LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
AURORA SAURA. AVIVAR EL FUEGO (Renacimiento, Sevilla, 2018) por NATALIA CARBAJOSA La publicación de una antología de poesía siempre es motivo de celebración porque les da una nueva vida a libros publicados en el pasado que, por la propia dinámica del mercado (y esto vale tanto para las pequeñas como para las grandes editoriales) son imposibles de encontrar. En esta ocasión, además, el hecho de que Avivar el fuego, de Aurora Saura, haya aparecido en una editorial no precisamente menor, como es Renacimiento, supone una doble alegría, y por ello celebramos este “renacimiento” como una magnífica noticia. Ofreceré un breve mapa de lectura que pueda ser de utilidad a quienes se acerquen a este esta espléndida antología. Para ello, comenzaré repasando los temas y características generales en la poesía de Aurora Saura, para después detenerme en cada libro. La antología contiene una selección de poemas de sus cuatro libros publicados entre 1986 y 2012: Las horas, De qué árbol, Retratos de interior y Si tocamos la tierra, más la reciente plaquette de haikus Mediterráneo en versos orientales y una sección final de poemas inéditos. Poco más de cien páginas para quien, pausadamente pero con firmeza, escribe desde la infancia y, más importante aún, se considera ante todo lectora. Una autora que ha sabido intercalar la escritura entre el resto de facetas de su día a día sin renunciar a las interrupciones que la vida impone, entendiendo con toda claridad que el poeta es una especie de trabajador “fijo discontinuo” que se halla siempre alerta, pero que en ningún caso fuerza la llamada de la inspiración ni pasa por el mundo de espaldas a la realidad. De la poesía de Aurora Saura se ha destacado, y ella misma lo confirma, su introspección, contención y melancolía, entre otros aspectos. Poesía clásica en el tono y en los temas a la manera horaciana y machadiana, por su atención al paso del tiempo; también por su deseo de fijar ese momento de belleza y verdad sublimes, a la manera de Keats; poesía que busca la moral en la estética, tal como ha aprendido de Camus y de Cortázar (muchos grandes poetas coinciden en que la visión ética es inherente a la imaginación poética, y no un añadido); poesía que, huyendo de la estridencia, conoce no obstante la extrañeza y la locura expresadas por Rilke y Hölderlin; poesía que sabe que todo lo que se afirma en un poema es absolutamente cierto y absolutamente contradictorio, a decir de Pessoa y Pavese; poesía del mirar, de la contemplación entendida como participación, que defendía Claudio Rodríguez; poesía del despojamiento del “yo” en los haikus, que transforma la obsesión occidental del sujeto que nombra en la levedad oriental del movimiento y la relación entre las cosas; poesía hecha no de grandes momentos sino de esos rasguños casi imperceptibles de la vida que, en palabras del poeta Tomás Sánchez Santiago, crecen sin permiso y acaban pergeñando eso que llamamos “personalidad”: «sólo pasado el tiempo es cuando caemos en que lo imperceptible tiene a menudo más peso y profundidad que aquello en lo que habíamos creído con supuesta convicción duradera». De esto último habla el poema, contundente en su brevedad, ‘Olvido’, a propósito de unos dátiles que caen al suelo: Nadie os mira ni os salva, el que pasa no advierte cuánta riqueza se pierde, callada, inútilmente, cada día. Menos evidente quizá que las características citadas, aun con el precedente expreso de los heterónimos de Pessoa, es la capacidad de la poeta de reconocerse múltiple, como esa casa abierta con infinitos huéspedes entrando y saliendo que es, para Czeslaw Milosz, el poeta. En el caso de Aurora Saura, es el “yo” quien se aventura fuera de su propia casa para, con la premeditación y alevosía que otorga la imaginación, allanar otras moradas: Supón, en fin —tal vez ya suponiendo demasiado-- que voy viviendo en ti como si fuera parte tuya. Tú andando por ahí, y sin saberlo. Otro rasgo que, en nuestra opinión, la singulariza frente a sus autores de referencia, es su voluntad de conjugar tradición y ruptura, sin aspavientos pero con una fortaleza que convierte a cada poema en una suerte de declaración de principios. Así, un paisaje, una pintura o una pieza musical, actualizan la tradición en su manera particular de interiorizarlos. Otro tanto ocurre con la idea clásica del destino, tamizada por la lectura de Camus, es decir de la obediencia al mismo que practicaban los griegos. Por eso la poeta se pregunta: ¿Por qué disuadir al que desea arder en el fulgor de una querencia? Para concluir esta historia de una mariposa que avanza hacia la luz de este modo: Tal vez sólo el calor que la destruye la salva de sí misma. El topos de la edad de oro, por su parte, está formulado en otro poema en términos casi reivindicativos, leídos a la luz de los titulares de hoy, y sin embargo inequívocamente líricos: El mundo no tenía estos contornos ásperos, los árboles, las piedras y la arena no eran tan ajenos a nosotros […] Se podía recibir al que llegara sin preguntarle antes si era amigo o extranjero. Qué distinta esta alusión a un “entonces” mítico, un espacio-tiempo ilocalizable, de la del poema cultural y geográficamente bien definido que lleva por título ‘Lager’, dedicado a Primo Levi. Especialmente significativo, en esta reescritura de la tradición, resulta el lugar de las mujeres en la misma, con las alusiones a su falta de voz o a la ausencia de referentes intelectuales femeninos. En el poema ‘Entre las mujeres’, elocuentemente subtitulado “sueño”, aflora este asunto en forma de imágenes yuxtapuestas de momentos históricos distintos, unidos por un mismo sujeto en primera persona. El efecto es ágil y contundente al mismo tiempo (esperamos que lo lea la propia autora porque si se lee nada más que una parte, se pierde la magia). Un tema reciente, deudor de la curiosidad de Aurora Saura por la ciencia y de las fabulosas metáforas que ésta nos brinda, y abordado como un todo dentro de la imaginación humana, nos lo presenta el poema ‘Física (y química) elemental’. Dicho poema imita a la perfección la secuencia tesis/antítesis/síntesis, y de paso nos recuerda que la poesía, por su condensación extrema, es un modo de conocimiento especial, un fogonazo esclarecedor a medio camino entre la ciencia y la filosofía, sin más herramienta que el lenguaje hecho ritmo. Avivar el fuego es un título más que coherente para un libro que, como hemos dicho al principio, supone en realidad un renacer, remover el rescoldo de lo que acaso parecía apagado y no obstante seguía crepitando. El primero de los títulos, Las horas, es una referencia más que explícita al paso del tiempo e, indirectamente, a esos libros de horas que ajustaban el vivir a los ritos y oraciones cristianas. No por casualidad, leer y escribir poesía es una clase de oración, de meditación si se quiere. Modula nuestro paso por el mundo en función de un calendario interior, celebra sus propios ritos y señala sus propias fechas. Se habla de momentos del día y de estaciones, en poemas como ‘Rosa’ y ‘Olvido’, como si el tiempo fuera la única casa posible que habitar, el único templo. De qué árbol es un libro más luminoso, lúdico y variado, también más sensual. Aunque la voz poética de Aurora Saura es sobria y certera desde el principio, acaso porque no tuvo prisa en publicar ningún libro de juventud arrebatada del que arrepentirse después, aquí los diálogos con figuras como Cortázar o Gil de Biedma revelan una soltura estilística y una confianza en la propia voz mucho mayor. El título, tomado de Basho, subraya la esencia misma de la poesía: como la alondra de Shelley, a la que no vemos porque vuela demasiado alto pero cuyo canto podemos escuchar, el perfume del árbol sin identificar de Basho es el resto indecible que queda tras descubrir que la poesía es, precisamente, lo que nunca se puede decir del todo.
Retratos de interior, hermanado con el concepto de “cuarto de atrás” de Carmen Martín Gaite, hace referencia a la vez a un espacio mental (la introspección) y físico (la necesidad de esa habitación propia desde la que proyectar la voz creadora). Desde ese interior real y metafórico, se alternan poemas de clara intención literaria (‘Joven diosa en el museo británico’) con otros de corte social, urdidos siempre desde lo pequeño y lo cotidiano (‘Niños de la ciudad en guerra’). Si el primero es un ejemplo de poesía ecfrástica (ut pictura poesis), el segundo, por su plasticidad, parece justo lo contrario: un poema que, en su sobrio e implacable decir, se convierte en pura imagen, esto es, en el pathos de una imagen indeleble. Si tocamos la tierra recuerda a aquel libro anterior, De qué árbol. Árbol y tierra funcionan como arquetipos por cuanto pueden referirse tanto a lo concreto como a las coordenadas universales del espacio que habitamos. Aunque no ha cambiado el tono respecto a los otros libros, algunos de los títulos de los poemas (‘Destino’, ‘Eternidad’), sí delatan una mayor preocupación metafísica, apoyada en los elementos de siempre (pintura, música, paisaje), por reflexionar sobre las tres o cuatro incógnitas fundamentales de la existencia. Mediterráneo en versos orientales es un apropiado resumen de lo que puede significar el haiku en un lugar tan cargado de connotaciones culturales de otra índole. Aurora Saura asume el reto y lo resuelve con veracidad, pues a menudo los practicantes occidentales del haiku, poetas incluso célebres en otros estilos, se quedan sólo con la parte del cómputo de sílabas y pasan por alto la manera particular de asomarse al mundo que esta estrofa conlleva. En cuanto a la sección titulada “Poemas últimos”, que podría constituir en sí misma un libro independiente, lamentamos que no lleve otro título porque hubiéramos apostado con la autora a que éste haría referencia de un modo u otro a esa casa, a veces hecha de tiempo y a veces de espacio real o mítico, que ella ha ido llenando de palabras a lo largo de los años. Dentro de sus muchos aciertos (‘Niño a caballo’ y ‘En la mina romana’ entre nuestros favoritos), se debe prestar atención al poema que termina hablando de un vaso roto: magistral reformulación de esa “palabra en el tiempo” y esa ambivalencia ante la eternidad que es la poesía, y de reminiscencias claramente “holderlianas” (no sé si se puede decir así). En una entrevista, Aurora Saura explica que los poemas de sus libros están unidos antes por un tono común que por los temas diversos que tratan. Ello concuerda con la lógica de que el creador no se sienta a escribir un libro de poesía; escribe un poema, y días o semanas más tarde otro, y ellos solos van conformando un libro. Pero lo interesante de sus palabras, a nuestro entender, es el término “tono”. A este asunto se refiere la poeta irlandesa Eavan Boland cuando subraya, en algunos poetas, la disparidad entre “voz” y “tono”, que evidencia una falta de convicción poética. Afirma Boland que el tono «tiene menos que ver con la expresión de la experiencia de un poeta que con la impresión que dicha experiencia le causó en primer lugar. […] Establece una distancia entre el poeta y su material que después se traslada a la distancia entre el poema y el lector». El argumento de la irlandesa tiene sentido si pensamos en el poeta como alguien que, antes que por lo que escribe, se define por su manera de estar en y mirar el mundo… y por lo que lee, podríamos añadir. Desde este punto de vista, la tierra que pisa Aurora Saura, el árbol cuyo perfume le llega, las horas que escande y la habitación interior desde la que se asoma al mundo confirman, por su coherencia vital, la veracidad de su fuerza poética. Y cuando decimos “coherencia vital” no nos referimos a una vida no exenta de contradicción o de incertidumbre, ya que precisamente la incertidumbre es la única verdad de la poesía. A este respecto escribe el pensador rumano Nicolae Steinhardt: «El que no es consciente de la pluralidad y la simultaneidad de los planes contradictorios de la conciencia, nada puede saber acerca de los hombres». Para nuestros fines, pues, se trata de algo mucho más simple y complejo a la vez: poner la vida propia en manos de esa caja de resonancia mayor que es el lenguaje, obedecer a la palabra poética en medio de todas las vicisitudes del vivir, sean cuales sean. Y como muestra Aurora Saura, para ello hace falta el fuelle de la voluntad, respetando por supuesto la cadencia personal, sin prisa pero sin cejar en el intento; hace falta, en otras palabras, y para que nunca falte calor en esta morada, frágil y duradera al mismo tiempo… avivar el fuego.
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VALERIA ROMÁN MARROQUÍN. AGE OF CONSENT (Liliputienses, Isla de San Borondón, 2016) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Hay obras que se escriben en la rapidez de un viaje en la carretera. Las paradas son escasas, y casi no hay tiempo para volver la vista atrás. Siquiera para pensar qué es lo que está sucediendo. Para bien o para mal, es el propio proceso el que da forma a la experiencia, y más allá, puede haber vacilación, cambio, pero la esencia ya está ahí plasmada. La primera obra de la poeta peruana Valeria Román Marroquín, Age of Consent, participa de ese proceso y construye su ruta al ritmo de los acontecimientos, que no son más que el paso de la edad juvenil a una adulta, más extraña e irracional. Esto produce una reflexión en torno a la identidad, aunque esta palabra esté tan repetida en las reflexiones actuales que ha perdido su valor, y un paso consciente y decisivo hacia lo desconocido. La incertidumbre penetra toda la obra para definir constantemente al sujeto poético, la propia Valeria, y a su propio país. Sigue la estela, en ese sentido, de artistas como Joaquín Torres García y su todavía pertinente Mapa invertido (1943), que rodea ese deseo de unidad, reconocimiento real de lo local e imbricación, no menos ficticia, en el panorama global como un centro social y cultural de importancia, a la altura de los ya archiconocidos Nueva York o París, en aquella década de los cincuenta, y casi en la actualidad (los cambios de poder en el arte no son demasiado frecuentes). En esa lucha de cada uno por ver sus objetivos cumplidos y, socialmente, o eso se espera de estos tiempos cada vez más ruinosos, por restaurar sus derechos y libertades, hay futilidad, desesperanza. Con la intensidad propia de la juventud, otra etiqueta fácil de la crítica actual, la autora aborda de una manera combativa los distintos temas. El discurso parte de su propia duda y se abre, muta en cada poema, hasta dar con una perspectiva ambigua y acelerada del precipicio al que puede verse abocada la juventud. Por tanto, predomina un marcado tono narrativo, que no es otro que un ejercicio intenso de memoria sobre las posibilidades, los errores y los pequeños logros de lo cotidiano. Hay, también, muchos elementos autobiográficos que enmarañan la rima y la impulsan como una letanía desesperada e ininterrumpida que busca protección, o al menos algo de seguridad, frente a una edad que ya parece gastada, no consentida en tanto que no vivida. A la vez, es un registro de emociones, por lo que, si bien la nostalgia impregna la obra, la esperanza hace aparición como contrapeso elemental e inevitable. La poesía, en este caso, es un acto de desnudo lleno de manías, experiencias y reflexiones que vuelven una y otra vez enroscándose, como lo hacen la combinación de versos largos con otros más cortos, para producir una serie de imágenes que encuentran en su evanescencia su potencia. love letters are meaningless
(unless you give them to the one you love) i. me dicen que un tallo cualquiera una rosa un geranio una ortiga crece dentro de una herida cualquiera como yo crezco de una costra como yo existo en un estómago común como yo comprendo vivir con agua en el vientre agua en las llagas me dicen que espere el error está en el objeto que amamos el error está si el miedo es una carta de amor todas las muchachas escriben cartas de amor todas las muchachas tienen poemas gigantescos dentro muy dentro de un corazón sobre las cosas que han perdido sobre las raíces infértiles que sembraron alguna vez en las cosas que nunca regresan como los buses que pasan de largo la luz tú, cosas así ALEJANDRO HERMOSILLA. EL JARDINERO (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR El jardinero es la tercera novela de Alejandro Hermosilla tras Martillo y Bruja. Con estas tres obras ya se ha creado un hueco en la narrativa española más experimental. Comparte espacio ahí con autores como Rubén Martín Giráldez (Menos joven, Magistral) o Alfonso García-Villalba (Esquizorrealismo, Homoconejo) por citar dos nombres que me gustan especialmente en el rincón más salvaje y menos cuerdo de la narrativa actual española. Porque, más aún que en sus novelas anteriores, el lector tendrá siempre esta frase en la cabeza mientras lea: “¡¿Pero esto qué es?!” Esta frase podrá enunciarse en forma admirativa, perpleja o despectiva, según los gustos lectores y las expectativas ante el hecho narrativo que tenga cada lector. Yo lo he hecho en las dos primeras formas, porque he disfrutado enormemente este artefacto literario que rebosa maldad y odio por los cuatro hermosos costados con que Jekyll and Jill ha vestido (una vez más) la novela. Pero vayamos, sin más rodeos, a intentar explicar a los potenciales lectores qué es El jardinero. Si uno mira la contraportada del libro, verá que en ella se explica que la novela nace de una anécdota biográfica del autor, consistente en una disputa que tuvo hace años con el jardinero de su urbanización. Si alguien no conoce la literatura de Hermosilla, estará tentado de sospechar que se encuentra, pues, ante otra muestra de narrativa de autoficción. Jajaja (léase con entonación malvada esta risa, por favor, y sirva como evidente negación de tal supuesto). De hecho, si el lector abre el libro por la última página, se va a encontrar unas pistas mucho más certeras del ecosistema literario al que pertenece Alejandro Hermosilla: avisa ahí de que en la novela se han intercalado frases o “entonaciones” de los siguientes autores: Blanchot, Beckett, Bernhard, Kafka, Lautremont, Sade… Con estos nombres, podemos darnos cuenta de unas de las características más significativas del libro, y de una de las respuestas que me iba dando a mí mismo ante la pregunta (¡¿Pero esto qué es?!) que me acompañaba continuamente: este es un libro de otro tiempo, que se inserta en el nuestro de una manera extraña y luminosa. Me ocurre lo mismo que cuando leo a Cărtărescu, por decir un nombre que casi todo el mundo puede reconocer. Siento esa misma extrañeza gozosa. Esa intensidad radical por la cual la literatura es todavía algo importante, algo en lo que quien escribe se juega la vida, algo que se lee sin sonrisas irónicas, sin complicidades intelectuales, que se lee lleno de admiración y de odio, o de amor, pero con la certeza de que se está ante un acontecimiento importante. Son libros, en definitiva, que se niegan a ser libros (o, todo lo contrario, que, como el Magistral de Martín Giráldez, pretenden ser el libro que acabe con todos los libros, el último libro), que siguen enzarzados en esa utopía previa a la posmodernidad, por la cual, la literatura tenía que ser llevada al límite, negarse a sí misma, negar lo dado, la tradición retórica y previsible que convertía en falso cualquier intento comunicativo radical. Desde la óptica posmoderna, esa utopía ya terminó. Y asumir que un libro es una obra de arte, que se está trabajando con un material limitado por su género, recepción, tradición, etc., es algo incorporado a casi toda obra contemporánea. El deseo de superar las barreras vida/literatura persiste, pero ha mutado hoy en el triunfo de la autoficción, que mezcla la autoconsciencia textual posmoderna con el rechazo de lo falso o ficticio de la convención literaria. Perdón por la digresión, pero siempre me sucede cuando tengo que comentar libros que se escapan a una recepción “transparente”, y eso es bueno, al menos desde mi criterio. Volvamos a El jardinero. La novela comienza con un sueño. Y en ese sueño aparece un mundo medieval donde un conde pasea con su noble y venerable madre por los jardines de su feudo hasta que tienen un inquietante encuentro con su jardinero. El autor nos quiere introducir en su ficción narrativa con un sueño, como una forma de avisarnos de lo onírico y alejado de los caminos de la narración realista que vamos a encontrarnos. Porque, a diferencia de otras novelas en que las escenas de sueño son un paréntesis de onirismo, aquí, cuando el personaje despierta y entramos en el mundo “real”, lo que vamos a encontrar va a ser una realidad tan bizarra o más que aquella relatada en el sueño. Así, los materiales narrativos con los que se construye esta novela son, por un lado, la historia de este Conde que mantiene un enfrentamiento con su jardinero y, por otro lado, unos fragmentos ensayísticos que se intercalan, interrumpiendo la narración: son fragmentos apócrifos de Artaud, de Teofrasto de Ereso, Kafka, etc, así como de herramientas y técnicas de jardinería. Estos fragmentos construyen una delirante “enciclopedia del jardín” que mezcla erudición con surrealismo de una forma magistral: en ellos se ofrecen teorías y versiones sobre el jardín y los jardineros en un interesante juego intertextual que ayuda, además, a variar y a “descansar” del obsesivo tema y estilo de la narración principal. Pero volvamos a esta narración principal. El carácter claramente onírico nos obliga a hablar de Kafka, el tono repetitivo y obsesivo nos obliga a hablar de Bernhard: creo que estos dos son los referentes más directos que pueden ayudar a entender el propósito de esta novela. Como en Kafka, estamos todo el tiempo ante una historia extraña, ante una pesadilla que nos ofrece una intención alegórica. Pero, como en el caso del checo, esa alegoría no se deja reducir: no hay un “mensaje” o una “correspondencia” directa y evidente con la que podamos “traducir” los personajes y hechos. Sabemos todo el tiempo que, a pesar de lo extraño de los sucesos y personajes narrados, es del ser humano y de su maldad de lo que se habla. Y es también de la sociedad y de sus problemas, pero nunca podremos “despejar” la ecuación de la alegoría, porque es el lenguaje de la novela, es su (i)lógica interna la que toma las riendas y nos introduce en su vorágine del mal. Porque, todavía no lo he dicho, en primer lugar, hay que explicar que este es un libro sobre el Mal, así con mayúsculas. Es un libro lleno de odio, cargado de elementos desagradables tanto a nivel físico (son importantísimas y abundantes las escenas sexuales muy, muy alejadas del concepto de “amor”, así como todo tipo de elementos escatológicos) como a nivel moral. En cuanto a Bernhard, su huella está muy presente tanto en cierta actitud de desprecio y misantropía que el Conde ostenta en su continuo monólogo como, sobre todo, en lo obsesivo del tema, en la repetición continua de ciertas acciones, frases y motivos que acaban convirtiéndose en algo asfixiante. Pero El jardinero nos va a desconcertar aún más (¡¿Pero esto qué es?!) que estos dos referentes, y eso es debido al manejo del tiempo narrativo que hace Hermosilla. Aquí experimentamos el tiempo como pesadilla: la pesadilla de la simultaneidad. Esto no está en Kafka, ni en Bernhard. Las pesadillas de Kafka, a las que hemos asemejado antes este libro, relatan de forma lineal y angustiosa hechos extraños y oníricos, cargados de espesor, pero avanzan: es un tiempo inexorable en el que los hechos se van sucediendo, con una lógica interna e irracional, pero reconocible. En Bernhard el tiempo está estancado y da vueltas, pero también sus reiteraciones funcionan dentro de cierta linealidad. Aquí, en El jardinero, asistimos a una ruptura total del tiempo del relato. Los hechos relatados no siguen ninguna linealidad, los fragmentos que componen la novela no están atados a una línea temporal, sino que se diseminan en una especie de simultaneidad, como si estuviéramos mirando El Jardín de las Delicias de El Bosco deteniéndonos en sus aberrantes figuras, saltando de una a otra, repitiendo la contemplación, abrumados. La fragmentaria narración se sostiene por la obsesiva voz en primera persona del Conde que, principalmente, habla del jardinero, de su odio por el jardinero, de cómo el jardinero está destruyendo su condado y su vida. El personaje del jardinero es un objeto. No es un sujeto, en ningún momento se le concede la voz. Es el objeto que va siendo creado párrafo tras párrafo por la voz del señor del castillo. Es el objeto/ausencia sobre el que se crea todo un relato de horror, que absorbe, como un agujero negro, todo un catálogo de vicios, defectos y miserias del ser humano. Pero el sujeto, el conde, el señor, el que habla, al crearlo, al escupir sobre él todo su odio, es también el jardinero y toda su inmundicia. La intenta expulsar o expiar en esas retahílas interminables, en esas infinitas variaciones del horror pero, más que conseguir sacarlas de sí, lo que hace es objetivarlas, crear un rival al que tiene que matar para matar todo eso de sí mismo. Para negar que la posibilidad de que el jardinero y él mismo puedan ser la misma persona.
Hay muchos más temas interesantísimos que podríamos seguir intentando interpretar, comentar, porque la novela se presta a ello. La idea del paraíso perdido, del Jardín del Edén y el Jardín de las Delicias; la idea de la decadencia, así como su relación con un pasado de esplendor muy sospechoso; la cuestión edípica y la sexual; el odio a uno mismo, y la esquizofrenia social entre la auto imagen y la realidad de los hechos… Pero el espacio aquí es limitado y esa tarea quedará para el ámbito académico que esta obra merece. En cualquier caso, para terminar, solo me queda recomendar esta fiesta del lenguaje y de la imaginación que se recrea de forma obsesiva y compulsiva en el odio, en la tortura, en lo más inmundo de la palabra y del ser humano, como una espiral en la que cada círculo es más desagradable y violento que el anterior. NOAM CHOMSKY. EL MALESTAR GLOBAL (Sexto Piso, Madrid, 2018) [Traducción de Magdalena Palmer] por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Cuando la película V de Vendetta se estrenó en el año 2006, con añadidos argumentales considerablemente diferentes a la obra original de Alan Moore, transfirió rápidamente algunos de esos elementos a algunos movimientos activistas. La máscara de Guy Fawkes, para movimientos como Anonymous, Occupy Wall Street, o el 15-M, además de para protestas y acciones más específicas, se había convertido en un símbolo. Por aquel entonces, la palabra revolución había surgido con todo su potencial destructivo. Hoy, en cambio, no es más que una nota a pie de página de textos académicos que nadie leerá jamás. Se ha vuelto teórica, y eso ha provocado su inevitable extinción. O, más bien, y para ser más justos, se ha popularizado, y se ha usado tantas veces, para propósitos tan diferentes entre sí, poco coherentes para las consecuencias que entraña la dichosa palabra, que ha perdido su valor. Quizá entonces podríamos recordar que, en una era previa al boom de las series de televisión, un producto de la cultura de masas, más que ningún libro o producto elevado de la entelequia intelectual, creó una serie de dinámicas que pervivieron durante varios años, y que se extinguieron con ese mismo impulso orgánico. Parece casi imposible y, de hecho, esa revolución casi lo es bajo las circunstancias actuales. Así lo certifica el activista y ensayista americano Noam Chomsky en los cuatro años que abarca el libro de entrevistas Malestar global. Tan simple como contundente, afirma que no podemos cambiar nuestra situación porque nos hemos vuelto individuales, egoístas y poco empáticos con las personas que nos rodean. Atomizados y alienados, con escasas probabilidades de formar un acuerdo común, la sociedad no puede organizar una fuerza mínima que pueda plantar cara. Hay líderes, hechos puntuales, que requieren sin embargo de una constancia y fuerza que a la larga acaba desapareciendo. Sobre todo porque el sistema, y ahí reside uno de los puntos fuertes y previsibles de las distintas conversaciones, incide de manera implícita en prácticamente todos los aspectos de nuestra vida. Nos aporta datos contradictorios, falsos o parciales, aparte de otros destinados a la distracción, que crean una mentalidad prefabricada, estándar, que no ofrezca ningún peligro real. Un análisis crítico, como el del libro, pone a prueba incluso nuestra propia independencia para pensar, ser subjetivos o verdaderamente originales. Otros filósofos ya lo habían señalado, como Slavoj Zizek en el pasaje inicial de su Guía ideológica para pervertidos (2012), cuando habla del papel de las gafas que revelan la realidad en Están vivos (1988). La diferencia es, no obstante, cuánto hay en una obra de denuncia de teoría y conceptos, y cuánto de análisis o cambio real en la acción. Por supuesto, muchas cosas distan entre ambos pensadores, pues el filósofo esloveno raramente habrá conocido alguna forma de hacer activismo que no haya sido mirar al horizonte, hacer chistes y apariciones extrañas, o cobrar altas sumas de dinero por dar conferencias. Esta realidad, como tal, contradictoria, difusa y desasosegante, se opone al término con que Chomsky establece el punto para el cambio: la solidaridad. Leído ahora, como si alguien hablara de belleza en una crítica de arte contemporáneo, el término no puede producir otra cosa que una carcajada espontánea y cínica. Entre exclamaciones, por sí sola, evoca una situación inimaginable. Y esa extraña lejanía que sugiere es, precisamente, uno de los motivos de triunfo del sistema neoliberal en el que nos encontramos. También lo es la aparente preocupación que mostramos ante conflictos armados, como el del Estado Islámico, para luego olvidarlo a los pocos días. A través de cada una de las doce entrevistas, el tiempo mediatizado y sanguíneo de los medios de comunicación se detiene, y produce un espacio en el que poder reflexionar. El cambio climático, el comercio de datos privados, la presidencia de Trump, o los efectos de la austeridad del Fondo Monetario Internacional, son algunos de los temas que se tratan. Y no, según lo que aquí se dice, nunca llegamos a votar realmente en una democracia:
10. Elecciones y votos. Cambridge, Massachusetts (9 de septiembre de 2016) [Fragmento] —El auge de los partidos de derechas es en gran parte el resultado de la voluntad de los partidos centristas, los socialdemócratas incluidos, de tolerar políticas económicas y sociales que son muy destructivas. Las políticas de austeridad impuestas por la troika —la Comisión Europea, el FMI y el Banco Central Europeo— han sido sumamente nocivas. Y existen pruebas fehacientes de que se concibieron deliberadamente para socavar el estado de bienestar. Como he dicho, el propósito de la austeridad no era el desarrollo económico, pues en realidad la austeridad es muy perniciosa. El objetivo era desmantelar los programas del estado de bienestar: las pensiones, las condiciones laborales decentes, las regulaciones sobre derechos laborales, etcétera. —¿Y considera que ese giro hacia la derecha es el resultado? —Sí. Pero hay que remontarse a la disposición, por parte de los partidos moderados y de la izquierda moderada, de aceptar tales políticas. XAVI ROSSELL. LA FORJA DEL ELEFANTE (LeTour 1987, Mérida, 2018) por JULIA LABERINTO Hay varias aproximaciones a la hora de hacer una reseña. Podría fingir que veo a Bukowski por todas partes y dármelas de intelectual; o analizar todas las posibles influencias que se encuentran en el texto y ordenarlas alfabéticamente y clasificarlas por época y por país. Pero no voy a hacer eso. Voy a hablar de mi experiencia como lectora que es, al fin y al cabo, lo más honesto que puedo hacer. Xavi Rossell nació el 21 de marzo de 1990 en Badajoz. Con veintiún años tuvo que marcharse a Tarragona, donde trabaja actualmente como técnico de integración social en una escuela de educación primaria. Además, es un ávido lector y un escritor muy prolífico, de quien destaco su gran conocimiento de sus contemporáneos. Entrar con Xavi en una sala llena de escritores es exponerte a que te presente a la mayor parte, a que te recomiende la obra más famosa de la mitad de ellos y a que te regale alguno que otro de sus libros. No obstante, parte de mi fascinación por la poesía de Xavi surge de una profunda incomprensión. La primera vez que le escuché hablar sobre su libro dijo que era sobre marcharse, sobre un viaje para dejar atrás el hogar y los cambios que ocurren cuando uno se aleja. Pero yo no podía creérmelo. Cualquiera que conozca a Xavi podría pensar que él tiene la capacidad de convertir cualquier sitio en su hogar. Siempre está rodeado de gente, es una de esas personas que todavía llama por teléfono y manda cartas. Cuando voy al gimnasio, me gusta escuchar el podcast del programa Poesía o Barbarie, de la emisora M21. En cierta ocasión, llevaron a un poeta y experto en jazz que se llama Mariano Peyrou. Él hacía una comparación entre la experiencia de leer un poema y la improvisación en la música jazz. Decía que disfrutar de la poesía no debería consistir únicamente en comprender la intención del autor, sino que debería tratarse de un proceso en el que tanto el autor como el lector sean partes activas. El lector debe ser el encargado de completar el sentido del poema, de incorporar sus propias vivencias, de apropiarse de la experiencia ajena. Así es como he querido entender yo este libro. Y cómo os invito a que os dejéis llevar también de esta manera. Hay un tema que me obsesiona especialmente. Es el momento en el que nos damos cuenta de que el tiempo es irrecuperable, que los momentos de nuestra infancia se alejan y solo podemos mirarlos desde lejos, pero no podemos tocarlos ni intervenir sobre ellos. El tema de cómo, cuando somos niños, no tememos malgastar las experiencias y, a medida que crecemos, nos damos cuenta de que nuestra existencia es limitada y que el futuro depende de nuestro uso de ese tiempo. También creo entender una dualidad entre el desarraigo y la nueva identidad. La pérdida del origen, la falta de una guía, la incertidumbre. Se materializan a través de imágenes arrolladoras, posibilidades salvajes e imposibles:
recordaba haber nacido entre aguas desconocía otra luz en mis ojos Hay, también, otra perspectiva que se repite, y quizá sea el rasgo más espectacular de la poesía de Xavi. La ausencia, la falta; tratada desde una luminosidad incansable, desde una perspectiva que huye de la melancolía para centrarse en el recuerdo amable. La imagen que se borra, que se nos borra de la memoria y a la que gritamos con desesperación es evocada con una ternura infinita en esta primera obra. ¡Abran paso al elefante! |
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