LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
AMPARO ARRÓSPIDE. VALLE TIÉTAR (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2019) por ENRIQUE DARRIBA A MODO DE CÓDICE ILUMINADO Existe un lugar del que queda testimonio en los cuentos de hadas, en las fábulas, en el folclore. Un lugar que el ser humano desconoce y llama mítico. Allí no resultaría difícil descubrir una multitud de seres asomándose entre las ondas del agua, fluyendo transparentes con el aire, camuflados en los pardos de la tierra o arropados entre las lenguas de fuego en los hogares. Allí los animales y las plantas han abandonado su rudimentario devenir para alcanzar la plena conciencia del ser, tanto es así que deciden formar su propia nación: la nación de la Savia, independizándose de la especie humana que tan poco considerada se ha mostrado con ellos a lo largo de la historia. Se trata del mundo fantástico, o quizá no tanto, que Amparo Arróspide nos describe en su libro de poemas Valle Tiétar, en el que lo prodigioso y lo mágico toman categoría de real y cotidiano, mezclándose, en igualdad de condiciones, con el normal transcurrir de la vida de la autora en el Valle del Tiétar, donde se estableció por unos años y que le inspiró historias tan insólitas como la de una culebra que tiene por mascota a una señora llamada Gertrudis o la de un pato al que tras cuatro años de matrimonio un cazador dará muerte, suceso este último del que queda debida constancia en el Registro Civil, donde también aparece, entre otras cosas, la defunción de un árbol que no pudo superar la sequía. En contraste con este mundo imaginario, nos encontramos con aquel otro que todos podemos percibir por medio de nuestros sentidos, un mundo cotidiano de paisajes y gentes que fragua en poemas de muy diversa índole, tanto de carácter intimista, con un tintineo casi oriental algunos, como de protesta más social y política; poemas en los que nos topamos con inesperadas referencias a Netflix, a la nube de internet, al wifi o a David Deutsch, y en los que también se nos dan minuciosas descripciones geológicas, zoológicas y botánicas de la comarca. En cualquier caso, podemos decir que hay un aspecto que recorre el libro de principio a fin y que se convierte en su verdadera razón de ser: el ecologismo. Así, Amparo Arróspide no pierde ocasión de denunciar aquellas prácticas que atentan contra el medio ambiente en general, como la construcción indiscriminada o el consumismo desaforado, y esas otras que lo hacen, en particular, contra la vida de los animales, son ejemplo de ello la caza o ciertas fiestas populares. Pues bien, no es de extrañar, entonces, el intenso movimiento poético que se produce al bascular de continuo entre estos dos universos, el de lo constatable, ése que se describe en los libros de historia y en los estudios científicos, y el de lo mítico, el que aún sobrevive en los cuentos, en los poemas de Ovidio, en los tratados de Paracelso, en los grimorios... De hecho, el poemario se cierra con unas recetas de cocina en las que aparecen ingredientes tales como ciervos voladores, manitas de alguacil, hebras de tutú o cabellera de mujer. En última instancia estos dos universos representan dos aspectos de lo mismo: lo manifiesto y lo que no lo está pero que aun así existe. Es a raíz de esto último que en uno de sus poemas afirma: «Sin duda existe lo que no se nombra», entendiendo nombrar como dar a algo carta de naturaleza. De este modo, la moderna física nos habla de todo un magma de realidades potenciales, realidades que iremos entresacando o eligiendo según nuestros condicionamientos, es decir, según los dictados de nuestro subconsciente. Será entonces que se materialice esa realidad. Al elegir, al nombrar, creamos nuestro mundo, aunque éste pueda resultar a la mayoría de la gente alucinatorio y propio alienados. Sin embargo, las palabras, quizá por hastío de quien las pronuncia, persuadido de la incapacidad de éstas a la hora de describir ciertas ideas o de contener todo el significado que se les exige, terminan saltando por los aires mutiladas, desmembradas, para después reorganizarse las letras que las componen en estructuras bien distintas de las habituales, como es el poema fonético, el poema sin significado, dejando entrever la autora un futuro en que las cosas pierden su nombre y el lenguaje se vuelve intuitivo, como las músicas tribales o el canto de los pájaros.
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MARTÍN PARRA. MADRID DÜSTÓPOS (Madera Berlín, Madrid, 2019) por MIGUEL-ÁNGEL REAL La literatura, la buena, tiene estas cosas. Y es que hay textos que le devuelven a uno, desde sus primeras líneas, el gusto de dejarse atrapar por los hallazgos y las sorpresas. Textos que me recuerdan las palabras de mi profesor de literatura, mi venerado Pedro Ozalla, que nos decía que había que leer con un lapicero en la mano para enriquecer las páginas de los libros con nuestras notas, subrayando a placer las frases que a uno le hubiera gustado concebir o que nunca hubiera imaginado posibles.
En el aprendizaje de la literatura hay siempre hitos, referencias inolvidables a pesar de los años. Al leer “Madrid Düstópos”, la última creación de Martín Parra, me han venido a la mente, como perfumes que no han perdido su fuerza, algunas de las mejores páginas que he leído. Nos describe el autor un Madrid barriobajero, pillo y underground, de bares, traficantes y prostíbulos, donde la decadencia es la autenticidad. No solo tiene la lengua de Martín Parra, ya lo he dicho en otras reseñas, la fuerza imaginativa de Umbral, sino que en la puesta en escena del Café Lacroix, a través de conversaciones sin artificios y descripciones aceradas, hay mucho del café La Delicia de la doña Rosa de La Colmena. O más bien, lo que le ocurre al escritor es que siempre encuentra el ángulo nuevo para describir a los personajes con la precisión que solo puede aportar la poesía, que ronda en el relato como un personaje esencial. Me permito compartir algunos pasajes antológicos -subrayar y más subrayar- con los que se puede admirar la fineza de observación y la pericia estilística del libro, al que el asíndeton le concede un ritmo nervioso y lleno de una visión certera de las cosas: Corre un largo soplo de aire frío por las calles secas, un frío de finales de octubre, y la luz postiza se dispersa en los faroles, se disemina de farol en farol en la Avenida de la Albufera. O, como ejemplo de descripción: Vicente es breve, feo, ligero, sin demasiados ademanes; es un hombre cautivo de una camisa hortera y estrecha, un busto con camisa, cuerpo prestado e ideas obscenas. Y como éste, otros muchos ejemplos que me transportan al color y al lirismo originalísimo de Boris Vian, que me empapan con la misma miseria que describió Martín Santos en Tiempo de Silencio, que me arrastran hacia el esperpéntico valleinclanesco (con el personaje de la Dolores “que se llama a sí misma Estrella”: ¿como Max?) Hay algo barojiano, evidentemente, en la búsqueda caótica de los personajes, y una especie de nuevo costumbrismo casi galdosiano, pero posmoderno y único. El arte de Martín Parra se explica porque no es alguien al que le guste escarbar la realidad y el idioma para hallarle un sentido poético. No hurga en las heridas de la prosa banal y convenida -nunca-; la herida la crea él mismo en una hemorragia como de flor nueva, y lo hace con un escalpelo en forma de prisma, con cortes precisos, pespunteando después la existencia para dejar un rastro de olores, sombras y destellos de una agudeza psicológica notable, terriblemente clínica y lírica. Ve entonces el lector muy claramente la entrada doble y pisada del café, (que) permite el paso por una de sus puertas, (y) está ciega del otro ojo, en un guiño holgazán que ofrece a los consumidores. Como los personajes, subrayamos otras líneas en las que nos encontramos con el ímpetu de los grandes alardes estilísticos, cuando se nos dice que la Luisa está conociendo la melancolía en que se entra cuando una vida, un día, una noche, son declarados desiertos. Y así. Sin olvidar el humor, fino, amargo, terrible a veces, o tan jubiloso cuando se describe el caminar del perro Odie: ¿Tanto entusiasmo de patas podía generar avance tan estéril? Vuelvo entonces a Cela, cuando en su Colmena describe al loro Rabelais diciendo que es un loro de mucho cuidado, un loro procaz y sin principios, un loro descastado y del que no hay quien haga carrera. Hay hasta greguerías, como cuando el amanecer extiende al mantel del día o cuando los personajes pasean por el asfalto del arcén, que es la raya en que viene a morir el asfalto de la carretera. Que quede claro. Todas estas referencias hacen de Madrid Düstópos una obra única, indispensable para seguir gozando del placer que solo puede concedernos un escritor cuando sabe llevar al límite el poder de las palabras, redescubriendo a los clásicos para seguir abriendo brecha. Al fin y al cabo, tal vez sea éste el sentido del escribir. Me permito terminar, para hablar del desarraigo de los personajes del Madrid de Parra, con una cita de Tiempo de Silencio, que dice: De este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su determinación como persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser. En esta distopía lumpen, parafraseando la obra de Bolaño, la frase final nos hace comprender, tal vez, que queda poca esperanza en un mundo en el que todo queda por cambiar. Pues que los que pueden cambien cualquier cosa. Excepto la prosa de Martín Parra. LEOPOLDO DE LUIS. LIBRE VOZ (ANTOLOGÍA POÉTICA 1941-2005) (Cátedra, Madrid, 2019) por PEDRO GARCÍA CUETO ENTRE LA NADA Y EL OLVIDO Estamos de celebración porque Sergio Arlandis, mucho más que poeta, también investigador y crítico, profesor en la Universidad de Valencia, ha realizado una excelente selección de la obra de Leopoldo de Luis, de la mano también de su hijo Jorge Urrutia, profesor prestigioso y gran poeta de nuestro tiempo.
He titulado este texto ‘Entre la nada y el olvido’ porque en los poemas seleccionados el gran Lepoldo de Luis contempla la vida como un abismo, donde el espejo nos niega a veces toda apariencia. Somos seres en la derrota que perpetuamente perseguimos la claridad desde la umbría mirada del tiempo. En la estupenda selección de los poemas, encuentro tres que me han llegado dentro, de diferentes épocas. Arlandis en el prólogo ve la poesía como la ventana desde la que miramos el mundo y es muy cierto. El poeta que se siente extraño ante la vida, que pasa casi fantasmagórico por las cosas, abre las puertas de su casa al verso que le alumbra y es el fuego donde germina el tiempo. Para de Luis la vida es un refugio donde uno se esconde y solo en los versos amanece de veras a la verdadera vida. En ese extrañamiento vital crecen sus poemas, como muestra en Los imposibles pájaros (1949), libro en que ya vemos su afán de ver la luz entre las tinieblas del vivir. En el poema ‘Eterna voz’ dice: «Te vendrás otras gentes y otros día / y enterrarán mi voz». La vida sigue y el poeta ha de pasar. Al final todo será arena negra que cubrirá el cuerpo, la vida será ya otra, para el que la pierde, en ese infinito abismo que es la muerte. Porque la voz del poeta no es la suya en realidad, nace de algún lugar, en ese espacio donde el hombre que no somos vive, donde el hombre no nacido crece, donde el increado se hace luz cenital: «Ni aún esta voz es mía, es una herencia. / Yo no soy yo. Fui aquel. He sido. Acaso / hay un oculto río y una escondida espina / que eternamente van atravesándonos». La vida es esa espina, esa cruz que nos lleva a otro yo, quizás al que nunca hemos sido. Hay en la poesía de Leopoldo de Luis un desdoblamiento, como si otro ser le inundara, no el que se mira en el espejo, sino un eco de otra voz, de otro tiempo, una herencia de otros seres ya idos. En el libro El extraño, escrito en 1955, hay un poema dedicado al hijo, que me ha gustado mucho, en esa declaración hacia un ser que aún es inocencia desde la sombra del hombre ya maduro: «Mirándote quisiera derretir / este plomo sombrío de mi pecho / y creer en la vida y en las cosas / que nos dicen su claro sortilegio». La vida desde el niño, abriendo a la magia del tacto y del abrazo a ese ser que lleva plomo ya en el pecho, la carga como Sísifo de la vida que siempre empieza de nuevo. Sigue Leopoldo de Luis su sendero de abrir un cauce al corazón herido, al que late y pena en la memoria. En 1979 llega Igual que guantes grises, libro donde de nuevo, en la senda de ese Aleixandre de Sombra del paraíso, de Luis habla de ese espacio que ya nos ha condenado, vivimos en la ilusión del ayer desde un hoy que es derrota, como nos dice el poema ‘Paraíso perdido’: «Perdemos realmente un paraíso. / Porque hay un paraíso en cada uno / de nosotros y un día / nos expulsa súbitamente». El cuerpo que se mira despojado de sí mismo es ya el yo herido, el que ya no existe, envuelto en el olvido de sí mismo. En de Luis vive ese deseo de existir, pero que nos niega la propia vida con su eterna condena del hastío y el dolor. Llega en esa senda a un poema que me ha dejado conmocionado, en Cuadernos del verano 2005. Últimas notas escribe Leopoldo un poema que nos hiere, nos arroja directamente al vacío existencial. Se titula ‘Final’: «¿Cómo voy a morir si no he nacido? / Nacer es ir sacando el otro a flote, / es conseguir que día a día brote / del fondo en que mantiénese escondido. / No he llegado a lo plenamente humano / proyecto del que quise ser un día. / Sombra de un sueño que la luz seguía / y se quedó sonámbulo y lejano». Dirá también que somos cautivos en sentinas, lo que nos deja esa sensación de tristeza como si la vida fuese una farsa, una burda broma. ¿Será entonces el final o habrá algo más que le dé sentido a todo esto? En esta antología con el prólogo agudo y extenso de Arlandis hay un eco doloroso. Los que leemos sus poemas ya sabemos que todo es derrota, pero quizá queda la ilusión en el hijo, en un paraíso no perdido del todo. Gran poesía la de Leopoldo de Luis que cala muy adentro. TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO. EL MURMULLO DEL MUNDO (Trea, Gijón, 2019) por DAVID REFOYO El murmullo del mundo es una recopilación de cuatro libros de notas escritos durante más de treinta años. Ahora Trea los edita en un solo volumen, recogiendo textos ya publicados junto a otros inéditos. Este libro nos aproxima a un tipo de escritura ya en desuso, suplantada —primero— por los blogs y —después— por las redes sociales. Como si Tomás hubiese sido precursor de un tipo de narrativa típica de internet, desde antes de que todos sintiésemos la necesidad de mantenernos permanentemente interconectados.
El mundo virtual no ha disfrutado de esa hipotética cuenta de Twitter de un Tomás Sánchez Santiago más joven; habría sido celebrada en los mentideros literarios por su capacidad de síntesis y su mirada afilada, cargada de ironías y preguntas a las que, ni él ni nadie, ha sabido responder. Humanidad, quizá fuese una buena aproximación. Cito ejemplos de lo que podría haber supuesto @sanchezsantiago sobrevolando la pantalla de nuestro móvil. —¿Alguien se anima a crear una cuenta fake?-- Jamás he soportado las aceitunas negras ni las estadísticas. Esto era entonces un pueblín olvidado y solo… Como Cristóbal Colón. ¿Lo entiende usted? Ironía feliz y muy acertada la de quien ha escrito hoy en la sección ‘Efemérides’ de un diario: 1547: Miguel de Cervantes. Escritor, según investigadores. Volvamos a ponernos serios, lectura obliga. Este volumen recoge cuatro libros que bien podrían ser uno solo: —Para qué sirven los charcos (1984-1995). —Muda de siglo. Un paseo por el malestar (1997-2001). —Los pormenores. —La vida mitigada Digo que podrían constituir un solo libro porque funciona como perfecta autobiografía. Percibimos la evolución de un escritor en las diferentes etapas de su vida. De la pasión de juventud, marcada por una búsqueda permanente de la poesía —y la belleza, acaso lo mismo— en los detalles cotidianos, Tomás va alzando su vuelo en busca de una visión panorámica que le permita explicarse el mundo que le rodea y en el que no termina de encontrarse cómodo. No busca contarnos cómo ve las cosas sino que las observa con pausa y melancolía, esa melancolía castellana que cubre toda su obra. Describe para poder comprender, para asimilar la injusticia y la ignorancia, para constatar el funcionamiento de un sistema en manos de psicópatas, de gurús de un materialismo que nos fulminará a todos más temprano que tarde. Ya el título, El murmullo del mundo, está elegido con enorme precisión, fiel a su característico estilo (El que desordena, Calle Feria, Pérdida del ahí). Murmullo para decir en voz baja, un susurro al oído que no busca mayor gloria o pretensión; el mundo entendido como ese espacio que habitamos —y nos habita—, es decir, aquello que nos construye como lo que somos. Asomarse a estas anotaciones es observar a Tomás mientras escribe en la soledad de su casa. Es violar parte de su intimidad y conocer los entresijos de su literatura. Es aprender a descifrar sus otros libros, los de verdad, los escritos para perdurar —para ser considerados—, porque este murmullo no alza el vuelo hacia los suplementos ni las listas de ventas. Es un juego, un ejercicio pasajero y frugal, sencillo, con fecha de caducidad que, sin embargo, nos permite meternos de lleno en sus cuadernos privados como si el escritor no mirara, como si hubiera ido un momento al baño y aprovecháramos su ausencia para inmiscuirnos entre sus papeles. Es esta una lectura morbosa en tiempos de reallitys, como un mojabobos que te cala sin que te des cuenta. Una de las claves la ofrece el propio Tomás en “Para qué sirven los charcos”; dice: «Una solución a tanto enigma: ¿Por qué escribir? Por perderle el miedo a las palabras». Se trata de un ejercicio de estilo y abnegación, de trabajo constante en la sombra. La escritura de un escritor cuando no escribe. Tomás es libre en estas notas. No hay miedo al vocabulario rebuscado ni a las ideas más o menos alocadas, azarosas. No existe corrección formal y las palabras fluyen, en ocasiones desordenadas —¡qué frescura!—. No teme las oraciones largas y sus fragmentos no se someten al juicio de esa perfección anhelada. Estos textos son así porque así fueron escritos. Sin aspavientos. Sin mayor soberbia, de ahí que haya decidido dejarlos como se concibieron, sin someterlos al juicio de la madurez. Son trozos de pequeña gran literatura que no quisieron ser poemas, novelas o ensayos y, sin embargo, lo son todo a la vez. Pedazos de vida y también de muerte atravesados por una mirada lúcida que se adelanta al sentir del mundo. Tomás pone el foco sobre cuestiones que después de veinte años marcan las agendas políticas y periodísticas. No se trata de un autor adelantado a su tiempo porque para él no existe el concepto de velocidad —podríamos hablar aquí del carácter castellano de Tomás: sereno, tranquilo, calado— asociado al acto de escritura, sólo el sentimiento que las pequeñas cosas le despiertan. En “La vida mitigada” dice: «No ayudar a manchar más el mundo. Ni siquiera con las palabras. De eso me dan cada vez más ganas». Hay un apartado en “Los pormenores” que se titula ‘Lumbre baja’ que resume, perfectamente, la manera de afrontar estos artefactos literarios. Una poética de lo mundano, de cuestiones que permanecen alejadas de los focos —mediáticos y literarios—, con un marcado carácter social que predispone a escuchar a los débiles y desamparados, aquellos que no cuentan en la historia oficial de los estados modernos, condenados al olvido. Por eso, El murmullo del mundo se convierte en una prueba de memoria, en una lucha contra el alzhéimer creativo. Imagino a Tomás releyendo estas páginas sin reconocerse por completo, con una mezcla de vergüenza y de candidez que destila cierta dosis de humanidad. Ahora quiero saber si sigue escribiendo notas como éstas. Y quiero saberlo para distinguir de qué hablaremos dentro de veinte años, cuando los cuadernos y los lápices afilados vuelvan a estar tan de moda como ahora las redes sociales. Cuando nos enfrentemos, de nuevo, a la soledad de la página en blanco. Cuando los escritores volvamos a dedicarnos a lo que más nos gusta: escribir. ANTONIO PARRA SANZ. MALAS ARTES (La Montaña Mágica, Cartagena, 2019) por SUSANA MONTOYA DEL ÁLAMO Según la RAE, se entiende por malas artes aquellos medios o procedimientos reprobables de los que se vale alguien para conseguir algún fin. Y eso es precisamente lo que un puñado de personajes utilizarán en estos cuatro relatos para conseguir sobrevivir, tanto en una Cartagena no apta para timoratos como en el Madrid más castizo.
Cuatro relatos que nos muestran un microcosmos del macrocosmos que forman ciudades de provincias como la Cartagena portuaria o el Madrid del Rastro. Son personajes universales con sus miedos, sus aspiraciones, sus ilusiones frustradas y sus inagotables esfuerzos por seguir a flote, aunque aquí nada es lo que parece y el autor de estos cuentos juega con el doble sentido del lenguaje con gran maestría y, por supuesto, con sus lectores. Una vez más, Antonio Parra Sanz nos lleva de la mano de su detective Sergio Gomes a recorrer alguno de los barrios de esa Cartagena que no sale en las guías turísticas. Así mismo, nos presenta una galería de nuevos personajes que pueden ser víctimas o verdugos dependiendo de las circunstancias. Conoceremos a Josef Gureanu y a su Maruska, una pareja de rumanos que como casi todos los personajes de Antonio Parra, nos darán una lección de dignidad teniendo que apañárselas para sobrevivir en un barrio como Los Mateos. Nos las veremos con un nuevo inspector de policía que, como es obvio, no se fía de Gomes y nos reencontraremos con su forense favorita, Silvia, y su fabuloso coche. Tampoco podremos evitar empatizar con los “invisibles” de la Muralla, pues forman un ramillete muy pintoresco sin que sepamos quiénes son en realidad hasta el final del relato. Y por último, aunque no menos importante, nos pondremos sin dificultad en la piel de esos tres incondicionales tabernarios de La Nación Grande, ese bar del centro de Madrid que ha visto de todo y que ha tenido que reinventarse pasando a manos chinas para poder seguir abierto y donde esos tres ejemplares de sabiduría de barra, Angelito, el Pipi y Robert Redford, se muestran tan preocupados por un atraco como por los resultados de las elecciones en Malasia. Todo esto con el valor añadido de las ilustraciones de Javier Gómez Inglés, Saso, que ha sabido reflejar de modo ejemplar lo más característico de esta Cartagena que nos enseña Parra. Desde la grúa Sansón, que ya se ha convertido en un icono de la ciudad, al Ayuntamiento que esconde bastantes “esqueletos en el armario”, si se me permite usar la expresión inglesa; o a la famosa escalera de la Muralla de Carlos III. Con la ayuda de estos personajes y las ilustraciones de Saso, Antonio Parra nos dibuja, nunca mejor dicho, un fresco de una parte de la sociedad actual tanto de su Madrid natal como de la Cartagena que lo acogió hace ya tiempo y que no duda en retratar con sus luces y sombras. Todo ello sin omitir la dosis justa de cinismo propia del género que adora y las inevitables referencias al cine que tanto le debe al mismo. Estos cuatro relatos entretendrán sin duda al lector que se acerque a ellos y así mismo le llevarán a reflexionar sobre esta sociedad que no es tan ejemplar como creía. |
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