LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
GAIA GINEVRA GIORGI. MANIOBRAS SECRETAS (La Bella Varsovia, Madrid, 2018) por ELENA TRINIDAD GÓMEZ La poesía muchas veces evoca la ternura, y Gaia Ginevra nos habla desde la introspección de una generación negada en la ecuación del mundo. Una generación que ve truncada sus sueños y que observa con ojos críticos los aciertos y errores de los que vinieron antes. ¿Puede acaso huir de esa oscuridad que ni veíamos venir? Maniobras secretas se trata de un poemario. Ginevra hace de la poesía un espacio habitable, reencontrándonos con lo puramente físico desde unos versos orgánicos sin caer en la idea impostada de la naturaleza que envuelve la poesía actual, estética que llevamos sufriendo desde hace más de cuarenta años en nuestro país. Maniobras secretas es una obra legítima, sincera con la generación a la que corresponde con versos así: y me pregunto / qué sabe mi generación / de la oscuridad.
Es en la conciencia de lo tangible donde enmarca Ginevra Giorgi su discurso; todos los sentidos se convierten en imprescindibles y el viaje se vuelve en una experiencia casi onírica. El yo se convierte en un espectador y crea lazos de unión entre la propia poeta y los elementos puramente terrenales que componen cada poema, la experiencia vital de lo mínimo que atesoramos todos si miramos más allá de nuestro ombligo. consisto en ruinas transepocales rara vez me sitúo casi siempre sospecho de la metamorfosis de la ceniza no tengo escapatoria Podemos leer y disfrutar una voz madura, que aunque hable desde el entusiasmo de la juventud no huye de la consecuencia de vivir: el sufrimiento, la cadencia, el límite, ese límite que se materializa en muerte. Acepta los límites de su existencia, de su cuerpo ante un mundo que parece ilimitado, pero no lo es, rápido y confuso que no da espacio a la ausencia, la duda, la fragilidad. Se trata de una poesía cíclica, que acude a los mismos temas pero desde experiencias distintas. Maniobras secretas explora el dolor del cuerpo que nombra y que sufre los espacios habitados. El dolor de aquello que fue, ese retorno que otorga la palabra cuando no queda más que memoria. Gaia Ginevra Giorgi se ha convertido en una de las voces poéticas más renovadoras e importantes en Italia. Su universo, elegante y emotivo, nos adentra en lo físico de la naturaleza, dejando de lado todo artificio. el silencio no tiene sinónimos sino muchos contrarios yo no hablo nunca yo nunca digo ayúdame, tengo miedo
1 Comentario
CARMEN JODRA DAVÓ. LAS MORAS AGRACES (La Bella Varsovia, Madrid, 2020) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO PENSAR EN LA VIRTUD ABURRE ¿Cuál es el sentido de una reedición? Aunque la palabra se ha devaluado en fajas y anuncios editoriales, conserva su sentido cuando se trata de recuperaciones de ediciones descatalogadas, inclusión de nuevo material u homenajes personales o colectivos. Como señalaba Martín López-Vega en 2014, la industria editorial sucumbe con demasiada frecuencia al esquema «chica joven gana premio + la tenemos hasta en la sopa + desaparece cuando se decide que ‘ya no da para más’ y se la sustituye por otra». Sucedió con Carmen Jodrá, Elena Medel, que como recuerda el artículo sufrió injustos y directos ataques, pero también hay casos más recientes si quitamos los premios de la ecuación: Luna Miguel, Cristina Morales o Elizabeth Duval. Hay entrevistas, cosas por aquí, por allá, ¿pero hay análisis que hagan justicia? Las moras agraces contiene muchos temas que todavía hoy se siguen debatiendo, como la lectura de género de los clásicos (que en estos últimos años tan de moda está), o la creación entre el peso de la tradición y la inestable confianza en lo contemporáneo y los nuevos creadores. La edad está muy presente, ganó el Premio Hiperión a los 18 años, y hay mucha frescura, humor y osadía en los poemas. Rompe con sutilidad y elegancia con los formatos y visiones tradicionales, y su combinación igualmente estratégica, reflexionada y rítmica de palabras de uso común, con otras más cultas, tuvo muy buena acogida. Todo estaba ahí, sin ser perfecto, para su temprana edad (y esta será la única mención, para así evitar el tono paternalista con que los adultos desechan y miran con indiferencia las producciones de los jóvenes), pero la sobreexposición cambió el rumbo de los acontecimientos. Leído con esa clave, y su posterior desaparición de los focos mediáticos, los poemas hablan de la teatralización de la vida y la literatura, de la exageración y la solemnidad de algunos acontecimientos, y de la necesidad de releer la a veces absurda herencia cultural de Occidente. Hay mucho equilibrio, que parte de una gran lucidez, a la hora de exponer temas que no caen en el lugar común, la provocación insulsa o la fácil y repetida ironía. Jodra, a través de las creencias profanas (mitológicas) y sacras (con el ciclo dedicado a Satán), y de los pensamientos y actitudes de otros autores, como Rimbaud, Góngora o Baudelaire, propone una extensa variedad formal de rimas, versos y composiciones que demuestra su dominio rítmico de la forma, pero también del contenido. ‘Amor y Psique’ critica con brillantez el gusto masculino por la muchacha débil y perdida, mientras que ‘Rimbaud’ niega la necesidad de ser un genio maldito temprano (Wislawa Szymborska, en su Correo literario, comentó: «los jóvenes, con demasiada frecuencia, se comparan con Rimbaud y ven que ya se les está haciendo tarde»). ‘El ciclo satánico’, del que ofrecemos un fragmento, expone con tintes espirituales y velados, además de repugnantes por la realidad en la que toman forma, el juego de la seducción y todo el peso de la disminución corporal y mental de la mujer (como se lee al principio: «cuando una tiene sangre de ramera»). Desde ‘!’, el poema esencial que reúne todos los temas principales, si es que hay uno (nos gusta pensar que sí), el tono se enturbia, el ímpetu y el humor le ceden el espacio al cansancio y a la decepción. El pasado entra en juego de una forma más directa («el drama es mil veces más viejo / que tú. Piensa en Grecia y en Roma, / y aún más atrás»), y las moras agraces certifican no solo la imposibilidad de una madurez, de una verdad a la que poder agarrarse, sino la increíble pérdida de tiempo y esfuerzo en la búsqueda. Sin embargo, este tono algo más pesimista, incluso nostálgico, no niega el futuro, ¡ni nos debería hacer caer en una lectura facilona del asunto! ¿Quién no ha estado triste después de un día lleno de buenas noticias? Lo que hace Jodra es, efectivamente, mostrar la vida tal cual es: altibajos, momentos tristes, grandes descubrimientos culturales, risa ante lo absurdo, amor, encanto, prejuicios, etc, porque, como dice apoyándose de nuevo en la Antigüedad: «y la tercera opción, la virtud de Aristóteles, / el razonable equilibrio, el justo medio, / se me quiebra en las manos cada vez que lo intento». O, para que se entienda mejor, y es este quizá el verdadero núcleo del poemario: Jodra reniega de la frivolidad de las cosas con una visión tan certera, poética, espiritual y triste como la que podemos encontrar en La gran belleza. Acompañados por esa visión natural y variada, llegamos a Hecatombe, los diez poemas inéditos que, a su manera, nos devuelven a la inocencia, la posibilidad del deseo y de un refugio, o lo que es lo mismo, al modo en que nacemos y morimos encerrados en nuestros anhelos.
MARÍA MARTÍNEZ BAUTISTA. GALGOS (La Bella Varsovia, Madrid, 2018) por CRISTÓBAL DOMÍNGUEZ DURÁN María Martínez Bautista (Madrid, 1990), ha recogido en Galgos unos poemas que, según ella misma, se han ido gestando a lo largo de diez años. Desde luego, en este caso, la duración del proceso de escritura se percibe en los treinta y tres textos que integran el libro por la guiada dicción que articula la voz poética y por el mimo con el que las palabras han sido elegidas, como ladrillitos de una casa que no se erigiría con otros tan siquiera parecidos.
A lo largo del libro, Martínez Bautista despliega unos versos que parecen provenir de una cotidianidad iluminada. El sueño que puede ser el ritual de la rutina se ve interrumpido por un despertar que abre las puertas a lo que hay más allá de lo presente. La de la poeta es una voz siempre pendiente a la latencia de lo invisible, en la espera y observación para ver qué hay detrás de lo que se nos muestra a priori, con la paciencia para ver más allá a través del lenguaje. En Galgos se trabaja profundizando en los elementos de la realidad y sus dobles apariencias, como la del agua «que se revela turbia en su conjunto / y es clara cuando bebes, cuando nadas». También recorre el libro una mirada nostálgica que no es celebración del recuerdo ni mucho menos, sino una búsqueda de sentido mediante lo que ha permanecido en la memoria, como puede verse en el poema ‘La siesta de los padres’. Con el paso de las páginas, los poemas nos van enseñando su objetivo de ser puentes, de establecerse como el cuerpo de un diálogo entre lo que es material y lo que no, pues hay en ellos un acto de generosidad paradójica plasmado en el verso «Yo la que soy para que tú no seas». No es de extrañar, siguiendo esta interpretación, la aparición del díptico ‘La ceguera de Piero’, propicio para trabajar esta dicotomía desde la no visión, o la segunda parte del libro, con la interlocución con otras vidas que pudieron ser, donde el misterio no está ahora tras unos párpados sino tras los muros de unas casas. Así es lo innombrable: «un cielo caudaloso, / móvil como los ríos que arrastran los cadáveres / y solo logran inclinar los juncos». A lo largo de la tercera y última parte del libro se suceden poemas memorables como ‘Los galgos’, una respuesta contra la tristeza vulgar, ‘Asinelli y Garisenda’, que funciona como una postal de un viaje a Bolonia: «Bajábamos / por esta calle roja de la tarde / y de repente el vértigo en el suelo, / la altura enferma de las dos gigantes: / las torres que no arrasa la violencia, / las torres que respetan los temblores / mientras vuelven iguales las casas y el escombro, / las rojas torres del orgullo antiguo. / Se acercaban feroces a nosotras. / Sobre ellas un cielo caudaloso, / móvil como los ríos que arrastran los cadáveres / y solo logran inclinar los juncos»; o el que cierra el libro, ‘Los ancianos durmiendo’, donde se intuye la muerte a través de las bocas abiertas de los viejos: Conoceréis la muerte por las bocas vacías de los viejos que duermen a deshora. El sueño se los lleva a la frontera, sus ojos se van altos y se van lejos, sus manos moteadas cogen fuerte el hilo transparente de la vida: lo poco de futuro, los mares de momento del pasado. Estaréis en los trenes, donde el sueño es un don de los incautos, y hablarán de la muerte las bocas que no encajan. Pensaréis en el hilo y en los vuestros. Otra vez el temor, como el veneno de un insecto antiguo, de morir lejos o que mueran mientras. Nos dejó María Martínez Bautista un libro difícil de acabar en el buen sentido. Un poemario atravesado por un hilo nostálgico, curioso y paciente para que llegaran a él, varados, los mejores versos. RAÚL QUINTO. LA LENGUA ROTA (La bella Varsovia, Madrid, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR La contraportada es muy esclarecedora para entender las claves intencionales y estéticas que guían este magnífico poemario con el que Raúl Quinto “vuelve” (las comillas se deben a que nunca la ha abandonado del todo) a la poesía, tras varias entregas de prosa “transgénero” (con mucho de ensayo y de poesía) como fueron Yosotros o Hijo. Transcribo aquí las líneas de dicha contraportada, por lo acertadas y hermosas que son: Diógenes Laercio contaba en su Vida de los filósofos ilustres que Zenón de Elea se arrancó la lengua de un mordisco, y se la escupió a la cara al tirano de la ciudad cuando este le exigió colaboración. Esa lengua rota es el símbolo desde el que Raúl Quinto diseña un mecanismo textual acerca del poder de la palabra y del precio a pagar por el decir contra el poder, con imágenes fulgurantes y a través de la puesta en valor de una memoria contrahegemónica: desde diversos activistas asesinados a oscuros episodios de la historia de España como la masacre de la carretera de Málaga o la estafa de la talidomida. La lengua rota habla sobre la necesidad de rescatar las palabras de la boca de los monstruos: una poética no ya del silencio, sino del silenciamiento y de la rebelión, y un análisis poéticamente preciso sobre la estructura de un mundo donde son otros los que tienen el poder de nombrar y decidir qué se puede o no decir. Tiene este libro muchas lecturas. Pero, sobre todo, este libro plantea una reflexión sobre el lenguaje a varios niveles. Por un lado, tenemos el viejo dilema o problema filosófico y poético que ha preocupado desde el romanticismo hasta hoy, y que sigue siendo fecundo en la reflexión poética y filosófica todavía hoy día: el lenguaje como paradójica barrera, que nos permite y nos prohíbe, al mismo tiempo, conocer el mundo. Por otro lado, se lleva esa dualidad también al nivel político. Ya desde el principio del libro se plantea esa doble apertura: Trazaron líneas en un plano / y brotaron los nombres / y las ciudades. Te dijeron: mira, / esta será tu casa, y la casa creció dentro de ti. // Como una sangre. La imposibilidad, la frontera, el muro, son ideas y símbolos que se repiten y entrelazan con esta reflexión sobre el lenguaje: la imposibilidad de conocer o acceder a la realidad de una forma “pura”, sin la mediación del lenguaje, que se convierte en casa y en sangre: en muro que limita y que define al mismo tiempo: que protege de la intemperie y que nos aísla de la intemperie. Una pared. Incomunica // la carne con la ropa, / la piel con su interior. / Solo sucede la pared. / Sólo pupilas. Solo dedos. // Como agujeros / por los que brota / la luz salina/ de las linternas. // La pared nos rodea / y nos encierra afuera. // Hablamos un idioma / de palabras quebradas. / Un mundo a medio hacer. Pero, como advierte la contraportada, hay un fuerte componente político en el libro. Porque este no se limita a esa reflexión sobre formas o accesos para la comprensión del mundo, sino que también plantea la pregunta de quién ostenta el poder de ese lenguaje: ese plano sobre el que brotan los nombres y ciudades, ese plano (no la realidad: el plano, el mapa) sobre el que somos obligados a vivir: quién lo hace, quién da los nombres a las cosas. Porque no somos nosotros: “Te dijeron”. Quién es el sujeto omitido. El poder impone su lenguaje, y lo defiende. El leit motiv que da título al libro, el de Zenón arrancándose la lengua para no pervertirla con la adulación y la mentira frente al poder, da una idea de la importancia de ese lugar de poder que es el lugar del lenguaje.
Esa vertiente política que establece la dualidad entre poder/rebeldía/impotencia y represión se manifiesta especialmente en los títulos de los poemas y los capítulos, porque nunca es evidente o explícita en el contenido de los poemas. Encontraremos los casos de gente asesinada por luchar, por usar un lenguaje que el poder no quiere permitir, porque sabe que el lenguaje de la rebeldía puede crecer y ocupar el lugar del poder, y por eso hay que erradicarlo, hacerlo desaparecer, aunque queden unas huellas en un muro. El lenguaje eliminado deja un rastro de sangre, como la sangre de Zenón en la cara del tirano. Hay una lucha por encontrar un lenguaje de resistencia, un lenguaje diferente al del poder, que es por lo tanto, una realidad distinta, habitable, humanizada por ese lenguaje de libertad: romper para construir, descoser para tejer: Descoser las partículas del aire / para poder seguir // respirando. Tejer un cuerpo nuevo / con los cuerpos perdidos y encontrados / tras el incendio. Decidir. / Golpear ese muro // pese a tanta ceniza / torcida en los pulmones. Pese a tanto / siglo volviendo. No cejar. Es muy interesante la forma en que Raúl Quinto plantea esa doble lectura: los poemas, leídos sin su título, pueden ser interpretados de una forma, totalmente coherente y correcta, como una reflexión sobre el lenguaje y sus límites, sobre el hombre, el mundo y la difícil relación entre ambos a la que llamamos “conocimiento”. Sobre el lenguaje como órgano, también, como sangre, como víscera o como órgano humano. Pero, cuando se introduce el paratexto (a través de los títulos, y a través de los relatos que cada título invoca y que aparecen a modo de epílogo), entonces vemos la otra cara de ese peso de la realidad y la otra cara, concreta, histórica y política, de las personas que han perdido su vida por escupir su lengua sobre el poder, sobre la lengua totalitaria del poder. Entonces la sangre es la sangre derramada por el poder para hacer que su lenguaje sea único y predomine. Entonces los órganos son los cadáveres de las personas que quedan fuera del mundo, fuera del discurso único, el discurso dominante, el que no acepta otredad alguna en su identidad. Los muertos, la necesidad de podar, de eliminar esos discursos disonantes de la voz dominante del poder demuestran, no obstante, la fuerza del lenguaje. Por qué, si no, todo poder se asocia siempre a la censura: porque el lenguaje abre mundos, crea posibilidades, y hay mundos y posibilidades que no deben ser imaginados. La lengua rota es poesía verdadera, que cuestiona, crea y canta al mismo tiempo que ilumina la memoria de la lucha y de las víctimas. Es un libro que escupe sus poemas sobre el tirano, que los mancha de sangre porque está hecho de sangre. Y rescata a esas personas, esos nombres con sus apellidos, porque el olvido es también una forma de silencio y de censura, y por eso debemos sacar esos nombres de las cunetas del inmaculado discurso único del poder, para poder recordarlos, honrarlos, rescatar sus lenguas rotas, asesinadas. RAÚL QUINTO. HIJO (La Bella Varsovia, Madrid, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Hijo es un libro sobre la experiencia de la paternidad. Dicho así, a primera vista, parece que lo más prudente es salir corriendo lo más lejos posible. Quiero decir, que ya sé lo que estarán pensando muchos de ustedes, porque es lo que pensaría yo: “madre mía, otro libro de alguien al que le ha cambiado la vida el hecho de ser padre y quiere que todos nos enteremos”. Es lo que pensaría yo si, junto al título del libro, no hubiera un nombre: Raúl Quinto. Ese nombre, haber leído otros libros suyos, me animaba a confiar en que se trata de otra cosa. Y lo es, claro que lo es. Para empezar, habrá que advertir al lector sobre el género al que pertenece Hijo. Si han leído Idioteca o Yosotros, no hace falta dicha advertencia. De no haberlo hecho, hay que explicar que Hijo es un libro compuesto por treinta y un fragmentos en prosa. En ellos hay un hilo narrativo-ensayístico y poético que une la composición fragmentaria: el pensamiento, las imágenes y los ritmos son los que dan unidad al libro, que combina a la perfección el sentido lírico, el filosófico y el narrativo. El género es, por lo tanto, el texto. El lenguaje como máquina de crear realidad, de dar forma a la realidad. Quinto, de estirpe claramente romántica, es decir, consciente en toda su obra de hasta qué punto la modernidad y la posmodernidad son hijas del Romanticismo, utiliza la literatura como forma de pensamiento: pensamiento, encantamiento, emoción y crítica se unen en estos fragmentos, en el texto, que se piensa a sí mismo al tiempo que intenta pensar el mundo, el hecho original que motiva el libro, el acontecimiento que resuena en cada una de estas páginas: Aquí comienza un libro que podría titularse Desde, porque lo que hace es trazar un punto de partida y un límite sobre el que todo se pliega. También podría llamarse Con, porque su maquinaria solo se entiende desde la presencia de alguien muy concreto como raíz de la que brota cada frase y cada página; alguien que no soy yo ni eres tú, pero que está aquí como principio y como final. Este libro no se llama así, y además no quiere ser un libro. Pero comienza. Ese es el primer fragmento del libro. Un libro que se va haciendo mientras se lee porque es una maquinaria, un mecanismo generador de sentido(s). Es el libro, el lenguaje, quien nos va hablando. Es el verdadero protagonista. El hijo es la raíz, sí, pero el protagonista es el lenguaje. Un lenguaje que, como vemos en las últimas líneas de ese primer fragmento, está en constante mutación, en una continua mutación de sí mismo, que es consciente de que es y de que no es. Y esa brecha, esa grieta, provocada por el acontecimiento del nacimiento, es el vórtice de donde el lenguaje de este libro nace y muere, una y otra vez.
El hijo es, claro, el origen. Y no hay mito más poderoso, fuerza que ponga en marcha la maquinaria del lenguaje, la búsqueda del sentido, la creación de sentidos, que el mito del origen. El nacimiento del hijo opera como sacudida física y telúrica que pone a funcionar la máquina del lenguaje con un ímpetu visceral: esta vez sí, parece decir: esta vez sí, hay un origen, hay un sentido, y estas palabras, esta máquina, se pone en marcha para explicarlo, para darle forma: Hubo un momento previo. Fuimos antes del lenguaje y fuimos antes de ser. Antes de las máscaras hubo semillas, vientos y caminos. Por eso es un ejercicio imposible esto de querer decir lo que hay antes de la dicción (…). Vamos a transitar sobre esa imposibilidad (…). Para intentar contarme lo que soy en tanto que especie, en tanto que hijo y padre. Para buscar el hilo perdido en el laberinto y recogerlo pasillo a pasillo sabiendo que no hay salida. La memoria, la familia, los abuelos, los ancestros, los homínidos, todo acaba remitiéndose al origen, viajando atrás hasta llegar a ese punto de abismo o de silencio, a ese muro que expulsa al lenguaje, a la imaginación, que hace aparecer esa crítica, esa consciencia de la imposibilidad. Y entonces vuelve la imagen del hijo, el relato del nacimiento del hijo, y así se abre otra línea, otra cascada de imágenes, de relatos: la ciencia, los cromosomas, la sangre, pero también el cosmos, los planetas… Es un viaje de ida y vuelta en torno al origen, a todas las teorías del origen que el hombre y su lenguaje, y su ciencia, y su filosofía, han ido creando. Y es también el relato de un padre, de un padre y una madre y un embarazo y un parto. Y la máquina del texto va saltando de uno a otro, rebotando continuamente, como rebotan siempre las palabras contra la realidad opaca, para volver a perderse en imágenes, en ritmos, en poesía, en formas de ordenar la realidad para hacerla habitable, humana. Aquí opera la mecánica del balbuceo. Un idioma en blanco. Como la lengua sin verbo de mi hijo, sin signos ni referencias. Así debería funcionar este libro. Un idioma sin idioma, que explicase los huecos de cada letra. Hijo es, en definitiva, una máquina inteligente y sensible. Un viaje en mil direcciones que es un placer recorrer. ¿Pero la paternidad le ha cambiado la vida? Sí, sí, le cambia la vida. CLAUDIA GONZÁLEZ CAPARRÓS. SI LA CARNE ES HIERBA (SULLY MORLAND) (La Bella Varsovia, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO ¿Es el poema una búsqueda hacia la verdad, los sentimientos o, en todo caso, el centro exacto del laberinto existencial? De ser así, ¿quién o qué espera al final? ¿Termina, o es una caza sin fin? Y entonces, ¿puede el lenguaje agujerear, siquiera, esa última quimera? Claudia González Caparrós presenta en Si la carne es hierba (Sully Morland) un inventario de perspectivas, muchas veces suspendidas o pendientes de un cumplimiento directamente inalcanzable, que sumergen al lector desde el primer poema (véase el fragmento situado al final de la reseña) en un estado de oración perpetuo tenue, calmado. Un residuo, diríamos, en el que la voz del poeta, como la nuestra, no tiene la autoconsciencia de vivir, no siente la vida como tal al quedar atrapada en la incertidumbre, en el Vacío: «La soledad resbala y atrás deja brillar, / instantáneo, / su trazo / (como la baba de los caracoles) (…) Dejar / la soledad como se deja que el camino se construya en la intuición absurda, seguir un sendero en la hierba y no mirar a los lados / y sobre todo no buscar la orilla, / Déjame (…) También mi cuerpo / se está disolviendo en esta cama, y no es doloroso / pero es triste / dejarse resbalar así, / dejarse ir» (pp. 26-27). Aún más, si algo demuestra Caparrós es la potencia del deseo, de la obsesión, a la hora de seducirnos con su cántico singular y producir como consecuencia otra caída en el abismo, otro tropiezo en la misma piedra: «La mística más tonta y cotidiana le busca una / respuesta a esta pregunta: ¿qué quedará de mí cuando la / luz se apague?» (p. 23). Los poemas se inclinan hacia la búsqueda de cualquier resquicio de luz pero, a su vez, quedan engullidos, como venimos diciendo, en su propia autodestrucción, en un final cercano, relampagueante, en el que la herida no deja de crecer, de sangrar: «Porque en cada acto y porque en cada gesto hay algo / que se rompe / hay algo que no vuelve / hay algo que es asesinado / (y esto no es lo mismo que morir) (…) Pero está bien, está bien, está bien // Este dolor, Sully Morland, me permite la vida, / este dolor del cuerpo, / este dolor tan físico y profundo, // estas posibilidades de verlo todo —de quererlo todo— / de sentirlo todo» (p. 47). De este modo, la poesía nace de un choque: la necesidad desesperada del acontecimiento, del suceso, y la calma que se destila en los versos, en la autoconsciencia, como intentamos sugerir, de que quizá nada suceda, de que quizá el silencio sea la única solución. Quizá nunca lleguemos a saber, entonces, el desenlace o quién o qué significa, más allá, Sully Morland para la autora, pero sí podemos atisbar ciertos sentimientos, no exentos de la contradicción y la incoherencia, profesados hacia ésta: «Noli me tangere a media voz / noli me tangere, me acerco a ti, el tacto es / un salto de fe. (…) Necesito de / ti para mirarte y saberme mirada, configurarme en / eso y agarrarme a eso // noli me tangere porque estoy asustada de mi piel. (…) Noli me tangere, Sully Morland, deja / que me deshaga / como si fuera nieve» (pp. 43-45). Quizá, en ese mismo punto, resida la clave del poemario: de poco importa al final la voz del poeta pues, con gran maestría, toda la atención se ha desviado hacia la enigmática Sully Morland, hacia el objeto deseante que no deja de sugerir estados y reflexiones que se van superponiendo sin parar: «Algunas veces, no obstante, sé de lo que hablo / cuando me invade una inexplicable compasión por / las cosas del mundo, un sufrimiento que me llega sesgado / y que alguien denominó distancia estética» (p. 19). A pesar de las ocasionales dispersiones de los versos en torno mensajes o metáforas poco claras, Caparrós hace gala de un estilo aéreo, sutil, originado en la más profundad meditación y exhaustividad del objeto deseante para reflejar, en última instancia, la causa de nuestra salvación… y nuestra propia perdición: «Te pregunto cosas que tú no sabes / responder, y me preguntas cosas que yo no quiero responder» (p. 25).
ALBERTO ACERETE. YO QUIERO BAILAR (La Bella Varsovia, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Qué es la realidad? ¿Cómo la producimos mientras vivimos? ¿Es existir sinónimo de vivir? ¿O es la vida más bien un ejercicio de supervivencia? Preguntar, evidenciar las fracturas, más que responder, es una de las principales tareas del arte en la actualidad. En un siglo en el que, efectivamente, la realidad se ha vuelto múltiple y el capitalismo ha inundado todos los aspectos de la vida cotidiana, la identidad supone una de las cuestiones más problemáticas: ¿y si en realidad todo está pre-fabricado y no existe lo “personal”?, podría preguntarse más de uno. Aún más, esa es la conclusión de algunos teóricos como Eloy Fernández Porta, referencia ineludible en el estudio de la temporalidad, la mercantilización de los afectos y la identidad que, con el término €®O$ incide en el vacío íntimo del consumismo: el euro (el mundo del consumo en su fase hiperconsumista), la marca registrada (el sujeto distintivo de esta fase), el cero (la ausencia de capital, su denegación por valores contrapuestos a lo financiero, y la intimidad como vacío), y el signo del dólar (la dimensión transferencial, intercambiable o relacional de esta fase, pues ambas monedas definen su valor por la comparación) (€®O$. La superproducción de los afectos, pp. 9-11). En este cruce de tensiones, pérdida e incertidumbre se sitúa, verdaderamente, el último poemario de Alberto Acerete, Yo quiero bailar, publicado por La Bella Varsovia, editorial que, junto con la Isla de Siltolá, es una de las mayores exponentes de la poesía joven. A lo largo del poemario la intensa y siempre creciente fragilidad del ser humano es el principal leitmotiv de la poesía de Acerete: «la precariedad convulsa del centeno» (p. 23), «que es cuestión de fe / toda crisis del origen» (p. 27), o «por eso, / familia en mano, pido / que nos dejen de engañar: // el amor no es más accesible / que la mentira» (p. 90). No obstante, y al contrario que buena parte de los artículos actuales, esa debilidad queda resaltada por el conflicto con los orígenes, con la familia, en lugar de las nuevas tecnologías o los medios de comunicación. Más que dejarse inundar por la información, el poeta entronca con sus orígenes, con el trauma de una infancia que jamás volverá: «ojalá pudiese haberte oído / ojalá te hubiese escuchado decir / si bien no / que sientes orgullo / lo mismo que ha pensado al rechazar la dispuesta // gracias / gracias / gracias // por haberme dado la vida» (pp. 30-31). Esto es importante porque, por lo que comenta el propio autor en el Cuestionario literario de Culturamas, los diversos productos de la cultura de masas, como la televisión, forman parte de lo que entendemos por “cultura”. Esta visión, que está relacionada con la conocida visión de Andy Warhol, explica el título del poemario, el estilo de algunos de sus versos y, también, algunas de las respuestas del autor en el ya mencionado cuestionario: «¿Cuál es su idea de felicidad perfecta? Fastfood y telebasura. Viajar en coche cuando tenía cinco años (…) ¿Cuál considera que es la virtud más sobrevalorada? La sinceridad» (Cuestionario literario de Culturamas). El carácter violento, místico, de las relaciones familiares en el ambiente rural, de este modo, también entronca con la introspección, autoconsciencia diríamos, de la temporalidad, de las consecuencias del presente, o la a veces exagerada idealización del pasado y la melancolía: «yo // que confundo tanto / amor romántico y cobijo. // En Belén estaría / recostado en los cimientos, // como un perro en la autopista / creyendo aún en el hogar» (p. 72), «Pero hemos nacido con suerte: // no / somos gente así. / ¿Como quién?, las escrituras. Gente como aquellos hombres: / ficción y lenguas de fuego. Realidades póstumas. Soledad» (p. 82). Todo ello, además, tratado con un estilo total, sin tonos grises, en escenas en las que por esa influencia de lo místico, de lo arcano, no hay grietas, dudas, como recuerda Fernández Mallo: «entender cómo es el mundo fijándose únicamente en los estados iniciales y finales de las cosas, sin preocuparse de cuanto ocurre en medio de ambos» (Limbo, p. 10). No obstante, desde una perspectiva general, los poemas a veces resultan demasiado herméticos, autobiográficos quizá, haciendo que la comunicación con el lector se interrumpa y le reste fuerza a la obra que, de hecho, tiene por otro lado una mayor concentración en el poema (artificios, recursos, aspectos formales) que la poesía en sí (el carácter orgánico, la fluidez, las metáforas potentes), lo que la convierte en un discurso acelerado, continuo, en el que se echan de menos más imágenes mentales.
En definitiva, Acerete explora desde una voz íntima, incluso innovadora, la estrecha relación entre la infancia, la identidad y el tremendo peso que tiene todo ello en las relaciones amorosas, en las decisiones, de cualquier tipo, haciendo que en muchas ocasiones, a pesar del ritmo acelerado de la vida, necesitemos un descanso: «es domingo. Llamaría verano a este exceso de expectativas» (p. 53). |
LABIBLIOTeca
|