LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR: NUEVAS TEORÍAS SOBRE EL ORGASMO FEMENINO (Balduque, Cartagena, 2016) por ANDRÉS NORTES MARTÍNEZ-ARTERO PROPIEDAD TRANSITIVA Compré Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino en el mes de noviembre con una sensación dual en mi cabeza: el título, pseudoacadémico y pseudorrijoso, me parecía una humorada fenomenal, pero el pequeño grabado que ilustraba su portada bajo el nombre de la obra y del autor, me daba un poco de vergüenza. Sí, vergüenza. Me sentí un poco ridículo de ser un hombre de cuarenta años sonrojándome por esto y la primera de las impresiones fue la que triunfó. Además, Alfonso, el librero, es un viejo amigo de años. Como para andarnos con tonterías... Pasaron unas semanas antes de abrir sus tapas. Esto ya era una sorpresa, porque a quien le guste leer (y tenga tiempo para ello) se reconocerá en la figura de un acumulador (almacenista, me llaman los amigos) de mercancías culturales que a veces saca trabajo adelante. Que un libro se empiece a leer con solo quince días de envejecimiento en estantería no es lo habitual. Pero Nuevas teorías... tenía un dibujo de un índice a punto de introducirse en la oquedad formada por las respectivas primeras falanges de otro índice y su correspondiente pulgar, y tenía las palabras “orgasmo femenino” en la portada. Y tenía premios y aparecía con mucha frecuencia en mi muro de Facebook. Y había escuchado a su autor en unas jornadas sobre series de televisión celebradas en Alguazas. Y había charlado con él en la cerveza posterior. Así que empecé lo que otros habían disfrutado antes. Y descubrí la rueda. Por eso esta reseña es tardía. Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino es un libro de cuentos con siete relatos ligeramente más extensos de lo que vengo leyendo últimamente. (Veo que el microrrelato e internet han bajado un par de tallas al tradicional cuento literario). Cuentos que toman como tema —aunque generalmente no principal— el sexo. Pero si el sexo es parte de la vida, entonces los cuentos tratan sobre la vida. Y si los cuentos tratan sobre la vida burguesa, más convencional (‘Comida de empresa’, ‘Cuba’) o más bohemia (‘El perfume’) pero burguesa a fin de cuentas, entonces los cuentos de Sánchez Aguilar son cuentos sobre la vida burguesa. Cuando he encendido el ordenador, se me ha ocurrido escribir un par de párrafos sobre los personajes de Galdós quitándose a toda prisa —o más bien, con escasa prisa y escasa ansiedad— las enaguas o desmadejándose los compuestos bigotes al meterlos en los lugares donde los bigotes se desmadejan. Pero me ha parecido que no era apropiado y lo he descartado. Los siete cuentos de esta colección me han encantado. Intento demorar y dilatar el momento de mi opinión, pero hoy la cosa ha ido rápido, valgan las contaminaciones. Me han encantado. Voy ahora a decir por qué, al menos. Cuando uno lee ‘Comida de empresa’ sabe desde la segunda página cómo va a acabar, pero eso no causa desazón ni desilusión, sino todo lo contrario. Cada descripción es necesaria y es bella y no solo porque tenga que ver con objetos de deseo —al contrario, muchos de los personajes, pensamientos o espacios descritos no son nada atractivos—, ni tampoco porque introduzca elementos de un mundo reconocible de nuestro presente llamados quizá a morir dentro de cien años —si bien para leer a Cervantes hay que usar edición, no jodamos con exquisiteces—. Resulta un todo coherente en su incoherencia, como veremos más adelante. Quiero profundizar un poco en esas ideas. Los objetos de deseo, realmente son deseables. Cristina en ‘Comida de empresa’ es deseable por cercana pero lejana. Gema en ‘Gemidos’ —simpática paronomasia ahí— es deseable por incorpórea. Cristina, Amelia y Aurora en ‘Cuba’ tal vez sean la excepción, por las razones de que este es posiblemente el cuento más material de todos en mi opinión y de que en él la perspectiva ha cambiado en tanto a la idea del consumo (de sexo, de experiencias, de mojitos, de colonia). Contrastando con el anterior, en ‘Vecinos’ el objeto de deseo está desdoblado en el aquí y el allí más cercano aunque de manera diferente a ‘Comida de empresa’, con alcance social, el nosotros y el ellos, la alteridad; debo decir que es un cuento con mayúsculas que pugna por ser mi favorito de la colección y que me encanta, a pesar de que la crueldad de su realismo de entre bambalinas hace daño de veras. ‘Injusticia’ resulta terriblemente evocador de la vida de pareja y en él es el egocentrismo más absoluto el auténtico protagonista, espoleado por la soledad en multitud; y ante ese panorama, nada más deseable que la juventud, la propia juventud. ‘Anunciación de María’ también toma como objeto de deseo el yo más egoísta y es un cuento brutal que no sé por qué mi imaginación dice que podría haber escrito Dostoievski. Por último, en ‘El perfume’ Sánchez Aguilar se reserva como grand finale el gran objeto de deseo de nuestro mundo contemporáneo: la publicidad. ¿Y los sujetos de deseo quiénes son? Los cuentos de esta colección están protagonizados por hombres y mujeres españoles de la clase media de la generación de los cuarenta años, caldo de cultivo de profundas insatisfacciones y desilusiones. No son los únicos insatisfechos de esta sociedad, está claro, pero yo observo una decidida búsqueda de objetivo por un narrador que con la mercancía que tiene a su disposición se frota las manos y se dispone a disfrutar de su omnisciencia como pocos otros. ¿Para qué excusarse? Y continúo —mis disculpas— glosándome: sobre la coetaneidad o contemporaneidad. Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino es un libro escrito para leer hoy, y menos mal que no me lo dejé para dentro de dos años: no porque no lo disfrutase, sino porque cada vez que tus ojos encuentran la palabra “Spotify” o “Lexatín” te puedes reconocer a ti aquí y ahora, siete de enero de dos mil diecisiete. ¿Un placer culpable? Puede ser. Cada sustantivo está o especificado o explicado, con agudeza, con ironía, con mordacidad, pero sin llegar al sarcasmo, en una elección de escritura que al principio me resultó excesiva pero que al final vi natural, porque lo que Diego Sánchez Aguilar cuenta no es una singular historia sino un mundo, todo un mundo de dudosos triunfadores. Hay mucho que decir. Y secundariamente, en este mismo sentido, quiero reseñar también las notas. En el libro hay numerosas —más al principio que al final— notas a pie de página, como las que Francisco Rico pondría a Cervantes pero que Sánchez Aguilar se pone a sí mismo para ir ahorrando trabajo... La nota a pie de página es un mal a veces necesario, una ironía en la que una aclaración distrae la lectura para mejorar la lectura. Las notas a pie de página de Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino son fenomenales: historias paralelas geniales. Cada vez que me encontraba con un numerito de superíndice, he disfrutado como un enano y me he reído en todas ellas. Para el final he reservado qué es lo que más me ha gustado de Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino. Me voy a remontar unos cuantos años a la mitad de mi vida, cuando asistía a clases en la Facultad de Letras. Hace pocos años escuché por primera vez la palabra spoiler, relacionada, claro, con series de televisión, Perdidos, Prison break. Y como conocí al autor de este libro en unas charlas sobre series, me ha parecido pertinente traerlo a colación. Spoiler... Y un día pensé: “Madre mía, Filología para mí ha sido la madre de todos los spoilers”. En las clases de la Facultad, mientras se nos contaban todos los finales de todas las grandes novelas, se nos bombardeaba con ideas como que “el final no es importante”, “lo único importante es el lenguaje literario”, “la anécdota es trivial”, “la avidez de los finales es pequeñoburguesa” (sic) o que “el texto es inmanente”. Cuando uno pensaba que el final de El rojo y el negro era emocionante y los profesores le decían estas cosas desde la tarima, uno salía de allí peor que cuando le decían en catequesis que masturbarse era el peor de los pecados que se podía cometer porque se ejecutaba un genocidio, micro, pero no menos genocidio. La culpa, de nuevo la culpa. Mientras que, con moderación, suscribo algunas de las anteriores ideas, la elevación a dogma de opiniones político-estéticas no me ha parecido nunca bien y, la verdad, me siguen gustando los buenos finales. ¿Por qué me gusta tanto entonces el final de los cuentos de Nuevas teorías...? ¿Dejo caer con esta pregunta que los finales de los relatos de este libro de cuentos no son buenos? No, por supuesto que son fenomenales. Pero, bien, quiero explicar esta paradoja tirando de clásicos. Juan de Mairena, AKA Antonio Machado, desdeñaba en El arte poética de Juan de Mairena a Calderón, llamando a sus versos sobre el paso del tiempo «escolástica razonada». Bueno, pero la narrativa es el arte del tiempo. La crono-lógica de la que nos cuesta tanto despegar la lógica: los seres humanos queremos ver lógica en nuestros actos, nuestras actividades, nuestras ideas, y también en las de los demás. Leemos relatos, temporales, y no somos unos enfermos al querer encontrar lógicas: vínculos aceptables entre premisas, argumentos y tesis. Sí, a veces (muchas veces) somos silogísticos y no tenemos que avergonzarnos de ello. Los cuentos que tanto baquetean nuestra imaginación normalmente tienen finales sorprendentes, pero los de Sánchez Aguilar (quizá salvo ‘Anunciación de María’, pero tampoco mucho) no tienen finales sorprendentes. Y claro, la misma palabra “conclusión” se refiere tanto a resultado de un proceso lógico como a final de un segmento temporal. Estamos culturalmente entrenados para leer cuentos, y cuentos de finales sorprendentes como dije. ¿Qué estamos leyendo entonces en Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino? Cuentos igualmente: si un cuento de Poe, por ejemplo (joder, Poe, ni más ni menos), comienza con la premisa de que la vida es plana y en ella irrumpe un argumento difícil —maravilloso o simplemente sórdido—, la onda sacude a una conclusión también sorprendente. Mi idea, sin ínfulas de teoría, es que para Sánchez Aguilar es la vida la que prepara premisas extravagantes, puntos de partida incomprensibles, encrucijadas nunca cartografiadas, y sus argumentos por especiales que sean, no van a cambiar nada. Eso para mí ha sido el mayor acierto de la colección.
Y eso es lo que quería decir, algo tarde, algo atropelladamente, sobre estos cuentos. Si se encuentra una portada así (a->b) con un contenido así (b->c), entonces la próxima vez que vea algo similar, no dejaré que pase tanto tiempo entre tenerlo delante de mis ojos y arrojarme a ello (a->c).
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MANUEL GARCÍA PÉREZ. LAS EXPLORACIONES (Neopàtria, Alzira, 2016) por GREGORIO MUELAS El segundo poemario de Manuel García Pérez (Orihuela, 1976) viene a refrendar el estilo del autor de Luz de los escombros (Germanía, 2013), marcado por un lenguaje incisivo, que se expresa en verso libre para inquirir metafóricamente en las entrañas de una sociedad embrutecida por las circunstancias. Sorprende a priori el tema del poemario por lo inusual de su propuesta: una reflexión sobre la violencia humana. Sin embargo, el poeta explora con la intención de arrojar luz sobre los recovecos del alma cuando ésta ha perdido toda esperanza. Y es en esa indagación donde el poeta es capaz de hallar un resplandor que se aproxime a una especie de belleza. Sin duda, Las exploraciones marca una continuidad con su anterior trabajo poético, pues guarda no pocas concomitancias con aquel en cuanto a fondo y forma, pues aquí encontramos de nuevo imágenes deslumbrantes, cautivadoras y tan cortantes como el filo de una navaja, que recrean el inquietante mundo en que vivimos, donde la muerte siempre acecha en lo oscuro. El poemario se abre con un prólogo firmado por Luisa Pastor, que toma un verso de R. G. Collingwood para titular el texto y definir el conjunto: “La zarza encendida”. No es la poesía de Manuel García Pérez un asidero, sino un desasosiego continuo, que pone en solfa los excesos del hombre contemporáneo. Conviene mencionar los sugerentes dibujos que ilustran los títulos de las cuatro secciones en que se divide el conjunto, obra de Roberto Ferrández Gil, que repite colaboración con el escritor oriolano. Los títulos de las cuatro secciones son muy significativos. Así, el primero, “Sentir las figuras”, viene introducido por una cita de Ernesto Sábato que marca la intención de los poemas, remover al lector de su fosa. Para Manuel García Pérez «la escritura es un fósil que niega su memoria y su historia» o más bien un proceso de creación y destrucción perpetua, porque el poeta intuye que escribir y “asesinar” comparten en el fondo un extravagante estado de pureza. En la segunda parte, “Los asesinatos”, es una cita de Miguel Veyrat la que advierte al lector de unos versos “trastornados” en los que se relatan historias truculentas con una sobriedad asombrosa: «el agua no era roja».
En “Llévame a la iglesia” y “El acontecimiento” es de nuevo Sábato el autor de las citas que preludian unos versos donde predomina el paisaje rural (cabañas, pozos, cañada, olivos, gredal) y donde se hace recurrente la imagen de los perros como elemento cotidiano y amenazador. Manuel García Pérez explora los límites del alma humana, «lo oculto es la espina», cuando las manos tiemblan y «se oyen las campanas», emplea para ello un lenguaje críptico, de una crudeza aséptica, que se alimenta de imágenes que parecen extraídas de una pesadilla, porque lo que el poeta nos comunica es lo oscuro, cruel y despiadado que anida en el interior del ser humano. Sus versos se hacen eco del final, son pura consecuencia, las causas, las que determinan el poema, permanecen fuera, a la espera de una lectura reveladora que desnude la apariencia. «Escribir es crear desde la destrucción» afirma el poeta en el texto de contraportada y no podía definir mejor su proceso de escritura creativa, que equipara al exterminio por cuanto tiene de privación, de renuncia, de sacrificio, y que a la postre acaba configurando una manera de ser y una forma de estar en el mundo. JAVIER BELLO. EXHUMACIÓN DE LA FÁBULA (Chamán, Albacete, 2016) por NATALIA CARBAJOSA Recoge esta exhaustiva antología una selección de libros del poeta chileno Javier Bello (1972) que abarca su amplia producción desde 1997 hasta 2015. El excelente prólogo de Antonia Torres Agüero es fundamental para que, quien se adentre por primera vez en este corpus complejo y excesivo, muy apropiadamente titulado Exhumación de la fábula, pueda completar con éxito su personal mapa de lectura. En efecto, el autor, obsesionado por el relato colectivo de la civilización, en el que sin embargo inserta su propia biografía, siempre desde un hermetismo abismado y colmatado de imágenes surrealistas (no descubrimos nada si reconocemos la tradición surrealista de la poesía chilena), realiza una verdadera labor de desenterramiento o desescombro. A partir del exceso de la vida contemporánea, recupera así los fragmentos en apariencia inconexos de la palabra poética, aun cuando sucesivas capas de basura se le hayan quedado adheridas y nos la devuelvan casi irreconocible. Como un Orfeo postmoderno, Bello recorre de este modo el camino del “no ser” al “(quizá) ser” («Las cosas no deberían existir / pero están puestas donde las vemos para espantar el fulgor del vacío») cargado de la duda existencial que pone en tela de juicio hasta la posibilidad del lenguaje para comunicar; duda o no, la poesía aflora, desborda los límites del poema mismo y nos recuerda, en su decir no menos que en sus referentes, las coordenadas históricas y culturales de las que parte. Aunque no fueron escritas para ello, las palabras del filósofo José Luis Pardo convienen a la poesía de Bello: El escritor o pintor de la vida moderna es, en el retrato que Benjamin hace de Baudelaire, el que convierte en una profesión el rebuscar entre la basura hasta encontrar esos residuos de sensibilidad —y de entendimiento— que la sociedad ha ido desechando precisamente para funcionar mejor, para profundizar en el modo empobrecido de vivir en medio de la opulencia tecnológica. […] Al ponerlos a disposición de sus semejantes, el escritor no está contribuyendo al mejor funcionamiento social sino, al contrario, devolviendo a la vida esos pedruscos que obstaculizan el movimiento de la máquina. Pero esos hallazgos constituyen la única forma de riqueza […] que, como un anacrónico cuerno de la abundancia, puede compensar el empobrecimiento de la vida moderna y señalar un límite irrebasable a la lógica de la eficacia y la rentabilidad. Y es dudoso que podamos existir dignamente allí donde ese límite ha sido sobrepasado. Hay en el maremágnum de la poesía de Bello imágenes recurrentes, como el caballo nerudiano, y piruetas sintácticas inequívocamente vallejianas: «Esta tarde llovía como nunca. No era precisamente un invertebrado...». Sin embargo, destaca entre todas una imagen, presente tanto en versos como en títulos de libros, que de nuevo actualiza el mito de Orfeo. Es la imagen del durmiente o el semidurmiente, el habitante del estado de vigilia, el poblador del entresueño. Bello utiliza este concepto para acotar a la vez un tiempo y un espacio, lo mismo que hace con otras representaciones subsidiarias de la misma (las jaulas, la nocturnidad, una estación, un albergue, el espejismo, la sombra). Libro a libro, y sin apearse casi nunca del estilo enunciativo, a modo de acumulativa letanía que a veces pareciera compendio de oníricos salmos, penetra en ese espacio intermedio —ni vida ni muerte, ni dentro ni fuera—, saturado y claustrofóbico, desde donde interpelarse a sí mismo, a la divinidad y al mundo, con la conciencia de que hoy no es posible ubicarse en ningún otro plano para poder decir desde la poesía. En ocasiones, el verso de Bello, rebuscando en las sombras, entre lo que está enterrado y/o cerca del no existir, se aproxima al límite de la indecibilidad del que hablara María Zambrano, en oblicua pero certera rememoración de San Juan de la Cruz: No soy, no estoy, no voy, de silencio a silencio. Soy yo, no voy, no estoy, me he visto, no me acuerdo. Soy yo, no soy, no voy, mitad y balbuceo. En el mismo poema, particularmente esclarecedor dentro de su hermetismo, se nos brinda una definición impagable de aquello que, de hecho, hace del oficio de poeta una labor de restaurador o recuperador allí donde apenas queda ya memoria: «un poema es un cardo que en cada espina tiene escrito recuerda, recuerda, recuerda». La poesía comienza siendo para Bello una tarea ineludible, aun por encima de la propia volición («Yo nunca he querido responder a las preguntas del sueño»). Pronto, no obstante, se convierte en explícita voluntad: «Quiero palabras grandes como cenizas grandes […] Las dejaré beber junto a los animales que viven en mis manos». Al ponerse manos a la obra, identifica las trampas de su yo escindido («La personalidad construye su casa de papel, su cajita de naipes») a la vez que reconoce el magro equipamiento espiritual del que todo poeta contemporáneo dispone para lograr su propósito: Amo todavía mis cantos, el polvo de mis venas, mis instrucciones para arder en el vocablo del sábado, pero no he comido con ellos, su fe me ha abandonado… Ese “amo todavía” introduce un matiz de urgencia en tan desasistida tarea: «Lo cierto es que los dioses no debieron dejarse ver, menos de noche…». Más que una anti-poesía, lo que Bello practica y reclama es una anti-trascendencia que constituye la única e inestable plataforma desde donde poetizar hoy. El poeta se convierte así en una especie de mendigo buñueliano que confunde ángeles, dioses y demonios; que se lleva a casa las imágenes a duras penas levantadas del desescombro («Detrás del pensamiento hay un palo quebrado»):
El excesivo equipaje no deja caminar a la sombra. El vagabundo visita la provincia otoñal, el silabario de tiza de las cantinas donde aprenden a leer los fantasmas. La sombra, por supuesto, es esta voz. El resultado es el «poema sin luz sobre la luz del oro», la pregunta infinita sin respuestas («dónde está la oreja noche. dónde está la noche oír y no temer»), la muerte como débil promesa de regeneración («Dudas en primavera: / o educar a los bosques o cortarse la lengua»), la búsqueda escéptica y al mismo tiempo (des)esperanzada en las narrativas que nos han precedido: Lezama Lima, Kafka, Pollock, Caravaggio, un judaísmo remoto. Darle la vuelta al vacío para recuperar el “síndrome de Dios”, siempre desde la perspectiva de aquellos a quienes ya no les es dado creer siquiera en la trascendencia de la poesía. En el prólogo a la antología, Torres Agüero destaca la intensa personalidad literaria de Javier Bello con la poesía como eje central de su existencia, hasta el punto de que esta última se erige como y funda una personalísima cosmogonía que es a un tiempo, añadiría yo, negación de toda cosmogonía. Ello se advierte sin duda en la lectura de Exhumación de la fábula. Poesía no para redescubrir los planos olvidados que llevan de vuelta al paraíso, sino para leer, en los huesos pulverizados, lo que ya no es memoria, ni acaso (o sí) balbuceo. ¿Principio de algo? La respuesta la tienen las preguntas. IGNACIO BORGOÑÓS. HOTEL MANDARACHE (Malbec, Cartagena, 2016) por ANTONIO PARRA SANZ ENTRE EL BIEN Y EL MAL Ésa es la diferencia que se desprende de esta novela de Ignacio Borgoñós: empeñarse en hacer el bien o empeñarse en hacer el mal, orientar la propia vida en uno u otro sentido y decidir llegar, si se puede, hasta sus últimas consecuencias. Así se presentan las dos fuerzas narrativas de la obra, el arquitecto valenciano Vicente Senent y el cacique cartagenero Gabriel Carfás, dos caras opuestas de la misma lente a las que el autor no duda en poner frente a frente, regalándole al lector un juego de planos morales en el que ha de ser algo más que un mero espectador. Eso sí, en medio de ambos se yergue un tercer personaje, la ciudad de Cartagena, y una época, los inicios de la segunda década del pasado siglo XX, un tiempo en el que la ciudad bullía por una efervescencia modernista y lujosa de la mano de los beneficios que arrojaban las explotaciones mineras de La Unión. Una ciudad que palpita en cada capítulo, y que Ignacio Borgoñós refleja con gran habilidad, llevando por ella al visitante Vicente Senent, que busca en la urbe portuaria reconducir una vida que fue zarandeada a raíz de un episodio un tanto complejo vivido en su Valencia natal. Así pues, nos encontramos ante una segunda oportunidad brindada al arquitecto, aunque le llegue de la mano del mismísimo demonio, quien le encarga la creación de un grandioso hotel que deje a los cartageneros boquiabiertos al tiempo que muestra el poderío de quien ya manda en la ciudad, un hotel cuya construcción es un misterio oculto tras una lona perenne bajo la cual no sólo hay secretos arquitectónicos sino también vitales. A partir de ahí, los personajes se van cuajando ante nuestros ojos, la voluntad de agradar de Senent, la tiranía sin ambages de Carfás, la soledad de Elena, la esposa del magnate, las firmes determinaciones del capataz vasco de la obra, el resentimiento del antiguo socio de Carfás, ofendido y vejado por éste, y todo ello bajo un juego de influencias y presencias sociales muy bien conducido por el autor, que nos transporta con maestría a esa época dorada del modernismo. Toda lucha tiene sus etapas, y Senent las irá conociendo todas, incluidas las atracciones del corazón y el sexo, y el recuerdo de los momentos hurtados al placer. Y toda lucha tiene sus reglas, salvo cuando uno de los jugadores es además el que fabrica la baraja o el tablero. La ética y la moral están muy presentes en la novela, y aunque en ocasiones se respire un cierto aire de derrota, el mensaje debe conservarse: el empeño por hacer el bien debe ser siempre más fuerte, por muchos obstáculos que el destino ponga en el camino. Siempre quedará un hueco para un último ajuste de cuentas aunque todo parezca perdido.
Ignacio Borgoñós mantiene ese espíritu de lucha soterrado durante toda la novela, y lo ha combinado sabiamente con figuras que pueden ser muy reconocibles, en la imagen de Senent podemos ver a Víctor Beltrí, e incluso Carfás debió de tener su correlato real en la ciudad en aquellos años, aunque su autor ha preferido no confesarlo. En suma, una novela muy bien trabajada que no es costumbrista pero cuenta con fidelidad la vida de la época, que no es dogmática pero nos pone en la disyuntiva universal del bien y el mal, que no es romántica pero tampoco le vuelve la espalda al amor, y que habla de sueños rotos, injusticias y de la dureza de la vida en muchas ocasiones. Poco más se puede pedir cuando se está ante buena literatura. RUBÉN SANTIAGO. ULTRAMAR (Malbec, Cartagena, 2016) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ La editorial Malbec ha publicado Ultramar, ilustrado por Jorge Fin y con prólogo de Dionisia García. Rubén Santiago nació en Cartagena, como dice la información biobibliográfica de la solapa, es maestro de educación especial, logopeda y psicopedagogo. Aunque ha publicado en obras colectivas y han aparecido sus textos en revistas como La gárgola o Manifiesto azul. Esta es su primera obra individual. Ultramar es un libro de microrrelatos. Mucho se ha dicho ya de este género, que es novedoso en la vigencia de un género en realidad muy antiguo. El propio Basilio Pujante, autor de Recetas para astronautas, hizo su crítica del libro de Santiago y habló, como hace Dionisia, de esa característica propia del género que lo sitúa, resumiendo, entre la narración y la concisión poética. No me repetiré. El libro Ultramar es una novedad pero tiene ya su rodaje feliz. Numerosas presentaciones acompañadas de público y con algo muy especial, algo que no deja de ser una proyección del propio autor: cuidado, cariño e inteligencia. Cuidado, cariño e inteligencia ya desde la expresión, algo que no debería ser noticia, pero que lo es, ya que no siempre se observa y es especialmente molesto en aquellas publicaciones con pretensiones literarias. Si el libro de Pujante estaba ordenado de una forma curiosa, desde el relato más breve al más extenso, ese relato de la suplantación y sus consecuencias, en este caso Santiago ha optado por bloques bajo un título común que le da cierta unidad temática, pero muy subjetiva en última instancia, como sucede en la propia vida, no es fácil parcelar y en última instancia esa parcelación, estudiada en este caso, responde a criterios más o menos personales. “Los inicios”, “Los misterios”, “Los descubrimientos”, “El vapor” y “Los desafíos”. El inventario de lugares marinos en el libro es interminable, fruto de una vasta cultura entre lo popular y lo literario: marineros, piratas, autores enzarzados en batallas acuáticas, caracolas, vientres de ballenas, Venecia, tsunamis, tatuajes, capitanes con garfios, buzos, corsarios, tritones, balleneros caníbales, Nautilus, apps para la navegación, ballestillas, astrolabios, botellas con mensajes, barcos fantasmas y textos desaparecidos, Moby Dick, patos de goma (amarillos), Julio Verne, La Antártida, Platón, el Titanic... tienen cabida en el libro, aparte de la hermosa reproducción del African Queen, con Bogart fumando en la popa, que también tiene su sitio en este libro, por eso de los ríos que van a dar a la mar, aunque en la película desembocara en un lago. Me gusta pensar el libro como un gran juego de la oca, un puzle de casillas que son un viaje. Textos breves, conclusos, pero que van dando saltos de unos a otros, enlazados por la poderosa evocación de sus elementos. Saltos que no siempre se dan en el libro, que en ocasiones suceden en el lector, resortes para hilvanar un largo tablero que al final es la visión del camino de la vida totalmente contemporánea que tiene Rubén Santiago. Ese inventario de lugares comunes es uno de sus grandes aciertos, no por ser prolijo o imaginativo, que lo es, sino porque es el anzuelo para establecer la complicidad con el lector. No está por tanto el mérito solo en los elementos sino en esa forma de usarlos para atraer y conseguir eso especial que tienen algunos libros y que es que el lector no solo quiera leer el libro, sino que no pueda dejar de leerlo, lo que en un libro de microrrelatos, que por su naturaleza es exigente con el lector, que tiene que actualizar y concluir en cada página las expectativas del mundo de ficción, es un logro. Además, este uso nada pedante —al contrario, integrador, como es la cultura—, expuesto con un afán popular, dando por sentado que son espacios conocidos, también fomenta la identificación con el lector que siente suyo el libro, con esa sonrisa de verse reflejado, cómplice lector de unas referencias que también son las suyas. Entre la oca (o los patos de goma made in china) y el azar de abrir el libro por cualquier página, se despliega un discurso radicalmente actual, con voluntad de conmovernos, concienciarnos, agitarnos, que nos da la potestad de estar dentro de Ultramar con el linaje de los piratas que se rebelan, porque hay mucho de rebeldía en este libro, una rebeldía amable pero perspicaz e innegociable. Como Cervantes, Dickens o Dostoievski, así a lo grande, es bondadoso pero no por ello edulcora la realidad sobre la que focaliza la atención en cada momento. Porque los relatos de Rubén Santiago no niegan el crimen y su castigo, su mirada nos devuelve una foto diferente, tamizada con la luz del asombro, con la del perspectivismo y con la luz del humor que es aquí un elemento más de persuasión, porque Ultramar quiere algo de nosotros, pero eso ya no está en mi mano, eso lo tendrá que descubrir el lector.
ALFRED CORN. ROCINANTE (Chamán, Albacete, 2016) [Traducción: Guillermo Arreola] por NATALIA CARBAJOSA Constituye esta antología la carta de presentación del poeta estadounidense Alfred Corn (1943) en España. He aquí, pues, una oportunidad para descubrir a un poeta que, al menos en la breve selección presentada, parece moverse con facilidad entre las eternas paradojas de la poesía, al menos tal y como las manejamos a partir de las tradiciones literarias de los siglos XIX, XX y lo que llevamos del presente siglo. La primera de ellas la encontramos en el poema largo que abre la serie, ‘Diario de Oregón’, del libro All Roads at Once (1976). Fiel a su interés por el verso y la rima, Corn subrayará expresamente en un poema posterior la preeminencia de la forma (form) sobre el contenido (meaning). Sin embargo, la precisión cuasi-científica con la que describe los elementos de la realidad física sobre la que se construye ‘Diario de Oregón’ y los poemas posteriores delata, muy elocuentemente, el esmero concedido al segundo término de la ecuación forma/contenido: […] Vacante de agua, el pie del arrecife era un seco paisaje marino de anémonas verdes y un banco de mejillones azul acero crujiendo en el dolorido torrente del aire. El poema avanza cuidadosamente trabado alrededor de ese mundo natural, descrito con detalle, en el que se cuela como de manera casual el razonamiento y las vicisitudes humanas que le son indiferentes a dicho mundo. Así: Recogiste una concha de mejillón vacía, pareada aún, y me ofreciste la mitad, una vieja y deslucida cucharilla, su diminuta concavidad perlada de grisáceos arco iris. Algo en tu semblante o en la tenue luz me dice que no siempre estaremos juntos. Sutileza en la densidad nominativa: de este modo se abordan la fugacidad del tiempo y las pérdidas de la vida. Y ahí comienza la segunda paradoja, ya que en los versos de Corn, a quien el propio Harold Bloom ha declarado heredero de la tradición romántica norteamericana, aflora el (también típicamente norteamericano) anti-romanticismo de William Carlos Williams. Esto es, el “no ideas but in things” que evita a toda costa separarse de la precisión de los significantes por perseguir una abstracción o trascendencia sin más, y que le hace proferir a Corn, en medio de un cementerio, que «los pensamientos eran cigarras», anclando de nuevo cualquier tentación metafísica al orden de la naturaleza. La tercera paradoja realiza el movimiento opuesto: seguimos en ‘Diario de Oregón’, segunda parte. Corn parafrasea y niega el adagio del gran Wordsworth, referente imprescindible del romanticismo occidental, sobre que la poesía son «emociones rememoradas desde la tranquilidad». Concretamente, escribe, refiriéndose a las olas (de nuevo el mundo natural se impone a la psique humana) antes que a las emociones: «Not recollected in tranquillity». Y he aquí que, en el poema ‘Eclipse en la habitación de un hotel’, del libro A Call in the Midst of the Crowd (1978), Corn aborda, precisamente con esa serena remembranza que niega en la composición anterior, la pérdida de la madre, demasiado temprana hasta para el acto de recordar. En esta ocasión, la ausencia de un pathos subrayado (ausencia elocuente en sí misma), la marca sobre todo ese sereno “casi” recordar que, por fuerza, ha de ser posterior a la emoción misma; emoción doblemente dolorosa de devolver al instante presente, dado que el poeta era demasiado pequeño, en el momento de la muerte de su madre, como para haberla sentido: Un raro esplendor, como el de una vela, se acopla a la tensión y al parpadeo de la memoria, pequeña incandescencia, halo nocturno. Surge como un regalo, un don de clarividencia con el poder de trasladarnos, protegidos, a casas perdidas, cuartos prohibidos en donde está ella, inmóvil. Pero no puede ser la memoria. Nada recuerdo. Ausencia. Aún continúa el capítulo de las paradojas, que para eso es el poeta un fingidor. Una vez más, en ‘Diario de Oregón’, poema que recomiendo leer muy despacio por la proliferación de señales o balizas que emite a cada paso, el autor afirma que «[T]he best themes / are the most moving ones». El traductor aquí ha optado por la segunda acepción de “moving”, opción perfectamente justificable: «Los mejores temas: los que conmueven». Sin embargo, al leerlo, a mí me ha saltado a la mente el sentido primero y literal del término: el movimiento antes que la emoción, a no ser que ambos se conciban como una sola cosa, que también puede ser. Pero son ya muchas y muy variadas las pistas que Corn aporta acerca de su relación con la presencia de las emociones en la poesía, antes deudora de un hábitat mayor que ellas que de la mente humana concebida como el centro de todas las cosas. Y relaciono mi deducción con la tercera parte de otro poema largo, ‘El adversario’, de nuevo del libro mencionado A Call in the Midst of the Crowd. En dicho poema, el “yo” que escribe se desdobla y hasta antagoniza consigo mismo en pos de la verdad poética, que no es otra que el movimiento mismo: Si esto fuera reposo, no habría queja; pero algo aguijonea, una gota de ácido en la fórmula. Las frías colinas nos esperan, la primavera llega con fuerza. Nada ha quedado sino el deseo de decir la verdad, suscitado por una autoridad en descrédito. Ese deseo de decir la verdad poética, siempre sujeto a la volubilidad humana («una autoridad en descrédito»), parece apropiado para este “verse” desde dentro y fuera a la vez; una especie de doble a la manera de Poe que, no sin cierta ambivalencia, contribuye al propósito supremo de toda poesía, a saber, aprender a poner la vida en las palabras: Quise llevar vida a mis labios como si fuera agua pura —y tu mano intercede. El segundo poema de All Roads at Once, ‘Porcelanas chinas en el Metropolitan’, recuerda inevitablemente, aunque en ningún momento se mencione, la ‘Oda a una urna griega’ de Keats. Si en la oda de Keats cada estrofa es un apóstrofe al artista anónimo, a los personajes de la urna o a las fuerzas de ese tiempo escindido entre el discurrir lineal y la eternidad fijada por el arte, las estrofas (de la segunda a la quinta) de Corn avanzan en pura concentración ecfrástica, y sólo indirectamente aludiendo al ejecutor: […] Retrocedí hacia un jarrón color verde claro: semejante a una pera o una lágrima perfecta. Parecía alzarse contra su peso, sólido ímpetu, reflejando el delicado movimiento del torno con que el alfarero recubría un quieto zumbido en el ascendido giro de la forma. Corn reserva las estrofas inicial y la final para reflexionar con más detenimiento sobre las percepciones de quien mira. En la primera, saca a relucir (al modo romántico, sí), la anamnesis platónica que ubica al hombre, ante la contemplación de la belleza, frente al continuum de la civilización a la que pertenece: «Y por vez primera las observé, […] Mi estado primigenio, mis intuiciones, —de qué Fuente— / redimidos…»; mientras que en la última dirige el apóstrofe a sí mismo y rescata el viejo asunto del tiempo como un agente doble (Kronos y Kairós) suscitado por dicha contemplación: «te has encontrado con el pasado y es / el presente». Es el cortocircuito temporal, producido por toda experiencia estética de altura, el que Corn transforma en el poema en un hilo conductor que igualmente viaja desde la tradición ecfrástica (Homero antes que Keats) hasta un “yo” poético contemporáneo, distinto de los otros en sus presupuestos y enfoque, a la vez que deudor de una misma agua.
Estos cuatro poemas que abren el volumen suponen en sí mismos un compendio del complejo y rico universo poético de Corn, lo que no significa, ni mucho menos, que el resto de poemas de la antología carezca de interés. Merece la pena leer en voz alta, en inglés y en español, la breve pieza rimada que lleva por título ‘Noviembre se deshoja’, traducida por Manuel Ulacia, así como ‘La luz azul’, poema escrito directamente en español y a continuación traducido al inglés por el propio autor. Dentro de la variedad de temas que componen estos poemas, destaca asimismo un homenaje a Basho que, a modo de máxima, vuelve a poner de manifiesto la necesidad de nombrar desde la palabra precisa e insustituible: «los poemas traducen el mundo». El de Alfred Corn, sin duda, participa de ello, y de todas las maneras aludidas. Por si quedara alguna duda, la antología se cierra con otro homenaje, esta vez a Rubén Darío, en el que se nos da una particular versión, imbricada en la existencia, del oficio de nombrar: «la vida quiere ser / su nombre: / árbol, caballo, sueño, amanecer / y el hombre». |
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