LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
RICARDO HERNÁNDEZ BRAVO. PAUSA PARA ANUNCIOS (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2020) por MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ SANJUÁN Con este libro, Ricardo Hernández Bravo viene a integrar la minuciosa y escogida colección de poesía que lleva elaborando desde hace algo más de diez años Agustín Sánchez Antequera desde la editorial independiente El sastre de Apollinaire, ya un referente en la poesía que se publica en España. En Pausa para anuncios nos aborda una fragmentación del discurso poemático, exponiéndose, que no describiéndosenos, la fantasmagoría que son capaces de encerrar en su esencia las palabras. Hernández Bravo, con un peculiar estilo escritural por absorción de otros contextos lingüísticos y por reposición con su nuevo anclaje interpretativo de esos mismos mensajes, sugiere un tipo de malla o cedazo, por medio del cual fuera cribando ese lenguaje amnésicamente cotidiano, para ir extrayéndolo e ir elaborando con él la sensación refleja que produce la angustia incubada por un retrovirus social que se nos inocula sin apenas darnos cuenta, y ante el cual creemos estar libres de sus efectos. No en vano, el poeta dice «la transmisión viral / del yo y sus accidentes / del avatar como milagro», y así ya anuncia, postula y reclama una actitud de resistencia y de desobediencia como toma de conciencia ante lo que supone un lenguaje sin contenido real y germinado por hueros eufemismos que evitan significar lo propio con un sentido verdadero, como un falso tabú. Si observamos con atención el orden de los textos que conforman este Pausa para anuncios, apreciaremos que nos encontramos ante un espejo, un espejo verbal intangible; textos contenedores de términos que parece que fuera sedimentando el poeta y de los que nos hace participar, presentándonos, discretamente, una ordenación simbólica, pues si atendemos a su índice, tendríamos que comenzar a leerlo de atrás hacia adelante, y en ese sigiloso acto o gesto, Hernández Bravo deposita, desde su mismo origen, el encanto y el desafío que alienta en los trampantojos. Como decía Vicente Huidobro en su memorable Altazor, «Un poema es una cosa que será», y bajo la filosofía de este lema pareciera haberse articulado esta aventura poemática, porque Pausa para anuncios es algo que se crea como la sombra de un cuerpo, pues en estos textos la “poesía” y “palabra” se entienden como un periodo clandestino de la memoria, como un símil semántico a través del que se quiere contar por qué lo ha hecho el poeta, creando una sensación adicional, un grado adicional de distanciamiento del instante, del motivo original del poema protagonizado por una ficticia realidad que desvela algo degradado. En estos textos la arquitectura del poema ha dejado de ser algo absoluto, ha dejado de buscarse la perfección lírica formal, y ha dejado de ser así porque ha entrado en acción un comportamiento creativo sin reglas; ha actuado la improvisación regeneradora en la propia creación, mientras que él, el poeta, es engullido por ella, como les ocurre a los músicos de jazz. En Pausa para anuncios, se entreteje una meditación sobre qué significa la saturación del lenguaje junto a la desaparición del propio poeta como parte del poema y viceversa, donde las palabras no solo reivindican un acto de pensamiento y de habla, sino que también se indaga en cómo esas palabras y su desaparición son el objeto del propio habla, pues el ser humano palabrizado es un acto urgente, tan urgente como el miedo que personifican sus asfixiados fonemas. Como una premoción, o un deseo inconcluso, o una condición indispensable, se nos dice: «por si no llegan / horas de piel / días de abasto / grábalo todo / quede registro / no se pierda / la cámara / lo que el ojo / no ve», pues adonde nos acercamos, se nos avisa, es al olvido, a la pérdida total de lo que entendimos como palabras, pues este poemario es un informe sobre la fragmentación, pero también sobre la fragilidad, no solo de la realidad actual, sino también del sentido del “sentir”, algo sin engaños, donde el siglo XX ya desaparecido, casi olvidado y desapercibido, se hace aún presente con su ruinoso runrún apoyado sobre los cimientos de la publicidad y de sus falsos, sustitutorios y tutorizados valores de mercachifle, aquellos que nos han llevado a vivir nuestra propia angustia como un producto más, como un reclamo para nuestra autosubsistencia, como cuando dice el poeta «Compra lo que no eres / acrecienta tu ser inflacionario / acumula / materia en tu materia hasta sentir / la concreción del alma en sus estándares».
Ricardo Hernández Bravo refleja lo que revela con una evidente intención reflexiva, y expone «sobreviene el desfalco a la palabra / y vemos agrandar el descubierto / la cadena de quiebras asumidas», pues esa actitud reveladora la emplea para arrojarnos su toma de conciencia sobre cómo el lenguaje ha sido utilizado como un producto más para ser consumido y, a su vez, consumirnos, y así, como esperando una respuesta en forma de eco, es como este poeta expone ese cómo y ese qué, cuando lo que surge es la evidencia de la pérdida de su valor, del valor de lo que suponen en sí mismas las palabras sin mercadotecnia detrás, en sí mismas, como la conciencia crítica, y así es como se ha creado ese dolor reivindicado a lo largo de este libro, pues es así como surge esa «tristura», que nos dice el poeta, por la caída de lo que supone vulgarizar y adulterar esos bienes inmateriales de la humanidad, al ser convertido el lenguaje en algo tan materializado como los valores en bolsa y las etiquetas de los productos de consumo de masas, o como si las palabras fueran sujetos cuyo único destino existencial se explicara en pro de qué valor pueda contener para ser materializable en sustancia concreta y susceptible al cambio comercial, siempre en clara pendiente depreciativa de su origen y de su función emocional. Hernández Bravo parece tener una conciencia clara de que el idioma, el pensamiento hecho palabra, es un silencioso poema generado y heredado a lo largo de toda una larga cadena de sucesos y de emociones que los seres humanos hemos ido creando y que hemos recibido sin apenas darnos cuenta, pero no por ello sin valor, pues las palabras contienen el ADN de las innumerables noches y preguntas que, aunque quizá no nos hayamos autorrealizado como individuos, sí han llegado hasta nuestro ahora como especie, cuando en el silencio abismal de la bóveda celeste alguien con algún grado de humanoide tuvo la iniciativa de pronunciar unos sonidos concretos con una intención perdurable de significación emocional. Desde aquellas inmensidades cósmicas observadas desde la benevolencia de las cavernas y de los abrigos rocosos, no ha cambiado tanto, pues aún no sabemos designar con precisión qué significamos como especie, no sabemos con qué palabras representar la conciencia existencial con un sentido de totalidad, ni incluso de aquello generado por el propio ser humano, como es el misterio que rodeó al nacimiento de la primera palabra. Pero Pausa para anuncios también sugiere una actitud ambivalente: aquella que pudiera parecer que encierra la intención de regenerar un lenguaje raptado a punta de eslogan para serle restituida su dignidad semántica mediante la exposición de lo ya muerto, de lo perecido por lo injustamente sobrevalorado y aceptado como ese gran exterminio creado por los poderes, que no desean que las culturas y sus gentes tengan una palabra digna que llevarse a la boca y que contenga el verdadero sabor de lo que persigue significar, algo ante lo que Ricardo Hernández Bravo parece tener muy claro que quiere enfrentarse con este libro, para demostrar que hay voces que no están dispuestas a sentarse en esta mesa, y como dice con sus versos, estar «en el mantel de la conformidad».
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AMPARO ARRÓSPIDE. VALLE TIÉTAR (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2019) por ENRIQUE DARRIBA A MODO DE CÓDICE ILUMINADO Existe un lugar del que queda testimonio en los cuentos de hadas, en las fábulas, en el folclore. Un lugar que el ser humano desconoce y llama mítico. Allí no resultaría difícil descubrir una multitud de seres asomándose entre las ondas del agua, fluyendo transparentes con el aire, camuflados en los pardos de la tierra o arropados entre las lenguas de fuego en los hogares. Allí los animales y las plantas han abandonado su rudimentario devenir para alcanzar la plena conciencia del ser, tanto es así que deciden formar su propia nación: la nación de la Savia, independizándose de la especie humana que tan poco considerada se ha mostrado con ellos a lo largo de la historia. Se trata del mundo fantástico, o quizá no tanto, que Amparo Arróspide nos describe en su libro de poemas Valle Tiétar, en el que lo prodigioso y lo mágico toman categoría de real y cotidiano, mezclándose, en igualdad de condiciones, con el normal transcurrir de la vida de la autora en el Valle del Tiétar, donde se estableció por unos años y que le inspiró historias tan insólitas como la de una culebra que tiene por mascota a una señora llamada Gertrudis o la de un pato al que tras cuatro años de matrimonio un cazador dará muerte, suceso este último del que queda debida constancia en el Registro Civil, donde también aparece, entre otras cosas, la defunción de un árbol que no pudo superar la sequía. En contraste con este mundo imaginario, nos encontramos con aquel otro que todos podemos percibir por medio de nuestros sentidos, un mundo cotidiano de paisajes y gentes que fragua en poemas de muy diversa índole, tanto de carácter intimista, con un tintineo casi oriental algunos, como de protesta más social y política; poemas en los que nos topamos con inesperadas referencias a Netflix, a la nube de internet, al wifi o a David Deutsch, y en los que también se nos dan minuciosas descripciones geológicas, zoológicas y botánicas de la comarca. En cualquier caso, podemos decir que hay un aspecto que recorre el libro de principio a fin y que se convierte en su verdadera razón de ser: el ecologismo. Así, Amparo Arróspide no pierde ocasión de denunciar aquellas prácticas que atentan contra el medio ambiente en general, como la construcción indiscriminada o el consumismo desaforado, y esas otras que lo hacen, en particular, contra la vida de los animales, son ejemplo de ello la caza o ciertas fiestas populares. Pues bien, no es de extrañar, entonces, el intenso movimiento poético que se produce al bascular de continuo entre estos dos universos, el de lo constatable, ése que se describe en los libros de historia y en los estudios científicos, y el de lo mítico, el que aún sobrevive en los cuentos, en los poemas de Ovidio, en los tratados de Paracelso, en los grimorios... De hecho, el poemario se cierra con unas recetas de cocina en las que aparecen ingredientes tales como ciervos voladores, manitas de alguacil, hebras de tutú o cabellera de mujer. En última instancia estos dos universos representan dos aspectos de lo mismo: lo manifiesto y lo que no lo está pero que aun así existe. Es a raíz de esto último que en uno de sus poemas afirma: «Sin duda existe lo que no se nombra», entendiendo nombrar como dar a algo carta de naturaleza. De este modo, la moderna física nos habla de todo un magma de realidades potenciales, realidades que iremos entresacando o eligiendo según nuestros condicionamientos, es decir, según los dictados de nuestro subconsciente. Será entonces que se materialice esa realidad. Al elegir, al nombrar, creamos nuestro mundo, aunque éste pueda resultar a la mayoría de la gente alucinatorio y propio alienados. Sin embargo, las palabras, quizá por hastío de quien las pronuncia, persuadido de la incapacidad de éstas a la hora de describir ciertas ideas o de contener todo el significado que se les exige, terminan saltando por los aires mutiladas, desmembradas, para después reorganizarse las letras que las componen en estructuras bien distintas de las habituales, como es el poema fonético, el poema sin significado, dejando entrever la autora un futuro en que las cosas pierden su nombre y el lenguaje se vuelve intuitivo, como las músicas tribales o el canto de los pájaros.
SANTIAGO ÚBEDA CUADRADO. EL REY DESNUDO (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2019) por ENRIQUE DARRIBA EL DÍA EN QUE EL LÁZARO DE TORMES SE HIZO RICO Fue en las islas Canarias, expuesto a sus vientos constantes y a sus filosas piedras volcánicas, donde Santiago Úbeda concibió su libro de poemas El rey desnudo. La historia de un loco con momentos de lucidez o la de un cuerdo con momentos de locura; la de un pícaro con accesos de honestidad o, por el contrario, la de un honrado ciudadano que en ocasiones no puede evitar preguntarse, a la vista de sus cuantiosos ingresos, si no será en realidad él mismo simple y llanamente un estafador, hermano de sangre de los adivinadores televisivos que con nocturnidad socavan cerebros y cuentas bancarias. Quede a criterio del lector, si le parece, elegir entre alguna de estas opciones. Sea como sea, el protagonista, cansado de atender bacalao, judías pintas y latas de conserva en la tienda de ultramarinos de su padre, decide dar un giro a su existencia y cambiar el mundo de la alimentación por el de la meditación, el de la pura manutención por el de la adivinación, proclamándose así apóstol de un ser invisible y todopoderoso llamado Gran Flowing, nombre que el autor coge del término Flow, que en psicología positiva es un estado de máxima felicidad alcanzado mediante la concentración en una determinada tarea. Como se ve, el largo poema que constituye El rey desnudo tiene una estructura argumental equiparable a la de una novela. Dispone de tiempo y también de un espacio donde se desarrollan los acontecimientos, dispone de personajes y de peripecias, lo que equivale a decir que Santiago Úbeda, en un arrebato de audacia, opta por retomar una poética ya casi olvidada, u olvidada del todo, desde hace mucho, circunstancia que hace de este libro, de golpe, una obra radicalmente moderna. El rey desnudo se sitúa, pues, en el ámbito de la poesía narrativa al modo del Orlando furioso o del Cantar de Mío Cid, entre otros muchos ejemplos de la antigüedad, aunque al contrario que éstos no trate de grandes temas ni narre la vida de personajes insignes, sino que se limita a las andanzas de un ser corriente que, sin embargo, termina por convertir su existencia en el alegato épico, y mítico, de aquél que quiere salir de pobre a toda costa. Y ello utilizando un lenguaje ágil y rico que lleva al poeta a hacer uso de palabras inventadas por él mismo, como soplología o vientología, o de términos científicos del todo incomprensibles, como Plasmones, gluones o leptones, o a echar mano, incluso, de americanismos, o canarismos, que aquí y allá intercala, tales como metiche o jodón. Una obra que, en el colmo del paroxismo creativo, se cierra con un poema-tabla donde se relacionan numerosos conceptos de muy variada índole: cartas del tarot, planetas que albergan vida inteligente, puntos energéticos del cuerpo, colores, sonidos, acordes de guitarra, etc. En palabras del propio autor, «El poema-tabla es ciencia y es arte. Nada menos que todo un recetario para la vida». Es ésta una obra de muy fino humor que además no elude la crítica social, como al referirse a ciertos nombres de planetas, empezando por el nuestro, al que llama “Perra”, y siguiendo con aquellos otros en los que asegura haber vida inteligente, tales como “El chorizo de cantimpalo”, “El sartén”, “Ático sin ascensor” o “Descampado infecto”. En fin, en El rey desnudo se hace gala tanto de la mística del creyente arrebatado como de la mítica y la ciencia de los vientos y las estrellas, de la materia y la antimateria, un libro en donde campa el ingenio, en el mejor sentido de la palabra, y que no está muy lejos de la literatura picaresca del Siglo de Oro, así, se hace referencia al Lázaro de Tormes o al Retablo de las maravillas, de Cervantes, y digamos, ya de paso, que esta última obra toma como punto de partida un argumento más o menos recurrente que ya tratara el infante don Juan Manuel en uno de los cuentos que componen El Conde Lucanor, y que siglos después retomó Hans Christian Andersen con El traje nuevo del emperador o también llamado El rey desnudo. ¿Qué relación guarda el libro de Santiago Úbeda con estas obras? Para averiguarlo, al lector no le quedará más remedio que meterse de lleno en las aventuras y desventuras del protagonista, anónimo currante que un día decide ponerse el mundo por montera.
TERESA LANGLE DE PAZ. EL VUELO DE LA TORTUGA (GÉNESIS) (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2019) por ANTONIO CRESPO MASSIEU GÉNESIS: (DES)ESCRIBIR LA CREACIÓN «Exordio»: así abre su libro Teresa Langle, es decir, con ese comienzo o preludio que es, en retórica, la primera de las cinco partes del discurso. El primer apartado del libro se llama, precisamente “Retórica”. Llamada de atención sobre el lenguaje, pero lo será, no sobre el discurso canónico, sino sobre aquel, el de la poesía, que escapa a las trampas de Razón o Gramática instituidas como único discurso posible. El primer poema, ‘Exordio’, de este hermoso libro, de este vuelo de la tortuga, se cierra con estas palabras: «Mientras, evocaré todo lo que no me obedece. Os invito a la creación». Y de esto se trata: asistir, participar, compartir la creación; este Génesis —es este el subtítulo del libro—, nos dice el origen y el misterio del mundo. La palabra va tirando del hilo infinito, desmadejando una pradera, haciendo eterna una sonrisa. Pero la palabra sabe la imposibilidad y a la vez la necesidad de esta escritura. Habitando la casa del lenguaje, es decir, a la intemperie, desnuda de toda certeza, es posible escribir «el libro aún no escrito», aquel que, según se escribe, se va borrando en «la página blanquísima. Y el final podría ser de nuevo el comienzo», pues la página en blanco, el silencio es siempre final de poema: «la página quedará para siempre blanquísima e impasible. La eterna demora que nunca amanece y nos ahoga». «Evocaré todo lo que no me obedece» y por ello se nos habla desde la libertad del lenguaje, desde la desobediencia, más allá de la lógica, del esqueleto de la sintaxis: «Ignoremos la sintaxis. Cascada mi único tiempo mío», verso en el que resuena la huella de Juan Ramón. Un tiempo precipitado, hecho instante, vertiginosa sucesión, cascada. Y frente a «la reflexión cuadrada» «Mejor que las esferas se deslicen y colisionen sin ideas, que la música de una planicie inagotable acaricie el ocaso de la línea recta». Desde Wittgenstein sabemos que «lo inexpresable ciertamente existe» (1) y aquí se nos dice: «Ninguna explicación dice nada y todas lo aclaran. Mirar atrás. Leer sin detenerse, sin atisbar un solo pensamiento». El decir de Teresa Langle se sitúa en ese lugar incierto, casi un no lugar, de la poesía; algo similar a lo que Jacques Derrida llamó «el pensamiento del quizá, situarse en el quizá mismo». «Lo que llega llegará quizá, pues no se debe estar seguro jamás, ya que se trata de un llegar, pero lo que llega sería también el quizá mismo, la experiencia inaudita, completamente nueva del quizá» (2). Es, en verso de Teresa Langle, «la eterna demora que nunca amanece», lo porvenir que, si quizá llega, es como experiencia inaudita, una revelación que abre el campo de lo posible, la fractura de lo real; lo que se afirma sólo en la duda, en el quizá, el tal vez, el acaso, el quién sabe. La poesía procede por un juego de infinitas analogías, correspondencias, por una permanente apertura; no fija, sino más bien se contradice, se desdice, no define nada, en todo caso, quizá, muestra, pues es una mirada: «un mirar atrás», un leer que no «atisba pensamiento». La poesía, y muy en particular este Génesis que nos ofrece Teresa Langle, no es filosofía, ni metafísica; es analogía, desvelamiento, un estar en el mito; no explicarlo, ni siquiera describirlo. Hacerlo presente y desde allí decir el lenguaje del poema. «En nuestro lenguaje está depositada toda una mitología» dice el último Wittgenstein (3). Mostrar lo inexpresable. Lo que Mallarmé enunciaba así: «la restitución a la poesía de su lenguaje previo al orden gramatical». Situarse en el mito, no en la explicación o el pensamiento. Dónde entonces: «En la nebulosa: el nido, la página de oro, garbanzos, la palabra». Leer sin gafas, oler las palabras... Las imágenes se suceden, rompen la lógica del discurso, en ocasiones con ironía: «abominando los dorados coloniales las porcelanas austriacas», pero siempre con audacia: «un saquito de monedas que se iba esparciendo sobre la alfombra de cordilleras»; «paraguas viejos que acariciados se hacen, al fin, reflexivos». «Despojarse de ropas y abalorios, una túnica menos»; leerse en los libros: «El harén de Occidente me ha leído estas Navidades». Y en este despojamiento, escogido o impuesto, literatura y vida se entrelazan: «El llanto desgarrado de mi madre me arranca del libro de Raimon Carver. Del libro interrumpido sale el poema que no es poesía», pues «la palabra insignificante se estira, se hace constante, se vacía. Vuelta a empezar. Desescribir». Tal vez sólo de este vacío, del reconocimiento de esta palabra «insignificante», de este mirar atrás, este constante volver a empezar, este desescribir, nazca la palabra que sea capaz, quizá, de crear mundo y sentido. Pero estamos siempre, como nos dijo María Zambrano, hija del exilio, mujer en la noche del siglo, buscando el claro del bosque, merodeando en pos de la palabra que descienda como rayo, iluminación o consuelo. Palabra sin más saber que su propio decir, lo cual no es sabiduría sino más bien la duda permanente de todo saber instituido, de todo discurso cerrado, pues la poeta, la poesía, cumple el consejo de Wittgenstein: «He de sumergirme siempre, una u otra vez, en el agua de la duda» (4). Desescribir, romper no sólo el discurso, la lógica impuesta, el corsé de la sintaxis, sino también la palabra: abrir su significado, multiplicar sus posibles analogías. (Auto)creación; una creación autoreflexiva, que es en parte biográfica, historia del yo que enuncia y a la vez espacio de palabras que el lector habita y crea; su proceso de lectura es también autocreación, reconocimiento de sí mismo y del mundo. Consumación: «Volar el fin», anuncio del final. «De nuevo» comenzar. (Des)escribir: pues la escritura, llegada a su fin, se niega a sí misma, se hace, de nuevo, silencio, escucha del mundo; blanquísimo espacio a la espera de la palabra. Y es en este espacio en blanco, en el margen, en lo no dicho, en el hueco o eco de lo sugerido en el poema; es allí donde pueden llegar todos los que faltan, los que no han sido palabra ni escritura, los que no se han escrito. Porque «Escribir es un privilegio obsceno. Vivir es algo espontáneo». Queremos «ser sedimento», permanecer en la escritura, comenzar una y otra vez «sin acordarse de quienes no se han escrito». Los que han vivido pero han sido borrados del libro, los ausentes. Por eso Desescribir, es decir, dejar espacio para que ellos, los tiernos habitantes de los márgenes, los no escritos, las olvidadas, lleguen al poema; desescribir para que la vida llegue también al poema, a su disolución, a su blanco silencio. Este libro es un hilo infinito que desmadeja una pradera, donde una sonrisa se hace eterna. Este libro es una invitación a la creación. Vivir el desorden, la libertad, la revelación del instante. «¡Cantemos a pleno pulmón, con el pecho abierto al alba, para que vaya saliendo la hora y nos aguarde!», versos en los que resuena Paul Celan: «¡Es hora de que se sepa! / Es hora de que la piedra se presta a florecer, / de que al ajetreo le palpite el corazón. / Es hora de que sea hora» (5). Porque lo que leemos en este vuelo imposible pero real, es lo que nos deja la poesía, algo delicado, casi intangible, pero necesario. Un tal vez, un quizá, un polvillo, la vida misma. Lo que Teresa Langle nos dice: «Porque la vida no es sucesión de líneas ni el poema verso sino un polvillo sigiloso que se nos muestra tímidamente tan sólo si sobre él posamos suavemente los dedos». Invitados estamos a posar con delicadeza los dedos, a escuchar esta invitación a la creación. A leer y escuchar a Teresa Langle. (1) Wittgenstein, Tractatus 6.522.
(2) Jacques Derrida, Políticas de la amistad, Trotta, Madrid, 1998, p. 46. (3) En Observaciones a la Rama Dorada de Frazer, Tecnos, Madrid, 1992, p.69. (4) Wittgenstein, edc. cit, p.49. (5) Paul Celan, Poemas, traducción de J. Francisco Elvira Hernández, Visor, Madrid, 1972, p. 26. ALBERTO CUBERO / JOSÉ LUIS DE LA FUENTE. TAN CERCA DE NINGÚN LUGAR (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2019) por ESTHER PEÑAS Solo la necesidad engendra latido. Por ello sólo el poeta que se juega en el trazo, exponiéndose a que la palabra lo nombre en su plenitud, puede ofrecer al otro, a nosotros, el tiempo en flujo de todo poema auténtico. Un tiempo que se derrama en cada cual porque nos abre al acontecimiento, a aquello que imposibilita que seamos los mismos después de la lectura, que más que lectura es un encuentro. «Urge la alquimia». «Queda un afuera», escriben José Luis y Alberto. Tan cerca de ningún lugar (tensó) es un poemario que conmueve por lo anómalo. Lo raro. La maravilla. Altísima poesía que vincula el extrarradio del universo al centro exacto de quien se adentra en él. Porque va despojándose de yo (y es un yo duplo en este caso), sustituyendo ese yo (siempre endeble, ilusorio y artificial) por un infinito sincrónico que llegue a la esencia, la esencia de uno y, por tanto, la esencia de un otro. Al sustituir la sucesión por la sincronía somos el lugar. «Allí donde el goce comulga con el espino». Hay que des-conocerse, des-nudarse de lo pre-concebido. Abajarse de sí, abandonar-se, dicen los místicos. Sacudirse el yo, que de tan impostado nos impide ver al otro, vernos. No somos del todo ingenuos. Sabemos que no llegamos a las cosas cuando las tocamos, porque siempre se entrometen las palabras. Las cosas son lo otro del humano y lo mismo, como las palabras. Recuerdan, delatan, callan, se resignan. Son utilidad y redundancia, opacidad y poder, deseo y repulsión, desintegración y permanencia: son lo que somos y lo que seremos. Por eso hay que desarticular el lenguaje, desajustarlo para ver lo real. Para llegar a la herida. Para no hablar desde el narcisismo sino desde el territorio de la revelación, allí donde quien ha escrito tampoco está seguro de qué es lo que ha proclamado. «Sabotear la certeza, toda arquitectura del lenguaje». El poeta, ellos lo dicen, es «un forjador de desplazamientos». Por ello es por lo que «Resulta ridículo lo consecutivo / lo secuencial / lo previsible». No hay una lógica posible. Ni en el poema, ni mucho menos, como nos quieren hacer creer, una lógica que preside al ser humano. ¿La lógica del enamorado es la misma que la de un reo, un labrador, un monje? No, no hay lógica, en todo caso una plural de ellas. Tan cerca del lugar es un poemario que me perturba por esa dis-locación del lenguaje articulado. Frente a la obscenidad de lo reconocible, de lo idéntico, de lo que yace yerto por haber perdido la luz del pálpito, Alberto y José Luis tantean lo inefable, lo velado, abren (hacen un tajo, diría Mujica, que sirve de pórtico al poemario) el espacio de la intuición, conscientes, y perdonen el aparente oxímoron, del fracaso de la palabra, un fracaso del decir. «Boca-ruina», escriben. Esa es la recompensa. Que el lenguaje dis-locado no clausura en ningún caso. Inaugura siempre. Pero coloca allí donde se cruza la esencia misma de las cosas. «La carencia habita bajo la lengua». «El sentido de la existencia es el de un instante en el que todo se cruza». Un fracaso, también, porque no depara certeza, al menos certezas transmutadas en palabras. Conocen «la orfandad del lenguaje». No hay decálogos posibles, solo un posible entregarse a la incertidumbre. Incertidumbre que no lo es tanto. Porque, así como el poeta renuncia en su paso a cualquier parcialidad previa y acepta que «lo evidente se pulveriza», se llega, hay lumbre. Y uno la contempla, se templa con. Y ese calor cría una intuición que se nos muestra como certeza. Y lo es. Después uno puede vestirla con el lenguaje, pero ha de saber que no hay palabras posibles que la nombren. Es un lenguaje que en ningún caso parte de la sospecha, es decir, de un prejuicio, sino que nos coloca (porque brota en él) del lado del asombro. No llega más allá. No es trucha pequeña. Ocurre, cuando la torsión con el lenguaje, como con el amor. No son los atributos del amado o de la amada lo que amamos de ella, sino ese magma indefinible, indómito a cualquier explicación racional.
Pero para que haya lo que he llamado, acaso de un modo insensato, certeza de lumbre, hace falta silencio. Y Tan cerca de ningún lugar es un poemario que me conmueve porque lo prende. El silencio. Del silencio solo podemos decir los bordes, por eso hay que alumbrarlo. El silencio acontece. Silencio no del que se produce cuando callamos sino del que se revela a sí mismo. Sin silencio es imposible la escucha, y sin escucha no hay palabra que conduzca, que abra la grieta al otro lado. Allí donde la palabra no da más de sí, aparece el balbuceo («que deja un poso —indescifrable—»). Y el balbuceo se rinde al silencio. El silencio, como el dolor, tienen que ver con lo que denomino la verticalidad del vacío, ahondan, cavan; la palabra, como la alegría, es la extensión de horizontalidad. Sin silencio nada se diferencia de nada; sin vacío, sin ese vértigo de la nada, no se podría recibir, no habría fulgor posible. Nada puede acontecer allí donde no hay un espacio dispuesto al recoger. También el silencio es la noche oscura del alma, de la que habló el patrón de los poetas. «La caída te nombra», escriben Alberto y José Luis. «Porque caer es una gracia», podría responder la Negroni. Esa noche oscura que en el poemario es reconocer(se) su herida. Estos poemas se sitúan entre heridas y carencias que establecen los vínculos primeros. No hay cura para esa herida. Quizás sea otro don. Pero exigen la valentía de mirarlas, de darles, precisamente, su lugar. Ciertos místicos, Bataille entre ellos, me disculpen la licencia, recuerdan que la comunicación verdadera se da de la herida que uno reconoce en sí mismo a la que ve en otro. Así lo creo. Más que comunicación, hablaría de comunión, que comparten raíz y vienen a significar lo mismo, pero añadiendo, comunión, un matiz sagrado, sagrado en tanto que aquello que hay que preservar. Comulgar, de hecho, es un verbo que se repite en el poemario. Tan cerca de ningún lugar es un poemario que nos desaloja de nosotros mismos. Eso es la gloria. Nos recuerda que hay una manera de habitar el mundo. Habitar. Me es un verbo muy querido que reconozco rauda. Habitar es conjugar esos dos verbos tan insólitos en otras lenguas, ser y estar. Estar en la celebración. Llegar a ser donde uno está y estar donde uno es. Allí donde lo diferente no nos es extraño. Habitar. Donde la vida se recibe simplemente estando. Este poemario habita la palabra. Nos permite «la breve consagración del vuelo». Nos ofrece «el sacramento del vértigo». Comulgar, consagrar, sacramento. Nos sitúa lejos de cualquier parte, brindándonos la oportunidad de ser. Ser. No ser nosotros mismos. Ser. Basta. |
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