de las secciones —las dos primeras encabezadas por aforismos de Cioran y la tercera por versos de Gamoneda—, es significativo que Fernando reúna en su obra a tres autores que se destacan por una visión pesimista del mundo, aunque no exenta de un trasfondo de sensualidad vitalista latente, incluso el filósofo rumano, que en rigor sería el más derrotista de los tres. Asimismo importantes son las citas que encabezan algunos de los poemas, así como las numerosas dedicatorias, ya que estas dialogan con los textos y guían al lector hacia nuevas interpretaciones. Este recurso no solo contextualiza la obra, sino que también revela el rastro de algunas de las amistades y referencias del autor, enriqueciendo la experiencia de lectura. En la primera parte, “La apertura de la caja de Pandora”, las referencias a la mitología son las más abundantes y explícitas. Si, a través del mito de Pandora, se puede escuchar una resonancia crítica al estado de pandemia que afectó a la humanidad. También se percibe un lamento ante la voracidad del hombre, sometido a su propia ambición destructiva. Así, en el poema El encadenado”, leemos: «...no olvides esta cara, / aunque goce de libertad / seguiré siendo, / por hoy y por siempre, / el encadenado». Y en otro poema alegórico, ‘Herederos de Ícaro’ (este personaje aparece mencionado en otros poemas del libro): «Solo cuando nos dejan sin alas / podemos recordar que la cera / se derretía al acercarse al sol, / mientras, en el laberinto de Minos / se afana el tiempo y nosotros / no vemos qué transcurre ante nuestros pasos». En el poema ‘Casilla de salida’ el poeta también encuentra acomodo en la mitología para explicar nuestra lúgubre realidad. Escribe: «En los días de condena / sospecho que habito en un mundo / más cercano a la mitología: / algún dios ha decidido imprecarnos, / castigarnos por nuestro egoísmo desbocado, / fustigarnos con acciones impúdicas irrefrenables / que nos destierran a nuestro propio origen, / que nos sepultan en el seno familiar / o nos aíslan de aquellos que anhelamos». Y en ‘Merodeadores’ afirma el autor: «todavía nos han prescrito los delitos, / seguimos condenados por la naturaleza, / la raza humana sigue cazando huracanes / en las habitaciones de sus casas». El poeta culpa al hombre de sus desgracias por su prometeica ansia de conocimiento irrefrenable, y en ‘Avenida de la frustración’ clama: «somos hijos del colapso eterno, / agredidos por el aire purulento, / endiosados por canciones cuyo estribillo / nos lleva irrevocablemente hacia el cadalso». La lista de títulos y versos alusivos a la culpa, la incertidumbre presente, el terror y las amenazas que nos deparará el futuro es extensa, como también lo es el sentimiento de agotamiento ante la desgracia. Pero en esta sección, quizá la más pesimista de las tres, hallamos poemas que hacen de contrapeso ante tanta adversidad y nos instan a buscar la esperanza y la fortaleza, aquellos que adquieren la fe en una realidad factible: Leemos en el poema ‘El porvenir es nuestro’: Hoy, más que nunca, / el porvenir es nuestro, / las almas danzantes / nos llevarán en volandas / hacia un nuevo mañana / en el que bostece, / con un brillo sempiterno, / la experiencia irremediable de la vida». Si bien, ese nuevo amanecer deseado no parece vislumbrase, pues en el siguiente poema, ‘Necesidad de necesitar’, el autor acaba afirmando: «Necesitamos un haz de luz / que nos permita vislumbrar / la tierra prometida, / aquella a la que nunca llegaremos / porque es fruto invisible del tormento / auspiciado, desde el inicio de los tiempos, / por la mente humana». Esta necesidad de buscar lo imposible es uno de los motores vitales del ser humano. Sin embargo, paradójicamente, ese ímpetu por progresar y alcanzar un lugar estable —aunque agónico, simbolizado en este libro por la figura del ave— es también la causa de las frustraciones y angustias del hombre contemporáneo, cada vez más desarraigado y perdido en sus propias conquistas. No obstante, en esta primera sección también hay espacio para la ternura y un entusiasmo contenido, reflejados en los poemas ‘La estrella azul’ y ‘La hija del confinamiento’, que el autor dedica a su hija Alba. La segunda parte lleva el elocuente título de “La derrota”. Es la sección más extensa y aquella en la que predominan el espejo y el laberinto, símbolos principales del libro, ambos profundamente borgianos. Por ello, al comienzo, resaltaba la pertinencia de la cita de unos versos del autor de El aleph como pórtico del volumen. En el poema ‘Ilusionario’, leemos: «en la cadencia de lo irreparable / la vida es un laberinto hiperbólico, / el lagar en el que se pisan los sueños, / el bosque que esconde / el caballero de los espejos». Y en ‘Laberinto’: «De pequeño me metieron en un laberinto, / ¿cómo no llegar a perderme? / ¿Cómo no ir a tientas en la oscuridad? / (...) / ¿En qué espejo mirar? / ¿Y mi reflejo? / ya no veo nada...». También hay una insistencia en el vuelo como intento desesperado de huida que solo conduce hacia el abismo de la desolación; así leemos en el poema ‘Ad mortem’: «El espejo que me mira se / resquebraja / y suelta un humo informe / que se desata por todos los subterfugios / hasta llegar a mi alma, / que ya vuela hacia / la cara oculta de la luna». Si quisiéramos resumir de manera simplista los poemas de esta sección, podríamos decir que el autor aborda la privación de libertad y el fracaso de la palabra poética para evitar el naufragio y la inercia. Si bien, esta visión reduccionista no haría justicia a la profundidad del contenido, que explora mucho más que el cautiverio de la angustia interior y la negación de la paz. Como ya he destacado anteriormente, los poemas incluyen múltiples referencias culturales, tanto explícitas como encriptadas en los versos, y también encontramos dos homenajes significativos, como el que rinde a Miguel Hernández en ‘Carcomido por la ausencia’ o al gran escritor argentino en ‘Después de leer a Borges’. En esta sección, Fernando intenta ser más visual, recurriendo a una rica simbología que permea todo el libro. Sobresalen metáforas poderosas, personificaciones, imágenes visionarias y recursos como el símil, que enriquecen la experiencia poética y muestran su destreza en la construcción de imágenes líricas. El poema que cierra esta parte, titulado ‘Me dedico al fracaso’, supone una transición irónica esperanzada hacia la tercera y última. Leemos en los últimos versos: «Seguirán pasando nubes / por el cielo añil del verso, / pero solo las más originales / calarán hondo en el asfalto literario, / que ya se encuentra anegado de talento / y pide un respiro al cielo acenizado». En esta última parte, titulada “Atisbos de luz”, la más breve de las tres, hay, en efecto, una búsqueda consciente de cierta iluminación y de un lugar seguro ante tantos temores, incertidumbres y alarmas. La luz es invocada, pero cuando esta comparece lo hace de manera tímida, discreta, ambigua, nunca en forma de apoteósica epifanía. El tránsito hacia lo lumínico es, sobre todo, un deseo, una necesidad, mas sin renunciar al pesimismo, como leemos en el poema ‘La luz en la jaula’, que transcribo completo: «Necesito albergar la luz en la jaula, / olvidar la oscuridad del túnel, / salir del abismo y oxigenarme, / pedir la clave de sol para iniciar / la musicalidad de un nuevo día, / pero me falta el aire, / boqueo para respirar, / para salir del humo fatuo, / de la risa bastarda que reverbera / impasible en el reflejo del espejo, / que ya solo me devuelve / la imagen perseverante de la mediocridad». Humo, hogueras, ave fénix, albores, campos elíseos, sol, fulguraciones, incandescencias, faros... Palabras, símbolos e imágenes de sonoridad positiva que evocan la luz, conviven con un lenguaje antitético: naufragio, ceniza, túnel, odio, herida, gangrena, cementerio... Este contraste configura un juego de oposiciones de inspiración barroca. La luz, cuando aparece, nunca es plena; siempre resulta insuficiente. Son apenas rescoldos en la ceniza, tímidas fulguraciones que titilan en la tiniebla, bálsamos acariciantes para la llaga. Sin embargo, Fernando no es un misántropo, y a pesar de su pesimismo mantiene su fe en la intensidad del sentimiento fraternal y amoroso. Así lo demuestra en varios poemas. En ‘Me olvidé’ leemos: «Me olvidé de todo, de todo lo olvidable, / menos de la incipiente inminencia / de tu abrazo infalible». El sentimiento amoroso también está presente en ‘Incertidumbre’: «Y mientras, / la felicidad, / adscrita al túnel luminosa de tus pasos...». E igualmente en el poema me ‘Me encuentro aquí’: «Me encuentro aquí, y te espero, / y mi alma, hastiada de falsas esperanzas, / arde». En Espejo de mediocridad Fernando Mañogil continúa su búsqueda de la verdad más cruda a través de versos contundentes y poemas que se adentran en los rincones más recónditos de la lógica devastadora de la realidad. Nos encontramos, por tanto, ante un poemario conmovedor, que rechaza cualquier artificio o impostura. Todo el volumen ofrece a la vez una crítica al mundo exterior y una introspección hacia universo interior del poeta.
Los poemas no prometen respuestas, pero dejan una huella combativa contra el deseo de caer en la confortable prisión del conformismo, en un mundo saturado de emergencias, injusticias, gritos y heridas, controlado por un inmenso poder coactivo que se asemeja a un nuevo orden casi teocrático. La obra de Fernando Mañogil reivindica la poesía como una herramienta esencial para la reflexión crítica. En esta confrontación, logra además establecer un diálogo profundo y auténtico con el lector, un intercambio que emerge del vacío humanista y la oquedad existencial en la que, de algún modo, todos estamos atrapados. PAULA BABOT. MEJOR CERCA DEL AGUA (AdN, Madrid, 2024) por ELENA ROMÁN Paula Babot emerge desde el corazón de los peces y nos sorprende con Mejor cerca del agua, su primera novela y —me aventuro a augurar que— no será la última—. Con una voz joven, fresca, íntima, la autora relata en primera persona a través de su personaje principal, Creta, una travesía cuyo propósito es alejarse de una historia que no quiere alejarse de ella. Londres es el lugar donde transcurre la trama, salpicando con su genuina bruma los motivos que llevan a Creta hasta allí: olvidar una relación presumiblemente desacertada, reencontrarse con su esencia verdadera. Viejos amigos, nuevos amigos, su familia... giran en torno a la protagonista en capítulos cortos que en ocasiones rozan el verso largo. Estamos frente a una prosa limpia, inquieta, agilísima, de escasa adjetivación y buen ritmo, con la que Babot nos muestra a una Creta ingenua, dispuesta a seguir equivocándose, rodeada de agua.
Cada pensamiento supone un acto —hecho o imaginado—, cuyo conjunto compone una película rodada en azul y negro en la que prima el anhelo y la indecisión por lo que ocurrió y lo que podría ocurrir. La autora baraja asimismo buenas imágenes que colorean la bruma referida el párrafo anterior y que sin duda es —la bruma— otra de los personajes principales aunque no se haga mención expresa a su relevancia (como buena bruma, su función es emborronar la visión para adueñarse de los otros sentidos). La autenticidad con la que nos presenta a Creta nos lleva a acostumbrarnos a su reflexionar en gris: Creta se pregunta, Creta se responde: escribir es la respuesta. Como un diario de la lluvia; como una herida cuidando de un bebé. Y cuando ya parece que el destino de la protagonista es no estar cómoda en ningún sitio, reaparece aquél del que la debía, quería, necesitaba olvidarse. Es aquí cuando se hace evidente el eje principal de la historia: el maltrato, la violencia psicológica y el juego al despiste. Tratándose desgraciadamente de un tema actual que conocemos de sobra por los medios y el día a día, Babot lo utiliza como sistema argumental del bucle: lo que late desde el principio pero no se manifiesta explícitamente vuelve más adelante para ser del todo contundente. En realidad, nos encontramos con una historia de amor; con una maldita historia de amor errónea. El pasado vuelve y hace desaparecer todo lo demás, como si lo de en medio no hubiera ocurrido. Pero ciertas equivocaciones, por mucho que intenten rebotar, son un balón desinflado. Todo esto es Mejor cerca del agua, así como un buen y prometedor debut por parte de Paula Babot, que despliega con creces valentía y sinceridad. Estas páginas nos dan motivos de sobra para retener en nuestra mente su nombre y no querer perderlo de vista. JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET. HABLE LA LUZ (Olé, Valencia, 2024) por JUAN C. LOZANO FELICES EL POEMA COMO TOTALIDAD VIVIENTE. APUNTES SOBRE LA POÉTICA DE JOSÉ LUIS ZERÓN. Bellamente editado por Olé Libros, llega en estos días a las mesas de novedades de las librerías Hable la luz. Un poemario nuevo de José Luis Zerón constituye siempre una gran noticia en el ámbito literario. Desde que Zerón publica el doble poemario Intemperie (Sapere Aude, 2021), no habíamos tenido nueva entrega poética, y si tenemos en cuenta que éste era, por un lado, una reescritura de su primer poemario en solitario, Solumbre (Empireuma, 1993); y por otro, una recopilación de poemas exentos, de diversa procedencia; no había dado Zerón a la imprenta, en puridad, un poemario con la cualidad de inédito desde Espacio transitorio (Huerga y Fierro, 2018). El año pasado también se lanzaba un primer y estupendo volumen de su literatura diarística, con el austeriano título de A salto de mata (Frutos del tiempo, 2023), que promete tener continuación muy pronto y que yo definiría como la cara B de su obra literaria, sobre la que arroja no poca luz. La no publicación de poesía, quizás al contrario de la profusión de ésta, no es en ningún caso preocupante ni es síntoma de nada. Como he dicho alguna vez, si con algo está reñida la poesía es con el utilitarismo y las prisas. El poeta requiere de espacios más o menos largos en que guardar silencio, son espacios de maceración espiritual, de estar a la escucha y de escritura silenciosa. Hasta diría yo que, si existe el “modo poeta”, uno es más poeta en esos espacios en que calla que en el necesario periodo de promoción libresca donde se hace visible y da a conocer su obra en diversos actos de presentaciones y firmas. Visto así, un poeta auténtico, seguiría siéndolo aunque no publicara. Profundizar en una obra como la de José Luis Zerón, con una poética con un sustrato tan rico en referencias literarias, filosóficas, espirituales y simbólicas, siempre tiene algo de osado para quien lo intenta. No obstante, no tema el lector encontrarse con poemas herméticos o crípticos, tampoco es necesario que el lector tenga una preparación especial para acercarse a su obra, ya que la poesía de Zerón pide, en principio, ser sentida y presentida. A la obra poética de José Luis llegué yo, de oídas, en 2013, cuando él acababa de publicar Sin lugar seguro (Germanía, 2013). Mucho después, con la perspectiva que da el tiempo, ambos hemos convenido que ese poemario se sitúa como ecuador que separa su mundo poético en dos hemisferios. Uno más cerrado y morfológicamente más denso y hermético; y otro más discursivo, revitalizador, reflexivo y semánticamente más despejado y actual, al que no es ajeno un poso existencial sin el ombliguismo de la poesía de la experiencia. En definitiva, una poética más personal, experiencial y radical, cargada de sentidos, con un lenguaje feraz en intuiciones y percepciones que acaba liberando, al decir de Jung, «una fuerza más poderosa que la nuestra propia». Esa división lleva implícita también un mejor acomodo editorial y, por ende, una distribución óptima de su obra. Desde hace unos años Zerón viene publicando en editoriales de primer nivel (entiéndase que hablamos de un género marginal y divergente) como Ars Poética, Polibea, Sapere Aude, Huerga y Fierro, y ahora Olé Libros, una iniciativa editorial que, de la mano de Toni Alcolea, ha ido conformando, paso a paso, un catálogo del máximo interés. Los 46 poemas que componen Hable la luz se conforman dentro de una estructura bipartita (“Apolión”, 18 poemas; y “Xenía”, 28), precedida todo ello por dos citas, de Pureza Canelo y José Luis Puerto, y de un prólogo de la ensayista, poeta y traductora Natalia Carbajosa, que constituye un pórtico magnífico y hasta necesario, para conocer los resortes y puntos cardinales del poemario. Las citas bíblicas al inicio de cada parte del poemario ofrecen también una clave de lectura a tener en cuenta. A la hora de reseñar un poemario de José Luis Zerón hemos de atender primeramente a lo más inmediato y manifiesto, el título y la portada, que nunca en él son un mero capricho estético. El diseño de portada, generalmente también está bajo el control del autor y, por ende, también es sustancial. En este caso, la fotografía de Alberto Zerón (hermano del poeta) puede chocar. Nos encontramos ante un poemario con el título Hable la luz, cuya portada representa el firmamento nocturno, donde se vislumbra un leve resplandor de amanecida al fondo. Verá el lector, a continuación, que no existe ninguna contradicción en ello; al contrario, la coherencia es absoluta. Para cerrar el comentario sobre la portada, nada mejor que escuchar al propio poeta, que en una comunicación privada, me dice: «Además, deseaba que la foto reflejara mi obsesión por lo cósmico y lo telúrico; en otras palabras, esa fusión de lo matérico y lo metafísico. La imagen seleccionada muestra un cielo nocturno estrellado y algo que parece una laguna, ambos elementos que evocan justo esa idea». La luz es fuerza o impulso generatriz dirigido al develamiento de lo profundo bajo la realidad percibida por los sentidos. La luz, simbólicamente, es un elemento genesíaco. Disipa las tinieblas, revela y hace presente lo que está oculto y, por ende, puede ser nombrado. La luz aparece en los versículos iniciales del Génesis como fuerza generadora de la Creación y transmuta en orden el caos. También es fuerza transformadora que triunfa sobre las tinieblas. Con la luz, los objetos y los seres vivos se muestran presentes y pueden ser nombrados, convergencia entre lo mínimo y lo cósmico. Asumida la estrechez de la palabra para deslindar lo visible y lo invisible, la poesía es lo que queda; o sea, administrar pérdidas. El acto creador religado al acto sagrado de nombrar, algo que Dios reservó a Adán, que también, bajo ese prisma, sería el primer poeta. El dominio sobre la Creación implica el poder de nombrar. El siguiente paso será la representación en las cuevas de la realidad que rodea al hombre, el nacimiento del arte. A decir de Sánchez Robayna, «todo poema es una operación sacrificial (sacrum facere). Aspira a hacer sagrado aquello que ha podido tocar con la palabra». Y Octavio Paz, «sacar a la luz palabras inseparables de nuestro ser, esas y no otras... palabras necesarias e insustituibles... El poema es una totalidad viviente, hecha de elementos irremplazables». El acto de nombrar es inmanente a la poesía, una religación de la palabra con el estado natural del hombre anterior a la Caída. En algunos poemas de Hable la luz, José Luis Zerón hace referencia al acto de nombrar. Como dice el poeta en ‘Ab ovo’: «Tú has nacido en un abismo entre soles / para nombrar / aquello que no es si no es percibido» y «Tenemos el poder de nombrar el mundo que nace...» y termina el poema: «porque no es aquello que no vemos ni nombramos». La primera parte, “Apolión”, se inicia, certeramente, con un versículo del Apocalipsis de San Juan, texto fundamental de la escatología cristiana. Apolión es el equivalente en griego del hebreo Abadón, el ángel de la destrucción. «Tu luz, tu excremento y tu sangre somos, / Apolión, el grito rapaz que reafirma / toda la magnitud / de nuestra insignificancia». Todo cobra sentido si pensamos que José Luis Zerón escribe los poemas de esta parte durante la primera oleada de la pandemia por el COVID 19, con la carga de incertidumbre y pavor que hacía que una sociedad que se presumía tecnológica, moderna e inmune, retrocediera a la negrura del medievo durante las epidemias de peste negra. «El mundo huele a miedo» (‘Tiempo oscuro’). Queda sentado, pues, que esta parte del poemario queda marcada y se enmarca durante la pandemia aunque, acertadamente, Zerón no hace referencia directa a ella. La poesía, después de todo, es un vehículo para canalizar experiencias radicales y, por tanto, universales de cualquier tiempo. Permítaseme citar aquí la autoridad de un poeta al que ambos admiramos, el irlandés Seamus Heaney: «...la poesía es un registro de la realidad y un reconocimiento que produce estados emocionales excepcionales». El tono de esta primera parte no puede ser otro que elegíaco, agónico, de consternación, e incluso de recriminación ante una instancia superior: «y el futuro es solo una altísima / mirada invocadora» (‘Angelus novus’); «¿Por qué tantos cementerios y fosas comunes? / ¿Por qué tu éxtasis ante la indefensión humana?». En esta parte, la luz, más que una realidad, es un anhelo y un ansia: «Si yo pudiera elevar un hospicio / contra la desesperanza y el fracaso, / si yo pudiera habitar los ojos del animal muerto / y devolverles la mirada, / si yo pudiera garantizar la dignidad / de tantos cuerpos despreciados, / si yo pudiera hacer que mis deseos fueran fuego / y no residuos de fogatas apagadas» (‘Canto de la vida breve’); y en el mismo poema: «y hallar en las sombras, como desearía, / las aladas semillas de la luz». Hay una sensación de inseguridad, amenaza e irresolución: «Las praderas por las que caminábamos seguros / son ahora marjales» (‘Acto de fe’). El mismo poeta confiesa: «Escribo tan oscuro, / tan adentro, / tan al cabo del miedo». Ello en consonancia con la cita del Libro de Isaías que abre la primera parte: «Esperamos la luz, y he ahí las tinieblas...». Bajo este enfoque, como bien dice Natalia Carbajosa en el prólogo, el título «suena a plegaria». Quizás, la referencia más explícita a la pandemia sea «La dicha de volver a abrir los ojos / y saber que aún podemos mirar / la vida con deseo, pese a tanto / que se nos muere» (‘Ahora, el instante 1’). Quién acaso no tuvo, durante la primera oleada de la plaga, el temor a contagiarse y llevar la enfermedad a su casa, quién no eligió la habitación donde se recluiría al primero de la familia que se infectara, quién no tuvo una sensación de alivio al despertar por la mañana y comprobar que aún no tenía síntomas y que los suyos estaban bien, quién no sintió «el vértigo de la incertidumbre» (‘Ahora, el instante 2’). Quien conoce a José Luis Zerón, sabe de su afición a dejar la ciudad atrás y salir al campo y las huertas cercanas. El poeta encuentra una naturaleza que ha comenzado a recuperar lo que fue suyo, donde cualquier construcción del hombre se convierte o convertirá en escombros, y que ve reproducida en él su ansia de devoración al observar el cerco a que someten los pequeños animales a otras especies más pequeñas o vulnerables: «La paz vaticina el festín» (‘Ritual’). Él podría parar con un gesto todo ese ritual, «Hay un dios en tu mirada» (‘Ab ovo’), pero deja hacer, al igual que un ser superior o «dios desconocido», pareciera permanecer inmutable ante la plaga e inconmovible al dolor y el espanto que genera. Toda esa primera parte está teñida de un regusto deletéreo, de revelación bíblica. La plaga, como la muerte, nos iguala socialmente. Podríamos decir, como Dylan Thomas, «Los muertos desnudos serán un solo muerto». La sensación de estar leyendo una revelación a manera de palimpsesto, se refuerza en aquellos poemas donde utiliza el versículo como una unidad con sentido autónomo. Esta parte posee una coherencia interna y temática hasta el punto de que podría formar en sí misma un solo y unitario poemario con el título de “Apolión”. La estructura bipartita del libro sugiere un viaje desde la noche y la intemperie hacia la luz, que solo en ocasiones llega a manifestarse, a través de fulgentes imágenes. Nótese en la intemperie, ese concepto-símbolo integrado en la poética zeroriana.
La segunda parte, “Xenía”, un término griego que entronca con el concepto de hospitalidad, es algo más extensa que la primera y contiene poemas de tono distinto. La luz es ya percibida, si bien lo es en forma de ocasionales claros en la tormenta. Ya en el poema ‘Kyrie Eleison’, hacia el final de la primera parte, el poeta ruega por un lugar seguro: «Invoco tu hospedaje, / dios desconocido, y te pido que fecundes / nuestro destino de olvidados». Encontramos también poemas como ‘La mirada del otro’ y ‘Con Ada en la azotea’ que no podrían faltar en una eventual recopilación de su cancionero amoroso. También hay poemas, en ambas partes, que inciden en el paso y los estragos del tiempo: «Ahora que en mi cuerpo brotan las primeras marcas / de la decadencia...» (‘Invocación’), «Canta lo nuevo de la vida / que pulsa para ser más vida en los estragos», «Canta otoñando la indigencia del invierno / que habrás de saludar sin derrota ni gloria» (‘De senectute’); «que la lepra no selle mi boca / ni la coartada de la ignorancia / ciegue mi lucidez», o el memento mori «Algo está vivo en esta soledad / y me susurra que no seré más» (‘Locus amoenus’). Con Hable la luz alcanza Zerón su plenitud poética y su plena consolidación como una de las voces más interesantes del panorama poético contemporáneo. El viaje desde las sombras en busca de la luz sería el tema medular del poemario que nos ocupa. La poética de Zerón entraña una concepción metafísica de la poesía, y en este sentido entronca con los románticos ingleses y alemanes como Wordsworth, Blake o Novalis, pero también con nuestro Claudio Rodríguez. Su tono elegíaco y cierta sensibilidad clásica, el lúcido equilibrio entre experiencia y creación, unido todo ello a un universo poético muy personal donde confluyen referencias judeocristianas y míticas dándoles un sentido actualizado, imprimen una sugestiva coherencia y una nota distintiva a su obra. Yo estoy convencido de que un poeta extraordinario como Juan Eduardo Cirlot, que sin embargo no creó escuela, tiene hoy en José Luis Zerón, y más que nunca, un legítimo heredero. EVA PALACIOS COSTERO. CUÁNTOS PÁJAROS HUIDOS (Eolas, León, 2024) por ALBERTO CUBERO VUELO SIN HUIDA Parece mentira. Todo sigue su curso. Así comienza el libro que nos convoca aquí esta tarde. Sí, todo sigue su curso. Efectivamente, la vida continúa fluyendo, con sus cabriolas, sus desmanes, con sus calles tajadas por el dolor, con la dignidad mendigando por las esquinas, con cuántas emociones percutiendo en latidos tan hermosos como pájaros huidos, como estos pájaros que ha creado Eva, que ha cincelado para nuestro deleite, pájaros que vuelan sobre los campos de la ambigüedad, de la contradicción, sobre las brasas de lo que no termina de arder y también sobre la extrañada sombra de cada individuo, cuando rinde cuentas frente a los espejos. Pájaros que cantan y cantan y cantan las muescas que forja el devenir, lo inaccesible de cada instante, lo que vamos perdiendo sin apenas cerciorarnos de ello, y lo hacen sin que su decir encuentre asiento, una suerte de música permanentemente suspendida de hilos invisibles, acaso de las voces de las mujeres sin piel y el pudor que aúlla bajo la tierra.
La autora ha levantado un refugio poblado de palabras, de corpúsculos de esperanza, un refugio en el que cabemos todos, cómo no, tan frágiles y vulnerables somos, ha escrito el nombre de los afectos y los efectos de su ausencia, ha escrito preguntas acerca de la lluvia metálica y preguntas sobre el metal que nos aborda por la escotadura del miedo. Hay tantos interrogantes en tu texto, querida poeta, no puede ser de otra manera, es de lo que disponemos para continuar avanzando, qué si no, la vida es quemar preguntas, dijo el gran Antonin Artaud, las respuestas son únicamente torpes hipótesis, certezas diluidas que nunca llegaron a serlo, si se me permite la paradoja, eso mismo, pájaros huidos que dejan huérfanos los labios y la comisura del deseo, ese sapo enloquecido que salta por entre los treinta y siete puntos cardinales. Dice la voz poética enjaular lo incierto en el latido de los lápices y uno se estremece ante la lucidez de tanta incertidumbre y no acaba de caer en la cuenta de en qué punto del camino perdimos el camino, en qué plano de la existencia se fracturaron los planos y es, precisa y felizmente, en ese punto, en esos planos donde se sitúa este enramado de significantes que Eva nos dona para aproximarnos en ellos y a través de ellos con lo que realmente somos. ¿Es esto posible, es posible tanta valentía? El conocimiento, del orden que se trate, es escucha, escucha honesta y atentísima. Podemos leer en el texto: cómo tejer la escucha si los senderos han sido quemados. ¿Entonces qué? ¿Por qué derroteros transita el ser humano? ¿Estamos dispuestos a revertir los páramos sombríos del viento? Hablábamos antes de corpúsculos de esperanza, que la autora va sembrando a lo largo del poemario. Leemos de nuevo en él: desaprendemos el invierno para ser de nuevo o bien porque buscas la torsión o jirones de luz que te re-construyan. Renacer a la incontinencia de la voz que nos susurra el secreto de esos ángulos del devenir por los que podemos emerger a una claridad de los pálpitos, también del pensamiento, y respirar. En este cuerpo simbólico que es Cuántos pájaros huidos, cada poro resulta una rendija que nos permite entrar y salir, dibujar en la pared de los tejidos el reverso de la luz y sus dobleces, trazar el amor que anida en su interior, esa rendija nos ofrece un tiempo y un espacio para saborear cada nueva visión, cada nueva intuición, la posibilidad de ser todo y nada, el niño sobre la rayuela, la rayuela sobre las aguas, la última luz de la tarde arañando una nostalgia, el mismísimo centro de esa nostalgia bailando sobre los signos crepusculares, nos ofrece la posibilidad de relacionar todo con todo y de sentirnos, exacta y brutalmente, parafraseando a Bernard Nöel, el resto de un viaje, un viaje verbal, imaginario, generador de realidad porque, como dice nuestra poeta, en nuestros cuerpos las palabras se han enredado. Eternamente. LUIS GARCÍA MONTERO. VENGO HERIDO (Autorretratos 1983- 2024) (Papeles del Náufrago, Almería, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al escribir, siempre me observo en un espejo roto. Luis García Montero Al hablar de los retratos de la necrópolis de El-Fayum nos enfrentamos con términos modernos a una representación que pretendía ser lo más fidedigna posible de una persona, con una intención muy distinta de lo que hemos conocido después, tanto sean las ideas de representación de poder en Roma, o las pretensiones de la nobleza o burguesas posteriores. Querer ser reconocible para el tránsito a la muerte, y en consecuencia para nadie que no sean los posibles dioses, necesitaba de una actitud distinta de lo que conocemos hoy. Siempre nos hemos planteado los artistas si en el retrato somos nosotros quienes nos proyectamos en el modelo, o cedemos a la absoluta sumisión al retratado, es decir, a su apariencia y su estatus. Ejemplos hay de todo tipo, desde Van Eyck, el Renacimiento de Leonardo, Ghirlandaio y Rafael hasta hoy, pasando por los Greco, Velázquez, Goya, Freud, etc. Un cambio notable, dentro de los conflictos que siempre se plantean en un retrato, es el paso al autorretrato, donde el propio autor se enfrenta a sí mismo en todos los sentidos, pero ante todo a su propia mirada, secreta y herida (Caravaggio, Van Gogh, Freud...). Siempre he pensado cómo se podría enfrentar uno de esos pintores de El-Fayum a pintar su propio rostro para cubrir su momia, para enfrentar la muerte, para ser reconocido en ella sin ninguna duda. Dice John Berger en el caso de El Fayum que «el pintor se sometía a la mirada del retratado»; la relación existente entre los dos era una colaboración en la preparación para la muerte. Se dice que algunos retratos permanecían en la casa del retratado antes de su fallecimiento, o que la momia permanecía durante un tiempo en su casa tras el fallecimiento; en ambos casos estamos ante un memento mori destinado a futuro, pero mirando directamente al frente, al pintor en el que se reconoce la muerte. ¿Cómo responder ante todo este proceso en soledad? ¿Cómo, cuando la mirada no es la del modelo ni la del pintor, sino ambas? ¿Cómo, sin caer en la mentira? Esta mera suposición nos lleva a la traslación a los autorretratos poéticos y a los conflictos que se plantean (al menos si no nos contentamos con la mera apariencia. ¿El autorretrato se relaciona con la realidad, de qué manera? El proyecto de Los Papeles del Náufrago de Antonio Lafarque y Aníbal García, nacido en 2016 en la ciudad de Almería, es de esos que nacen por amor al arte y a la poesía y sin ISBN. Ediciones no venales que persiguen, en su colección Calcomanías, los autorretratos poéticos de los autores antologados en selecciones de Antonio Lafarque. Ya hablamos con ellos en El coloquio de los perros en una entrevista donde explicaban su proyecto. Hasta la fecha se han publicado los autorretratos de Karmelo Iribarren, Felipe Benítez Reyes, Luis Alberto de Cuenca, Carlos Marzal, Joan Margarit, Aurora Luque y Luis García Montero. Es de este último de quien hablamos hoy y es el mismo Luis García Montero quien establece su concepto de autorretrato poético en el prólogo: Al escribir siempre me observo en un espejo roto. Enciendo la luz, me miro a los ojos, y busco ese que vive dentro de mí, o los otros que también soy, los otros que conviven conmigo en el mundo que habito y que me habita. Escribir poesía es conocerse y reconocerse, preguntar qué decimos cuando decimos soy yo. Introduce la idea de espejo, ese espejo que parece necesario en la realización de un autorretrato, igual que en la pintura, incluyendo el concepto de mirada. Pero una vez que el poeta se mira el poema se construye, se dice, de otra manera (‘Vigila las miradas del espejo’). El autorretrato en un espejo roto no es escribir mientras te miras, es escribir sobre lo que queda después de mirarte, a veces sobre lo que habías olvidado, eso que reaparece cuando te enfrentas al yo guardado muy adentro, agarrado a lo que fue o no fue («Eso que somos vive acompañado por lo que ha sido y por lo que no pudo ser»). Respondiendo a la pregunta que quedó colgada anteriormente, la poesía permite la construcción de un mundo personal sin perder la relación con la realidad. Simone de Beauvoir pedía no una habitación propia, como Virginia Woolf, sino un mundo propio. El autorretrato no es sólo verse en el espejo de tu habitación propia, sino también crearse en el espejo («Recuerda que yo existo porque existe este libro»). Todos los poemas de un autor son fragmentos de un macropoema construido por la mirada interior y exterior al espejo. Pasa a veces que la vida nos altera, el autorretrato cambia y nos vemos forzados a escribirlo de nuevo, con más grietas, restañadas unas y abiertas otras, dando la misma forma a lo que ya no será lo mismo, y avanzando en el dolor de ausencia. De ahí el pertinente título Vengo herido. En otro momento ya dijo Luis García Montero que «la poesía es el camino más directo de plantearse qué digo cuando digo yo», aunque «no hablemos en línea recta». Escribir el poema será dar nuevo nombre al yo y mostrarlo, porque el poeta se expone a ser mirado. ¿Se ve el lector en el poema de otro o mira él como hace con los retratos de un museo? ¿O es el poeta retratado el que le mira como en las tablas de El Fayum? La respuesta en el poema: Déjame que responda, lector, a tus preguntas, mirándote a los ojos, con amistad fingida, porque esto es la poesía: dos soledades juntas. En los poemas hay voluntad de ser leído y cada libro es una respuesta a la propia vida. El recorrido de esta antología por los libros de Luis García Montero nos lleva por los caminos que ha transitado el poeta desde Granada, Lorca y Machado, la otra sentimentalidad, luego la poesía de la experiencia y sus diatribas, la eterna lucha y alianza ética entre el yo biográfico y el yo literario, la cercanía y el compromiso social y democrático. 29 poemas de todos sus libros y dos inéditos componen esta antología que comienza con el bellísimo ‘Infancia’ («Ocurre como en todas las infancias, / la mía tuvo un árbol / preciso y navegable»), pasea por Lorca y Granada («Se busca una ciudad. // Parece que fue vista / en manos de un poeta»), transita la política y la poética, los libros, la memoria y la ausencia («Todo es raro y difícil como llamarme Luis, / como esperar a que me llames / como vivir sin ti»). Y aunque toda la poesía de este autor pudiera englobarse y leerse como autorretrato, requiere mucho esfuerzo de lectura, selección y orden de los poemas para articular un libro con sentido riguroso. Y esto es lo que hacen los editores. No es necesario justificar la presencia de Luis García Montero en esta excelente colección, ni la suya ni la de ninguno de los anteriores ni de los que vengan. Sólo esperar que continúe un proyecto alejado de ningún beneficio económico, con tiradas pequeñas, basado en afinidades y en un gran trabajo intelectual de los editores. Cierro con un fragmento de uno de los inéditos que aparecen en el libro:
Y en cada situación sentir la piel desnuda o con abrigo, la posibilidad de conocer o de reconocerse, sentir el yo, el tú, las puertas y los barrios, la confesión y los secretos, direcciones, teléfonos, pantalla, las distintas maneras de sentirnos nosotros. PEDRO M. DOMENE. ASÍ EMPEZÓ TODO (Trifaldi, Madrid, 2024) por JOSÉ ANTONIO SÁEZ EL FINAL DEL VERANO El escritor y crítico literario Pedro M. Domene (Huércal-Overa, Almería, 1954), que ocupa un lugar propio entre los críticos literarios de nuestro país, tanto por sus colaboraciones en suplementos literarios de prensa como en revistas especializadas y publicaciones de este género, se inició en la la narrativa con algunos títulos de novela juvenil publicados por editorial Anaya, tales como Después de Praga nada fue igual (2004), Conexión Helsinki (2009) y Las ratas del Titanic (2019); a los que siguieron, ya en otra línea más ambiciosa, El secreto de la beguinas (2010) y finalmente, Así empezó todo (2024), estas dos últimas, unidas a su excelente volumen Esa infinita quietud. Conversaciones con Alejandro López Andrada (2023) en la editorial madrileña Trifaldi. En la cordobesa Almuzara, Domene ha realizado ediciones de Francisco Villaespesa, los poetas de la España vaciada y la novelista almeriense Carmen de Burgos. Destacan, igualmente, las de narrativa española y universal en la revista literaria Batarro y en sus colecciones.
En Así empezó todo, su última novela publicada en el año en curso, todo gira en torno a tres personajes principales, dos chicas y un chico, sobre los que menudean algunos otros personajes secundarios. Ubicada en el municipio costero almeriense de San Juan de los Terreros, rememora la adolescencia veraniega de unos adolescentes, cuyo hilo narrativo va siempre sujetado por el protagonista: un joven español regresado de Alemania para continuar sus estudios de los últimos cursos de bachillerato y COU en España, a fin de tener la oportunidad de proseguirlos en la Universidad. Huércal-Overa, Lorca, Terreros y Águilas, además de las referencias genéricas a Alemania, son los lugares donde se ubica la acción de esta novela, cuyo eje de sujeción es como la espina dorsal de un gran pez y se vertebra sobre el diálogo: una suerte de conversación amena y ágil entre los tres personajes mencionados, quienes, como sin quererlo, van dando cauce en sus encuentros a una suerte de reflejo de la sociedad española de su tiempo, la cual identificamos con el tardofranquismo y la transición democrática en nuestro país. Los temas sobre los que se debate principalmente son los de las responsabilidades personales de cada uno de los jóvenes: en un caso, el del chico, sus estudios y la ayuda en el negocio familiar de los tíos huercalenses; en otro, el de una de las chicas, responde a la necesidad, una vez abandonados los estudios, de aportar directamente a la economía familiar (curiosamente para muchos: la venta de agua potable) que, sin embargo, se considera como una carga insufrible por la protagonista, ansiosa de conocer mundo; así como, en la otra adolescente, el cuidado de los hermanos menores. De ahí, las conversaciones van expandiéndose hacia temas como la familia, el descubrimiento del amor, la preocupación por el futuro, la valoración de la responsabilidad y el trabajo, aún en la edad juvenil, la música que movía las emociones y los sentimientos de los adolescentes en aquellos años, el gusto por la lectura, las diversiones propias de la edad, la belleza de la costa almeriense, etc. En cuanto al tiempo, transcurre por los sucesivos veranos en que tiene cabida la historia (entre 1972 y 1974). De todo ello se deduce algo que puede asombrar hoy a algunos, y es la plena conciencia de estos muchachos por labrarse un futuro que han de ganarse a pulso con su esfuerzo, si es que quieren alcanzar un nivel de vida superior al que tuvieron sus padres en el mundo que los rodea. Apenas hay, pues, en esta novela, narración o descripción propiamente dichas; pues el diálogo se enseñorea de ella basculando sobre él el eje vertebral de la historia como recurso técnico. Una raspa de pez. La respiración de un gran batracio. El sueño de una noche de verano. La vida atrapada en el discurrir del tiempo que supone el deliberado reencuentro posterior. DOMINGO ALBERTO MARTÍNEZ. PINK CADILLAC MAN (West Indies, Sevilla, 2024) por félix molina La literatura carcelaria conoce ejemplos ya muy curtidos, dentro y fuera de España. De fuera nos llegan las brisas —un poquito pútridas— de Papillon, una novela (y película) cuya lectura (o visionado) no recomiendo por estas fechas, ni en otras acaso. Leemos con espanto el pre-gulag de Dostoyevski en sus Memorias de la casa muerta, o el horror de Solzhenitsyn en su Archipiélago Gulag. También nos quedan los efluvios jazmineros de la Balada de la cárcel de Reading de Wilde, con su prosa de esmeraldas, también de amargura («no todo hombre convive con hombres callados que lo vigilan noche y día»), o la nutritiva venganza con sabor a puro de Dumas y su Conde de Montecristo (no he visto oscuridad mayor que la de la celda de Edmond Dantès) o, por echar la vista más atrás, pero más cerca, Los baños de Argel cervantinos, que no podemos leer sin escuchar ya como una musiquilla de Rossini por detrás.
Pero ahora nos viene Domingo Alberto Martínez, que ya conocíamos por la calidad y la artesanía de sus cuentos (Un ciervo en la carretera o Esto no es una novela), y comete la bella osadía de transitar en su novela Pink Cadillac man por un territorio desabrido, inhumano, inhóspito, como es el de la privación institucionalizada de la libertad. La cárcel. Y lo hace comenzando de la manera más brillante, con la obertura cubana del preso Róbinson Sánchez, un personaje (protagonista en una novela coral) que es pura oralidad, a lo Carpentier o lo Cabrera Infante, y nos gana con su discurso desde el capítulo primero (es decir, el décimo) de la narración: «Somos culpables por ser inocentes y sobre todo por serlo en el lugar que no era». Quizá ese lugar de nadie que es el penal de El Secadero y esa sensación de estar donde no teníamos que estar hagan que la empatía a través de nuestra lectura con todos los personajes de su aprisionada colmena sea el único reducto posible de su liberación. La expresividad y el humor —qué falta hace en la literatura española actual— son las llaves maestras que abren las celdas de este penal que imaginamos desértico en su paisaje y su paisanaje exterior, fuera de la efusividad y la vitalidad de sus habitantes carcelarios. No pienses, lector, en una sopa densa a la hora de devorar esta novela; más bien en una jugosa ensalada (no la de un McDonald’s o un Burger King) cuyos ingredientes se adquieren en la cultura bien aprendida de su autor (ello me ha hecho recordar a otra novela excepcional que leía mientras me paseaba por las páginas de Pink Cadillac man, El año del Búfalo, de Javier Pérez Andújar). Hay de todo: el sano aceite AOVE de la literatura de tebeos (fragmentos maravillosos y olorosos como el del capítulo 4 me han recordado al Superlópez de Jan), las referencias a la novela y al cine de cárceles, la sal de la actualidad (vertida hasta en los nombres, como el atinadísimo de Mariah Carey) o la pimienta de un humor negro que ha tenido que beber de Azcona o la picaresca (es admirable cómo se narran los preparativos de la ejecución de Wilbur sin recurrir al tremendismo, al voltio o a la sangre). Pero la sustancia más alimenticia de todo el conjunto son sus personajes: el negro Wilbur, Sonny, don Rafael... Gentes que curiosamente nos parece reconocer en cuanto nos topamos con ellas en la primera lectura de Pink Cadillac Man, pero que al rato se nos descubren de una novedad pasmosa. Y no queremos otra cosa entonces que destrepar un escaloncito más de esta novela regresiva para contemplar con nuestros propios ojos de lector admirado qué se fizo con ellos en los capítulos posteriores (o anteriores, en este caso). Hasta ahora me he limitado a un paseo contemplativo, propio de Dante con Virgilio por el Infierno o del stalker famoso de la Zona de Tarkovski, pero tengo que mencionar ahora los dos personajes que más me han alucinado de la novela: la estructura y el estilo. De la regresión los cinéfilos ya habíamos disfrutado (es un decir), entre otras lindezas, con el Irreversible de Gaspar Noé, por ejemplo. O en la literatura (y después en el cine, sí), con el Benjamin Button de Fitzgerald. Es grande la maestría que consigue Domingo Alberto Martínez con esto de narrarnos su balada carcelaria hacia atrás, procedimiento que se convierte en la salsa literaria más sabrosa de su creación, por seguir con la ensalada, y todo ello aliñado además con un estilo unificado (a través del ritmo) pero distinto para cada capítulo: yo como postre, y tal con los sabores de algún helado de la infancia, me pido el cuarto, ya citado, o el Fundido en negro final (o primero, claro). No quiero terminar este paseíto sin mi reconocimiento a la sinceridad del epílogo, donde el autor nos regala (como el recluso que le da a su compañero de catre un trozo de fruta cortada con una navaja oculta a los carceleros) ni más ni menos que la génesis de su obra. Que en parte conocía —por la confidencia del autor de unas originarias Trovas de fierro—, pero que no ha dejado de asombrarme y enternecerme, por qué no decirlo, no queda feo ya este sentimiento porque los dos vivimos este sinvivir de ver crecer sanos, fuertes y en libertad a los hijos de nuestra creación. Como si hubieran sido criados con brotes de ensalada. |
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