LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JORGE PRAGA. LA BELLEZA DEL AFUERA (Eolas, León, 2022) por SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN La belleza del afuera es un libro breve escrito por Jorge Praga, y que, por lo que leo, refleja la personalidad del autor. Para Wallace Stevens la poesía era un proceso propio de la personalidad del poeta, que era un modo de hablar de las relaciones entre el mundo y el poeta (o cómo este ve el mundo: el mundo como representación de su voluntad, si se me permite la paráfrasis) sin tener que aceptar por ello el pacto autobiográfico. En el caso de Praga lo autobiográfico está presente en la materia y en la forma del libro, pero más allá de esos rasgos de la vida propia lo que predomina es el modo en que el autor observa (y refleja) el mundo. El libro viene dividido en dos grandes secciones: teoría y problemas, cada una compuesta de dos y cuatro capítulos respectivamente. Al ver la división no pude por menos que recordar que Praga había sido profesor de matemáticas en un instituto de enseñanza secundaria durante toda su vida laboral (que es la que cuenta para los adultos, aunque no para su libro). Pocas personas dividirían así un libro si no hubieran dedicado su vida a una materia que pedía tal compartimentación —en el fondo, el modo de enfocar el trabajo desde esa perspectiva marca el carácter, y en este caso también el libro—. Cosa muy distinta es lo que el lector encuentra al comenzar la lectura. Hay una estructura precisa, una exposición organizada de las ideas gracias a un uso de la lengua que es elegante y claro, sin retóricas ni poses, con la sencillez de quien es sincero y no desea ni escandalizar ni adoctrinar al lector. Le muestra su mundo, ese que formamos en la niñez y permanece con nosotros a pesar de todas las malaventuras, tropiezos y olvidos que nos asaltan en la vida posterior. Esa dedicación a las matemáticas —que tiene, ya lo he dicho, un reflejo en la claridad del texto— sin embargo, no hace de este algo aburrido o frío, tampoco inalcanzable. La belleza del afuera es, por el contrario, un libro ameno, erudito pero accesible, riguroso y radiante. La parte titulada “Teoría” se divide en dos capítulos. El primero lleva como título ‘Turner’, el apellido del pintor británico, y es una reflexión sobre de la belleza, y su par conceptual (al menos desde el Romanticismo) lo sublime. Para hablar de ellos, Praga se acompaña, además de Turner, de Eugenio Trías, David Lynch, Rainer Maria Rilke y Sigmund Freud. El segundo capítulo de la primera parte toma su nombre del cuento de Cortázar ‘Axolotl’ para hablar del afuera, que no es lo mismo que las afueras, término mucho más común a la hora de plantear campos teóricos. El afuera es la periferia, el alrededor o el entorno respecto de un centro si lo observamos desde lo geográfico. Si cambiamos el lugar desde el que lo vemos, Praga nos descubre que es también la atracción de lo oscuro, el temblor, la duda, lo inesperado, en resumidas cuentas, es lo siniestro, lo fantástico tal como Cortázar lo entendió en el siglo XX —y ahí cobra sentido el cuento que da nombre al capítulo—. Para hablar de las fronteras que uno traspasa también echa mano de Olvido García Valdés y su «decir desligado del discurso, un decir que es creación». Aquí, como en el anterior capítulo, trae a colación a cineastas como Abbas Kiarostami, Víctor Erice, José Luis Guerin y, por encima de ellos, de Werner Herzog, y Timothy Treadwell, aventurero que filmó a los osos en Alaska.
Viene luego la sección “Problemas”, que en cuatro capítulos cuenta lo que es el verdadero tema del libro: la casa familiar en Asturias que él compró con el deseo de no abandonar para siempre el lugar donde estaban sus orígenes. A partir de esta anécdota, Praga va hilando reflexiones sobre el lugar, el afuera, la posesión de una casa y la seguridad que eso proporciona, y siempre acompañado de escritores y cineastas como William Butler Yeats, Virginia Woolf, John Ford, Alexander Payne, George Steiner, y algunos más, que el lector descubrirá. La belleza del afuera es un libro bello por cómo lo dice, el estilo claro y pausado, y por lo que cuenta. Ya casi al final escribe la siguiente observación: «La pertenencia a un lugar y no un lugar que te pertenece [...] La vida que se oculta allí. Quién puede leerla y gobernarla»; para añadir en la página siguiente: «De esas herencias que gobernaron la vida y los hábitos de nuestros antepasados no nos podemos hacer cargo, quedan demasiado lejos de la razón que nos conforma», contradiciendo de un modo oblicuo la primera frase. Quizás la mayor belleza del libro sea esa aceptación de lo polimorfo del mundo y de nuestras vidas —lo inestable (que es el afuera) y el desequilibrio que gobierna la vida—.
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TES NEHUÉN. TODOS LOS PÁJAROS QUE VIMOS (Eolas, León, 2022) por DIEGO L. GARCÍA UN PUNTO DE ABRAZO Al terminar de leer Todos los pájaros que vimos pensaba en qué es un primer libro. Porque una cosa es aquella publicación que recoge la experiencia de un tiempo todavía precario, todavía en vilo sobre las decisiones básicas del texto (por el que muchos pasamos), y otra es la edición cuando se ha recorrido un amplio sendero de lecturas, de pensamientos en y para la poesía, de estudios atentos sobre las voces que se suscitan en las otras ramas del árbol contemporáneo. Esa sensación de no apresuramiento se refleja también en las formas de su poesía, en su tono y sus intenciones. El lector encontrará una propuesta que confía en la creatividad como fundamento y en el proceso como espacio donde lo sensible articula sus entradas y salidas entre la lengua y el yo, entre lo dado y la transformación. Desde el título de la primera sección, “Desplazamiento”, podemos pensar un concepto que resulta apropiado para observar el suceder de la escritura en este libro. Con “pequeños pasitos” e “inmóvil sobre el tiempo”, la voz realiza su coreografía mínima, su salida de foco con discreción (como dice en estos versos bellísimos: «como / alguien que entra de cuclillas en un viejo / escondite»). «Hacer(me) verbo en alguien que / observe la vida con dulzura y / reescriba la historia sin pensar / en la jaula». Desde la dulzura funda la autora una poética. La meta es deconstruir la jaula de los discursos prediseñados, de las promesas comerciales, de las fronteras convenientes para una subjetividad “adecuada”. Ahí es donde apunta la poesía de Tes Nehuén: a ser reescritura de todos esos artificios que simulan ser la lengua (¿qué lengua es la que nos dice lo que somos?). La jaula del lenguaje es más bien la de un uso mediado por la necesidad del triunfo; la frontera trazada por la industria de la felicidad. Es allí donde interfiere el otro, la otra criatura, que aparece como salvataje del yo. Como una extensión de tierra donde seguir construyendo la propia inquietud. Una forma de desplazarse. De levantar la bandera y entrar en «un cielo imaginario». “Bumbum” o el monstruo que «repite con la boca llena de colores» la palabra pájaro. «Sólo un dios moribundo miraría con luz nuestro desierto», en versos como éste se juega la épica de la poesía de Nehuén. El extrañamiento de la visión es llevado al extremo, no con procedimientos de experimentación superficial sino con un planteo que mixtura lo divino y lo terrenal, lo mínimo y lo supremo, hasta desintegrar las jerarquías y habilitar el asombro para cada movimiento, por más imperceptible que parezca. Sísifo mueve su piedra en largos metros pero también en pequeños milímetros, dependiendo del punto de vista. La piedra cede, regresa y el recomienzo es inevitable. «¿Puede el deseo engendrar una piedra?», se pregunta quien observa el desbarranco de una palabra (“golondrina”, el ave primaveral, que no es, pues lo real se impone). ¿Lo real? La segunda sección, titulada tal como el poemario, nos deja algunas pistas: «un aroma eléctrico / traspasa lo real y revive en nosotros el deseo de asomarnos / a las cosas». Hay (elijo creer, junto al sujeto de este libro) una posibilidad de asomarse a las cosas más allá de “lo real”, entendido como aquello que nos asalta en primer plano pero que a través de sus fisuras nos permite desconfiar. Sigo apoyándome en aquel primer concepto: asomarse es desplazarse con cuidado, sin estruendosos pasos en el baile de los discursos. No hay una revelación, no es ésta una poesía de iluminados; es una acción de atrevimiento contra el miedo, contra la corriente del sí mismo (he aquí lo heroico). Es una poesía que le habla a los pájaros con la ternura de quien sabe perderse. Porque hay que perderse primero para reescribir un mundo demasiado pesado ya con tantas verdades. «Las cosas a la vista se deshojan». Quedan al desnudo las simplificaciones (entre ellas las definiciones) cuando se busca un ritmo antes que una representación. Las máscaras funcionan como trampas para poner en cuestión cierto orden, cierta estructura (el andamio de las bellas letras). Habitamos este tiempo como un imperio de la mirada. Mientras, esta escritura se corre cuando parece estar a punto de enfocar y atrapar una presa, un mensaje.
Como si fuera una glosa marginal, el canto del jilguero derriba fronteras para hacer un «punto de / abrazo y no de muerte». En esa levedad el poema cruza a la voz natural: es justamente la espesura de un lirismo sin divinidad. Los pájaros que vimos no son Orfeo, pero tampoco es una ménade dionisíaca quien lo contrapone: la música es más bien oriental, más cercana a la poesía de la contemplación, que no es lo mismo que “de la mirada”. La jaula no pensada, sin deseo de ser dicha (¡aunque la representación de moda lo esponsoreara!), deviene en el acto de hacer(se) verbo. Solo así el abrazo es posible. Y es real. En el viejo escondite del poema que no se queda quieto, hay preguntas. Hay orillas, cielos, ventanas, especies sabias en el valor de las cosas. Hay citas de Juan Ramón Jiménez, como ésta: los caminos son / sólo entradas o salidas de luz. Un autor esencial con quien Tes Nehuén dialoga para traducir a esos pájaros. Múltiples caminos de luz para buscar lo propio en este libro, para transitar una conciencia desenfocada de la pulsión destructiva de la época. Qué bueno cuando la poesía trabaja para ese bando. Para la bandada de las libertades a toda costa. ARTURO BORRA. DESDE LEJOS (Eolas, León, 2020) por ALBERTO CUBERO EL LENGUAJE, EL OTRO Y EL OTRO DEL LENGUAJE escribir no va a disipar la noche / donde un brillo / extemporáneo / insiste desde lejos / partimos / hacia la asfixia Son versos pertenecientes a Desde lejos, el más que interesante poemario de Arturo Borra. Versos que resultan, en mi opinión, paradigmáticos de la obra. La noche y su insistencia, la asfixia con la que todos hemos de lidiar, especialmente los más desfavorecidos, la palabra con su aliento y sus rejas, la lejanía en la que ubicamos al repudiado, pero también la lejanía que constituye a todo ser humano respecto a su propio núcleo. Y, a pesar de todo lo anterior, la esperanza, que aparece a lo largo del libro como ese brillo extemporáneo, pero que uno tiene la sensación de que palpita constantemente en sus páginas. Desde lejos es un poemario caleidoscópico en el que se entrecruzan una incesante indagación en los límites y posibilidades del lenguaje, el extrañamiento ante la existencia, ante el maravilloso e incomprensible hecho de vivir, pero también ante el hecho de dejar morir al otro con la indiferencia de la que sólo es capaz el ser humano. Se entrecruzan, también, las pérdidas —incluyendo la insondable pérdida de la inocencia— y la memoria, el deseo y el miedo, esas dos farragosas caras de una misma moneda. En esta encrucijada el lector encuentra una multiplicidad de sendas por las que transitar, eso sí, sin salir indemne de ello, tal es la tensión significante que genera, en palabras de Octavio Paz, este organismo verbal generador de silencio que es Desde lejos. Sí, los poemas de Borra generan ese silencio que únicamente puede proponer la palabra que nos deja al borde de una visión, un desplazamiento emocional o la creación de nuevas hendiduras en el imaginario. Escribe Arturo Borra en el poema que abre el libro: retornar a la extrañeza / al filo horadado de las cosas sostenerse en la cuerda floja: funámbulo en el borde del sentido desde ese asombro / mirar de nuevo Y en el segundo poema: yo no sé quién sabe qué y yo no sé / y vos no sabés / quién sabe VIVIR Ya en estos primeros poemas, el autor nos dona hondura y una afilada intuición, características propias de la poesía con mayúsculas, expresión que, sin duda, resulta una suerte de pleonasmo. Jugando con el conocido aserto de André Breton, la poesía o es convulsa o difícilmente podremos nombrarla como poesía. En efecto, esa convulsión se da en el poemario en diferentes planos, entre otros: El lenguaje como dádiva, pero también como condena, proyectada ésta en la imposibilidad de una comunicación plena, es más, en una lucha de la palabra con lo impronunciable en el intento de que éste se revele y pierda su condición.
La falta como condición inherente a la existencia y como generadora de ese deseo que se constituye en motor e inecuación del sujeto. La espera de lo ignoto, pero también su búsqueda y la riqueza de lo que se recoge en el camino, en pos de un no-lugar. El otro como referencia ineludible, la responsabilidad como sujetos que tenemos hacia nosotros mismos y con la alteridad, con ese otro que nos habita (este yo gobernado por lo que no conoce, escribe Borra) y con el otro que nos interpela desde afuera, el radicalmente otro que tanto temor parece generarnos. Responsabilidad, pues, con lo que nos habita y con lo que nos rodea. Escuchemos, de nuevo, al autor: también sos parte de la fábrica que tritura los cuerpos / daña el aire / rompesueños / traga oxígeno mientras los sumideros se secan sin más promesa que el agua fluyendo. Funambulismo y esperanza confluyen en este bosque lingüístico en el que no todo es espesura: se abren claros por los que se aventuran a entrar fragmentos de horizonte. Por entre ese léxico que nos evoca la indeterminación existencial, lo inaprensible del instante, la fragilidad de la memoria (ceniza, sombra, aullido, espectros, abismo, vacío —término este en el que incide el autor a lo largo de la obra—), se cuelan, como el rocío en el desperezar del sueño, la promesa, el deseo, la apertura, la dicha, el florecimiento, en fin, el brotar de la esperanza: vamos hacia lo desconocido / donde siguen brotando promesas, podemos leer en el poema titulado ‘En el umbral’. Y prosigue: miramos afuera / esperando una llegada en el umbral / que nunca sucede, de la misma manera que Godot nunca llegó, por mucho que Vladimir y Estragon lo esperaran, al tratarse, acaso, del fantasma del porvenir. O bien en este otro poema, titulado ‘Borde’, donde se intensifica el contraste entre intemperie y deriva, por un lado, y esperanza por el otro: lejos de las chozas / donde el naufragio / acontece cada día / ser en otra parte / río abajo / superviviente de la dicha / que abraza esta tierra de nadie / en la que somos. Y finaliza el poema así: en la orilla donde alguien florece / contra todo. Sea así. Que continúen floreciendo el milagro de las manos extendidas hacia el otro, los recovecos donde emerge la sed de la mirada atenta, de la atenta escucha, el ser humano dispuesto a ser más humano y a reinventar la parábola de las ausencias. ALBERTO CUBERO. TRAZO (S) (Eolas, León, 2021) por ANA BELÉN MARTÍN VÁZQUEZ EL IMPOSIBLE DECIR QUE NOS INTERPELA Trazo (s) es el sexto poemario que firma Alberto Cubero (Madrid, 1972). Poeta, ensayista y profesor de escritura creativa y terapéutica, el texto refleja los temas que cruzan su obra y los dilemas del autor en torno al lenguaje poético. Entre los primeros, una rica sucesión de conceptos abstractos que entrelazan palabra y pensamiento: el otro, el límite, el espejo, el reflejo... En cuanto a la forma, y en línea con su ensayo Qué entendemos por entender la poesía (Escolar y Mayo, 2017), un lenguaje poético que es indescifrable e insuficiente, siempre tentativa; un decir o balbuceo que adviene al poeta, muchas veces desde lo inconsciente, y está, según entiende Alberto Cubero, a años luz de lo denotativo, del decir práctico y cotidiano. Como escribió Bernard Noël en la cita que abre el libro: «El trazo tiene doble faz: es nuestra locura de ir hacia las cosas y la loca contención que nos impide alcanzarlas, al velarlas con el deseo mismo que tenemos de ellas». Sin duda, esta ambivalencia, esta tensión entre el deseo y la mutilación de ese impulso, esa veladura que condiciona la existencia, impregnan las páginas de Trazo (s). En el prólogo, el escultor Evaristo Bellotti ahonda también en la dualidad entre el trazo y el saber, entre nacer y morir, entre certeza y verdad. Leemos en el prólogo: «Podría hacer historia, fundar una cultura, instrumentalizar el trazo. Pero no. Juega. Su-no-saber poeta reinicia un infinito». No podemos estar más de acuerdo. Alberto Cubero no sienta cátedra en sus poemas. Por el contrario, duda, reescribe, tacha, experimenta, rompe... Y como dice Bellotti: «Inventa la escritura. Pero no es suficiente». Quizás porque escribe desde la extrañeza que suscitan palabra y escritura, y la importancia de la grieta, la fisura que se da como una constante en su escritura poética. El origen de este libro fue una serie de poemas cortos, fruto del trabajo conjunto de Alberto Cubero y la fotógrafa Mª Jesús Velasco, que dio pie a la exposición titulada Fragmentación del límite. Si al principio la imagen evocó la palabra, aquellos versos propiciaron otra búsqueda. La noción del límite seguía haciendo preguntas que Alberto Cubero respondía en nuevos poemas que fueron naciendo sin prisa, como suele ocurrir con lo que nos ronda y se hace poesía. Los primeros versos reposaron el tiempo necesario para una lectura destrabada del proyecto inicial. Giraban sobre temas que atraviesan la mirada y la obra poética del autor: la conformación del sujeto, el lenguaje y su dificultad, la otredad como alteridad y espejo, y también como elemento refractario. «El límite taja divide», dice Trazo (s) en una idea recurrente: «desde el umbral // qué se reabsorbe»; «forzar los goznes / del afuera / instante ebrio». El sujeto está rodeado de vacíos: «desgarrar lo inhabitable / una vez dentro // construirás»; «lugares donde no se reconoce identidad alguna»; «sobre las señales / de lo huido / cruje / el sujeto». El cuerpo es también un espacio desmembrado más que un todo: «aspereza insobornable entre los tejidos»; «reptan por la médula balbuceos». Por su parte, el lenguaje es deseo y dificultad: «qué tras la dentellada del verbo en la pulsión»; «veladura que pronuncia huecos»; «esa otra piel torsión de la palabra»; «un nombre rasga la sutura». El uno se relaciona con el otro, en una tensión constante entre interior y exterior: «los otros forjan / el contorno que alberga // fragmentos»; «entre lo expulsado y lo que insiste // en tensar // el cuerpo»; «tajas la piel / de otro / / sangran tus llagas»; «el otro interpela lo que no somos».
Página a página se va estableciendo un universo que entrelaza e interpela al lector, desde esa segunda persona tan habitual en la poesía de Cubero, que se enfrenta al límite, al cuerpo, a la tensión entre el yo y el otro, el dentro y el afuera... Y todo ello desde un lenguaje, concepto y metáfora, que busca, persigue, intenta y se quiebra. Un lenguaje que rompe con las leyes de la gramática para ser coherente con lo que dice o intenta decir. Al reseñar este poemario tenemos también que hablar del silencio, el amplio espacio blanco que se genera en cada página y también entre los versos. En el prólogo, Evaristo Bellotti dice que ese blanco «no es un fondo para arrojar luz (...) ni es el vacío». ¿Qué es, entonces? Yo me inclino por creer que es la pausa que se ofrece al lector para que acometa el siguiente verso lentamente, haciéndose preguntas, construyendo su propia lectura. El libro se nos ofrece con dos líneas de escritura, como un diálogo indecible con lo otro. En la zona inferior, los poemas breves; y arriba, oraciones conscientes y reflexivas que indagan en los temas enumerados, en sus raíces y ramificaciones. Oraciones que pueden ser una sola palabra, en esa búsqueda esencial y desafiante de la escritura de Alberto Cubero que se reconoce en la «cortedad del decir» formulada por José Ángel Valente. Entre los dos espacios de escritura surge un puente, pero los dos textos que recoge la misma página no son pregunta y respuesta, sino que Trazo (s) propone una conversación alterna y recurrente donde el lector elige su lectura a lo largo del libro. El trazo es también la pincelada de Henry Michaux. Esa huella que evidencia la imposibilidad del lenguaje, que intenta inútilmente traducir lo que adviene al poeta. Sin lograrlo. La palabra que se le susurra y es mero trazo sobre un papel flanqueado de silencio. |
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