LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JULIO CÉSAR GALÁN: EL PRIMER DÍA (Isla de Siltolá, Sevilla, 2016) por FERNANDO CID EL TODO POR EL TODO El tiro de gracia: Para escapar de las celebraciones sin fundamentos, vayamos al grano. ¿Qué aporta El primer día? ¿Por qué sobresale de los demás? ¿Puedo reflejar esta aportación en unas cuantas páginas? ¿Es posible demostrarla en pocas líneas? ¿Podríamos hacerlo con otros autores más alejados en el tiempo como José María Fonollosa o Francisco Pino? ¿Qué hizo que Altazor supusiera uno de los libros de poemas más innovadores de su época? ¿Qué relación guarda esto de la aportación con lo sublime, la excelencia, la transgresión, el descubrimiento…? Vayamos a la cuestión teórica (pedagógica): por ejemplo, Limados. La ruptura textual en la última poesía española (Amargord, 2016). Pensemos en que el prólogo de esta muestra de poesía lo realiza Óscar de la Torre, heterónimo de Julio César Galán, y que podría tomarse en gran medida como su poética. Pensemos en que El primer día va más allá de estos Limados o como yo los definí allende aquellas páginas, Poéticas del afuera. ¿Por qué? ¿Qué es aquello que marca la diferencia? A lo largo de las 180 páginas de El primer día vemos diferentes transgresiones. Empecemos por las retóricas: la reunión, conjunción y conmoción que provocan las diferentes muestras de reescrituras, notas a pie de página, las marginalias en los laterales de los poemas, las versiones, los autoplagios, la mezcla de tiempos (fechas) y espacios (escrituras presentes y caminadas, al modo de Hospital británico de Héctor Viel Temperley), los degradados, las lexicalizaciones, los tachados, los poemas dentro de los poemas, las palabras dentro de las palabras. En fin, todo un arsenal que por estos lares ni por otros no se estila y crea estilo. Pero ¿cuál es su diferencia?, si esta ya no representa en sí misma una divergencia significativa; pongamos varios ejemplos: ¿qué hace que las versiones o las reescrituras ya presentadas por Leopoldo María Panero, sean una aportación en Julio César Galán? Pues que en este último poeta se hace de manera sistemática y no esporádica, como marca de estilo. Además y lo más importante en este sentido, es que ese recurso que se integra eficazmente y expone una nueva dimensión del poema. Para ejemplificar aún más esto: acérquense al poema, “Pequeña formación del universo”, en el que tras una mezcla de palabras sueltas al modo de la poesía visual (un primer movimiento, así lo define Julio César Galán), el mismo poema aparece —en un segundo movimiento— más organizado y con la representación de una supuesta reescritura y todo su armamento retórico, y por último, en un tercer movimiento, el poema se expone con sus medidas exactas y claras, sin añadidos ni juegos. En realidad, este poema refleja, desde su representación mental hasta su conclusión, sus diferentes estratos. Ahí está la grandísima diferencia, la aportación. Además y como consecuencia: es inevitable que esas reescrituras, esas variaciones, se sostengan en parte a partir de lo tachado, de palabras con diferentes tipos y tamaños de letras, en los degradados, etc. Más: Las notas a pie de página y la marginalia. Cierto, otros autores han utilizado de una manera directa o indirecta las notas a pie de página. Volvemos a un primer nivel diferenciador de El primer día: su profusión; segundo nivel: su variedad; tercer nivel: su excelencia. ¿Por qué excelencia?, además de completar el poema, de exponer textos de calidad; además, tenemos por un lado el juego: vean/lean el poema “Oda al blanco casi”, tan solo formado por notas a pie de página; por otro: la parodia, es decir, la consideración del error como elemento creativo y visible (ahí está el poema ‘Lectura de Una temporada en el infierno’, en el que se juega con la caricatura de las malas traducciones o los misreading); tercer lado del triángulo: elemento relacionado con el anterior, me refiero a la entrada de los co-lectores (co-creadores o como los denomina Julio César Galán, lectocreadores): Salocín Rasec y su diálogo con el autor en cuanto al error como forma de creación. Si se muestra el error, ya no tiene que ser considerado de esa manera. Estamos ante una ruptura sin precedentes al considerar la esencia de la literatura: el ideal de perfección como un deseo a lo Bouvard y Pécuchet y no una realidad. Enseñar los fallos a modo de auténtica perfección. Julio César Galán parece preguntarse: ¿quieren saber qué es la creación literaria? Pues un cúmulo de errores, de pruebas, de ensayos y un resultado final (NO SOLAMENTE EL RESULTADO FINAL). Y de la marginalia: ¿qué autor ha puesto todas esas glosas y de ese modo? (hay que felicitar al diseñador y a la editorial por un resultado tan bien hecho y tan complicado de llevar a cabo). Mucho más: Nos encontramos con “la mezcla de tiempos (fechas) y espacios (escrituras presentes y pasadas)”: antes mencioné a Héctor Viel Temperley y su excepcional Hospital británico. En El primer día estamos ante una escritura de 20 años como deja claro la “Nota del autor”, de tres libros reducidos a tres partes, de sus primeros poemas que son los últimos, desde 1996 hasta 2016. En realidad, la sensación que da una segunda lectura de este libro de poemas es que estamos ante un solo poema, ante poemas encadenados que crean una estación poética y vital. Las formas viejas con las nuevas crean vínculos de azogues. Todo esto hace que lo autobiográfico se mezcle con lo ficcional; que lo pasado se incruste en el futuro y el presente sea uno y de todas las maneras; que al pasar por una calle antigua, en su pared se vislumbren imágenes de lo pretérito. Lo más de los más: Los poemas dentro de los poemas, las palabras dentro de las palabras. El adentro y el afuera, lo especular que refleja el propio cristal, ese juego de espejos de la escena final de Ciudadano Kane que es El primer día. Así tenemos un carácter reflectante, una comunicación transversal, la mise en abyme, el desdoblamiento… El escritor se transforma y sentimos su acto de lectura; y sentimos la polisemia y la polifonía. Desde un punto de vista genérico, en estos campos creativos nos encontramos con la visión del texto poético como algo no perfilado en sí mismo, unido a la noción de proceso y de metamorfosis (cuestión que afecta a los papeles identitarios del autor y del lector), generando un espacio múltiple e interactivo, heterogéneo y proteico, dinámico y circular; semejante al non finito escultórico de Miguel Ángel, Leonardo de Vinci y Rodin, las rupturas del discurso a lo Godard o la construcción inconclusa de Enric Miralles. Estos poemas plantean el proceso creativo, el reflejo de lo imperfecto, de lo inacabado o la entrada de diferentes tipos de lectores como vías expresivas. El valor de la ruina como valor estilístico y vital muestra la intención de reflejar el desarrollo formativo del texto poético.
El todo: Lo teatral, lo ensayístico y lo narrativo es lo poético. Toda la diversidad de capas de El primer día hace que vaya desde el versículo tradicional con sus conjunciones en impares, pasando por la versiprosa y la prosa, a veces, hasta en un mismo poema. Incluida la parodia de todo esto. El todo por el todo: Poesía Especular (el poema dentro del poema), Poesía de la Lectura (la crítica hecha poesía), Poesía de la Otredad (el espacio de los otros) y Poesía del Non finito (el proceso es el fin como Julio César Galán dijo). ¿De este libro surgen todas estas vías? ¿Ahora sí está clara su aportación? El lector, si quiere, puede confirmarlo o negarlo.
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KATHLEEN RAINE. UTILIDAD DE LA BELLEZA (Vaso Roto, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Aproximarnos a la historia cultural del siglo XX, todavía hoy eminentemente occidental a pesar de términos como multiculturalismo, se asemeja a las sensaciones que produce una montaña rusa: rapidez (por la proliferación de movimientos, teorías y autores que se van superponiendo y devorando entre el conflicto de lo global y lo local), vértigo (por ese vaivén de alturas que difumina las fronteras entre el arte elevado y la cultura de masas popular), desorientación (por ese continuo movimiento en el que uno no sabe muy bien a dónde pertenece) y, por extraño que pueda parecer, una absoluta sensación de vacío (porque la adrenalina al final deja paso a la rutina y lo conocido). No en vano, fue la época que hasta ese momento más pérdidas había acumulado: la confianza en el progreso, la influencia de los medios de comunicación tradicionales, la superioridad de la palabra sobre la imagen, o el peso de las tradiciones populares, lo que acabó por producir una fuerte sensación de nostalgia y desazón. El debate entre la tradición y la novedad se polarizó rápidamente, pero, de entre todas estas pérdidas, el concepto tradicional de belleza, asociado hasta entonces a elementos como la perfección, la pureza, la simetría o el decoro, sufrió un doble golpe mortal con la irrupción de la estética de la fealdad, asociada a lo visceral y a lo puramente carnal en los escritos de ensayistas como Georges Bataille, y con el desarrollo de los medios de comunicación de masas y la urbe, que distraían al ser humano de lo verdaderamente importante: la atención a la profundidad de la naturaleza y de lo cotidiano. Este hecho, que no pocos artistas celebraron, es el punto de partida para la poeta y teórica inglesa Kathleen Raine en su reivindicación de una belleza de raigambre abstracta y platónica a través de los distintos ensayos que componen Utilidad de la belleza, publicado por Vaso Roto: “Sobre el símbolo”, “Sobre lo mitológico” y “Utilidad de la belleza”, recogidos originalmente en Defending Ancient Springs (1967). El primero, “Sobre el símbolo”, sirve de introducción a la verdadera cuestión mediante la dicotomía entre el avance imparable de la filosofía positiva, con su exaltación de lo material y su influencia en autores como Empson, y el detrimento de la tradición simbólica, de influencia neoplatónica, cultivada por otros autores en el pasado como Yeats, Keats, Shelley o Milton. Así, como consecuencia de esa negación de lo metafísico, el poeta no puede trascender la realidad y, por ende, imaginar, acceder al plano simbólico que demanda, según Raine, la verdadera poesía: Aquellos para quienes el mundo material es el único plano de lo real son incapaces de entender que el símbolo —y la poesía en sentido estricto es discurso simbólico, discurso por analogía— tiene como propósito principal la evocación de un plano a través de otro; deben encontrar otros usos para la poesía o bien admitir con franqueza que no les sirve para nada. (p. 14) De esta manera, a diferencia de la elevación que produce la poesía de Milton o Blake, muchos poetas se han dejado seducir por la simpleza de lo aparente, por lo sensible y por el sentimiento personal (algo que está más que curiosamente aceptado en la actualidad). Y bien valdría la pena repetir elevación, pues para la ensayista inglesa es el poeta quien realiza una labor de correspondencia, de ajuste, entre dos planos: «pensamiento a imagen deben ser una sola cosa (sencilla), perfectamente hecha realidad en la imagen (sensitiva) y sentida como vivencia (apasionada) y no meramente aprehendida como concepto. En esto se distingue el poeta del filósofo; no en ninguna diferencia en la naturaleza de sus temas, sino en el modo de experimentarlos: donde la filosofía establece distinciones, la poesía aúna, creando siempre tonalidades y armonías» (p. 15). Lo simbólico no reside en ofrecer meras metáforas, instantáneas de un decir más indirecto, sino en recoger todo un modo de observar y sentir la realidad, de trascenderla, mejor dicho, hacia los símbolos inmutables que conforman la vida humana. Esta inmutabilidad a través del tiempo es posible gracias al papel indispensable de los mitos, objeto principal de “Sobre lo mitológico”, como unidad cultural y lenguaje universal de las civilizaciones. Esto es importante, ya que, a diferencia de las épocas pasadas, en las que la cristiandad había perpetuado esa tradición clásica anterior, lo simbólico ha devenido en un lenguaje privado, fragmentario, que no puede ser así contrastado y/o complementado con otras impresiones. De esta manera, si el poeta no puede, por decirlo de otra manera, completar su conocimiento del mundo, su acceso a éste es incompleto y, por tanto, mundano:
En Inglaterra es sobre todo en poesía como se ha expresado la imaginación nacional; y quizá por esta misma razón (porque la poesía, a diferencia de las artes plásticas, no construye ciudades por el mero hecho de su composición), la «naturaleza» ha seguido proporcionando la mayor parte de los términos simbólicos de la imaginación nacional. Para la civilización inglesa en su madurez, como para todas las razas primitivas, los «personajes del gran Apocalipsis» son «montaña y cascada, árbol y río y lago». (pp. 50-51) Así pues, la poesía permite conocer lo simbólico, pero también imaginar, en esta línea, un designio mayor, dado por la divinidad a través de lo real, que no se limita solo a la apariencia sensible. Aún más, la ausencia de elementos bellos en el entorno (en las ciudades, con sus moles arquitectónicas, grises, y la práctica inexistencia de espacios naturales) es otro de los elementos clave que nos conducen hacia la “Utilidad de la belleza”, el ensayo que da título al libro, que comienza con esta tajante percepción: ¿Qué es lo que le pedimos a la poesía hoy? Tal vez me equivoque respecto a lo que le pedimos exactamente, pero creo que no me equivoco si concluyo que el momento actual no le pide —ni recibe— lo suficiente. Mucha poesía publicada no parece marcarse ningún objetivo más allá de la descripción, a veces agradable, pero con la misma frecuencia desagradable, de cosas vistas o sentidas […] Tal vez el poeta gane algo al articular su neurosis (aunque dudo que esa sea la cura de almas que pretende ser), pero no alcanzo a comprender qué puede esperar el lector como ganancia. (p. 65) En ese sentido, dado que la belleza ha quedado anulada por el peso de lo práctico y la comodidad de la vida moderna, el arte ha quedado relegado a una serie de transformaciones rápidas sin mayor fundamento, sin mayor sentido que el proceso en sí, frente a lo que se espera, al final, de la verdadera poesía: «Pero la verdadera poesía tiene la capacidad de transformar la conciencia misma poniéndonos ante los ojos iconos, imágenes de formas sólo parcial y superficialmente realizadas “en la vida real”» (p. 73). De este modo, según Raine, la poesía, como el resto de las artes en sus respectivos campos, tiene la función, en un sentido hegeliano, de educación del espíritu, de ahí que la transmisión de valores, virtudes o episodios bellos sea fundamental. Llegados a este punto, las reflexiones de Raine pueden convencernos en mayor o menor cantidad dependiendo de la postura que adoptemos. Si, por un lado, desechamos el contexto y las tomamos literalmente, como los teóricos que se rieron del rechazo del jazz por parte de Adorno (y que ahora lo hacen cruelmente con Pokemon Go), sus argumentos nos parecerán poco más que un conjunto rancio y desactualizado sobre la poesía. Por otro, si somos capaces de tomarnos los argumentos con la suficiente flexibilidad, descubriremos razones que explican la preeminencia de lo cotidiano y, con ello, la pérdida irrecuperable de todo un mundo simbólico y de un hacer poético que ayudaría a evitar la falta de calidad y originalidad en la poesía. Mientras tanto, la montaña rusa sigue su deriva. JULIO FUERTES TARÍN. FÁBULA DE ISIDORO (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2016) por ALEJANDRO HERMOSILLA ISIDORO O LA LITERATURA PERRA Lo que más me gusta de la Fábula de Isidoro de Fuertes Tarín es su actitud. Su visceralidad a medio camino de la anarquía y la rebeldía adolescente. Su necesidad y ansia de corromper, demoler. Como ponen de manifiesto esa prosa cruda llena de vaivenes semejantes a navajazos lingüísticos o esas frases aceleradas que en realidad, son violentos puñetazos a las tripas del lenguaje, así como al orden establecido. Cuchilladas en el vientre de la narrativa española contemporánea y su sociedad. De hecho, no veo el relato tanto como una narración sino más bien como un ladrido. Los berridos de varios perros hartos de sus amos, los collares y la comida procesada que ingieren diariamente. Lo que provoca, obviamente, que Fábula de Isidoro no sea un texto perfecto. Sea orgullosamente irregular. Exactitud que, por otro lado, no creo que pretenda, pues su apuesta se basa más bien en la destrucción, la corrosión, esto es, la sinceridad y rabia de su grito. Un grito parecido a una sardónica canción de Extremoduro mezclada con los delirios oníricos de Lautréamont. O a un crudo relato urbano con ecos del lenguaje carnavalesco barroco. Un riff de La Polla Records viajando a través de los intersticios literarios hispanos de este y otros siglos. Siento dos fuerzas chocando y peleándose en el relato de Tarín. Una primera que, más allá de su carácter gamberro, intenta dotar a la obra de cierto aliento mágico, sobrenatural y onírico capaz en cierto modo de trascender y elevarse (aunque sea de forma canalla) sobre aquello que narra. Para lo que se ayuda tanto de la palabra fábula en el título, la maravillosa portada (del propio Tarín) o el ingenioso trabajo editorial de Jekyll & Jill, cómplice en todo momento con las ideas del autor como de ciertos guiños a la novela picaresca e incluso, sí, a los textos satíricos del Siglo de Oro o el romanticismo español. Y otra segunda (realmente mucho más fuerte), tan destructiva como desacomplejada. Un sarpullido de nihilismo barrial empeñado en que los escasos ecos sobrenaturales y morales que la primera fuerza invoca, besen el polvo. No se eleven más que unos pocos centímetros de la tierra como en cierto modo exige una narración cainita y sanguinaria que, en este sentido, me recuerda (sobre todo, en el espíritu) al Polispuercon del gran Héctor A. Murena. Un Lautréamont despojado de toda marcialidad y trascendencia, centrado más en los rugidos de los intestinos que en los truenos o las maldiciones celestes. Atento más a los insultos y escupitajos, los recorridos por los barrios y las cárceles, y a la sangre y al semen circulando por las venas y los testículos, que al propio desafío de los inconformes contra Dios, las leyes y el estado. Es decir, más interesado por lo físico que por lo metafísico. Por la violencia que por las consecuencias de esa misma violencia. Por palpar los trajes de las brujas que aparecen en los cuadros de Goya (y si es posible meterles mano) o pegarse una comilona entre malandrines, que por extraer una lectura profunda y global de la hechicería o la picaresca. Algo lógico, porque Fábula de Isidoro es un grotesco relato de castizo punk. Un ácrata basta ya contra el franquismo y el autoritarismo que persisten como muros infranqueables en esa España del siglo XXI que, a ojos de Tarín, no es muy distinta de la del XVIII o la del XIX. Es una farsa sin fin que merece por tanto ser dinamitada literariamente (o vitalmente). Tal vez esté delirando. Algo que desde luego no me preocupa mucho cuando me introduzco en una obra de arte. Todo lo contrario. Lo considero necesario. O más bien, inevitable. Pero creo que Fábula de Isidoro, en realidad, es uno de los primeros eructos o cortes de manga surgidos en la narrativa española como consecuencia no tanto del 15-M sino de la total demolición de sus aspiraciones. Que el espíritu canalla y satírico del libro de Tarín es probablemente congénito a su creador pero no habría sido tan intenso y vertiginoso de haber existido ciertas mutaciones reales en la política española durante los últimos años. De no haber proseguido insistiendo en convertirse en un eterno sainete, una comedia de corral con tintes gatopardescos, de la que los nuevos partidos, de un modo u otro, han terminado por participar onerosamente. Ya sea por impotencia —habría que realizar modificaciones importantes en la Constitución para lograr transformaciones reales y todavía no poseen los suficientes votos— o por maquiavélico dolo. Lo que ha generado un clima de rabia sorda, dolor y conformismo puede que más desolador aún (por aquello de la oportunidad perdida) que el que provocó el estallido del 15-M, ante el que es lógico que se sientan deseos de venganza. De hecho, de algún modo, el arte cumple esta función. Convierte en reales los sueños oscuros. Y si algo desean muchos españoles (otra cosa es que lo manifiesten públicamente) es asesinar (o al menos ver sufrir) a un político, un presidente, un empresario o al rey. Algo que Tarín sirve en bandeja a sus lectores, con una trama que en el fondo no es más que la mera excusa para ladrar. Y si es posible, echarse unas carcajadas a cuenta del despropósito y absurdo cotidianos: esas palabrejas ávidas de rebelión entremezcladas con admiración desmesurada por futbolistas. O esa anárquica necesidad de transformaciones políticas, sociales y vitales que, al no encontrar eco real, termina desembocando en la búsqueda de gurús espirituales. La brújula del tarot de Jodorowsky, el I-ching o la lectura de manos por una gitana. En más autoritarismo o en el terrorismo intelectual.
Afortunadamente, eso sí, Tarín no hace explícitos estos razonamientos con los que tal vez esté de acuerdo o no. Más bien, los ejemplifica o los sobrepasa. Y digo afortunadamente porque, a excepción de maestros como Rafael Chirbes, la mayoría de ocasiones que un escritor se propone componer un retrato generacional me provoca urticaria. Siento dolor en la espalda y un temblor atenaza mis manos que no me permite agarrar cuchara y tenedor. A veces, también deseos de arrojarme desde los puentes. O no. Pues, si de algo estoy cansado a estas alturas de la vida, es de retratos generacionales. O infantiles. O juveniles. O de madurez. La literatura es o no es. No hacen falta adjetivos. Que más parecen marcas o rasgos de inseguridad que otra cosa. Y supongo que Tarín lo sabe. O lo intuye. Lo que es de agradecer y, en cierto modo, explica (o no) el desenfado con que narra una historia cuyo desarrollo y desenlace son lo de menos. Como hablar de su argumento. Pues, en cierto modo, Fábula de Isidoro trata sobre todo de lenguaje y actitud. Es un cruce extraño e impuro entre El diablo cojuelo de Luis Vélez de Guevara y una novela de Roberto Arlt. Un sueño lúcido de Francisco Quevedo instantes antes de despertar y una canción de Albert Pla. En definitiva, un retrato de nuestros vicios e hipocresía sin moraleja. Y seguramente sin enseñanza. Porque básicamente es vida cruda. El demonio de la democracia española haciendo un striptease ante un público ansioso por verlo al fin desnudo, recibiendo como premio al final no más que un pedazo de una de sus piernas. JESÚS URCELOY. VISIBLES E INVISIBLES (Cuadernos del laberinto, Madrid, 2015) por MANUEL GUERRERO CABRERA A nadie se le escapa la pasión literaria de Jesús Urceloy (Madrid, 1964). Autor, entre otros títulos, de Libro de los salmos (1997), Berenice (2005), Diciembre (2008), Misa de Réquiem (2012), La biblioteca amada (2012), Matar en casa (2013), El pie sin huella (2014, novela escrita con otros siete autores) y Visibles e invisibles. Falsa antología de poetas verdaderos (2015). Es miembro fundador y colaborador de la decana revista cultural en internet Ariadna-rc.com, también es miembro de XATAFI (Asociación de amigos de la ciencia ficción en España) y de la Tertulia Holmesiana de Madrid. En 2004 ganó el I Premio de Haikus de la RENFE, en 2008 ganó el Premio de Microrrelatos del Ayuntamiento / Feria del Libro de Madrid y el III Premio Internacional de Poesía Margarita Hierro, de la Fundación José Hierro. Ha sido finalista del Premio Nacional de la Crítica (2001) y del Premio Nacional de Poesía (2006). Por ello, Visibles e invisibles. Falsa antología de poetas verdaderos es una manifestación expresa de admiración a una buena –en amplitud de su significado– nómina de autores actuales, pues Jesús Urceloy se vuelve camaleónico y les dedica un poema escrito bajo el signo del estilo de cada uno, además de imaginarlos en una situación, a modo de motivo central o inspirador del poema. Valga el ejemplo de Javier Lostalé que «contempla la claridad» y que, sin duda, hubiera firmado estos versos: los pasos de los árboles que afinan su copa al caminar contra corriente, y un despertar valiente cuando las rosas por amor se inclinan. O el gran poema que dedica a Isla Correyero, quien «se piensa un guion para un corto y le sale en endecasílabos»:
Llevo toda la tarde con la caja de clínex: una angustia insoportable me tiene destrozada. Menos mal que has llamado. Te juro que no sé lo que me pasa… Qué se creen esos tíos de mierda. Ven, estoy muy sola… En efecto, Urceloy no es solamente un buen lector de poesía actual, sino también un brillante intérprete de la misma, pues reflexiona, considera y hace suya el modo de la escritura de sus coetáneos, con el fin de rendirles merecida consideración, como hemos dicho anteriormente. Otro de los aspectos fundamentales de esta Falsa antología de autores verdaderos es la presencia de autores conocidos (los dos anteriormente citados, Luis Alberto de Cuenca, Félix Grande o Amalia Bautista, entre otros) junto a los que no lo son, «poetas excelentes y no se merecen un gramo más de olvido», en palabras de Urceloy. De ahí el título: Visibles e invisibles. Por traer otros dos poetas menos conocidos, en correlación con los ya expuestos, rezando desde el nacimiento del río Ebro Juan Hospital recibe el testimonio literario en estos tres versos formidables: Todo el dolor y todo cuanto amé y todo cuanto soy ya estaba escrito en las manos abiertas de mi padre. Y David Foronda, a propósito de la lectura de Pórtico de Frederik Pohl: La eternidad consiste en un segundo, sólo un segundo sin cerrar los ojos para volver –ya muerto– a su perdón. Félix Grande, Javier Lostalé, Ángel Guinda, Ana Rossetti, Enrique Gracia Trinidad, Luis Alberto de Cuenca, Marisol Huerta, Julio Martínez Mesanza, Rafael Pérez Castells, Fernando Beltrán, Hipólito García “Bolo”, José Luis Morante, Antonio Polo, Isla Correyero, José Cereijo, Juan Carlos Mestre, Luis Felipe Comendador, Carlos Tejero, Manuel Moya, Ángel Rodríguez Abad, Jesús Cuesta, Amalia Bautista, Pedro Díaz del Castillo, Jaime Alejandre, Julio Castelló, José Antonio Rodríguez Alva, Juan Hospital, Álvaro Muñoz Robledano, Eduardo García, David Torres, Francisco García Prados, Román Piña, Antonio Luis Ginés, Juan Manuel Navas, María José Cortés, María Eloy, Pablo García Casado, Iñaki Carrasco, Gonzalo Escarpa, Julio Reija, Sebastián Fiorilli, Aarón García Peña, David Foronda y Antonio Rómar. O, dicho de otra manera, Jesús Urceloy, en una honrada manifestación de amor a la poesía actual. |
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