LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
PAULA BABOT. MEJOR CERCA DEL AGUA (AdN, Madrid, 2024) por ELENA ROMÁN Paula Babot emerge desde el corazón de los peces y nos sorprende con Mejor cerca del agua, su primera novela y —me aventuro a augurar que— no será la última—. Con una voz joven, fresca, íntima, la autora relata en primera persona a través de su personaje principal, Creta, una travesía cuyo propósito es alejarse de una historia que no quiere alejarse de ella. Londres es el lugar donde transcurre la trama, salpicando con su genuina bruma los motivos que llevan a Creta hasta allí: olvidar una relación presumiblemente desacertada, reencontrarse con su esencia verdadera. Viejos amigos, nuevos amigos, su familia... giran en torno a la protagonista en capítulos cortos que en ocasiones rozan el verso largo. Estamos frente a una prosa limpia, inquieta, agilísima, de escasa adjetivación y buen ritmo, con la que Babot nos muestra a una Creta ingenua, dispuesta a seguir equivocándose, rodeada de agua.
Cada pensamiento supone un acto —hecho o imaginado—, cuyo conjunto compone una película rodada en azul y negro en la que prima el anhelo y la indecisión por lo que ocurrió y lo que podría ocurrir. La autora baraja asimismo buenas imágenes que colorean la bruma referida el párrafo anterior y que sin duda es —la bruma— otra de los personajes principales aunque no se haga mención expresa a su relevancia (como buena bruma, su función es emborronar la visión para adueñarse de los otros sentidos). La autenticidad con la que nos presenta a Creta nos lleva a acostumbrarnos a su reflexionar en gris: Creta se pregunta, Creta se responde: escribir es la respuesta. Como un diario de la lluvia; como una herida cuidando de un bebé. Y cuando ya parece que el destino de la protagonista es no estar cómoda en ningún sitio, reaparece aquél del que la debía, quería, necesitaba olvidarse. Es aquí cuando se hace evidente el eje principal de la historia: el maltrato, la violencia psicológica y el juego al despiste. Tratándose desgraciadamente de un tema actual que conocemos de sobra por los medios y el día a día, Babot lo utiliza como sistema argumental del bucle: lo que late desde el principio pero no se manifiesta explícitamente vuelve más adelante para ser del todo contundente. En realidad, nos encontramos con una historia de amor; con una maldita historia de amor errónea. El pasado vuelve y hace desaparecer todo lo demás, como si lo de en medio no hubiera ocurrido. Pero ciertas equivocaciones, por mucho que intenten rebotar, son un balón desinflado. Todo esto es Mejor cerca del agua, así como un buen y prometedor debut por parte de Paula Babot, que despliega con creces valentía y sinceridad. Estas páginas nos dan motivos de sobra para retener en nuestra mente su nombre y no querer perderlo de vista.
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PEDRO M. DOMENE. ASÍ EMPEZÓ TODO (Trifaldi, Madrid, 2024) por JOSÉ ANTONIO SÁEZ EL FINAL DEL VERANO El escritor y crítico literario Pedro M. Domene (Huércal-Overa, Almería, 1954), que ocupa un lugar propio entre los críticos literarios de nuestro país, tanto por sus colaboraciones en suplementos literarios de prensa como en revistas especializadas y publicaciones de este género, se inició en la la narrativa con algunos títulos de novela juvenil publicados por editorial Anaya, tales como Después de Praga nada fue igual (2004), Conexión Helsinki (2009) y Las ratas del Titanic (2019); a los que siguieron, ya en otra línea más ambiciosa, El secreto de la beguinas (2010) y finalmente, Así empezó todo (2024), estas dos últimas, unidas a su excelente volumen Esa infinita quietud. Conversaciones con Alejandro López Andrada (2023) en la editorial madrileña Trifaldi. En la cordobesa Almuzara, Domene ha realizado ediciones de Francisco Villaespesa, los poetas de la España vaciada y la novelista almeriense Carmen de Burgos. Destacan, igualmente, las de narrativa española y universal en la revista literaria Batarro y en sus colecciones.
En Así empezó todo, su última novela publicada en el año en curso, todo gira en torno a tres personajes principales, dos chicas y un chico, sobre los que menudean algunos otros personajes secundarios. Ubicada en el municipio costero almeriense de San Juan de los Terreros, rememora la adolescencia veraniega de unos adolescentes, cuyo hilo narrativo va siempre sujetado por el protagonista: un joven español regresado de Alemania para continuar sus estudios de los últimos cursos de bachillerato y COU en España, a fin de tener la oportunidad de proseguirlos en la Universidad. Huércal-Overa, Lorca, Terreros y Águilas, además de las referencias genéricas a Alemania, son los lugares donde se ubica la acción de esta novela, cuyo eje de sujeción es como la espina dorsal de un gran pez y se vertebra sobre el diálogo: una suerte de conversación amena y ágil entre los tres personajes mencionados, quienes, como sin quererlo, van dando cauce en sus encuentros a una suerte de reflejo de la sociedad española de su tiempo, la cual identificamos con el tardofranquismo y la transición democrática en nuestro país. Los temas sobre los que se debate principalmente son los de las responsabilidades personales de cada uno de los jóvenes: en un caso, el del chico, sus estudios y la ayuda en el negocio familiar de los tíos huercalenses; en otro, el de una de las chicas, responde a la necesidad, una vez abandonados los estudios, de aportar directamente a la economía familiar (curiosamente para muchos: la venta de agua potable) que, sin embargo, se considera como una carga insufrible por la protagonista, ansiosa de conocer mundo; así como, en la otra adolescente, el cuidado de los hermanos menores. De ahí, las conversaciones van expandiéndose hacia temas como la familia, el descubrimiento del amor, la preocupación por el futuro, la valoración de la responsabilidad y el trabajo, aún en la edad juvenil, la música que movía las emociones y los sentimientos de los adolescentes en aquellos años, el gusto por la lectura, las diversiones propias de la edad, la belleza de la costa almeriense, etc. En cuanto al tiempo, transcurre por los sucesivos veranos en que tiene cabida la historia (entre 1972 y 1974). De todo ello se deduce algo que puede asombrar hoy a algunos, y es la plena conciencia de estos muchachos por labrarse un futuro que han de ganarse a pulso con su esfuerzo, si es que quieren alcanzar un nivel de vida superior al que tuvieron sus padres en el mundo que los rodea. Apenas hay, pues, en esta novela, narración o descripción propiamente dichas; pues el diálogo se enseñorea de ella basculando sobre él el eje vertebral de la historia como recurso técnico. Una raspa de pez. La respiración de un gran batracio. El sueño de una noche de verano. La vida atrapada en el discurrir del tiempo que supone el deliberado reencuentro posterior. HILARIO J. RODRÍGUEZ. RECUERDOS DEL FUTURO. EL AÑO PASADO EN MARIENBAD (Providence, Madrid, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Fue en un cine de verano, con sillas incómodas y cerveza. La película había ido avanzando sobre las consecuencias del final de la guerra y por el encuentro y la historia personal de los dos protagonistas, cuando, de repente, los dos frente a una librería, todo se detiene en un solo fotograma. Un fotograma estático que no podía soportar el calor de la lámpara de proyección y tardó muy poco en empezar a quemarse, primero deformándose, luego cambiando de color del blanco y negro al marrón y al rojo y fundiendo, literalmente, en blanco. En ese momento me pareció una perfecta rima poética con el hongo nuclear de Bikini que se entrometía en la historia de amor. Naturalmente, hablo de Hiroshima, mon amour, la película de Alain Resnais de 1959, la primera que vi de él, su primera película, y a la que he vuelto tanto en cine como en literatura, a través del guion de Marguerite Duras. No ardió la película entera y pudimos volver a ver cómo el pasado de ella (Emmanuelle Riva) aparecía en el presente, nunca se fue, a través de la memoria y el dolor de la protagonista sin nombre en los finales de la guerra en Europa. Todo esto viene a cuento del pequeño gran libro de Hilario J. Rodríguez sobre la película de Alain Resnais El año pasado en Marienbad (1961), por el autor, porque se habla ampliamente de Hiroshima, mon amour y de Duras, por el tiempo pasado que domina el presente y el futuro, tal vez inexistente, la memoria, y por el análisis minucioso de una película hoy en día, estudio que en su tiempo no se hubiera podido hacer precisamente por ser cine y no vídeo y la imposibilidad de parar la imagen y rebobinar a voluntad de ahora. A este respecto, cita Hilario el detalle y el texto escondido en el cartel anunciador de la obra de teatro, principio y fin de la película, detalle que no podríamos haber atendido en su momento, juegos de autor que Resnais parece proponer a un futuro investigador. Mi recuerdo de esta película ha venido siempre marcado por sus imágenes, más incluso que por su ambiente fantasmal o su historia: los reflejos en los espejos que multiplican los planos, los brillos en las ropas y en los peinados, las luces que parecen oscurecer, los pasillos y, claro está, el jardín donde las figuras hacen sombra y los setos no; y leo algo que me confirma: «Sus imágenes asesinan al mundo porque no lo representan pero al mismo tiempo se salvan como imágenes». Imágenes que rompían con todo para quedarse, películas que quedarán ajenas al tiempo, imágenes que «seguirán inalterables, en presente, no conocerán el pasado ni el futuro». Y es que el tiempo y las heterocronías es el gran tema de la película, como es el gran tema del arte, de la literatura, del cine, un tema recurrente que nos hace conscientes de la importancia de lo que ya he tratado alguna vez y nos ocupa y preocupa a tantos, que es la capacidad humana para hacer que el pasado vuelva siempre, que esté al alcance, nos altere el presente, o más bien que lo construya y que influya en el futuro. En la película es él (Giorgio Albertazzi) quien pretende hacer recordar un pasado imposible para ella (Delphine Seyrig). Pero no es sólo el gran argumento de El año pasado en Marienbad, o de Hiroshima, mon amour, películas ambas en la que se recupera traumáticamente o se intenta recuperar el pasado, sino también de Recuerdos del futuro, el libro de Hilario J. Rodríguez, el título lo delata. Los que hemos seguido la obra de Hilario J. Rodríguez sabemos de un estilo que nos lleva atrás y adelante en el tiempo, y diría también en el espacio, del gusto por cruzar elementos que corresponden a los viajes, a los estudios, a los libros, es decir, a acontecimientos, que como en el cine se convierten en territorios que se atraviesan, con digresiones tomadas de recuerdos que como tales también son reconstrucciones literarias. Ya lo dice el propio autor: «Escribir sobre esta película no guarda relación con escribir sobre crítica cinematográfica, escribir sobre ella consiste en aprender de nuevo a escribir al posible dictado de sus hipnóticas imágenes o al posible dictado de su hipnótica voice-over». Pero yo añadiría que también hay una necesidad en Hilario Rodríguez de escribir sobre esta película, porque hay una proyección sobre ella, porque la película es la maravillosa obsesión que le permite a Hilario construir este pequeño artefacto literario que va a hablar de las películas de Resnais para poder hablar de sí mismo a través de cantidad de datos, informaciones y mundos paralelos a la película que le han rodeado desde siempre. Naturalmente, el trabajo es minucioso como corresponde a un experto en cine, es literario como corresponde a un gran escritor, pero yo diría que tiene más valor como obra literaria sin clasificar, en la que el pasado ocupa el presente, y el autor se entremezcla en los viajes, otros autores, el cine... Sí, ya sé que suena a querer ser actual, pero en Hilario es de pura cepa el establecer una investigación e infiltrarse en ella inevitablemente a través de la literatura y la memoria, porque somos así. Si fuera de otra manera se defraudaría a sí mismo y a nosotros. Esta película y las otras que hizo Resnais en colaboración con escritores ponían sobre la mesa la necesidad de la relación entre las artes que ampliaran el campo del cine y de la literatura, e incluso las artes plásticas, y es algo que cuenta bien Hilario con las figuras de Robbe-Grillet y Duras, guionistas, con la referencia a Bioy Casares de La invención de Morel, libro inspirador de El año pasado en Marienbad, o con las de otros realizadores que compartieron la instalación artística y el arte audiovisual. Hilario Rodríguez también incluye en este libro espacio y tiempo para las grandes referencias personales que ya hemos visto en otras ocasiones. Es así como van a aparecer Sebald y sus novelas, otra vez, Vila Matas, Robert Smithson, Borges, Foucault y otro más, traídos siempre muy a cuento de la narración y de las notas.
Porque donde más nos damos cuenta de que Hilario Rodríguez no se puede quedar en la crítica literaria es en el corpus de 42 notas que se expanden en una sucesión de desvíos en paralelo al propio libro y que ocupan casi la mitad del volumen, no a pie de página sino al final y con el mismo tipo de letra, lo que da idea de su equiparación al texto. Son parte de él pero se pueden leer de manera separada y en otro orden si quieres. De hecho, la lectura de alguna nota interrumpiendo el texto que anota me desviaba tanto que preferí dejarlas para el final del capítulo. No pude evitar pensar en Rayuela. La notas son una maravilla que complementa el trabajo crítico, un trabajo erudito que se puede disfrutar incluso sin ver o haber visto la película, porque de lo que se habla es de la creación artística y sus efectos en nosotros, de la compleja construcción de una obra cinematográfica que une literatura e imágenes, de los enigmas y no de las explicaciones, de su complejidad técnica y artística, de los técnicos y de los autores y actores, y de lo que es la visión de una película, de la obra abierta al espectador en que se convierte «una obra del mañana dirigida por un realizador de hoy». Quiero hablar también de las maravillosas citas que llenan el libro, no solo en el principio de cada capítulo, perfectas, sino también otras entrelazadas en el texto. Y por puro gusto personal me quedo con esta de Robert Smithson: «No hay futuro en Marienbad. Allí no se pregunta qué hora es sino dónde está el tiempo». Quizá sea eso, el espacio en el que está el tiempo, y nosotros en el tiempo (Tarkovski). Y esta otra de Resnais: «Mis películas son encuentros y desvíos; son encuentros de varias mentes que no ven una novela como algo cerrado, definido, sino más bien como algo en continuo proceso creativo, la excusa perfecta para que a partir de sus páginas se establezca una amistad que haga avanzar la trama». No me preguntéis cuando vi por primera vez El año pasado en Marienbad porque no lo sé, supongo que en la carrera o en los ciclos de cine francés en Valencia en sesión doble, pero como el tiempo nos envuelve, están a la vez El Resplandor y Hotel California, Hiroshima, mon amour y La invención de Morel, el arte Rococó y Paul Delvaux, Sebald y Vila-Matas y Smithson y sus monumentos... Quiero decir, que todo lo tengo al alcance y a la vez, y ahora Recuerdos del futuro, con ese título tan redondo. La foto que recoge el libro del final del rodaje de la película me ha llevado a aquella otra de El Resplandor en la que aparece Jack Torrance, pero en 1921. El pasado, ya se sabe, en el presente. Un libro excelente, editado en Providence Ediciones, en su colección Telemark, dedicada a los films que dejan huella. ANA BELÉN MARTÍN VÁZQUEZ. ASTILLAS (Bartleby, Madrid, 2024) por ALBERTO CUBERO CONSTRUIR UN REFUGIO CON LAS ASTILLAS DEL DOLOR Ya no sabes quién eres / ni el origen de la herida / Tu boca es sed. Estos versos, que aparecen hacia el final del libro, resultan paradigmáticos del poemario. Sin demasiadas dificultades podemos perder el rastro de la herida, que percute incansablemente y atora nuestra identidad, si es que el concepto de identidad nos resulta válido aún. Sí, escribimos desde la herida y es así como se despliegan ante la palabra el deseo y la memoria (Memoria turbia / que aguarda; o bien: Escribes un tiempo sin sentido / despeñadero del deseo), pero también lo real en el sentido lacaniano del término, esto es, el cuerpo, lo que fluye por él y lo tensa y lo destensa, y que difícilmente resulta identificable. Lacan diría que lo real sólo emerge bajo ciertas formas de lo poético. Así pues, la palabra junto a la sangre, la piel, el miedo, la angustia y hasta el suicidio de las células. La escalera de la muerte / es inexacta / como la dentellada del oxígeno / o el suicidio de las células. El dolor atraviesa el texto (cuál era la frontera del daño) y la envoltura de la palabra genera, cómo no, una suerte de catarsis, de posicionamiento renovado frente a uno mismo y frente al mundo, a lo Otro y a los otros. No importa que el significante arrastre aridez (Odias la risa del otro / Ese siniestro contrario / te enfrenta a quién eres), porque lo verdaderamente relevante es que haga aflorar las sombras de quien escribe y, de algún modo, las elabore. Intentas aquietar / la fiereza de la luz / y domar la herida / ante lo oscuro. A mi entender, este hecho es suficiente para que podamos afirmar que la escritura y, en concreto, la poesía conlleva una ética, un modo tan singular como afilado de relación con el adentro y el afuera. Que da cuenta de la organización pulsional del sujeto, que supone un camino de conocimiento, de indagación en lo que tiende a escapar de los planos de lo evidente. En este sentido, la mirada y la piel son superficies fronterizas privilegiadas, de intercambio imaginario, por un lado, y de marcas tan directas como contundentes, por otro. La apariencia serena del abismo / te crece dentro. No quieres imaginar / cuando esas aristas resulten / incorregibles / y sus vértices / sean piel. Decíamos que la escritura se constituye en catarsis. En refugio. Pero también en ese lugar del que de ninguna manera uno puede salir, el espacio y el tiempo en los que, acaso, ese uno mejor se desempeña. Tu condena: / escupir palabras. Porque el lenguaje es don y, efectivamente, condena. Y también se constituye la escritura en una política, en el sentido primordial de la palabra, aristotélico si se quiere. Creo pertinente traer aquí un verso de Adrienne Rich: el instante en que un sentimiento penetra el cuerpo es político. La política, como sabemos, comienza en el cuerpo. Buena parte de la manera en que acudimos a los otros depende del resultado de la citada organización pulsional, de cómo se va resolviendo la relación con el engranaje emocional que constantemente nos atraviesa. En mi opinión, buena parte de la fuerza y la tensión que atesora Astillas está en esa conexión con los pálpitos, en el sentido fuerte del término. Me atrevería a decir, con todas las puntualizaciones que admite esta afirmación, que si el anterior poemario de Ana Belén Martín Vázquez, De paso por los días, es poesía de la realidad, Astillas lo es de lo real. En esta línea de contraste entre ambos poemarios, cabe resaltar que en el texto que nos ocupa el mundo, y más en concreto la naturaleza, no se muestra, con carácter general (como sí sucedía en De paso por los días), como un espacio de salubridad y sosiego, de acogimiento, sino que lastra, más bien, cierta enfermedad. Como si la tara del mundo que los seres humanos hemos construido fuera contra la vida y contra la naturaleza: Los árboles grises pronuncian / un rumor de luto; Un horizonte de cipreses te deslumbra; Los artificios vegetales / reniegan del verde / De negro, / la hiedra tatuada / y el pétalo de la rosa; Ilumina tu negrura / la muerte de los pájaros. Tendríamos aquí el conflicto entre mundo y vida en el que han insistido en los últimos tiempos, entre otros pensadores, Carlos Skliar y Byung-Chul Han.
Querría acabar estas líneas deslizándome por los guiños a la esperanza que brotan en el poemario como un viento fresco. Sí, la esperanza, ese sentimiento que parece tan denostado en esta postmodernidad de cuchufleta, sentimiento sin el cual, en mi opinión, la existencia de un sujeto queda deteriorada. De hecho, me cuesta creer que se llegue a perder toda esperanza. Precisamente, esto último se plasma en Astillas: un sendero que nos done la posibilidad de atisbar la luz, aunque sea una luz manchada de ruido. Casi como en aquel bosque / donde anidaban / pájaros invisibles / flores azules; Tus días anhelan / la patria que no existe / dormir junto al cauce / mecerte sin riesgos. Porque hoy es el cumpleaños de las algas (por cierto, un verso que huele maravillosamente a surrealismo). ALMUDENA SÁNCHEZ. GRAMÁTICA DE MI MADRE (La Uña Rota, Madrid, 2024) por ANA ALICIA GARCÍA LÓPEZ La mallorquina Almudena Sánchez, seleccionada entre los diez mejores escritores treintañeros de España por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, tiene ya dos libros a sus espaldas: La acústica de los iglús, finalista de los premios Ojo Crítico y del premio Setenil, del que se han publicado ya ni más ni menos que ocho ediciones, y una original y valiente novela, Fármaco, sobre el difícil y apasionante tema de la depresión. Ella, al menos, lo convierte en apasionante, en poesía... como todo lo que toca...
Gramática sobre mi madre es su primera obra estrictamente poética. Como indica su título, este fantástico libro es un homenaje al propio acto de decir como necesidad biológica y emocional. La literatura como lenitivo, consuelo, antídoto o terapia, y también como juego, como acto lúdico y placentero en sí mismo, además de como una fuente de autoconocimiento, como un batiscafo que ahonda en el propio abismo... La reflexión sobre el lenguaje y la fascinación por él, por tanto, dan unidad al poemario. Habla la autora de hacer retumbar palabras, del idioma de las madres, de esa gramática prehistórica impracticable, de una escritura (la suya) fragmentaria e irregular, tartamudeo o casi contar, de aprender a leer de nuevo, de un lenguaje que se escapa descarriado... Junto al del lenguaje trata con honestidad, sentido y sensibilidad el tema del binomio madre-hija, de la búsqueda del otro, del amor y la frustración... Siempre he intentado evitar a mi madre. Que no me viera Tan sincera e impactante afirmación abre el libro, en un prólogo en el que aborda sin tapujos ese doloroso desencuentro, esa permanente falta de comunicación (Solo en las catacumbas acepto abrazos de madre), esas dos vidas paralelas, dos túneles que, como el de Sábato, no confluyen en el otro, no se encuentran... Somos amantes afónicas... El poemario está plagado de paisajes desolados y extraños, al modo del Alberti de Sobre los ángeles; objetos o seres que descolocan por sí mismos o por el lugar en el que están: los murciélagos dormidos en una percha, los periquitos estrellados contra una tapia donde graban los enamorados sus iniciales vertiginosas o la moqueta, rasposa como mi propio vientre, o esos cinco relojes que marcan horas distintas... Hay algo inquietante, desasosegante y misterioso en esa sucesión de lugares-sentimientos, en ese descampado que somos y ese cráter que es Dios, que emociona, que conmueve hondamente. El original y, al mismo tiempo, universal y reconocible, retrato de la infancia es otro de los logros de este conjunto poético. Dice Miguel d’Ors que «cada verso tiene en su pasado un niño con las alas malheridas». Almudena transmite a la perfección la infancia y sus sinsabores (he corrido por los pasillos resbaladizos de la orfandad), la atmósfera de esa orfandad, no física sino anímica o sentimental, el dolor que provocan las preguntas infantiles que quedan sin contestar (recogidas en un pequeño ataúd de flores blancas), los fracasos de la hija al intentar encajar o ser lo que se espera de ella (rompo a llorar entre dos palabras porque tú querías, tú soñabas y anhelabas una hija de titanio), la necesidad de reconocimiento materno... (Toco el piano para que me oigas y tu orgullo electrifique los guantes de podar). No sé si su destreza con el piano y la belleza de la música consiguieron electrificar esos guantes o ese corazón pero realmente la lectura de este libro lo hae, con sus imágenes oníricas, gráficas y expresivas, que te paran el pulso o simplemente te ponen ante tu propio pasillo largo, ante tu propia orfandad. Ante tus propios domingos... los domingos creo que me quedaré sin voz de tanto que tengo que decirte y no puedo, no procede, no me sale... En Wild rose, una maravillosa película que gira en torno a la música (otra forma de poesía), la protagonista, una aspirante a cantante folk, afirma que le gusta especialmente ese tipo de música porque el country es «tres notas y la verdad»... Eso pienso yo que es, exactamente, este libro que, siendo complejo y profundo, se lee con tanta facilidad; se bebe, más bien... Y, por supuesto, tiene verdad. Tengo el pecho ametrallado, reza... Ese sacarse el corazón del pecho y ponerlo ahí, en el libro, y hacerte oír cómo late... La intensidad, la energía, el sentimiento desbordado y desbordante, que te golpea... Eso es... Este era un libro necesario, urgente, lo que hay dicho aquí tenía que decirse. Eso sientes al leerlo. Es una protesta, como anuncia el primer poema: Protesto: todo pertenece al vacío y el vacío no hace más que electrificar nuestras espaldas raquíticas... Quiero aprender a leer de nuevo. Las obras de arte, las de verdad, las buenas, nos hacen sentir, renovada, la emoción que experimentamos, en su día, con el primer libro, con la primera frase. Con cada texto que nos emociona aprendemos a leer de nuevo. Eso consigue Gramática de mi madre, un conjunto de poemas de una belleza catastrófica. VIVIAN GORNICK. CUENTAS PENDIENTES. REFLEXIONES DE UNA LECTORA REINCIDENTE (Sexto Piso, México/Madrid, 2021) Traducción: Julia Osuna Aguilar por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ y JORGE CERVERA REBULLIDA Vivian Gornick nació en 1935 en Nueva York, en el Bronx, en una familia de judíos de ideología socialista de una posición económica no muy boyante. En su vida resultó crucial la temprana muerte de su padre. La familia quedó devastada, en particular, su madre, lo que afectó a la hija, que nunca pudo tener un concepto de pareja romántica muy estable, de lo que podrían dar fe sus dos divorcios. Tras pasar por la universidad, escribió para The Village Voice, The New York Times y The Atlantic, entre otros. En ellos se curtió como escritora, sobre todo en el primero como narradora en primera persona de la segunda ola feminista, en la que encontró un esclarecimiento para una de sus angustias: había nacido «en un sexo que no era tomado en serio y que tampoco se tomaba en serio a sí mismo». Según alega, «el feminismo nos explicó a nosotras mismas». Ha sido docente de programas de escritura y es autora de once libros, entre los cuales la crítica destaca Apegos feroces, Mirarse de frente y La mujer singular y la ciudad. Ya en el primero se percibe la huella del feminismo en tanto que acude a dos prototipos distintos de mujer que propone como modelo de vida y que resultarán determinantes para ella. En Mirarse de frente se centra en las desigualdades de clase y de género. La mujer singular y la ciudad retorna a Nueva York y continúa por la senda de la lucha por los derechos de las mujeres. La génesis de la presente obra fue la relectura de Gornick, simultáneamente junto a una amiga, de Regreso a Howards End de Forster. Llena de estupor, comprobó que interpretaba la novela de manera distinta a como lo hizo en su juventud. Más tarde escribió un artículo sobre ello en The New York Times que hizo que su editora le indicara: «Esto es un libro. Ponte a escribirlo». Se lanzó entonces a releer algunos títulos que ya habían pasado por sus manos en otras épocas y alumbró un texto que, como es característico en ella, pivota entre las memorias y la crítica. De modo que se trataba de cómo contempla uno los libros tras un segundo o tercer viaje, ¿cierto? Eso nos impulsó a llevar a cabo un ejercicio previo, con la finalidad de experimentar nosotros mismos de nuevo lo que se siente en una relectura. Volvimos a las páginas de un ejemplar sencillo, agradable, bien escrito y perfectamente construido, según nos indicaba nuestro recuerdo de lectores juveniles, porque, de haber escogido El Quijote o Los hermanos Karamázov, no tendríamos aún disponible esta reseña. Su título es Pasos sin huellas de Fernando Bermúdez de Castro, y recibió el Premio Planeta de Novela en 1958. Confesamos que había un temor subyacente en nosotros por si no funcionara igual su magia, por si su capacidad para fascinarnos se hubiera evaporado, por si el amigo de hace tiempo se hubiera transformado en un señor arrugado, calvo, gordo y deprimente (con el debido respeto hacia los espíritus sensibles que puedan ver gerontofobia, falacrofobia, gordofobia y “depresionfobia” en nuestras palabras). Tuvimos la suerte de que eso no sucedió, pero sí entendemos que, si hubiera ocurrido, nos habría supuesto un disgusto y la puesta en entredicho de nuestro criterio. Sin embargo, resultó maravilloso. No hallamos sorpresas ni nos sentimos tremendamente distintos ni tuvimos la sensación de que nuestro amigo tuviera arrugas, calvicie, obesidad ni fuera un paladín del desaliento: estaba como siempre lo habíamos evocado, y nos hizo sentir tan felices como lo había hecho hacía años. Con esa beatífica impresión, nos planteamos si es necesario, entonces, llegar a la séptima década para poder ver los libros de otra manera. Todo lo subrayado y lo anotado podría haberlo hecho nuestro joven yo igual que el de ahora. De no haber seleccionado ese libro tan querido, de haberse tratado de uno del que guardáramos un recuerdo negativo, ¿habría sido distinto el resultado? ¿Nos habríamos reconciliado con él? ¿Habríamos visto algo que hubiéramos sido incapaces de apreciar en una primera lectura? En fin, un experimento, como comentamos, sin mayores pretensiones que buscar un punto de partida que nos hiciera empatizar con la autora. Habiendo intentado ya tener una referencia directa y reciente de relectura, nos dispusimos a embarcarnos en sus páginas. Empezaremos a arrojar nuestras conclusiones por la propia cubierta... del libro. Nos sorprendió la traducción del título original, Unfinished business: notes of a chronic re-reader, a Cuentas pendientes. Reflexiones de una lectora reincidente. La elección del término reincidente no nos parece atinada, siendo reincidir, según el saber de la Real Academia, «volver a caer o incurrir en un error, falta o delito». ¿Qué error, falta o delito es una relectura? No está entre nuestras atribuciones la búsqueda de una palabra más adecuada en español, pero no negaremos que lo que percibimos como un error grueso nos causó una cierta alarma sobre cómo se habrían llevado a cabo la traducción y la edición, que suelen ser siamesas. Una vez metidos en harina, hemos de decir que el resultado, para nosotros, no fue positivo. Francamente, ni nos gustó la selección de libros, en la que echamos a deber más referencias de otros idiomas que no sean inglés (lo cual nos resultó verdaderamente decepcionante en una persona tan supuestamente instruida) ni su prosa nos enganchó. No tuvimos ninguna gana de comenzar ninguna de las obras que propone que no hemos leído (aún, siempre aún). Para nosotros no existe un hilo conductor entre los capítulos, excepción hecha en alguna ocasión. Se puede saltar de uno a otro de forma independiente, algo que es posible tomar también como una ventaja. Sucede que nosotros, en principio, cuando leemos un ensayo, preferimos encontrarle un sentido lineal, una adición de enseñanzas entre un capítulo y el siguiente. Aquí no se va a hallar, aunque la autora, por otra parte, y sin sonrojo, nos avisa en una nota preliminar de que se ha tomado la libertad de «fusilarse» a sí misma «precisamente porque el tema de este volumen es la relectura». En fin, sí, pero no, señora Gornick: esperábamos algo original y reciente, no refritos, pero imaginamos que a sus lectores habituales no les importa en demasía. Bajo nuestro criterio, un punto de vista más generalista sobre la relectura, con ejemplos breves y ajustados para ilustrar sus opiniones, habría sido más acertado. No esperábamos un desmenuzamiento de los argumentos de las obras ni un «estudio crítico», porque para eso ya existe mucha literatura a la que recurrir, sino las reflexiones de una lectora ya anciana con mucho bagaje a sus espaldas que nos hubiera atestiguado mejor cómo los libros se van percibiendo de diferente forma en las distintas etapas vitales, cómo los años te regalan diferentes gafas que te permiten ver las múltiples capas de un texto que, anteriormente, se negaban a aparecer ante tus ojos, y lo que hemos encontrado es mucho resentimiento y mucha propaganda. Gornick no logra, a nuestro juicio, dejar patente una evolución personal, un avance, sino que, ella sí, reincide una y otra vez en el victimismo y son escasas las veces en las que se quita las gafas de ver agravios. De hecho, en sus entrevistas ya nos alertó que solía aludir recurrentemente a su particular tríada de la marginalidad: ser judía, de clase trabajadora y, sobre todo, mujer (aunque bien es cierto que afirma que ya no forma parte del feminismo radical). Esto choca con nuestra percepción (y esperanza personal para nosotros mismos) de que la gente ya mayor se va haciendo más sabia y moderada, y hasta de que vaya superando trampantojos mentales. En poquísimas ocasiones se congratula de que el mundo de su juventud ya no exista como tal y de que se hayan logrado notables progresos. Es una opción válida, por supuesto, porque siempre debemos aspirar a un mundo mejor, pero nos resultó agotadora. El listado de obras en las que se sumerge incluye los siguientes títulos: Hijos y amantes de D. H. Lawrence; La vagabunda y El obstáculo de Colette; El amante de Marguerite Duras; El fragor del día, El último septiembre, La muerte del corazón y La casa en París de Elizabeth Bowen; El mundo es una boda de Delmore Schwartz y El legado de Humboldt de Saul Bellow; Mi oficio, Él y yo, Las relaciones humanas y Léxico familiar de Natalia Ginzburg; Un mes en el campo de J. L. Carr y Regeneración de Pat Barker; Gatos ilustres de Doris Lessing; Jude el oscuro de Thomas Hardy. Hijos y amantes de D. H. Lawrence es una novela que la autora leyó en tres ocasiones a lo largo de su vida, y en cada una se identificó con un personaje distinto. Con veinte años, con Miriam, que se casa ilusionada para luego descubrir que su marido «era un hombre sin tesón» (claro que él se queja de que la decepción la volvió «amarga y severa»). Al llegar el primer hijo, se ve que la lucha es contra la ilusión del amor sexual como liberación, como algo que «transformaría» la existencia. Lawrence explora, a decir de Gornick, «la pena, trastorno, el sadismo, la alienación y la brevedad de la pasión», algo que sirve a la autora para volver la vista atrás sobre sus matrimonios. La vagabunda y El obstáculo de Colette sirven nuevamente como puntos de partida para hacer disquisiciones acerca del amor y la pasión. Se tratan también como obras leídas en la juventud, esas que marcan al principio de la vida, como obras de iniciación. Se aborda la cuestión de «si debe ser una mujer trabajadora e independiente o una mujer sacrificada en el altar del Amor». Afortunadamente, una vez vueltas a leer, le causaron «el mal sabor de boca de los sentimientos corregidos». No se puede obviar que también estos libros le hicieron repensar su vida amorosa y sus relaciones con el sexo opuesto. El amante de Marguerite Duras se interesa por el descubrimiento de una jovencita por su propia capacidad para excitar a un hombre, «un talento alrededor del cual organizar una vida». Esa vida alrededor del deseo la llevó a estar sola, algo de lo que era consciente cuanto más buscaba el sexo, que la llevaba a desconectar. También entretejiendo la propia relación de la protagonista con su madre, Gornick murmura algún paralelismo entre ella y la suya. El tema de la madre como modelo es también recurrente, y se deslizan algunos pensamientos personales al respecto. El fragor del día, El último septiembre, La muerte del corazón y La casa en París de Elizabeth Bowen son obras de una pluma «cuyo poderío sentí siendo joven, pero cuya valía no capté hasta la vejez». El fragor del día «se ocupa de lo desconocido que llevamos dentro y que sale a la superficie en épocas de desolación». En El último septiembre apenas se detiene, ya que preferirá incidir en La muerte del corazón, de la que destaca que el silencio beneficia a un matrimonio «como seres sociales, al tiempo que enmascara multitud de apetitos y decepciones con los que ninguno de los dos sabría qué hacer en caso de abordarlos abiertamente». De La casa en París sobresale «la metáfora de todo lo que en la vida difícilmente puede expresarse, y menos aún ser reconocido de forma consciente». Piensa, cómo no, en el poder del silencio y en el de la comunicación. Delmore Schwartz, autor de El mundo es una boda, es presentado como un «niño prodigio de gran brillantez». Gornick nos remite a El legado de Humboldt de Saul Bellow, donde podemos hallarlo «tal y como podríamos haberlo conocido en carne y hueso». El mundo es una boda tiene como protagonista a un «brillante desheredado» judío para el que «pasarse la vida haciendo literatura y reflexionando sobre ella y su relevancia cultural es, más que una vocación, una responsabilidad». Se relaciona únicamente, como en una cámara de eco, con otros escritores judíos. Todos los personajes tienen en común que «ninguno por su cuenta tiene los medios para definirse a sí mismo salvo en comparación con aquellos a quienes se parecen». A partir de la condición de la fe que profesan, Gornick toma la palabra para hacer un recorrido por la marginación del pueblo judío y termina tratando también el sexismo hacia la mujer. Como puede colegirse, son temas que atraerán la atención de la autora. En Mi oficio, Él y yo, Las relaciones humanas y Léxico familiar de Natalia Ginzburg resalta la importancia de los ensayos sobre sus otras obras, motivo por el cual se centra en Mi oficio, que le desveló las claves de lo que necesitaba hacer con su propia escritura; Él y yo, en el que «utiliza con fines literarios la vida con su segundo marido»; Las relaciones humanas, que se basa en «la brillante investigación de la narradora en su propia historia emocional». Para terminar, Léxico familiar es el título que escogió para sus memorias, en las que el duro carácter de su padre tiene un peso especial. Un mes en el campo de J. L. Carr y Regeneración de Pat Barker son obras que pone en comunicación entre sí. Un mes en el campo recoge la aventura de un restaurador que se instala temporalmente en un pueblo para reparar un mural. Vivirá una historia de amor inconclusa por su falta de valor («Debería haber levantado un brazo para tomarla por el hombro, hacer que se volviera y besarla. Era el día apropiado. [...] Y yo no hice nada ni dije nada»). En Regeneración Barker presenta a unos soldados en un hospital y se ocupa de algo tan trascendental como es el hecho de si la mente es capaz de superar las atrocidades de un conflicto armado («el meollo palpitante del libro es si [...] regresará o no a la compañía de los vivos, y cómo»). Gatos ilustres de Doris Lessing fue para ella «otro claro ejemplo de cómo tuve que convertirme en la lectora para quien estaba escrito el libro, que se había quedado esperando todo ese tiempo». En este capítulo se van enhebrando sus vivencias y las de Lessing. «Hace unos años, después de décadas viviendo sola, me vi anhelando que hubiera en casa algo vivo aparte de mí misma y, para mi gran sorpresa, decidí adoptar un gato», relata Gornick.
En Jude el oscuro de Thomas Hardy se puede apreciar que el nudo gordiano es la lucha de clases. El protagonista desea mejorar en la vida, ya que ha nacido en el campo y anhela instalarse en la ciudad. El problema será doble, ya que «el mero hecho de que tenga esas expectativas lo distancia de la gente con la que está criándose», y, cuando logra su objetivo, «se ve como una criatura sola en un universo hostil». En este aspecto, la autora volcará sus propias adversidades a lo largo de su vida. Para finalizar este volumen, Gornick nos deja con fragmentos interesantes (aunque sean unos apuntes un tanto deslavazados), de entre los cuales queremos rescatar este: «De pronto me llamó la atención una frase que había debido de subrayar cuarenta años atrás, y a continuación un párrafo que había rodeado con dos puntos de exclamación seguidos en el margen. Primero miré la frase subrayada: me desconcertó. ¿Por qué subrayé eso? [...] Los ojos se me fueron a una frase en la página siguiente, donde no había nada subrayado, y pensé: esto de aquí sí es interesante, ¿cómo es posible que no le prestara atención en su momento?». Hay párrafos aquí y allá que sí hemos subrayado, como este, por ejemplo, pero insistimos en que no hemos encontrado consistencia en su exposición ni en su pensamiento en tanto que, como ya expusimos, no vemos una estructura general ni una suma de conclusiones. Puede ser, naturalmente, que para estudiosos de su obra arroje algunas claves interesantes, pero no para quienes buscamos, anhelantes, que los autores nos iluminen con libros sobre su relación personal y la comunicación establecida con la literatura de otros escritores. No es un libro que recomendaríamos, aunque se lo prestaremos a cualquiera que nos lo pida, como siempre hacemos. Puede ser que, para ser ecuánimes, la relación entre este libro y nosotros necesite... una relectura. Pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión. SILVIA LÓPEZ RIPOLL. Y LA QUE ESCUCHA NO ES ELLA (Vitruvio, Madrid, 2024) por BLANCA ESTELA DOMÍNGUEZ LA METÁFORA VIVA Para llegar a la “metáfora de invención” propia del poeta, debemos seguir un camino de palabras que compongan una imagen, tropo, alegoría, símbolo, figura... Y de ahí surgirá la magia (si la hay): la metáfora. La metáfora viva que estudió el filósofo y hermeneuta francés Paul Ricoeur.
Las metáforas son las piedras angulares de los poemas de Silvia López Ripoll. Y cumple con creces sus virtudes y expectativas. En ‘Montaña’ escribe: «No es ficción / ni hechizo / ni cábala / es vida a la intemperie / materia de materia / sin cobijo en la palabra / silencio / costumbre / extrañeza». Este poema pertenece al libro titulado En este tiempo prolongado (Cuadranta, 2021). Aquí vemos la estela de su poética, que perdura en su segundo libro: Y la que escucha no es ella. Los dos son volúmenes muy cuidados en donde hay un “discurso” liberado y riguroso a la vez. Una poesía de la ensoñación y de lo real transfigurado. Transita sin certezas y sin verdades absolutas. En Y la que escucha no es ella hay una profunda reflexión poética: «Y la tierra verde y el sol amarillo / y no aún la poesía [...] Y la poesía un no poder decirla [...] y la que escucha / la que escucha no es ella». En este poema el lector se relaciona con el texto inicialmente como un explorador que se interna en un bosque sin mapa ni linterna, es decir, a tientas. Poco a poco se van trazando las intenciones. Tiene una estética muy particular. El libro se divide en tres partes: 1ª Tema, 2ª Tema y variaciones, 3ª De sesgo a coda. El poemario tiene forma de canción. Los elementos que lo conforman, se ordenan musicalmente. A veces están situados en un pentagrama «Porque todo lo que tocas / es una partitura / notas como caballos / que galopan / con rumor de tierra / o rebeldía / juntos / o en solitario / o uno detrás de otro / en fila india / como puntos suspensivos / y las montañas como el mar». El lector se ve obligado a intuir espacios y personajes en el poema. No hay una sola lectura. La evocación deja entrever la imposibilidad de su propia huida. Vitruvio representa la búsqueda de la armonía y la proporción en el cuerpo humano. Y es también “morada” (editorial) de este bonito e interesante libro de poesía. Así, le damos la bienvenida a ese personaje misterioso de Y la que escucha no es ella. Mi escrito es tangencial. Quiero lograr el ritmo de una pequeña escenificación, en donde se recitan poemas desde diferentes puntos, con la naturaleza de marco «y el sonido de la ausencia del pájaro», o desde escenarios concretos como la montaña, el monasterio, la ermita. Y otra vez las metáforas diáfanas, ¡vivas!: «... / y el humo en las chimeneas / pequeñas cicatrices grises / en el cielo». Cuando refiero todo esto, que es misterioso y siempre oculto, me recuerdo de aquello de que la intuición existencial y cósmica se puede disfrutar y entender sólo desde la poesía, tratada casi como una realidad personal. Hacemos del poema una entidad del mundo. Nuestro mundo. El libro empieza con una cita de Louise Glück: «Pedí lo que siempre pido. / Pedí otro poema». Yo también termino con esta cita. Esperamos más poemas de Silvia López Ripoll. Al final de la escritura de esta reseña he revisado el índice del libro y, de repente, me he encontrado leyendo un poema. En la segunda parte: “Tema y variaciones”. Propongo la lectura de una parte del índice: «Estar aquí, 34 / Dos notas, 35 / Tú y yo, 36 / Un sonido está, 37 / Canción con ritmo, 38 / Se desliza una nota, 39 / Pero dónde te escondes, 40 / Respiras, 41 / Uso tu voz, 42 / ...Paciencia en el azul del día...». Otra lectura divertida y poética del índice. ILDEFONSO RODRÍGUEZ. PLIEGUE A PLIEGUE. EL LIBRO DE TOMÁS. Con Tomás Salvador González (1952-2019) (Libros de la resistencia, Madrid, 2024) por SEBASTIÁN MONDÉJAR AMIGO ILDEFONSO RODRÍGUEZ [O ‘UN ORIGAMI DE PALABRAS EN COMÚN’] Ésta es la hora, éste es el tiempo / —hijo soy de esta historia—, / éste el lugar que un día / fue solar prodigioso de una casa más grande. [José Ángel Valente] El mapa es de papel. / Con él haces un barco / los pliegues son un mero trámite / antes del agua. [Antonio Gómez Ribelles] Y me pregunto: ¿habrá otro son distinto / que, sobre aquellos dos, pueda escucharse? [Hermann Hesse] De las palabras, a los hechos. Hace apenas dos años, Ildefonso Rodríguez inauguraba la excelente colección ‘De la belleza’ —dirigida por Gustavo Martín Garzo para Eolas Ediciones— con La belleza de los muertos, un pequeño y breve volumen (distintivos de la colección junto a las fotografías de cubierta de José Ramón Vega) dedicado a su madre y escrito en memoria de su hermano José María y de su padre, también Ildefonso, fallecidos en 2013 y 2016. En sus palabras introductorias, Ildefonso aludía ya a «un libro en marcha dedicado a la memoria —la mía— de Tomás», refiriéndose a este que ahora nos ocupa, Pliegue a pliegue. El libro de Tomás, recién salido del horno de Libros de la resistencia; un homenaje personal a su amigo y hermano de generación Tomás Salvador González —fallecido en 2019— en el que ha venido trabajando durante los últimos cinco años. Ambos libros se concibieron y forjaron al unísono y pueden considerarse libros hermanos, como atestigua Ildefonso en Pliegue a pliegue («Un díptico, en realidad, forman los dos libros»), pues nacen de lo mismo: la pérdida y el recuerdo de seres queridos; y lo hacen del mismo modo: a partir de «materiales ya hechos: desde sueños a papelitos, hallazgos, voces diversas, (...) adherencias, fragmentos, cosas traídas de cerca y de lejos, de aquí y de allá. Un cruce de escritos, de magnitudes y tiempos». Lo que Ildefonso Rodríguez ha denominado en ambos libros como “pliegues”. [Al escribir la palabra “tiempos” he recordado esta imagen de su poema ‘El viaje en redondo’, escrito en 2000 y yo diría que una isla suelta en su producción: «un hojaldre de tiempos». Sí, El libro de Tomás también es eso: un hojaldre de tiempos]. Libros hermanos, en efecto. Tras las portadillas de La belleza de los muertos, su título se extiende: ‘Uno, dos pliegues: la belleza de los muertos’; en la página 20 los pliegues reaparecen: «La pareja que forma cada cual con su muerto tiene pliegues y repliegues y nada saben los de afuera, los observadores (...). Los pliegues en la tela de la intimidad»; y también en la página 59, en estos versos iniciales de ‘Flores de noviembre’ dedicados a su padre: «en un pliegue / en un bolsillo / en la cosa más sorprendida / ahí está ahí está». Antes de seguir, quiero contar una anécdota que atañe también al encabezamiento de este texto. El día que conocí, ya a punto de publicarse, su título definitivo (para mí, hasta entonces, había sido sencillamente El libro de Tomás), la primera palabra que me vino a la mente fue “origami”. La escribí. De inmediato, aficionado como soy a los juegos de letras y palabras —anagramas, palíndromos, paradojas— encontré dentro de “origami” la palabra “amigo”; y vi que las dos letras sobrantes formaban el verbo “ir”. Y saltó esta frase, que podría resumir el espíritu del libro: «un ir hacia el amigo». Pero entonces caí en la cuenta de que “ir” son también las iniciales de Ildefonso Rodríguez. Y el círculo de mi juego se cerró por sí solo: ORIGAMI = AMIGO IR. «Amigo Ildefonso Rodríguez». Qué sorpresivos y reveladores pueden llegar a ser, cuando jugamos con ellos, los pliegues de las palabras y los nombres. Recordé también, por qué no decirlo, aquellos cuentos desplegables de la infancia, en los que al abrir las páginas se desplegaban tridimensionalmente ante nuestros ojos paisajes, castillos o casas que incluían resortes para mover algunas de las figuras; y aquellas barajas plegables de bolsillo cuyos naipes teníamos que destroquelar con nuestras manos. Como sugiere Ildefonso en los primeros compases de ‘Inicial' (la primera sección), Pliegue a pliegue ha sido concebido, funciona y actúa en nosotros también como un juego, con sus azares, avances y retrocesos, sus casilleros llenos de sorpresas: «Algo semejante a lo que escribe Federico García Lorca en su ‘Oda a Dalí’: “nuestra amistad pintada como un juego de oca”. Palabras en común». Para mí, Pliegue a pliegue es, sobre todo, una celebración de la amistad y de la vida. Pero no podemos pasar por alto que es también una elegía: «Aflicción: se escucha al que no está», rezaba una definición del abecedario anónimo que hicieron los amigos para la revista El signo del gorrión. «Toda amistad es una afección. Todo en nuestro relacionarnos fue afecto, por esa relación yo fui afectado de por vida», dice Ildefonso en este libro al cierre de ‘Inicial’. Y en la introducción de La belleza de los muertos: «La escritura poética concibe un género, la elegía, el planto. Yo me he entregado a él en demasiadas ocasiones. (...) Hasta por una gata he escrito una elegía. Con el propio Tomás lo tenía hablado (él mismo tiene una dedicada a su padre): ¿cómo somos capaces todavía de seguir escribiendo elegías, tras la de Miguel Hernández? La respuesta, pensaba él, está en las Coplas de Jorge Manrique: la enumeración de hechos, el pensamiento, frente a esa naturaleza en turbulencia hermosísima y conmovida del otro gran poema. La elegía objetiva, podríamos llamarla». Esta elegía a su amigo, como las dedicadas a su hermano y a su padre, bebe, creo, de ambos modelos. Sobre el libro ya han escrito o hablado buenos conocedores de las obras de Ildefonso y Tomás. Hace unas semanas, el poeta ovetense Fernando Menéndez publicó en el suplemento literario de La Nueva España una reseña titulada ‘Poética de los encuentros’ (parafraseaba así el título de un libro que él considera «piedra de toque» de la obra de Ildefonso: Política de los encuentros, publicado en 2003). Y estaba muy felizmente traída esa vinculación; no sólo porque, como decía, el nuevo libro es «un inventario de encuentros y reencuentros a través de la memoria, los sueños, las lecturas»; sino porque en aquel ya aparecían los “pliegues”. Estos versos de entonces podrían referirse al modo en que Ildefonso Rodríguez ha compuesto este origami en memoria de Tomás: con «dedos tan cuidadosos como los que llevan mensajes / a los oídos en la intimidad / éste ha de ser plegado compone una figura que yo bien sé» (‘Suave y confuso’); una figura, podemos añadir, en la que «no es contraria la espiga hallada en el pliegue de una sábana» (‘Todavía y siempre’). En su reseña, Menéndez destacaba también la «doble autoría» de este libro (ya confirmada en su título por Ildefonso: «Con Tomás»): «quien se acerque a Pliegue a pliegue se encontrará con una serie de lecturas convergentes en la figura del autor zamorano. Es un álbum, un cuaderno de campo, una libreta de casi apuntes del natural. Casi nada se ahorra porque todo es necesario. (...) Tomás Salvador González está más que evocado. Su presencia es orgánica, viva. Ildefonso acarrea hasta su libro textos, poemas, intervenciones de su amigo escritor. Se urde un diálogo, una conversación». Acercarse a la figura de Tomás Salvador González, conocerlo a través de su obra es una experiencia enriquecedora como pocas; poder hacerlo también a través de los recuerdos y las palabras del amigo es un regalo extraordinario para sus lectores. Además de transmitirnos —contagiarnos— su afección, Ildefonso Rodríguez recupera y reúne textos y poemas dispersos de Tomás Salvador González, algunos aparecidos en revistas o plaquettes, otros extraídos del recuerdo y la correspondencia personal, a los que nunca accederíamos de no ser por un empeño, un desvelo y un sentido de la amistad que considero ejemplares. Desde Aristóteles y Platón, Séneca y Cicerón hasta nuestros días, son multitud los filósofos, poetas o ensayistas que han escrito sobre la amistad. Desde los Ensayos de Montaigne y los Sonetos de Shakespeare, no había vuelto a disfrutar con tanta fruición con una relación entre amigos hasta que he leído El libro de Tomás. «No hay conducta loable que no alegre a una naturaleza bien nacida», escribió Montaigne. Imagino el esmero, la atención, las dudas, las búsquedas, las avalanchas de recuerdos, el tiempo y el esfuerzo necesarios para armar un libro así, tan híbrido y complejo pero, a la vez, movido por un propósito tan noble, que es lo que le confiere mayor enfoque y profundidad de campo, ritmo, calidad y claridad de estilo. Pliegue a pliegue. Directo al corazón. Los amigos son, junto a los sueños y la música, un tema central en toda la obra de Ildefonso. Basten dos ejemplos al azar: «que así se junte todo / aparecidos y desaparecidos en el recuerdo / música de cañas dulces toca esa amistad / que no haya otra armonía» (Mis animales obligatorios, 1995); «así lucen ahora las cosas de la amistad / como vistas por unos prismáticos: traen relieve y color / son singulares cercanas frágiles son intocables» (Política de los encuentros, 2003). [«Que así se junte todo». Ese verso resume toda su poética, y podría ser también un buen título para estos comentarios]. En Pliegue a pliegue, Ildefonso evoca y convoca a su amigo bruscamente desaparecido y, con él, a otro amigo común que dejó este mundo en 2022, cuando el libro ya se estaba gestando: el poeta leonés Miguel Suárez. Los tres convivieron, compartieron escritos, lecturas, tertulias y publicaciones durante más de cuatro décadas, y formaron, por así decirlo, una punta de lanza aparte en el fértil grupo de escritores castellanoleoneses de su generación. «Nuestros principales proyectos —como es fórmula ahora— literarios eran leernos, intercambiarnos, hablar, hablar noches enteras, la poesía como un habla de la amistad», recuerda Ildefonso. Hoy se relaciona con ellos, sus muertos más queridos, como si siguieran vivos. Sus muertes no han interrumpido el trasvase, el contacto, la conversación, sino que siguen echando nuevas raíces y ramificaciones.
Me permito, antes de concluir, otro inciso (otro pliegue). Tomás Salvador González dedicó muchas horas de su vida a los recortes de prensa, los collages y la poesía visual, que a día de hoy conforman una arteria primordial de su producción. Amplias muestras han sido ya estudiadas y difundidas en magníficas publicaciones y exposiciones póstumas. Confío en no excederme si revelo aquí que a Ildefonso Rodríguez, aunque se le conoce menos en su faceta artesanal, le han gustado desde siempre las manualidades y a través de ellas da también rienda suelta a su creatividad. Las manos son nombradas en muchos de sus versos: «Pobres las cosas que no tienen manos / que no tienen memoria de manos y cuidados», escribió en Política de los encuentros; y también: «piensan las manos dan con el sitio». Sus criaturas (figuras inefables, fetiches, amuletos, atadijos), de las que apenas se conocen unas muestras, en las que mezcla y teje con los materiales y texturas que encuentra más a mano los objetos más insospechados que se cruzan en su camino, serán un día merecedoras de un ojeo minucioso, porque dicen o contienen mucho del mundo que Ildefonso nos transmite con su obra escrita (y también por la vía musical). Pero tampoco desvelo nada nuevo. Él no lo oculta, al menos en sus círculos más próximos. El título del libro también nos dice mucho. Y ya su amigo Tomás se hizo eco de ello en sus palabras de presentación de Informes y teorías (rescatadas, junto a otros textos suyos, para Pliegue a pliegue), que fueron las primeras suyas que leí cuando él aún vivía y las desencadenantes de mi interés por su obra. Me ganó su cercanía, su talante, su complicidad con el amigo, su sensibilidad e inteligencia. «Hace años —decía en ellas—, aunque no soy capaz de precisar la fecha ni la ocasión, seguramente en una de las visitas que me hacía cuando yo vivía en Zamora o en La Parra, Fonso me preguntó si tenía algún amuleto. Ante la cara que puse y mi respuesta negativa, sacó del bolsillo un atadijo de telas y otros materiales que las arrebujaban en una especie de riñoncito que le cabía en el puño. “Yo no salgo de viaje sin alguno de los amuletos que fabrico para que me sirvan de protección”. (...) Cuento esta anécdota porque revela algunas de las características de Fonso que son aplicables también al libro que hoy presentamos. (...) porque la portada es de Fonso aunque no haya constancia en los títulos de su autoría. (...) a Fonso le cuesta un mundo desprenderse de aquello que de una manera o de otra ha entrado en su vida. Poco importa la pobreza o nobleza de los materiales (trapos, cordeles, un papel pintarrajeado, un alambre...). (...) Toda su escritura acaba dirigiéndose a esa época que es la de su infancia y adolescencia, que es la cueva del tesoro a donde caminan todos los pasos». Enlazo estas palabras de Tomás con mi anterior alusión a los juegos y vuelvo de nuevo a Política de los encuentros: «porque yo soy un hombre infantil multipliqué mis atributos» (‘Suave y confuso’); «por esa senda vamos / y aquí seguimos tejiendo / el plazo temporal el amuleto / alimentado con hilos y espigas secas» (‘Canción de las migas de pan’). [Un largo y tendido «plazo temporal», eso es también El libro de Tomás, dicho nuevamente al modo de Coplas del amo, otro libro de Ildefonso que recomiendo mucho]. En realidad, por seguir con el símil, toda su obra compone un gran origami que podemos plegar y desplegar de muy diversas formas. Poeta, músico, ensayista, narrador y contador de sueños, Ildefonso Rodríguez representa— lo he dicho alguna vez— un camino aparte en las encrucijadas de la literatura española de los últimos cincuenta años. El poeta Aldo Sanz ya lo definió hace una década como un «gran innovador de la poesía, sutil y rotundo en la expresión y dominador de un amplio abanico de técnicas literarias». No hay más que echar un vistazo a su nutrida lista de títulos publicados para adivinar un recorrido y un espíritu excepcionales como pocos. Sus libros (en 2008 la editorial Dilema publicó Escondido y visible, su poesía reunida hasta 2006, donde figuran varios de los mencionados) forman un corpus, crean un mapa del territorio en el que se vivió y se soñó; por donde quiera que lo despleguemos encontramos señales, lugares, conexiones con ese corpus, su recorrido y su espíritu. Con sus «cosas traídas de cerca y de lejos», Pliegue a pliegue abarca una gran parte de ese territorio compartido. Ildefonso —con Tomás— en estado puro. JAVIER SÁEZ DE IBARRA. UN RÉQUIEM EUROPEO (Páginas de Espuma, Madrid, 2024) por PACO PAÑOS No obrero de hermosuras sino sólo cronistas de estupores y asombros. Todo se ha dicho mas casi nadie escucha: lo repetimos. Jorge Riechmann De Javier Sáez de Ibarra creo que lo he leído todo, al menos todo lo que ha publicado en forma de libro. Los seis libros de cuentos publicados en Páginas de Espuma: El lector de Spinoza (2004), Propuesta imposible (2008), Mirar el agua (2009), Bulevar (2013) y Fantasía lumpen (2017). También su novela Vida económica de Tomi Sánchez (2020), publicada por La Navaja Suiza. Y Motivos, su poemario editado por Icaria en 2006. Todo esto, sin embargo, no hace más fácil el comentario sobre Un réquiem europeo. No es que no me haya gustado el libro; lo digo ahora y resuelvo cualquier posible duda: ¡me ha encantado! Nos hemos acostumbrado a vivir como si tuviéramos las respuestas a todas las preguntas que nos han asaltado y, además, como si esas respuestas fueran definitivas. Ni siquiera nos interesan ya los nuevos interrogantes que llegan con los nuevos tiempos, seguimos adelante como si no fueran con nosotros o no necesitáramos más respuestas. Esa abulia social y política inunda nuestros días. Así vivimos. Así nos va. A nosotros, a Europa, al mundo. Por eso cuando leemos Un réquiem europeo, el libro nos zarandea, nos perturba, nos inquieta, nos desequilibra, nos incomoda, porque nos interpela directamente y nos expulsa de nuestra bien amada zona de confort. Escuché en una entrevista que le hicieron al autor que lo primero fue la estructura, que sigue la forma de un réquiem clásico, y que luego vinieron, para cada himno, su cuento. No me extrañó esta genialidad de Sáez de Ibarra. Al fin y al cabo, esta Europa parece muerta, sin capacidad de reacción, y merecería una misa completa por el reposo eterno de su alma extraviada. Por eso me fascinó el texto con el que se abre el libro: [Una mujer camina sola...]. Porque es un texto sublime y la más hermosa metáfora del alma europea y, por extensión, del alma humana: «El espacio vacío ante ella se ha ido ensanchando. [...] El tiempo hace rato que se ha detenido. [...] Su imagen va adelgazándose. [...] Sin que nadie pueda evitarlo, las manchas de color que ya son su cuerpo tiemblan, se difuminan y desaparecen». Insisto, el de [Una mujer camina sola...] es un texto hermoso y extraordinario. Luego viene ‘INTROITO: Otros y yo’. Siete cuentos como siete escenas de la vida cotidiana que el escritor contempla, registra y transcribe. No juzga, mira y escucha; también esos sonidos inapreciables que producen las inquietudes, los temores, las iras, los odios, los rencores, las ambiciones las ansiedades y los sentimientos de sus personajes. Ese ruido que carga la atmósfera y sólo escuchan algunos. Cómo no recordar a los acusmáticos, esos personajes que protagonizan la extraordinaria última novela de Diego Sánchez Aguilar, Los que escuchan (Candaya, 2023), donde se nos plantea la, cada vez más posible, ausencia de futuro y todas las ansiedades que provoca. Mirar y escuchar al otro, al igual y al diferente. Al final de ‘La experiencia arruinada’, primer capítulo de Saqueadores de espuma. La ciudad y sus grietas (El Salmón, 2020), Lourdes Martínez escribió: «Pues es de lo que se mancha con la carne y la sangre de donde hay que partir para experimentar la poesía por otros medios: vivencia de la poesía en la vida cotidiana, encarnada en acontecimiento, que es vida plena y experiencia no enajenada y, por tanto, insurgente». Javier Sáez de Ibarra parece tener grabado en su ADN esta forma de entender la literatura y la traslada con acierto a estos cuentos cargados de belleza y poesía. Conviene citar ahora al propio autor en el texto que colocó a modo de prólogo en su libro de 2013, Bulevar, y al que llamó ‘Defensa’: «He encontrado otros caminos ulteriores de la desnudez, sugeridos por los descubrimientos de las artes plásticas. La técnica del ready made, que reconoce y apenas modifica el objeto, es una manera de someter la voluntad del creador por un lado, y de hacerla sutil y poderosa por otro». Y es conveniente porque quiero detenerme en ‘KYRIE. Los condenados’ y en ‘Ingemisco. Muere una europea’, dos cuentos que sobresalen por su estilo periodístico, desnudo. Utiliza noticias de la prensa, comunicados de organismos oficiales, partes de entrevistas a políticos del gobierno, incluso incluye íntegra la transcripción de una conversación telefónica entre la hija de una interna y la médica de la residencia geriátrica de Madrid donde está internada su madre, conversación mantenida el lunes 23 de marzo de 2020 durante el confinamiento por el Covid 19. En el prólogo ya referido de Bulevar también escribía Javier lo siguiente: «se trataba de ver qué decía un texto privado del poder asociativo de la palabra y, en especial, de la metáfora en todas sus manifestaciones (lo que yo considero la esencia de la literatura). Una verdadera represión del lenguaje y una ascesis para el cuento de reducirse a una historia). Desposesión del poder asociativo y de la metáfora a la palabra y utilización del ready made. ¿Es posible una manera más sutil y poderosa de hacer caer vendajes de los ojos, de eliminar tapones en los oídos? De una manera importante la religión está presente en el libro. Ya hablamos del aspecto formal, de esa forma de liturgia que tiene. Pero no sería esta una reseña completa si no hablara de ese espíritu que recorre las páginas de este libro. Esa mirada otra de Sáez de Ibarra sobre la religión empieza con el himno V, ‘CREDO. Cristo y el Nazareno’, un precioso juego de espejos donde se confrontan dos visiones distintas del Mesías. Una más canónica y otra más popular y marginal. La delicada broma que da pie a un sutil y profundo juego que empieza cuando «el ventarrón venía entreverado con el sonar de una inconcebible trompeta» en ‘Tuba mirum. Un sonido admirable’. La extensa plegaria/queja/petición, cargada de emoción y rabia, en ‘Recordare. Recuerda la música’. Las dudas, el miedo, el dolor y finalmente una aceptación convencida, sin resignación en ‘BENDICIÓN. Eva. Cuatro momentos’. «La hembra no soporta el deseo y muerde el fruto prohibido. En ese momento, súbito, la sacude un estremecimiento de locura, un vértigo de horror: el pensamiento brota adquiere el conocimiento, [...], la conciencia de sí». Este es el gran comienzo de este cuento con el que concluye el réquiem y el libro. Pero volvamos atrás, al himno III, ‘GLORIA. La máquina sagrada’. Este extraordinario cuento comienza así: 00.36 Ag-Z61 dijo: «Yo» 00.37 Ag-Z61 dijo: «Tú-Yo» Ag-Z61, un super ordenador, toma conciencia de sí, y en una deriva spinoziana reza a un dios panteísta y adquiere una moral que lo paraliza: «Mi intimidad dijo —AG-Z61— se encuentra, digamos, vacía... Mis deliberaciones no concluyen en nada porque no encuentro motivos que me inviten a ser un para-mí. No entiendo que me añada nada valioso, ni por supuesto útil, ni... Significativo». Hay otros cuentos excelentes en Un réquiem europeo, como: ‘Confutatis. La Moraleja’, ‘OFERTORIO. La gota’. Y otros, pero ese entrecomillado de la conversación de Ag-Z61 con la psicóloga ayudante Ludowa me parece un buen y adecuado final para este intento de reseña de un libro complejo y extraordinario. IRENE DE LA FÁBRICA. EL HOMBRE Y LA SERPIENTE (Talón de Aquiles, Madrid, 2023) por BEATRIZ VIDAL NUEVA PERO ANTIQUÍSIMA VOZ MURCIANA: LA POÉTICA ERÓTICO-TANÁTICA Y ANTROPOLÓGICA DE IRENE DE LA FÁBRICA A las seis de la mañana el mundo aún está por hacerse de poesía y yo, humildemente, sólo me aseguro de tener tabaco y café suficientes para estar bien despierta. En esta sostenida acronía que es la madrugada, no siento que me falte mucho más en la vida hasta que comienzo a leer el libro El hombre y la serpiente, ópera prima de la poeta murciana Irene de la Fábrica, a quien también podemos encontrar inéditamente en la revista Aullido. Poco más se puede decir ahora cuando la cosmogonía antigua ingeniada por Irene de la Fábrica insiste en fundarse sobre las ruinas del mundo que habrá diariamente cuando hayan puesto las calles conocidas por el pueblo y la clase trabajadora desfile sí o sí en procesión industrial al curro, cumpliendo con la obligatoria e intempestiva salida de sus nidos o nichos, quién sabe. Si analizamos la transfiguración poética de la obra, el título del libro, la dedicatoria (para mi padre) y la “Fábula oriental” que da inicio a los textos nos permiten interpretar que el hombre-maestro protagonista de la enseñanza oral podría resultar una alteridad positiva de la figura paternal de la poeta, mientras que la identidad ambivalente de la sierpe queda reservada como leitmotiv por y para la propia escritora con todo el arrojo de su ego poético incontestable: ella es el insulto bíblico, ella es la tentación, ella es la perversión, ella es el alcohol, ella es el sexo, ella es la destrucción, ella es el mal, ella es incluso la muerte diversificada: mudando de piel con cada vivencia. Así pues, el malditismo de una adolescencia y juventud difíciles se inauguraría, pero también se desvanecería sólo al inicio, con la genealogía de amor incondicional y ayuda imparable que la autora le reconoce a su padre. Si al comenzar el libro parece que la naturaleza de ese hombre del título es la del padre que no se rinde con su hija conscientemente endemoniada, al pasar de los textos, dicha expresión contraerá polisemia y ampliará su campo de referencias personales. La visión antropológica del ser humano en general, con todo tipo de matices y colores, será revelada por la poeta para comunicar lo que piensa de la vida, del amor y de la muerte. Sin embargo, ¿de dónde nace la sorpresa informativa, es decir, ese malditismo antropológico que nutre y desnutre las palabras que, como armas alucinógenas, nos dispara Irene de la Fábrica al corazón? Sin ir más lejos y como no podía ser de otra manera: de la experiencia del amor y del coqueteo involuntario con la muerte. En esta crítica, nos centraremos, sin embargo, en la dimensión sociológica y antropológica del poemario, líneas más estabilizadas para la explicación poética y menos exploradas para calibrar el inconsciente ideológico que empapa el florilegio en apenas ochenta y dos páginas. Después de la “Fábula oriental”, el libro ofrece un “índice onomástico” bastante curioso. Irrumpe extendiéndose casi a medio libro con la “I”, inicial de la Irene poeta como identidad autofictiva que más textos acumula, y continúa con las consonantes “J”, “K” y “L”, que se corresponden con las iniciales de los nombres de aquellos hombres múltiples que han tenido relevancia amorosa en la vida de la artista y que, por tanto, han sido metamorfoseados en literatura como alteridades primarias. Estas serían las dos partes claras del poemario o sudario, quién sabe, de Irene de la Fábrica. El primer texto que encontramos en “I”, titulado ‘Condicionada por la teoría / Ars poética’, funciona a modo de nota dramática o acotación («Entra el Hambre y se parte», porque «de su vientre sale un huevo»). En seguida, la poeta nos informa de que este huevo es abrazado por Ofión, un titán caótico que gobernó el mundo antes del reinado de Cronos y Rea, lo que nos remite al perfilamiento de una poética antiquísima, anterior a la que todo el mundo ha estudiado de Cronos devorando a sus hijos en ese cuadro tan famoso de Francisco de Goya y Lucientes. Dentro de “I”, encontramos una durísima crítica a las ruinas infectas de la globalización capitalista en las que intentamos sobrevivir los más comunes de los mortales, el 99% de las personas que diría el antropólogo David Graeber, incluida la poeta. Irene de la Fábrica remata el necroliberalismo, que no neoliberalismo, con el poema ‘Martes, 18 Julio’, que es toda una explosión de crisis existencial contra el turismo endocolonizador de nuestro país, lo que recuerda mucho a la novela Panza de burro de la canaria Andrea Abreu, si bien se echa de menos la presencia expresiva del panocho, la lengua puramente murciana que inmortalizó Vicente Medina en sus poesías populares. No obstante, De la Fábrica también se ocupa de criticar la sociedad crediticia, hecha a base de titulitis previo pago, que tenemos que soportar para abrirnos ventanas a una existencia digna. A continuación, lo reproducimos: MARTES, 18 JULIO Mil palmeras, suelo de mi cuarto, 2017. Ahora soy camarera en el hotel del final de la calle donde vivo en verano. Después de seis años de universidad así estoy: limpiando los platos de putos madrileños que se creen alguien y que te miran por encima del hombro. Una adorable familia ―hasta que hizo eso, claro― de extranjeros me regaló una postal con un bonito mensaje sobre Jesucristo. Dice que encuentre mi camino aunque me haya perdido, que Jesús tiene un plan para nosotros. Mi jefa es una bollera insoportable y dudo que Jesusito lo aprobase, y dudo también que la Virgen María me ayude a limpiar la mierda de los platos sucios para poder meterlos a esa cocina donde se respiran, amablemente, unos ciento cincuenta grados centígrados. Mamá, yo quiero ser cartera. ¡Ay! Qué bonito aquel verano dando vueltas por las calles buscando un maldito número que se cayó hace años, qué manera tan hermosa de cortar por carta con aquel novio insoportablemente alemán que tuve. Por carta, señores, por carta. Tengo que dejar de dejarlos. Al final moriré sola por dejar a los pobres hombres que me han querido algo. Pero bueno, qué más da: vivir juntos, morir solos ¿no? Si al final estamos solos, coño. Los amigos son como esos acompañantes que se sientan contigo en el tren y se bajan a las pocas paradas, la familia es el peso que no te deja de ser quien eres. ¿Cómo defraudarlos? No, mamá, no quiero limpiar platos a tres euros la hora para gastármelos en mi querido septiembre en otro máster universitario. ¿Para qué? ¿Para fregar los platos con orgullo? Mi tiempo vale más que tres monedas. Meteos el dinero por el culo, y el trabajo, las obligaciones, el propósito, el esfuerzo. Odio trabajar, odio madrugar, odio sonreír a esos clientuchos de mierda, odio a mi jefa, odio el dinero, odio el verano. No me siento más digna a cada plato, quiero mis libros, mis textos de personas muertas con una sola dirección en el diálogo, mi botella de vino y escribirlo todo. Pero claro, escribir no da dinero, al menos lo que escribo. Cincuenta sombras de Grey tendrá millones de copias, claro. En fin, Jesucristo, ¿cuál es el puto camino? Muy ligado a las sensaciones que deja el texto anterior, el poema ‘RRSS’ grita contra la alienación que provocan las redes sociales al escindir la identidad del yo en el yo real-físico y en el yo digital, distorsionando la autoimagen de los usuarios y, en el peor de los casos, provocándonos dismorfia corporal y narcisismo. Contrariamente a la pretendida “rebelión en la granja” que desearon tanto George Orwell como Ortega y Gasset, para Irene de la Fábrica ya está todo perdido: la masa se ha hecho la clase social dominante. A continuación, lo reproducimos: RRSS La posmodernidad ha calado. / El neoesperpento: ¡si V levantara la cabeza! / A ver quién da más diciendo menos. / Sólo son siendo un producto: / pulgares arriba ya apuntan al cielo, / HAY CORAZONES SIN AMOR POR TODOS LADOS / comienza la lluvia: / cerebros vacíos caen como piedras. / Están por todas partes. / Es imposible salir. // No hay LUZ. / No hay salvación. // La masa se hizo dueña. Con la ausencia de la luz del poema anterior nos quedamos, motivo que preocupa mucho a la poeta hasta el punto de que vaya calando su propia visión antropológica de los seres humanos. En el poema titulado ‘Lunes’ empieza el juego de los colores de las personas. que se extenderá a partir de ‘J’; en él, habla a los lectores como si estuvieran en el cine, cual espectadores de la vida de la poeta, y ya establece quiénes son los grises, poniéndonos ante un espejo nada gratificante pero crudo como la vida misma. Ni qué decir tiene que hay una rebeldía de la poeta contra los lectores grises, que a saber si los tendrá, muy improbablemente, pero poco le importa. Desde un punto de vista pragmático, los lectores no tienen más remedio que mantenerse bien comprometidos como espectadores de su experiencia vital y poética. Dice así: «Todos tienen miedo de algo, problemas absurdos y vidas tan grises, tan grises, que me hacen llorar por las mañanas». Más adelante, en el poema ‘Cine’, hasta ella misma decide presentarse, sentada en una butaca de la primera fila del cine, como una espectadora más de su propia existencia. Para los amantes de la filología clásica, de La Odisea, no podemos dejar de reivindicar el poema ‘Sal’, donde la poeta se pone en la piel de Penélope con su alma de sierpe y nos ofrece otro final muy distinto al acostumbrado: nada más y nada menos que Penélope mudándose de piel e incluso de hogar, convirtiéndose en viajera como su ex marido, abrazando la chulería, cabe interpretar. No podemos descuidar las referencias a la luminosidad, que van abarcando todo el poemario. Disfrutémoslo: SAL Y se deshizo dentro de mí. / Miles de gotas se dividían a su vez en / otros miles de puntos de luz que crearon / una lluvia suave en mi interior... / y se deshizo dentro de mí. / Pero no hubo Ítaca, ni barco, / ni perro, ni héroes. / Tejer, tejí: un sudario con el que pasar el invierno. / Y ya no hace frío. / «Y la primavera me trajo la risa espantosa del idiota», / me trajo arena de África, tráfico y alas. / Y te he dejado las escamas encima de la mesa, / cariño, que me mudé (,) por si vuelves. En el segundo poema del libro, ‘La renacida’, la poeta nos confiesa ya muy pronto que no le pueden negar ni «bailar con los caracoles, ni sonreírle a los bichos de luz ni pintarse de colores». Estos bichos de luz y estos colores se irán materializando a lo largo del libro; en concreto, a partir de la parte onomástica “J”. Desde su inconsciente ideo-antropológico, la poeta diferencia entre personas azules, verdes, rojas, marrones, grises y amarillas. Tanto es así que, dentro de “J”, en el texto ‘Incorpóreo’ la poeta reprocha a un conjunto de álguienes no ser «luz». Tendrá que llegar el poema ‘Amarillos para que descubramos el lado más antropológico del poemario, motivo por el que lo reproducimos a continuación pero no sin permitirnos un guiño generacional milenial a Los Simpsons: AMARILLOS Creo que cada persona es de un color. Sí, sí. Y no hablo de la piel, no hablo de blancos y negros; hay que tener otros ojos para verlo. Una vez estuve con un chico azul: era paz, era tranquilidad, era suave. Olía a mar y rara vez se enfurecía. Los azules son remansos de quietud en el frenético caos en el que vivimos. También he conocido el verde: la bondad, la naturalidad. La vida en ellos crece como un árbol, con sus raíces y sus pájaros. Siempre felices, positivos, te dejan volar aunque no vayas a volver al nido. Esos están bien. Los marrones: fuertes, duros, estables. Uffff, el rojo. Sin embargo, la mayoría de la gente es gris, sobre todo cuando no los miras bien. Voy andando por la calle y todos están muy grises: caras grises de ojos grises, zapatos grises y sueños grises. Si te acercas mucho a ellos puedes distinguir algo de color al fondo pero bah, no merece la pena el esfuerzo. Y a veces, entre esa multitud, entre esa lluvia monocromática y deprimente aparece alguien amarillo y ¡¡BOOM!! Es absolutamente increíble. Todo un espectáculo. Puedes ver hasta los rayos de luz amarilla que emiten y que ciegan y eclipsan a los grises. Durante unos instantes, apenas ves otro color, todo se ha inundado de amarillo. Son pura vida, son el sol sofocante del desierto y el polen de las flores multiplicando la vida. Son verano. Son sequía y lluvias tropicales. Son llamas que queman y calientan tu piel. Esos son los mejores. Esos son los imprescindibles. No puedes estar mucho tiempo a su lado porque te quemas. A no ser que tú también seas amarillo. Ahora, tal y como no podemos dejar de preguntarnos de qué color somos nosotras mismas, tampoco podemos dejar de relacionar el diseño antropológico de De la Fábrica con aquel fragmento de En el camino de Jack Kerouac donde dice lo siguiente: «la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un ¡Ohhh!». Estas personas a las que se refiere Kerouac son, sin duda, las personas amarillas que alaba Irene de la Fábrica. Tampoco deberíamos olvidarnos de la sinestesia de la canción de Extremoduro ‘Si te vas’, cuando Robe canta lo siguiente: «Se le nota en la voz, por dentro es de colores», perspectiva que nos anima a decidir a cada segundo que intervenimos en la vida, cuál será nuestra esencia cromática con respecto a los demás. Tanto estas alineaciones intertextuales como las mencionadas anteriormente y muchísimas más que modestamente se nos escapan gestan el tremendo valor de universalidad de la obra El hombre y la serpiente.
Para concluir, podríamos atinar al definir este libro como toda una experiencia literaria intergenérica abierta. Empezamos con una acotación dramática que viene seguida por todo tipo de poemas de verso libre, prosas líricas, enunciaciones cinematográficas, juegos lingüísticos, segmentos de preguntas retóricas que te destrozan el pecho de repente... Me gustaría poner fin a esta crítica con una afirmación del primer texto de “I”, ‘Condicionada por la teoría / Ars poética’, que es emitida por el Hambre como persona dramática o personaje parlamentario: «Sólo la belleza os hará libres». Yo te creo, De la Fábrica. |
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