LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JUAN JOSÉ RODINÁS. EL USO PROGRESIVO DE LA DEBILIDAD IV Premio Internacional de Poesía Juan Rejano de Puente Genil (Pre-Textos, Valencia, 2022) por ELENA ROMÁN El uso progresivo de la fuerza consiste en hacerse con el control de una situación que supuestamente atenta contra el orden público o la integridad de las personas. Se trata de una acción regulada, no arbitraria, que se va ejerciendo poco a poco. Pero... ¿Es posible disciplinar la fuerza? Y la debilidad, ¿es posible graduarla y no desfallecer de golpe? El uso progresivo de la debilidad es el título de la obra ganadora del IV Premio Internacional de Poesía Juan Rejano. El jurado del premio destacó su «condición de libro poliédrico».
Comienza con una cita del Tiqqun en la que se afirma que «el hombre no puede ya defender nada de la trivialidad del mundo». Le sigue el fragmento de un poema de Simon Armitage en el que éste asegura no tener ninguna causa. Estas dos proclamas conforman el preámbulo de lo que nos aguarda: el discurrir de un hombre que, como manifiesta el Bloom (aludido en la cita del Tiqqum), se ha alejado del devenir general para cuestionarlo y ha optado por crear su propia comunidad, constituida por los vínculos afectivos (su hija), el descreimiento hacia la sociedad, y su íntima y minimalista visión del mundo. Porque, tal como enhebra Rodinás, El mundo es una pregunta por los cielos, si eres pequeño y frágil. Estructurado en cuatro partes, comienza la primera de ellas (“Mística en un barrio de clase media”) a la manera de un diario en el que queda plasmado el testimonio de alguien cuya mente es Ese conjunto de rascacielos derrumbados. A medio camino entre el renglón y el verso largo, esta parte es una búsqueda continua y es un invierno con su hija y es el ensayo de un bosque. En la segunda parte (“Fotografías de un libro que compré usado”), Rodinás ensambla una especie de tête à tête —procurando mantenerse invisible— con artistas que plasmaron lo que vivieron desde una óptica única e inimitable (Pollock, Rothko, Cornell, Baskiat...), ya que la realidad es el parche bonito que le pones a la ficción para que te crean tu mentira. Rodinás surge, en la tercera parte (“La vida en pedacitos”), armado con una recopilación de apuntes convertidos en poemas, una orquesta un domingo, anotaciones frescas para no perder el rumbo, confesiones dinámicas como Todo lo que escribí me vence o Yo también salí a veces con una máscara idéntica a mi rostro. Redescubrimos en esta parte a un hombre que es un niño, cuando todavía tratábamos de asimilar el estoicismo con el que se enfrentaba a la primera parte y el cristalino de la segunda. En “El cajón donde guardo los juguetes de mi hija”, cuarta y última parte, hace la promesa que rompe todos los límites y barreras: Envíate por correo / postal a todos los lugares del mundo. Yo, / aunque haya muerto, estaré allí para recibirte. Vemos aquí un reconocerse tranquilo al contemplar el ternísimo remolino que sucede en su hija: Mi hija es también el páramo. / Y tres o cuatro nubes. Las cuatro partes, a pesar de ser diferentes, mantienen algo vívido y eléctrico que las conecta: la mirada par de Rodinás, su cadencia, la ecuanimidad, cierta influencia de los poetas ingleses (estilísticamente hablando). Afirmaba Bernardita Maldonado, miembro del comité de lectura del Premio Internacional Juan Rejano, que la poesía de Rodinás es «una casa hospitalaria», y su voz, «periférica del sur». Asimismo, y en relación con el empleo de los diminutivos por parte de Rodinás, mencionaba Bernardita la connotación quechua (y me atrevería a decir que también andaluza+) con la que se utilizan: dichos diminutivos no se refieren al tamaño de las cosas sino al cariño que se manifiesta hacia ellas. El uso progresivo de la debilidad, en todo caso, es un libro capaz de plantear más dudas que las que se pudieran tener antes de leerlo, al tiempo que las impugna. Calibrando el conjunto (las cuatro, la una), la debilidad progresiva pudiera traspasarse de lo escrito a lo respirado. Y es que a medida que se suceden los poemas bajo la atenta mirada del corazón del lector, existe el riesgo de sentirse poco a poco como de papel, como de minúsculas, como rozado por todo. Lo cual, diga lo que diga quien lo diga, nos vuelve durante la lectura —por si se nos había olvidado— deliciosamente humanos.
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EUGENIO RIVERA. MEMORIAS DEL DERRUMBE (Vitruvio, Madrid, 2021) por CARMEN ORTIGOSA MARTÍN ¿Me llegó este poemario por casualidad? No, nada es casual.
Me sumerjo en su lectura desde ‘Todo ha acabado’ hasta ‘Volveremos con el aplastante optimismo de los vencidos’. Este poemario no tiene prólogo ni epílogo, el lector tiene que someterse a la lectura en su desnudo de palabras, sin la necesidad de partir de algo ya mencionado. No tiene apartados tampoco, los poemas se suceden unos tras otros, sin sosiego, ni orden preestablecido. Me atrevo a decir del poemario lo que me produce o lo que me inquieta, el autor ya lo compartió con el deseo de provocar en el lector algún sentimiento. Él ya dejó en el papel su vertiente de dolor y se ha redimido, dejando al lector indagando qué tiene de complicidad con esas páginas y lo que le provocan. El poeta se derrama sobre el papel, palabra a palabra, llamando mi atención con su soliloquio de dolor. Nos da cuenta de sus lecturas y poetas preferidos, en los epígrafes de muchos de sus poemas. Camina página a página sobre la estructura de este libro, que seguro no programó, salió espontáneo desde el inconsciente del poeta, desea ser leído y comprendido. O no, solo escribió para restañar heridas. Paseo por este poemario de portada negra como la noche sin luna, del salón al patio, y lo dejo a veces abandonado en cualquier rincón de la casa. Después vuelvo a él, la curiosidad y la desolación me alborotan, pero me duele que estemos hermanados en la orfandad. Entro en conversación con el poeta. Me dice: «muero vivo / bajo mi muerte desnuda». Así se desgarra en su dolor mientras sostengo sus palabras: «tu cuerpo se abre / con la elegancia de la flor última». El erotismo y el deseo se mezclan en un deseo íntimo inalcanzable: «solo los crueles juegan / al dulce juego de la crueldad». La crueldad muerde la carne y la macera, peor es cuando muerde las entrañas y deja un poso amargo: «anidan mis muertos relojes». El tiempo inexorable acaba con todo: «nadie se acuerda ya de aquel zapato / Nadie / de ti / ni de mí. / Nadie». Al poeta le duele el olvido, la fugacidad de la memoria. La rapidez con la que nos sustituyen, en un mundo despiadado: «Es posible que lo soñara». Para poder desdoblar el terror el autor recurre a los sueños, para dudar de tanto espanto. Ayer se quedó el libro al borde de una jardinera. Me fui a la cama con el corazón en vilo. Me desperté varias horas después. El ruido del riego automático me puso alerta, dejó gotas de agua sobre el poemario, como lágrimas lentas: «Ya queda todo dicho». Eso cree el poeta, pero sigue con su soliloquio de añoranzas y nunca llega al convencimiento de su soledad. Así, avanzo página a página, unas veces vuelvo al principio y otras me paso varios poemas para restañar el ávido sentir de la pérdida. Algunos días abandono el poemario y le soy infiel con Neruda o Mayakovski. Vuelvo otra vez a la lectura. Hace más de un mes que lo abandoné en una estantería y el polvo creó una fina capa protectora sobre su lomo mientras me dediqué al cuidado de los míos, a la nueva publicación, a los disgustos humanos, a la reflexión sobre cada cosa que me ocurre, con lo que me rodea... Cosas cotidianas. El poeta anida en el tiempo, se cura entre las flores y desata todos los sentimientos en un compás de espera sobre el camino. Todos nos iremos, no estarán o no estaremos, partiremos hacia un agujero negro. Dejaremos tantas cosas por decir, por besar, por vivir, por hacer... ¿Habrá algún lugar donde ir? ANTONIO SÁNCHEZ GÓMEZ. DERROTERO (Sigilo, Madrid, 2022) por ANTONIO ORIHUELA Derrotero es la primera novela del extremeño Antonio Sánchez; en la misma un grupo de defensores ambientales ecuatorianos deciden, ante la escasa operatividad de los cauces legales, explorar vías como el sabotaje contra la industria extractiva que está destruyendo la Amazonía. Con una prosa tan rotunda como ágil, se nos construye una novela que te atrapa desde las primeras páginas con un fondo de verdad fruto del profundo conocimiento que el escritor tiene tanto del paisaje que describe como de la impunidad con que las grandes multinacionales extractivistas actúan en los países latinoamericanos. La novela no es solo un alegato de la acción directa de unos pequeños David, defensores de unos ecosistemas selváticos frágiles y degradados por la rapacidad de esos modernos Goliats que son las corporaciones petroleras, sino un viaje por un paisaje, el amazónico, donde el tópico infierno verde palidece ante el infierno que el expolio salvaje de los recursos del sur global está causando en los territorios afectados por sus ciegos zarpazos.
Trazada a modo de novela de aventuras, lo que la hace aún más atractiva, nuestros protagonistas se internan en la selva en un viaje por el río Napo, un afluente del Amazonas ecuatoriano, en el que van conociendo, de primera mano, todo tipo de malas prácticas extractivas, hechos que hieren su sensibilidad ecologista ante los desmanes que contemplan, al punto que deciden actuar para neutralizar estas actividades, con un objetivo claro, intentar frenar el desastre medioambiental que los rodea por todas partes. Antonio Sánchez es capaz, con su verbo ágil y su escritura desnuda, de dar consistencia y solidez no solo a unos protagonistas perfectamente caracterizados por su habla local, su manera de comportarse, sus vivencias y su conciencia medioambiental, sino también de pintarnos un inmenso lienzo pleno de cromatismo, sonoridad, olor y humedad, transmitidas de forma contundente y veraz, al punto de hacernos uno más con ellos, partícipe también de esta aventura selvática y arriesgada que nos proporciona una valiosa información sobre unos hechos que pasan completamente inadvertidos para las sociedades ricas del norte y que debieran hacernos reflexionar sobre el verdadero costo de las energías fósiles que consumimos con total despreocupación de la maldición que significan para estas regiones expoliadas por las grandes multinacionales. Una apuesta editorial arriesgada y valiente que, como todo fragmento de verdad necesario, solo podremos encontrar en proyectos independientes como Sigilo, pues las grandes editoriales ya sabemos que están para otra cosa. Por todo ello Derrotero es mucho más que una novela, es una denuncia que viene a ocupar un lugar al que, las sociedades del primer mundo, desinformadas y desmovilizadas, hedonistas y ególatras, renunciaron hace tiempo, un lugar más allá de la literatura que nos habla de tomar conciencia de los costes reales del progreso y la necesidad, por el bien nuestro, por el bien de las comunidades indígenas y por el bien del planeta, que tenemos de desandar lo andado, de decrecer, de intentar parar la impredecible catástrofe ecológica en ciernes. ISABEL-CRISTINA ARENAS SEPÚLVEDA. Y ERAN UNA SOLA SOMBRA (Candaya, Barcelona, 2022) por NOEMÍ DURAN SALVADÓ TEJER LA EXPERIENCIA DE SÍ Y eran una sola sombra es un libro exquisito sobre el poder de relatar nuestras vidas, hilando recuerdos de historias familiares. Con una prosa delicada y llena de ternura, pero que elude siempre el sentimentalismo excesivo, Isabel-Cristina Arenas Sepúlveda (Bucaramanga, 1980) transita entre personas, objetos, escenarios, tiempos y continentes para adentrarnos en el mundo cotidiano de su familia, especialmente de sus abuelos maternos, Isabel y Alfredo. Aunque alterna voces y puntos de vista, la escritora colombiana tiene un don especial para relatar desde los ojos de la infancia, y esa acaba siendo la perspectiva dominante, la que le confiere asombro, frescura y picardía a la novela. Un tono de divertimento en el que se manifiesta, sin prejuicios, la pulsión libre del deseo. La distancia justa que encuentra Isabel-Cristina Arenas para hablar de la historia de su familia en Bucaramanga y Barcelona me hace pensar en lo que nos proponemos cada curso con mis estudiantes universitarios: escribir y pensar con voz propia. Entre los consejos que les doy, está el de crear lo que nombro “relatos movedizos de la experiencia de sí, de una misma”; esto supone relatarse en tránsito, reescribirse, dislocarse, ensayar múltiples voces y lugares de enunciación. El libro de Isabel-Cristina Arenas es, en este sentido, un ejemplo bellísimo de cómo acercarnos a la experiencia humana desde los fragmentos que nos constituyen, transgrediendo un principio de causalidad que sólo puede construir historias lineales, y apostando por un ejercicio rico en polifonías e intertextualidades: en su libro encontramos desde descripciones minuciosas de rituales familiares a archivos fotográficos de la evolución de un objeto valioso, como el cartel de El Cisne, la zapatería de su abuelo Alfredo; cartas originales que dan cuenta de la correspondencia entre hermanas o fragmentos de sueños, cuya dimensión onírica no la sabremos hasta que el tiempo circular de la novela nos la revele. Lo que aparentemente son escenas inconexas, (con fechas que indican los saltos temporales) y “autosuficientes” (pues por sí solas ya nos revelan muchísimo de la existencia humana), se convierten, al avanzar la lectura, en momentos de comprensión íntima en que la experiencia de los personajes sobrepasa al texto, pues el lector alcanza a sentir estos momentos como propios, tejiéndolos y ampliando sus significados y resonancias. Isabel-Cristina Arenas nos hace partícipe de la construcción del relato.
Emociona pensar que la autora escribe sobre Colombia desde Barcelona. Creo que los que hemos tenido la suerte de conocer ese lugar del mundo, sabemos que Colombia es mucho más que una zona geográfica. Y emociona todavía más comprobar en Y eran una sola sombra que la herencia cultural, cuando se narra con honestidad, vence todas las distancias. Otro gran acierto de la autora es cómo consigue que la intimidad del relato privado no se desconecte del sentido político que permea cualquier vida. Acontecimientos históricos, como el asesinato en 1948 del presidente Gaitán, atraviesan las escenas cotidianas de los personajes y nos permiten imaginar el caos que se apoderó de Bucaramanga aquella noche. ¿Cómo nos relacionamos con las ausencias, cómo hablamos de las ausencias? Es otra de las muchas preguntas a las que trata de responder esta novela de historias mínimas, donde la autora intuye que comprender de dónde uno viene, el legado que conlleva y el modo que elegimos de relacionarnos con ello, nos determina de manera esencial. De ahí la pertinencia de un libro como Y eran una sola sombra y el reto nada fácil que supone: todos sabemos que los relatos familiares están llenos de silencios. Felicidades a Isabel-Cristina Arenas Sepúlveda por la belleza con que consigue transmutarlos en palabras y que habiten esta conmovedora novela. PEDRO LÓPEZ LARA. ESCOMBROS (Vitruvio, Madrid, 2022) por SANTIAGO A. LÓPEZ NAVIA LA INTEGRIDAD DEL VERSO La publicación de la obra de Pedro López Lara (Madrid, 1963) se ha hecho esperar, pero ha entrado por fin en la poesía escrita en español, en buena hora y para bien de los lectores, con el aval y la pujanza que representan dos premios literarios tan relevantes como el Rafael Morales (2020) con Destiempo, publicado en 2021 en la prestigiosa Colección Melibea, y el Ciudad de Alcalá (2021) con Museo, de reciente publicación en Huerga y Fierro. A estos dos poemarios se añaden Dársena, publicado en La Discreta en 2022, y Escombros, publicado en Vitruvio el mismo año, de cuya lectura me propongo dar cuenta a continuación. Alguien como yo, que ha crecido jugando en los solares de la periferia en el sur de Madrid, es especialmente sensible a la evidencia del paso del tiempo que se acumula en los escombros que enuncia el título del libro. Destaco la brillante visión del tiempo en ‘El amo intuido’: «Al final coincidís / en cada instante el tiempo y tú, la clásica estampa / de dos perros rabiosos con un solo bozal». También me han llegado como propias la nostalgia de los amigos como percha de la que cuelga la permanente sorpresa de la vida en ‘Reencuentro’ y la certeza de que «en la fosa común del tiempo y la memoria» acaban la vida en singular, en su significado más rotundo, y las vidas en plural, concebidas quizá como etapas o como oportunidades perentorias y limitadas (‘Las vidas disponibles’). En la misma línea que el poema anterior, el último foco que ilumina al trapecista en ‘Las pretensiones del último’ es el que vale como la última baza que nos queda en un momento determinado de la vida entendida precisamente como existencia, al final de la cual, por cierto, ante la inminencia de la vejez, «deberíamos abdicar o dimitir cuando estamos a tiempo, / cuando aún pueden por sí mismas nuestras manos borrarnos» (‘Reflexión sobre la ancianidad’). Es esa vejez que el poeta entiende como reino de una memoria remota, ya inmovilizada en el mismo punto del pasado «cuando la misma alineación, / sigue jugando en la memoria su partido» (‘Definición de la vejez’). En todo caso, como sabemos en ‘Desdoblamiento’, al final el tiempo acaba siendo la revelación de una verdad (no necesariamente la verdad), y como se nos recuerda en ‘Visto desde fuera’, la metáfora de la siega es un ejercicio de realidad que en el fondo implica la consistencia del tiempo, transformado en algo real frente a cualquier expectativa. El tiempo, también presente en otros poemas como ‘La duración de los hábitos’, no es sino un viaje conscientemente moroso hacia nuestro final (‘Remates’), que ni siquiera se supera con los constructos trascendentes que han sido creados para disfrazar nuestra contingencia (‘Al cabo’) a pesar de que el poeta anhela «jugar de nuevo esta partida» (‘Otra vez’) y reivindica sin ambages la restitución de lo mejor de una vida en el inventario del tesoro acumulado del cine, la literatura y la música (‘La restitución’) y la repetición innegociable de una historia de amor real que no se cambiaría «por un amor de libro» (‘A Marió’). A fin de cuentas, la muerte es algo que se obvia y que al final sobreviene con sorpresa, proximidad y hasta familiaridad (‘La visita inesperada’), algo inmanente y ajeno a los alardes performativos del espectáculo (‘No será como en el cine’); algo que en todo caso podría concretarse en un intento de mensaje final que exige ser descifrado (‘Un adelanto’). Y abundando en la memoria en relación directa con el tiempo, López Lara la aborda en ‘La misión’, en este caso desde la disconformidad con la que aquella, «descontenta con su propia historia», se presta «a desmontarla pieza a pieza y obtener / una versión tan solo verosímil, absuelta de los hechos». En ‘Etapas de la vida’, en cambio, la memoria plasmada en los recuerdos es el criterio para determinar con un orden preciso las fases de la existencia; en ‘Reversión’ asistimos a la posibilidad (o al deseo imposible) de «retrotraerlo todo a aquel momento [...] en que era aún posible todo» y en ‘La ronda’ el bar evocado se convierte en núcleo de encuentros, confidencias y recuerdos. La memoria es, en fin, un proceso permanente de reelaboración de los recuerdos, no siempre fiables, como se aprecia en ‘Estatus de aquello’ («No puede recordarse lo ocurrido porque nunca ocurrió, / no fue jamás algo autónomo, que discurriera al margen / de esa sarta congénita y luego dilatada de recuerdos, / de piezas no encajables entre sí») o en ‘Relato poco fiable’ («Ansía la memoria poner orden / en lo que no lo tuvo ni lo admite. / De ahí que sus historias sean siempre sospechosas»). Por eso la caída no puede medirse con la necesaria precisión a través de la historia inverosímil que pretende contarla (‘Medición de la caída’). Son particularmente relevantes las reflexiones metapoéticas que encierran algunos poemas como ‘Integridad del verso’ (título que define a la perfección el fondo y la forma de Escombros), en el que se invoca el ideal de connaturalidad que debe atesorar en su génesis algo «Que jamás ha nacido, / que estuvo siempre allí: / que fue desde el principio ese su sitio», o ‘Exorcismo’, que enuncia en clave de conjuro la naturaleza ocasional del poema. En la misma veta temática, el poeta nos recuerda en ‘Las palabras’ que la escritura puede comportar el ejercicio de la mentira frente a la esencia intrínseca de una verdad que no precisa de una materia verbal. Hay poemas que abordan el tema de la identidad, como ‘Trasplante’, o ‘Reemplazo’, que trata de la doble naturaleza del sujeto que puede subyacer a la locura. En ‘Angostura’ el yo poético reivindica su identidad frente a un mundo en el que no encaja por causa de las “malas compañías” que han supuesto algunas de sus lecturas o algunas de las películas que ha visto y que han abonado su cultura literaria y cinematográfica, que puede calificarse sin reservas como enciclopédica. La complejidad de los sentimientos se refleja en ‘El payaso’, en donde el fingimiento se presenta como una purga del dolor, o en ‘Él’, donde el desamor se compensa, si cabe, con la posesión de la auténtica esencia de la persona a quien se amó un día. Tampoco se escapan de la mirada del poeta la presunción y la fatuidad que trae consigo el ejercicio desajustado del poder (‘Un director de recursos humanos’), ni la evidencia de algunas cosas muy concretas que representan el sufrimiento humano (‘Concreciones’), ni el bendito regalo de la vida en ‘Regalo’ («Moriremos sin haber entendido / que la vida, en efecto, era un regalo, / algo no usado antes, por completo nuestro»). Sobrecogen la percepción del silencio en ‘Nube estática’, como un posible preludio del final o de la plenitud; la sabia invitación en ‘Cautela en la búsqueda’ (un grandísimo poema) al equilibrio entre la pertinacia necesaria en ella y la necesidad de no remover lo que se encuentra, «no sea que adivine tu presencia y salga / a un mundo que no es suyo y no puede entender, / que salga y que te pida ayuda, / se eche a llorar o grite». Y volviendo a la percepción, se imponen con fuerza la que la voz poética ha desarrollado para captar de inmediato «el recorrido / de sumisión que tiene una mirada, / la potencia servil que anida en unos ojos» (‘Vestigios señoriales’), la que concita el miedo, inherente a la condición del ser humano vivo o muerto (‘Fatalidad del miedo’) y la que el alma tiene de sus heridas (‘Penúltimo tango en Madrid’). El poemario está escrito con una exquisita elaboración donde no hay una palabra de más que altere el ritmo, ni en el caso de las estrofas medidas como el romance heptasílabo (‘Abstracta’) que abre el libro, ni en los numerosos poemas en versículos, distribuidos en secciones estróficas claramente definidas que conducen con acierto a la contundencia del epifonema, en algunos casos tan redondo como el alejandrino blanco que corona ‘Edición corregida’, cuya misma configuración sintáctica, marcada por dos secuencias, determina perfectamente los hemistiquios (‘Memorias de un amnésico. Mi vida tal cual fue’), y en algunos casos tan sugerente y evocador como los tres versos que cierran ‘Luz estricta’, uno de los mejores poemas que he leído en los últimos años. Seguro de que la obra de López Lara me permitirá (nos permitirá) seguir disfrutando de poemas tan excelentes como este y como todos los que nutren Escombros, tan solo me cabe esperar que sus poemarios aún pendientes de publicación vean la luz cuanto antes para regalo de sus lectores.
JOSÉ ADIAK MONTOYA. EL PAÍS DE LAS CALLES SIN NOMBRE (Seix Barral, México, 2021) por JIMENA GONZÁLEZ LEBRERO Alicia Flores García, hoy Alice Miller, hace más de 30 años que vive en los Estados Unidos. Ella casi no tiene recuerdos de su pueblo natal nicaragüense, Los Almendros; según le contaron, fue su abuela Mercedes quien decidió enviarlas a ella y a su madre al exilio para protegerlas de la interminable guerra que ocurría en Nicaragua. Su abuela, figura borrosa para ella, fue asesinada brutalmente y tirada a un pozo al fondo de su casa, un año después de que ellas partieran. Nadie supo nunca quién fue el asesino y su muerte sigue hasta hoy presente no solo en Alicia y su madre, sino que en todos quienes la conocieron. Hoy Alicia debe viajar a Nicaragua para arreglar unos asuntos legales de la propiedad de su abuela, una casa que encuentra en ruinas y que está en peligro de pasar a ser una propiedad del Estado. Sin embargo, un supuesto simple y corto viaje de papeles dará un giro completamente inesperado y esos asuntos legales perderán el protagonismo para dar lugar a una búsqueda que la llevará a Alicia a comprender lo importante que es en realidad para uno el país de origen y su historia.
En el año 2018 un grupo de jóvenes nicaragüenses iniciaron unas protestas por reformas sociales que iban en detrimento de los jubilados y la respuesta del gobierno fue una dura represión militar y policial. Cientos de jóvenes murieron en las calles en manos del gobierno, periodistas fueron asesinados en vivo, las universidades fueron tomadas y los hospitales recibieron la orden de no atender a los heridos. Este contexto será entonces para Alicia el disparador de una búsqueda personal. Alicia querrá saber cómo y por qué murió su abuela, quién fue capaz de semejante brutalidad. También querrá saber quién fue su padre, ese joven soldado sandinista y defensor de su país que murió en las montañas en los años 80 defendiendo la revolución. Querrá saber sobre su pueblo y su gente, sobre las interminables luchas de los nicaragüenses por ser libres, por tener derechos y vivir en paz. En Fernanda Uzaga, huérfana de guerra y dueña del Hotel Las Cumbres en el que se alojará Alicia, encontrará la protagonista una amiga y confidente. Unidas por un pasado de muerte y un presente lleno de fantasmas, descubrirán en la otra el sostén para enfrentar secretos y salir del pozo que, como la guerra, acecha sus pensamientos y sus sueños. Y es entonces que Alicia, como la Alicia del País de las Maravillas, llegará al país de las calles sin nombre, uno tomado por la angustia, la soledad y los fantasmas que inicialmente no comprende, pero del que se irá transformada. Porque la tierra de uno siempre será parte de uno, porque las raíces no se borran y el cielo que nos cubre, al fin de cuentas, es el mismo. Y lo que Alicia nunca pensó que era una pieza clave y faltante en el rompecabezas de su vida será, a partir de ese momento, una innegable parte de sí misma. El país de las calles sin nombre es una novela dura, aunque excelente para reflexionar sobre el imperialismo y las consecuencias de la violencia, el hambre y la guerra, y, además, una gran oportunidad para conocer sobre las luchas que todavía vive hoy el pueblo nicaragüense. De la mano de una prosa simple, imágenes vívidas y simbolismos, José Adiak Montoya, hoy también lejos de su tierra y de su gente, nos sumerge en un paisaje de lagunas y montañas verde selva y rojo sangre. SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN. EN BUSCA DEL FANTASMA DE AMÉRICA. VIAJES Y ENSAYOS EN LOS EEUU (Eolas/Menoslobos, León, 2022) por NATALIA CARBAJOSA La generación española del baby boom se diferencia de las precedentes, entre otros muchos rasgos, en la ecléctica formación de sus intelectuales. Aquellos que fueron adolescentes en los ochenta y entraron en la profesión académica durante los noventa en nuestro país recibieron, en lugar de la cultura clásica de herencia francesa y raíz típicamente europea de sus profesores, la mezcolanza de estilos de las llamadas alta y baja cultura que es propia del mundo angloamericano. En dicha mezcolanza se funden, sobre todo, tres elementos que llegarían a formar el bagaje sentimental, esto es, el universo de afinidades sobre el que anclar toda la vida posterior, de más de un joven inquieto en cualquier ciudad castellana de provincias: la literatura, la música y el cine. Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan, profesor y traductor de literatura norteamericana, ofrece en este libro-río, en parte en la línea de El Danubio de Claudio Magris y del reciente Desvío a Buenos Aires de Concha García, esa geografía a la vez temporal y espacial que avanza a saltos entre tres segmentos vitales: los sueños del adolescente que, casi por casualidad, descubre la existencia de En la carretera de Kerouac, escucha a Billie Holiday en vinilo y ve por primera vez American graffiti; los recuerdos del joven estudiante que se van solapando en sucesivos recorridos por los Estados Unidos, con todos sus estímulos viajeros: las calles y autopistas, los albergues y moteles, las bibliotecas, los locales de conciertos, los bares y cafés, las estaciones y los imprescindibles autobuses Greyhound que parecen avanzar, en una prosa sobria y fluida, al ritmo de la Credence; y la voz narrativa del hoy, en tercera persona, recogiendo desde la memoria las huellas de ese “fantasma” desperdigado en semejante mosaico de lugares y vivencias, todo ello aderezado con reflexiones sobre la vida y la literatura. El tono, meditativo sin llegar a ser solemne, objetivo sin resultar distante, aúna lo que (como no puede ser de otra manera en esta clase de libros) se presenta como material disperso, lo mismo que los pensamientos que acompañan al viajero en las largas horas sentado frente a la ventanilla. Son muchos y muy variados los hitos que afloran en el libro en un continuo ir y venir: las ciudades del camino (Chicago, San Luis, Boulder, Oklahoma, Albuquerque, Menfis); las gasolineras ensimismadas de inspiración hopperiana y los no-lugares asociados a su periferia urbana; la revisión de los mitos (Kerouac, Ginsberg, Elvis, el cowboy); la importancia de la música autóctona (el jazz, el blues) y su constante revivificación en los conciertos; el acompañamiento de quienes, antes que el autor, reflexionaron sobre la cultura del mundo contemporáneo (Emerson, Steiner, Benjamin); las raciones descomunales de los desayunos y almuerzos en amplias cafeterías; la observación de la diversidad humana en los campus universitarios y las estaciones. Personalmente escojo, sobre todas estas imágenes que van tejiendo el tapiz del relato, la fascinación que Rodríguez Guerrero-Strachan transmite por las inmensas bibliotecas universitarias, así como la invitación que recibe de estas a la dispersión lectora (como de singular “flaneur” que paseara entre sus estanterías) y el mosaico de ritos que asimismo propician: entrar, buscar un gran ventanal, abrir la mochila, disponer libretas y bolígrafos... Es en la de la Universidad de Colorado, por cierto, donde el “joven” que protagoniza esa parte de la narración descubre el siguiente adagio: «He who knows only his generation remains only a child». Inspirada en una máxima de Cicerón, la frase concita la principal contradicción de esta cultura “nueva”, emersoniana, que el autor ubica fundamentalmente a partir de la generación artística de los Beat en la década de 1950, fascinante a los ojos de un adolescente provinciano apenas tres décadas después. Nueva, sí, pero imposible de desvincular, después de todo, de la herencia humana universal, incluso en un país cuya historia a duras penas se remonta más allá de la Guerra de Secesión.
Otro de los momentos del libro que más me han atraído es la descripción que en él se hace del complejo tándem entre escritura y vida. Conocidos sobre todo por sus jóvenes biografías en constante arrebato, los Beat ofrecen un óptimo ejemplo de esta dualidad nunca resuelta que Rodríguez Guerrero-Strachan resume así: «La juventud de cualquier escritor es la época más interesante para el lector de biografías; la vida de escritor maduro, sin embargo, es la más interesante cuando a uno le interesa la escritura». Y continúa en el siguiente párrafo: «Ocupaban el tiempo del joven dos de esas paradojas: la importancia de los primeros años y la necesidad de desprenderse de ellos si no quiere quedar uno atrapado demasiado pronto en una vida y un personaje que enseguida dejan de aportar algo interesante. Quizás sea imposible no quedar petrificado; a toda costa hay que procurar que sea lo más tarde posible». En busca del fantasma de América comienza con el retrato de aquellos que habían creado «una mitología del viaje» (los Beat) y concluye con alusiones a una película y una canción. Entre medias se hace hueco, a retazos, una radiografía indirecta de la entrada a la vida adulta contada a través de aquello que, sin formar parte de la pequeña biografía de cada cual, conforma toda personalidad, sin embargo, más profundamente en el tiempo. Ese es, probablemente, el quid de un texto que ofrece un nivel de identificación igualmente duradero, al menos a esta lectora (igualmente boomer de provincia castellana). Por dos veces afloran en él, con mucha pertinencia, las siguientes palabras de Pascal: «no me buscarías si no me hubieras encontrado». Feliz encuentro, pues. MIGUEL CATALÁN. EL ÚLTIMO PELDAÑO (Verbum, Madrid, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO La editorial Verbum, que ha publicado ya gran parte de la obra de Miguel Catalán, todo su tratado de Seudología, que abarca la mentira, la traición y muchos más temas, ha llevado a cabo una labor bella, la de rescatar inéditos del malogrado escritor, que nos dejó en 2019 a los sesenta y un años, en pleno apogeo creativo.
Hablar de Miguel es hablar de un intelectual, de un hombre generoso, de un pensador que se dio cuenta de la necesidad de la investigación para saldar cuentas con nuestra ceguera ante tantos temas que nos pasan desapercibidos. El último peldaño (Miscelánea) es un tejido bien hilado, un mosaico que se divide en partes, la de “Suma y sigue” con frases que Miguel fue tejiendo como el amanuense que descifra un legado: «Ese bienestar inconfundible al quedarse solo», «Aquellas tardes muertas fueron las mejores de mi vida». La inteligencia de la frase corta, pero llena de sentencia, es al final un pensamiento en la mirada del poeta que siempre fue Miguel. Lo son los soñadores, los amantes de los libros, los que admiran el arte, los que reverencian una novela o una película, lo son los que pasean por la vida con los ojos abiertos de ficciones que se hacen realidades cuando la pluma los expresa. Así era Miguel, daba en la diana, dejaba la luz en las sombras, iluminaba la ventana del recuerdo, abrazaba la memoria para que viviera en nosotros. Luego llega “Pasos sueltos”, que son retazos de luz, fogonazos para que el lector piense en sí mismo y a la vez en lo que lo rodea: «A las personas de edad no les molesta tanto que las cosas cambien a su alrededor cuanto que lo hagan sin avisar». Y como colofón, antes de los homenajes de amigos, los aforismos del cáncer que te desnudan, te dejan asombrado porque un hombre conoce el dolor, lo escruta, vive con él, lo convierte en su respiración y lo plasma con una autenticidad asombrosa: «Cuando no se puede evitar el dolor, no hay que huir de él, sino salir a su encuentro. Celebrar una conferencia de paz: “Vamos a llevarnos bien”. Cuando aprieta su mano, unirse a él. Latir a su ritmo. Empujar como un parto. Ser con el dolor». Este apartado del libro está lleno de fuerza, coraje, entrega a la vida, porque Miguel luchó con fiereza contra esa tempestad celular que lo iba consumiendo. Si todo ser sufre, el que es inteligente lo hace desde dentro y desde fuera, porque sabe que todo un mundo de creación se va terminando y lucha contra esa crueldad vital. La muerte como resumen (recuerdo ahora los poemas demoledores de Ricardo Bellveser en Estanterías vacías), la vida como metáfora de lo que se ha sido y seguirá siendo para los que le amaron. Morirá el hombre, pero no su luz que queda en nosotros. Como dice el gran José Luis Morante en el prólogo al libro, Miguel era la vitalidad, el amor, el afecto y la verdad. Dice así y cita a su mujer, María Picazo, que ha hecho posible este libro y que es ya su cuaderno de bitácora ante la ausencia del creador: «Lúcido y pleno, Miguel Catalán nos dejó cuando solo contaba sesenta y un años de edad. La enfermedad apenas le impidió caminar libremente entre sus folios en blanco. Estaba lleno de vitalismo y trabajó hasta la hora de ausencia. Tenía tanto por hacer que su fertilidad creadora no se apagó; mantuvo, como recuerda con emotivo temblor su compañera e incansable colaboradora María Picazo, la sensibilidad en vela». Y luego llegan los homenajes de escritores como Carmen Canet, José Vicente Peiró, Antonio Saurí, José Miguel Segura Roselló, Justo Serna, Javier Paniagua, Alberto Gimeno, Ricardo Virtanen y otros muchos que fueron amigos del gran pensador que fue Miguel. Cuando Alejandro Aguilar lo evoca paseando y consciente del valor de la naturaleza, siempre con María y creando, primero desde la contemplación y luego en el papel, nos damos cuenta de la grandeza del hombre que se fue. Imposible citar aquí todos los homenajes, pero en lo que respecta al mío late un recuerdo imborrable, la de nuestro amor por Thomas Mann y La montaña mágica, porque, alejados en la distancia y en constante comunicación por e-mail, que eran como cartas luminosas, Miguel y yo transitamos por el paisaje de Davos que tanto amaba y que conoció, yo no, junto a su querida María. Desde la ficción en mi casa, como si lo hubiera vivido y desde la literatura y el propio paisaje en el suyo, iniciamos un diálogo socrático y verdadero, porque pocos son los que brindan su inteligencia para los demás, los que se dan de pleno sin pedir nada a cambio, los que se ofrecen como demiurgos para que el otro viva ya la plenitud del arte y de la vida. Este libro, con la bella portada de Lluís Badosa, donde Miguel nos mira desde la lejanía, envuelto en un rostro limpio y pulcro, con ojos grandes como espacios de luz, es un regalo para todos. El último peldaño es el último escalón, el que nos conduce a un Miguel que vivirá con nosotros siempre, porque no mueren a los que se ha amado de verdad. Un libro hermoso que nunca olvidaremos. |
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