LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ. NICOMEDES MÉNDEZ, EL VERDUGO DE BARCELONA (Alrevés, Colección Archivos del Crimen, Barcelona, 2024) por JUAN CANO CONESA SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ RESCATA DEL OLVIDO AL VERDUGO MÁS FAMOSO DE ESPAÑA No se puede decir que Salvador García Jiménez (Cehegín, 1944) haya bajado la guardia para gozar de algún que otro descanso creador. Cuando se trata de escribir, me consta y declaro que su dedicación y su empeño llegan a ser patológicos, líricamente patológicos. En alguna ocasión llegó a afirmar, siguiendo a Enrique Vila Matas (El mal de Montano), que estaba enfermo de literatura. En su ánimo y en su visión estética del mundo siempre renace como un acontecimiento radiante cualquier asunto que ocupe su dedicación, su sorpresa y su entusiasmo. Entonces, con la voracidad de un adolescente a quien produjera un rasguño el roce de la inspiración, se pierde por entre los vericuetos de la lucidez y entra de lleno en las sinuosidades del alma de personajes atrayentes, siniestros o angelicales. Salvador García Jiménez vuela por el firmamento de las letras como aquel niño que cazara las palabras al tiempo que intentaba pescar al vuelo golondrinas en las alturas de su niñez. Así sorprende al mundo literario este indestructible escritor que obliga a los lectores a detener el tiempo y a sumergirse en las procelosas vísceras de la sorpresa y del bello desconcierto. Cada vez que García Jiménez descubre un tema, se apaga la luz de la cotidianeidad. Este narrador, poeta, ensayista y mil cosas más, con la obra Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona, nos ha conducido, a quienes conocemos su producción narrativa, desde aquellos espacios tremendistas de su juventud creadora hasta las biografías más tiernas y dramáticas de su madurez fecunda. Ha conseguido adquirir la estatura de la pasión compartida dando una lección investigadora tan interesante e insólita como la que nos presenta en la obra de la que hablaremos a continuación, mitad novela, mitad ensayo. Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona tiene como protagonista a dicho ciudadano, nacido en 1852. Como queda claro en el título, ejerció la profesión de verdugo. Y lo hizo durante once años en Valladolid y durante los años 1877 a 1908 en la Audiencia de Barcelona. Llegó a ser conocido por Blasco Ibáñez, quien quiso escribir un cuento sobre la vida de Nicomedes como ejecutor de la justicia. En su relato ‘El funcionario’ se refiere al citado verdugo, aunque según García Jiménez, el escritor valenciano sólo pensaba en obtener éxito, mientras el inocente verdugo abría en canal su alma. Sabemos por García Jiménez que ni la hija de Nicomedes se suicidó cenando cabezas de fósforos, como sostuviera Blasco Ibáñez, ni su hijo Juan se lanzó al mar para acabar con su vida. Muchos asuntos como estos hacen correr ríos de tinta, se asientan en la sociedad como verdades legendarias y acrecientan los tentáculos de la mentira hasta que llega el investigador cabal y, con toda la honradez del mundo, pone las cosas en su sitio. La lectura de la novela llega a convertir al lector en cómplice de su protagonista, sobre todo, cuando se conoce buena parte de su vida y, sobre todo, se contagia de la cordialidad y la ternura con que el autor la presenta. Nicomedes Méndez (así ocurrió y así lo cuenta García Jiménez), tras un matrimonio familiarmente incomprensible, tuvo cinco hijos, tres de los cuales fallecieron. Los dos restantes tuvieron un final dramático: la hija, de veinte años, se suicidó cuando fue abandonada por su novio, al enterarse este de la profesión del padre de ella. Nicomedes también pretendió pegarse un tiro, aunque lo impidió la guardia civil. Por otra parte, Juan, el otro hijo, se volvió loco y murió en un manicomio. Para Salvador García Jiménez, Nicomedes Méndez siguió una «ruta literaria trágica» porque siempre anduvo cambiando de residencias y domicilios, pues era objeto de amenazas, sobre todo de familiares de ajusticiados o de objetores a la pena de muerte. Para mí, el personaje es tan poderoso y tan contundente, que se sale de las páginas de la novela y podríamos encontrárnoslo paseando por las calles de nuestras ciudades, como ocurriera en su tiempo. Incluso puede provocar taladros negros en el pecho cuando leemos, por ejemplo: «Nicomedes se encerró de nuevo en su habitación [...] Allí dejaba brotar sus lágrimas y luego, de pie sobre la terraza, rememoraba las noches de su estancia junto a las capillas de los reos, invadido por un sentimiento de ternura que le avergonzaba. A nadie podría confesarle aquella debilidad, ni siquiera a su mujer. Un verdugo que llora ante una puesta de sol, ante unas fotografías, hubiera sido el hazmerreír del mundo». Este es el personaje en cuya vida se sumerge García Jiménez, al tiempo que recorre lo más monstruoso de las existencias de más de 80 condenados a muerte. Se le ha considerado el verdugo más famoso de la España de los últimos años del siglo XIX y primeros del XX. Nicomedes Méndez fue el último eslabón de la justicia, un profesional que cumplió con las exigencias de su profesión con una dedicación y competencia tristemente impecables. Vivió una vida de novela, intensa, triste y llena de desventuras. Diez años dedicó Salvador García Jiménez a seguirle la pista y a narrarla. La obra consta de 455 páginas cuidadosamente trabajadas y asombrosamente cotejadas. A ningún lector de la obra de Salvador García Jiménez le sorprenderá la competencia investigadora y la sagacidad que atesora para adentrarse en las profundidades de las almas de sus personajes. Sobre todo, teniendo en cuenta la admirable honradez con la que cuenta lo que cuenta. No se le escapa ni una anécdota extraída del ámbito de la realidad. Todo es verdadero y todo es indiscutible. Digo que esta obra supone un enorme trabajo que, excluidas las inevitables concesiones que García Jiménez concede a su imaginación, las direcciones, nombres, delitos, penas e instrumentos están extraídos del conocimiento de cuanto ocurre a personajes y de cuantos actos transcurren por sus historias más verdaderas. Resulta llamativo el hecho de que tantos asuntos y detalles tratados hayan conseguido hilvanarse y formar una unidad tan indisoluble y fluida. Esta condición no es ninguna novedad en Salvador García Jiménez, si recordamos lo que escribió sobre Cervantes, don Juan Manuel, Enrique Martín, García Lorca, Kafka, San Juan de la Cruz, etc. No pretendo exponer aquí parte de su producción narrativa, pero puedo aseverar rotundamente que el autor hace magia literaria al jugar con los tiempos, las valientes descripciones, las condicionales y las representaciones que adornan las teselas inolvidables de sus constantes mosaicos, magistralmente trazados. Esas piezas individualmente desestructuradas se unen con una naturalidad que causa admiración a quienes se asoman a las páginas de unas historias tan complejas como las de la presente novela. Lo confirma al propio García Jiménez: «...comencé a desenterrar el drama del oscuro botxí Nicomedes, llegando hasta el fondo de todas sus angustias y secretos. Estudié a conciencia el hábitat y la historia en que le correspondió vivir. El mapa de sus actuaciones para agarrotar a los condenados a muerte fue extenso...» (A. Valle, The New Barcelona Post). Lo repito: une los flecos de sus historias como quien respira. Ya he dicho que fueron muchos los años que dedicó Salvador García Jiménez a bucear en archivos, a consultar periódicos y leer artículos y libros. Así llegó a descubrir lo que él mismo denomina «joyas en forma de documentos inéditos». Y lo hace como cuando, de joven, «buscaba entre un bosque de palabras una humilde metáfora». No podemos obviar la cantidad de fotografías (también joyas inéditas) que se incluyen en la obra. Una de estas fotografías representa el ajusticiamiento de cuatro reos, hecho acaecido en Villanueva del Penedés. El relato de los ajusticiamientos es sobrecogedor: los reos temblaban, los sacerdotes les prodigaban los consuelos de la religión, los hermanos de la Cofradía de los Desamparados aliviaban la angustia de aquellas horas y, mientras tanto, Nicomedes y el carpintero levantaban el patíbulo. Nicomedes sobrellevaba sus tareas y su mala fama con dignidad, pues si entraba a los bares, los clientes salían despavoridos o salían de los tranvías si coincidían con él. A pesar de todo, amaba su trabajo y trataba con humanidad a los condenados, antes de hacer el giro letal del garrote. Cuenta Salvador García Jiménez que Nicomedes siempre evitaba el dolor del condenado, pues siempre encontraba en alguno de los inculpados algún rasgo que despertara no poca ternura en el autor. Cuenta que Santiago Iglesias García, alias ‘Pilatos’, se dirigía al verdugo suplicándole: «Sea rápido y deme una buena muerte». Nada tiene de raro que el narrador destaque estos detalles, pues él siempre se definió como un ser compasivo; parece como si al propio Salvador García Jiménez le importara tanto como a Nicomedes que el reo no sufriera. Para aligerar el sufrimiento y el dolor, el verdugo añadió un pincho al garrote vil que atravesaba el bulbo raquídeo cuando el artefacto se ajustaba sobre el cuello.
El interés que suscita la obra comienza con una pregunta inevitable: ¿Quién fue Nicomedes Méndez? El simple enunciado de su título o el conocimiento de la sucesión de la trama vital del personaje despiertan ya cierto desasosiego. Pero más angustia despiertan la relación de ejecutados y ejecuciones. Y aquí no hay ficción. Todos son reales, todos han vivido y todos han muerto. En el relato de las muertes no hay ficción que valga. Algunos detalles llaman la atención del lector, como aquel en que Nicomedes Méndez «viajó una vez a París para ver cómo funcionaba la guillotina». También es curioso el hecho de que fueran ejecutadas cinco mujeres, nombradas en la novela con sus nombres reales y sus delitos correspondientes. El libro contiene una inquietante biografía que, antes de salir a la luz, fue objeto de plagios. Nos lo explica el mismo Salvador García Jiménez: «En mi anterior libro [ensayo No matarás. Célebres verdugos españoles] afirmé que la mujer de Nicomedes se llamaba Alejandra Amor, y así figura en Wikipedia. Es un dato que me han copiado muchos autores. Ahora he descubierto, gracias a un archivo parroquial, que, en realidad, se llamaba Alejandra Barriuso. Él le llevaba 18 años de diferencia cuando se casaron, y eso es algo significativo, pero no es lo único...». Estas palabras y, por supuesto, la cantidad de datos sorprendentes e insólitos que discurren por la obra, nos dan idea de la exactitud y prodigalidad investigadoras del escritor, usuario, desde siempre, de una prosa rigurosa, fluida y original. Y elegante. La elegancia estilística del autor es redonda, definitiva. Hace fluir la realidad de sus personajes con un estilo impermeable a los anacolutos o a los solecismos. No hay grietas sintácticas en su estilo ni en ninguno de los niveles de sus enunciados. Se trata, pues, de un ensayo-novela de prosa exquisita. Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona es una obra de arte, un compendio de verdades documentales y escrupulosas espléndidamente narradas. No sobra ni una coma ni falta una mínima anécdota en sus páginas. Mantiene vivo el deleite y el horror de quien se sumerge en la curiosidad más periodística y en el estilismo más exigente. Como se ha dicho tantas veces, crea adicción. Creo que abrir las compuertas al caudal de sensaciones de la novela dejará al lector un arañazo de dolorido sentir y de deslumbrante complacencia estética.
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SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ. LOCURA CELESTIAL DE SAN JUAN DE LA CRUZ (Ilíada, Berlín, 2021) por PATRICIO PEÑALVER GÓMEZ CON EL ALMA DESNUDA No es ésta por cierto la primera ni la segunda vez que Salvador García Jiménez entra, en esta brillante y vibrante novela que busca apasionadamente un lector avisado del formidable pensamiento místico del Carmelo Descalzo en la Castilla del siglo XVI, que entra, digo, en el alma, la inteligencia, los afectos, y en la fábrica o el taller de escritura literaria de un autor. Ese audaz y difícil ejercicio lo ejerció García Jiménez con autores, por lo demás tan diferentes entre sí como Dante, Cervantes, García Lorca o Kafka. Lo hizo en obras que jalonan la larga y fecunda trayectoria de nuestro autor (del latín auctor: el que aumenta o se acrecienta), pero acaso puede decirse que este audaz experimento de empatía con un escritor, con la voz interior de San Juan de la Cruz en este caso, alcanza aquí su resultado culminante. Aventuro que durará: que encontrará lectores también en próximas generaciones, si la cultura digital deja espacio, como creo, para al menos la vasta minoría de lectores auténticos que se resisten al imperio del videojuego. Este experimento es también desde luego una experiencia, y en especial experiencia de las luces y de las sombras del en todo caso apasionante movimiento del Carmelo Descalzo, tantas veces perseguido con odio por la maldad de los Calzados, y de algunos Descalzos rencorosos, a través de los caminos y conventos de Castilla y Andalucía, y de Murcia. Este experimento y esta experiencia requieren ante todo un conocimiento profundo y se diría exhaustivo de la obra poética sublime de San Juan de la Cruz como asimismo de las Declaraciones de los cantares espirituales, en las que el “pensamiento” místico, propiamente dicho se expresa más didácticamente. No se olvide que San Juan de la Cruz escribía mayormente para pequeños grupos de monjas del Carmelo, como muy bien se expresa en el libro que comento. De hecho, como se sabe, el místico de Fontiveros no publicó nada en vida. Ni quiso. Locura celestial trasmite que las coordenadas del Descalzo por antonomasia estaban en las antípodas del Humanismo renacentista, aunque en la Salamanca de Fray Luis de León aprendió el latín de, sobre todo, la Vulgata, y segura doctrina escolástica. Emociona la figuración de un verosímil encuentro del carmelita con el poderoso catedrático. Un capítulo de Locura celestial recrea los años de formación que permitieron a Juan de Yepes, luego Juan de Santo Matía, adquirir una notable autoridad exegética y teológica, arma muy importante para defenderse del lado más siniestro de la Inquisición. De hecho, y si se me sigue, la primera publicación del poeta y místico fue en Bruselas, en 1618, a partir de una copia manuscrita que había llevado consigo Ana de la Cruz, en su viaje a Flandes para difundir el Carmelo en el norte de Europa. Quedaban siglos para que se reconociese (Paul Valéry el primero) la obra poética y tratadista de Juan de la Cruz como un momento culminante de la literatura europea. Nuestra novela, histórica a su manera, y en todo caso muy documentada, deja ver la extrema verdadera humildad de este santo. No parece posible entrar en la composición y estructura de esta Locura celestial, pero sí se impone el énfasis de la metódica relevancia de los lugares y las fechas en los que surgieron la poesía de Fray Juan, que “espantó” en su día a Dámaso Alonso, y sus grandes tratados de mística. La voz del fraile arranca en Úbeda, a final de septiembre de 1591, adonde llega aquejado de unas “calenturillas” que le llevaron a la muerte tras apenas tres meses de cruel enfermedad. Desde ese momento y desde ese lugar, una celda visitadísima por sus “hermanos” carmelitas y por gentes del lugar en busca de confesión, el Fray Juan de esta novela evoca, según un orden interno más que cronológico, sitios y fechas ligados a momentos significativos de su vida, y de su fecundidad como escritor excepcional: Toledo (1578), Caravaca (1579), Duruelo (1568), Lisboa (1585), Granada (1580), Medina del Campo (1560) o Murcia (1585). Nuestro novelista apunta a que el protagonista murió de mal de senderos. Mucho anduvo de un lado a otro, las más de las veces buscando la soledad, pero también con la tarea de poner orden en conventos revueltos a veces por los místicos de pacotilla que eran los alumbrados, legión entonces, y que con alguna razón inquietaban a las autoridades de la Inquisición. El gran tema de las “ínsulas extrañas”, es decir, las Américas, domina los primeros tres capítulos. Tenía que ver la cosa con que las autoridades del Carmelo descalzo, mayormente por rencor, y por deseo de alejarlo de Castilla, quisieron enviarle a las Indias. El terror al mar le produce al santo verdaderas pesadillas (“El mar, una sola lágrima de Dios”, “Coro de náufragos”). Claro que también la perspectiva de esa navegación objetivamente peligrosísima propicia aquí unas páginas excepcionales, visionarias, que refiguran el sueño de un sobrevuelo de México: “El último sueño: Cántico en Nueva España”. No sólo geografía desde arriba, en esas páginas encontramos ¡palabras del idioma nahuatli! Excepcional igualmente la recreación de los meses de duro encierro del místico en un convento de los Calzados en Toledo en la primavera de 1578, empeñados aquellos en quebrar el ánimo de fray Juan de la Cruz para que abandonara la Reforma del Carmelo emprendida por Teresa de Ávila. El caso es que en aquella prisión durísima, en aquella noche oscura, escribió el poeta nada menos que el Cantar espiritual.
Pero por otro lado esta recreación novelada de la vida de San Juan incorpora sin salto momentos de fraterno humor, que enlaza por lo demás con el propio humor del pájaro solitario. Así, cuando se demora en la manía de levitar de muchos frailes del momento, en sus intentos ridículos de imitar a Teresa y a Juan (“Creen que una capa blanca es para levitar”). No en último lugar hay en este bello libro mucha compasión, en especial ante los efectos colaterales devastadores del erotismo sublime, “a lo divino”, del Cantar espiritual, en las mentes ingenuas de monjas adheridas a una lectura literal del mismo, lectura ingenua pero a su manera “objetiva”: el método defensivo de la interpretación alegórica no puede borrar que el gran poema, en la estela del Cantar de los cantares, era en verdad epitalámico. La profunda compasión de Salvador García Jiménez ante los débiles de espíritu y ante las cándidas almas que desfilan por estos parajes, se expresa en la maravillosa historia verdadera, documentadísima, de la monja Ana de la Trinidad enfrentada, en medio de terroríficas torturas, nada menos que al Tribunal del Santo Oficio de Murcia. “Sale” en fin por cierto mucho en estas páginas Teresa de Ávila. Pero resalta sobre todo la excepcional, y verosímil, carta de la santa figuradamente escrita a punto de morir en Alba de Tormes, y leída por Fray Juan, nueve años después (azares de los envíos en aquella época), también él en su última hora. SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ. ANTOLOGÍA DE CUENTOS (Real Academia Alfonso X El Sabio, Murcia, 2020) por CARMEN Mª PUJANTE SEGURA Ha llegado la hora de la Antología de cuentos de Salvador García Jiménez. Una cuidada edición llega en 2020 a iniciativa de la Real Academia Alfonso X el Sabio y lo hace bien acompañada gracias a la introducción de Manuel Martínez Arnaldos. Por ello, el lector ya tiene la oportunidad de degustar una selección de nuestro escritor a cargo de un profesor especialista en el relato corto, dando a la luz un ramillete de cuentos significativos de la literatura del ceheginense, entre los muchos que este ha escrito a lo largo de su trayectoria. Como el antólogo afirma en las primeras páginas, «es justo reconocer que toda síntesis o recopilación representa un crisol en el que se mezclan los más ricos metales cuentísticos».
Diverso y nutrido, ese ramillete está compuesto por veintiséis cuentos de García Jiménez y viene a representar de forma cronológica su ancho recorrido cuentístico desde los años setenta hasta los primeros del siglo XXI. Y es que en esta antología se ha acertado con la inclusión de algunos relatos inéditos escritos en los últimos años como colofón. En ella se pueden leer, pues, desde ‘Cebo para un endemoniado’ y ‘¿Qué haré con tus rosas?’ hasta ‘Tres doble en La Habana’ o ‘El héroe de China’, pasando por ‘Graellsia’. Es más, otro de los aciertos de este libro es la elección para la portada de una macrofotografía tomada por Juan Carlos Muñoz, una imagen de belleza impactante que refleja el ocelo de una mariposa, en particular, de la especie Graellsia isabelae. Otros cuentos se acaban convirtiendo en capítulos de otros textos del autor (novela o ensayo), entre ellos, el titulado ‘La ninfa del trasvase Tajo-Segura’, que, por otro lado, fue el acicate de una polémica con una famosa escultura de la que el antólogo da noticia. Otros, sin embargo, reflejan más un poso propiamente biográfico del escritor, como ‘El último maestro de la República’ o ‘Los apuntes de don Ángel Valbuena’, títulos decidores del trasfondo de cariz sentimental y curioso. En otros, en cambio, se tiende al desdoblamiento de la personalidad, como en ‘El barco en la botella’, para cuya explicación Martínez Arnaldos apunta con acierto a la herencia quijotesca. El antólogo, antes de esas sugestivas notas que se incluyen al inicio de cada cuento y que «avalan el compromiso ético y estético» del antologado, junto a otras de carácter filológico que explican algunas palabras o datos dentro de cada uno de ellos, ofrece en las páginas introductorias un condensado repaso teórico-crítico por los cuentos del escritor. Lo hace apoyándose en destacados estudios como los de Albaladejo Mayordomo, Baquero Goyanes, Booth, Gadamer, Genette, Hamon, Iser, Mauron, Pozuelo Yvancos o Pujante, entre otros como el estudio sobre el cuento en Murcia en el siglo XX a cargo de Jiménez Madrid. Experto en relato breve, especialmente en la novela corta, el catedrático honorífico de la Universidad de Murcia comparte su conocimiento sobre el género narrativo del cuento, al que se adscribirían estos textos de Salvador García Jiménez, ninguno de los cuales sobrepasa la decena de páginas. Como cuentos, estos reflejan un momento esencial de la vida humana de forma intensa, además de «la depurada técnica narrativa, la precisión y la sugerencia léxicas, junto al dinamismo de la elocución» y la intratextualidad o la interdiscursividad, que son características de los relatos de este escritor. Pero con ese esmerado caleidoscopio Martínez Arnaldos también logra dar cuenta de otras múltiples visiones, desde la estilística a la retórica, pasando por la descriptiva o la biográfica. Añade otros rasgos, como la apariencia de alternancia de planos secuencias en una escritura de tipo cinematográfico, el juego con las grafías o los numerosos tropos, como la metáfora o la hipérbole. A modo de conclusión reivindicará la «portentosa imaginación» con la que juega, evoca y revoca este escritor, así como su «conciencia irónica y satírica». Junto a la introducción y las notas, que ayudarán a profundizar en los recovecos de estos relatos, otro de los aciertos de la antología son las imágenes incluidas en su interior, que van desde el retrato del autor de 1977 (de cuando ganó el accésit del Premio Antonio Machado), hasta ilustraciones como la de Hernansáez para el texto de ‘Cebo para un endemoniado’ de 1975, la de Urrea Salazar para acompañar ‘¿Qué haré con tus rosas?’ o la de Martínez Mendoza para ‘El tren y una caja de amargura’ en 1981 (IV Premio de Narraciones Breve Antonio Machado), e incluso fotografías de personas o de noticias, como aquella en la que sale Amador Moya, amigo de la infancia del escritor que inspiró el pintoresco cuento ‘Cenizas de Bisonte’. Así, esta antología a cargo de Martínez Arnaldos logra su cometido, pues ofrece al lector los cuentos, ya no dispersos, de Salvador García Jiménez, y, además, contribuye a la posteridad y a lo que ello conlleva, a saber, una llamada al estudio y a la valoración y al recuerdo de un escritor. |
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