LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
PURIFICACIÓN GIL. A LA LUZ DEL AGUA (Raspabook, Murcia, 2016) por CARMEN PIQUERAS Pronto hará dos años que tuve el honor de presentar el primer libro de Puri Gil, A la luz del agua, en el Museo Ramón Gaya de Murcia. Desde entonces ha tenido un interesante recorrido, no exento de alguna polémica. Hace unos días, reunidas un grupo de poetas, y sin embargo amigas, alguien comentó (excusatio non petita…) que la crítica que se vertió entonces sobre el premio Libro Murciano del Año, galardón que obtuvo el poemario que nos ocupa, no era sobre el libro en sí, sino sobre el premio mismo, que, quizás, se apropia indebidamente de todos los libros publicados cada año en la Región de Murcia, para elegir con discutible criterio al mejor. La pena es que la polémica surgió, desafortunadamente, un año en el que el jurado del premio tal había acertado con el libro elegido. (Advierto que no creo en las listas ni en considerar un libro como el primero entre muchos, dada la fecundidad de esta tierra en lo que a literatura se refiere; criterios, como esa parte de la anatomía que no se debe confundir con las témporas, hay a montones, pero sí afirmo que A la luz del agua estaba entre lo bueno, y muy bueno, publicado en 2016). Y, hecha esta aclaración, entremos en materia. Alguien podría pensar que Puri Gil es una autora tardía, sin embargo, mantengo la opinión de que los libros que interesan simplemente llegan en su momento, cuando están en sazón, como es el caso: Un aroma de melocotón trae / el aire que viene. / La nueva cosecha iluminará la casa. Firma la autora con su nombre completo, Purificación Gil. Purificación, rotundo, sonoro y contundente. Sin duda, nos parece correcto, hay momentos en la vida que tienen algo de iniciáticos, un antes y un después, un presentarse ante los demás con tal arrojo que precisan de cierta solemnidad. Purificación, por tanto. Sin embargo, todos los que la tratamos, los que tenemos la suerte de contar con su amistad, los que sabemos de su sencillez y su bondad, rasgos de su carácter esenciales en su escritura, conocemos a la poeta como Puri; su padre, tan presente en este libro, la llamaba María Pura. En fin, distintas apelaciones, distintas voces que comparten raíz y definen radicalmente la virtud de su poesía: la pureza. En su segunda acepción define el diccionario de la Real Academia pureza como cualidad de puro, es decir, libre y exento de toda mezcla de otra cosa, y así es la poesía que encontraremos en este libro, poesía nada más, poesía nada menos. Hace años le discutía yo a menudo al gran Ginés Aniorte una afirmación que él defendía sin fisuras: que no hay poetas mayores y poetas menores, solo poetas o no poetas; entonces me parecía que esto no era así, que había una clasificación: allá en lo alto los mejores; y luego, toda suerte de criterios valorativos hasta llegar a donde nos encontramos la mayoría, la tropa —y a mucha honra, que a pesar del desprestigio y la proliferación de escribidores, siempre será mejor andar recluido perpetrando versos que dedicarse a apedrear gatos o a concejales de urbanismo, por poner dos ejemplos—. Volviendo al asunto, con el tiempo he entendido lo que Ginés quería decir, son las obras de los poetas verdaderos las que alcanzarán una cima extraordinaria o permanecerán perfumando los valles, obras mayores o menores, pero serán hijas de poetas verdaderos o no serán. Y Puri es una poeta, no hay en su obra mezcla de otra cosa, impostura o artefacto. Creo que para acercarnos a la poesía de Puri es conveniente saber que nació en Alguazas en 1964, dos datos a tener en cuenta por varias razones; la primera, sus raíces, que —como en el hermoso prólogo que da la bienvenida a la lectura, Dionisia García enumera con acierto— son el limo del que se nutren sus versos: tierra, luz y agua, luz que fluye, agua que ilumina, tierra que acoge, que sostiene y alimenta; elementos presentes en gran número de poemas que, bellísimamente captados por Pedro Serna, cuya generosidad e intuición hicieron posible la sugerente y delicada portada del libro, un volumen con las hechuras y la buena factura a las que ya nos tiene acostumbrados la editorial Raspabook, componen una parte esencial del poemario. La segunda razón de importancia es la fecha de nacimiento de la autora, porque este es un libro generacional, sí, un libro escrito por una mujer que, como tantas otras de su generación, es una mujer de frontera, una pionera. Las mujeres de los sesenta y primeros setenta —y algunas antes, y algunas después—, somos las últimas que conocimos una ciudad-huerta que empezaba a desaparecer bajo la falsa creencia de que progreso y asfalto es un binomio infalible, y las primeras que dijimos basta a la imposición de horarios (a las diez en casa), a poner la mesa y a hacer las camas, aunque hubieran miembros varones en la familia, porque ya no éramos, como se nos había considerado hasta entonces, menores siempre. Ahora, de manera generalizada, estudiábamos, a veces con mayor aprovechamiento que nuestros hermanos, “os”, y teníamos claro que queríamos un trabajo asalariado y buscábamos en los hombres compañeros y no protectores. Vivimos los últimos coletazos de la dictadura y nos mojó como agua de mayo la llegada de las libertades de las que tendríamos que ser urgente y justamente beneficiadas, así como responsables, hacedoras, colaboradoras necesarias. Nos encontramos en la frontera entre la Era Gutenberg y la Era Google, entre ser las eternas cuidadoras de nuestros padres y asumir que nuestros hijos desarrollarán su vida, quizás, a miles de kilómetros de nosotras. Las últimas educadas y socialmente sojuzgadas por una moral religiosa rancia y machista que aún se resiste a desaparecer del todo y las primeras que han podido vivir su experiencia espiritual, cualquiera que ésta sea, en el ámbito de la privacidad y la libre conciencia. Las primeras que empezaron a viajar, en toda la extensión del término. Pues bien, con todos estos mimbres hace Puri su cesto de poemas transparentes sobre el lugar donde nació y vivió una infancia como soñada, algo de onírico, de inconsciente colectivo, tiene esa baldosa cuyo calor todavía percibimos, Aún conservo en las piernas el calor de la baldosa, / en la puerta de la casa de mis padres, las piedras de los campanarios que se tiñen de malva al anochecer, cuando el cielo es un alboroto de golondrinas y una leyenda de luciérnagas, Son asilo de palomas, / y en primavera cobijo de golondrinas, el rumor de las acequias que la mano de un pintor ha hecho perdurable para que Heráclito siga considerando que ni el agua que nos besa, ni nosotros, los de entonces, somos los mismos, Lo fugaz entrega a cada pintura, / lo que está, / cuanto se irá por naturaleza, / y aquello que el hombre transforma. / Irremediablemente.
Un sueño del que todos participamos al cruzar las puertas de Ayasuluk, Roma, Estambul, al atravesar el estadio de Olympia ciegos de sol y de amor. Cuántos dioses acompañaron tu recorrido. / Yo, ahora, me arrepiento de no haberlo hecho; / de no haber cruzado contigo la gloria. Todos ellos temas eternos, mil veces cantados y, aun así, incombustibles, nuevos siempre en cada nueva experiencia. Y la experiencia de nuestra poeta nace del cariño filial, de aquellos que no estando ya, están todavía, Debajo de los sueños sólo / encuentro estrellas apagadas / y tu ausencia, a ella no me acostumbro, crece en el de su compañero en el amor y en la vida, y perdura en el de sus hijos, que ya están dando muestras a su vez de querer contarnos el sueño de su vida a través del arte. Todo esto encontramos en el arca de vida siempre renovada que es A la luz del agua. Y, bien, para finalizar, dejo aquí un poema que para mí encierra ese momento inefable en el que descubrimos que estamos en presencia de un milagro del que ya nunca podremos desprendernos, como el de encuentro entre Purificación Gil y las palabras. DE MAGDALA Deseo acercar mi paso a la estela de tu túnica, —le dijo—. A la espera estoy. Ya no puedo abandonarte, —le contestó—. No recojas tu cabello; un fino velo lo protegerá. No te desveles por voces desconocidas; sólo sígueme Y aprenderás la verdad en el camino. ¡Qué necio pensamiento lanza piedras a la inocencia! Es un lujo tu presencia a mi lado: porque me has elegido, serás eternidad…
1 Comentario
VICENTE VELASCO. CON TODO ESTE RUIDO DE FONDO O EL IMPERIO DE LAS LUCIÉRNAGAS (Chamán, Albacete, 2018) por CARMEN PIQUERAS Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Naves de guerra ardiendo más allá de Orión. He visto rayos-c resplandecer en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Ridley Scott Blade Runner Leo el primer poema del libro que tengo entre las manos y, de inmediato, en mi cabeza surgen dos visiones que son, en realidad, la misma: el cuadro de Hopper, Nigthhawks, donde en la barra de un bar triste aparece sentado —y esta es la segunda imagen— un detective sin fe, un cazador jubilado, el blade runner Vicente “Deckard” Velasco, una suerte de antihéroe que, como mandan los cánones, envuelto en su gabardina, bebe whisky, fuma y, sobre todo, observa. Fuera llueve sobre una ciudad tan oscura, confusa y moralmente ambigua como un poema noir, una lluvia ácida que moja las páginas de este libro y cala al lector hasta los huesos. Observador y lluvia persistente, personajes en un paisaje que exuda contaminación, pérdida de identidad, de tiempo, de reconocimiento… Observa el poeta al relojero que descuartiza el tiempo, ese hacedor de tragedias. Y el tiempo se representa como un todo, no hay devenir; en la memoria del poeta coexiste el fulgor de la infancia con la vacuidad del presente y la imposibilidad del futuro, reflexiona sobre lo que supone para nosotros la memoria y la certeza de la muerte y construye el andamiaje del libro sobre tres pilares: la historia del ser humano, el arte, en este caso la Literatura, y el símbolo o la escatología (bajo sus dos acepciones); y por debajo, o por encima, o alrededor un ruido de fondo que imagino como el que emite una televisión sin señal de antena, actuando como opiáceo que adormece cualquier atisbo de rebelión, con la cooperación inestimable de la presencia del dios de neón: la inmensa pantalla publicitaria que sirve de guía espiritual a la humanidad desorientada que somos y nos conduce en el acceso al mundo de los verdaderos hombres que proclama una sombría colmena iluminada por inquietantes [luciérnagas] en eterno vuelo. (1) Hago aquí mía una reflexión de Fernando Savater sobre Blade Runner que me viene como anillo al dedo para hablarles de Con todo este ruido de fondo o el imperio de las luciérnagas; ambas, como tantas obras universales, presididas por el tema del tiempo y el olvido. “La Ciudad del futuro se muestra ya vieja, gastada, pasada (incluso pasada por agua). A los replicantes se les inventa la falsa memoria de un pasado que nunca existió (pero ¿ha existido alguna vez lo pasado?): esa memoria sirve para identificarles en la ilusión y denunciarles en la realidad. En la Ciudad siempre es de noche, hora de sombras y luces chillonas más allá del crepúsculo. El detective afronta su último caso, vuelve hacia la tarea pasada que abandonó y la reemprende por última vez. Los replicantes [“más humanos que los humanos” reza el subtítulo, en los que nos vemos tan reconocidos] vuelven a su origen en busca de su creador, obsesionados por el breve plazo de tiempo que éste les ha concedido. Quieren más tiempo, quieren todo el tiempo, quieren que el tiempo no pase por ellos. Al líder de los replicantes se le va acabando el plazo concedido antes de lograr concluir la misión que se ha encomendado a sí mismo (rescatarse del tiempo). Finalmente sólo el amor (y al final desvelaré cual es el que mueve a Vicente) se revela como capaz de un presente que no necesita pasado y se desentiende del futuro, fragilidad sin excusa y por ello mismo invulnerable. (2) Y dónde hallar refugio, hacia dónde dirigirá el poeta sus pasos para guarecerse de tal calamidad, esa retaguardia donde disponer de un lapso que le permita establecer la estrategia de su batalla por recuperar tiempo y sombras amadas sino hacia la significativa dirección del Callejón del Destierro donde un rótulo desvencijado que indica Librería lo invita a penetrar como quien, aunque sea en un sueño, regresa a sí mismo. Y en ese gueto de olor antiguo, humedad y tinta seca permanecerá hasta el amanecer cuando con el cuerpo dolorido y la mente totalmente despierta, deje de mirar y vea realmente; donde el poder salvífico, la virtud de un libro le ayude a admitir la posibilidad de que Aún hay héroes, (y para el autor ese héroe es, ojo, un niño) que saben aceptar su suerte aunque todo en la vida sólo dure lo que un instante de soledad con un libro. Y, sin embargo, más adelante, nuestro agotado investigador es tentado de nuevo por la advertencia del Ministerio (de cuál es indiferente, su sola mención ya hace que nos recorra un escalofrío): No acumules libros en las estanterías, no los pierdas bajo la almohada, y no releas nunca más ni Fausto ni Macbeth. Nunca más. No recomiendes aquel título, no hables de aquel autor, aléjate de todos aquellos que lo hagan. Nada de esto te conviene. A cambio de ello, la felicidad. La felicidad del vacío. Sin embargo, como afirmaba Ray Bradbury, maestro de la distopía, con sus relatos no pretendía anticipar el futuro sino más bien evitarlo y, así, Vicente denuncia un presente que, como anteriormente afirmé, abarca el tiempo todo, con la clarividencia que, al contrario del chamán corriente, se adquiere al despertar. Ciertamente no es una visión alegre, nada prometedora en realidad, produce pavor, ganas de abandonar y, con todo, el poeta reza: por perder la amnesia y poder vocalizar los nombres de todas las cosas, el hambre, los infanticidas, los genocidios, los guetos, vejaciones, los miedos, los infaustos oráculos que son la verdad de nuestra especie. Quiere nombrar para dar la voz a los olvidados, para despertar y despertarnos.
El observador entra en acción cuando el dios le amenaza: O la muerte te alcanzará con los pulmones repletos de nieve y la boca rebosante de luz. con los ojos totalmente abiertos como un libro. Amenaza que en lugar de amedrentar es la promesa de una redención, el lugar de la esperanza y la señal para la insurrección porque, aunque un dios loco habite entre nosotros, nos ofrezca la flor del loto y un cielo de vacuidad, qué empresa, qué desafío, qué lucha no emprenderá un poeta —y cada uno de nosotros, si aún nos queda algo de esa inmensa humanidad replicante— que dedica su libro, y aquí queda desvelada esa fragilidad sin excusa y por tanto invulnerable a la que me referí antes, a Dante, su amor, su fortaleza, la memoria de su sangre, su pequeño hijo. ————-- (1) Visiones del futuro. Guzmán Ullero, TheCult.es. (2) Blade Runner, Cuadernos ínfimos, Tusquets, 1988. CARMEN PIQUERAS. VEINTE PELÍCULAS DE AMOR Y UNA CANCIÓN DE JOHN LENNON (Raspabook, Murcia, 2017) por VEGA CEREZO Es mi andar discreto e indiscreta es mi alegría. Antonio Vega, ‘Palabras’ Tus ojos son la patria / del relámpago y de la lágrima, decía Octavio Paz en su poema ‘Tus ojos’. Escribo rodeada de árboles y silencio sobre la mesa que yo misma restauré este verano con paciencia artesana, unas líneas que alcancen a poner en palabras lo que tan locuaz y hermosamente Carmen Piqueras ha edificado con sus versos en Veinte poemas de amor y una canción de John Lennon. Lo hago mientras Antonio Vega suena de fondo y bebo vino blanco. Les parecerán detalles menores, pero no lo son; por el contrario, responden a una ceremonia orquestada para la ocasión: elementos imprescindibles para este ejercicio de encuentro que me propongo emprender y que tantas veces nos han reunido a ambas en tardes de charla. Me une a la poeta una inmensa admiración por su trabajo, un amor incondicional hacia ella y un lugar común que nos contextualiza y reinventa: nuestra playa, La Torre de la Horadada. No es poco: el Mediterráneo por patria, la amistad por bandera y la admiración por la luz. Y en este universo de plenitudes, pongo —al margen de tales subjetividades—, mis ojos de lectora apasionada, de mujer y poeta para hablarles de Carmen Piqueras y su último poemario, Veinte poemas de amor y una canción de John Lennon, editado por Raspabook. Carmen Piqueras envejece bellísimamente: en lo humano y en la tinta. Sus poemas, amasados desde lo más pequeño y cotidiano, desnudos de artificios, nos llevan a la única patria que reconoce a estas alturas de la película: el amor. Lo hace desde la ternura, la derrota del tiempo, lo doméstico y la soberbia; sí, también desde la soberbia. En ese juego difícil de hilar ella cose con maestría y construye, desde su educación cinéfila, un lugar reconocible para el lector que va más allá de la trama del celuloide sin perder el poso de memoria que individualmente guardamos de tal o cual película. Escribe en ‘Un hombre tranquilo’: Todo eso fue, y más pero antes de eso, fue la abundancia de tu boca que tú, hombre prudente, imperturbable, negaste a mi codicia. La universalidad de la cinta llevada a sus ojos, a su memoria y, a su vez, cobijo de nuestros anhelos y derrotas. La ausencia del padre, por ejemplo, versada con rabia e impotencia en ‘En el nombre del padre’, deja al descubierto la fragilidad ante nuestro propio dolor, incapaces de convocarlo a nuestro capricho. O, quizás, sí, es posible —sería tan curativo, tan propio de él, del que fue antes y luego—, viene a tu sueño para proponerte una reconciliación, viene para perdonarte y ser perdonado, para recuperarte y que lo recuperes, para nombrarte albacea de su memoria, viene para exigirte, en nombre del amor que te profesó sin límites en vida, que te dejes de culpas que él no culpa y que llores, que llores, que llores. El paso del tiempo, la necesidad urgente de recomponernos en un entorno natural, el amor ausente, al fin, del látigo y la adrenalina de los comienzos, la difícil complicidad de ser dos sin dejar de ser uno, la primacía de la ternura y la patria del sexo cálido armado en la rutina de los años: nuestras ruinas hechas castillo y delirio. Y el cine: la vida reinventada en tramas ajenas. Algo de esto tiene la poesía, ¿no?: sentir como propia la emoción de otro. Escribe en ‘Dublineses’: Cae, indiferente, la nieve sobre los vivos y los muertos mientras unos ojos infantiles atraviesan el tiempo clamando lealtad para el amor. Quizás, incluso, por encima del amor, de la ausencia, del canto a la amistad, de toda la generosidad que los versos de Carmen Piqueras destilan; la voz solitaria de la autora dialoga —omnipresente— con sus propios monstruos y grandezas. Son múltiples los ejemplos de esa generosidad y gratitud. Cito, por ejemplo, Memorias de África por la celebración personal que para mí representa. Imposible no descubrir en ellos el préstamo fértil de la juventud y su añoranza. El libro, armado con sublime intelecto, construye una memoria propia a través de la visión cinematográfica que se transgrede para ser plural y se presenta dividido en dos partes: “Veinte poemas de amor y una canción de John Lennon” y “Programas de mano”. La primera en verso y la segunda, en prosa poética. El conjunto ejemplifica un ejercicio de acomodador, magistral. Creo, honestamente, que es tarea tan compleja escribir un poemario, como hacerlo habitable al lector. En ese ejercicio de habitabilidad hay un talento tan alto como el que se precisa para la construcción de los poemas. Esta grandeza no es labor sencilla. Las siete partes en que está dividida la primera acaban con un extenso poema: ‘La canción de John Lennon: In my life’, muestra contundente de oficio y belleza y que ella dedica a Antonio Nicolás, su compañero en la vida y el amor.
No obstante, el lector tiene a continuación “Programas de mano”, un divertimento en prosa poética que nos deja hallazgos como este ‘Metrópolis’: Vivir no es un infinitivo. Es un gerundio de futuro imperfecto. Así hasta dieciséis textos que dialogan con dieciséis películas en esta segunda parte. Alabo la generosidad de la poeta que, incluso en su palabra final “END”, nos trae a Panero, redondeando así todo el armado. Todas las palabras son la misma que se inclina hacia muchos lados, la palabra FIN, la palabra que es silencio, dicha de muchos modos. Porque es un FIN que incluye a todos en la única tragedia, la que sólo se puede contemplar participando en ella. En fin, querida, deseo envejecer como vos: con las manos llenas de belleza y lucidez. Gracias por tanto y tan bueno. VEGA CEREZO. YO SOY UN PAÍS (Raspabook, Murcia, 2013) por CARMEN PIQUERAS LECCIONES DE GEOGRAFÍA HUMANA Hace ahora poco más de un año, la sirena que dormía bajo la piel de Vega Cerezo sintió llegado el momento de romper el envoltorio que la aprisionaba, así que, renovando el antiguo pacto que suscriben las de su especie cuando se enamoran, sacrificó cola, aletas y abisales por unas piernas toscas y fibrosas que le permitieran explorar nuevas latitudes allende la tierra. (No debemos olvidar que sirena significa encadenada, y que estos seres híbridos antes que medio peces fueron medio aves, lo que explicaría su afán por transmutarse). Como todo el mundo sabe, el tributo a pagar en estos casos supone la pérdida de una voz peligrosamente hermosa para, finalmente, no ser más que espuma, pero quien fuera que trató con ella ignoraba la voluntad férrea de esta mujer que emergió del mar llevando en su boca un canto antiguo de otoño mediterráneo, el necesario para cartografiar un país cuya primera ley será proclamarse tierra de mestizaje que desconoce las fronteras. Así asistimos a la metamorfosis de la crisálida marina, el derribo del muro-muro que le impide ser su yo más excelente y arroparse en la piel de una mujer a la que habrá de dotar de nombre y oficio para que natura no eche de menos la sal de sus escamas: Te inventaré una ciudad de casas azules donde todos te conocerán / por el nombre que inventé para ti y tus manos, hacendosas, / desordenarán las caracolas de la playa / o cuidarán de los castillos de arena / para que los árboles no te susurren jamás / que echan de menos tu piel. He aquí su hoja de ruta, desde el primer poema proclama la autora su propósito fundacional: el de un país luminoso y húmedo cuyo corazón es una isla que esconde la única respuesta: el amor, claro, o esa ternura que se le parece tanto. La poeta izará bandera en un promontorio de Ciudad Fragilidad, con vistas a la tienda de los Objetos Perdidos, sobre un acantilado de palabras. Contaba Vega en una entrevista las razones que la llevaron a abandonar su medio marino y mudarse a la superficie: Siempre he pensado que somos como casas y que venimos aquí y ocupamos la que nos toca, y eso no lo podemos cambiar. A quien le toca una casa alta, le toca alta, a quien le toca un pisito bajo, un pisito bajo y eso es lo que hay, lo puedes arreglar un poquito más, ponerle florecitas en el balcón, pero tu casa es la que es y nosotros seríamos como una pequeña luz que está dentro de esas casas, conforme vamos viviendo, la casa se va llenando de gente, se va vaciando, las habitaciones de los hijos se nos vacían, se nos llenan de visitas, se rompen cosas, las paredes hay que pintarlas… Esa luz se va haciendo cada vez más potente. Esa es un poco la idea que tengo de nosotros, de lo que somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Es evidente que para construir la casa que ella desea tenía que encontrar un terreno firme, roca y no agua, porque como explica la poeta Natalia Carbajosa: En manos […] femeninas, esta actualización de la miscelánea renacentista, contraria a la especialización, no reconoce prioridades en función de instituciones de prestigio frente a labores consideradas de poca importancia; y así, cambiar un pañal o llevar a un hijo al dentista adquiere idéntica trascendencia que preparar una ponencia para un congreso, o bien lo segundo queda desprovisto de su «supuesta» significación. Aprender a leer la vida propia de este modo, sin plegarse a lo que solo tiene reconocimiento público y sin tratar de compartimentar lo que, de todos modos, constituye un continuum, acaso no rebaje la carga a menudo excesiva de trabajo e incluso dificulte la precisión del resultado, pero sí ayuda a enfocar el porqué de lo que se hace de un modo más consciente. Sí, esto es lo que ocurre cuando las mujeres deciden deshacerse de su melena de nereida, la vida empieza a manchar, la roca resulta más áspera que el agua y la piel va acumulando arañazos y arrugas: No sé en qué momento confié en mi valía para sacar adelante semejante empresa. Es ingrata y tediosa […]. Parecen desear mi cólera. Y los poemas van dibujando una mujer colérica ante la enfermedad del tedio, de la rutina, del odio, del rencor que crece sin aviso; enferma de la enfermedad que habita en los palacios de arena, abandonada como un perro descalzo y autodestructiva pero capaz de conseguir que el fango que deja la vida sea abono, huerto, germen, lugar de renacimiento, lecho donde poseerse en la noche de bodas, invicta si la luz la abraza. Vega-maga, ergo poeta.
Y, mientras, la añoranza de sus buenos tiempos de sirena, del fragor, la tempestad, Las ganas de sal, de mar, de echar el cuerpo al sol sin más, cuando la fragilidad aún era desconocida. Y también un afán de eternidad pacta con el Lamedor de Sirenas la determinación de vencer al tiempo y su desolación, de encontrar las rutas que los reconduzcan a su país, que es lo mismo que decir a ella misma, a los que lo habitan, que también son ella, el propósito de rastrear, de olfatear cada rincón de la Tierra hasta reunirlos otra vez. Como ya ocurrió, como seguirá ocurriendo. Todo esto es Yo soy un país, un mapa de geografía humana que el lector descifrará sabiéndose descrito, que recorrerá reconociendo rutas ya holladas en algún sueño. Esto hallarás si, explorador, te adentras en esta orografía que desea la lluvia y donde los bosques ocultan el fósil de un molusco. Esto hallarás, sí, pero hay más: en sus páginas encontrarás un deseo de redención, pero también y, justo es advertirlo, la promesa de un asesinato. |
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