LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ABRAHAM GUERRERO TENORIO. TODA LA VIOLENCIA (Rialp, Madrid, 2021) por ÁLVARO GIMÉNEZ GARCÍA A veces, uno tiene la suerte de encontrarse en su camino con creaciones artísticas que sirven como radiografía de una generación y de una época. A veces, uno lee esas creaciones y se identifica tanto con ellas que piensa, ilusoriamente claro, que podría haberlas escrito él porque reflejan sensaciones y experiencias tan ciertas que lo difícil era no plasmarlas en un libro, en una película o en un cuadro. Estos sentimientos que conforman la plena recepción de la obra artística son los que podemos sentir al leer el poemario Toda la violencia de Abraham Guerrero Tenorio. Conocí la obra de Guerrero Tenorio de forma accidental, a partir de un poema, ‘B2’, que reúne la esencia de todo el poemario. Con ese tono de imperativo paternal («Aprende») con el que se inicia este poema y varios más del libro, Abraham Guerrero describe hábilmente el papel de su generación, esa que, nacida en los cada vez más añorados y lejanos ochenta, oye, de lejos, los ecos de la dictadura y se zambulle en los cantos de sirena que los noventa y la primera década del siglo XXI empiezan a diseminar entre una población joven ansiosa de disfrute, modernidad y prosperidad económica. Sin embargo, a poco que transitamos el poema, el tono va transformándose y nos ofrece la realidad que esta generación se ha encontrado en los últimos diez años. Lo que parecía gozo infinito empieza a mostrar su verdadera imagen y a desmontarse. El utópico mundo de los jóvenes de clase media, forjado a base de formación académica perenne, deviene en un mundo que, paradójicamente, es peor que el de sus padres (esforzados “patrocinadores” del ilusionante futuro de su descendencia). El final de ‘B2’ así lo indica, con ese plural inclusivo y resignado («Comprendimos») que nos da otra clave de esta generación: la asunción de su derrota. No la rebeldía, no la lucha, sino la certeza de que no hay otra salida que no sea asumir y resistir estoicamente: Y comprendimos, además, que una segunda lengua es un exilio irremediable hacia el silencio. No es banal esa palabra que cierra el poema. El silencio es uno de los vocablos que puebla con mayor frecuencia los poemas de Toda la violencia, advirtiéndonos de que es la fútil arma que les queda a quienes, como el poeta, han dejado atrás sus raíces, sus comodidades heredadas y su universo adolescente, para emigrar al mundo de las oportunidades y la competencia donde, al final, les espera el fracaso colectivo. Ahora nos sueltan los lobos de una palabra: emprender. que no es verbo, sino colmillo, que no es vocablo, sino herida. ‘Predictor’ La sensación de pérdida y resignación atraviesa todo el poemario, distribuida en cinco partes enumeradas comúnmente con la palabra violencia. El lector ve, en todas ellas, la misma estrategia argumentativa que encontramos en ‘B2’. El poeta, situado en la atalaya de las experiencias vividas, se erige como un espejo de dos caras que se oponen. De una, refleja ese mundo que le ha antecedido, el de los padres que con «el sueño asido a las pestañas» lavan «sus dientes con furia» (poema ‘Barro’) en el silencio de la noche por un único ideal: que sus hijos tengan una existencia más cómoda y próspera. Nuestros padres nos ofrecieron las incontables ventajas de ser de la clase media: la universidad a cómodos plazos, un coche de segunda mano, dinero para el alquiler. ‘Ofrenda’ De la otra cara, sin embargo, la imagen que se refleja no puede ser más antitética y desoladora. La cara B de las esperanzas de los padres es una generación que ha invertido mucho tiempo en distanciarse de su origen por un Santo Grial que deviene en la nada. Una nada que no es solamente económica y social, sino que ahonda en las expectativas vitales de quienes, como el poeta, ven avanzar los años y pasar las oportunidades. Lo refleja así al hablar de las esperanzas de ser padres, obstaculizadas continuamente por un entorno hostil y coercitivo: Mientras todos recogen hablan de sus trabajos ideales, muy bien remunerados, del destino perfecto para las vacaciones, de ampliar la familia, y Marian los escucha sonriendo con los ojos y se acaricia el vientre vacío disimuladamente. Yo, mientras tanto, busco en internet noticias de aquel premio de provincias (...) con el que espero ayudar a pagar el alquiler. ‘Sobremesa’ La referencia al universo de la escritura, la cuarta violencia del poemario, abre la única brecha de esperanza, tenue eso sí, en el tono resignado del poemario. Concebida como «la boca de un tigre», la poesía, y por extensión la escritura, se ofrece como alternativa a un mundo que no cesa de imponer obligaciones y que nos aboca a la frustración: Frente a este mar de invierno donde la niebla se dispersa sobre el verde y azul del agua, no evito imaginar que la violenta agitación de las olas son los ojos de Borges que me reclaman angustiados por no poder dormir. Entonces (...) me desvisto, me sumerjo en el agua y acaricio su insomnio. ‘Los ojos de Borges’ Sin embargo, como hemos dicho, es una rendija muy tenue, casi invisible, que no borra en el lector la sensación de desolación ante la realidad que el poeta (su generación) tiene que habitar, tan opuesta a la que se suponía les estaba destinada. La derrota es mayor si cabe cuando, además, se proyecta hacia el futuro, lleno de incertidumbres todavía más desasosegantes. El poeta, portavoz de su generación, teme por la visión que de él tengan sus descendientes (si es que llega a tenerlos): Así temo que me vean mis hijos al otro lado de la puerta. ‘Herencia’ La imagen ilustra muy bien ese temor, no solo por las dudas de la visión futura que de él se tendrá, sino por la separación, la distancia y la frialdad que marca el símbolo de la puerta entre él y quienes le sucedan. Unido a ello, el mayor temor que alberga el escritor queda expuesto en el último poema, ‘Ofrenda’. Con una impecable construcción degradativa, el poeta dibuja magistralmente lo que ha sido su existencia pasada, lo que es la presente y lo que teme que será la futura. De la opulencia afectiva y protectora de las generaciones anteriores, la suya, la que salía a conquistar el mundo con la bandera de la preparación y la modernidad, «la estirpe de padres sin hijos», solo puede ofrecer desilusión, vacío, nada. Nosotros, estirpe de padres sin hijos, ofrecemos nuestras manos vacías. ‘Ofrenda’ Ese adjetivo final resume el principal activo del poemario y un fiel reflejo de parte de nuestra sociedad actual: generaciones llenas de expectativas que han derivado en un vacío absoluto e irremediable que Abraham Guerrero cartografía con maestría para extraer un mensaje existencialista: a nuestro alrededor impera la violencia. Solo nos queda resistir, pero como ejercicio de supervivencia que, difícilmente, podrá cambiar el mundo. * "Toda la violencia" ha conseguido el Premio Adonais 2020 y el Premio Ojo Crítico de RNE en 2021
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RODRIGO OLAY. VIEJA ESCUELA (Rialp, Madrid, 2021) por MIGUEL IPIÑA MI SANGRE ESTÁ EN MI OBRA Parece que llevamos seiscientos cincuenta años diciendo lo mismo que Manrique: cualquier tiempo pasado fue mejor. Más, todavía, si incluimos los milenios de añoranza por la edad de oro. A pesar de lo estéril que pudiera resultar ahora tanto ejercicio de la memoria y de la saudade, y que estuvieran ya agotadas ambas facetas por la recurrencia de su trato, Rodrigo Olay nos demuestra que aún se puede excavar con originalidad y vigor en el estudio de lo nostálgico. Vieja escuela es el más reciente poemario del autor ovetense, y obtuvo el accésit del Premio Adonáis en 2020. Los organizadores del premio, a través de Rialp, lo publican en un pequeño libro, siguiendo las características de su colección, más que destacables por la limpieza de su caja, la facilidad de uso que le dan sus dimensiones físicas y las reflexiones y sensaciones que desencadenan sus otras dimensiones, las literarias. Olay parece seguir una línea que ya se entreveía en La víspera, que es la de reconfigurar a partir del recuerdo íntimo unas coordenadas precisas dentro de la tradición de la memoria. Tal ha sido su acierto, que uno de sus textos fue seleccionado para formar parte de la antología Tu sangre en mis venas. Poemas al padre, donde comparte el índice con autores como Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Jon Juaristi o Luis García Montero. La vieja escuela del título parece no sólo evocar la niñez del propio Olay, los tótems erigidos por el individuo y por el clan para que la memoria no quede soterrada (Cuanto más tiempo pase, mejor fue. / Es mi niñez), sino lo versátil de sus posibilidades poéticas, que van del soneto (‘Corazón de tinta’, que precede al epílogo del libro) al uso de una estrofa y un verso más libres, como predomina en gran parte del poemario. Para el estudio retórico, por dar un ejemplo, resultan interesantes, además de lograr un efecto fónico maravilloso, las aliteraciones: ...ya brota de mi pasado / la flor de la candelaria, / ceniza en mi calendario. (‘Soledades’). La reflexión del autor no se regodea sólo en su ámbito más personal. Fuera de la memoria de sí mismo, hay cierta vocación de explicarse a sí mismo el oficio y la necesidad de escribir: Que si Borges, que d’Ors gotas / de Juaristi, que si injerto / de Carnero o Luis Alberto, / que si Piquero o si Botas, / que si hoy tocan los Machado / y callo, aunque no he acabado. / Lo habéis dicho hasta el sopor: / venga formas, venga temas... / ¿Y el dolor? En mis poemas / solo es mío lo peor. (‘Acusado por los críticos literarios de... En efecto, otra cita de González’). Las pistas que va dejando en los poemas permiten reconstruir ciertos escenarios, ciertas acciones que guardan para él capital importancia, y que dejan traslucir en el libro una impronta autobiográfica que resulta su mayor fortaleza, el punto de cohesión en el que el yo lírico mejor se desenvuelve. En ‘Personalidad múltiple’ el tema del nombre y sus variantes se halla como protagonista, para al final, después de todas las posibilidades barajadas, diga: Y en algún lugar, dónde, / quizá yo. Lo efímero de la vida, lo inminente de su fin: Yo me iba a morir, / pero ya nunca, para enseguida abordarlo desde el extremo opuesto: Yo, que siempre parezco andar muriendo. La recurrencia de la infancia: Jamás se perderá cuanto jugamos, / hermanos, / compañeros, o la vocación y sus recodos: este esclavo entre letras, se llama a sí mismo.
La mirada al interior de Olay, lejos de parecer un mero juego egoísta, logra despertar un espejo en el que uno también se aboca. Se reconoce, con él, algunas conclusiones a las que se ha llegado, aunque sea por distinta vía. Resulta natural, casi hasta fácil, asumir algunas palabras suyas como propias. Dice en Víctimas’: aprende / que no siempre redime compasión, Fue su amor sin porqué, como la rosa o Yo mismo puedo ser peor que yo; en ‘Ítaca’: ...amar a mar amarga sabe al cabo; Escribí con el cieno que hay en mí, / con los no, con los nunca, con los nada..., en el ‘Envío’ que acaba esta colección. Podemos quedarnos con el título tan expresivo de uno de los primeros poemas del libro: ‘Siempre he creído que iba a morir joven’. Rodrigo Olay nos muestra sus descubrimientos y su autodescubrimiento (ya lo dice el título de esta reseña, mi sangre está en mi obra, verso tomado de su ‘Corazón de tinta’) en estas páginas. Sus preguntas se vuelven nuestras y buscamos respuestas que nos satisfagan como el verso que las motiva. Con suerte, algunas de estas inquietudes hallaran reverbero en otro autor. Al final, como en el ‘Cementerio marino (epitafio)’, podemos leer con mayor vividez los dos últimos versos: Era yo lo que eres. / Tú serás lo que soy. DIEGO ROEL. ANDRÉI RUBLIOV (Rialp, Madrid, 2020) por MERCEDES ROFFÉ Diego Roel nació en la Provincia de Buenos Aires, en 1980. Estudió Historia de las Artes Visuales en la Universidad de La Plata. Desde 2011 coordina el ciclo de lecturas Cendra. Actualmente reside en Neuquén. Ha publicado los libros de poemas Padre Tótem/Oscuros umbrales de revelación (2004; 2013), Diario del insomnio (2005; 2013), Cuaderno del desierto (2007), Las variaciones del mundo (2010; 2014), Los Jardines del Aire (2012), Dice Jonás (2015), Vía Lucis (2015), Kyrios (2016), Las intemperies del mar (2017), Shibólet (2018), Kadosh (2019) y El infierno es una bestia callada y triste (tríptico que reúne Dice Jonás, Via Lucis y Kyrios, 2020). El libro que hoy reseñamos, Andréi Rubliov, es el primer poemario del autor publicado en España. El mismo obtuvo el Premio Alegría 2020 del Ayuntamiento de Santander, y forma parte de la colección Adonáis, de las Ediciones Rialp (Madrid, 2020). Como señala Claudia Masin en el prólogo de ese libro fundante que es Padre Tótem, lo que Roel traza en él es «la historia de un viaje desde el desamparo original hacia la conciencia de ese desamparo, es decir, hacia un despertar (...) desde un desengaño, hasta la posibilidad de encontrarnos, frente a frente, con la potencia de nuestra esperanza y nuestra vitalidad». En ese camino hacia sí mismo a través del desierto será que Roel vuelva a otorgarles voz a tantos hermanos y hermanas que emprendieron antes un camino similar: el de un despojamiento rayano en el susurro, cuando no en el silencio, en busca de una instancia —en su caso, una lírica— ascética, revelada. Desde su Dice Jonás, Roel ha venido recorriendo ciertas voces de ascendencia bíblica o religiosa: Jonás, la leyenda áurea, Hildegard de Bingen, el alfabeto hebreo... Este nuevo libro se inscribe en la misma tradición, no solo por darle voz a un pintor de íconos, sino por tratarse de un artista posteriormente canonizado por la Iglesia. La búsqueda de la iluminación intenta distintos senderos en los que el despojamiento, un cierto ascetismo y la conciencia de un indudable rigor formal se erigen en la marca recurrente de una estética que deslumbra con su desnudez. Aun así, y por nítidas y declaradas que sepamos que son las fuentes de su obra, unas breves palabras del poeta aportan una clave importante para su lectura: «Todo lo que escribo viene de mi propia experiencia», responde Roel a la pregunta de otro escritor excepcional, Augusto Munaro. De allí que, más allá del reencuentro con voces que amamos y reconocemos, la experiencia de encontrarse frente a la obra de Roel no resulte en absoluto libresca, sino viva y vívida y ligera y clara, como solo resulta lo que se deriva de un contacto genuino con lo real vislumbrado. Aun cuando el poeta asume en una nota inicial la relación o deuda de sus poemas con el film homónimo de Andrei Tarkovski, se impone señalar la diferencia radical del tipo de experiencia que nos procura el acercamiento a una obra y a otra. Pues allí donde la obra de Tarkovski no puede dejar de percibirse hoy como densa y oscura, el poemario de Roel renace como un tejido sutil y luminoso de puras transparencias. Mucho más cerca del resplandor que irradian los oros, púrpuras y añiles de algunos íconos bizantinos —el arte que se extenderá por Europa y Rusia entre los siglos XIII y XV— que del negro y blanco del film de los años 60, cada poema de Roel se va desplegando ante la mirada del lector como uno de esos fragmentos que han logrado sobrevivir «al frío y la humedad» en las bóvedas y los arcos de alguna catedral muy antigua, como discretas metonimias de una obra mayor, o cifras de una completud siempre evocada pero sabiamente desleída por el tiempo. Este bello libro va ofreciendo, de a poco, como miguitas dejadas en el bosque para identificar un camino, algunas pautas y preceptos sobre la pintura, no necesariamente aplicables a la poesía que estamos leyendo, pero que establecen, sin duda, algún tipo de hermandad entre las dos prácticas artísticas. Así, en el poema ‘El juglar’, leemos: ¿DÓNDE está mi caramillo de abedul? ¿Y mi pandero de piel de burro? ¿Era triste o alegre la canción? “Pena, pena, pena. El Cielo nos envió a este mundo”. En el poema siguiente, titulado ‘Teófanes el griego’, es el maestro de Rubliov quien expone los principios de su arte: CUANDO pinto nunca contemplo los modelos existentes: / dirijo la mirada hacia dentro, hacia donde los ojos interiores / buscan la belleza espiritual. // A lo que no se puede contar ni pesar ni medir / yo le otorgo número, peso y medida. // Cuando pinto apenas considero los preceptos técnicos: / en un mismo trazo mi mano encuentra la estabilidad / y el movimiento. // Porque lo sé: / de lo más simple surge la armonía y lo bello. // El ícono debe emitir una luz suave, crepuscular. El poema ‘El cegamiento’, por su parte, declara muy límpidamente el origen —en el “valle de la sombra de la muerte”— de un arte más allá de lo humano: EN esta habitación dibujo lo que no puede dibujar / la mano de un hombre. // Vengo del valle de la sombra de la muerte. // Mi arte es mudo pero sabe hablar. El poeta nos permite asistir asimismo a las enseñanzas de otro de los grandes pintores rusos del siglo XV, Dannil el Negro, contemporáneo y amigo de Rubliov: Para conseguir colores traslúcidos / coloco debajo de la pintura hojas de estaño / y utilizo como barniz aceite de ricino. Pero con los preceptos técnicos no alcanza. Alguna luz de otra instancia ha de asistir al artista cuando el objeto de su mimesis no es otra cosa que el rostro de la divinidad: PARA poder imitar la luz diurna y la cara de Cristo / le pido a la Virgen que me ponga en el pecho / un espíritu nuevo, un corazón de carne. El arte poética que se nos presenta es tan cabal que el poeta no solo se detiene en los principios de la creación. En el poema titulado ‘La invasión’, lo que nos propone es un método de lectura: la obra no ha de ser entendida de modo literal; el símbolo es parte fundamental del arte y del entendimiento del mismo; aun cuando no todos los elementos de una obra nos sean comprensibles ni sus significados, conocidos, debemos hacer el esfuerzo de deslindar el sentido de, al menos, todo lo que nos sea dado saber o discernir: El perro significa lealtad y el clavel, matrimonio. El vinicultor, el mes de marzo. El cordero, el banquete eucarístico. El unicornio es la Madre de Dios. El león en el centro de la composición es Cristo. El árbol representa la cruz y la mandorla, el universo. A la izquierda el sol es Dios Padre. No sé lo que significan la montaña y el pastor. Aquellas palomas son las almas de los bienaventurados. El cáliz sobre la mesa es el tazón de la muerte. Pero como en la actualidad, no solo colman la vida del artista la práctica, la iluminación y la inquietud por las elucidaciones a que llegue a dar lugar su obra: invasiones, pestes, incendios, muerte, regímenes represivos, intemperie y cansancio van jalonando la experiencia del maestro ruso como la de cualquier ser humano en el mundo, en cualquier época. Es el pincel lo que rescata al artista, lo que lo espera como un refugio después de cada derrumbe, después de cada confrontación con la caducidad de todo lo vivo:
Desde la ventana de mi celda observo todo lo que se desmorona y crece, todo lo que se mueve y abandona su pasajera piel sobre el planeta. Tomo el pincel. Descubro un verbo que no es blanco ni azul ni transparente. La belleza de este libro, la lucidez y la fineza con que se adelanta cada observación, cada experiencia, plástica o espiritual —como si no fueran lo mismo— de sus voces centrales hace difícil decidir dónde detenernos, dónde dejar de citar y dar a los lectores el impulso necesario para que cada cual se interne en los secretos de estas vidas dedicadas al arte tanto como a la devoción. Los ecos del Cantar de los Cantares (Ungüento derramado es tu Nombre.) y del Cántico de San Juan de la Cruz (¿Dónde te escondiste? // Me dejaste con gemido.) se conjugan en estos versos en lo que ambos textos tienen de sensualidad estética y de anhelo de fusión con la divinidad. Diego Roel confirma con este libro su pertenencia a una época de renovación de la poesía en nuestra lengua. Lejos ya de la inmediatez y el frecuente descuido formal de estéticas de décadas anteriores, lo que se consolida aquí es una poética en la que el artista tiene una función y unos principios muy claros, y así lo expone: «Tomo el compás, el cordel y la escuadra: / no existe nada bello sin medida». JOSÉ ALCARAZ. EL MAR EN LAS CENIZAS (Rialp, Madrid, 2019) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ José Alcaraz, en una entrevista que le dedica Antonio Arco en La Verdad a propósito de la publicación del libro El mar en las cenizas, relata la anécdota de Picasso, que consideraba que quien se guarda un elogio se queda con algo ajeno. Espero en esta reseña no quedarme con nada ajeno o que lo que haya de ajeno en El mar en las cenizas al final sea propio. La trayectoria de José Alcaraz es una trayectoria coherente y asentada, pese a su juventud, en la mejor tradición, es decir, en la única, en la de la buena poesía. Además de varios poemarios más o menos difíciles de encontrar o no publicados como obra exenta, Usted está aquí o La tabla del uno, tenemos su primer libro Edición anotada de la tristeza (Pre-Textos, 2013), Premio de Poesía Joven Radio Nacional de España; el cuaderno Un sí a nada (Ad mínimum) y recientemente Vino para los náufragos (Alhulia, 2018), XI premio Antonio Gala. En la antología Re-generación de la editorial Valparaíso, realizada por José Luis Morante, se destaca citando a su vez a Juan de Dios García, que «José Alcaraz ha elegido una tristeza inteligente, rica en matices, no aquella que se deja abatir. Y la ha elegido también por su mesura, puesto que parece que la tristeza resulta obscena actualmente en una sociedad que persigue una felicidad sin taras». Habla también del «sentido aforístico, una voz meditativa hecha emoción e inteligencia que sondea el acontecer existencial con un mensaje despojado, en el que a menudo salta la imagen insólita y llena de luz» en palabras de José Luis Morante. Y estos elementos, no tanto ahora la tristeza como la brevedad, convertida en método y aspiración, aparecen en este libro como si hubiera un decidido hilván que uniera su obra exenta, Edición anotada de la tristeza, donde solo encontramos las anotaciones que hace el poeta a los poemas elididos en la parte inferior de la página, Vino para los náufragos, donde predominan los poemas breves y ahora El mar en las cenizas, accésit de premio Adonáis 2018. Una serie de nombres y obras me vienen a la cabeza con la lectura de El mar en las cenizas, autores de lo breve, como Robert Walser y sus microgramas, o tendentes a un adelgazamiento de la forma como el artista plástico Alberto Giacometti, curiosamente los dos suizos, sin más consecuencias. La obra de José Alcaraz parte de los materiales más humildes, con conciencia plena de ello, como el Giacometti maduro que trabajaba con el hombre y con el barro. Ahora son el yo y la palabra, el barro del lenguaje, el mismo que usamos para comprar el pan o dedicarnos chanzas en los medios. Y José Alcaraz los estira los dos, quizás los adelgaza, que no es exactamente lo mismo, figuras que van reduciéndose a su mínima expresión, un yo mínimo que cae al suelo como un signo menos, y unos poemas cercanos al proverbio. Giacommeti dijo de su obra: «Sólo lo minúsculo se me antojaba parecido […] No se ve a una persona en su conjunto hasta que uno se aleja y se hace minúsculo». ESCRIBO poemas diminutos que me hacen sentir gigante a su lado, no con el fin último de engrandecerme sino buscando ser sorprendido por ellos, despertar de la embriaguez bien atado a la tierra del reino de Liliput. (p. 37) La idea de poda, de desbarbar la realidad, como Miguel Ángel con el mármol, está presente en todo el libro, pero no tanto como metapoesía, sino como razón de ser, manera de estar, y solo ahí, en lo que queda, se puede dar la revelación involuntaria, estar en el momento sin saber si se dará la revelación o no, estar en un estado concreto, en una manera de estar pessoana filtrada por la cita de Eloy Sánchez Rosillo. Es un asceta José Alcaraz, pero un asceta frayluisiano, porque la actitud combativa persiste, lucha por rasgar el velo que separa realidad y palabra, también el anhelo de decir y lo dicho, que se adelgaza hasta el silencio. Y hay una voluntad por manifestar esta filiación, de pronto dice «Despaciosos instantes» en la página 42 o «Escribir / como si cada golpe de tecla / —cada contacto de la tinta en el papel— / fuera llevar el dedo a la llaga de la vida…» que recuerda a ese extraño místico que fue Francisco de Quevedo. Quizás, como los dos poetas citados, encontramos también aquí la búsqueda, la disposición ascética que se “distrae”, no obstante, con las eventualidades de la vida, no con lo anecdótico, sino con la inquietud que acucia al ser humano con sus interrogantes sobre el propio sentido de estar aquí.
Un yo filiforme, alargado, que continúan minimizándose, «la inactitud del árbol quiero», dice con un eco del último Darío. «Con qué palabras / se manda callar al silencio». O «A la fuente tiré tan alto mi moneda / que no caerá hasta el último de los días», donde otra vez escuchamos a la tradición, a la verdadera poesía, al proverbio machadiano, también en la imagen y sobre todo en la actitud. Tiende el libro por el camino de la brevedad al proverbio, de raigambre castellana, propende al conceptismo humanizado, al proverbio en una tradición amparada fuertemente en la antítesis y la paradoja. «NO es que elija siempre / el camino fácil, / es que me siento venir / a cada instante del difícil». En esta ocasión, lo fácil y lo difícil. Es directa y potente la idea de este poema, porque relativiza lo fácil, ya que no se define en sí mismo sino como única opción contraria a lo difícil. Tiene también ese sentido aforístico popular, «ya solo se puede ir a mejor», pero sin la visión optimista, al contrario, asumiendo no la esperanza sino la realidad. TENGO un epitafio: Así está bien. Lo cuido, crece como hierba. Lleva una lluvia dentro y viento con risas de niño. Juega a mi alrededor. Es extraño. No sé. Lo más alegre que he escrito triste. Este poema, con el que termino mi reseña, tiene muchos de los elementos propios de la estética del libro: propensión a la brevedad, yuxtaposición, estructuración en torno a una dicotomía, a los opuestos (alegría/tristeza). Es un buen poema como manifiesto el tema del epitafio. No nos enseña, más bien nos interroga, nos deja en vilo, «Así está bien». |
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