LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
VEGA CEREZO. YO SOY UN PAÍS (Raspabook, Murcia, 2013) por CARMEN PIQUERAS LECCIONES DE GEOGRAFÍA HUMANA Hace ahora poco más de un año, la sirena que dormía bajo la piel de Vega Cerezo sintió llegado el momento de romper el envoltorio que la aprisionaba, así que, renovando el antiguo pacto que suscriben las de su especie cuando se enamoran, sacrificó cola, aletas y abisales por unas piernas toscas y fibrosas que le permitieran explorar nuevas latitudes allende la tierra. (No debemos olvidar que sirena significa encadenada, y que estos seres híbridos antes que medio peces fueron medio aves, lo que explicaría su afán por transmutarse). Como todo el mundo sabe, el tributo a pagar en estos casos supone la pérdida de una voz peligrosamente hermosa para, finalmente, no ser más que espuma, pero quien fuera que trató con ella ignoraba la voluntad férrea de esta mujer que emergió del mar llevando en su boca un canto antiguo de otoño mediterráneo, el necesario para cartografiar un país cuya primera ley será proclamarse tierra de mestizaje que desconoce las fronteras. Así asistimos a la metamorfosis de la crisálida marina, el derribo del muro-muro que le impide ser su yo más excelente y arroparse en la piel de una mujer a la que habrá de dotar de nombre y oficio para que natura no eche de menos la sal de sus escamas: Te inventaré una ciudad de casas azules donde todos te conocerán / por el nombre que inventé para ti y tus manos, hacendosas, / desordenarán las caracolas de la playa / o cuidarán de los castillos de arena / para que los árboles no te susurren jamás / que echan de menos tu piel. He aquí su hoja de ruta, desde el primer poema proclama la autora su propósito fundacional: el de un país luminoso y húmedo cuyo corazón es una isla que esconde la única respuesta: el amor, claro, o esa ternura que se le parece tanto. La poeta izará bandera en un promontorio de Ciudad Fragilidad, con vistas a la tienda de los Objetos Perdidos, sobre un acantilado de palabras. Contaba Vega en una entrevista las razones que la llevaron a abandonar su medio marino y mudarse a la superficie: Siempre he pensado que somos como casas y que venimos aquí y ocupamos la que nos toca, y eso no lo podemos cambiar. A quien le toca una casa alta, le toca alta, a quien le toca un pisito bajo, un pisito bajo y eso es lo que hay, lo puedes arreglar un poquito más, ponerle florecitas en el balcón, pero tu casa es la que es y nosotros seríamos como una pequeña luz que está dentro de esas casas, conforme vamos viviendo, la casa se va llenando de gente, se va vaciando, las habitaciones de los hijos se nos vacían, se nos llenan de visitas, se rompen cosas, las paredes hay que pintarlas… Esa luz se va haciendo cada vez más potente. Esa es un poco la idea que tengo de nosotros, de lo que somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Es evidente que para construir la casa que ella desea tenía que encontrar un terreno firme, roca y no agua, porque como explica la poeta Natalia Carbajosa: En manos […] femeninas, esta actualización de la miscelánea renacentista, contraria a la especialización, no reconoce prioridades en función de instituciones de prestigio frente a labores consideradas de poca importancia; y así, cambiar un pañal o llevar a un hijo al dentista adquiere idéntica trascendencia que preparar una ponencia para un congreso, o bien lo segundo queda desprovisto de su «supuesta» significación. Aprender a leer la vida propia de este modo, sin plegarse a lo que solo tiene reconocimiento público y sin tratar de compartimentar lo que, de todos modos, constituye un continuum, acaso no rebaje la carga a menudo excesiva de trabajo e incluso dificulte la precisión del resultado, pero sí ayuda a enfocar el porqué de lo que se hace de un modo más consciente. Sí, esto es lo que ocurre cuando las mujeres deciden deshacerse de su melena de nereida, la vida empieza a manchar, la roca resulta más áspera que el agua y la piel va acumulando arañazos y arrugas: No sé en qué momento confié en mi valía para sacar adelante semejante empresa. Es ingrata y tediosa […]. Parecen desear mi cólera. Y los poemas van dibujando una mujer colérica ante la enfermedad del tedio, de la rutina, del odio, del rencor que crece sin aviso; enferma de la enfermedad que habita en los palacios de arena, abandonada como un perro descalzo y autodestructiva pero capaz de conseguir que el fango que deja la vida sea abono, huerto, germen, lugar de renacimiento, lecho donde poseerse en la noche de bodas, invicta si la luz la abraza. Vega-maga, ergo poeta.
Y, mientras, la añoranza de sus buenos tiempos de sirena, del fragor, la tempestad, Las ganas de sal, de mar, de echar el cuerpo al sol sin más, cuando la fragilidad aún era desconocida. Y también un afán de eternidad pacta con el Lamedor de Sirenas la determinación de vencer al tiempo y su desolación, de encontrar las rutas que los reconduzcan a su país, que es lo mismo que decir a ella misma, a los que lo habitan, que también son ella, el propósito de rastrear, de olfatear cada rincón de la Tierra hasta reunirlos otra vez. Como ya ocurrió, como seguirá ocurriendo. Todo esto es Yo soy un país, un mapa de geografía humana que el lector descifrará sabiéndose descrito, que recorrerá reconociendo rutas ya holladas en algún sueño. Esto hallarás si, explorador, te adentras en esta orografía que desea la lluvia y donde los bosques ocultan el fósil de un molusco. Esto hallarás, sí, pero hay más: en sus páginas encontrarás un deseo de redención, pero también y, justo es advertirlo, la promesa de un asesinato.
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KOBO ABE. EL HOMBRE CAJA (Siruela, Madrid, 2012) por PEDRO PUJANTE El escritor japonés Kobo Abe nació en 1924, el mismo año en que murió Kafka, lo que me hace conjeturar que posiblemente el espíritu del checo se prendiera en alguna fibra del nipón, porque en su escritura los laberintos de lo imposible y las paradojas narrativas se muestran y nos confirman que ambos autores comparten elementos y fantasmas y sombras y oscuridades. El hombre caja, publicada originalmente en 1973, se lee hoy día como una obra moderna, que ataca problemas y preocupaciones universales y cuyo lenguaje no ha perdido un ápice de fuerza. Quizá un excesivo fragmentarismo la hace adolecer de una composición poco sólida en apariencia y difícil de seguir para un lector desatento, pero en su conjunto rebosa de un magnetismo y una fuerza inusitados. ¿De qué va este libro? Como decíamos, el argumento no está del todo muy claro, pero podríamos decir que trata de un hombre que ha decidido, al igual que otros en Japón, vivir literalmente dentro de una caja. El problema viene cuando los fragmentos que componen la novela se contradicen, las voces narrativas son divergentes y el narrador (o narradores) es poco o nada fiable. Nos encontramos un triángulo de personajes extraño formado por un hombre caja, un médico y una supuesta enfermera. Pero la historia triangular se dilata y se desmembra, ofreciéndonos una multitud de perspectivas distorsionadas en las que todo cabe: obsesiones, miedos, locura, sexualidad, voyeurismo, sadismo, dominación y vergüenza. El hombre caja ha optado por apartarse del mundo y crear el suyo propio. La caja se erige como una metáfora del deseo de hacerse invisible para la sociedad, para una sociedad —no olvidemos que estamos en el Tokio efervescente de los 70— creciente y dislocada, hiperpoblada, tecnificada y consumista que condena al individuo a la esquizofrenia y el anonimato.
Se percibe el tema de la soledad como preocupación esencial. A la vez, otros asuntos son relevantes aquí: la identidad distorsionada, las fobias sociales, el deseo insatisfecho, la aceptación del cuerpo y la necesidad de ocultarse a un incomprensible mundo que nos deshumaniza, que nos aliena y que nos convierte en extraños para nosotros mismos. El narrador, como decíamos, es un ser cuya visión y psicología no nos parecen demasiado fidedignas. Hay en este sentido un juego de identidades y perspectivas entrecruzadas que nos hacen dudar de quién es el verdadero protagonista, qué es real, qué es soñado, qué es imaginado. Y entre los distintos planos narrativos, que Abe entrelaza de un modo magistral, caleidoscópico y desbocado, el lector no puede sino perderse, abismarse e intuir una desolación contagiosa. La lectura de El hombre caja es una experiencia extraña. Un libro que conversa con los recovecos más lúgubres de nuestra alma, y que nos envía noticias de los fantasmas marginales que la sociedad moderna construye para que la habiten. DAVID PÉREZ VEGA. EL HOMBRE AJENO (Baile del Sol, Tenerife, 2014) por PEDRO PUJANTE Esta es la primera novela que leo de Pérez Vega. Conozco al autor por encuentros fortuitos en las barriadas y espacios de las redes sociales, porque tiene un magnífico blog que recomiendo (Desde la ciudad sin cines) y porque en él descubro libros a través de sus exhaustivas e interesantes reseñas, crónicas de lectura que ahondan y van más allá de unas simples notas acerca de un libro o de su autor. Vayamos al libro. En El hombre ajeno, Pérez Vega nos cuenta la historia de Juan Linares, un joven doctorando que prepara su tesis sobre el salvadoreño Héctor Meier Peláez, guerrillero y poeta, personaje controvertido y no muy conocido cuya sombra oscila entre lo mítico y lo ignoto. En la vida personal de Juan se suceden los típicos problemas e incidentes generacionales de cualquier muchacho de nuestro tiempo: una familia normal, un hermano inadaptado que parece arrastrar un pasado de drogas, las relaciones sociales habituales, parejas, trabajos precarios, estudios. En estas coordenadas biográficas, y a través de una prosa objetiva y equilibrada, el narrador nos abre una ventana que mira a la sociedad actual, realiza un dibujo preciso de nuestra España, con sus problemas más acuciantes: inmigración, precariedad laboral, dificultades para conciliar trabajo y estudios, por citar los más destacados. Pero además, a través del protagonista principal y sus reflexiones literarias, podemos asistir a una interesante discusión sobre literatura, que, creo yo, podría ser la zona más acertada y suculenta de todo el libro. La novela, de hecho, está dividida en tres partes. La primera y la tercera se ocupan de la narración, de los avatares de Juan. En la parte intermedia, titulada “Interludio. Vida de Héctor Meier Peláez”, ha insertado Pérez Vega muy hábil y apropiadamente un inciso de medio centenar de páginas en el que se nos da cuenta de la vida y obra, de las hazañas, avatares y pintorescas aventuras que aureolan al casi mítico escritor Héctor Meier. Un revolucionario, poeta vocacional, piloto de aviones y líder guerrillero. Autor de culto, que fue perseguido por su homosexualidad y cuya obra, ahora, Juan trata de recomponer en su tesis doctoral, gracias a una minuciosa investigación y ayudado por el primo del poeta. Juan, además de sufrir las levedades de su vida cotidiana (estudios, trabajo, una relación que no acaba de cuajar, familia), es acosado por la lacerante sombra de un pasado infantil luctuoso que creía ya olvidado. Pero que un día, el encuentro casual con un antiguo compañero de colegio con el que vivió el aciago incidente, lo revive en su memoria; y con él se abren las heridas de la insidiosa culpa.
Al final nos asediarán algunos interrogantes: ¿son los recuerdos reales o simplemente lo que creemos que recordamos? ¿Es fiable nuestra memoria? ¿Qué de nuestra personalidad debemos a un recuerdo falso? Es El hombre ajeno un ejercicio literario de gran calidad, no solo por su ajustada composición y estructura; también por el uso de una prosa absolutamente calibrada que acierta a construir un argumento interesante, ambiguo y variado. Y que nos hace reflexionar sobre asuntos como la culpa, la fiabilidad de la memoria y la fragilidad de los recuerdos. Pérez Vega no se detiene en atajos, sino que opta por la línea recta y consigue, con creces, su objetivo: contar una historia, valiéndose del lenguaje con pericia, sobriedad y sin recaer en florituras innecesarias. Si bien es cierto que no se aventura en experimentalismos ni en juegos estridentes, también hay que aclarar que esta novela no los precisa. En ese sentido, hay que decir que el lenguaje está en perfecta sintonía con la trama: una historia de personas sencillas, cercanas y creíbles que tratan de sobrevivir a sus abismos cotidianos. JUAN JOSÉ SAER. NADIE NADA NUNCA (Rayo Verde, Barcelona, 2014) por PEDRO PUJANTE Uno de los escritores más independientes, audaces y vanguardistas que han existido en Argentina se llama Juan José Saer (1937-2005). Fue autor de una vasta y coherente obra novelística, además de cuentos, ensayos y poemas. Nadie nada nunca es quizá una de las novelas más innovadoras y raras que tiene en su haber, (al menos yo ya he leído cuatro de ellas y ninguna es tan compleja e inclasificable como esta). Se podría hacer una analogía, para entendernos, del siguiente modo. Si una novela tradicional es una línea que avanza del principio al final en un movimiento rectilíneo, Nadie nada nunca se expande en círculos concéntricos, como las señales que dejaría un objeto al penetrar en una superficie acuosa, un lago, una playa. El procedimiento que emplea Saer consiste en someter la trama (una trama nimia y tenue) y las acciones que la componen a distintos puntos de vista que se suceden y que se suman, ofreciendo así una visión de conjunto rica, poliédrica, variada y profusa. Repeticiones incluso de un mismo texto, con variaciones más o menos leves, a veces rozando la simetría y la exactitud, avanzando en un círculo de analogías para desbancar la linealidad lingüística y narrativa. Y a la postre, desconcertar al lector. Porque el verdadero protagonista aquí —como en Joyce o Cortázar— es obviamente el lenguaje. Y Saer se revela como un demiurgo endiabladamente diestro que conjura las palabras y las sentencias creando una sensación de vacío y sobrecogimiento en un mantra de sinergias inagotable y caudalosa. El texto compositivo de Nadie nada nunca se desplaza a zancadas lentas, a veces se detiene como hiciera el maestro del autor Robbe-Grillet, en la minuciosa recreación de objetos, descripciones, detalles irrelevantes, es decir, en el decorado. Y en esa lentitud parsimoniosa retoma una y otra vez los mismos motivos, desde ángulos distintos, y los agota. Además, el apelmazado lenguaje y la cantidad de descripciones sensoriales y sinestésicas hacen que el texto se pueda ver, oler, ‘palpar’, y que se nos presente con una plasticidad apabullante. Descripciones de la materia, cromáticas, de la temperatura, de la luz, del mundo… Por poner un solo ejemplo: «masa negra y compacta de la noche, niveles, dimensiones, alturas, distancias diferentes, unas estructuras de ruidos que producen, en la negrura uniforme, una espacio frágil, precario…». El argumento de la novela (falsa novela o novela experimental) nos comunica el crimen brutal y en serie de unos caballos. Unas muertes misteriosas que mantienen desconcertados a los vecinos de Rincón, en Santa Fe. Mientras tantos unos personajes pasan el tiempo, hacen el amor y soportan el sofocante calor de un tórrido verano. El calor, el tiempo detenido y la morosidad del texto saeriano se alían y consiguen hacer que la lectura sea por momentos claustrofóbica. Si bien es cierto que hay ocasiones envolventes de verdadera catarsis, hay otras que la monotonía y las insistentes repeticiones nos abruman y pueden llegar a causar cierto sopor. Saer es un escritor prodigioso, que conjuga el lenguaje y lo transforma. Su lectura es sobre todo una experiencia lingüística, un desafío y un placer denso para los sentidos. El acto de escritura llevado al límite. por ANA PÉREZ CAÑAMARES ¿Recordáis aquellos momentos en la fila de la montaña rusa más alta, cuando una mezcla de deseo y miedo, de gozo y recelo nos recorría el cuerpo? Pues así es como esta que escribe recibe los libros de una de las mejores —y no suficientemente reconocidas— autoras de este país, Cristina Morano. Deseo y gozo porque pocos escriben poesía como ella, con el bisturí en la mano y la seda en la dicción; miedo y recelo porque leer a Cristina no es un viaje de placer. Cristina tiene un espejo que ya ha usado para mirarse del derecho y del revés, y nos lo va poner enfrente. Nos va a decir verdades que son necesarias, pero que duele leer. Nos va a exigir la misma honestidad que nos regala. Va a escocer. El lugar desde que el que ella escribe, desde el que ha elegido escribir y posicionarse, es la periferia; no sólo una periferia física —vive en Murcia, esa ciudad por la que no se pasa, si no se va a ella— sino también histórica y vital, que se entrecruzan hasta formar una suerte de paisaje moral, que nos es descrito con un ritmo hipnótico, perfectamente tejido a base de endecasílabos. Este paisaje es antiguo, muy anterior a la autora: ella lo sabe y con orgullo se declara perteneciente a su linaje, sin pudor se entronca en la larga historia de los desposeídos: «no hay antepasados distintos / en la casa del hambre». Los desposeídos son, por supuesto, los pobres, los desesperanzados, los precarios, y junto a ellos, siempre muy cercanos, los animales, reivindicados aquí como semejantes en su sufrimiento y su explotación, la explotación que nos bestializa y nos deja a merced de las inclemencias de la intemperie y la precariedad, sin suelo estable bajo nuestros pies, siempre «atentos al placer y a la defensa», sin opción de elegir o de huir hacia otro destino más amable. Cristina no (se) da apenas tregua: no se miente ni nos miente, no cierra los ojos, no se escapa. Sólo unos cuantos tesoros alivian el exilio interior, que nos empuja necesariamente a la construcción de un refugio («este sitio de respeto y aliento entre nosotros») frente a la dureza del tiempo y de la historia. En ese hogar se levantan como empalizadas sus convicciones, pocas pero firmes —entre ellas, la más fuerte: que sólo es segura la incertidumbre; que sólo la inevitable corrupción, la decepción, la decadencia, serán compañeras fieles («las arrugas del vestido / llevado desde la mañana»)—. Desde este refugio se atisban los paisajes físicos, que van de la mano de los vitales sin soltarse de la mano. Es una naturaleza de extremos, de sequía o de inundación (de ascesis y de pasión), a los que la autora se adapta como los raros animales y plantas que sobreviven en ellos. Hay una identificación constante con lo desnudo, lo árido de la tierra (y del alma); esos lugares a los que cuando llega la lluvia es para desbordarse. ¿Qué posibilidad de salvación se ofrece aquí? La desoladora compasión hacia lo roto, lo fracasado, lo frágil; la dignidad de la lucidez; la contención que no cae en el sentimentalismo ni la autocompasión; la voluntaria elección del bando de los dignos que siempre pierden («no repetiré el gesto de los ganadores»). Y, por supuesto, el amor, que no es en absoluto un amor idealizado, sino que también está visto bajo la óptica de la incertidumbre, de la fragilidad («sin creerse del todo la bienaventuranza»). Un amor visto como compañero de trinchera, y que convierte el refugio no sólo en un lugar donde sobrevivir, sino un hogar donde descansar y nutrirse. En definitiva, la voz de Cristina previene contra el optimismo con el que nos venden también el futuro, contras las fórmulas que nos dicen que el paraíso es para los que sufren y un día llegará para compensarnos; es una voz que intenta ser neutra pero que conoce la historia y no ve esperanza más allá de lo cotidiano, de lo cercano, de lo bueno que sólo puede disfrutarse en presente. Es una voz a menudo vencida por el cansancio, pero que no se entrega a la adocenamiento, a la ignorancia; que se aferra a una rebeldía interior hacia el poder, porque sabe que nunca hubo poder o victoria que no se consiguieran con el aplastamiento de los otros. Al menos, de vez en cuando, los vencidos damos fe de nuestra vida y contamos nuestra historia. PEDRO MATEO. A GOLPES DE TIMÓN (Gavriilidis, Atenas, 2014) [Edición bilingüe] por DIMITRIS ANGELÍS Αunque sigo bastante la poesía española, confieso que no soy el más adecuado para situar a Pedro Mateo dentro de la poesía hispana de hoy en día. En todo caso, es muy pronto para hacerlo. Hasta hoy Pedro era un poeta oculto para el público griego porque, aunque sus versos circulaban en ediciones muy bonitas, las ediciones no estaban a la venta y era muy difícil conseguirlas. Además, tengo la impresión de que Mateo, viviendo más de 30 años en Grecia, es decir, en un ambiente literario completamente diferente del español, sigue un camino singular que no tiene nada que ver con la corriente dominante en España o Grecia, un camino solitario. Si en su país, y últimamente en Grecia también, destaca una poética extrovertida, digamos un expresionismo social, la mirada sensible y cuidadosa del transeúnte solitario que interpreta lo de fuera con lo que tiene por dentro, caracteriza la poesía de Mateo, una poesía que no levanta el tono de la voz, no provoca ni exige sus derechos, sino que mantiene su compromiso de auto-observación, descifrando las señales secretas del mundo. Sin embargo, debo señalar que la poesía griega ha influido en bastantes poetas de los que han viajado o vivido en Grecia o de los que han traducido poetas griegos, como por ejemplo a José Antonio Moreno Jurado, Andrés Sánchez Robayna, Aurora Luque y otros. Por supuesto, es un alivio saber que tienes compañeros de viaje, aunque están andando lejos de ti o siguen una ruta paralela a la tuya. Creo que el título del libro, A golpes de timón, describe acertadamente el hecho de que el contenido no es homogéneo, no sigue el curso de una sola línea sino que contiene diferentes unidades de diferentes períodos del poeta, traducidas por diferentes traductores. En general, podemos distinguir en el libro dos temas principales. El primero se trata más de una observación sobre la temática y al mismo tiempo sobre el estilo del libro: en la mayoría de los poemas (véanse, por ejemplo, los poemas ‘Safo en Léucade’, ‘La dama tracia’, ‘Ánguelos Sikelianós’, ‘Acuérdate de tus dioses’, ‘Ariadna en Naxos’, etc) notamos una idealización del paisaje griego y una conexión de este paisaje con su pasado mítico, temas muy corrientes para los poetas que perciben el país con las connotaciones románticas de sus lecturas y sus estudios clásicos. Sin embargo, si resides en Atenas viviendo cada día la realidad difícil y casi salvaje de la ciudad, y si insistes interpretándola así, eres sin lugar a dudas una excepción y eso significa que tienes una comprensión interna de la historia y de la mitología, lo digo sobre todo por mediación de la oración poética de Sikelianós y menos de la de Hölderlin, comprensión que se revela sobre todo en las descripciones de la naturaleza. El ambiente natural es en gran parte el protagonista de la poesía de Mateo porque ofrece las causas para cualquier acción que, en todo caso, sea siempre interna. Porque la acción de ese tipo de poesía exprime de manera inmediata estados de ánimo incorporando experiencias de la vida cotidiana, mientras que para que se exprese tiene necesidad de un destinatario. La poesía de Pedro Mateo necesita siempre recurrir a alguien, es una poesía de la invocación, quiere un Tú, se dirige a dioses, héroes, muertos, personas sobre todo fuera del tiempo presente que pertenecen a la decoración mítica del poema. Hablando de la invocación de los muertos, pasamos a la segunda temática del libro que no es otra que la eterna confrontación con la muerte del otro. Las unidades más extensas del libro, que ocupan en total más páginas que las demás, son las elegías “En el silencio” con doce poemas y escrita para el padre del poeta y “Semana civil” (con ocho poemas) y con un título muy difícil de traducir en griego (ahora se presenta como Επτά εν κόσμω ημέρες), escrito para su amigo Tasos Denegris. Sin embargo, estos dos poemas, escritos con una distancia de más de 10 años, son bastante diferentes, no solo porque es una la muerte del padre y otra la muerte de un amigo y diferentes las circunstancias de cada cual, sino también porque la distancia temporal que las separa significa siempre un cambio en la visión poética. El primer poema empieza con un viaje de regreso, sigue el entierro (está aquí el óbolo, los hijos de la Noche, la Muerte y el Sueño, el antiguo cementerio de Cerámicos por donde empieza la calle hacia Elefsís y sus misterios, el sábado de las Ánimas). En el segundo poema aparecen por supuesto dioses, llantos, máscaras, Helicón, las exclamaciones Evohé evohé, pero aquí domina el sentimiento de la ausencia, el vacío, los lugares comunes de la amistad sin el amigo. Creo, en todo caso, que este sentimiento del vacío recorre toda la poesía de Pedro Mateo: existe una metafísica de la ausencia o, mejor dicho, una metafísica del paisaje griego sin sus habitantes de hoy, la cual no tiene carácter religioso sino cósmico y sus rituales expresan la plenitud de la vida y de su mito. En el mundo contemporáneo y angustiado —para volver al punto de mi partida cuando me preguntaba cómo Mateo no observa a su alrededor la triste realidad— el poeta elabora una salida de salvación a un lugar distinto del presente, ignorando ostentosamente la fealdad de lo cotidiano. Este es su refugio personal, que no tiene nada que ver con Lipiú, el lugar imaginado de su amiga poeta Katerina Agelaki Ruk, porque su propia compensación no expresa tristeza sino una neutralidad apática, ni triste ni alegre, de un observador maduro y con ideas aclaradas. Como Pedro Mateo ha empezado por fin a presentar en público y editar su poesía, deseo que pronto nos ofrezca otro libro poético, es decir, un nuevo refugio poético, un nuevo claro en el bosque oscuro de nuestra realidad de hoy en día. [Texto leído el 3 de junio de 2014 en el Instituto Cervantes de Atenas con motivo de la presentación del libro A golpes de timón, organizada por LEA Festival y la revista FREAR. Los deseos al final del texto, aunque ya conocíamos el avance de su enfermedad, no se han cumplido. Desafortunadamente, Pedro Mateo (Cartagena, 1952) murió poco después, el 31 de julio en Atenas.] |
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