LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ANTONIO BUENO GARCÍA. CERVANTES EN ARGEL (Comares, Granada, 2024) Edición multilingüe y multimodal por ROSA MARÍA GIL SANGRADOR EL HÉROE CABALGA EN LA CÁMARA OSCURA Hace un par de años celebrábamos la aparición de la última biografía de Cervantes, obra de Santiago Muñoz, director de la RAE, que, aunque ilustraba expedientes y tesis más recientes, seguía sin ofrecernos demasiadas pistas sobre la vida de Cervantes en Argel, por la sencilla razón de que sigue siendo un asunto relativamente opaco. Cervantes argumentó que toda su vida se encontraba en sus obras, celoso como era de su intimidad y reacio a que otros indagaran sobre él, pero no dejó de ficcionar cuando hablaba de su persona (lo hacía dentro de obras de ficción), dejando así el camino abierto a su interpretación y a la imaginación, que es lo que Antonio Bueno desarrolla en esta obra. El volumen que acaba de editar Comares en su colección Interlingua supone un hito en la bibliografía literaria sobre el escritor, y no solo por el paso que representa de la biografía teatralizada a la autoficción, sino también por su publicación en nueve lenguas (el español y otras ocho canónicas), y en expresión tanto escrita como audiovisual. El autor (Valladolid, 1958), catedrático de traductología y experto en autobiografía y literatura intimista, que ha tenido ocasión de conocer la cueva donde estuvo preso Cervantes durante su estancia profesional en Argelia, explora las interioridades del alma del escritor y se adentra de modo imaginativo en la supuesta experiencia vivida en ella, convirtiéndola en cámara oscura donde se revelan los grandes secretos. La obra, construida en torno a dos monólogos dramáticos de corte autobiográfico, revisa la experiencia de nuestro escritor universal desde dos ópticas distintas: el primero (Cautivo en Argel) es un ejercicio a mitad de camino entre la investigación y la literarización, una suerte de autobiografía teatralizada, que descubre la vida que llevó durante los cinco años de cautiverio en Argel, poniendo en boca del protagonista el relato de su vida. Cervantes comienza presentándose como si fuera un desconocido (¿no es lo que nos sucede ante muchas circunstancias de su vida?): «Mi nombre es Miguel de Cervantes...». Lo hace con ironía e incredulidad por nuestra poca perspicacia para resolver el enigma de su vida, pero sin acritud por las consecuencias derivadas de su encerramiento. No busca la conmiseración del lector o escuchante, si acaso el reconocimiento de su valor ante la adversidad y el dolor, que en el fondo le engrandecen como las cicatrices a la vida. El segundo monólogo es un claro ejercicio de ficción en boca también del protagonista, aunque el punto de partida sea concreto y verificable biográficamente: el encerramiento del escritor y sus cuatro intentos de fuga, así como el rescate de su persona. Bajo un cielo distinto al de La Mancha —la bóveda de una cueva—, un héroe cabalga entre las sombras por la cámara oscura de la memoria, auténtica metáfora de una vida real y escritural por esclarecer. Esa es la realidad existencial que vive el cautivo de Argel, pero la historia más concreta es la del propio Cervantes que, habiendo sido capturado por los piratas berberiscos y conducido a Argel, es encerrado por el sultán en una cueva de la que le permite salir en ocasiones para desvelarle secretos e intenciones sobre el rey de España, gracias también a la labor especial de su hija, la princesa Djemila, a la que ha puesto como cebo. El protagonista y la princesa, que terminan enamorándose, planean la fuga (hasta en cuatro ocasiones), viéndose enfrentados a diversas vicisitudes y abocados a una situación límite. El amor, que es un sentimiento al que Cervantes asigna siempre especial importancia, pues como diría Don Quijote «no puede ser que haya caballero sin dama» (capítulo XIII de la primera parte del Quijote), actúa aquí como motor de la existencia y emoción capaz de sacar lo mejor del héroe. La capacidad de resistencia a la adversidad es en el héroe directamente proporcional a la de su pasión amorosa y su deseo de libertad. Como en una experiencia iniciática la cueva se erige en vehículo de la historia y de la existencia. Si en la noche las sombras representan los fantasmas (sufrimientos y pesadillas) de la existencia, tanto real como artística, la luz, que entra por los recovecos de la cueva, representa la esperanza del cautivo y la lucidez, tanto del ser humano como del escritor. Cervantes, que estaría gestando también su obra, va a ver mucho más claro en las profundidades de la cueva, y, dentro de ella, no confundirá, como Don Quijote, molinos con gigantes, ovejas con ejércitos, damas con prostitutas. Desde el punto de vista formal la fuga es la razón misma de la existencia en esta cavidad. El tiempo, que en la obra también se expresa en fugas (se trata de un monólogo en cuatro fugas con un introito), va marcando la progresión de la acción con el relato de las sucesivas evasiones y con la representación en la cueva de la sucesión del día a través de los efectos de luz y de noche. Amor y fuga vienen a ser sentimientos idénticos en la representación de la esperanza, como amor y muerte o amor à mort —utilizando el símil del español y el francés— en la desesperación.
Este Cervantes en el siglo XXI se plantea cosas que no pudo hace 450 años, como que hay que buscar «cueste lo que cueste» (lo repite varias veces) la luz de la noche, llamar a las cosas por su nombre, desenmascarar al enemigo, declarar (lo hace por él también Don Quijote) que nada conseguirá volverle loco, reconocer que está sumido en la desesperación, que no puede más... Su mundo de luces y de sombras, de pasiones, está más cerca de nuestra existencia. En el monólogo lastimero del héroe el lector se convierte en confidente, destinatario de una intimidad de la que extrae una lección personal (¿no es acaso este el valor de la lectura?) y, como por encantamiento, se siente también encausado, concernido por similar existencia, asumiendo principios y valores. En el audiovisual de la obra Cervantes y su traducción la voz del protagonista (Cervantes) es en la mayoría de las ocasiones de mujer (sus traductoras), y no es Djemila, porque Cervantes en definitiva somos todos. Desde el punto de vista traductológico (hay ocho versiones) asistimos a un ejercicio minucioso de trasvase de la forma y del sentido hasta dar con los ricos matices del original (todos son buenos traductores literarios). La empresa se lleva a cabo desde diferentes perspectivas autoriales: autotraducción (el autor de la obra es también traductor al francés), traducción personal (caso del inglés, portugués, italiano y ruso), traducción colaborativa (alemán, árabe y francés) y con revisión (en todos los casos). Su publicación en el libro al mismo nivel que el original tiene una lectura singular, pues es como si el autor buscara dar el mismo peso a un texto que a otros. Cierto es que para el lector extranjero la primera referencia que tiene es la traducción a su lengua, y esto nos hace pensar en el papel importante de la literatura comparada. Yendo mucho más allá en nuestro propósito, podemos aseverar que la obra deja de pertenecer por entero al autor cuando se transfiere al traductor y por supuesto también cuando termina en las manos del lector, que se apropia de ella y le da su particular sentido. El libro Cervantes en Argel, como decíamos, no presenta solo variantes desde el punto de vista lingüístico o de la escritura, también desde el punto de vista de la modalidad (de la escrita a la pictórica, la sonora y la audiovisual), tal es la singularidad de la edición. El conjunto representa en cierto modo una nueva ecología literaria, basada en el valor de la palabra, la imagen y el sonido, que predispone a una lectura total a través de la vista y el oído (¿no fue acaso la literatura oral la primera?) y que tiene el mérito de proponer otra lectura alternativa de la obra. En el campo de la imagen, la obra dibujada (representada a través de las plumillas sobre Argel y Orán del artista Fredesvinto J. Ortiz) se completa con la fotografiada (del propio autor) y la digitalizada (obra de Karim Djouimai), que sirven para el montaje fotograma a fotograma de Cautivo en Argel (por Susana Bueno) y del resto de obras: La luz de la noche, Argelia en perspectiva a dos puntos de fuga y Cervantes y la traducción (por el equipo de Imane-Amina Mahmoudi). Sobre la realidad sonora en la obra podría hacerse un amplio estudio; notemos que la locución de los monólogos procede del mismo autor, que complementa el sentido del texto escrito y que emociona con su interpretación teatral. La versión francesa del audiovisual La luz de la noche (el único que se lleva a cabo también en otra lengua) constituye más lo que denominamos una (bella) lectura que una interpretación escénica. La música, de guitarra clásica (interpretación de Malik Hannouche) y también andalusí, junto a la llamada a la oración musulmana, contribuyen a crear ese halo perfecto para encuadrar la experiencia en Argel desde diferentes percepciones. En definitiva, estamos ante una obra que no dejará indiferentes a los lectores por su original propuesta sobre la realidad fingida del genial escritor universal y por la nueva manera de entender la literatura, más próxima a la alquimia, a la búsqueda del arte por el arte.
0 Comentarios
NATALIA CARBAJOSA: LA BELLEZA DE TRADUCIR... POESÍA (Eolas, León, 2024) por SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN Es arriesgado y, quizá, un tanto provocativo titular un libro La belleza de traducir... poesía. La belleza de leer poesía es evidente, lo de traducir queda ya algo más a trasmano por, entre otras razones, la insuficiencia de la traducción. ¿O quizá esa pobreza, cortedad y carencia, que todo esto está en la traducción, no es tal? En algunos casos, sin duda, no lo es, pues el traductor es también poeta y puede poner en una lengua un discurso poético escrito y pensado en otra lengua. Este es el caso de Natalia Carbajosa, poeta y traductora de ya larga trayectoria. Autora de algunos libros de poemas de hermosa factura, como es costumbre decir (yo prefiero pensar que sus poemas son entusiastas meditaciones en la vida sobre la vida en la que lo oscuro también tiene su lugar). Los más de veinte libros de poesía traducidos avalan una trayectoria ejemplar, y la facultan para hablar del oficio de traductor. (Tiendo a ver todas las variedades de la escritura como oficio más que como trabajo o profesión, por lo que tiene aún hoy en día de artesanal). La labor de Natalia Carbajosa revela la alegría del oficio tomado en serio. El libro se divide en cuatro capítulos en cuyo ascenso el lector aprecia la acertada estructuración. Comienza de modo natural e inevitable por el lenguaje. «Nombrar el mundo ya es traducirlo», así comienza el primer capítulo tras haber traído a colación una cita de George Steiner: «Por medio del lenguaje ‘somos traducidos’ del modo más marcado y perdurable». Somos lenguaje; eso es lo que nos caracteriza por encima de todo, un lenguaje que no es solo comunicativo (esta es para mí la gran diferencia con los animales) sino expresivo y, en algunos casos, poético. Si la expresividad no fuera una de las funciones del lenguaje, sería difícil que hubiera literatura. Al nombrar el mundo lo volvemos inteligible (aquí vendría bien un excurso sobre la razón pura de Kant, la intuición de la sensibilidad y la potencia poética del lenguaje; sin esa razón apriorística la poesía moderna no existiría, tampoco la idea de que al nombrar creamos el mundo). Traducir es, en cierta medida, crear y revelar. Revela el traductor porque pone el poema en un lenguaje comprensible para los lectores y porque destaca algunos matices que el propio poeta no tuvo en cuenta o no supo verlos. Nombramos al tiempo que miramos mientras sabemos que en ocasiones la distancia entre lenguaje y mirada nada la puede salvar. El hueco entre ambos revela la esencial fragilidad de eso que llamamos identidad y la extrañeza del mundo, que es lenguaje; así, también el lenguaje, a pesar de que parezca lo contrario, nos es extraño. Esto es algo que notamos, en algún caso incluso padecemos, cuando aprendemos una lengua que no es la nuestra materna. En esta circunstancia uno percibe la libertad, sintáctica, léxica y fonética, de cada lengua y queda maravillado por las soluciones, en ocasiones divergentes, que cada lengua da a una misma expresión. Estas divergencias son el limo y el sustrato de la traducción. Si las lenguas tuvieran una exacta correspondencia entre sí, piensan algunos, la traducción sería más fácil; una traducción automática, diría yo. Pero no hay correspondencias, no sólo a nivel sintáctico o léxico, tampoco las hay a nivel fonético. Esto hace de la traducción de poesía una aventura intelectual en que lo único que sirve, más allá de la experiencia, es la sensibilidad del traductor. He aquí un elemento muy importante: el traductor. Es el que conecta el tono del poema con el lenguaje al que traduce y con su propia expresión. Podemos ver dos caminos: la del traductor que efectúa un ejercicio de despersonalización, al modo en que poetas tales como John Keats o T. S. Eliot llevaron a cabo en su propia escritura, o la de los traductores que allegan el poema extranjero a su propia poética, al modo en que Juan Ramón Jiménez hizo en sus traducciones y en Tiempo. Entre estos dos términos se juega el trabajo del traductor: fidelidad o creación, aunque siempre queda la duda de si la fidelidad no es también creación y la creación es, en mayor o menor grado, siempre fiel al poema original. En los dos capítulos que cierran el libro Carbajosa repasa casos concretos de obras que ha traducido. Sirven de ejemplo de todo aquello que anteriormente ha sido discurso teórico y dan una idea exacta de lo que son para ella la traducción, la escritura y la lectura. Cuenta, mediante anécdotas, su labor como traductora de poetas americanas como Lorine Niedecker y H. D., cuyos poemas se caracterizan por la parquedad del lenguaje, y de otros que son ingleses como Katheleen Raine y T. S. Eliot. En este último caso, reflexiona sobre la dificultad de traducir una vez más La tierra baldía, poema central de la literatura universal del siglo XX que cuenta con un número elevado de traducciones, en algunos casos por poetas traductores como, por poner un solo ejemplo, hizo Claudio Rodríguez. En el caso de este poema el traductor se enfrenta al poema y a las soluciones que otros han aportado con mayor o menor acierto. La libertad es menor y mayor es el riesgo, pero también la aventura que es la traducción tiene mayor acicate —eso pienso— porque toda traducción es, además de la búsqueda de la mejor expresión para el poema, un reflejo de la época en que queda traducido. No hay traducción intemporal; cuando se da el poema es otro nuevo, independiente ya del original.
Carbajosa ha traducido también parte del teatro del mismo Eliot. Las indagaciones que hizo acerca de las traducciones ya existentes de The Family Reunion la llevaron a encontrar una traducción que Rosa Chacel había hecho bajo pseudónimo. A partir de ahí hila una interesante especulación acerca de las amistades y enemistades en el medio literario. Por último, Carbajosa también ha traducido con gran acierto a Ana Blandiana, poeta rumana que tiene, gracias a ella y a Viorica Patea, una presencia destacada en la sociedad literaria española. Este es un caso particular de traducción por lo que tiene de colaboración entre traductoras, primero poniendo original en español y luego llevando esa primera aproximación a lo poético. La traducción como colaboración no entre escritor y traductor sino entre dos traductores es un buen modo de señalar que no es una tarea tan solitaria como algunos creen y que, con complicidad, lo que llega a los lectores es una muestra de amistad literaria de la poeta y las traductoras, y de las traductoras entre sí. ANTONIO GÓMEZ RIBELLES. EL CASTIGO DEL EXILIADO (La Nube de Piedra, Cartagena/Madrid, 2023) por SEBASTIÁN MONDÉJAR LUGAR DE NADIE vine a un lugar habitado [Ildefonso Rodríguez] Está unido / el vencejo a la nube / la roca al agua / el pie al camino. Norte, sur / noche o día no son lugar / ni tiempo / ni estación. [Natalia Carbajosa] El poema es el lugar donde se deja pensar a los orígenes. [Charles Simic] Antonio Gómez (Valencia, 1962) es rayo que no cesa en su periplo creador. Él se define fundamentalmente como artista plástico, pero es también un formidable poeta y escritor. El castigo del exiliado es su segundo libro no híbrido (es decir, no acompañado por obra plástica) y el primero conformado enteramente por poemas, ya que en Las lagartijas guardan los teatros (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021) combinó prosas y versos. Antonio siempre escribe mientras pinta. Se siente cómodo en la alternancia. Decía Wallace Stevens que, «en buena medida, los problemas de los poetas son los problemas de los pintores, y a menudo los poetas deben volverse hacia la literatura de los pintores para debatir sus propios problemas». Antonio Gómez hace ese camino y el inverso: cuando la imagen no le basta, con la poesía dice lo que no puede decir de otra manera. Y otra vez Wallace Stevens: «La ética no es parte más importante de la poesía que de la pintura». Estamos ante un artista maduro y minucioso; un creador plástico y visual con una larga trayectoria y una obra muy sólida a sus espaldas, siempre acompañada por textos y poemas suyos; «uno de esos artistas de metodologías diversas que mantienen un fondo estético común y uniforme en sus proyectos», en palabras del fotógrafo y profesor de Bellas Artes Francisco José Sánchez Montalbán. Fiel a sí mismo —a su ética y su estética—, Antonio Gómez trabaja y crea sin estridencias ni aspavientos y, cuando menos lo esperamos, nos sorprende con una nueva exposición o un libro que parecen haber sido creados del modo en que nos acercamos a ellos: sin esfuerzo, dejándonos llevar. Porque cuanto miramos y leemos nos concierne, lo hacemos nuestro. Partiendo de la idea de viaje, de recorrido involuntario, este libro supone un paso más en su regreso al pasado para seguir construyendo su presente. Desde el primer verso (Es probable que en el nuevo lugar) al último (dentro, en la llama), Antonio traza la ruta de sus exilios personales, plenos de tránsitos y caminos sobrevenidos, no buscados, y los redirige. Todos los poemas son memorables y están impecablemente engarzados, todos encierran su poética y su actitud durante ese viaje: Nombrar las cosas correctamente / era ese día lo importante / pero no lo único; / también lo era ver arder en la pantalla / todo aquello que era tuyo (‘Mudanza/Eco’); El mundo desde el coche parecía / ir pasando por las ventanillas / respondiendo a mi dedo que dibuja / la ruta sobre un pequeño mapa / de carreteras (‘234’). Antonio es un poeta que escribe con imágenes. Él mismo ha reconocido muchas veces que piensa y escribe igual que pinta. Es un recolector de imágenes: Mi ‘tiempo’ era una imagen, / luego otra más y se apilaban todas / en capas transparentes (‘Ego’); ¿Recuerdas cuando veía imágenes / en las paredes? / Las sigo viendo / a veces les pongo nombre / y bautizadas las adopto / (...) / No se van / ni se pierden (‘Pareidolia’). Lo primero que pensamos cuando hablamos de exilio, sea éste de la índole que sea, es que se trata de un castigo, una tragedia. Todo exilio supone una imposición, un desgarro que nos borra y nos convierte en nada, en nadie, o nos sitúa en un no lugar en el que, como mínimo, nos sentimos solos y extraños. Una muerte en vida. Pero podemos sucumbir ante la pérdida, dejarnos arrastrar por el desánimo, u obligarnos estoicamente a recomenzar, a reconstruirnos. Todo depende de nuestra fortaleza, nuestro carácter personal, nuestra capacidad de ataraxia ante la turbación. Sin obviar ese castigo, Antonio Gómez, sometido desde niño a mudanzas radicales, optó siempre por ese afán de asunción y superación. «Las odiseas personales arrastran siempre un castigo y un deseo, el castigo de añorar lo perdido y el deseo de volver a crearlo», escribe en el texto de contraportada. Y ya en el primer poema (‘Prólogo’) apunta esta esperanza: Es probable que en el nuevo lugar / sigamos siendo felices / hermosos y elegantes. Al menos, que exista esa ligera posibilidad. En efecto, a lo largo de la lectura el título del libro choca de algún modo con nuestra sensación: no percibimos en este exilio castigo alguno, o éste, en todo caso, es relativo, no ha sido en absoluto catastrófico, irredimible. Dejad que cante el aedo / la historia de Odiseo, escribe Antonio en ‘Otras luces no sirvieron’. Desde el título, el espíritu homérico palpita de principio a fin. Para Odiseo, símbolo de ingenio, voluntad y resistencia, convertirse en Nadie (Outis) fue su salvación. Y también la de los suyos. La obra escrita de Antonio Gómez de las últimas décadas abunda en los mismos tres pilares sobre los que se sustenta su obra plástica: el lugar (sus lugares y sus no lugares); la casa (su casa, compendio de todas las casas en las que ha vivido); y la memoria, que puede no ser exclusivamente suya y se recrea, se reinventa ahondando en las rendijas y los rastros de su devenir a través de recuerdos, pequeños objetos, hojas, piedras, fósiles y fotografías. «Raíces de memoria» los llama él, «no solo de uno mismo, sino también de otros». En alguna ocasión yo he definido su proceso de creación como una «arqueología de la memoria». Pero estos tres pilares se sustentan en uno: el tiempo; de hecho, «tiempo» es la palabra más usada en El castigo del exiliado: «el tiempo detenido», «el tiempo de un domingo», «el tiempo recobrado en una imagen», «el tiempo fragmentado», «el tiempo abolido», «el tiempo horizontal»... Un tiempo aparte, fuera del tiempo cronológico; el tiempo sin tiempo de los griegos, convertido en clave esencial de toda su obra. Otro modo certero de percibir esos cimientos lo compartió Antonio durante la presentación del libro en el Museo Ramón Gaya, recordando las palabras de la poeta y traductora Natalia Carbajosa en la presentación que, unas semanas antes, tuvo lugar en el Museo del Teatro Romano de Cartagena. Según apuntó ella, Antonio trabaja en tres niveles: el mítico, el personal y el artístico. «El mítico es el mar, la idea del viaje homérico; el personal es la casa, las casas, lo más próximo habitado y deshabitado; y el artístico es el lenguaje, es decir, la vía para construir el pensamiento con las imágenes y las palabras». El libro, repetimos, parte de la idea de desplazamiento, de partida de un mundo al que no se habrá de volver, salvo a través de la memoria. Porque en este viaje la memoria es el mar --Querría entrar el mar hasta las aguas retenidas (‘No sé si tú recordarás’)— y también, por tanto, el lugar, el sostén del argonauta que lo surca en busca de su vellocino. Un viaje de ida y vuelta: Me gusta la luz de las tardes que descubro / tal vez como un retorno (‘Una leve equivocación’). Que sea más importante la espera que lo que suceda, / (...) antes el placer de mirar que el intento de comprender / un mar que solo responde con su enigma (‘Melancolía de Odiseo’). La palabra «lugar» es otra de las más recurrentes a lo largo de todo el poemario —y de toda la escritura de Antonio— y, para mí, la más significativa, la que más carga poética contiene (de ahí el título de este escrito y las citas introductorias): Este es el lugar donde no existe / nada y todo a la vez. / Aquí tendremos el consuelo / que renace entre lo oscuro (‘La casa isla’); Estoy en el lugar que me dijisteis, / el que existía antes de que le diéramos nombre (‘Otros sitios serán recuerdo’); Porque un lugar, su lugar, / el de esas cosas pequeñas / solo existe si estás en él (‘Armario’).
En resumen: la vida es mudanza. Nuestra odisea es la vida. Todos somos de algún modo exiliados. Carne de pérdida, desposesión y desarraigo. Todos hemos sido desterrados de la infancia y nos alejamos irremisiblemente de lo vivido (de su memoria, por tanto). ¿Qué podemos hacer? Antonio Gómez nos propone buscarnos en la pérdida. «La poesía es pensamiento, memoria personal y colectiva, realidad construida tanto a través de las búsquedas como de las pérdidas desde la esfera del tiempo» (son también palabras suyas durante la presentación del libro en Murcia); «ésa es la base: la búsqueda de la pérdida, de la manera en que hemos construido nuestra forma de ser y nuestros pensamientos a través de las pérdidas, del exilio que conlleva toda pérdida». Mediante la pintura y la poesía, Antonio ha trocado su exilio en su ‘locus amoenus’. Ver las cosas desde la frontera, dice en el poema ‘Las afueras’. Yo escribí hace tiempo —perdón por la auto cita— un verso aforístico muy próximo al espíritu de este libro: «Hacer nuestro el lugar que no elegimos». Hacerlo lugar de Nadie. De todos y ninguno. [Murcia, mayo de 2024] ALBERTO CHESSA. PALABRAS PARA LUEGO (Huerga y Fierro, Madrid, 2024) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Palabras para luego es el séptimo poemario de Alberto Chessa y, en cierto modo, supone la confirmación irrefutable de la calidad de este poeta, que ya venía refrendada por los reconocimientos que algunos de sus libros anteriores han obtenido, entre ellos el Accésit del Premio Adonáis o el Premio Internacional de Poesía Dionisia García. El hecho de que este último libro haya sido publicado en la colección Signos de Huerga y Fierro (en cuyo catálogo se encuentran títulos como el Ocnos de Cernuda o el Adonáis de Percy B. Shelley) supone su consagración como clásico, y premia una trayectoria impecable que Palabras para luego consolida de una forma brillante. El gran acierto de Palabras para luego es, por seguir tirando de ese hilo de su carácter de clásico, la forma absolutamente personal y sincera (si es que puede hablarse de sinceridad en poesía, en literatura, y ya sabemos que no) con la que Alberto Chessa se enfrenta en este libro a la poesía, es decir, a toda una tradición, un oficio, una técnica, unos tópicos y temas que, pese a ser literatura, él consigue convertir en vida, en algo orgánico y urgente. Esta metabolización (o fagocitación) de la tradición en biografía se realiza de muy variadas maneras. En primer lugar, tal vez por ser lo que más destaca a nivel formal, podríamos señalar el uso de la métrica. Hay todo un despliegue de formas métricas que revelan ese reconocimiento y dominio de la tradición que hay en Alberto Chessa: haikus, endechas, endecasílabo blanco, sonetos, versículo, prosa poética... Pero, si nos detenemos, por ejemplo, en la forma en que utiliza el soneto (la composición clásica por excelencia) podremos entender mejor ese peculiar uso de la tradición que otorga a este libro su especial personalidad. Hay tres sonetos en Palabras para luego, pero el poeta subvierte el sentido esencial de esta forma métrica. Si el soneto es la unidad cerrada (la cárcel, decía alguien (1)) por excelencia de la poesía, Chessa decide abrirlo, subvertir su unidad, su autosuficiencia y su perfección. Esa liberación se realiza al incorporarlo en un texto híbrido, en un poema más largo dentro del cual el soneto es solo una pieza más, catorce versos engastados como una piedra preciosa dentro de una joya (una cadena abierta, como luego se explicará). Así, por ejemplo, en el poema ‘Notas del comentador’ los catorce versos del soneto son los primeros de un poema que, a partir del verso 15 continúa en versículos que funcionan como comentario al soneto, un cambio métrico que incluye también un cambio de persona poética, introduciendo un yo que no había en el soneto, el yo que comenta, que deja que el pensamiento ensucie o libere, según se quiera mirar, esa prisión métrica: un cambio de ritmo, de tono y de voz, un comentario a la tradición, una forma de mirar a su propio poema desde fuera —desde un falso afuera pues el comentario, claro, sigue siendo poema. Esa voz, y ese tono del comentario (de hecho, la primera parte de las tres que componen Palabras para luego se titula “Notas del comentador”) es una de sus claves estéticas. A pesar de la variedad de tonos y ritmos que se pueden encontrar a lo largo de todo el libro, la voz poética se convierte, principalmente, en testigo y, desde esa distancia, se abre el espacio o la posibilidad del comentario como entidad poética, con todo lo que ello acarrea en cuanto a subjetividad y a reflexión (que no excluye la emoción). Así, en ocasiones esa mirada de testigo se vuelve sobre el exterior, sobre la cotidianidad más social y ciudadana, especialmente en la primera parte, con poemas como ‘Sala de revelado’, ‘Súper’, donde hay un personaje, alguien a quien la voz poética observa y cuyos movimientos comenta, casi narrativamente. Pero la esencia de ese comentario es la reflexividad, pues toda reflexión que la voz poética realiza sobre esa anécdota cotidiana se vuelve también hacia él, cuestionando la validez de su propio comentario, convirtiendo a esa voz en protagonista temporal y viviente de todo lo que observa, y todo lo que canta. No hay una posición sub specie aeternitatis: quien habla, quien mira y comenta, quien poetiza (con una u otra métrica) está dentro, sometido al tiempo, a la incertidumbre, al asombro. En otras ocasiones, el comentador no mira hacia fuera: se sitúa frente al espejo (literalmente, en poemas como ‘Zafarrancho’) y, sobre todo, se sitúa frente al poema, se ve escribir, y se pregunta qué escribe, y para qué, y con qué sentido. La cuestión metapoética es, pues, uno de los temas centrales de Palabras para luego. El prefijo “meta-” ya incluye la idea de comentario, por lo que parecía inevitable que lo metapoético tuviera ese lugar central. No obstante, nunca cae Chessa en esa vertiente ombliguista y estéril en que a veces se convierte la metapoesía, pues del mismo modo que, al mirar al exterior, lo hacía con el acierto de introducirse a sí mismo en esa realidad social, recorrido por el mismo tiempo y miseria (o milagro) que los personajes, al mirarse escribir genera un desdoblamiento vital cargado de sinceridad y autoconsciencia. Es metapoesía, sí, pero como experiencia y como reflexión, enriqueciéndose ambas, en un ejercicio de transparencia, que se aprecia, por ejemplo, en el magnífico poema que cierra esta primera parte, titulado ‘Tras escribir un poema’, donde ese desdoblamiento se analiza poéticamente: «¿A quién creer? ¿A la voz en continua dicción reinventada o a aquella que me ocupé celosamente de acallar para no tener que escuchar ni a la persona ni a la máscara? / Soy yo quien habla en el poema. / Soy quien lo silencia todo». Ese desdoblamiento y ese tono reflexivo del comentario no excluye, sin embargo, el entusiasmo, el asombro y el arrebato. Al principio de este artículo he elegido, del catálogo de la colección Signos en la que este libro se incorpora, dos títulos: Ocnos de Cernuda y Adonáis de Shelley. No han sido elecciones al azar, pues hay mucho de estos dos poetas en Palabras para luego. Pese a la inherente postmodernidad que implica el mismo hecho del comentario como forma principal de enunciación, hay algo (bastante) de romántico en Alberto Chessa, y esto se aprecia especialmente en aquellos poemas que hablan sobre el hecho poético. «Indestructible es la unidad del mundo», dice uno de los versos de Adonáis, y ese mito romántico de la unidad reaparece con frecuencia en Palabras para luego. Es especialmente visible en la segunda parte del libro titulada “Albada antes del alba” y que consta de un solo poema en ocho partes que desarrolla el anhelo romántico de unidad, de traspasar la barrera del sujeto para que este deje de ser un ente aislado, separado del mundo representado de los objetos: «Quiero dejar de ver las cosas / tras su cristal, quebrar las horas hasta / el límite de un hueco, / donde la luz se funde como un todo». Por supuesto, como sucedía en el Romanticismo, esa unidad no es nunca realizada, porque siempre es horizonte, inminencia: «Qué poco falta para estar completo». Al más puro estilo místico, este poema reconoce que abrazar el entusiasmo y celebrarlo es una forma de abandono porque, si ha de soñarse con la unidad, no puede ser desde el sujeto (que es distancia, ironía o impotencia aislante) sino desde el abandono de ese sujeto, es decir, la disolución mística o poética, algo más allá de la voluntad individual y razonada, algo que no se elige: «El viaje no se elige: se descubre. / Cedo mi voz al do de las sirenas». El poema, no obstante, tiene un doble final, es decir, un final y un comentario, un instante de milagro, y un después de ese instante, que es el tiempo del comentario, cumpliendo ese desdoblamiento que es una figura recurrente en todo el libro. Así, tras el éxtasis místico-romántico: «Estoy completo, sí (...). // Comprendo (en todos sus sentidos) cuanto / mi vista abarca. Leo la faz y el antifaz / del mundo, sus paisajes en clave de inminencia. / Estoy pisando ya las hierbas / que mece el primer sol. Estoy cantando al fin / la albada antes del alba», el poeta incorpora tres versos finales que desdoblan su voz y, al desdoblarse, termina el sueño de la unidad con un signo de interrogación ausente que deja gráficamente incompleto, abierto, el texto: «¿Completo yo? / No, claro que no. / ¿Cómo iba a estarlo». Tras ese sueño místico del que despierta en los últimos tres versos, viene la tercera y última parte del libro, titulada manriqueñamente “Tan callando”. Aquí encontraremos, junto con ese ímpetu místico, metapoético y filosófico, también la vida cotidiana, la pequeñez del hombre, del padre, del marido y ciudadano sometido a las fuerzas de la historia y el paso del tiempo. Así se completa y se hace humilde, y más auténtica, esa experiencia trascendente; porque la vida es también así, a la vez trascendente y aleatoria, insignificante y divina. Por eso vemos al poeta confinado en una pandemia (‘Tú también, sí’), o contemplar el descubrir de la vida y el lenguaje a través de sus hijas (‘Verbum’), o se nos describe su jardín pequeñoburgués, con sus lecciones clásicas sobre el tiempo y los confines que hacen humano y manejable el tiempo y las estaciones y las flores (‘Bucólica’). Esa coexistencia enriquece, pone pie en tierra cuando se ha volado demasiado alto o demasiado abstracto. El arrebato y el comentario, la mística poética de la noche y la ironía burguesa conviven para dar forma honesta y completa a esa voz testigo y protagonista que comenta y (se) analiza. Pero la voz del comentario en toda su complejidad se manifiesta en el último poema del libro, titulado, muy significativamente, ‘(fragmento)’. Este poema es mucho más que un magnífico cierre para un gran libro; es de una calidad inmensa por sí mismo, pero brilla aún más en diálogo con el resto de poemas que lo han precedido. Por un lado, desde un punto de vista formal, encuentra el tono y la voz perfecta para esos variados tonos del comentario de los que hemos hablado. Es un poema de largo aliento, pero precisamente porque su ritmo (y su sentido, pues son la misma cosa, como los mismos versos se encargarán de explicar) es el del aliento: es una forma de respirar que supone también una forma de pensar, y de escribir; es la sublimación rítmica y estructural perfecta de algo que ha sucedido a lo largo de todo el libro, ese estilo peculiar (entre romántico, cernudiano y postmoderno) de cantar pensando, o de pensar cantando, es decir, de encontrar la música del pensamiento y darle forma de verso, ritmo, aliento. Por otro lado, el poema consigue unir en una sola forma esa multiplicidad de lo conversacional y lo filosófico que hemos visto a lo largo de todo el libro; avanza a golpe de citas, pero no es culturalista ni pedante, porque son las citas del pensamiento, es la forma de pensar y de escribir, al hilo de lo que otros han pensado, llevando esas palabras ajenas a la vida propia; es decir, es el ritmo de ese monólogo eterno, ese río o corriente de conciencia que es el pensamiento, desordenado pero con su cadencia, caótico pero con una dirección, con un ritmo que es también un sentido. Es, en definitiva (tal vez como toda literatura lo es en esencia), un monólogo incesante, que no tiene principio, por eso el poema comienza en minúscula con una conjunción copulativa que implica un enunciado anterior que no conocemos («y también hay una hora cada día...»), y termina de la misma manera, abierto, sin punto, porque el monólogo no cesa. Y, al terminar de leerlo, al ver esa ausencia de puntuación final, el lector entiende algo que ha visto desde el principio: ningún poema de este libro se cierra con un signo de puntuación, es la página en blanco, el silencio, lo que cierra (y abre) el poema, lo que lo deja suelto (una cadena suelta), postergado, para luego. Y, al entender esto, también se entiende ese conflicto entre sentido y azar, entre unidad y tiempo, que ha recorrido todo el libro. ‘(fragmento)’, desde su título, y desde su composición heterogénea, llena de citas (sin llegar a la polifonía eliotiana, porque la voz del yo es fuerte aunque permeable y caótica), es también una refutación de ese romántico y místico anhelo o sueño de unidad que ha aparecido en otros poemas, especialmente en ‘Albada antes del alba’. Es un reconocimiento postmoderno de la imposibilidad de dicha unidad, una aceptación de que la realidad (y la identidad) está hecha de citas, de pensamientos de otros, de fragmentos; que el fragmento, lo roto, lo separado, lo heterogéneo y circunstancial es la verdadera unidad, el espacio de lo humano: «un fragmento / no rinde cuentas más que a sí mismo / o en todo caso a su ruina / de ahí que cualquiera pueda edificar sobre él / estrato / sobre estrato / sobre estrato». Es un poema que, como todo el libro, refuta el poema y lo afirma; asume la inutilidad de buscar en el lenguaje y en la poesía algo así como la verdad, la unidad, el sentido, pero admite que en esa búsqueda está la única verdad, por fragmentada e inútil que sea. Al fin y al cabo, esa es tarea humana, desde el mito originario de Adán: dar nombre, buscar la palabra que no servirá tal vez, pero será lo que tenemos: «pero a pesar de todo nombremos / nombremos todas las cosas / penetremos en sus nombres / para que no puedan decir que fuimos poco más que un remedo de la muerte / hay que nombrar las cosas / es importante no dejar de hacerlo / aunque no haya nadie en el lugar de dios”. Como en el resto del libro, el poema celebra la contradicción y en ella se afirma y se hace fuerte. Al tiempo que niega la unidad, celebra el esfuerzo de buscar el nombre; al tiempo que el poema se convierte en comentario que analiza y deconstruye mitos o ilusiones vanas, también reivindica el abandono místico, la renuncia del sujeto que está en el corazón de la poesía: «déjate ahora ser lo que escribes / formar parte de esa armonía (...) / sé tú ellos / sé al menos un fragmento de ti en ellos / escribe como se abre un compás / clavando su aguijón en el corazón mismo de las cosas». El sentido, la unidad, nunca estará en el presente ni en el yo que presenta las cosas, sino más tarde, en un tiempo derrideanamente diferido, y en este poema queda así explicado el título del libro, Palabras para luego; porque así es siempre la poesía, no solo este poema: palabras que no tienen sentido pero sí dirección, que son música y fragmento cuyo sentido último no reside en el poeta sino más allá de él, en el azar del tiempo y el lector postrero: «he decidido silabear estas palabras / que solo cobrarán un sentido / si lo cobran / después / cuando se hayan emancipado de la página y la hora que las propiciaron / y entre el después / con toda su soberbia aguda y terminante / y el humilde luego (...) / me quedo con luego». (1) Quevedo, en su soneto a Lisi titulado ‘Retrato de Lisi que traía en una sortija’: En breve cárcel traigo aprisionado; donde, conceptistamente, la cárcel es al mismo tiempo la joya y el soneto.
|
LABIBLIOTeca
|