LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ANTÓNIO CARLOS CORTEZ. SKIN DEEP (Difácil, Valladolid, 2024) [Traducción: Verónica Aranda] por SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN En 1967, Philip Larkin, poeta de quien no diríamos que era moderno o que le podía interesar la cultura juvenil, escribió ‘Annus Mirabilis’, en el que menciona a los Beatles: «entre el final de la prohibición de lady Chatterley / y el primer elepé de los Beatles». No sé si es la primera mención a una banda de rock, desde luego sería una de las primeras, algo más bien poco usual en la Inglaterra de entonces, no digamos ya en otros países. Desde entonces mucho ha cambiado. Los poetas colaboran con cantantes de rock, a Bob Dylan le han concedido el premio Nobel de Literatura, en su estela hay varios cantantes que han publicado libros de poemas. Sobre todo, al menos para lo que ahora nos interesa, el rock se ha convertido en parte de la cultura popular y de masas. Es difícil entender la cultura de gente que anda entre los cincuenta y los ochenta sin atender a la influencia que el rock ha tenido en sus vidas. Incluso un poeta tan dandi como es Luis Antonio de Villena habla de esta música en varios de sus artículos y en alguno de sus poemas, al igual que el vanguardista Antonio Martínez Sarrión escribió ‘Ummagumma’ o esos versos finales de ‘Canción triste para una parva de heterodoxos’ donde surge el Lou Reed de Berlin (‘Sad song’). Otra cosa es utilizar la música como elemento vertebrador del libro. En ese caso el poeta puede optar por hacer de la música el tema principal o buscar una fusión entre lo musical y lo poético (que la forma y el contenido encuentren una adecuación con las características, un tanto inasibles, de la poesía). Skin Deep es un caso interesante, por lo que tiene de apuesta y de calidad literaria. Ya el título remite al rocanrol al tomarlo de una canción de The Stranglers, grupo de punk-rock de la década de 1980. Además de ellos, comparecen The Smiths (repetidas veces), Siouxsie and The Banshees, Depeche Mode y algunos otros en un libro que no es una celebración del rock propiamente dicha, sino una reflexión sobre la poesía. Llama la atención esto: que siendo en gran medida un libro sobre poesía, aparezca una música en un principio tan alejada de la eufonía poética y de la tranquilidad de espíritu que asociamos a la escritura. Visto desde otro ángulo, el arrebato poético sí que tiene que ver mucho con el frenesí rockero. La poesía de Skin Deep no la podemos catalogar dentro de la inspirada por algún tipo de exaltación de la sensibilidad: no ve el lector el arrebato ni la mirada extremada de algunas odas visionarias propias de quienes traen al mundo noticias embriagadoras acerca del futuro de la Humanidad. Lo que António Carlos Cortez nos da, por el contrario, y por fortuna, es una poesía reflexiva, una poesía de la experiencia si la expresión no estuviera tan devaluada. El libro está dividido en dos partes a la que ha añadido una tercera de inéditos. Comienza el libro tras la aceptación de que hay un mundo que ha desaparecido. Con tal asunción el poeta se pregunta si el realmente tiene sentido buscarlo. No desespera, lo busca, busca también al poeta (al que llama orfebre-grabador), escribe variaciones sobre lo que pueda ser un poema, sobre su encarnación: «ese rostro vago / y concreto del poema y su luz de cobre / La infinita aurora boreal de tu vida». Y en ese último verso me detengo y pienso que quizás la poesía tenga mucho de aurora boreal, que quizás si seguimos leyéndola la única razón radica en ese momento inicial del que no queremos, ni podemos, prescindir. Aquí me viene al recuerdo Friedrich Hölderlin, su Hiperión en concreto, también un libro en el que, de un modo indirecto, el poeta habla de un amanecer. La diferencia, y es importante, está en que Cortez circunscribe a la vida de una sola persona aquello que el Hiperión hölderliniano traslada a la sociedad, pero los dos saben que la poesía es algo muy diferente a la escritura (aunque también lo sea), regida por una ley interna que rechaza casi todo lo que son las costumbres y actos coagulados en eso que llamamos vida (y aquí aparece otra línea de fuga hacia el rock). El poema que da título al libro lo componen dos citas: una de Morrisey y otra de Alfonso Costafreda. El poeta lleva, confiesa, seis años en busca de algo para al final con el poeta español concluir que hay una distancia insalvable entre el deseo (de la escritura) y la realidad (de sus poemas), pero queda la duda de hasta qué punto es confesión si en realidad el poema son dos citas ajenas, hasta dónde otras voces pueden ser la del poeta, porque ‘Skin Deep’ no es un poema con dos citas sino dos citas que forman un poema (y una de esas citas es, además, en sí un poema).
La poesía (también la vida) es asunto de cómo miramos el mundo. También de cómo la vivimos, lo que Cortez llama versión: «La vida depende de la versión», como también el poema cambia en cada versión. Todo platonismo, por fortuna, queda abolido, roto en mil pedazos en cada intento de escribir un poema, pues no hay reglas externas y sí que hay perspectivas y versiones. “A love like blood” es la segunda parte del libro (los títulos lo son de canciones de grupos de la década de 1980), atravesada por el rock en mayor medida aún, en parte porque es un recuento de un tiempo y de una actitud. Son poemas en prosa, casi un diario de unos años juveniles en el que la música tiene un papel destacado: «la locura de la música sensual de los días jóvenes»: esta última frase de ‘Midnight summer dream (1984)’ resume la función que la música tiene en el libro. La complementa otra escrita con anterioridad: «el mundo queriendo habitarnos con la fuerza de las elegías» (y el recuerdo de Hölderlin regresa (pues tienen algunas elegías una fuerza épica superior a muchas odas). En esta segunda parte el tono es elegíaco: la juventud perdida o el tiempo en que todo lo creímos posible. También en ella encontramos reflexiones sobre lo que sea la poesía: «la otra escritura que está por dentro de la escritura y produce, en el secreto empeñado en ser motor de imágenes, explosión de un incendio erótico, la sucesión de planos» o la función de la música: «La música es en la poesía la astucia que libera a quien escribe de la cerebral melodía que borra el vuelo alto del lenguaje». El recuerdo de una juventud que se ha alejado eso es, resumiendo mucho, Skin Deep, y la reflexión sobre el oficio de la poesía. Un libro muy interesante, en que forma y contenido logran una exacta adecuación: el tono épico del rock atempera su fuerza para tornarse en rememoración, levemente elegíaca de un mundo desaparecido. En tiempos en que los nacionalismos achican los espacios comunes, la editorial Difácil tiene el valor de lanzar la colección “El sueño de Europa”, con la pretensión, digna de encomio, de acercarnos poetas de otros países, y lo hace con este libro, muy bien traducido (digámoslo también y hagamos justicia al trabajo de la traductora).
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JUAN GABRIEL CORTÉS. NAUFRAGIO DE SOLES (Exilio, Bogotá, 2024) por ARTURO HERNÁNDEZ GONZÁLEZ NO TODO SOL SE HUNDE PARA SIEMPRE Nada interpela el silencio mejor que la página en blanco. Su dimensión manifiesta es de infinitas epifanías, de perpetua invitación: metamorfosis, transmigración del abismo de sí hacia sí mismo. Y sin embargo, la posibilidad ilímite del libro como espacio para la reflexión y la didáctica más pura de la lengua, suele ignorarse a menudo. Hace falta conocer el oficio poético, sin perder el asombro por el símbolo y el derrotero de la propia escritura, para alcanzar una voz única, superior al estilo y al juego cerebral de la estética morfosintáctica. Esto es lo que ha conseguido Juan Gabriel Cortés en Naufragio de soles, su primer libro de poesía en solitario y quizá uno de los más interesantes artefactos literarios editados en Colombia recientemente. Se trata pues de una obra etopéyica, en la que el autor abunda en rastros de su personalidad y de su peculiar lectura de la historia y del mundo; etopeya de sí mismo como lector y poeta, solitario y hombre amante, rebelde y lúcido. Los cincuenta y un poemas que conforman el libro se encuentran organizados en siete pequeñas secciones que revelan una intención estética clara e innovadora: reunir los múltiples acentos que alberga la conciencia del autor, sugiriendo así que esta escritura se aleja de la infertilidad de los laberintos y se acerca al verde majestuoso de la vida indómita. Hay poemas en los que el Cortés vuelve a la música vegetal de Mutis (‘Oración’, p. 12) y de Rivera (‘Alicia’, p. 65) y hay otros en los que se conquista a través del vocablo correcto y la síntesis más exacta. «Extraño envejecer / sin pensar / en la muerte», nos dice, y como por efecto de una purificación de la nostalgia agrega: «[Extraño] estar de pie ligero ante la impalpable destrucción» (p. 36). También abre otros de sus poemas (p. 19; p. 30) con breves notas reflexivas a modo de encabezado, un gesto que trasciende lo formal para instaurarse como una afirmación íntima: el poeta se erige como el núcleo desde el cual la escritura despliega su curso. Esta decisión, deliberada y resonante, encarna la convicción de que el diálogo con la memoria no es un regreso estático, sino una semilla que germina en un tono único, personal. Así, los poemas no sólo enuncian su origen, sino que lo revitalizan, haciendo del recuerdo un terreno fértil donde la voz encuentra su cauce y su singularidad. La obra se despliega como un mosaico de registros, cada uno con su propia textura y profundidad, como si en ella habitaran distintas personalidades que emergen desde una búsqueda empírica de la belleza. ‘Una voz urbana’ (p. 19), cargada de ritmo y vitalidad, dialoga con una voz tradicional que evoca raíces y memoria (p. 13), mientras que otros textos se adentran en las heridas de la violencia, tanto en el contexto colombiano (‘Falso positivo’, p. 21; ‘Historia de Palacio’, p. 29; ‘9 de abril’, p. 37) como en los relatos universales que marcan la historia de la humanidad (‘Hiroshima’, p. 45; ‘Vietnam’, p. 47). En ese vaivén de tonos, la modernidad líquida, con sus tensiones y efímeros ecos en las redes sociales (p. 51-59), se entrelaza con la presencia tangible de los seres de carne y hueso: aquellos que, con sus gestos cotidianos y su fragilidad, han hecho de la poesía un vehículo para expresar la convicción más profunda del ser humano por dar sentido y forma al hecho de estar vivos (‘Rimbaud’, p. 24; ‘Calendario obeso’, p. 35). «El fuego conoce la verdad: / repudia la misericordia / y la quietud» (p. 10), dice Cortés, desvelando que el movimiento y la crudeza son el pulso esencial de la vida, el lugar donde la existencia encuentra su verdad más desnuda. Más adelante sentencia: «(...) el olor de la guerra, la nada hiede a nada» (p. 44), y en ese vacío resuena la tragedia de lo humano, donde el conflicto no deja ni siquiera un rastro que lo justifique o redima. Luego exclama: «¡Hace falta morir en la selva para amarla!» (p. 65), un verso que vibra con la fuerza de quien ha emprendido una profunda lectura de La Vorágine, asimilando la voz de un bardo confundida con el destino de todas las savias, como si el sacrificio y el amor fueran una misma raíz. En esta danza de afirmaciones emerge además la advertencia: «¡La existencia que se alimenta de vanidad acaba en desprecio!» (p. 66), un recordatorio de que lo vano se desmorona irremediablemente bajo el peso de lo esencial. Pero, ¿qué esencialidad?, parece preguntarse el poeta cuando interpela: «¿Qué dice el perdón si estamos llenos de arrepentimiento?» (p. 70), enfrentando el abismo irresuelto de las culpas humanas. Y así, en un gesto final que sintetiza lo vivido y lo pensado, declara: «Zozobra y paz, al final, son lo mismo» (p. 72), reconociendo que en los extremos del alma se traza la misma línea: la luz que arrasa, devuelve y nos otorga sentido.
Al final, este libro se erige como un artefacto que interpela al silencio, no solo al confrontar las preocupaciones esenciales de lo humano, sino al ofrecer al lector un espacio en su interior, un lugar que le pertenece. Este gesto alcanza su cúspide en el último poema, donde el autor, lejos de clausurar la obra, extiende una invitación: el lector deberá escribir un epitafio para sí mismo en la última página. Así, el libro trasciende su condición de objeto cerrado para abrirse a la voz del otro, logrando lo que soñaron los primeros surrealistas franceses: hacer del lector una presencia real dentro del texto. Cada ejemplar se convierte, entonces, en un artefacto único, en una pieza singular que trasciende por la huella caligráfica de quien lo escribe. En la blancura de esa última página, donde convergen todas las églogas de la lectura, se cifra un acto de trascendencia: la escritura personal que transforma al libro en una conversación perpetua entre autor y lector, entre silencio y palabra. MARÍA PILAR CONN. LA SOMBRA QUE CARGAMOS (Cuadranta, Valencia, 2024) por ANABEL ÚBEDA BERNAL LA DUDA INFINITA Decía el místico Rumi que «la sombra te hace un servicio, que lo que te duele, te bendice». En esto coincide con María Pilar Conn, que en La sombra que cargamos nos ofrece un baúl polifónico de historias mezcladas con la suya, voces que con honestidad nos acercan momentos vitales donde el pesimismo se encuentra con la duda, el qué hubiera pasado si… Una sombra que se conecta con sus poemarios previos, La almendra y el maíz (Sudeste, 2019) y Paseando con Schopenhauer (Calblanque, 2020) en el imaginario americano y, a la vez, rompe con ellos, al liberarse del personalismo, avanzando hacia una expresión más directa y reflexiva, sin miedo a lo coloquial, a mostrarnos la vida con sus dicotomías.
Para revelar la carga del nosotros que anuncia el título, María Pilar Conn apoya su construcción en dos pilares fundamentales. Por un lado, el arquetipo de la sombra como concepto extraído del psicoanálisis, aquello que nos ata a la tierra, nos hace humanos, esa parte reprimida del inconsciente que, en ciertos momentos, necesitamos integrar para seguir, aparece metaforizada en lo oscuro, lo inquietante, la soledad y el vacío: «el silencio que me condena es mi propia existencia». Y, por otro lado, la observación de los astros, el ensimismamiento de las voces que coinciden en observar el cielo nocturno: «Miro al cielo estrellado, / todos mis anhelos fundiéndose con su brillo sideral. / Sonrío…, me parece escuchar la risa de un niño». Una imagen que en mi mente solo podía traducirse en la mujer que, sentada en su mecedora o apoyada en el alfeizar, observa el horizonte nocturno a la hora del conticinio, cuando todo está lleno de silencio y surge la iluminación, la respuesta: «A tientas en la oscuridad, cojo las tijeras de podar, / las ramas crujen bajo tu mirada». El inexorable paso del tiempo se hace corpóreo en la madurez de las voces que hablan, la sabiduría de aplaudir, de apreciar desde el más vulgar de los alimentos, como unos ‘Pepinillos en vinagre’ de «sabor casi divino», símbolo del recuerdo de la madre; o al encontrarnos, de repente, con ‘El recogedor y la escobilla de plata’, en que se ritualiza la rutina de recoger la migas y se establece una analogía con esa falta de tiempo libre que nos atenaza al llegar a la vida adulta, un momento al que nos enfrentamos solos: «¿Es esto la vida? / ¿Contemplar las estrellas, dormir, despertarme, / recoger las migas para luego volver a dormir?». Ese tiempo, a veces, se frena cuando nos trae las imágenes de la cruel y rural América, con sus Impala —al más puro estilo de Sobrenatural—, carreteras solitarias y larguísimas, las escopetas, el whisky, la imposibilidad de progresar en la tierra legítima, como en ‘El camino sigue para siempre’: «La vieja escopeta le pesa acunada en los brazos. / Un Chevrolet Impala se detiene a su lado. / El diablo extiende un vaso de whisky»; frente a la esperanza latiendo muy al fondo de los distintos corazones que se nos abren en poemas como ‘Libertad de elección’: «Había imaginado terminar mi vida a lo Thelma y Louise, / zambullirme en la nada cósmica desde algún acantilado». Esperanza que se halla en el final del camino, o en su mitad, cuando se alcanza la quietud, ese momento de la vida donde todos los astros están en su lugar porque la vida ha brotado en un erial: «acuno en mis brazos a mi nieta. / Ojos azules que abarcan el cielo. / Derrama su luz en mi alma, me crezco»; o porque sencillamente nos hemos permitido que suturen nuestra sombra, sin que se ahogue la niña que palpita al fondo: «él conoce nuestros pasos/ aunque ignore el destino». CLARA JANÉS. DEL IMPOSIBLE ADIÓS (Pre-Textos, Valencia, 2024) por PEDRO GARCÍA CUETO EL MUNDO EMOCIONAL DE CLARA JANÉS Con Del imposible adiós Clara Janés nos ofrece el misticismo. Hay en su poesía un alcance hacia el lado interior de la vida, una espiritualidad latente que se hace cristalina y que se vertebra en versos casi transparentes.
Desde el primer poema, sentimos el canto de la Naturaleza, su silbido sobre el Universo: «Llegaron los gorriones mensajeros / de un cuerpo núbil / y me tendí a la espera». Y son los gorriones seres que vuelan, como el alma de la poeta que asciende en ese paso celeste que es el libro, un transitar por el lenguaje, buscando la luz de la amanecida. En el poema 5 late el oxímoron, porque lo que nos lleva a su viaje hacia la luz, como la amada al amado en la poesía de San Juan de la Cruz, se convierte en un juego de oposiciones: «Transparente intransparente / veo íntima / la cúpula giratoria / sostenida por los astros». Y esa secreta escala disfrazada, que es el arrebato místico, es en Clara Janés luminosidad, noche que busca el alba, donde se ha de producir la vía unitiva: «Ven por el secreto camino: / la noche susurra en los arbustos / y el ruiseñor abre los cielos / para que acudan a mi pecho / y las centellas / sean reclamo leve...». Y el silencio ha de ser vertical, porque asciende, poesía que reclama la quietud, para que se completen los seres en su amor más hondo. En el poema 23 expresa la idea de la música, como la que llevó a Fray Luis de León a sentir que en ella late el acercamiento del alma a Dios: «Descienden a mí / tu gravedad, / me eleva / y me empuja / hacia las fuentes / que manaban / con la música / para fecundar el pensamiento, / que tu cerco envolvente / encarna». Viaje hacia el mundo de las ideas, en el neoplatonismo que encierra su poesía, el cuerpo, envuelto en la cárcel honda del ser, va abriéndose y alcanza, a través de la música, la elevación. Y en el poema 31 deja claro el tema del libro: el amor como consumación eterna, más allá de la muerte, lo que nos hace intemporales, seres que se desnudan en la elevación universal: «Nada está por encima del amor / aunque sea tan secreto / que no se manifieste / ni a quien lo alberga. / Pero este en su transfiguración, / destella tal ligera llama / que acaba con la gravedad de la razón». Misticismo puro, amor que se realza, entrega del ser hacia el cosmos, para trascender lo humano. Hay en Clara Janés todo un simbolismo tradicional, en las fuentes, como aquellas donde servían de encuentro de los enamorados en las cantigas de amigo, en la transfiguración, la que encarna el ser que se va disolviendo en el amado. Del imposible adiós representa la ascensión total, la vía unitiva, donde la poeta ama ya lo más alto, se encarna en la eminencia de lo celeste y comparte una vida eterna. Un gran libro que confirma la grandeza de la poesía de Clara Janés. ALEJANDRO CESARIO. UNA HILACHA EN LO REAL (La Yunta, Buenos Aires, 2024) por PABLO QUERALT Una hilacha en lo real es lo que el poeta visualiza, intuye en el paisaje como escenas que se resuelven salmodiando, corriendo el telón para ver ese hilo y tirar de él para esperar lo que viene, así entramos en universos —abrazos del lenguaje con que el autor arma y desarma el conjunto de versos— poemas de lo ignorado. Una hilacha que se narra y glosifica con palabras en desuso para reivindicarlas y dar brillo al cantar donde lo único diáfano «es tu mano en la mía» como guía de esta travesía por el campo del desamparo, de lo envilecido, de la pieza ceñida, el río, la estepa, las cadenas del columpio cayendo hacia el cielo de Carapachay en todo el sentido que revela. Poemas que se encabalgan unos a otros y construyen una entidad colectiva. Repertorio de palabras como una partitura que se disipa en los versos entre el tinto que solapa y la noche que arropa. Buscar en todo lo que sestea: ramita en la boca, mirada que espeta al cielo, los huesos del desmadejo, el remilgo de la hijita, espacios vividos, ritornelos de lo familiar, la sensación y la materia hecha carne que trabaja para vivir. Las distintas identidades del poemario: el hijo, la madre, el padre, el carrero, el carro, la mesa, la pradera, la pobreza, la ciudad suburbana, la plaza son el escenario que casi es un personaje más, como lugar e identidad en la voz con el impulso que impregnan las palabras al discurso del poema que constituye la redención del sufrir humano que ríe irónico de su desgracia. Aceptación y rechazo del sobrevivir como leitmotiv que se reinventa para conjurar las implosiones de la barbarie, para transformarlas en buen estar y regocijo. A su vez, la poesía de Cesario es teatral, plantea un suceso con principio y resolución, como pequeños haikus que se estiran y dejan una estela de sentido donde el sensorio se colma y embellece. La belleza está presente en su escritura, sus palabras escogidas y el motivo sentimental. Hay remate. Como el buen futbolista que pone elegancia a la jugada. Crea una galaxia de lenguaje y tema, lo que sería la antigua forma y fondo, pathos y logos, que orbita como un documental vivido llenando campos incorporales como universos que se enlazan en una misma música que relata su aldea. Es presente y pasado lo que tamiza, pervive, lo que perdura en la vida que enmudece y colma la página en la potente mirada de lo pobre y fugaz de felicidad que encuentra en su camino —mirada mitad escritor— mitad lector que se aúnan en el relato poético. Pone en existencia la complejidad de esa niñez, lo que pide, el maltrato, el descarte, la lobreguez, los pies descalzos de mesa en mesa, la calesita esa eternidad... ciruelas, pan, vinito, la dicha de un sueño. De timbre en timbre poeta que anda el conurbano, oye la copla que “nadie” escucha. Poemas visuales y a su vez llenos de música que brota de los paisajes, imágenes que siembra su escritura, lo que se chamusca y se estampa, amparada por una zamba, plegaria en lo roído, lo que titila, epifanías que masca y escupe el que va por los murientes atardeceres, los vivos que de a poco fenecen.
SERGI GROS. DONDEQUIERA (Pre-Textos, Valencia, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al leer los libros de Sergi Gros te invade una sensación de recogimiento similar a una oración, por la música, el ritmo, por la esencia de sus temas, por el lenguaje limpio de adjetivos, por el nosotros. Es algo que se acerca a una mística que yo diría profana, esa poesía que necesitaron los místicos para completar su camino hacia lo sagrado en torno a una voz interior que precisa salir y sobrevolar el ruido que nos rodea. Como una voz que se levanta sobre otros ruidos sobre otras voces Así comienza el primer poema de Dondequiera, el último poemario de Sergi Gros, y es el concepto de voz, expresado como voz interior, poética, y también como otras voces exteriores, ruidos, y concretada en la palabra y el lenguaje, el que va a dirigir toda la lectura. Poemas cortos que se organizan por páginas, pero que se enlazan unos con otros en una continuidad narrativa y en el uso de la repetición de palabras-concepto claves, en un volver al tema aunque sea para enfocarlo de otra manera. La rima interna que se genera de esta manera, en el sentido de recuerdo de aquellos que ya oímos antes, hace que entendamos la unidad de todos los poemas como uno solo. Esta arquitectura, que se traslada y recorre todo el poemario, introduce interrupciones, intervalos que ayudan a una toma de conciencia emocional, y a pasar al siguiente fragmento identificándote con él, como si fueras aprendiendo por el camino las pautas necesarias. Además, una estructura visual interna en escaleras, a la manera de William Carlos Williams, domina rítmica y plásticamente, a la manera de reflexiones tomadas caminando, como esos paseos de los autores románticos. Y algo hay en la escritura de Sergi Gros que retoma la poesía romántica en lo que tuvo de conquista de la libertad creativa, en la construcción del individuo en su proyección sobre lo que encuentra en la naturaleza o el entorno, que si bien no es tan marcada aquí, sí tiene presente en algunos momentos («Como los pájaros que ya no cantan»; «Contra las mismas fuerzas / que doblegan la hierba / que desplazan el mar»; «Bajo las últimas ramas / de un bosque invisible»). Y una exaltación de lo sublime que hay en lo pequeño: «Como quien busca una luz / en el fondo de un depósito». Al principio del libro se parte de una inmovilidad, de una monotonía, expresada como el volver a empezar y los ciclos de vida y muerte y también el retorno a lo repetido, como Machado utilizaba la idea de la tarde («Y cada noche regresamos... a la misma ensoñación»), pero que cambiará al deseo y necesidad de cambio frente al inmovilismo. Y, como decía antes, será la voz la que se convierta en el tema del libro, esa voz tan necesaria para trascender el mero acto estético y convertirse en una conquista para ganar el futuro («Nuestro lenguaje es una semilla / … / Nuestro lenguaje / es una república / Un peldaño / en el aire»). La confianza en la palabra, en el lenguaje, en la actitud que luchará para apagar otras voces únicas e impuestas. Hay una voluntad de transmitir la necesidad de toma de conciencia y actuación colectiva. De ahí el uso de un nosotros poético, donde la voz no es individual, sino que se muestra una intención de trascender del individualismo a lo universal, con una proclama a la unidad («Y todos nuestros corazones juntos / constituyen una sola herramienta»). No hay acontecimientos, solo pequeños destellos de asombro ante vidas sencillas. Darse cuenta de nuestra pequeñez y a la vez saber que colectivamente se pueda avanzar. Gros utiliza un lenguaje extremadamente limpio de adornos al que ya nos tiene acostumbrados, donde la desaparición casi total de adjetivos nos transmite una esencialidad, unas imágenes nítidas por lo que son, sin intención de dirigir al lector a caminos cerrados. Se suma la ausencia de signos de puntuación (sólo las mayúsculas de inicio de oración quedan en los versos) y los sujetos ausentes, el inicio de los versos con preposiciones o adverbios, hasta, quizá, ante, como, desde, verbos como hablamos, venimos, veneramos... Hay en todo el libro una presencia, a veces simultánea o enfrentadas en las páginas, de la dualidad, la contraposición, como si existiera siempre una duda sobre la solución y su contrario, como si se supiera de qué forma actuar y la pereza y comodidad en dejar las cosas como fueron, y ahí aparece el quizá («Quizá la respuesta es compleja / y supera nuestras capacidades // Quizá deberíamos / obviar la pregunta») que nos enfrenta a nuestra incapacidad, una contraposición entre la revolución y el conservadurismo, como si no saber el sentido nos llevara de nuevo a la obediencia y a una cultura conservadora («Heredar un sueño / Seguir un patrón»). Dualidad que aparece en otras ideas contrapuestas («Una extraña circunspección / determina nuestras palabras»), siempre con el nosotros, («el fondo y la superficie», «Nuestro canto / es un error») donde el canto representa la voz que llega lejos y el error la duda permanente. Lo mismo ocurre con la idea de Dios o lo sagrado, que aparece como necesario, esos «santuarios permanentes» que se desean construidos por nosotros por un lado, y la crítica a las religiones del «juez que monopoliza las palabras» («Ante la presencia / de un dios severo / Bajo el ritmo / de otra voz»). También la idea expuesta anteriormente de lo colectivo presenta su parte negativa en la metáfora de la sociedad o el grupo como colmena y su obediencia «a una diosa enorme, a una reina estática», y el deseo de cambio se enfrenta a solicitar «las migajas de las migajas» y contentarse con «un poco de amor». Pero estas dualidades o confrontaciones no impide que se pueda leer como quien está orando. La división en poemas breves, a su vez divididos por estrofas cortas, con un cuidado exquisito en eliminar lo superfluo, y el control de la visualidad del poema, hacen que el lector adopte la postura de quien ora o lee textos o poesía sagrada, de ahí mi referencia a una mística profana, porque a la vez que se leen estas plegarias no se espera la ascesis, porque tal vez no exista lo sagrado, o solo exista en un pequeño ámbito. Decía Bárbara Guest que «El acto más importante de un poema es ir más allá de la página, para que seamos conscientes de otro aspecto del arte. Esto nos introducirá en su esencia espiritual».
Otras palabras dirigen también el sentido de Dondequiera como son deseo, sueño, alma, luz, y amor. Todas estas palabras tan positivas en su sentido primero se encaminan a un proceso de cambio y conquista, aunque todo acabe, tal vez igual, o tal vez con el convencimiento de que no se puedan lograr grandes cambios y que seguirá faltando luz, que los sueños serán sueños, y que nos quedará el amor. Así que el poemario no pretende dar lecciones de nada, sí abordar el mundo y sus enigmas y la dificultad de sobreponerse a algo que nos parece muy ajeno, y que sin embargo es de absoluta actualidad. Termino con el poema que da título al libro, ese Dondequiera que recoge perfectamente el ideario del libro. 22 Y nuestras almas permanecen violentamente adormecidas Como un puñal en una vaina Como una flor en un abismo En el fondo de la carne Dondequiera ALFREDO CARRALERO. ADONDE MIRAN LOS DRAGONES (Ondina, Madrid, 2024) por ANTONIO CHAZARRA Acabo de concluir la lectura de Adonde miran los dragones. Cuando —como es el caso— un relato entretiene, hace pensar y convierte al lector en cómplice, la experiencia es no sólo satisfactoria, sino saludable.
Había leído con anterioridad otras obras de Alfredo Carralero, diferentes entre sí y diferentes de la novela histórica que tengo entre manos. Paseos por el Madrid rebelde, donde el lector descubre ese Madrid, con harta frecuencia poco frecuentado... mas a la vez, imprescindible para entender nuestra historia y Aragón rebelde y republicano, donde tomando como epicentro Jaca y la sublevación de Fermín Galán y Antonio García Hernández, ofrece una panorámica de los liberales aragoneses y de los intelectuales, sindicalistas y hombres de acción comprometidos con ideales de progreso... y que han permanecido en el olvido, sepultados por una interesada desidia y sinrazón. En esta su tercera obra, Alfredo Carralero se interna en ese género, que podríamos denominar novela histórica, pero lejos de manidas convenciones y de forma original y creativa. Utiliza “el molde” para dejar caer una serie de reflexiones morales, políticas y hasta filosóficas que le dan al texto un valor añadido. Desde la primera página, se entabla un juego creativo que invita al lector a participar en la acción y a hacer descubrimientos. El propio título es enigmático, por lo que es conveniente al finalizar la lectura del texto, regresar al principio donde cobra sentido el lugar adonde miran los dragones. Una novela histórica que se precie no tiene por qué ser frívola. Muy al contrario, es una aventura en la que el lector se enfrenta a sucesos del pasado, con una mirada del presente. Se trata, por tanto, de un diálogo entre el siglo XVII y nuestro “hoy”... donde se nos muestra, con habilidad, que en buena parte el pasado está por descubrir y es más complejo de lo que aparentemente parecía y nos han contado. En cierto modo es la cara oculta de la historia. El relato contiene una serie de aspectos muy interesantes que hasta ahora han permanecido silenciados. El primero de ellos es la red de espionaje del Imperio Español para mantener el poder. Personajes como el Conde-Duque de Olivares o los literatos Saavedra Fajardo y Francisco de Quevedo, cobran un nuevo sentido desde esta perspectiva. ¿Cuál es el “modus operandi” de Alfredo Carralero? Disponer las piezas en el tablero y sólo entonces, hacer que los personajes vivan una serie de intrigas y aventuras trepidantes, maquinaciones y venganzas. No es casual que la primera parte se denomine ‘La ruta’ y la segunda ‘La llama’. Son guiños y un homenaje a Arturo Barea y a su Forja de un rebelde, que es en cierto modo, unas memorias y, al mismo tiempo, mucho más que unas memorias. En toda novela histórica —Galdós nos ha legado un magnífico ejemplo— se entrecruzan, conviven y entablan relaciones personajes históricos con otros ficticios creados por el autor. A veces una novela histórica puede ser el vehículo para poner de manifiesto lo que pudo haber sido y no fue. Existen momentos en que la traición y el asesinato pueden alterar y mucho lo que llamamos Historia. Suelo recordar un pensamiento del filósofo Epicuro en el que señala que «frente a las demás cosas es posible procurarse seguridad, pero frente a la muerte todos los humanos, habitamos una ciudad sin murallas». Son muchos los atractivos y los motivos de interés de esta novela que es dialéctica y pedagógica, poniendo de relieve una constante de la historia de nuestro país, que no es otra que la lucha entre los que aspiran a un futuro mejor y los tradicionalistas, cuyo propósito fundamental es que nada cambie. Ambas posturas están expresadas en Juan José de Austria, al que podríamos calificar de pre-ilustrado y gobernante con una visión de futuro y la rencorosa, fanática e intrigante reina madre, capaz de todo para no perder su influencia. Mostraré, de forma casi esquemática, aspectos que presumiblemente le resultarán al lector atractivos: la proliferación e importancia de las sociedades secretas, elementos propios de las comedias de capa y espada o la utilización interesada y torticera de la Inquisición convertida en un instrumento más del poder político. En una novela donde hay abundantes elementos sorprendentes, uno de los más interesantes son los criptogramas o mensajes cifrados, inseparables de un periodo donde el espionaje ocupa un lugar destacado, así como los denominados “gabinetes negros” encargados de descifrarlos... Me ha llamado la atención, a lo largo de sus páginas, la invisible sombra de Erasmo de Rotterdam con su mensaje de tolerancia, que no pudo llegar a fructificar al imponerse intereses belicistas y espurios. Quizás uno de los aspectos “más rompedores” es el tratamiento que Carralero da a los personajes femeninos. Son protofeministas, mujeres arriesgadas que se rebelan contra los roles tradicionales y se muestran decididas y activas. Unas líneas tan sólo para el protagonista ficticio Diego Zapata, descendiente de comuneros, fiel y valiente. Se entrega a lo que considera justo con pasión y lealtad, poniendo sus ideales por encima de las conveniencias. A lo largo de las páginas del relato existen clérigos oscuros, dogmáticos e intransigentes, mas también otros cultos, despiertos y sagaces, como Fray Salvador de Laredo. El texto está salpicado de misivas, criptogramas y notas que dan al relato un interés añadido. El lector interesado, al cerrar la novela, quizás se sienta inclinado a saber más sobre la iglesia de Robledo de Chavela o sobre el monasterio de Santa María la Real de Valdeiglesias. El libro está muy bien editado por Ondina Ediciones, lo que no deja de constituir un placer añadido, facilitando así su lectura y disfrute. PAULA BABOT. MEJOR CERCA DEL AGUA (AdN, Madrid, 2024) por ELENA ROMÁN Paula Babot emerge desde el corazón de los peces y nos sorprende con Mejor cerca del agua, su primera novela y —me aventuro a augurar que— no será la última—. Con una voz joven, fresca, íntima, la autora relata en primera persona a través de su personaje principal, Creta, una travesía cuyo propósito es alejarse de una historia que no quiere alejarse de ella. Londres es el lugar donde transcurre la trama, salpicando con su genuina bruma los motivos que llevan a Creta hasta allí: olvidar una relación presumiblemente desacertada, reencontrarse con su esencia verdadera. Viejos amigos, nuevos amigos, su familia... giran en torno a la protagonista en capítulos cortos que en ocasiones rozan el verso largo. Estamos frente a una prosa limpia, inquieta, agilísima, de escasa adjetivación y buen ritmo, con la que Babot nos muestra a una Creta ingenua, dispuesta a seguir equivocándose, rodeada de agua.
Cada pensamiento supone un acto —hecho o imaginado—, cuyo conjunto compone una película rodada en azul y negro en la que prima el anhelo y la indecisión por lo que ocurrió y lo que podría ocurrir. La autora baraja asimismo buenas imágenes que colorean la bruma referida el párrafo anterior y que sin duda es —la bruma— otra de los personajes principales aunque no se haga mención expresa a su relevancia (como buena bruma, su función es emborronar la visión para adueñarse de los otros sentidos). La autenticidad con la que nos presenta a Creta nos lleva a acostumbrarnos a su reflexionar en gris: Creta se pregunta, Creta se responde: escribir es la respuesta. Como un diario de la lluvia; como una herida cuidando de un bebé. Y cuando ya parece que el destino de la protagonista es no estar cómoda en ningún sitio, reaparece aquél del que la debía, quería, necesitaba olvidarse. Es aquí cuando se hace evidente el eje principal de la historia: el maltrato, la violencia psicológica y el juego al despiste. Tratándose desgraciadamente de un tema actual que conocemos de sobra por los medios y el día a día, Babot lo utiliza como sistema argumental del bucle: lo que late desde el principio pero no se manifiesta explícitamente vuelve más adelante para ser del todo contundente. En realidad, nos encontramos con una historia de amor; con una maldita historia de amor errónea. El pasado vuelve y hace desaparecer todo lo demás, como si lo de en medio no hubiera ocurrido. Pero ciertas equivocaciones, por mucho que intenten rebotar, son un balón desinflado. Todo esto es Mejor cerca del agua, así como un buen y prometedor debut por parte de Paula Babot, que despliega con creces valentía y sinceridad. Estas páginas nos dan motivos de sobra para retener en nuestra mente su nombre y no querer perderlo de vista. JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET. HABLE LA LUZ (Olé, Valencia, 2024) por JUAN C. LOZANO FELICES EL POEMA COMO TOTALIDAD VIVIENTE. APUNTES SOBRE LA POÉTICA DE JOSÉ LUIS ZERÓN. Bellamente editado por Olé Libros, llega en estos días a las mesas de novedades de las librerías Hable la luz. Un poemario nuevo de José Luis Zerón constituye siempre una gran noticia en el ámbito literario. Desde que Zerón publica el doble poemario Intemperie (Sapere Aude, 2021), no habíamos tenido nueva entrega poética, y si tenemos en cuenta que éste era, por un lado, una reescritura de su primer poemario en solitario, Solumbre (Empireuma, 1993); y por otro, una recopilación de poemas exentos, de diversa procedencia; no había dado Zerón a la imprenta, en puridad, un poemario con la cualidad de inédito desde Espacio transitorio (Huerga y Fierro, 2018). El año pasado también se lanzaba un primer y estupendo volumen de su literatura diarística, con el austeriano título de A salto de mata (Frutos del tiempo, 2023), que promete tener continuación muy pronto y que yo definiría como la cara B de su obra literaria, sobre la que arroja no poca luz. La no publicación de poesía, quizás al contrario de la profusión de ésta, no es en ningún caso preocupante ni es síntoma de nada. Como he dicho alguna vez, si con algo está reñida la poesía es con el utilitarismo y las prisas. El poeta requiere de espacios más o menos largos en que guardar silencio, son espacios de maceración espiritual, de estar a la escucha y de escritura silenciosa. Hasta diría yo que, si existe el “modo poeta”, uno es más poeta en esos espacios en que calla que en el necesario periodo de promoción libresca donde se hace visible y da a conocer su obra en diversos actos de presentaciones y firmas. Visto así, un poeta auténtico, seguiría siéndolo aunque no publicara. Profundizar en una obra como la de José Luis Zerón, con una poética con un sustrato tan rico en referencias literarias, filosóficas, espirituales y simbólicas, siempre tiene algo de osado para quien lo intenta. No obstante, no tema el lector encontrarse con poemas herméticos o crípticos, tampoco es necesario que el lector tenga una preparación especial para acercarse a su obra, ya que la poesía de Zerón pide, en principio, ser sentida y presentida. A la obra poética de José Luis llegué yo, de oídas, en 2013, cuando él acababa de publicar Sin lugar seguro (Germanía, 2013). Mucho después, con la perspectiva que da el tiempo, ambos hemos convenido que ese poemario se sitúa como ecuador que separa su mundo poético en dos hemisferios. Uno más cerrado y morfológicamente más denso y hermético; y otro más discursivo, revitalizador, reflexivo y semánticamente más despejado y actual, al que no es ajeno un poso existencial sin el ombliguismo de la poesía de la experiencia. En definitiva, una poética más personal, experiencial y radical, cargada de sentidos, con un lenguaje feraz en intuiciones y percepciones que acaba liberando, al decir de Jung, «una fuerza más poderosa que la nuestra propia». Esa división lleva implícita también un mejor acomodo editorial y, por ende, una distribución óptima de su obra. Desde hace unos años Zerón viene publicando en editoriales de primer nivel (entiéndase que hablamos de un género marginal y divergente) como Ars Poética, Polibea, Sapere Aude, Huerga y Fierro, y ahora Olé Libros, una iniciativa editorial que, de la mano de Toni Alcolea, ha ido conformando, paso a paso, un catálogo del máximo interés. Los 46 poemas que componen Hable la luz se conforman dentro de una estructura bipartita (“Apolión”, 18 poemas; y “Xenía”, 28), precedida todo ello por dos citas, de Pureza Canelo y José Luis Puerto, y de un prólogo de la ensayista, poeta y traductora Natalia Carbajosa, que constituye un pórtico magnífico y hasta necesario, para conocer los resortes y puntos cardinales del poemario. Las citas bíblicas al inicio de cada parte del poemario ofrecen también una clave de lectura a tener en cuenta. A la hora de reseñar un poemario de José Luis Zerón hemos de atender primeramente a lo más inmediato y manifiesto, el título y la portada, que nunca en él son un mero capricho estético. El diseño de portada, generalmente también está bajo el control del autor y, por ende, también es sustancial. En este caso, la fotografía de Alberto Zerón (hermano del poeta) puede chocar. Nos encontramos ante un poemario con el título Hable la luz, cuya portada representa el firmamento nocturno, donde se vislumbra un leve resplandor de amanecida al fondo. Verá el lector, a continuación, que no existe ninguna contradicción en ello; al contrario, la coherencia es absoluta. Para cerrar el comentario sobre la portada, nada mejor que escuchar al propio poeta, que en una comunicación privada, me dice: «Además, deseaba que la foto reflejara mi obsesión por lo cósmico y lo telúrico; en otras palabras, esa fusión de lo matérico y lo metafísico. La imagen seleccionada muestra un cielo nocturno estrellado y algo que parece una laguna, ambos elementos que evocan justo esa idea». La luz es fuerza o impulso generatriz dirigido al develamiento de lo profundo bajo la realidad percibida por los sentidos. La luz, simbólicamente, es un elemento genesíaco. Disipa las tinieblas, revela y hace presente lo que está oculto y, por ende, puede ser nombrado. La luz aparece en los versículos iniciales del Génesis como fuerza generadora de la Creación y transmuta en orden el caos. También es fuerza transformadora que triunfa sobre las tinieblas. Con la luz, los objetos y los seres vivos se muestran presentes y pueden ser nombrados, convergencia entre lo mínimo y lo cósmico. Asumida la estrechez de la palabra para deslindar lo visible y lo invisible, la poesía es lo que queda; o sea, administrar pérdidas. El acto creador religado al acto sagrado de nombrar, algo que Dios reservó a Adán, que también, bajo ese prisma, sería el primer poeta. El dominio sobre la Creación implica el poder de nombrar. El siguiente paso será la representación en las cuevas de la realidad que rodea al hombre, el nacimiento del arte. A decir de Sánchez Robayna, «todo poema es una operación sacrificial (sacrum facere). Aspira a hacer sagrado aquello que ha podido tocar con la palabra». Y Octavio Paz, «sacar a la luz palabras inseparables de nuestro ser, esas y no otras... palabras necesarias e insustituibles... El poema es una totalidad viviente, hecha de elementos irremplazables». El acto de nombrar es inmanente a la poesía, una religación de la palabra con el estado natural del hombre anterior a la Caída. En algunos poemas de Hable la luz, José Luis Zerón hace referencia al acto de nombrar. Como dice el poeta en ‘Ab ovo’: «Tú has nacido en un abismo entre soles / para nombrar / aquello que no es si no es percibido» y «Tenemos el poder de nombrar el mundo que nace...» y termina el poema: «porque no es aquello que no vemos ni nombramos». La primera parte, “Apolión”, se inicia, certeramente, con un versículo del Apocalipsis de San Juan, texto fundamental de la escatología cristiana. Apolión es el equivalente en griego del hebreo Abadón, el ángel de la destrucción. «Tu luz, tu excremento y tu sangre somos, / Apolión, el grito rapaz que reafirma / toda la magnitud / de nuestra insignificancia». Todo cobra sentido si pensamos que José Luis Zerón escribe los poemas de esta parte durante la primera oleada de la pandemia por el COVID 19, con la carga de incertidumbre y pavor que hacía que una sociedad que se presumía tecnológica, moderna e inmune, retrocediera a la negrura del medievo durante las epidemias de peste negra. «El mundo huele a miedo» (‘Tiempo oscuro’). Queda sentado, pues, que esta parte del poemario queda marcada y se enmarca durante la pandemia aunque, acertadamente, Zerón no hace referencia directa a ella. La poesía, después de todo, es un vehículo para canalizar experiencias radicales y, por tanto, universales de cualquier tiempo. Permítaseme citar aquí la autoridad de un poeta al que ambos admiramos, el irlandés Seamus Heaney: «...la poesía es un registro de la realidad y un reconocimiento que produce estados emocionales excepcionales». El tono de esta primera parte no puede ser otro que elegíaco, agónico, de consternación, e incluso de recriminación ante una instancia superior: «y el futuro es solo una altísima / mirada invocadora» (‘Angelus novus’); «¿Por qué tantos cementerios y fosas comunes? / ¿Por qué tu éxtasis ante la indefensión humana?». En esta parte, la luz, más que una realidad, es un anhelo y un ansia: «Si yo pudiera elevar un hospicio / contra la desesperanza y el fracaso, / si yo pudiera habitar los ojos del animal muerto / y devolverles la mirada, / si yo pudiera garantizar la dignidad / de tantos cuerpos despreciados, / si yo pudiera hacer que mis deseos fueran fuego / y no residuos de fogatas apagadas» (‘Canto de la vida breve’); y en el mismo poema: «y hallar en las sombras, como desearía, / las aladas semillas de la luz». Hay una sensación de inseguridad, amenaza e irresolución: «Las praderas por las que caminábamos seguros / son ahora marjales» (‘Acto de fe’). El mismo poeta confiesa: «Escribo tan oscuro, / tan adentro, / tan al cabo del miedo». Ello en consonancia con la cita del Libro de Isaías que abre la primera parte: «Esperamos la luz, y he ahí las tinieblas...». Bajo este enfoque, como bien dice Natalia Carbajosa en el prólogo, el título «suena a plegaria». Quizás, la referencia más explícita a la pandemia sea «La dicha de volver a abrir los ojos / y saber que aún podemos mirar / la vida con deseo, pese a tanto / que se nos muere» (‘Ahora, el instante 1’). Quién acaso no tuvo, durante la primera oleada de la plaga, el temor a contagiarse y llevar la enfermedad a su casa, quién no eligió la habitación donde se recluiría al primero de la familia que se infectara, quién no tuvo una sensación de alivio al despertar por la mañana y comprobar que aún no tenía síntomas y que los suyos estaban bien, quién no sintió «el vértigo de la incertidumbre» (‘Ahora, el instante 2’). Quien conoce a José Luis Zerón, sabe de su afición a dejar la ciudad atrás y salir al campo y las huertas cercanas. El poeta encuentra una naturaleza que ha comenzado a recuperar lo que fue suyo, donde cualquier construcción del hombre se convierte o convertirá en escombros, y que ve reproducida en él su ansia de devoración al observar el cerco a que someten los pequeños animales a otras especies más pequeñas o vulnerables: «La paz vaticina el festín» (‘Ritual’). Él podría parar con un gesto todo ese ritual, «Hay un dios en tu mirada» (‘Ab ovo’), pero deja hacer, al igual que un ser superior o «dios desconocido», pareciera permanecer inmutable ante la plaga e inconmovible al dolor y el espanto que genera. Toda esa primera parte está teñida de un regusto deletéreo, de revelación bíblica. La plaga, como la muerte, nos iguala socialmente. Podríamos decir, como Dylan Thomas, «Los muertos desnudos serán un solo muerto». La sensación de estar leyendo una revelación a manera de palimpsesto, se refuerza en aquellos poemas donde utiliza el versículo como una unidad con sentido autónomo. Esta parte posee una coherencia interna y temática hasta el punto de que podría formar en sí misma un solo y unitario poemario con el título de “Apolión”. La estructura bipartita del libro sugiere un viaje desde la noche y la intemperie hacia la luz, que solo en ocasiones llega a manifestarse, a través de fulgentes imágenes. Nótese en la intemperie, ese concepto-símbolo integrado en la poética zeroriana.
La segunda parte, “Xenía”, un término griego que entronca con el concepto de hospitalidad, es algo más extensa que la primera y contiene poemas de tono distinto. La luz es ya percibida, si bien lo es en forma de ocasionales claros en la tormenta. Ya en el poema ‘Kyrie Eleison’, hacia el final de la primera parte, el poeta ruega por un lugar seguro: «Invoco tu hospedaje, / dios desconocido, y te pido que fecundes / nuestro destino de olvidados». Encontramos también poemas como ‘La mirada del otro’ y ‘Con Ada en la azotea’ que no podrían faltar en una eventual recopilación de su cancionero amoroso. También hay poemas, en ambas partes, que inciden en el paso y los estragos del tiempo: «Ahora que en mi cuerpo brotan las primeras marcas / de la decadencia...» (‘Invocación’), «Canta lo nuevo de la vida / que pulsa para ser más vida en los estragos», «Canta otoñando la indigencia del invierno / que habrás de saludar sin derrota ni gloria» (‘De senectute’); «que la lepra no selle mi boca / ni la coartada de la ignorancia / ciegue mi lucidez», o el memento mori «Algo está vivo en esta soledad / y me susurra que no seré más» (‘Locus amoenus’). Con Hable la luz alcanza Zerón su plenitud poética y su plena consolidación como una de las voces más interesantes del panorama poético contemporáneo. El viaje desde las sombras en busca de la luz sería el tema medular del poemario que nos ocupa. La poética de Zerón entraña una concepción metafísica de la poesía, y en este sentido entronca con los románticos ingleses y alemanes como Wordsworth, Blake o Novalis, pero también con nuestro Claudio Rodríguez. Su tono elegíaco y cierta sensibilidad clásica, el lúcido equilibrio entre experiencia y creación, unido todo ello a un universo poético muy personal donde confluyen referencias judeocristianas y míticas dándoles un sentido actualizado, imprimen una sugestiva coherencia y una nota distintiva a su obra. Yo estoy convencido de que un poeta extraordinario como Juan Eduardo Cirlot, que sin embargo no creó escuela, tiene hoy en José Luis Zerón, y más que nunca, un legítimo heredero. EVA PALACIOS COSTERO. CUÁNTOS PÁJAROS HUIDOS (Eolas, León, 2024) por ALBERTO CUBERO VUELO SIN HUIDA Parece mentira. Todo sigue su curso. Así comienza el libro que nos convoca aquí esta tarde. Sí, todo sigue su curso. Efectivamente, la vida continúa fluyendo, con sus cabriolas, sus desmanes, con sus calles tajadas por el dolor, con la dignidad mendigando por las esquinas, con cuántas emociones percutiendo en latidos tan hermosos como pájaros huidos, como estos pájaros que ha creado Eva, que ha cincelado para nuestro deleite, pájaros que vuelan sobre los campos de la ambigüedad, de la contradicción, sobre las brasas de lo que no termina de arder y también sobre la extrañada sombra de cada individuo, cuando rinde cuentas frente a los espejos. Pájaros que cantan y cantan y cantan las muescas que forja el devenir, lo inaccesible de cada instante, lo que vamos perdiendo sin apenas cerciorarnos de ello, y lo hacen sin que su decir encuentre asiento, una suerte de música permanentemente suspendida de hilos invisibles, acaso de las voces de las mujeres sin piel y el pudor que aúlla bajo la tierra.
La autora ha levantado un refugio poblado de palabras, de corpúsculos de esperanza, un refugio en el que cabemos todos, cómo no, tan frágiles y vulnerables somos, ha escrito el nombre de los afectos y los efectos de su ausencia, ha escrito preguntas acerca de la lluvia metálica y preguntas sobre el metal que nos aborda por la escotadura del miedo. Hay tantos interrogantes en tu texto, querida poeta, no puede ser de otra manera, es de lo que disponemos para continuar avanzando, qué si no, la vida es quemar preguntas, dijo el gran Antonin Artaud, las respuestas son únicamente torpes hipótesis, certezas diluidas que nunca llegaron a serlo, si se me permite la paradoja, eso mismo, pájaros huidos que dejan huérfanos los labios y la comisura del deseo, ese sapo enloquecido que salta por entre los treinta y siete puntos cardinales. Dice la voz poética enjaular lo incierto en el latido de los lápices y uno se estremece ante la lucidez de tanta incertidumbre y no acaba de caer en la cuenta de en qué punto del camino perdimos el camino, en qué plano de la existencia se fracturaron los planos y es, precisa y felizmente, en ese punto, en esos planos donde se sitúa este enramado de significantes que Eva nos dona para aproximarnos en ellos y a través de ellos con lo que realmente somos. ¿Es esto posible, es posible tanta valentía? El conocimiento, del orden que se trate, es escucha, escucha honesta y atentísima. Podemos leer en el texto: cómo tejer la escucha si los senderos han sido quemados. ¿Entonces qué? ¿Por qué derroteros transita el ser humano? ¿Estamos dispuestos a revertir los páramos sombríos del viento? Hablábamos antes de corpúsculos de esperanza, que la autora va sembrando a lo largo del poemario. Leemos de nuevo en él: desaprendemos el invierno para ser de nuevo o bien porque buscas la torsión o jirones de luz que te re-construyan. Renacer a la incontinencia de la voz que nos susurra el secreto de esos ángulos del devenir por los que podemos emerger a una claridad de los pálpitos, también del pensamiento, y respirar. En este cuerpo simbólico que es Cuántos pájaros huidos, cada poro resulta una rendija que nos permite entrar y salir, dibujar en la pared de los tejidos el reverso de la luz y sus dobleces, trazar el amor que anida en su interior, esa rendija nos ofrece un tiempo y un espacio para saborear cada nueva visión, cada nueva intuición, la posibilidad de ser todo y nada, el niño sobre la rayuela, la rayuela sobre las aguas, la última luz de la tarde arañando una nostalgia, el mismísimo centro de esa nostalgia bailando sobre los signos crepusculares, nos ofrece la posibilidad de relacionar todo con todo y de sentirnos, exacta y brutalmente, parafraseando a Bernard Nöel, el resto de un viaje, un viaje verbal, imaginario, generador de realidad porque, como dice nuestra poeta, en nuestros cuerpos las palabras se han enredado. Eternamente. |
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