ALBERTO CHESSA. UN ÁRBOL EN OTROS (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2019)
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ÓLIVER GUERRERO. DIARIO APÓCRIFO DE YURI GAGARIN Y OTROS RELATOS (Huerga y Fierro, Madrid, 2016) por ALBERTO CHESSA TODO ES LITERATURA (O LO QUE YO TE DIGA) No es fácil que un autor novel te deje tiritando tras cerrar su primer libro. No, no lo es. (...Que no). A pesar de los cien mil hijos de San Genio que cada sábado maldicen las leyes del mercado porque no ocupan la portada del Babelia su despampanante primera novela, su babilónico poemario inicial o su mirífico volumen de relatos con el que se han dado a conocer (es un decir), el buen ejercicio de las letras ha de ser por fuerza —y por fortuna— una tarea exclusiva de unos pocos. Entre ellos, a nadie que lea el libro que hoy comentamos le podrá caber duda alguna de que se encuentra Óliver Guerrero (Madrid, 1980). Y eso que ni ha salido en el Babelia ni saldrá, que el mercado aquel es un pedazo de cabrón. Diario apócrifo de Yuri Gagarin y otros relatos, que acaba de publicar Huerga y Fierro, es un conjunto de cinco piezas narrativas de desigual extensión, abanderadas por la que, con toda justicia, da título al volumen y que, por su alcance y longitud, debemos considerar casi una nouvelle. Cada cuento transcurre en un enclave geográfico diferente (Marrakech, Moscú, Venecia, Ámsterdam y Madrid), configurando así un verdadero mapamundi literario. Por supuesto, se trata de relatos de viajes entendido el sintagma de la forma más lata posible. Y eso significa lo que ya sabemos que significa. Y, por supuesto, no voy a entrar en esa enojosa (para la inteligencia del respetable) puntualización sobre lo que hay de iniciático y mayéutico en cualquier viaje somático que se precie. Y, además, que ya me estoy cansando de este párrafo. Porque hay que ser muy zonzo para lanzarse a definir Diario apócrifo de Yuri Gagarin y otros relatos y hacerlo solo acompañado de la preceptiva literaria. Es que todos los relatos son homodiegéticos, magister... Pues claro, Filologín. ¿No has visto que a Óliver Guerrero lo que le interesa no es la omnisciencia del narrador sino, bien al contrario, la narración desde una omnisciencia egocéntrica, perturbada, sesgada, misántropa y sociópata? Tú vuelve a importunarme con obviedades como esa y te hago leerte cinco veces seguidas la Gramática histórica de Menéndez Pidal. Así que voy a ensayar otra exposición de qué cosa sea “el” Gagarin. Veamos... Esto... Un segundo, que voy a coger mi ejemplar dedicado. Ya (un segundo, no mentía). ¡Pero si todo es literatura en este libro! Y todo es todo: el título, la ¿información? de la contracubierta, la ¿biografía? de la solapa, la ¿dedicatoria? preliminar (la impresa, no la manuscrita en mi ejemplar..., que también) y así hasta alcanzar cada letra de cada línea de cada relato. Todo es un canto a la literatura y un canto rodado de literatura. Todo es (y no solo le rest) Literatura. Lo cual implica muchas cosas, claro está. La primera de todas, el éxtasis del lector ante una obra que no puede andar más lejos del verismo ramplón expresado con un léxico de guásap estirado. Guerrero nos desafía a cada paso con construcciones que tienen tanto de visual como de literario y que parecen reivindicar su condición de herederas de lo que propugnaba Apollinaire en Alcoholes o de ese monumento a lo lúdico que levantaron en su taller aquellos ingenios del Oulipo. Me refiero a los neologismos por acumulación de vocablos, las mayúsculas impresionistas, el baile con la tipografía, la puntuación voluble, el tachado inaudito... La escritura en libertad de Guerrero, su gusto por la experimentación, su amor (fou) por el lenguaje, su empeño en dar con un estilo tan sandunguero como vacunado de frivolidad (o al revés: con cuajo pero sin losa) le permiten meterle mano al texto a su entero gusto (y disposición). Lo mismo ocurre con ese cruce de géneros permanente que, contra todo pronóstico, autoriza la intrusión de, sin ir más lejos, una pieza dramática en el devenir de una narración. O con las apelaciones directas y (perdón, Filologín) metaliterarias al lector. O con aquella fascinación en brecha con la repulsión (si es que acaso no vengan a ser lo mismo) por el sexo desmedido, lúbrico, sádico y tiránico. O con la recurrente intromisión de lo onírico sin que eso suponga disolver la continuidad de lo que se está contando ni predisponer al lector a que se va a encarar (¡y hasta se va a enterar!) con unos párrafos de insondable cariz surreal. O con la cita continua y en continua reformulación (mi preferida: «Los monstruos cuando sueñan tienen razón»). O, en fin —sin fin—, con esa prosa volcánica, bulímica, irrefrenable, ese ritmo desaforado, endemoniado y vertiginoso, algo así como un dripping de palabras puesto al servicio de unas descripciones sinestésicas, campanudas (mi predilecta: «y comienza de repente a hablar, con un carraspeo, como un vinilo con la aguja partida») y unos diálogos (y monólogos) trepidantes, que cosen con pulso los pespuntes de unas peripecias muy bien esbozadas, mejor retardadas y magistralmente rematadas. Vamos, lo que se dice, lo que yo mismo decía hace un momento (y hasta viene a decir diciéndolo el título de esta reseña), y tú, lector cruel, no me creías: que todo es literatura. O Literatura. O lItErAtUrA. Y si a alguien aún se le retuerce el colmillo por esto que afirmo, lo mando directamente a la página 169 del libro, donde empieza la segunda parte —«Ensayo»— del quinto y último relato, «Minotauros», una suerte de reflexión sobre la escritura a modo de embestida feroz (y táurica) que es de lectura obligada... Tanto, que la voy a volver a leer. Ahora vuelvo. ...Ya estoy aquí otra vez. Pero me marcho enseguida, lector cruel. Venga, no seas berzotas y déjame que te lea unas líneas canónicas de la página 40: «La vida se basa en mentiras que te crees y en verdades que no te crees. Al final todo es verdad. Tu verdad». ¿Y sabes por qué te acabo de leer esto? Pues porque sé que en el fondo te encantan las anécdotas históricas que beben de una fuente tan apócrifa como verídica, tipo sir Walter Raleigh determinando el peso del humo o —se me ocurre de pronto— el cosmonauta Yuri Gagarin revelándole a la humanidad que allá en las alturas no se veía a ningún Dios. Y mira lo que te digo: estás de enhorabuena, porque ahí es donde la literatura de Óliver cobra un brío extraordinario, créeme. Y por ahí se entiende el retrato psicológico de una serie de suplantadores, el empeño pigmaliónico por embozarse en otro, quizá porque la identidad es algo tan cambiante como un rostro en el transcurso de la vida, y sucede que lo segundo lo tenemos asumido pero lo primero no. Así que, a riesgo de volver a ponerme preceptivo (y de tener que leerme como expiación la Gramática histórica menendezpidaliana cinco veces cinco), resumiré para concluir cuáles son los dos pilares de la literatura guerreriana, léanse: el trampantojo en el que la verdad miente y la mentira puede (o no) decir verdad; y los cristales rotos del espejo en los que se siguen reflejando (como en La llave del campo de Magritte) las esquirlas de una personalidad escindida, de una identidad maltrecha y en vías de una dudosa reconstrucción. He dicho.
Y dicho y hecho, abrocho: Diario apócrifo de Yuri Gagarin y otros relatos es una pieza maestra de lo que ha venido ya detrás de la posmodernidad, eso que a lo mejor, si nos equivocamos de puerta y acertamos al entrar, desemboca en una modernidad a secas y a resguardo de modas. Y ahora, a leer se ha dicho. |
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