LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO. DELICADA DELHY: SEIS TEXTOS SOBRE LA OBRA Y LA PERSONALIDAD DE DELHY TEJERO (Los Papeles de Brighton, Palma de Mallorca, 2020) por NATALIA CARBAJOSA El escritor Tomás Sánchez Santiago lleva más de dos décadas acompañando a la figura y la obra de la pintora Delhy Tejero (Toro, Zamora, 1904 - Madrid, 1968), rescatándola del olvido y alumbrando en su justa medida las zonas oscuras de una artista fascinante en la que vida y arte forman un todo indivisible y coherente, incluso en sus aparentes contradicciones. El fruto más evidente de esta investigación minuciosa y entregada vio la luz en 2004 con la publicación, por parte de Sánchez Santiago y María Dolores Vila Tejero, de los Cuadernines (editada por la Diputación de Zamora y reeditada en 2018 por la editorial Eolas), breves anotaciones a modo de diario interior que la autora escribió a lo largo de más de treinta años de carrera artística. Los seis ensayos que conforman este nuevo volumen vienen a ser una especie de notas al margen, igualmente deudoras de las investigaciones llevadas a cabo por Sánchez Santiago desde finales del siglo pasado; pruebas de un redescubrimiento que, muy acertadamente, no culmina con la atención exclusivamente a la obra pictórica, muralista, gráfica y decorativa de Delhy Tejero. De ahí que el acompañamiento del término “personalidad” a “obra” en un título ya de por sí atrayente, Delicada Delhy, no sea baladí. La biografía de Delhy Tejero, compañera en la academia de Bellas Artes de San Fernando de otras pintoras como Maruja Mallo y Remedios Varo, alumna de la Residencia de Señoritas de María de Maeztu y participante de la efervescencia cultural del Madrid de las vanguardias, explica en parte las causas de su invisibilidad. El choque extremo entre su severa educación castellana y la modernidad que pretendía reinventarlo todo; su absoluta entrega al arte desde muy joven; una feroz independencia acompasada por la timidez, junto al deseo de asimilar cuanto se le presentaba, la llevaron a una vida errante durante la convulsa etapa de la Guerra Civil y la posterior contienda mundial (Marruecos, Italia, París). Y tras estas experiencias, a un posterior repliegue, marcado por un misticismo de inspiración teosófica, en una España en la que ya no encajaba, ni en los cauces oficiales, ni en los grupos artísticos que fueron surgiendo en sus márgenes; un “solitarismo”, como ella lo llamaba, permeado constantemente por la incertidumbre —también económica— y la soledad, desde el que no dejó de trabajar ni un solo día, aun cuando acuciada por sus propias tensiones no resueltas. Si los Cuadernines trazan por sí solos el retrato interior de la artista, al menos hasta donde éste, siempre escurridizo, se presta a ser observado, los ensayos de Sánchez Santiago ponen en relación la compleja mentalidad y los hechos relevantes en la vida de Delhy Tejero con el contexto histórico y artístico en el que le tocó vivir. Aflora así toda la variedad de estilos a los que la pintora se asomó: desde una juventud cercana al surrealismo y el cubismo pero que nunca abandonó la esencia de la forma, pasando por la abstracción emparentada con la espiritualidad kandinskiana y hasta una reinterpretación del costumbrismo en las figuras castellanas tradicionales, sin olvidar la obsesión por el autorretrato —la autoafirmación de quien se acercaba con horror a la vejez— o la fusión de las corrientes anteriores en concepciones personalísimas, tales como el “ingenuismo” o el “perlismo”.
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RICARDO HERNÁNDEZ BRAVO. PAUSA PARA ANUNCIOS (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2020) por MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ SANJUÁN Con este libro, Ricardo Hernández Bravo viene a integrar la minuciosa y escogida colección de poesía que lleva elaborando desde hace algo más de diez años Agustín Sánchez Antequera desde la editorial independiente El sastre de Apollinaire, ya un referente en la poesía que se publica en España. En Pausa para anuncios nos aborda una fragmentación del discurso poemático, exponiéndose, que no describiéndosenos, la fantasmagoría que son capaces de encerrar en su esencia las palabras. Hernández Bravo, con un peculiar estilo escritural por absorción de otros contextos lingüísticos y por reposición con su nuevo anclaje interpretativo de esos mismos mensajes, sugiere un tipo de malla o cedazo, por medio del cual fuera cribando ese lenguaje amnésicamente cotidiano, para ir extrayéndolo e ir elaborando con él la sensación refleja que produce la angustia incubada por un retrovirus social que se nos inocula sin apenas darnos cuenta, y ante el cual creemos estar libres de sus efectos. No en vano, el poeta dice «la transmisión viral / del yo y sus accidentes / del avatar como milagro», y así ya anuncia, postula y reclama una actitud de resistencia y de desobediencia como toma de conciencia ante lo que supone un lenguaje sin contenido real y germinado por hueros eufemismos que evitan significar lo propio con un sentido verdadero, como un falso tabú. Si observamos con atención el orden de los textos que conforman este Pausa para anuncios, apreciaremos que nos encontramos ante un espejo, un espejo verbal intangible; textos contenedores de términos que parece que fuera sedimentando el poeta y de los que nos hace participar, presentándonos, discretamente, una ordenación simbólica, pues si atendemos a su índice, tendríamos que comenzar a leerlo de atrás hacia adelante, y en ese sigiloso acto o gesto, Hernández Bravo deposita, desde su mismo origen, el encanto y el desafío que alienta en los trampantojos. Como decía Vicente Huidobro en su memorable Altazor, «Un poema es una cosa que será», y bajo la filosofía de este lema pareciera haberse articulado esta aventura poemática, porque Pausa para anuncios es algo que se crea como la sombra de un cuerpo, pues en estos textos la “poesía” y “palabra” se entienden como un periodo clandestino de la memoria, como un símil semántico a través del que se quiere contar por qué lo ha hecho el poeta, creando una sensación adicional, un grado adicional de distanciamiento del instante, del motivo original del poema protagonizado por una ficticia realidad que desvela algo degradado. En estos textos la arquitectura del poema ha dejado de ser algo absoluto, ha dejado de buscarse la perfección lírica formal, y ha dejado de ser así porque ha entrado en acción un comportamiento creativo sin reglas; ha actuado la improvisación regeneradora en la propia creación, mientras que él, el poeta, es engullido por ella, como les ocurre a los músicos de jazz. En Pausa para anuncios, se entreteje una meditación sobre qué significa la saturación del lenguaje junto a la desaparición del propio poeta como parte del poema y viceversa, donde las palabras no solo reivindican un acto de pensamiento y de habla, sino que también se indaga en cómo esas palabras y su desaparición son el objeto del propio habla, pues el ser humano palabrizado es un acto urgente, tan urgente como el miedo que personifican sus asfixiados fonemas. Como una premoción, o un deseo inconcluso, o una condición indispensable, se nos dice: «por si no llegan / horas de piel / días de abasto / grábalo todo / quede registro / no se pierda / la cámara / lo que el ojo / no ve», pues adonde nos acercamos, se nos avisa, es al olvido, a la pérdida total de lo que entendimos como palabras, pues este poemario es un informe sobre la fragmentación, pero también sobre la fragilidad, no solo de la realidad actual, sino también del sentido del “sentir”, algo sin engaños, donde el siglo XX ya desaparecido, casi olvidado y desapercibido, se hace aún presente con su ruinoso runrún apoyado sobre los cimientos de la publicidad y de sus falsos, sustitutorios y tutorizados valores de mercachifle, aquellos que nos han llevado a vivir nuestra propia angustia como un producto más, como un reclamo para nuestra autosubsistencia, como cuando dice el poeta «Compra lo que no eres / acrecienta tu ser inflacionario / acumula / materia en tu materia hasta sentir / la concreción del alma en sus estándares».
Ricardo Hernández Bravo refleja lo que revela con una evidente intención reflexiva, y expone «sobreviene el desfalco a la palabra / y vemos agrandar el descubierto / la cadena de quiebras asumidas», pues esa actitud reveladora la emplea para arrojarnos su toma de conciencia sobre cómo el lenguaje ha sido utilizado como un producto más para ser consumido y, a su vez, consumirnos, y así, como esperando una respuesta en forma de eco, es como este poeta expone ese cómo y ese qué, cuando lo que surge es la evidencia de la pérdida de su valor, del valor de lo que suponen en sí mismas las palabras sin mercadotecnia detrás, en sí mismas, como la conciencia crítica, y así es como se ha creado ese dolor reivindicado a lo largo de este libro, pues es así como surge esa «tristura», que nos dice el poeta, por la caída de lo que supone vulgarizar y adulterar esos bienes inmateriales de la humanidad, al ser convertido el lenguaje en algo tan materializado como los valores en bolsa y las etiquetas de los productos de consumo de masas, o como si las palabras fueran sujetos cuyo único destino existencial se explicara en pro de qué valor pueda contener para ser materializable en sustancia concreta y susceptible al cambio comercial, siempre en clara pendiente depreciativa de su origen y de su función emocional. Hernández Bravo parece tener una conciencia clara de que el idioma, el pensamiento hecho palabra, es un silencioso poema generado y heredado a lo largo de toda una larga cadena de sucesos y de emociones que los seres humanos hemos ido creando y que hemos recibido sin apenas darnos cuenta, pero no por ello sin valor, pues las palabras contienen el ADN de las innumerables noches y preguntas que, aunque quizá no nos hayamos autorrealizado como individuos, sí han llegado hasta nuestro ahora como especie, cuando en el silencio abismal de la bóveda celeste alguien con algún grado de humanoide tuvo la iniciativa de pronunciar unos sonidos concretos con una intención perdurable de significación emocional. Desde aquellas inmensidades cósmicas observadas desde la benevolencia de las cavernas y de los abrigos rocosos, no ha cambiado tanto, pues aún no sabemos designar con precisión qué significamos como especie, no sabemos con qué palabras representar la conciencia existencial con un sentido de totalidad, ni incluso de aquello generado por el propio ser humano, como es el misterio que rodeó al nacimiento de la primera palabra. Pero Pausa para anuncios también sugiere una actitud ambivalente: aquella que pudiera parecer que encierra la intención de regenerar un lenguaje raptado a punta de eslogan para serle restituida su dignidad semántica mediante la exposición de lo ya muerto, de lo perecido por lo injustamente sobrevalorado y aceptado como ese gran exterminio creado por los poderes, que no desean que las culturas y sus gentes tengan una palabra digna que llevarse a la boca y que contenga el verdadero sabor de lo que persigue significar, algo ante lo que Ricardo Hernández Bravo parece tener muy claro que quiere enfrentarse con este libro, para demostrar que hay voces que no están dispuestas a sentarse en esta mesa, y como dice con sus versos, estar «en el mantel de la conformidad». SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ. ANTOLOGÍA DE CUENTOS (Real Academia Alfonso X El Sabio, Murcia, 2020) por CARMEN Mª PUJANTE SEGURA Ha llegado la hora de la Antología de cuentos de Salvador García Jiménez. Una cuidada edición llega en 2020 a iniciativa de la Real Academia Alfonso X el Sabio y lo hace bien acompañada gracias a la introducción de Manuel Martínez Arnaldos. Por ello, el lector ya tiene la oportunidad de degustar una selección de nuestro escritor a cargo de un profesor especialista en el relato corto, dando a la luz un ramillete de cuentos significativos de la literatura del ceheginense, entre los muchos que este ha escrito a lo largo de su trayectoria. Como el antólogo afirma en las primeras páginas, «es justo reconocer que toda síntesis o recopilación representa un crisol en el que se mezclan los más ricos metales cuentísticos».
Diverso y nutrido, ese ramillete está compuesto por veintiséis cuentos de García Jiménez y viene a representar de forma cronológica su ancho recorrido cuentístico desde los años setenta hasta los primeros del siglo XXI. Y es que en esta antología se ha acertado con la inclusión de algunos relatos inéditos escritos en los últimos años como colofón. En ella se pueden leer, pues, desde ‘Cebo para un endemoniado’ y ‘¿Qué haré con tus rosas?’ hasta ‘Tres doble en La Habana’ o ‘El héroe de China’, pasando por ‘Graellsia’. Es más, otro de los aciertos de este libro es la elección para la portada de una macrofotografía tomada por Juan Carlos Muñoz, una imagen de belleza impactante que refleja el ocelo de una mariposa, en particular, de la especie Graellsia isabelae. Otros cuentos se acaban convirtiendo en capítulos de otros textos del autor (novela o ensayo), entre ellos, el titulado ‘La ninfa del trasvase Tajo-Segura’, que, por otro lado, fue el acicate de una polémica con una famosa escultura de la que el antólogo da noticia. Otros, sin embargo, reflejan más un poso propiamente biográfico del escritor, como ‘El último maestro de la República’ o ‘Los apuntes de don Ángel Valbuena’, títulos decidores del trasfondo de cariz sentimental y curioso. En otros, en cambio, se tiende al desdoblamiento de la personalidad, como en ‘El barco en la botella’, para cuya explicación Martínez Arnaldos apunta con acierto a la herencia quijotesca. El antólogo, antes de esas sugestivas notas que se incluyen al inicio de cada cuento y que «avalan el compromiso ético y estético» del antologado, junto a otras de carácter filológico que explican algunas palabras o datos dentro de cada uno de ellos, ofrece en las páginas introductorias un condensado repaso teórico-crítico por los cuentos del escritor. Lo hace apoyándose en destacados estudios como los de Albaladejo Mayordomo, Baquero Goyanes, Booth, Gadamer, Genette, Hamon, Iser, Mauron, Pozuelo Yvancos o Pujante, entre otros como el estudio sobre el cuento en Murcia en el siglo XX a cargo de Jiménez Madrid. Experto en relato breve, especialmente en la novela corta, el catedrático honorífico de la Universidad de Murcia comparte su conocimiento sobre el género narrativo del cuento, al que se adscribirían estos textos de Salvador García Jiménez, ninguno de los cuales sobrepasa la decena de páginas. Como cuentos, estos reflejan un momento esencial de la vida humana de forma intensa, además de «la depurada técnica narrativa, la precisión y la sugerencia léxicas, junto al dinamismo de la elocución» y la intratextualidad o la interdiscursividad, que son características de los relatos de este escritor. Pero con ese esmerado caleidoscopio Martínez Arnaldos también logra dar cuenta de otras múltiples visiones, desde la estilística a la retórica, pasando por la descriptiva o la biográfica. Añade otros rasgos, como la apariencia de alternancia de planos secuencias en una escritura de tipo cinematográfico, el juego con las grafías o los numerosos tropos, como la metáfora o la hipérbole. A modo de conclusión reivindicará la «portentosa imaginación» con la que juega, evoca y revoca este escritor, así como su «conciencia irónica y satírica». Junto a la introducción y las notas, que ayudarán a profundizar en los recovecos de estos relatos, otro de los aciertos de la antología son las imágenes incluidas en su interior, que van desde el retrato del autor de 1977 (de cuando ganó el accésit del Premio Antonio Machado), hasta ilustraciones como la de Hernansáez para el texto de ‘Cebo para un endemoniado’ de 1975, la de Urrea Salazar para acompañar ‘¿Qué haré con tus rosas?’ o la de Martínez Mendoza para ‘El tren y una caja de amargura’ en 1981 (IV Premio de Narraciones Breve Antonio Machado), e incluso fotografías de personas o de noticias, como aquella en la que sale Amador Moya, amigo de la infancia del escritor que inspiró el pintoresco cuento ‘Cenizas de Bisonte’. Así, esta antología a cargo de Martínez Arnaldos logra su cometido, pues ofrece al lector los cuentos, ya no dispersos, de Salvador García Jiménez, y, además, contribuye a la posteridad y a lo que ello conlleva, a saber, una llamada al estudio y a la valoración y al recuerdo de un escritor. ELISABET FABREGAS. CESTOS DE LILAS (Calambur, Madrid, 2020) por CARLA SANTÁNGELO LÁZARO LA SUTILEZA NATURAL Este es el primer poemario de Elisabet Fabregas, una poeta catalana que pasó muchos años de su vida en la isla de Ibiza, rodeada de pájaros, escribiendo pieza a pieza, instante por instante, este libro que es sutil y fuerte, un binomio que se alza con dulzura.
Dividido en dos partes, “Madreselva” y “El jardín de chiles”, pienso en Cestos de lilas como un ejercicio de reconocimiento de la propia identidad, en el que la primera parte es una suerte de nacimiento, de despertar, y la segunda muestra el encuentro con el mundo como algo ajeno. Como si esa voz se fuera llenando de experiencia por el camino; también de dolor y erotismo. Este poemario es una danza con la naturaleza, un recorrido líquido hacia el interior del ser. En la primera parte está la voz sola, rodeada por una naturaleza de la que es parte, y está la madre, el ombligo, el momento iniciático. Dice en el poema ‘Magnolias’: «no me alejo / de tu ombligo / ni de la huella / germinal que nace / en mi garganta». La voz del principio tiene la virtud de la inocencia, del asombro con el que se miran las cosas por primera vez. Así empieza el poema ‘Tierra’: «Ser como niña / jugando en el prado / conversar con los árboles / al amanecer». Por momentos es como si la voz poética conociera los secretos de la naturaleza que la habita, y quisiera susurrarlos a quien está del otro lado. Como en el poema ‘Inspira’, en el que la respiración se hace una con los árboles: «Llenar de bosques / las raíces, / permitir que sus brazos / sean mundo / en nuestro cuerpo». En la segunda parte, la voz muta hacia el encuentro. Como si el influjo de la naturaleza no la desposeyera nunca. «Soy el arroyo florecido / que de tu boca / encuentra mi cuello», dice el poema ‘Palpito’, y así continúa el camino del deseo, la construcción de un eros hecho de jardines y de islotes. Una especie de embrujo recorre el poemario como un eje que lo vertebra. Poemas como ‘Planta medicinal’, ‘Lo simbólico’ o ‘Humble house sparrow, humilde gorrión’ pueden leerse como conjuros que recuerdan las propiedades curativas de las plantas o que remiten a la magia: ese universo tan fértil para el poema. En Cestos de lilas la voz poética articula imágenes despojadas, desnudas, como pequeños tesoros secándose al sol, y al mismo tiempo hay poemas velados, llenos de metáforas que se repliegan hacia el centro de lo indecible. Leer este libro es como oler un ramo de flores silvestres. Como tocar el agua del mar, su tibieza en septiembre. La voz poética no observa la naturaleza, no la romantiza, es una con ella, se hace parte del tejido sutil. La niña nace del agua y camina hasta la tierra. La mujer mete lilas dentro de un cesto y después las coloca sobre su herida. DIEGO ROEL. ANDRÉI RUBLIOV (Rialp, Madrid, 2020) por MERCEDES ROFFÉ Diego Roel nació en la Provincia de Buenos Aires, en 1980. Estudió Historia de las Artes Visuales en la Universidad de La Plata. Desde 2011 coordina el ciclo de lecturas Cendra. Actualmente reside en Neuquén. Ha publicado los libros de poemas Padre Tótem/Oscuros umbrales de revelación (2004; 2013), Diario del insomnio (2005; 2013), Cuaderno del desierto (2007), Las variaciones del mundo (2010; 2014), Los Jardines del Aire (2012), Dice Jonás (2015), Vía Lucis (2015), Kyrios (2016), Las intemperies del mar (2017), Shibólet (2018), Kadosh (2019) y El infierno es una bestia callada y triste (tríptico que reúne Dice Jonás, Via Lucis y Kyrios, 2020). El libro que hoy reseñamos, Andréi Rubliov, es el primer poemario del autor publicado en España. El mismo obtuvo el Premio Alegría 2020 del Ayuntamiento de Santander, y forma parte de la colección Adonáis, de las Ediciones Rialp (Madrid, 2020). Como señala Claudia Masin en el prólogo de ese libro fundante que es Padre Tótem, lo que Roel traza en él es «la historia de un viaje desde el desamparo original hacia la conciencia de ese desamparo, es decir, hacia un despertar (...) desde un desengaño, hasta la posibilidad de encontrarnos, frente a frente, con la potencia de nuestra esperanza y nuestra vitalidad». En ese camino hacia sí mismo a través del desierto será que Roel vuelva a otorgarles voz a tantos hermanos y hermanas que emprendieron antes un camino similar: el de un despojamiento rayano en el susurro, cuando no en el silencio, en busca de una instancia —en su caso, una lírica— ascética, revelada. Desde su Dice Jonás, Roel ha venido recorriendo ciertas voces de ascendencia bíblica o religiosa: Jonás, la leyenda áurea, Hildegard de Bingen, el alfabeto hebreo... Este nuevo libro se inscribe en la misma tradición, no solo por darle voz a un pintor de íconos, sino por tratarse de un artista posteriormente canonizado por la Iglesia. La búsqueda de la iluminación intenta distintos senderos en los que el despojamiento, un cierto ascetismo y la conciencia de un indudable rigor formal se erigen en la marca recurrente de una estética que deslumbra con su desnudez. Aun así, y por nítidas y declaradas que sepamos que son las fuentes de su obra, unas breves palabras del poeta aportan una clave importante para su lectura: «Todo lo que escribo viene de mi propia experiencia», responde Roel a la pregunta de otro escritor excepcional, Augusto Munaro. De allí que, más allá del reencuentro con voces que amamos y reconocemos, la experiencia de encontrarse frente a la obra de Roel no resulte en absoluto libresca, sino viva y vívida y ligera y clara, como solo resulta lo que se deriva de un contacto genuino con lo real vislumbrado. Aun cuando el poeta asume en una nota inicial la relación o deuda de sus poemas con el film homónimo de Andrei Tarkovski, se impone señalar la diferencia radical del tipo de experiencia que nos procura el acercamiento a una obra y a otra. Pues allí donde la obra de Tarkovski no puede dejar de percibirse hoy como densa y oscura, el poemario de Roel renace como un tejido sutil y luminoso de puras transparencias. Mucho más cerca del resplandor que irradian los oros, púrpuras y añiles de algunos íconos bizantinos —el arte que se extenderá por Europa y Rusia entre los siglos XIII y XV— que del negro y blanco del film de los años 60, cada poema de Roel se va desplegando ante la mirada del lector como uno de esos fragmentos que han logrado sobrevivir «al frío y la humedad» en las bóvedas y los arcos de alguna catedral muy antigua, como discretas metonimias de una obra mayor, o cifras de una completud siempre evocada pero sabiamente desleída por el tiempo. Este bello libro va ofreciendo, de a poco, como miguitas dejadas en el bosque para identificar un camino, algunas pautas y preceptos sobre la pintura, no necesariamente aplicables a la poesía que estamos leyendo, pero que establecen, sin duda, algún tipo de hermandad entre las dos prácticas artísticas. Así, en el poema ‘El juglar’, leemos: ¿DÓNDE está mi caramillo de abedul? ¿Y mi pandero de piel de burro? ¿Era triste o alegre la canción? “Pena, pena, pena. El Cielo nos envió a este mundo”. En el poema siguiente, titulado ‘Teófanes el griego’, es el maestro de Rubliov quien expone los principios de su arte: CUANDO pinto nunca contemplo los modelos existentes: / dirijo la mirada hacia dentro, hacia donde los ojos interiores / buscan la belleza espiritual. // A lo que no se puede contar ni pesar ni medir / yo le otorgo número, peso y medida. // Cuando pinto apenas considero los preceptos técnicos: / en un mismo trazo mi mano encuentra la estabilidad / y el movimiento. // Porque lo sé: / de lo más simple surge la armonía y lo bello. // El ícono debe emitir una luz suave, crepuscular. El poema ‘El cegamiento’, por su parte, declara muy límpidamente el origen —en el “valle de la sombra de la muerte”— de un arte más allá de lo humano: EN esta habitación dibujo lo que no puede dibujar / la mano de un hombre. // Vengo del valle de la sombra de la muerte. // Mi arte es mudo pero sabe hablar. El poeta nos permite asistir asimismo a las enseñanzas de otro de los grandes pintores rusos del siglo XV, Dannil el Negro, contemporáneo y amigo de Rubliov: Para conseguir colores traslúcidos / coloco debajo de la pintura hojas de estaño / y utilizo como barniz aceite de ricino. Pero con los preceptos técnicos no alcanza. Alguna luz de otra instancia ha de asistir al artista cuando el objeto de su mimesis no es otra cosa que el rostro de la divinidad: PARA poder imitar la luz diurna y la cara de Cristo / le pido a la Virgen que me ponga en el pecho / un espíritu nuevo, un corazón de carne. El arte poética que se nos presenta es tan cabal que el poeta no solo se detiene en los principios de la creación. En el poema titulado ‘La invasión’, lo que nos propone es un método de lectura: la obra no ha de ser entendida de modo literal; el símbolo es parte fundamental del arte y del entendimiento del mismo; aun cuando no todos los elementos de una obra nos sean comprensibles ni sus significados, conocidos, debemos hacer el esfuerzo de deslindar el sentido de, al menos, todo lo que nos sea dado saber o discernir: El perro significa lealtad y el clavel, matrimonio. El vinicultor, el mes de marzo. El cordero, el banquete eucarístico. El unicornio es la Madre de Dios. El león en el centro de la composición es Cristo. El árbol representa la cruz y la mandorla, el universo. A la izquierda el sol es Dios Padre. No sé lo que significan la montaña y el pastor. Aquellas palomas son las almas de los bienaventurados. El cáliz sobre la mesa es el tazón de la muerte. Pero como en la actualidad, no solo colman la vida del artista la práctica, la iluminación y la inquietud por las elucidaciones a que llegue a dar lugar su obra: invasiones, pestes, incendios, muerte, regímenes represivos, intemperie y cansancio van jalonando la experiencia del maestro ruso como la de cualquier ser humano en el mundo, en cualquier época. Es el pincel lo que rescata al artista, lo que lo espera como un refugio después de cada derrumbe, después de cada confrontación con la caducidad de todo lo vivo:
Desde la ventana de mi celda observo todo lo que se desmorona y crece, todo lo que se mueve y abandona su pasajera piel sobre el planeta. Tomo el pincel. Descubro un verbo que no es blanco ni azul ni transparente. La belleza de este libro, la lucidez y la fineza con que se adelanta cada observación, cada experiencia, plástica o espiritual —como si no fueran lo mismo— de sus voces centrales hace difícil decidir dónde detenernos, dónde dejar de citar y dar a los lectores el impulso necesario para que cada cual se interne en los secretos de estas vidas dedicadas al arte tanto como a la devoción. Los ecos del Cantar de los Cantares (Ungüento derramado es tu Nombre.) y del Cántico de San Juan de la Cruz (¿Dónde te escondiste? // Me dejaste con gemido.) se conjugan en estos versos en lo que ambos textos tienen de sensualidad estética y de anhelo de fusión con la divinidad. Diego Roel confirma con este libro su pertenencia a una época de renovación de la poesía en nuestra lengua. Lejos ya de la inmediatez y el frecuente descuido formal de estéticas de décadas anteriores, lo que se consolida aquí es una poética en la que el artista tiene una función y unos principios muy claros, y así lo expone: «Tomo el compás, el cordel y la escuadra: / no existe nada bello sin medida». |
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