LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ENTRE DIQUES Y ESCLUSAS. ANTOLOGÍA DE POESÍA NEERLANDESA ACTUAL Traducción y edición: Antonio Cruz Romero (Ravenswood Books, Almería, 2022) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES Con la reciente publicación de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978) acaba de dar una nueva muestra de que es uno de nuestros neerlandistas mejores y más atentos a la evolución de una poesía normalmente desconocida para el lector español. Además de sus frecuentes estancias como «Translator in residence» en la Casa del Traductor de Ámsterdam, Antonio Cruz ha vertido a nuestro idioma a los neerlandeses J. J. Slauerhoff —del cual elaboró la edición crítica de la novela El reino prohibido—, Menno Wigman, Arie Visser, Ilse Starkenburg o F. Starik, así como a los flamencos Paul Snoek o Max Temmerman. No obstante, la de traductor es solamente una de sus facetas literarias, ya que Antonio Cruz es autor de una estimable obra propia que abarca tanto la poesía como la narrativa. Dentro de esta última ha dado títulos como la colección de relatos Cuentos macabros ilustrados (2014) o la novela El banquete: crónica de un ajusticiamiento (2017), además del diario Amsterdam es una ciudad maldita (2020), cuyas casi 300 páginas, escritas entre junio de 2014 y los primerísimos días de 2020, abarcan retazos muy significativos de sus numerosas estancias en la capital holandesa. El Amsterdam de Antonio Cruz aparece dibujado aquí como un universo húmedo y ambivalente donde el amor y el dolor se anudan muchas veces de una manera casi inextricable. Con todo, su vocación esencial es la de poeta, y en este género ha publicado Grecia: Guía de viaje para poetas y antipoetas (2016), En el abismo del olvido (2017) y Una habitación de hospital con vistas al mar (2018), un libro duro, lleno de elementos que nos recuerdan que somos ante todo seres para la muerte, pero donde también aparecía el presentimiento de la trascendencia, la invocación a una palabra última —la palabra de Dios— que se muestra al cabo para sanarnos del desconcierto que provoca en la conciencia el sabernos irremediablemente finitos. No en vano, Cruz fue antologado por Antonio Praena en 2019 en La luz se hizo palabra. Antología de poesía contemporánea judeocristiana en España: allí, junto a textos de Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas, Enrique García-Máiquez, Julio Martínez Mesanza y otros, aparecían ocho poemas suyos no tanto de temática religiosa como existencial, poesía “desarraigada” si se me permite la expresión, un poco a la manera de Dámaso Alonso o Victoriano Crémer. La obra sobre la que ahora centramos nuestra atención, Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual, tiene un precedente en otra antología que Antonio Cruz elaboró y tradujo bajo el título de Poesía experimental de los cincuenta en lengua neerlandesa (2016), que venía precedida de un breve ensayo en el cual daba cuenta de las peculiaridades de aquella generación rupturista y multidisciplinar cuyos componentes (Lucebert, Kouwenaar, Rodenko, etc.) acabarían abrazando, tiempo después, postulados estéticos menos radicales. En Entre diques y esclusas el antólogo ha reunido a veinte poetas belgas y de los Países Bajos nacidos entre 1973 y 1988 que se cuentan entre los más destacados del panorama contemporáneo: Annemarie Estor, Tsead Bruinja, Andy Fierens, Yannick Dangre, Delphine Lecompte, Lies Van Gasse, etc. En el breve prólogo que antecede a la selección Antonio Cruz hace un recorrido por la poesía en neerlandés desde la generación de “Los Ochentistas” de finales del XIX hasta la actualidad, pasando por los ya citados “Cincuentistas”, los “Tradicionalistas” de los años 70, hasta la actualidad. Quizá este texto inicial hubiese merecido un desarrollo más extenso, ya que resulta demasiado sintético y que estamos ante una tradición poética escasamente conocida entre nosotros. Una tradición de la que acaso podríamos recordar un par de nombres clásicos —por ejemplo los belgas Emile Verhaeren o Georges Rodenbach, ambos dentro de la órbita del modernismo y del simbolismo finisecular— o, ya más contemporáneamente, Hugo Claus o Cess Noteboom. Si bien el antólogo nos advierte que en el caso de los poetas contemporáneos de los que ahora se ocupa «no se puede hablar de un movimiento que guarde una coherencia formal ni un estilo claramente homogéneo», lo cierto es que es posible apreciar una serie de rasgos bastante presentes en la mayoría de ellos. Para empezar, se trata de una poética desconcertante, indagatoria y preferentemente antiemotiva, antisentimental, que transmite una cierta de sensación de extrañeza, de desubicación o de falta de acomodo con respecto a su circunstancia presente; y en cuanto al estilo, suele ser (al menos en la traducción) muy directo, con cierta tendencia al experimentalismo y al irracionalismo. Veamos al azar un poema sin título de Frank Keizer (1987): «has dejado la ficción de lo trascendental detrás / de ti y el vacío tampoco es ya beneficioso, aquel baño / de sangre, puro producto de tu comunión, te has / escondido y estás silencioso, ya no hay ninguna casa más, / ni una habitación en la historia, tan sólo / un teléfono para los afectos, una diáspora en lugar / de una internacional. no hay mucho que cantar, auténtico / para cantar. murmurar, no murmurar, tú puedes».
Por otro lado, algunos de ellos recogen de manera más o menos explícita el tópico de la puesta en cuestión de la palabra, la pesquisa en torno a lo que las palabras realmente significan o pueden llegar a significar; en definitiva, el cuestionamiento de su eficacia como herramienta de comunicación a un nivel profundo, aspecto que viene siendo un tópico desde la modernidad alumbrada por el romanticismo. Esta preocupación, que supone al mismo tiempo una indagación en cierto sentido moral, deja traslucir una sospecha hacia los límites expresivos del lenguaje poético y suele derivar en la experimentación con la sintaxis y la puntuación. Así en el poema de Anne Büdgen (1979) titulado ‘¿Qué dices?’: «Palabras / pero no es lo que digo / antes del sonido / han sido confiscadas // mira mira la palabra palabra / está sobre patas cojas / que se vende a sí misma». O, en un sentido algo más irónico, ‘¡Los poemas son peligrosos!’, de Andy Fierens (1976): «el poema da comienzo con una explosión / que mata a todos los lectores / la única superviviente es una mujer joven / que se salva sólo / porque no entiende el primer verso / (es un poema posmoderno)». Más frecuente es la indagación que muchos de estos poetas emprenden acerca de su pasado personal, sobre todo en lo concerniente al ámbito familiar. Así, la presencia (o ausencia) de los padres, los hermanos o las parejas, y también la consideración de la niñez o la primera juventud, con su caravana de traumas, malos pasos o arrepentimientos, sobrevuela por muchos de estos poemas. Todo esto, junto con la asidua reflexión en torno al amor y la muerte, indica un notable interés por la cuestión de la identidad, la pregunta por quiénes somos, por quién se es en realidad; un asunto que conecta al fin y al cabo con esa problemática de la adecuación a la propia circunstancia que hemos apuntado más arriba: «¿Quién me revertirá de mi ser más negro? (...) / Entre falsos héroes y violencia busco el otro lado, / el otro del que la escapatoria soy yo», escribe Yannick Dangre (1987) en su poema ‘Dante I’. Junto a él, poemas que tratan sobre la muerte del padre, como ‘Los roncadores’ de Andy Fierens; ‘Cinco años ahora’ de Max Temmerman (1975); ‘Sobre mi espalda cargaba el ataúd’ de Mustafa Stitou (1974), o aquellos otros estremecedores donde también la muerte de un ser querido hace saltar la espita de los recuerdos difíciles o las ensoñaciones alucinadas, como sucede en ‘El abrigo’ de Annemarie Estor (1973), o en el poema ‘Sueños llamativos’ de Vrouwkje Tuinman (1974): «En el primer sueño en el que de nuevo estás vivo, ya estoy / recogiendo tu casa porque estás muerto. Llamas por teléfono: / ¿llegaré todavía? (...) / Quieres saber dónde se ha quedado tu anillo, no el de / siempre, sino el otro. Está en tu ataúd, digo, está en tu dedo / corazón izquierdo. No entiendes lo que quiero decir, estás aquí / en la habitación, sin anillo (...) A la noche siguiente / regresas con las manos vacías. Te abrazo, tú a mí no». En suma, aunque la muestra es cuantitativamente variada, en realidad no se aprecian grandes picos de calidad en la escritura de estos veinte poetas antologados, no hay autores que destaquen ni por su excelsitud ni por su inconsistencia. Ahora bien, dados los quince años exactos que separan la fecha de nacimiento del mayor de ellos con respecto al más joven —rango cronológico que según Ortega y Gasset y Julián Marías marcaba los contornos de una generación— este libro puede ser útil para conocer el mundo de ideas de estos poetas, su propio entramado espiritual o conceptual, su característico repertorio de convicciones: lo que se suele llamar un “espíritu de época”. Y también podría resultar curioso, con vistas a un posible estudio comparatista, poner en relación a estos autores con los de esa otra generación de poetas españoles que son coetáneos de los neerlandeses: Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Juan Carlos Abril, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Miriam Reyes, Josep M. Rodríguez, Elena Medel, etc. Las páginas de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual incluyen también imágenes de Eva Gómez que pertenecen a la serie fotográfica Gatos, tumbas y escaparates cárnicos, tomadas en los Países Bajos a lo largo del año 2022. La antología resulta una buena excusa para adentrarse en los vericuetos poéticos y generacionales de una escritura no tan lejana pero sí bastante desatendida en nuestro país.
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ENTRE DIQUES Y ESCLUSAS. ANTOLOGÍA DE POESÍA NEERLANDESA ACTUAL Traducción y edición: Antonio Cruz Romero (Ravenswood Books, Almería, 2022) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES Con la reciente publicación de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978) acaba de dar una nueva muestra de que es uno de nuestros neerlandistas mejores y más atentos a la evolución de una poesía normalmente desconocida para el lector español. Además de sus frecuentes estancias como «Translator in residence» en la Casa del Traductor de Ámsterdam, Antonio Cruz ha vertido a nuestro idioma a los neerlandeses J. J. Slauerhoff —del cual elaboró la edición crítica de la novela El reino prohibido—, Menno Wigman, Arie Visser, Ilse Starkenburg o F. Starik, así como a los flamencos Paul Snoek o Max Temmerman. No obstante, la de traductor es solamente una de sus facetas literarias, ya que Antonio Cruz es autor de una estimable obra propia que abarca tanto la poesía como la narrativa. Dentro de esta última ha dado títulos como la colección de relatos Cuentos macabros ilustrados (2014) o la novela El banquete: crónica de un ajusticiamiento (2017), además del diario Amsterdam es una ciudad maldita (2020), cuyas casi 300 páginas, escritas entre junio de 2014 y los primerísimos días de 2020, abarcan retazos muy significativos de sus numerosas estancias en la capital holandesa. El Amsterdam de Antonio Cruz aparece dibujado aquí como un universo húmedo y ambivalente donde el amor y el dolor se anudan muchas veces de una manera casi inextricable. Con todo, su vocación esencial es la de poeta, y en este género ha publicado Grecia: Guía de viaje para poetas y antipoetas (2016), En el abismo del olvido (2017) y Una habitación de hospital con vistas al mar (2018), un libro duro, lleno de elementos que nos recuerdan que somos ante todo seres para la muerte, pero donde también aparecía el presentimiento de la trascendencia, la invocación a una palabra última —la palabra de Dios— que se muestra al cabo para sanarnos del desconcierto que provoca en la conciencia el sabernos irremediablemente finitos. No en vano, Cruz fue antologado por Antonio Praena en 2019 en La luz se hizo palabra. Antología de poesía contemporánea judeocristiana en España: allí, junto a textos de Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas, Enrique García-Máiquez, Julio Martínez Mesanza y otros, aparecían ocho poemas suyos no tanto de temática religiosa como existencial, poesía “desarraigada” si se me permite la expresión, un poco a la manera de Dámaso Alonso o Victoriano Crémer. La obra sobre la que ahora centramos nuestra atención, Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual, tiene un precedente en otra antología que Antonio Cruz elaboró y tradujo bajo el título de Poesía experimental de los cincuenta en lengua neerlandesa (2016), que venía precedida de un breve ensayo en el cual daba cuenta de las peculiaridades de aquella generación rupturista y multidisciplinar cuyos componentes (Lucebert, Kouwenaar, Rodenko, etc.) acabarían abrazando, tiempo después, postulados estéticos menos radicales. En Entre diques y esclusas el antólogo ha reunido a veinte poetas belgas y de los Países Bajos nacidos entre 1973 y 1988 que se cuentan entre los más destacados del panorama contemporáneo: Annemarie Estor, Tsead Bruinja, Andy Fierens, Yannick Dangre, Delphine Lecompte, Lies Van Gasse, etc. En el breve prólogo que antecede a la selección Antonio Cruz hace un recorrido por la poesía en neerlandés desde la generación de “Los Ochentistas” de finales del XIX hasta la actualidad, pasando por los ya citados “Cincuentistas”, los “Tradicionalistas” de los años 70, hasta la actualidad. Quizá este texto inicial hubiese merecido un desarrollo más extenso, ya que resulta demasiado sintético y que estamos ante una tradición poética escasamente conocida entre nosotros. Una tradición de la que acaso podríamos recordar un par de nombres clásicos —por ejemplo los belgas Emile Verhaeren o Georges Rodenbach, ambos dentro de la órbita del modernismo y del simbolismo finisecular— o, ya más contemporáneamente, Hugo Claus o Cess Noteboom. Si bien el antólogo nos advierte que en el caso de los poetas contemporáneos de los que ahora se ocupa «no se puede hablar de un movimiento que guarde una coherencia formal ni un estilo claramente homogéneo», lo cierto es que es posible apreciar una serie de rasgos bastante presentes en la mayoría de ellos. Para empezar, se trata de una poética desconcertante, indagatoria y preferentemente antiemotiva, antisentimental, que transmite una cierta de sensación de extrañeza, de desubicación o de falta de acomodo con respecto a su circunstancia presente; y en cuanto al estilo, suele ser (al menos en la traducción) muy directo, con cierta tendencia al experimentalismo y al irracionalismo. Veamos al azar un poema sin título de Frank Keizer (1987): «has dejado la ficción de lo trascendental detrás / de ti y el vacío tampoco es ya beneficioso, aquel baño / de sangre, puro producto de tu comunión, te has / escondido y estás silencioso, ya no hay ninguna casa más, / ni una habitación en la historia, tan sólo / un teléfono para los afectos, una diáspora en lugar / de una internacional. no hay mucho que cantar, auténtico / para cantar. murmurar, no murmurar, tú puedes».
Por otro lado, algunos de ellos recogen de manera más o menos explícita el tópico de la puesta en cuestión de la palabra, la pesquisa en torno a lo que las palabras realmente significan o pueden llegar a significar; en definitiva, el cuestionamiento de su eficacia como herramienta de comunicación a un nivel profundo, aspecto que viene siendo un tópico desde la modernidad alumbrada por el romanticismo. Esta preocupación, que supone al mismo tiempo una indagación en cierto sentido moral, deja traslucir una sospecha hacia los límites expresivos del lenguaje poético y suele derivar en la experimentación con la sintaxis y la puntuación. Así en el poema de Anne Büdgen (1979) titulado ‘¿Qué dices?’: «Palabras / pero no es lo que digo / antes del sonido / han sido confiscadas // mira mira la palabra palabra / está sobre patas cojas / que se vende a sí misma». O, en un sentido algo más irónico, ‘¡Los poemas son peligrosos!’, de Andy Fierens (1976): «el poema da comienzo con una explosión / que mata a todos los lectores / la única superviviente es una mujer joven / que se salva sólo / porque no entiende el primer verso / (es un poema posmoderno)». Más frecuente es la indagación que muchos de estos poetas emprenden acerca de su pasado personal, sobre todo en lo concerniente al ámbito familiar. Así, la presencia (o ausencia) de los padres, los hermanos o las parejas, y también la consideración de la niñez o la primera juventud, con su caravana de traumas, malos pasos o arrepentimientos, sobrevuela por muchos de estos poemas. Todo esto, junto con la asidua reflexión en torno al amor y la muerte, indica un notable interés por la cuestión de la identidad, la pregunta por quiénes somos, por quién se es en realidad; un asunto que conecta al fin y al cabo con esa problemática de la adecuación a la propia circunstancia que hemos apuntado más arriba: «¿Quién me revertirá de mi ser más negro? (...) / Entre falsos héroes y violencia busco el otro lado, / el otro del que la escapatoria soy yo», escribe Yannick Dangre (1987) en su poema ‘Dante I’. Junto a él, poemas que tratan sobre la muerte del padre, como ‘Los roncadores’ de Andy Fierens; ‘Cinco años ahora’ de Max Temmerman (1975); ‘Sobre mi espalda cargaba el ataúd’ de Mustafa Stitou (1974), o aquellos otros estremecedores donde también la muerte de un ser querido hace saltar la espita de los recuerdos difíciles o las ensoñaciones alucinadas, como sucede en ‘El abrigo’ de Annemarie Estor (1973), o en el poema ‘Sueños llamativos’ de Vrouwkje Tuinman (1974): «En el primer sueño en el que de nuevo estás vivo, ya estoy / recogiendo tu casa porque estás muerto. Llamas por teléfono: / ¿llegaré todavía? (...) / Quieres saber dónde se ha quedado tu anillo, no el de / siempre, sino el otro. Está en tu ataúd, digo, está en tu dedo / corazón izquierdo. No entiendes lo que quiero decir, estás aquí / en la habitación, sin anillo (...) A la noche siguiente / regresas con las manos vacías. Te abrazo, tú a mí no». En suma, aunque la muestra es cuantitativamente variada, en realidad no se aprecian grandes picos de calidad en la escritura de estos veinte poetas antologados, no hay autores que destaquen ni por su excelsitud ni por su inconsistencia. Ahora bien, dados los quince años exactos que separan la fecha de nacimiento del mayor de ellos con respecto al más joven —rango cronológico que según Ortega y Gasset y Julián Marías marcaba los contornos de una generación— este libro puede ser útil para conocer el mundo de ideas de estos poetas, su propio entramado espiritual o conceptual, su característico repertorio de convicciones: lo que se suele llamar un “espíritu de época”. Y también podría resultar curioso, con vistas a un posible estudio comparatista, poner en relación a estos autores con los de esa otra generación de poetas españoles que son coetáneos de los neerlandeses: Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Juan Carlos Abril, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Miriam Reyes, Josep M. Rodríguez, Elena Medel, etc. Las páginas de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual incluyen también imágenes de Eva Gómez que pertenecen a la serie fotográfica Gatos, tumbas y escaparates cárnicos, tomadas en los Países Bajos a lo largo del año 2022. La antología resulta una buena excusa para adentrarse en los vericuetos poéticos y generacionales de una escritura no tan lejana pero sí bastante desatendida en nuestro país. RAFAEL ALARCÓN SIERRA. NUESTRO FUTURO ESTÁ EN EL AIRE. AVIONES EN LA LITERATURA ESPAÑOLA (Renacimiento, Sevilla, 2020) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES ESCRIBIR DESDE LO ALTO Una de las canciones más famosas que se inspiraban en el hecho de volar estaba en realidad dedicada a los ojos azules de la amada. Pero Domenico Modugno supo expresar en las primeras estrofas de ‘Volare’ la sensación feliz de remontarse en el cielo azul e infinito y de contemplarse a sí mismo cada vez más alejado de la tierra. Y esa emoción gozosa, única, nueva para los sentidos es la que aparece consignada en muchos de los textos recogidos en Nuestro futuro está en el aire. Aviones en la literatura española (Renacimiento, 2020), que Rafael Alarcón Sierra, profesor de la Universidad de Jaén con un largo currículum de investigación y divulgación filológica a su espalda, ha recopilado para armar con ellos una singularísima antología. El volumen está dedicado a recoger los muy diversos textos en prosa que diferentes autores españoles dedicaron a referirnos sus travesías por aire y su experiencia con las aeronaves. Ahora bien, el antólogo ha querido establecer un límite temporal de publicación para los materiales escogidos: el año 1936. Y tiene su razón de ser puesto que, a pesar de que en la Guerra del 14 la aviación ya había hecho acto de presencia en los campos de batalla, su desempeño ofensivo había sido menor. Sin embargo, el año en que comienza nuestra guerra civil es cuando el aeroplano pierde definitivamente su “inocencia” a causa sobre todo de los raids sobre las poblaciones de retaguardia —tímido ensayo, no obstante, de los feroces bombardeos estratégicos de la Segunda Guerra Mundial—, despojándose así del carácter deportivo, moderno, ágil y aventurero con el que escritores, pintores, músicos e ilustradores europeos habían revestido las hazañas aéreas. El lector tiene ante sí, por tanto, los primeros artículos, reportajes, fragmentos de novelas y crónicas de viaje que un buen puñado de los mejores autores españoles de esa época —de Gómez de la Serna o Jardiel Poncela a Chaves Nogales, de Azorín o Julio Camba a Ramón J. Sender, de Concha Espina a González-Ruano, etc.— dedicaron al vuelo y a la aviación. Pero tan importante como los textos recopilados resulta el amplio estudio con el que se abre el volumen y que ocupa casi un tercio de sus cerca de 400 páginas. En ellas, y en un ejemplo de amenísima erudición, Alarcón Sierra realiza un completo repaso por los registros literarios que el deseo de volar ha inspirado siempre a los hombres: desde los vuelos imaginarios, de antiquísima raigambre clásica, hasta los vuelos reales, que comienzan a finales del XVIII con la invención del globo aerostático y culminan con el planeador y los primeros prototipos a motor, ya en los albores del XX. A lo largo de este recorrido el compilador nos va ofreciendo datos de quienes acogieron en el ámbito de las letras —pero también en el de la pintura, la fotografía, el cine o la música— una experiencia que parecía estar llamada a cambiar nuestra percepción del mundo. No en vano, vanguardia artística y aviación surgieron casi al unísono, y la primera contempló los progresos de la segunda como el signo de una era que barruntaba la aparición de un hombre nuevo. De hecho, Marinetti, en su Primer manifiesto futurista (1909), pide cantar, entre otros prodigios de la ingeniería, «el vuelo resbaladizo de los aeroplanos», y sugiere la pertinencia de una especie de poética de la velocidad que fuera capaz de expresar la flamante «realidad dinámica», de abolir tiempo, espacio e incluso sintaxis, lo cual habría de incidir en un cambio de percepción, en un nuevo paradigma tocante a la sensibilidad, la moral y la psicología humanas y, por tanto, a cualquier género de manifestación artística. Esta fascinación por la velocidad y la máquina acabaría derivando en un cierto espíritu belicista que empujó a algunos pintores y escritores a buscar materia artística en los enfrentamientos del primer tercio del siglo XX: por ejemplo, en el asedio de Adrianópolis en el marco de la primera guerra de los Balcanes (recuérdese el famoso poema visual ‘Zang Tumb Tumb’, del citado Marinetti) o, sobre todo, en la conflagración de 1914-1918. Para el ideólogo del futurismo la guerra constituía la «única higiene del mundo», convirtiéndola en el tema recurrente de sus palabras en libertad que, con el descoyuntamiento de la prosodia tradicional, aspiraban a ser reflejo de la tensión dramática de la guerra y sus apabullantes sensaciones simultáneas. Al sangriento conflicto europeo acudieron como enviados especiales de diferentes periódicos autores como Valle-Inclán, Gaziel, Ricardo León o Azorín. Todos ellos, en algún momento de sus diarios y de sus crónicas —que más tarde pasarían a formar parte de libros independientes— describen alguna incursión aérea, si bien con un estilo más próximo al periodismo literario que a la vanguardia. Alarcón Sierra recoge en su libro varios fragmentos de esas crónicas en las cuales estos cualificados corresponsales españoles describen la intervención del arma aérea, entre ominosa y fascinante (léanse por ejemplo los párrafos de Europa trágica [1917] donde Ricardo León describe el frente de Verdún), en los choques que pudieron presenciar. Pero ya antes de la Guerra de 1914-1918, que constituye el tercero de los cinco tramos temáticos en los que el antólogo distribuye los textos recopilados, se había publicado la primera novela española sobre aviación, Los nietos de Ícaro (1911), de Francisco Camba; en ella el autor elude las audacias vanguardistas y expone una historia folletinesca de tintes cosmopolitas y con un más que tradicional final feliz. Por cierto, de su hermano Julio Camba, periodista y escritor bastante más conocido que Francisco, también se recogen tres artículos sobre la «emoción del vuelo» plenos de humor inteligente. Tampoco haría uso de las recetas de la vanguardia la primera escritora española en subirse a una carlinga, Concha Espina, que voló en 1916 y que publicó dos años después la novela corta Talín, recogida en parte en la antología; se cuentan aquí los amores imposibles de una adolescente impedida y huérfana hacia un joven y aguerrido piloto que consiente un día en pasearla entre las nubes. El final de la historia, narrada con cierto garbo entre galdosiano y modernista, no deja de constituir un curioso melodrama con el ingrediente del contexto aéreo. En las décadas siguientes al período bélico los aviones siguieron surcado la narrativa española, a menudo para imprimir un toque de modernidad y mundanidad a la trama. Juan Chabás, Felipe Ximénez de Sandoval o Ramón Gómez de la Serna, entre otros autores, están representados en este capítulo de la antología con obras que vieron la luz durante los últimos años de la década de los 20 y los primeros 30. No faltan, del último de los citados, algunas greguerías de tema aviónico que Alarcón Sierra ha escogido con acierto; cito tan sólo un par de ellas por su chispa paradójica e ingeniosa: «La hélice es el trébol de la velocidad»; «Subir en avión es subir a los abismos». La parte más extensa y nutrida del volumen es la última. En ella el antólogo ha reunido los textos de ocho autores que viajaron en avión y escribieron la crónica de aquella experiencia, primero para los periódicos y más tarde en forma de libro, publicados la mayoría de estos a lo largo de los años 20. Se trata de Corpus Barga, el ya mencionado Julio Camba, Luis de Oteyza, César González-Ruano, Manuel Chaves Nogales, Jacinto Miquelarena, Ernesto Giménez caballero y Ramón J. Sender. El primero de ellos, al relatar para el periódico El Sol un viaje efectuado entre París y Madrid en 1919, hace uso de un estilo deliciosamente ramoniano («las nubes acolchadas son muebles confortables, estilo inglés») y en cierto momento vuelve a referirse a esa nueva relación cronoespacial que el vuelo permite brindar a los viajeros: «el aeroplano es la ofensiva del tiempo contra el espacio». Por su parte, Chaves Nogales, en el curso de su extenso periplo aéreo hasta la Rusia soviética, relatado en 1928 para el Heraldo de Madrid, confiesa que «la aviación ha empequeñecido el mundo» al permitir cubrir, en condiciones de razonable comodidad, largas distancias en breve tiempo, algo impensable pocos años atrás. «El tiempo es aviador», admite, y «las cosas son de otro modo desde arriba», lo cual propiciará que cuando la mayoría de la gente viaje en estos aparatos adquiera «otro concepto de las cosas». No obstante, Chaves Nogales confiesa también que volar sentado en un cómodo butacón de cabina era, ya en su tiempo, algo que no entrañaba ninguna molestia ni heroicidad. Por su parte el inquieto y contradictorio ingenio de Giménez Caballero logra en ‘Sobre el signo avión’ uno de sus mejores artículos al hilo de un vuelo Madrid-Barcelona a comienzos de 1928. A Gecé no le interesa tanto describir sus sensaciones de viajero —algo que él consideraba ya usado y rutinario— como anunciar el «nuevo y radical punto de vista» que la experiencia del vuelo le proporciona, y que encuentra su mejor correlato en el arte cubista y surrealista. De este modo el aeroplano, «caballo de alas de los poetas», es el heraldo de un tiempo otro para la pintura y la lírica, un tiempo en el que ingenieros y poetas serán capaces finalmente de alumbrar una España «aviónica y transparente», recorrida de un cabo a otro sin escalas, sin límites geográficos ni obstáculos locales.
Ese tiempo nuevo llegó, efectivamente. Pero no para cambiar el paradigma de nuestras percepciones o de nuestras consideraciones sobre el arte y la historia, sino más bien para proveernos de un arma letal de combate a partir de 1936; y también, gracias al espectacular desarrollo de la industria aeronáutica, de un medio de transporte absolutamente rutinario en la actualidad al que el pasajero accede casi con indiferencia para arrellanarse en los estrechos asientos y engolfarse en sus móviles y portátiles o tomar el piscolabis que le sirve la azafata, sin prestar más que una despreocupada atención al espectáculo que se divisa desde las ventanillas. Si muchos de los escritores que engrosan el pasaje de Nuestro futuro está en el aire (título que Alarcón Sierra ha tomado con evidente atino de unos lienzos de Picasso) hubieran podido contemplarnos habrían asegurado que, desde luego, el futuro ya no es lo que era. Y que los sueños que soñaron no han de volver jamás, como por cierto aseguraba Modugno en la primera línea de aquella famosa canción. ANTONIO MARÍN ALBALATE. GERMÁN COPPINI: COLECCIONO MOSCAS (Milenio, Lérida, 2020) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES GERMÁN COPPINI: LAS HUELLAS DE UNA VOZ Hacia el final de Carabás, tercer disco de estudio de Germán Coppini en solitario, hay una canción llamada ‘Chico de ayer’ que parece ser un perfecto autorretrato: «Yo soy el chico de ayer, un culo de mal asiento, el eterno quinceañero, una voz en el desierto». De acuerdo, es posible que con eso pudiera bastar, pero ¿quién era Germán Coppini? ¿Ese punki que aullaba en Musical Express porque le picaba un huevo y que llamaba a matar hippies en las Cíes, o aquel chico atónito y doliente que andaba como perdido en una fiesta de maniquíes? ¿O tal vez el cantante maduro, explorador de ritmos y letrista de temas perfumados de un raro lirismo que pasaban frecuentemente desapercibidos? Antonio Marín Albalate, poeta y avezado investigador musical, intenta bucear en todas esas capas y plantea su libro Germán Coppini. Colecciono moscas como un homenaje de admiración y amistad hacia un artista ciertamente complejo. Por el camino el biógrafo realiza una minuciosa labor de rastreo en torno al trabajo musical de Coppini, tanto en grupo como en solitario, y va dibujando también el contexto. Por ejemplo el de la llamada “Movida”, un término desgastado e impreciso pero al mismo tiempo de muy útil manejo, como suele suceder con los conceptos que sirven para ordenar hechos, generaciones o movimientos. Al pronunciar el significante “Movida” en seguida se visualiza como significado el neón, el glitter, las sustancias, la noche, las hombreras, los excesos, las canciones y una cierta alegría de vivir y de morir no en Las Vegas, sino en un oscuro callejón de Malasaña. Nadie está del todo contento con el término, incluidos algunos de los supervivientes, pero se nota que éstos refunfuñan con la boca pequeña. Peores son esos neoamiguetes semihipsters que han encontrado un filón en desprestigiarla, aunque yo creo que lo hacen porque siempre suelen mostrarse —ellos sabrán por qué— un tanto amargados. Bien. Marín Albalate repasa los precedentes en el Rollo y en el rock urbano de los 70 y dedica un capítulo entero a esto de la Movida, que tuvo su inicio oficioso en febrero del 80, cuando el concierto de homenaje a José Enrique Cano, “Canito”, en la Escuela de Caminos de la Politécnica de Madrid. Canito había muerto en accidente con 20 años y era miembro de Tos, el primer grupo formado por los hermanos Urquijo. Aquel concierto fue retransmitido en directo por la radio y por el musical Popgrama, que hacían Carlos Tena y Diego Manrique en la segunda cadena de TVE. Allí actuaron Nacha Pop, Bólidos, Mermelada, Alaska y Los Pegamoides, Mamá o Paraíso. Además de los citados, algunos otros grupos seminales fueron Ejecutivos Agresivos, Kaka de Luxe o Parálisis Permanente, cuyo líder, Eduardo Benavente, correría en 1983 la misma mala suerte en la carretera que Canito. En seguida se abrieron para estos oficiantes de la modernidad una serie de templos que han adquirido con el tiempo resonancias míticas, como el Rock-Ola, El Sol, La Vía Láctea o el “Penta”, locales que tenían su continuidad televisiva en el descontrolado plató de La Edad de Oro, el programa de Paloma Chamorro. Años de excesos, de libertad creativa, de noches al límite y de estragos que fueron abundantemente fotografiados, pintados, filmados y que tuvieron también su cosecha roja. Todo esto lo va revisando convenientemente Marín Albalate, que no se detiene sólo en lo que ocurrió en Madrid, sino que viaja hacia otro punto geográfico que tuvo también su propia y reconocida movida: Vigo, una ciudad por aquel entonces provinciana y oscura, atacada por la reconversión naval, en la que surgió sin embargo una importante industria textil mientras que por la noche, sobre todo en fin de semana, los escasos garitos que existían abrían sus puertas a una serie de bandas, la mayoría de duración efímera, si bien algunas consiguieron repercusión y solera: Os Resentidos, Aerolíneas Federales o, por supuesto, Siniestro Total. Antes se habían llamado Mari Cruz Soriano y Los que Afinan su Piano, pero ya convertidos en Siniestro Total (a resultas de un tortazo con un R-12 del que ellos sí salieron con vida) dieron su primer concierto en las navidades de 1981, en el cine del colegio salesiano, con su formación original de cuarteto: Germán Coppini (voz), Julián Hernández (batería), Miguel Costas (guitarra) y Alberto Torrado (bajo). El ferrolano Jesús Ordovás tuvo mucho que ver con el despegue del grupo pinchando en su Diario Pop de Radio 3 ‘Ayatollah’ —tema de su primer disco Cuándo se come aquí (1982)—, que siempre me ha parecido de lo mejor de esa época y que hoy, como tantas otras tonadillas de su extenso repertorio, sería absolutamente ineditable. Cómo hemos cambiado. Marín Albalate rebusca en las viejas fotografías, conversa con Cristina, la hermana de Germán —único miembro actualmente vivo de la familia— y nos acerca al niño, al adolescente que leía y dibujaba sin parar y que luego sorprendió con sus primeros pinitos musicales. De familia santanderina, recriado en Barcelona y luego en Vigo por un traslado laboral de su padre, Cristina recuerda cómo en la casa familiar se ponía todos los domingos en el tocadiscos música italiana de Carosone, Modugno o Marino Marini. Germán se impregnó de todo eso (cómo no recordar la versión de ‘Come prima’ que haría años después con Golpes Bajos, consiguiendo superar incluso el original de Tony Dallara), pero también bebió de los Ramones, de los Sex Pistols, The Stranglers o Víctor Jara. Del 81 hasta mediados del 83 duró la aventura de Germán como vocalista de Siniestro: la música era acelerada, frenética y paródicamente punk; las letras, descacharrantes, irreverentes e ingeniosas, y los conciertos solían convertirse en un ruidoso cafarnaún donde volaban las botellas y los escupitajos. Así lo evocaba Germán años después: «Los conciertos eran muy divertidos. La gente lo vivía con pasión y con un rollo visceral total. El público escupía a todo el que se subía al escenario, fueran Siniestro o Aviador Dro, la cuestión era escupir. ¿Por qué? Porque eso molaba en Londres, allí escupían...» (pág. 67). Precisamente un botellazo recibido en la pierna en 1983 durante una actuación en la Sala Zeleste de Barcelona lo mantuvo hospitalizado durante unas semanas y fue el detonante que le hizo repensar sus planes y abandonar finalmente Siniestro para unirse con un antiguo compañero de colegio llamado Teo Cardalda: ese sería el germen de Golpes Bajos, un «paso de madurez» en su música, según declaración propia, que no obstante dejó heridas abiertas en algunos de sus antiguos compañeros, quienes nunca acabaron de perdonarle su aparente huida. Así pues, en abril de 1983 ya estaba cerrada la formación de Golpes Bajos: junto a Coppini (voz) y Cardalda (teclados, guitarra y percusión) aparecían Pablo Novoa (guitarra y teclados) y Luis García (bajo). El nuevo cuarteto estaba listo. Poco hay que añadir ahora al éxito fulgurante de la formación, que en apenas tres discos y dos años de carrera consiguieron alzarse como grupo revelación, cosechando amplias ventas, premios, actuaciones, apariciones y admiraciones por doquiera y dejando para la posteridad un puñado de temas que son himnos de una época irrepetible. Las letras oscuras de Coppini y las texturas musicales del grupo, novedosas, audaces y muy elaboradas, eran algo casi insólito en aquellos años. Para quien esto escribe la voz de Germán en canciones como ‘No mires a los ojos de la gente’ o, sobre todo, en la popularísima ‘Malos tiempos para la lírica’ resume una época tanto o más que las melodías de Nacha Pop, Radio Futura o Paraíso. Como señala Marín Albalate, «Golpes Bajos fue, a pesar de su efímera trayectoria, un grupo de referencia para entender la música de los 80». A partir de la polémica disolución del cuarteto en 1985 Germán Coppini se embarcó en solitario en una serie de proyectos tal vez un tanto desnortados. Él mismo confesaba sus dificultades en una entrevista realizada en 2012 que Marín Albalate recoge en su libro: «Ser solista no es nada cómodo. Tengo a gala decir que soy el primero que venía de grupos noveles, después llegaron todos los demás, los Urrutias y Bunburys. Incluso las compañías por esa época no sabían muy bien qué hacer conmigo, cómo venderme o dónde dirigirme. Mi carrera está llena de altibajos en parte por eso». Lo cierto es que el resto de su producción musical aparece empedrado de una sucesión de discos un tanto desconcertantes que no captaron demasiada atención ni lograron grandes ventas. La sombra de su pasado en Siniestro y en Golpes Bajos tal vez pesara demasiado sobre aquellos trabajos. Coppini, siempre con una base evidente de pop, iba probando con diversos ritmos y matices, que lo mismo iban del rap al tecno o la electrónica, de la balada al ambient, del funk al swing o a los ritmos latinos sin dar la impresión de acomodarse bien a ninguno de ellos. El resultado eran o bien revisiones no demasiado jugosas de standards del rock nacional e internacional, o bien canciones que, salvo alguna excepción espigada de aquí y de allá (‘Alien divino’, ‘Manouche’, ‘Mundo en trance’, ‘Abre la ventana’, ‘Remolinos’ o ‘Barbazul’, versión de ‘Chain of fools’ de Aretha Franklin, por ejemplo), no lograban remontar el vuelo. La voz doliente de Germán y sus elaboradas letras no bastaban para levantar unas composiciones que carecían de la chispa y la magia de las de Golpes Bajos.
A principios de los 90, tras dos discos en solitario (El ladrón de Bagdad, 1987, y Flechas negras, 1989) que no lograron confirmarlo como autor solista al mismo nivel que como voz de grupo, se embarcó en proyectos un tanto erráticos: duetos con Paco Clavel, temas para series de dibujos animados, colaboraciones en fanzines, etc. En 1996 saca Carabás, tal vez su trabajo más interesante. En marzo del 98 Germán y Teo Cardalda se reúnen para una serie de actuaciones que comenzarían en el Teatro Cervantes de Málaga, donde presentaron Vivo, un disco en falso directo bajo el marbete de “Golpes Bajos”; pero al finalizar la gira y comprobar los modestos resultados comerciales del álbum decidieron abandonar el proyecto. Siguen unos pocos años de inactividad para Coppini y una serie de colaboraciones con otros artistas, así como actuaciones puntuales o conmemorativas. Forma con otros músicos de la Movida el efímero grupo Anónimos, que se autoeditan en 2004 un mini CD de título homónimo. En 2006 saca Las canciones del limbo, un sugestivo y oscuro disco lleno de rarezas, tal vez demasiado experimental como para ser escuchado con la atención que se merecía en nuestra impaciente época. En todo caso, es el disco suyo en solitario que personalmente prefiero. Ya metido de lleno en los sonidos electrónicos aparece en 2008 Primo tempo, disco inicial del nuevo proyecto de Germán junto con Álex Brujas llamado Lemuripop. Cuatro años después reinciden con Todas las pérdidas crean nudos (2012), un producto con mayor vocación comercial en cuyas letras empieza a aparecer un cierto compromiso ideológico que queda no obstante algo diluido entre los ritmos electrónicos y presuntamente bailables. En 2013, el último año de su existencia en la tierra, Germán ensaya un nuevo giro y publica América herida: catorce versiones de otros tantos temas de autores hispanoamericanos (Violeta Parra, Víctor Jara, Carlos Mejía Godoy, Daniel Viglietti, etc), ahora desde la perspectiva del rock y acompañado por el grupo Los Voluntarios. Coppini muestra a las claras en este trabajo un compromiso mayor al elegir un repertorio que contrasta irónicamente con aquella canción titulada ‘El sudaca nos ataca’ que entonaban en el 83 sus ex compañeros de Siniestro Total. Aquí las canciones parecen mayormente escogidas según la doctrina de aquel famoso libro de Eduardo Galeano llamado Las venas abiertas de Latinoamérica, de la cual Coppini era fiel creyente. En todo caso, un disco sumamente peculiar, por todos los conceptos, a la altura de 2013. Pero la Nochebuena de ese mismo año (otra oscura ironía) Germán Coppini nos abandonó a causa de una maldita enfermedad hepática. Tenía 52 años y un montón de proyectos por culminar. Desde entonces hasta ahora se han sucedido homenajes, conciertos conmemorativos, discos con canciones descartadas (Quimera, 2016), reinterpretaciones absolutamente personales de viejos éxitos de Golpes Bajos y algún libro que otro sobre el viaje musical de Coppini con sus antiguos compañeros, como el que escribió Xavier Valiño con el título de Escenas olvidadas. La historia oral de golpes bajos (2018). A ese conjunto de hitos que siguen articulando la memoria viva de Germán Coppini por encima de los dimes y diretes, de las incomprensiones de las grandes disqueras o del tornadizo favor del público se suma ahora este Colecciono moscas de Marín Albalate. Un libro imprescindible y exhaustivo, que recoge datos y materiales inéditos o desconocidos y que sirve para ahondar en el conocimiento de un músico autodidacta, de un exigente artesano, un inquieto aventurero al margen del camino usual, lleno de honestidad y que partió demasiado pronto. Semper audax. |
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