LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
FERNANDO BELTRÁN. LA CURACIÓN DEL MUNDO (Hiperión, Madrid, 2020) por MARIANO DOMINGO POESÍA PARA RESUCITAR A LOS VIVOS. LA EXPERIENCIA LÍMITE COMO OPORTUNIDAD DE VOLVER A VER Las cosas no serán la misma cosa, nosotros no seremos los mismos, los otros no serán ya los otros, el amor ya no será el amor, será sólo el amar, y será más. ‘Tacto’ La curación del mundo Fernando Beltrán A lo largo de su trayectoria como poeta, Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) ha abogado siempre por una poesía desde la experiencia, que la tuviera como punto de partida e hiciera de ella un trampolín para la expresión. Ahora bien, ¿cómo escribir a partir de la personalísima experiencia de haber padecido, en pleno siglo XXI, una enfermedad de alcances pandémicos?, ¿a qué imágenes recurrir con el fin de trascender el sentir singular de un sujeto extrañado, aislado, desasido, para encontrar una expresión verdaderamente colectiva, verdaderamente humana?, ¿cuáles son los medios propicios para encauzar, resignificar y luego compartir lo vivido durante el tránsito en solitario de una internación por covid prolongado? El autor, nacido en Oviedo pero radicado desde joven en Madrid, decide explorar un vez más la utilidad de la poesía, de la palabra poética, frente a las excepcionales condiciones de existencia actuales en su último volumen, La curación del mundo, Premio de Poesía Francisco de Quevedo 2021, distinción otorgada por el Ayuntamiento de Madrid por vez primera desde 2011. Beltrán, poeta, traductor, filántropo, creador de la fundación “El aula de las metáforas” y de la agencia “El nombre de las cosas”, es responsable de más de dos decenas de títulos de poesía, por los que ha sido galardonado en reiteradas ocasiones (entre ellas, el accésit del Premio Adonáis de Poesía en 1982 y el Premio de las Letras de Asturias en 2016). Su propuesta poética procuró, desde sus inicios, un paulatino corrimiento respecto de las tendencias culturalistas de los años setenta en pos de una poesía “entrometida”, con un poeta que se presenta como «incómodo testigo de lo que ocurre», según la definición de Sánchez Torre (2001: 12). En esta nueva entrega, Beltrán, testigo directo de la realidad agobiante de la enfermedad, encuentra en la poesía una oportunidad, lo mismo que un medio, para reflexionar más allá del presente inmediato y exorcizar así un miedo que se tematiza ya desde las palabras de Rainer Maria Rilke elegidas a modo de epígrafe: «He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado durante toda la noche, y he escrito». La curación del mundo, maquetado, impreso y encuadernado por primera vez durante «el otoño del difícil año 2020», según se indica en la nota de impresión, está conformado por veinticinco poemas. A ellos se añade “La cara oculta del poema”, apartado final que Beltrán aprovecha para leer en el reverso de sus textos, comentarlos, dar gracias a enfermeras y amigos, así como para destacar la importancia en su vida de Marta y Lucía, sus hijas. Por último, elige dedicar allí el volumen «para ti», apelación a un otro, a un lector como interlocutor al que tiende recurrentemente el poeta, al que, declara, su poesía debe alcanzar, abrigar, conmover (1). Los dos textos con los que se inaugura el volumen presentan a la voz poética en extremos opuestos frente al umbral de una experiencia de tenor metafísico como la enfermedad. ‘La jerarquía del ángel’, el primero de ellos, se abre ya con un verso a modo de sentencia: «A la naturaleza le da igual que mueras o no mueras». (2020: 9). A esa tremenda línea inicial, reiterada en varias ocasiones, Beltrán le concatena otras: «Todo sigue». (9), «Todo en su sitio» (9), «Todo tiene sentido cuando se pierde. / Cuando ya nada es tuyo, pero aún es contigo» (11), sintagmas que al repetirse dan cuenta de cómo, frente a la posibilidad de cambio brusco que es esencia de la fragilidad humana todo lo demás mantiene, impasible, su curso. Si aquí prima la pasividad del sujeto frente a la inevitable continuidad del resto de las cosas, en ‘Alpe d’Huez’ se opera un cambio evidente. El título reenvía no solo a uno de los más reconocidos ascensos del Tour de Francia sino a la figura misma del ciclista en su esfuerzo, un esfuerzo análogo al del paciente por respirar, una de las metáforas que el propio poeta admite fundamentales en su proceso de recuperación. Porque he aquí una clave de lectura insoslayable para La curación del mundo: el trabajo de Beltrán a partir de ciertas imágenes a las que acudió como forma de resistencia durante los primeros días de internación. Ciclistas, ángeles, aves, trenes, mares, surgen con frecuencia a lo largo del poemario en tanto que símbolos de un movimiento, de una libertad y de un reencuentro que el sujeto internado anhela. La realidad de la vida hospitalaria se filtra en textos como ‘Tacto’, ‘La paciencia del cobre’, ‘Penúltimos deseos’, ‘Padre’, ‘La urgencia del perdón’ y ‘Puente de los franceses’ sin por ello apelar nunca a la representación cruda sino a través de ciertos signos sutiles por los cuales, desde la experiencia de la convalecencia, la voz gana lugar para la reflexión. Un roce de manos, un recuerdo que regresa, una imagen que llega desde la ventana, una conversación oída a medias son suficientes para activar la posibilidad de una digresión, de un desvío del pensamiento hacia otro lugar, tal vez más trascendente. El tiempo de la enfermedad funciona entonces como un resquicio espacio-temporal propicio para cavilar respecto del existir en sí mismo, el paso del tiempo y las relaciones humanas. En poemas como ‘El peso de la piedra’, ‘Malaria’, ‘Barranco’ y ‘Carne cruda’ la dicción llega incluso a adquirir tintes existencialistas, la expresión poética tematiza el dolor y la soledad a partir de la recurrente imagen de un terrible abismo y del despeñamiento como posibilidad latente. Beltrán aprovecha ese mismo resquicio en ciertos títulos (por ejemplo, ‘Solo de trompeta’, ‘La hojarasca’ y ‘Goya’) para detener la atención sobre el arte en sí mismo, sobre los modos particulares de significar, de conmover, que ponen a funcionar ya la literatura, ya la música o bien la pintura. Para indagar en relación al vínculo profundo entre la sensibilidad del hombre y el arte, la voz se sirve en estos y otros textos de la recuperación de autores diversos (César Vallejo, Rudyard Kipling, Luis Cernuda, Gabriel García Márquez, Sylvia Plath), lo mismo que de singles de jazz y cuadros de icónicos pintores españoles. A ellos se suman, por último, poemas en los que prima otra clase de reflexión, la que tiene como objeto central a la poesía y, consecuentemente, al oficio de poeta. En este sentido, ‘Agosto 2020’ supone un momento clave del poemario, por representar la instancia más potente de tematización de la convalecencia y el sufrimiento del artista producto de la inacción a la que está obligado. El precipicio que lo separa de su hacer se demuestra análogo al que se interpone entre el ser y los demás individuos en la realidad desnaturalizada de la internación: «La distancia le puede. / Sin tocar no encuentra. / No sabe trabajar / a dos metros inmensos de su obra». (2020: 72). En ‘Perdimos la palabra’, aquel texto de 1987 que Beltrán publicara a modo de manifiesto en el diario El País, se lee: La poesía, vuelta la vista hacia el entorno, la biografía y la experiencia propia, ha regresado, recuperando el latir existencial y la compleja estética de lo sencillo; rehabilitando al verso como vaso comunicante que devuelve soñador, lírico y transformado a sus fuentes de inspiración el material en agraz que la contemplación y pensamiento del poeta les había arrebatado. Un vitalismo que descubre que la felicidad, la tristeza y la metáfora viajan sentadas a menudo en ese autobús al que nunca habíamos prestado demasiada atención. (1987: s/p) Casi treinta y cinco años después, en La curación del mundo, el poeta ha elegido replicar ese gesto inicial, es decir, volver la vista en dirección a la vivencia propia del sujeto como materia y motor insustituible para la praxis poética, más aún ante la experiencia límite de una crisis pandémica que Beltrán mismo ha padecido personalmente. Por su parte, la metáfora, pasajera devenida en vehículo, como recurso en el más amplio sentido de la palabra, cumple ahora una función doble para el autor. Lo que durante su enfermedad operara en tanto que método último de resistencia se ofrece en el poemario como vía de escape, de reconversión de lo experimentado en palabra nueva, merecedora de ser compartida con el lector, palabra que tienda un ‘Puente hacia ti’ (2020: 79), como dicta el verso final de ‘Puente de los franceses’, último poema del volumen, que Beltrán escribe en el mismo día de su alta clínica. (1) En ‘Perdimos la palabra’, uno de los manifiestos poéticos de Beltrán, el autor plantea lo siguiente respecto de la centralidad de ese otro cercano al que ha de dirigirse la poesía: «Innumerables sentencias definieron históricamente el verbo poesía. Es, sin embargo, la más breve de entre ellas la que mejor desvela los puntos suspensivos de esa verdad última. Poesía eres tú: la pregunta que nos llega desde el tú fluido y múltiple que nos rodea; la respuesta que ese mismo tuteo con el mundo nos proporciona a cada hora, instante o acontecer que acierta a deambular ante el avizor sentido del ser, escritor o lector, poeta». (Beltrán, 1987: s/p)
Bibliografía —Beltrán, Fernando. (1987). “Perdimos la palabra”. Cultura. El País. Disponible en https://elpais.com/diario/1987/02/07/cultura/539650803_850215.html —Sánchez Torre, Leopoldo. (2001). “El porqué de los trenes. Notas sobre la poesía de Fernando Beltrán”. El hombre de la calle. Granada: Diputación de Granada.
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JOSÉ ÁNGEL GARCÍA CABALLERO. EL JARRÓN ROTO (Hiperión, Madrid, 2019) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Existe una técnica japonesa de restauración de cerámica que, lejos de querer esconder el daño en las piezas, lo embellece y visibiliza con resina y polvo de oro o plata. Es una rehabilitación que valora más la historia que hay detrás de la pieza dañada, el daño que enriquece el objeto dotándolo de vida y que no esconde las cicatrices sino que las expone más todavía, como medallas. El título de este libro me ha recordado esas restauraciones, aunque en principio nada tenga que ver, como también me ha recordado la imagen de Atenea Pensativa que ilustra la portada los trabajos arqueológicos y viajes que por distintos motivos me han acercado últimamente a la arqueología y a la cultura griega y romana. Grecia, y no Japón, es el eje de este libro de José Ángel García Caballero. La figura dibujada de un relieve del Museo de la Acrópolis nos vuelve a encaminar hacia la cuna literaria y cultural de Europa, hacia el paisaje mediterráneo y sus referencias clásicas. Basta con mirar el catálogo de Hiperión, por citar a la editorial del libro, y otras que seguro vienen rápido a la mente, para darse cuenta de que nunca hemos dejado de lado una herencia intelectual y real excepto cuando una Europa económica y cruel ha maltratado injustamente al país que mantiene nombre y territorio. Todo sigue tan vivo como ha estado siempre en la literatura mediterránea y anglosajona, pero a veces todo parece un jarrón roto, sólo un jarrón roto. El amor que sentimos por la historia y la cultura que nos ha formado nos exige la necesidad de dar pie firme a nuestros hechos. José Ángel García Caballero crea una tensión necesaria entre lo cotidiano y el mundo clásico y entre éste y su paternidad. Y también nos exige atención al viaje y a la ciudad, porque “ellos” eran la ciudad y el viaje. Construimos inevitablemente la vida en relación a la memoria, sea ésta real o no, bien por ser adquirida o por pura mentira literaria, pero poner señales en nuestro recorrido que nos unan con lo que fue un pasado magnífico hace que actualicemos los temas clásicos vistos y leídos desde lo cotidiano, desde la casa que habitamos. El primer poema utiliza palabras que son marcas de vuelo de la lectura de las tres secciones en que se divide el libro: pedazos, relatos, fronteras, mar, ciudades, dedos infantiles, fragmentos, vasija vieja, eco. Un fragmento: Los dedos infantiles de la historia engarzan mis fragmentos. Será vasija vieja o búcaro de aliento, el cuarto de reposo de su eco quebradizo. [‘Piezas sueltas’] Es importante la estructura del libro, en tres secciones, como son importantes los títulos y las citas que los acompañan. La primera sección se titula “Al final de esta frase”, y está tomado de la perfecta cita de Dereck Walcott, «At the end of this sentence, rain will begin», autor cuya obra más conocida es Omeros, libro de referencias clásicas actualizadas. Es la casa el entorno de los poemas, donde no dejan de aparecer esas palabras necesarias que construyen la continuidad del libro, los nombres de lo real desde lo cotidiano que pasea por la casa, el trabajo o las calles de la ciudad que habitamos, pero desde ahí con la meta del viaje. Desde la casa habitamos el mundo y extendemos los hilos necesarios hacia la literatura, la calle y el trabajo, todo con referencias, pinceladas, palabras, poemas que anuncian tanto lo pasado como lo futuro: «folclore antiguo mirándonos adentro», «recordándonos esa noche, aquella idea de volar a Grecia»... ... Recuerdo bien las fechas, soy capaz de crear calendarios de instantes llamativos: pequeños y grandes sobresaltos de mi relación íntima con el mundo y sus calles. [‘Aniversario’] Anunciado viaje a Grecia que ocurre en la segunda sección, la que comparte título con el libro, y que es la más centrada en el mundo clásico, mundo clásico que aparece como contraposición al presente, en un ejercicio crítico de gran observador en el que los temas de la pérdida, la emigración trágica, los héroes cotidianos, la ruina en los museos, las estatuas, se presentan tras la cita de Mario Sa Carneiro extraída de su poema ‘Estatua falsa’ «sou templo prestes a ruir sem deus». Y es esta idea del silencio de los dioses la que abre esta parte del libro ante la observación de la ruina, el escombro convertido en ruina en los museos para que nos hable:
... Han callado los dioses lo sé porque hablan las piezas sueltas del lécito tras la vitrina, ellas que rozaron aires aromáticos son ahora palabras de aquellos invocados, ... [‘El silencio de los dioses’] Melancolía en las piezas de los museos y los restos arqueológicos que cantan a lo ido, como la puerta del templo de Apolo en Naxos, pero que «todavía sostienen el lamento de Ariadna» a los dioses silenciosos ya, que sin embargo nos llevan al hoy y a los héroes actuales que viajan en metro y que vienen del exilio, que cruzan un Mediterráneo que les es esquivo y que vemos en nuestros televisores, que nos recuerdan que todo aquello fue verdad, pero que es otra verdad ahora; todo recogido en el cuadro de la ciudad, la cultura que construyó la ciudad como escenario de todo lo que de creación fue posible. Siguen los nombres marcando el camino hasta ‘Europa’, el último poema de la sección: He leído tu historia, por eso reconozco tu rostro en el vagón, pero no sé tu nombre ... La vuelta de la Grecia visitada da paso a la paternidad en la última parte del libro “Algunas hojas verdes” (Machado y la memoria en la cita) y de vuelta a esas palabras que nos unen todo de manera inteligente: viento, mar, barco, ciudad, palabras que relacionan las tres secciones, que nos siguen llevando y teniendo presente el origen personal e histórico. Aquí están las fechas, los ocho poemas para Melina, donde aparece Grecia llorando, los viajes y las ciudades, los idiomas y las calles. Desde el pasado se lee el presente y se avista el futuro. Una lectura limpia de adjetivos, un lenguaje esencial en todo pero perfecto en su cometido de hacernos ver lo vital y las relaciones de la memoria con la terca realidad. Una estructura que nos lleva a la identificación desde los más cotidiano a al mundo clásico sin excesos culturalistas y con un sentido crítico de lo observado. Y, volviendo al principio, me da por pensar que sí venía a cuento lo del kintsugi, que José Ángel García Caballero ha conseguido mirar con atención las piezas rotas de los objetos y de su historia, y que ese jarrón del que nos canta sus grietas y cicatrices ha conseguido restaurarlo con polvo de oro. Magnífico libro y merecido premio «València» de la Institució Alfons El Magnànim. Esta semana Grecia vuelve a llorar, Melina. Hay pueblos, mi pequeña que siempre están de vuelta hacia su patria y tú lo sabrás pronto, porque tocarás pronto el mar y mirarás. Tranquila y expectante, tú que querrás ser barco, comprenderás el llanto de los griegos. Ahora que ya empiezas a escuchar, percibirás en breve esos acordes que buscan sosegar el viento del regreso. Como una nana que, en voz baja, rescata la belleza de los días. Como un sueño calmado que evoca la belleza de los viajes cantados por la noche. [‘Ocho poemas a Melina III’] ARIADNA G. GARCÍA. CIUDAD SUMERGIDA (Hiperión, Madrid, 2018) por PEDRO GARCÍA CUETO La ya prestigiosa Ariadna G. García nos deslumbra con una poesía serena y hermosa donde conviven paisajes, miradas, afectos y nostalgias.
El libro está dedicado a sus hijos, pero también hay un claro homenaje a sus abuelos, a quienes dedica ‘Devenir’: «Para protegernos de las ausencias / encendemos un fuego en medio de la nieve. / La familia es resguardo, / memoria compartida, / temblor que en el silencio abre ventanas». Ese fuego es el poso que alumbra esta mirada, la de la herencia. Si está en medio de la nieve aún significa más, es lumbre y llama en medio de una blancura fría, es calor en medio del tiempo yerto. Que la familia sea memoria compartida es cierto, porque es en ese espacio donde nombramos a los que hemos querido. Cuando acaba el poema dedicado a su abuela Concha, ya sabemos que los hilos del corazón resisten a las embestidas del tiempo: «Las ráfagas de nieve dan brochazos / feroces. / Aúlla el viento. / Pero el fuego / resiste». Para Ariadna ese fuego poderoso del amor se convierte en incendio que vuelve ante la oquedad de la vida, ante la frialdad de las cosas, ante ese dolor que arrasa todo a su paso. En “Memoria” vuelve esa herencia, cuando le dice a su abuelo Jesús que todo es legado, somos eslabones que permanecen: «Voy siguiendo tus pasos / por el bosque nevado, / hundo mis botas / dentro de mis huellas. Miro hacia atrás: / No hay nadie. / Pero sé que algún día / otras piernas menudas, / sin esfuerzo, / me seguirán el paso». El tiempo que no muere, que nos pertenece, ese con el que convivimos, ese pasado que se hace presente cuando lo evocamos y ese futuro que se intuye y que unirá a los que ya no están con aquellos que nos seguirán. Hay en los poemas de Ariadna una serenidad, una calma, una búsqueda de ese eslabón que nos une en la cadena del tiempo. La nieve, de nuevo, clara metáfora de esa vida que es como una página en blanco que debemos de llenar, como nos recordaba Jaime Siles en Pasos en la nieve. En “Origen” hay una invocación, cuando dice a sus seres queridos: «Sé que os hablo y me oís. Necesito creerlo / En este abismo helado que nos acecha, insomne. / No lo puedo evitar. Late en mí la certeza / de que ya estáis viajando al ser que seréis». Esa transformación de lo que ya no es cuerpo en materia, esa forma de invocar a los seres idos, envueltos ya en un paisaje nuevo, lejos ya del «abismo helado que nos acecha», ese tiempo que nos anula, el sinsentido de una vida que conduce al morir. Y en el apartado “Tierra” me conmueve el poema número VI, cuando la poeta sabe que somos, existimos, dejamos una estela en el firmamento, una huella en la playa, un destello en las sombras que nos persiguen: «encarnamos un ser. / Existimos / Y nuestro amor es posible / pese a las sotanas que enlodan el suelo, / pese a la publicidad que solo arroja luz / hacia un calvero del bosque, / pese al gusano de la intransigencia, / y al malecón del odio». Todo es adversidad, enemigos latentes que nos persiguen, pero poderosos, como una llama, alumbramos con nuestra fe en el hecho de estar en el mundo. Hay tantos que censuran, que niegan, que odian y envenenan todo que la existencia puede ser un calvario, aunque resistimos, como dice Ariadna, el envite de la maldad. Un día no estaremos, pero habrá algo que queda, nuestros hijos; estos serán un espejo nuestro: «Este cielo de luz suave / nos conoce / y cuando ya no estemos / distinguirá en la tierra a nuestros hijos. / Somos parte de ellos, y al revés». Vivimos en una ciudad sumergida, donde veremos a los seres que hemos amado, siendo ya ellos y nosotros todo un ser para la eternidad. DAVID LÓPEZ SANDOVAL. CUENTA ATRÁS (Hiperión, Madrid, 2018) por PENCHO LÓPEZ Dos deberes tiene todo verso, dice el poeta: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente como la cercanía del mar. Y si ese verso, además, trasciende la palabra desde la intimidad, fijándola en el tiempo, tornándola vida, estamos ante el nacimiento de un poema. He aquí, querido lector, una obra minuciosa, sincera y reveladora. He aquí una invitación a adentrarnos en el singular universo de un hombre que deambula, atraído por el vértigo, sobre la cuerda floja. He aquí una cuenta atrás que nos marca, inexorable, el camino hacia el vacío. Y ante ese vacío ¿a qué nos podemos aferrar? El poeta no vende quimeras y se agarra a la luz como único asidero, una luz que triunfe sobre el insomnio y las sombras, que nos devuelva a la infancia y nos muestre el brillo de las cosas diminutas, una luz que nos haga sentir que estamos en el lugar exacto y el momento justo de la vida, aunque todo eso sea inalcanzable. Así se nos muestra Cuenta atrás, magnífico poemario de David López Sandoval, en el que sus versos ejercen de “Paráclito” para consolarnos y mostrarnos que la lucha por empujar la roca hasta la cima es una suerte de felicidad suficiente para colmar el corazón de un hombre. Es este libro, en mi opinión, una firme y convencida declaración a favor de la vida. A través del balanceo sobre el alambre, el poeta reafirma su voluntad de existir, abordando temas como el suicidio, como los dedicados a Sylvia Path y Dora Carrington (una imagen contundente de la más poderosa voluntad de vivir); la infancia, como la isla donde habita nuestro más preciado tesoro (un sueño suave como el niño que eras), un deseo inquebrantable por eternizar el instante preciso, haciéndolo verso (para aferrarte a algo y darte cuenta / de que no necesitas ser un héroe / para irte como uno de los grandes) y la reivindicación, con un delicado toque de haiku, de las cosas sencillas y pequeñas, que solo brillan para los ojos que las saben mirar (y de pronto sucede: un carricero / aparece y se posa sobre el agua / y las ondas se expanden suavemente). Hay huellas de Stevenson y de Cernuda. Los terribles espejos y la rosa inagotable de Borges se intuyen en el poemario. Hay diálogos con Kavafis, Gil de Biedma y con el mismísimo Heráclito. Astérix y Tintín conviven sin desentonar con Mozart y Keats. Se escuchan ecos generacionales en la voz de Pink… Permítaseme destacar el sincero homenaje al maestro José Perona en ‘Humaniora’:
¿Qué será de nosotros, quién querrá mirarnos por encima de las gafas. ¿Quién nos recordará de dónde somos, de qué extraña materia estamos hechos? Y un poema perturbador por su despiadada sinceridad: ‘Sal del cesto’. Aunque, si tengo que elegir, me quedo con los cinco magníficos sonetos y los dos romancillos ‘Limerencia’ y ‘Del insomnio’, donde David muestra su dominio absoluto de los versos clásicos, actualizándolos con maravillosa naturalidad. Toda cuenta atrás genera vértigo y desasosiego. Atrévete, lector, a deambular por la cuerda floja. Adéntrate en estos versos y tal vez te suceda como a mí y sientas cómo la voz del poeta se vuelve una sola con la mía, con la tuya, con la de todos. Cómo más allá de los tópicos, más allá del verso, más allá de la Musa, hay algo que nos empuja a seguir adelante, desafiando el vértigo, desafiando incluso el instante donde se consuma el acto más humano: nuestra muerte. Tal vez te preguntes: ¿De tan escaso combustible es capaz de arder la llama? Atrévete a leer a un poeta “que es valiente, que se ofrece y tiene algo que ofrecer”, a un poeta que reivindica la vida hasta sus últimas consecuencias, por encima incluso del arte, a un poeta que te invita “a quemar toda tu obra” y recomenzar, a partir del cero que culmina la Cuenta atrás. |
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