LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JESÚS ARROYO. FOTOS DE MANICOMIO (Unaria, Castellón, 2015) por JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR Fotos de manicomio, el cuarto poemario de Jesús Arroyo, es un trabajo que cuenta con ilustraciones a color de Paco Ibáñez, Pilar López Alcolea y Miguel de Unamuno Vera. Montse Morata, Doctora en Periodismo y escritora, firma un breve prólogo titulado “El manicomio de la realidad”; un espacio liminar en el que algunas de sus certeras afirmaciones previenen al lector del terreno en el cual va a adentrarse. Algunas de sus aseveraciones son estas: «Decía Edgar Allan Poe que la ciencia todavía no nos ha enseñado si la locura es la más sublime forma de inteligencia», «[…] Jesús Arroyo desciende al averno del dolor y su locura para rescatar de allí la vida» o «Es una poesía que no bebe de las modas sino de los grandes». En su espléndida aportación al poemario, Morata recurre a tres personajes de la historia literaria por su clara analogía con el submundo de Jesús Arroyo; el licenciado Vidriera de Cervantes, la trinidad formada por las Brujas de Macbeth y la dualidad del flâneur, o curioso paseante universal de personalidad desconocida; pocos son los consejos que alguien puede dar para afrontar este intenso cuaderno de viaje que supone Fotos de manicomio, el testimonio de un artista rodeado de sufrimiento que sin pretenderlo, revela belleza. Considero necesario señalar que este libro fue escrito por Jesús Arroyo tras vivir una experiencia que cambió su vida. Durante el invierno de 2014, el autor se encontró con la locura como nunca antes lo había hecho; fue profesor de los internos del Módulo de Discapacidad Intelectual del Centro Penitenciario VII de Estremera (Madrid), allí comprendió muchas cosas y no comprendió otras muchas, la experiencia le marcó profundamente, hasta el punto de reconocerse en gratitud emocionada, como el verdadero alumno de aquellas personas. Nada es habitual ni pueril en este proceso psicológico, así, el primer poema del libro lleva por título “Pala sin cordura”, tres cuartetos endecasílabos de rima consonante (ABCA) que suponen ser la única pieza del conjunto con dicha estructura; tal vez este poema sea —métricamente— el elemento discordante que rompe la armonía emulando a la enfermedad mental. Algunos poemas parecen narrar pesadillas, escenas surrealistas no exentas de ironía y crítica, y otros se asemejan al género fantástico al relatar esa otra realidad que nadie cuenta: […] y al volver la vista / el rincón aguarda en telaraña, / decidió, a piel desnuda / y ojo terciopelo, / retirar con mimo aquellos hilos / para vestirse de artrópodo. // Se aseguró: / a ocho manos / la limosna sería una constante. En el poema titulado ‘Creyéndose Balzac’ los versos narran la heroica gesta de un enfermo que decidió no separarse jamás de un manojo de poemas, en su gesto y en el de sus compañeros, pervive una solemnidad enmascarada de disturbio: Lo único que quiso / fue llevarse a la tumba / los veinte poemas escritos en la sensatez de un escondite, / el olor a humedad que deja la tinta en las paredes / y una mirada de amor que jamás sacó de sus pupilas. // El pabellón, en fila y cuerdo de demencia, / asistió a cada uno de sus veinte funerales.
Emocionado al narrar la vida en un escenario tan estremecedor, la gramática se vuelve quebradiza y por cada grieta se filtra la poesía; no es de extrañar que para tal empresa el autor utilice sendas citas de Leopoldo María Panero o Friedrich Nietzsche, poetas del ensayo o ensayistas de la poesía que vivieron su particular relación con la locura. Aunque a decir verdad, la cita que más impresiona es la de Thomas Szasz, uno de los referentes de la antipsiquiatría, quien afirmó en su día: «Si tú hablas a Dios, estás rezando; si Dios te habla a ti, tienes esquizofrenia». Como obedeciendo a los postulados de Szasz, los maestros de Arroyo no escatiman en lecciones y día tras día siguen expresando sus mensajes a través de su —para nosotros— nuevo lenguaje metafórico: Me lo dijo hace decenas de horas, / miles de lustros… / No supe ver la muerte en su mirada, / el final de un ciclo llamado esperanza. // Fue la rosa plantada en un jardín de hielo, / la guadaña clavada en verde prado, / la paloma invadiendo mi buhardilla. Las ilustraciones que acompañan a los poemas no hacen más que inquietar más todavía al lector: formas humanas deformadas, doloridas, tristes; la brevedad de los poemas hace que, de un momento a otro, la situación sea distinta; su blancura vibra con la asepsia. El discurso de Jesús Arroyo es un doloroso testimonio cuya máxima pretensión es ser justo con esos desheredados que describe; su conciencia, contrariada por lo que supuso un azote a su sensibilidad, no duda en mostrar la crueldad, el caos o el rencor si es preciso, su poética no se adscribe a nada, sobrevive y se hace fuerte en su protección a la verdad: A ti, educador de púber, / más diablo que Marista / en proclama de iglesia que no sientes / creyente y dueño del sermón / que nunca llevarás a confesiones. […] A ti, masturbador entre lavabos / a cambio del notable despiadado / y clases de guitarra en dormitorio. […] A ti, que escondes en despachos / o en negro país misericordia… / no te veré morir como mereces, / ese es castigo que me toca. Traumático y magnético relato a partes iguales. Jesús Arroyo, misionero en el infierno, nos invita a compartir su fantasmagórica vivencia, su estancia en ese purgatorio de los vivos es una exploración de la mente humana que trasciende en emociones y reflexiones a cualquier otra lectura común. Quizá la poesía sea el lenguaje más propicio para encarnar el torrencial discurso de esa otra consciencia que nos aguarda tras el fino dique de la cordura. En cualquier caso, estos retratos de manicomio son necesarios en una sociedad en la que locuras menos sanas son constituidas como negocio.
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SALVADOR GALÁN MOREU. LA PUNTUALIDAD DE HEINRICH BÖLL (Verbum, Madrid, 2016) por ELISA SERNA MARTÍNEZ POESÍA DE SUPERVIVENCIA EN LAS TRINCHERAS En las guerras más que en ninguna otra situación las fronteras se vuelven más visibles, y quizá por ello también más vulnerables. En La puntualidad de Heinrich Böll (Verbum, 2016) Salvador Galán Moreu revisa la historia de la Segunda Guerra Mundial y sus escombros, coloreando con sus versos las voces que se perfilan desde los márgenes. Le ha bastado con fijarse en la obra del premio nobel Alemán –con su desfile de personajes exiliados, excéntricos, al borde de la muerte– para confirmarnos que son las experiencias carnales las que traducen con mayor universalidad la historia de la humanidad. Las fronteras están para traspasarlas, claro está. Pero ¿qué ocurre en el espacio que se recorre para llegar del centro a las afueras, del bando propio al bando enemigo, de la moral de los afectos a la irracionalidad causada por el terror, y viceversa? En el poema “Los invadidos” (32) quedan reflejados los amantazgos de guerra, no como convenciones del amor cortés, sino como testimonios de la necesidad de afecto frente a la muerte acechante, “Seres no enamorados / pero invadidos por su propio amor” cuya excusa para acercarse el uno al otro no era otra que la propia supervivencia. En ese territorio de nadie y de cualquiera donde se negocia lo innegociable y se cuestionan la moral y la propia humanidad, se sientan a dialogar voces al límite, rescatadas a bordo de un poemario cuya estación de origen está en el pasado, pero que bien podría llegar con puntualidad al mundo actual. Se dice que la guerra es excusa suficiente para la evasión, para escaparse de la moral, de Dios, incluso de sí mismo. Al mismo tiempo, no es menos verdad que el propio deseo de subsistir –tan latente entre los soldados de guerra– pueda llevar al individuo a cometer los actos menos racionales y moralmente más desdeñables. En este contexto bélico en el que la amenaza de dolor y destrucción se equilibra con la búsqueda de placer y creatividad, la voz poética afirma: “La vida derramaba tanto como la muerte” (“Dresde” 31). Por ello también el adulterio es un acto justificable en tiempos de guerra: porque solo dos bandos conocemos y ella, tenga cincuenta o veinte años, sea rusa, polaca o alemana, está sola en el mío que es el del puro miedo? (“Amor” 29) A menudo el adulterio tiene también sus oportunistas: “Recuerde” dice el conserje al putero “su pecado es el negocio / mi mutis, garantía” (37). Así interviene la Madama de una casa de putas: “Mis predilectas fueron esas chicas que llaman / “frescas” o “difíciles de meter en cintura”” (25) que se lamenta de sus destinos irremediablemente convencionales, “Me desobedecieron al casarse” (25); y al fin pronostica, “Nunca hallé matrimonio que dejara / de revelar los flancos atacables / en la mujer.” (26). Al reflexionar sobre las mecánicas que mueven las acciones de los protagonistas de Böll recreados por Galán Moreu, una se da cuenta de que las virtudes no nos hacen más virtuosos, y de que los vicios, no más viciosos, pero que detrás de cada intento fallido, hay algo que nos hace más humanos. En estas mecánicas, los fluidos corporales son los que actúan de canalizadores entre bandos hostiles, o entre el vicio y la virtud: No fue por su belleza distraída, y menos gracias a su joven ánimo, era la ausencia de esa cualidad lastimosa –el escrúpulo– hacia cuanto salía de los cuerpos en quiebra: fluidos, grumos o gotas (“Leni” 24) En ese espacio viscoso e intermedio es donde la moral se diluye y el deber se reblandece. Quedan la memoria y la imaginación, que se mezclan con el momento presente y la carnalidad como recursos necesarios para recordarnos que, a pesar de –o gracias a– todo lo derramado, seguiremos vivos, siempre que seamos capaces de sentir afecto. Nos indica el autor en su “Declaración de Guerra” (11) “que fluyen como la sangre palabras.” pues son las palabras de los poetas las que desatascan las tuberías de la sociedad. Señala Galán Moreu que “Es el relato de una historia la que se escapa / a través de cualquier residuo humano” (“Leni” 24) insistiendo en la experiencia individual como fuente indiscutible de información histórica. También para Galán Moreu, “(e)l arte que no salva pero al menos resiste” (“Kunst” 22) denuncia, cuestiona, lleva a los museos la cotidianeidad que sutilmente se instala en lo más terrible de la historia –¿o acaso no nos acostumbramos a los hechos más atroces? Trasplantar las vivencias personales a una vitrina es transformarlas en belleza, y la belleza es eso que te mueve sin que apenas te des cuenta.
Puede que lo que admire Galán Moreu de Böll sea su puntualidad. Pero no la de esos trenes que, para orgullo y regocijo de los regímenes fascistas de la época, llegaban a la hora estipulada, estableciendo así un orden, una eficacia bajo la que cobijarse, pero también bajo la cual uno sería controlado y adoctrinado; sino más bien la puntualidad de la que ya renegara Shalman Rushdie en su introducción a la versión inglesa de Asedio preventivo (1979) al calificarla de “demasiado programática”. Es decir, que Böll calcula su trama para escoger cual es el momento en que es preciso que ocurra lo que tiene que ocurrir, como si de un campo minado se tratara. Explosivos que detonan justo en el momento, ni demasiado temprano ni demasiado tarde, en que uno admira y desentraña esas “mondas de zanahoria y de patata” (22) expuestas cuidadosamente en el suelo de un museo. Y con esa mirada fresca del discípulo, homenajea el poeta español al novelista alemán, colocando poema tras poema historias que viajan desde lo personal a lo político en un entramado humano en forma de vías férreas que no dejan ni un solo punto de la geografía humana incomunicado. RUBÉN MARTÍN GIRÁLDEZ. MAGISTRAL (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2016) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR "El autor que escribe para un público, a decir verdad, no escribe: quien escribe es ese público y, por esta razón, ese público no puede ya ser lector; la lectura no es más que en apariencia, en realidad no la hay. De ahí, la insignificancia de las obras hechas para ser leídas, nadie las lee. De ahí, el peligro de escribir para otros, para despertar el habla de los demás y que se descubran a sí mismos: los demás no quieren oír su propia voz, sino la voz de otro, una voz real, profunda, incómoda como la verdad." Maurice Blanchot He querido empezar con esta cita de Blanchot porque creo que resume una de las ideas principales de Magistral, y porque me identifico plenamente con ella, con ese deseo que me lleva, cada vez que abro un libro, a buscar la voz de otro, una voz incómoda como la verdad. En Rubén Martín Giráldez he encontrado esa voz y, sí, es incómoda como la verdad. Y mucho más incómoda es cuando hay que hacer una reseña, cuando hay que hacer un comentario sobre una novela que se ríe de los autores que escriben para un público, y que se ríe de los lectores que rechazan esa verdad, y que se ríe de los críticos que ensalzan las obras que no están escritas sino por el público. Es difícil escribir una crítica de Magistral porque esta novela incluye dentro de su material narrativo varias críticas de Magistral. Podría decir, por ejemplo, que es una obra “inclasificable”, y ya Magistral se está riendo de mí: «El hueco perfecto para que la prensa metiese la palabra “inclasificable” como cuña de hospital». Es difícil escribir sobre Magistral porque esta novela nos está provocando para que, como críticos, como prensa, advirtamos al lector de que no es una novela. Y ya al plantearse el crítico el hacer esta advertencia, está dando la razón a la durísima diatriba o sátira que incluye esta novela. Es decir, por qué todavía tenemos que plantearnos si una obra como esta es o no es una novela. Hasta qué punto todavía estamos apegados a la tradición de la novela realista que exige un argumento y unos personajes, para que nos veamos tentados a poner “novela” entre comillas: «El probador de venenos quiere que le contemos una historia, una ficción manipulativa que le ponga puño en las tripas y satisfacción estética en las mientes. ¿No hay epopeya acaso en un discurso, en una doctrina escrita o en una homilía? ¿Y si lo que se dice no es ficción, sino verdad? ¿La enunciación es menos elevada que la invención? La opereta debería construir su lenguaje tratando de solventar las carencias del lenguaje, y no resignarse a usar la lengua dada como una llave de boca fija». Y bien, lo que está claro tras esta introducción es lo que no es Magistral. No es una novela convencional. Metamos la cuña de hospital y digamos que es inclasificable, como si no hubiera existido toda una tradición de novelas inclasificables, como si no hubiera existido Thomas Bernhard, ni Gombrovicz, ni André Breton, ni Maurice Blanchot, ni Lautréamont, ni Kafka, ni Vilas, ni Alejandro Hermosilla, ni Mario Bellatin, ni etc. Magistral es un discurso, una sátira, un panfleto, una diatriba y muchas cosas más. Podríamos caer también en la tentación de ser ordenados y disciplinados y decir que esta novela tiene tres partes. Una primera parte en la que el narrador, caracterizado como un rey o déspota encumbrado por haber escrito una novela llamada Magistral, monologa incesantemente contra la literatura española, contra los lectores españoles («Si eliges escribir, lo haces para gente muy poco habituada a comer sin morral».), contra la crítica española y contra la propia lengua española, por haberse convertido esta en una lengua muerta, sin espacio para la verdadera creación: «La cadavérica oficial (…) dijo de mi prosa de rebaba sórdida lo mismo que de la prosa inconsútil de mis coetáneos, que más parecía que estuviesen de vacaciones en el lenguaje que escribiendo. Vale al todo vale, pero no al todo vale igual, amigos. Ante este estado de cosas se me bajaron los humos y se me subieron los colores, me convencí de que era yo, en efecto, de este mundo, de que no había venido aquí a acaecer, sino a palidecer como cualquier otro pese a mi condición de jerarca (que me pesa). (…) habíamos llevado el idioma al cero, habíamos vuelto la lengua castellana muelle y fantocha». Esta parte se caracteriza por un estilo ciertamente barroco. No solamente por el juego cervantino de incluir la novela Magistral y su recepción crítica en la propia novela, sino por un lenguaje rico, humorístico, lleno de cultismos, de arcaísmos, de neologismos insultantes o desternillantes o abiertamente chuscos y malsonantes que casi siempre se convierten en dardos para denunciar el actual estado de la literatura española, caracterizada por la cobardía y la neutralidad, por la falta de riesgo y la complacencia. La voz que habla en esta primera parte constituye el monólogo delirante de un rey impotente, de un dictador/escritor que desprecia a sus súbditos, a los lectores, a los críticos que alaban su obra. Y en ese desprecio lo que hay es una afirmación de su propia voz, de su propio estilo, al mismo tiempo que una crítica a toda literatura que no ponga toda la carne en el asador, literatura tímida, cobarde, que no arriesgue. Es la voz de un narrador que molesta, que incomoda como incomodan los adolescentes rebeldes e ingenuos, un adolescente que se ha enganchado a las vanguardias, que puede sonar muy francés, muy Lautréamont, con un malditismo que oscila entre lo violento y ególatra por un lado, el desprecio de la mediocridad al estilo Bernhard por otro (repetitivo, aristocrático, aislado; pero un Bernhard humorístico, pasado por Quevedo y Rabelais) y la reflexión sobre el lenguaje, sobre el poder ajeno y total del lenguaje y la relación del autor y el lector con el lenguaje que puede tener ecos de Bataille, de Blanchot. Todo, por lo tanto, como decimos, muy antiguo, muy de una época que (lamentablemente, opino yo, ahora, de forma totalmente subjetiva) ya no es la nuestra, ya está quedando atrás o ha quedado atrás y puede incluso mirarse con el correspondiente desprecio, ironía, condescendencia. Aquellos vanguardistas exaltados, aquellos violentos que se empeñaban en no separar literatura de vida, en considerar la escritura más un destino y un espacio de muerte y sacrificio que, como ocurre en la corriente que ahora domina, como un espacio de prácticas literarias, de ejercicios de estilo, de probatura de técnicas y juegos con la biografía y el narrador: «¿Qué son nuestros libritos? Nada de lo que haya que avergonzarse: productos de ocio, animales inanimados de compañía para la muerte». Compárese esta afirmación con una similar de André Breton, para explicar mejor ese “afrancesamiento vanguardista” que hay en este planteamiento: «Escribir, quiero decir, escribir tan difícilmente, y no para seducir, y no, en el sentido que se entiende corrientemente, para vivir, sino, parece, todo lo más para basarse uno a sí mismo moralmente y, a falta de poder permanecer sordo a una llamada singular e incansable, escribir así no es ni jugar ni hacer trampas, que yo sepa». O compárese también con estas de Maurice Blanchot, autor en el que he pensado mucho leyendo Magistral: «Escribir no es nada, si escribir no arrastra al escritor a un movimiento lleno de riesgos que le cambiará de una o de otra manera. Escribir es solo un juego sin valor, si este juego no se convierte en una experiencia aventurera, donde quien la persigue, comprometiéndose en una vía cuya salida se le escapa, puede aprender lo que no sabe, y perder lo que le impide saber». Es, en definitiva, el lenguaje de un rey apocalíptico y suicida, que dimite de su cargo, de su lenguaje, del idioma español porque no puede soportar la mediocridad en la que se ha instalado el escritor medio y el lector medio. Es una voz violenta y humorística, ciertamente antipática, que se reclama a sí misma como único escritor válido del español, pero que al mismo tiempo siente inútil su tarea por esa masa de lectores y críticos que son incapaces de ver la verdadera grandeza de su obra. Es también, en su barroquismo, una voz un poco quijotesca: un Quijote engreído y soberbio que, harto de que no se reconozcan como es debido sus méritos, sus hazañas, se plantea dejar la orden de caballería. Es como un Quijote cansino y repetitivo que nos machaca a nosotros, los lectores, porque no somos capaces de ver los gigantes y porque solamente vemos molinos cotidianos y sin significado. Es un Quijote sin Sancho Panza, que rehúye así el diálogo porque solamente quiere escuchar su voz, y porque prefiere imaginar a sus propios enemigos, creándolos él mismo, dándoles él su voz de pantomima. Sin embargo, en la segunda parte, parece que este rey impotente, este rey al que nadie valora como él quiere ser valorado, este Quijote adolescente y gritón, se harta de todo, abdica, deja las armas, y se pone a los pies de otra lengua, el inglés americano, y de otro rey: el escritor norteamericano Ben Marcus. Como un caballero derrotado, se rinde ante alguien que considera superior. Su enorme ego vanidoso lucha y nos cuenta el enorme sacrificio que supone esta sumisión, esta inclinación ante alguien superior. Pero consigue seguir siendo el rey, si no de la literatura, sí al menos de la lengua castellana, a la que abandona, por indigna, para servir a la Boca Americana y a Ben Marcus. Se convierte ahora en escudero. Y la novela que había sido un monólogo o diatriba incendiaria contra la España literaria, se convierte ahora en una especie de crítica o reseña de la obra de Ben Marcus. Esta segunda parte incluye también una reflexión sobre la traducción, que es al mismo tiempo una lucha del ego del narrador/autor de Magistral contra la existencia de Ben Marcus y de su novela Notable American Women. Reflexiones sobre el hecho de pasar un texto a esa lengua española que considera arruinada y miserable, y reflexiones sobre la conveniencia de sacrificar su voz para convertirse en la voz de Ben Marcus: «Todo mi esfuerzo por deshomologar Occidente quedará en nada. O producirá comentum, lo que es aún peor. Nuestra Historia está harta de inaugurar dioses de mandato rotatorio, así que no voy a dejarme suplantar por Ben Marcus (…). ¡Pero si había planeado yo para todos un fin del mundo precioso! No le guardo rencor a Marcus, ese destronador que me ha hecho meter la cabeza en la Boca Norteamericana». A partir de aquí, y a partir de los juegos textuales con la portada, contraportada y otros textos de la novela de Ben Marcus, esa voz se va convirtiendo en un lenguaje cada vez más torrencial; ese personaje dictatorial va desapareciendo en el texto, su lugar va siendo ocupado por un torrente verbal cada vez más irracional, cada vez más verborreico, incontinente, exuberante: «¿Estaré diciendo lo que no quiero? ¿Me pertenezco ahora mismo o estoy poseído y dictado, con la voz prestada?». Es un lenguaje cercano a la escritura automática («Lengua pastosa tropezona, 100 palabras solas et puis, florescencia, romanpaladeo, ramón paladino, que lo que comiença la lengua lo acaba de exprimir el gesto».), y creo conveniente recordar aquí lo que Blanchot decía sobre la escritura automática, pues puede servir de ayuda para entender el final o tercera parte de la novela: «(en la escritura automática) el lenguaje no solamente parece sacrificado, sino humillado. Sin embargo, se trata de otra cosa: el lenguaje desaparece como instrumento, pero es que se ha convertido en sujeto. Gracias a la escritura automática, es elevado a la más alta promoción». Entraríamos así en la tercera parte, siempre teniendo claro que no hay partes que valgan, y que todo esto lo hacemos para que sea más fácil escribir sobre el texto Magistral. El final del libro confirma esa pérdida de identidad, esa suplantación por la que la voz del autor queda desautorizada por la anárquica voz del lenguaje deshaciéndose, formándose, creando palabras y frases sin sujeto, sin razón de ser, puro lenguaje desatado más allá del dominio del autor. Como decía Blanchot, el lenguaje desaparece como instrumento, pero se convierte en sujeto. Rubén Martín, del que me atrevo a apostar que lee con frecuencia a Blanchot, lo confirma a estas alturas de la novela: «Tenías muy presente que si jugabas con la voz, la voz buscaría la manera de apuñalarte. ¿Para qué despiertas a la voz? ¿Qué te ha hecho la voz para que no te calles, para que no sepas ya callarte? Si la voz se levanta por las mañanas lo hace sólo para ser tu mesías salvaje, el idioma de la masacre, la lengua de chacinería; poco importa que te hayas disfrazado durante unas pocas horas de nuncio marquiano». Todo el final de la novela lo he interpretado en clave blanchotiana. Se pregunta quién es esa voz que habla, que ha usurpado o ha tomado el libro, y esa voz responde y no responde, juega, se esconde: ¿es Ben Marcus?, ¿es el lector? Es muchas cosas y es ninguna: es la inspiración, es una voz ajena, que no corresponde al autor, es el lenguaje hablando y hablándose, haciéndose visible como un fantasma: «Los amanuenses confundís con inspiración la psicosis-despertador que os inoculamos. Cuando dictamos, dictamos, y es fácil, todo son facilidades, todo va rodado, hasta parece que tengáis talento; cuando cuesta, es que no estamos dictando: no hay equivocación posible (…) Tú mismo te estás diciendo; Para, déjalo, pon a salvo tu dignidad. Si no te escuchas a ti mismo, dime, ¿de qué te sirves?».
El sentido de toda la novela, especialmente por cómo evoluciona en la última parte de la misma, va muy en consonancia con ciertas tesis de Blanchot sobre la escritura, como esta que cito a continuación: «Ese lenguaje no supone a nadie que lo exprese, a nadie que lo escuche: él se habla y él se escribe. Ésa es la condición de su autoridad. El libro es el símbolo de esta subsistencia autónoma, él nos sobrepasa, no podemos nada sobre él y no somos nada, casi nada, en lo que él es. (…) Él es una especie de conciencia sin sujeto, que, separada del ser, es desapego, impugnación, poder infinito de crear el vacío y de situarse en una falta. Pero es también una conciencia encarnada, reducida a la forma material de las palabras, a su sonoridad, a su vida, que recomienda creer que esta realidad nos abre una vía desconocida hacia el fondo oscuro de las cosas. Acaso esto es una impostura. Pero tal vez esta superchería es la verdad de cualquier cosa escrita». En la cita anterior veo, prácticamente, un resumen de Magistral, si nos olvidamos ya de esa tramposa división en tres partes que tan útil nos ha sido. Todo el texto, todo el monólogo incontinente que conforma esta obra nos habla del poder aniquilador del libro, del poder impotente de la literatura, del sentimiento ególatra y omnipotente del autor que es expulsado de su propio libro y de su propia lengua. Es un lenguaje que, después de criticar a su homólogo, el lenguaje cerrado y cotidiano, y después de criticar a la literatura cobarde que no arriesga fuera de ese lenguaje dado, se va volviendo él mismo conciencia, sujeto, desplazando al “autor”, derrocando a ese falso rey que es el escritor y abriendo esa vía oscura que es el final de la novela: fondo oscuro, verdad, o superchería. Para terminar, debemos decir que Magistral es una obra para disfrutar de ese lenguaje. Una novela que levantará la inevitable polémica por sus críticas a la lengua española y a los escritores españoles, y que esa polémica se verá avivada por la construcción de ese personaje bernhardiano, soberbio, redundante y antipático. Pero creo que hay mucho más que esa polémica en Magistral, y que bien merece un aplauso, al menos para los que disfrutamos de una literatura “dura”, que no rehúsa la experimentación y que nos devuelve esa tradición tan antigua, tan “pasada de moda”, que nos entregaron las vanguardias: la literatura como apuesta vital, como entrega total, como suicidio en el lenguaje. Ese intento siempre imposible de crear una obra que sea vida, de crear una obra que no sea literatura, de morir en ella, aunque sea morir de risa y de asco y de impotencia: «Como si alguien creyese de verdad que no se estaba escribiendo a cada instante un libro de una potencia carismática tal que podría (en caso de leerse de forma adecuada) destruiré-dit-elle las conveniencias de esa nación y avergonzarnos a los pusilánimes, impulsarnos a rebanar varios cuellos políticos, convencernos de nuestra idoneidad para hacer algo grande, dar ejemplo y no volver a mentir nunca más». SARA MESA. MALA LETRA (Anagrama, Madrid, 2016) por MIGUEL ÁNGEL CARMONA DEL BARCO Ahora entiendo la verdadera importancia de la literatura como instrumento para iluminar algunas parcelas del funcionamiento del Universo sobre las que la ciencia, por mucho que se empeñe, sólo arroja sombras. Ha sido gracias a una frase que Sara Mesa (Madrid, 1976), le presta al narrador del primer cuento de Mala letra (Anagrama, 2016): “Actuaba sin prisa, como si el tiempo también estuviera obligado a amoldarse a su ritmo”. Miles de horas de esfuerzo de comunicadores científicos, periodistas y portavoces de prestigiosos institutos para intentar explicarnos en qué consisten las tan famosas ondas gravitacionales, y era tan sencillo como leer El cárabo (que así se titula el cuento). La materia deforma el tiempo y genera ondas que a su vez deforman el espacio: así pretendían hacérnoslo entender los científicos. El eje temporal, su fluir, sufre modificaciones a medida que vamos acercándonos al personaje: así se manifiesta en la literatura. Por eso, las cuatro dimensiones no sólo son perfectamente aprehensibles en literatura —varias subtramas, sincrónicas o diacrónicas, pueden avanzar a la vez en el libro y en nuestra mente—, sino que son la base de la geometría con la que trabaja el escritor. Las ondas gravitacionales son esas vibraciones que recorren las páginas de los buenos textos, como los que componen Mala letra, y que atraviesan al lector sin que éste tenga necesidad de preguntarse sobre su naturaleza. Esta reseña no pretende destripar el argumento de los cuentos, uno por uno, como si ello pudiera ayudar al lector a hacerse una idea del todo, o como si los argumentos de los cuentos, en sí, importaran algo en realidad. En mi opinión, los argumentos no son más que excusas, más o menos brillantes, para hablar de lo que realmente queremos, a veces a nuestro pesar. Esos, que son los temas del escritor y que normalmente le acompañan a lo largo de toda su vida, son como el aeropuerto en el que el piloto no es capaz de aterrizar, a veces por el viento, otras por la mucha altura, otras porque la niebla no deja ver la pista. El piloto, no obstante, no deja de intentar aproximarse desde mil ángulos distintos, con distintas velocidades, y envejece a los mandos del avión hasta que un día, probablemente, se da cuenta de que jamás ha despegado, que siempre ha estado sentado frente al cuaderno en el que escribe el cuento del piloto que no es capaz de aterrizar. El tema de la Sara Mesa que yo he leído es la culpa. No hay cuento que no trate de ella: la culpa de la profesora a la que aterra su sentimiento de superioridad sobre el alumno tetrapléjico; de los conductores implicados en un accidente; de la adolescente criada por quién usa la culpa para oprimirla, para hacerla sentirse sucia; la culpa de la niña que es víctima de un robo y un abuso y que es, en realidad, la culpa del humillado; la ausencia de culpa del monstruo. Ya lo fue en Cicatriz, con su constante reflexión sobre la ética del robo, del mantenimiento de una relación clandestina, de la índole de esa relación teniendo en cuenta que no era física; la culpa, siempre como trampa, como ladrón emboscado que solo asalta a quién teme ser asaltado mientras el resto de la Humanidad pasea tranquila en aparente paz con su conciencia. Pero esa Humanidad en paz no le interesa a Sara Mesa, como a Flannery O’Connor no le interesaban los personajes que no tuvieran su propia concepción de bien y el mal y estuvieran dispuestos a actuar en consecuencia. A ellos nos recuerdan algunos de los de Mala letra: el viejo de Nada nuevo, al viejo Dudley de El geranio o, más bien, quizá, al viejo Tartwater, por lo de alcohólico y ermitaño. La hermana pequeña de Nosotros, los blancos, que ya en el título evoca otro de los temas de Flannery, tiene trazas de Nelson, el niño que acompaña al abuelo a la ciudad en Un negro artificial. Y es que los personajes de Mala letra se sienten extraños en la urbe, como los de Flannery, porque proceden de la periferia —como la propia autora ha dicho en alguna entrevista— y no casan con el arquetipo de provinciano que desea emigrar a la ciudad para convertirse en alguien y, de paso, ponérselo fácil al escritor con una historia de superación y crecimiento. No. Ellos quieren seguir viviendo en el pueblo, pero viajan a la ciudad porque no les queda otra. Pero tampoco son utilizados como extraterrestres que sirven para reflexionar sobre la vida en la ciudad desde una perspectiva no contaminada. Tampoco cae en ese tópico. La ciudad no es más que la jungla cuya atmósfera sirve para que los personajes se definan en relación a su entorno y no sólo en relación a la opinión que ellos tienen de sí mismos: una especie de viaje interior a su pesar. En el plano formal, hay dos relatos que destacan: Nada nuevo, no sólo por el hecho de que alterne un narrador omnisciente, con el diálogo de dos personajes, uno de los cuales es el propio narrador omnisciente, sino porque el diálogo influye en el discurso del narrador generando una de esas ondas gravitacionales que permiten viajar en el tiempo. Y también Papá es de goma, en el que un narrador de focalización múltiple (vecina-niño pequeño) nos ofrece una visión ciertamente objetiva de una situación familiar terrible, manteniendo, en virtud de la equisciencia de ambos focos, la tensión hasta el último momento. Quizá demasiado, porque en ambos relatos las razones que llevan a sus protagonistas a actuar como lo hacen no dejan de ser un misterio en ningún momento, una decisión tomada probablemente para no cruzar la barrera de la omnisciencia pero que afecta a la capacidad del lector para empatizar con ellos. Son, no obstante, acciones dramáticas completas que no dejan la sensación de no acabado, sino más bien de vacío, oscuro y atrayente. El resto: Mármol, El cárabo, Apenas unos milímetros, etc, y sobre todo Creamy milk and crunchy chocolate y Picabueyes, son cuentos perfectos protagonizados por personas normales, pero extraordinarias que, al terminar el texto, continúan con su vida de la misma manera que hicieron antes de él. Y lamento no poder describirlos de una manera más sesuda, pero es que son eso: fracciones de realidad captadas por una mano que quizá siga teniendo mala letra, pero que tiene un pulso de francotirador para trazar con carboncillo y difumino la conciencia de sus personajes.
Mª JESÚS SOLER ARTEAGA. ANTES DE QUE OLVIDES (Anantes, Sevilla, 2016) por MANUEL GUERRERO CABRERA Como si de un aviso se tratara, Antes de que olvides llega después de cinco años de la publicación de Carta lunar. Como un afortunado encuentro con alguien con quien no coincidías en bastante tiempo, sus versos aparecen «como una pequeña luz a lo lejos, / como una esperanza que crece», porque «quedan grabados los detalles / […] que nos mantienen vivos». Además de los títulos antes citados, Mª Jesús Soler Arteaga (Sevilla, 1977) es autora de los poemarios Recóndita armonía (2010), Las horas muertas (2008) y Ciudad imposible (2005); ha participado en varias antologías, como Poesía viva de Andalucía (2006) y Homenaje a la Generación del 27 (2009) y ha colaborado en distintas revistas (Ágora, Mester de Vandalia, Saigón, Cuarto Creciente, etc.); ha obtenido el premio Voces Nuevas 2007 y el VI Premio Noches del Baratillo con el antedicho Recóndita armonía. Bien justo y merecido es destacar aquí su labor de investigadora de la literatura femenina (Carmen Conde, Elena Soriano, etc.) Los poemas de Antes de que olvides se agrupan en cuatro partes (La luz, Las palabras, Un lugar, Los paseantes) y cada uno nos lleva desde su título a París, un paseo poético para el amor, los cafés, las bibliotecas, el río, porque Después de atravesar la noche, los mapas, las señales, la tierra y los paisajes, saldremos a la luz. […] brotaremos como palabras de amor en las aceras. (‘Gare D’Austerlitz’) La luz es uno de los elementos esenciales del poemario y a ella pertenece la primera parte. La poeta establece toda una definición de lo que somos desde los primeros compases del libro: Luz. Somos luz. Éramos luz. […] lo que un día nos arrancaron porque era luz. (‘Notre-Dame’) Lo que somos, lo nuestro, todo lo que cabe en un nosotros es luz: La sensación oscura y penosa de estar siempre fuera de sitio, en un lugar que no podemos llamar nuestro, […] Luz del día al romperse la noche. (‘Châtelet’) Y, por supuesto, el nosotros, el tú y el yo, dando sentido a un límite de tiempo: Hay un instante de triunfo, el momento en el que tus ojos despiertan a la luz del día. (‘Triomphe’) O, cuando el tiempo ya se ha consumido, como en ‘Père-Lachaise’, que alude al cementerio parisino, obviamente, desde la muerte, pero también desde el amor y el dolor, en uno de los mejores poemas del conjunto: Si alguna vez la vida nos separa que sea yo quien caiga en el olvido, quien me adentre en las calles de Père-Lachaise […] quien pregunte a sus habitantes por el tiempo perdido. En la segunda parte del libro, Mª Jesús Soler nos deja las palabras para proseguir el paseo; evidentemente, las palabras de cada poema, de cada imagen, de cada sensibilidad, las escritas y las habladas: Será como decir amor en todos los idiomas. (‘Shakespeare& Co.’) Las palabras son las que permanecen contra el olvido, como ‘Les invalides’ o ‘Montparnasse’, las que construyen lo cotidiano como poesía, como ‘Place du Tertre’ o ‘Jardin des Plantes’, al que pertenecen estos versos: Sonríes en las sílabas que no habitan mis versos cuando la vida se convierte en algo más que unas pocas metáforas y unas páginas hilvanadas. La visita continúa con la sección de “Un lugar”, en la que ‘Orsay’ nos habla de que la ciudad no nos pertenece, porque se transforma del mismo modo que nosotros; que llama al recuerdo en ‘Rivoli’, ‘Seine’ o en ‘La Bastille’, siempre acompañado de la pesada losa del tiempo («Han pasado veinte años / y ahora es tu sombra la que deambula / por los pasillos y se sienta / a la cabecera de aquella mesa»). Los paseantes «de lo vivido y lo venidero» completan el camino por París. Sentimos lo andado, porque «estos pies doloridos y cansados / son la muestra prosaica / de la vida como camino»; un trayecto que decidimos realizar con esta lectura y que nos deja tantos recuerdos… de manos enlazadas, dos nombres que se anudan cuando la eternidad se difumina efímera y vana cada atardecer. El amor se vuelve sutil erotismo en la parte final del libro: cuando los que pasean se abracen al miedo que los ahoga, cuando los amantes enlacen sus manos y también sus cuerpos. (‘Bois de Vicennes’) Este poema es el cierre del libro, que supone un brillante broche final, por las connotaciones recibidas en el poemario, por la sugerencia final, en palabras de la prologuista Anabel Caride «no podrían ser mejor epílogo para la obra completa»: El jardín en silencio, la ciudad y su historia, la noche y los amantes aguardan una palabra de amor prendida en un instante de vida. Como insinuábamos al comienzo, Mª Jesús Soler es una poeta con un largo recorrido de títulos, que no nos agotan; con esto quiero decir que Antes de que olvides no solamente se realiza sobre París, sino también sobre las logradas imágenes que la autora construye y a la que nos tiene tan acostumbrados: Aquellos fueron buenos tiempos, la gente, el río, los poemas perdidos en el fondo de la memoria, al otro lado del espejo del agua, como esta tarde y el susurro del río. Pero, además, las estructuras bimembres (alguna trimembre) y los paralelismos aportan ritmo, una musicalidad natural a sus poemas; que se complementa con el uso reiterado del relativo, que consigue envolver la idea en el desarrollo de cada verso:
con la certeza y la esencia del tiempo, con la nostalgia de la tierra que va quedando atrás. Mª Jesús Soler abría el poemario con una cita de Baudelaire, quien escribió en ‘Confesión’, en boca de una mujer que lo acompañaba: Que tout craque, amour et beauté, Jusqu'à ce que l'Oubli les jette dans sa hotte Pour les rendre à l'Eternité! El instante de vida, el amor, el recuerdo, la vivencia. Antes de que se olvide, antes de que vuelva eterno, todo se ofreció en París. |
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