LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
LUISA PASTOR. LAS ROSAS TERMINAN (Auralaria, Orihuela, 2021) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ Siempre es una buena noticia la aparición de un nuevo sello editorial, como en este caso es Auralaria Ediciones. El proyecto editorial es nuevo, pero Auralaria no. Auralaria, como dice su blog auralaria.blogspot.com es «el placer de cultivar la poesía hecha voz, hecha vida. Auralaria es la tierra donde reside la voz de la poesía y donde esta se convierte en escena, música e imagen» y en esa voz de la poesía, de la escena, de la música y de la imagen, Luisa Pastor tiene una presencia destacada. Así que estamos ante un proyecto doble de la poeta oriolana, como autora y como editora junto al también poeta Álvaro Giménez, su compañero en estas cosas de la vida. Luisa no es en realidad una autora novel, pese a que Las rosas terminan sea su primer libro. Ya había sido antologada en 2013 en Voces nuevas (Torremozas), también en 2019 en Encuentros con la poesía en la Casa natal de Miguel Hernández, coordinada por el poeta José Luis Zerón Huguet y publicada por la fundación Cultural Miguel Hernández, y especialmente en Nueva poesía alicantina (2000-2015) de Manuel Valero y publicada por el Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, en 2017, que incluye a poetas destacados como Luis Bagué, Joaquín Juan Penalva, Mª Paz Moreno, Manuel Valero o Álvaro Giménez. Las rosas terminan es un diálogo, entre otras muchas cosas. Un diálogo que ya se observa en el primer texto que abre el libro, no ya una cita, sino un interlocutor, se trata del poema ‘Dialogue with an artist del poeta Matthew Sweeney’, en su lengua original, para incluir inmediatamente, en la hoja enfrentada, la versión castellana realizada por la propia autora. La traducción no es una traición, especialmente en una situación como esta, donde el texto abre un libro de poemas que deberían ser poemas de otro. En este poema del escritor irlandés aparece una coda final, ‘Nota a Lowry’, que ha guiado mi lectura: Estabas en lo cierto. Hay seres grotescos que desprenden una tenebrosa luz que nos atrae como en su día las sirenas atrajeron a Odiseo, y sí, tal vez nosotros nos hallemos entre esos monstruos, pero hay otros tantos seres bellos que, con suerte, tal vez nos salven de nosotros mismos haciéndonos ver la amabilidad del sol, e incluso, quién sabe, la de la luna... Aquí está la soledad entre la multitud y la incomprensión de la que solo nos salvarán la constatación de los «seres bellos», de ahí la necesidad de dialogar con ellos. Además, aparece ese sesgo femenino que crece y se reivindica a lo largo de todo el poemario.
El segundo diálogo lo encontramos en las siguientes páginas, donde a propósito de la rosa dialoga con Charlotte Mew, Leonard Cohen y Georg Trakl, y reescribe las citas en un poema propio donde fija el sentido metafórico de esa rosa en declive a la que alude el poemario. Y a este diálogo se une Lady Winchelsea con esa rosa inimitable que guiará como propósito este libro que pese a los referentes literarios no busca la mímesis, sino su identidad propia en esa actitud dinámica propia de los textos dialogados. La autora crece mirándose en referentes como Sylvia Plath y sus «rosas acabadas», Wislawa Szymborska, donde con su cita «nada dos veces» da entrada a un mundo acuático donde empieza a configurarse la voz femenina de este poemario que cambia desde el Odiseo del poema inicial de M. Sweeney, que además ya introducía la imagen de la luna enfrentada al sol, a esta voz que también surca las aguas pero desde una perspectiva de género nueva. Asume su identidad solitaria pero acompañada por las lecturas, femenina, única, y abraza sus circunstancias también para definirse, como la maternidad, la condición de hija, la inquietud por encontrar, como Robert Frost, el camino menos transitado, el que convierte la vida en aventura. Sin esa mujer «no hay edificio, no hay construcción», no existiría «el milagro de una pequeña obra irreparable». La intertextualidad me gusta como lector, me apasiona, además de que autores como Szymborska, Pavese, Stevens, que como Dickinson sobre todos, me despiertan verdadera inquietud y fascinación, pese a lo difícil de sus obras, o Louise Glück (no tanto la de Visor, que de momento está publicando su obra menor, como sí la de Pre-Textos, al menos hasta el día de hoy), son autores que en algún momento o en todos de mi vida me han alumbrado o desquiciado o desnudado o lo que sea que un buen libro de poemas, también como este, haga con sus lectores. Por tanto, imagino que a los que la conocen, no les habrá sorprendido el libro de Luisa Pastor. Pero sí puedo decir que, si me incluyo en ese grupo de amigos previos, lo que me ha sorprendido es que sea el primer libro de una poeta. Hay templanza y fuerza en estos poemas, con un uso del lenguaje poderoso y maduro, muy lejos de los ensayos titubeantes de las obras iniciales. Y atrevimiento en el diálogo que establece con esos compañeros de aventura a los que expone su palabra, y el riesgo, porque es un libro que se va haciendo en el diálogo, que acepta esa aventura de intentar ver en «los seres bellos» la belleza tal vez del sol y con seguridad la de la luna. En definitiva, un libro que el lector no se arrepentirá de leer. Además, nos permite descubrir un nuevo proyecto editorial que ya está trabajando en los próximos títulos.
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CRISTINA MORANO. NO VOLVERÁS A HABLAR NUESTRA LENGUA (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2020) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ LA LENGUA DE LA FRONTERA No volverás a hablar nuestra lengua es el último libro de Cristina Morano, una de las poetas más significativas del panorama actual, que ha ido elaborando una trayectoria no siempre fácil, que se ha ido posicionando en editoriales como Amargord, Bartleby o La Bella Varsovia, entre otras más modestas, y en un número importante de antologías relevantes cuyos títulos apuntan a sus intereses: Generación blogger a cargo de David González, Esto no rima. Antología de poesía indignada del 15M de Abel Aparicio, Disidentes y en la tesis de Alberto García-Teresa Poesía de la conciencia crítica, término con el que se define la autora.
Quizás una de las aproximaciones más claras, y sin ambages, a la figura de Cristina Morano es la de Luis Bagué en Composición de lugar. Antología de poetas murcianos contemporáneos (La Fea Burguesía, 2016), que hace un ejercicio de síntesis loable: «Se aprecia un afán de denuncia que conecta con la vocación documental del socialrealismo, pero que evita incurrir en sus vicios inherentes... Su obra se pasea por el lado salvaje, se pronuncia contra las lacras del capitalismo tardío y desvela la cicatriz de la incomunicación en una sociedad hipercomunicada. Su propuesta política queda patente en la medida en que la identidad de la protagonista es indisoluble de su condición de ciudadana en la polis contemporánea. Cruel y compasiva al mismo tiempo, pero sin concesiones al sentimentalismo, la poesía de Morano es una de las más originales de entre las surgidas al filo del tercer milenio». Poeta no social o crítica, por tanto. Poeta de la conciencia crítica. Desde sus primeros libros, esta voluntad es palpable. Los que la conocemos hemos visto crecer los poemas desde aquel temprano De un hombre que se desangraba en los ceniceros, publicado dentro de los premios Murcia Joven, hasta esta nueva entrega. Las rutas del nómada, La insolencia, El pan y la leche, El ritual de lo habitual, El arte de agarrase, o el libro Hazañas de los malos tiempos. Los que hemos ido de la mano de Cristina, incluso en momentos vitales importantes compartidos o paralelos, sabemos de su preocupación por el lenguaje, no ya por el lenguaje pretendidamente poético, sino de su encuentro con su propio lenguaje. Cuando conocí a Cristina Morano, allá por los noventa, en las tertulias de la revista Thader, que dio a un grupo de escritores cierto sentido de pertenencia a una generación, sentimiento que probablemente viniera de los encuentros del Murcia Joven, Cristina ya tenía una actitud clara ante la literatura y ante la vida, pero es innegable que el encuentro con una serie de escritores y amigos como Ángel Paniagua, y también como Antonio Jiménez Robles y Joaquín Baños, modificó nuestro panorama de lecturas ampliándolas y enriqueciendo nuestro expectativas de hasta dónde podía llegar la poesía en general y la nuestra en particular y, si es verdad que no mediaban muchos años entre estos escritores y nosotros, poseían cierta madurez que aun hoy día, casi veinte años después, y con cierto camino andando, abruma. Pero Cristina es indomable, indomesticable. Al contrario del zorro de El Principito, la necesidad de no ser domesticada le ha llevado a un conflicto continuo y no resuelto con el lenguaje, abrazando la tradición pero cuestionándola, también y especialmente en los aspectos formales y en concreto en la prosodia, directa, pura y verdadera. Y este libro es un escalón más. Ha sabido incardinarse en la tradición —hay en Cambio climático poemas rotundos que parten de la reescritura de los mitos—, pero tomando de ella aquello que es su alimento pero no su condena, liberándose de los prejuicios de una métrica clásica para hallar la suya, la que vertebra su pronunciación, su discurso, su verdad. Su búsqueda también de un lenguaje que asuma y no excluya su condición de mujer que reivindica su visibilidad en el paradigma de la lengua castellana. No volverás a hablar nuestra lengua no es un libro sobre la pandemia, en este caso la del ébola, sino sobre lo que las pandemias agudizan y hacen visible. Esto se constata con el hecho de la oportunidad desafortunada del momento actual, donde otra pandemia, que podría articular perfectamente el libro, pone de manifiesto el mismo contenido, y ese contenido es la frontera con el sistema, Europa, que no es capaz o no quiere desmontar su mentira, al contrario, se vuelve aún más impermeable y asume su condición de paraíso sin ser capaz de ofrecer otras posibilidades que las de la frontera. Crea su mentira y la defiende a ultranza: no es necesariamente el mejor de los sistemas pero nos funciona, parece decirnos, con una actitud paternalista y condescendiente. El verdadero virus está en nosotros, en la idea de esta Europa desmemoriada e inconsecuente, nosotros mismos somos el sistema o directamente estamos plegados a él. Somos sistema y antisistema, identidad y enajenación, portadores y huéspedes de otro virus más destructivo. Es un libro de fronteras, de vallas con concertinas, del otro, de viajes de Solo ida como el de Erri de Luca, la docilidad o la inutilidad directamente de todo movimiento deglutido por las drogas, las bodas y la televisión de los domingos por la tarde. Este es el panorama crítico del libro que abordan en la actualidad con acierto libros como el de Sercko Horvat, Poesía del futuro. (Paidós). Pero esto en sí, siendo un enunciado necesario, no es poesía, es discurso. Volvamos a la búsqueda del lenguaje y a la expresión, que en este caso bebe, entre otras fuentes, de las vanguardias y me recuerda al Poeta en Nueva York de Federico García Lorca en las imágenes, en la configuración de los individuos que lo habitan, en el lenguaje surrealista por momentos tamizado ahora por cierto prosaísmo en las escenas. Los desfavorecidos, como en Lorca, adquieren toda la relevancia, la voz poética los idealiza y los vuelve héroes, heroínas en realidad. La desubicación se vuelve subversiva, como la propia lucha para decir —pues el lenguaje lo es casi todo—, crear, conceder realidad al discurso: el lenguaje / no sirve para esto. Esto, para lo cual sólo tienes el lenguaje. (Página 24). Las azucenas recuerdan las del poema ‘Insomnio’ de Dámaso Alonso y la vieja monja de una raza pobre, por establecer otra analogía, recuerda ‘La negra y la rosa’ de Juan Ramón Jiménez. En todos estos casos el espacio, también lorquiano, la ciudad, adquiere una significación especial. Baudelaire, poeta de la ciudad moderna, también canta a ‘Una mendiga pelirroja’, que de alguna manera es embellecida por la mirada del poeta. En Cristina es esa diminuta subnormal que se vuelve un icono punk, subversivo y heroico por los pasillos de cosmética de unos grandes almacenes. No volverás a hablar nuestra lengua es un libro sobre el lenguaje de los bárbaros, el que tiene que nombrar al otro lado, el del virus, el de la amenaza. Un libro breve pero intenso, que se queda agarrado a nuestra conciencia y nos inquieta. Es también un libro ilustrado que a diferencia de otros libros de poesía con ilustraciones, en este caso alcanza una relación sustancial, sumativa, entre texto e imagen. Relectura del también poeta José Óscar López, que vertebra, con acierto, un discurso paralelo en el libro mediante la yuxtaposición de imágenes. En definitiva, si creyéramos en el final de las distopías, No volverás a hablar nuestra lengua podría ser el punto de inflexión que desmotara la mentira del sistema alienante. Para los que no creemos es solo un buen libro de poemas de alguien que busca despertar en nosotros una conciencia que nos rehumanice. MIGUEL ÁNGEL HERRANZ. LÍRICA DE LO COTIDIANO (Renacimiento, Sevilla, 2019) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ EL RESTO ES FÁBULA ¿Qué se espera de un libro de poemas? A estas alturas, pasados los cuarenta y tantos, creo que me conformo con encontrar en un libro de poesía una experiencia —¿aventura?— también y el hecho de no tener la sensación de haber perdido el tiempo. Luego hay momentos para todo, momentos para la experiencia sublimada, anecdótica, la pretenciosa, momentos para esa experiencia tortuosa de algunos libros, para la feliz, la que es concebida pese a todo para el mundo editorial, la que alguien cree que queremos leer y la que queremos leer de verdad, aunque eso no lo sabemos hasta que lo hemos descubierto, y qué placer entonces encontrarla. Hay poemas que te iluminan una tarde y la tarde siguiente te sumen en la oscuridad, a veces hay poemas o libros que te seducen en el primer verso, en el primer poema y luego se te caen literalmente de las manos y libros en los que vas marcando títulos con el lápiz hasta que decides no señalar más porque recuerdas lo que un profesor de secundaria te enseñó al subrayar, que si destacas demasiado lo que realzas es lo que no querías destacar. Lírica de los cotidiano es el último libro de Miguel Ángel Herranz, poeta al que conocí no como escritor sino como lector, lector que en su perfil de Instagram, @mikinaranja, nos abre ventanas a otros mundos. Su selección ya habla de por dónde va, de quién pudiera ser y de cómo concibe la poesía, aunque no necesariamente nuestros gustos como lectores tienen por qué coincidir con nuestros gustos como escritores, en el caso en el que escribamos o en el otro caso, más literario aún, en el que pensamos cómo sería nuestra obra si la escribiéramos. Coincidimos, creo, en un momento en la lectura de José Mateos, uno de esos poetas sabios que ha encontrado el equilibrio entre una forma cuidada y una experiencia de la cotidianidad integradora. En los poemas que selecciona para sus estados predomina una poesía que antepone la vida a cualquier otra cosa, que relativiza todo desde la experiencia, pero no todo, y ese no todo, ahora en la poesía de Herranz, cabe en tres palabras. Es un mirlo que, como Ajmátova, canta porque puede, porque puede decir esto otro, este no todo que con mucha frecuencia escapa a veces de la mala poesía. No quiero joyas / tráeme flores. Hay un equilibrio, no obstante, un pacto con la palabra para que sea poesía y no otra cosa, un cuidado de la expresión descatable. Hay pulcritud y gusto por la palabra justa, gusto por no decir pájaro cuando puedes decir mirlo, por ejemplo, porque en el nombre hay un conocimiento y un respeto por la realidad. El ritmo es uno de sus grandes aciertos, la disposición textual que de pronto encabalga una palabra para que destaque, para que cobre un nuevo sentido. Versos breves que hilvanan, que son materia y voluntad, y no asustan, no dan pereza, prácticamente no hay que leerlos, vienen dados, como sin querer, como un caño de agua que fluye, que aceptamos, como aire, como el aire de las palabras. Destaca en este apartado de la forma su concisión, una voluntad de no malgastar las palabras, un tono coloquial que se sustenta en juegos de palabras sencillos pero eficaces, paralelismos, antítesis y un aguzado sentido del humor, que no acaba en carcajada pero que quita un poco de sobriedad a esa experiencia que llamamos vida. Creo, probablemente me equivoque o no —sucede con las creencias—, que esta forma no es azarosa, que viene de un compromiso ético, ya que los poemas, que por momentos recuerdan el tono de la poesía de Ángel González, entre coloquial y descriptivo, como en ‘Instrucciones para escribir un poema’, parecen un diálogo con las personas que le importan, también con los lectores que le importan, y así no cabe la trampa del artificio y del distanciamiento final. E igual que he citado a Ángel González, podríamos citar a Jaime Gil de Biedma, a Borges, a Bukowski, a Ajmátova o a Gloria Fuertes, que aparece y desaparece por momentos. Me quedo con infinidad de poemas. Sé que caminarán conmigo durante algún tiempo, que algunos olvidaré y que otros se anclarán a mis propias experiencias. Cogido con un imperdible queda este final del poema ‘Rotes tathaus’: Hemos venido a amar
y ser amados. El resto es fábula. JOSÉ ALCARAZ. EL MAR EN LAS CENIZAS (Rialp, Madrid, 2019) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ José Alcaraz, en una entrevista que le dedica Antonio Arco en La Verdad a propósito de la publicación del libro El mar en las cenizas, relata la anécdota de Picasso, que consideraba que quien se guarda un elogio se queda con algo ajeno. Espero en esta reseña no quedarme con nada ajeno o que lo que haya de ajeno en El mar en las cenizas al final sea propio. La trayectoria de José Alcaraz es una trayectoria coherente y asentada, pese a su juventud, en la mejor tradición, es decir, en la única, en la de la buena poesía. Además de varios poemarios más o menos difíciles de encontrar o no publicados como obra exenta, Usted está aquí o La tabla del uno, tenemos su primer libro Edición anotada de la tristeza (Pre-Textos, 2013), Premio de Poesía Joven Radio Nacional de España; el cuaderno Un sí a nada (Ad mínimum) y recientemente Vino para los náufragos (Alhulia, 2018), XI premio Antonio Gala. En la antología Re-generación de la editorial Valparaíso, realizada por José Luis Morante, se destaca citando a su vez a Juan de Dios García, que «José Alcaraz ha elegido una tristeza inteligente, rica en matices, no aquella que se deja abatir. Y la ha elegido también por su mesura, puesto que parece que la tristeza resulta obscena actualmente en una sociedad que persigue una felicidad sin taras». Habla también del «sentido aforístico, una voz meditativa hecha emoción e inteligencia que sondea el acontecer existencial con un mensaje despojado, en el que a menudo salta la imagen insólita y llena de luz» en palabras de José Luis Morante. Y estos elementos, no tanto ahora la tristeza como la brevedad, convertida en método y aspiración, aparecen en este libro como si hubiera un decidido hilván que uniera su obra exenta, Edición anotada de la tristeza, donde solo encontramos las anotaciones que hace el poeta a los poemas elididos en la parte inferior de la página, Vino para los náufragos, donde predominan los poemas breves y ahora El mar en las cenizas, accésit de premio Adonáis 2018. Una serie de nombres y obras me vienen a la cabeza con la lectura de El mar en las cenizas, autores de lo breve, como Robert Walser y sus microgramas, o tendentes a un adelgazamiento de la forma como el artista plástico Alberto Giacometti, curiosamente los dos suizos, sin más consecuencias. La obra de José Alcaraz parte de los materiales más humildes, con conciencia plena de ello, como el Giacometti maduro que trabajaba con el hombre y con el barro. Ahora son el yo y la palabra, el barro del lenguaje, el mismo que usamos para comprar el pan o dedicarnos chanzas en los medios. Y José Alcaraz los estira los dos, quizás los adelgaza, que no es exactamente lo mismo, figuras que van reduciéndose a su mínima expresión, un yo mínimo que cae al suelo como un signo menos, y unos poemas cercanos al proverbio. Giacommeti dijo de su obra: «Sólo lo minúsculo se me antojaba parecido […] No se ve a una persona en su conjunto hasta que uno se aleja y se hace minúsculo». ESCRIBO poemas diminutos que me hacen sentir gigante a su lado, no con el fin último de engrandecerme sino buscando ser sorprendido por ellos, despertar de la embriaguez bien atado a la tierra del reino de Liliput. (p. 37) La idea de poda, de desbarbar la realidad, como Miguel Ángel con el mármol, está presente en todo el libro, pero no tanto como metapoesía, sino como razón de ser, manera de estar, y solo ahí, en lo que queda, se puede dar la revelación involuntaria, estar en el momento sin saber si se dará la revelación o no, estar en un estado concreto, en una manera de estar pessoana filtrada por la cita de Eloy Sánchez Rosillo. Es un asceta José Alcaraz, pero un asceta frayluisiano, porque la actitud combativa persiste, lucha por rasgar el velo que separa realidad y palabra, también el anhelo de decir y lo dicho, que se adelgaza hasta el silencio. Y hay una voluntad por manifestar esta filiación, de pronto dice «Despaciosos instantes» en la página 42 o «Escribir / como si cada golpe de tecla / —cada contacto de la tinta en el papel— / fuera llevar el dedo a la llaga de la vida…» que recuerda a ese extraño místico que fue Francisco de Quevedo. Quizás, como los dos poetas citados, encontramos también aquí la búsqueda, la disposición ascética que se “distrae”, no obstante, con las eventualidades de la vida, no con lo anecdótico, sino con la inquietud que acucia al ser humano con sus interrogantes sobre el propio sentido de estar aquí.
Un yo filiforme, alargado, que continúan minimizándose, «la inactitud del árbol quiero», dice con un eco del último Darío. «Con qué palabras / se manda callar al silencio». O «A la fuente tiré tan alto mi moneda / que no caerá hasta el último de los días», donde otra vez escuchamos a la tradición, a la verdadera poesía, al proverbio machadiano, también en la imagen y sobre todo en la actitud. Tiende el libro por el camino de la brevedad al proverbio, de raigambre castellana, propende al conceptismo humanizado, al proverbio en una tradición amparada fuertemente en la antítesis y la paradoja. «NO es que elija siempre / el camino fácil, / es que me siento venir / a cada instante del difícil». En esta ocasión, lo fácil y lo difícil. Es directa y potente la idea de este poema, porque relativiza lo fácil, ya que no se define en sí mismo sino como única opción contraria a lo difícil. Tiene también ese sentido aforístico popular, «ya solo se puede ir a mejor», pero sin la visión optimista, al contrario, asumiendo no la esperanza sino la realidad. TENGO un epitafio: Así está bien. Lo cuido, crece como hierba. Lleva una lluvia dentro y viento con risas de niño. Juega a mi alrededor. Es extraño. No sé. Lo más alegre que he escrito triste. Este poema, con el que termino mi reseña, tiene muchos de los elementos propios de la estética del libro: propensión a la brevedad, yuxtaposición, estructuración en torno a una dicotomía, a los opuestos (alegría/tristeza). Es un buen poema como manifiesto el tema del epitafio. No nos enseña, más bien nos interroga, nos deja en vilo, «Así está bien». AMY LEVY. HISTORIA DE UNA TIENDA (Chamán, Albacete, 2019) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ Historia de una tienda desarrolla la vida de las hermanas Lorimer, Gertrude, Phyllis, Lucy y Fanny, a lo largo de dos años cruciales en su juventud. Una obra entretenida y coral, por momentos, que nos invita a especulación sobre su futuro y sobre si el argumento, llegados a las últimas páginas, nos sorprenderá o, por el contrario, no logrará hacerlo. Quizá, como con muchos artistas de muerte prematura, con Amy Levy (Clapham, 1861- Londres, 1889) nos quedamos con la incertidumbre de qué podría haber llegado a ser de no haberse suicidado a los 27 años. De ella dijo Oscar Wilde que era una escritora deslumbrante e inteligente. La primera mujer estudiante de lenguas antiguas y modernas en el Newnham College de la Universidad de Cambridge. Escritora prematura, ya a los trece años publica algunos textos, poeta, lesbiana y judía en la Inglaterra de finales del XIX y catalogada en la órbita de las new women writer, que apunta hacia un espíritu transgresor. En este caso, como en otros, la proyección que hacemos de su figura es deformadoramente halagüeña, pero siempre nos quedará la duda de cuál fue su realidad. Historia de una tienda no es una novela transgresora, es una novela costumbrista con una serie de momentos acertados que la convierten en una novela moderna, no obstante. La propia Amy Levy, que parece inmiscuirse decidida y sutilmente en la ficción a través de la voz narrativa, con varios guiños a lo largo del texto, como en la página 83 cuando afirma «en la mañana de marzo de la que escribo» o hacia el final donde afirma «la última vez que pasé por delante de los apartamentos (donde vivieron durante ese lapsus de tiempo de dos años las hermanas Lorimer)», se identifica con Gertrude, pero Gertry no abandera un movimiento de identidad feminista, sino de supervivencia. Tras la situación sobrevenida por la muerte del padre, encontramos la primera decisión que le confiere a esta novela su modernidad, al no plegarse a las convenciones, a lo previsible frente al mundo de lo imprevisible, que es obviamente la determinación de montar un estudio de fotografía, con el sesgo, además, de modernidad que tenía. Dos mundos chocan con ese despliegue de personajes que convierte la obra, por momentos, en una obra coral, unos como aliados del convencionalismo, como esa tía Caroline, que reprende y que anhela continuamente ver casadas a sus sobrinas, y esos personajes, no ya tanto artistas sino diletantes con ínfulas de artisteo, que circulan por los salones de la época y que tienen como punto de unión el humilde estudio fotográfico que regentan las hermanas Lorimer: Frank Jermyn, Darrell, Lord Watergate o Marsh, catalizarán con cierto acomodo a los gustos victorianos los deseos de cada una de las habitantes del precario apartamento donde viven. La configuración de este mundo de apariencias es otro de los rasgos de modernidad de la novela. En una novela tendente a la sencillez, limpia, con una estructura clara, donde todo apunto al blanco, también en el hilo narrativo y en los distintos aspectos de la trama, sin embargo, se nos ofrece una escala de grises interesante que la saca de los extremos maniqueos.
Sería fácil especular con la posibilidad de que Historia de una tienda fuera un juego del traductor Gonzalo Gómez Montoro, ya que acomete la traducción con un lenguaje fluido y fresco, sospechosamente moderno, aunque el trabajo de Gonzalo es concienzudo, tal y como él expresa en distintos medios, un proyecto personal, no por encargo, en el que ha centrado su trabajo durante un casi un año. Además, jugando con esta posibilidad, hay que destacar lo oportuno del momento histórico, ya que la novela apareció próxima a las reivindicaciones del 8-M y en el año en el que se cumple 130 años de la muerte de la autora, fecha azarosa esta de 2019, pero que puede situar a la novela en un lugar oportuno que resalte la figura de Amy Levy, aunque con el peligro de que su figura, evidentemente interesante como destaca el propio traductor en un artículo para el diario Público (https://blogs.publico.es/dominiopublico/28034/amy-levy-feminista-desconocida/), eclipsara a su obra. Concluyendo, podríamos decir que Historia de una tienda es una novela rescatada de la arqueología para la literatura, el resultado del encuentro afortunado del traductor e impulsor de este proyecto, Gonzalo Gómez Montoro y de la editorial Chamán, una editorial independiente que da el cariño y el respeto a esta obra convirtiendo su publicación en un hecho singular. Esta novela, que más que avanzar argumentalmente nos muestra cómo la vida de los personajes, y no siempre con sutileza, se erosiona, se sitúa en una atmósfera costumbrista pero con cierta modernidad que la convierte en una novela divertida e interesante para el lector del siglo XXI, gracias a su agilidad y a su liviandad, en el mejor de los sentidos, porque no juega a ser otra cosa que lo que es, un hallazgo de buena literatura, que si no llega a la altura de escritoras posteriores como Willa Cather, por ejemplo, con la que comparte algunas similitudes transoceánicas, no nos deja en ningún momento la sensación de que hayamos perdido el tiempo con su lectura, al contrario, nos deja la felicidad de haber participado en su descubrimiento. ANDRÉS GARCÍA CERDÁN. DEFENSA DE LAS EXCEPCIONES (Visor, Madrid, 2018) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ LA CONCIENCIA DE LA DESINTEGRACIÓN Somos una excepción, la anomalía, el deseo de romper lo ordenado, de sorprenderse lejos de lo previsible. Cicerón dedicó su oratoria, elevada al arte de literatura, a defender la ciudadanía del poeta Arquias, en última instancia un esfuerzo por defender su identidad y definición en el mundo, o ante el mundo. Si Platón expulsó a los poetas de la república ideal, Cicerón lo restituye a través de la palabra. Defensa de las excepciones de Andrés García Cerdán es su Pro Arquias, una defensa de su búsqueda de identidad y por extensión de los miembros de una generación que se identifica con él, una búsqueda de identidad, que es en sí la propia búsqueda, la propia identidad, el propio movimiento, el desequilibrio, la acción. Ante el desmoronamiento lento del mundo, lo que sucede casi imperceptiblemente, nuestra vida —como parece desprenderse de la lectura del libro— es una flecha, signo del tiempo y del combate, una relectura particular del mito de Sísifo, porque esta flecha apunta a una diana, pero no la alcanza, porque la flecha es el presente, es la excepción del aquí y ahora. La búsqueda de la identidad, de la excepcionalidad, implica un peligro: «Los que huelen en el aire un peligro y lo celebran» (pág. 14, ‘Los otros’). Se inicia en un peligro y nos lleva a otro, pero como deseo, el deseo de estar vivo. Es una manera de ser, una forma oblicua de vivir. EL ERROR, EL DESEQUILIBRIO, EL CUERPO, EL LENGUAJE Y LA INOCENCIA Qué es la excepción: el error, la excepción como identidad, un acto de voluntad, la oposición a lo que no es excepción. El error como identidad y como refugio, la duda es parte esencial, la posibilidad de todo, la multiplicidad de lo posible, porque solo en esa búsqueda, en esa actitud cabe la inocencia, lo que nos salva, «lo más propio y sagrado que soy» (p. 12). El cuerpo es un tema central en esta búsqueda de la identidad, la puerta y la percepción a y de los otros. Vinculado con el cuerpo aparece la lujuria, el amor, la belleza del momento único, la íntima contradicción, tal vez Eros y Thanatos, también la sed, el deseo de beber de las aguas indómitas, salvajes. Es como la imagen de un caleidoscopio que gira para ofrecer una y otra vez la posibilidad de una imagen física de la vida (‘Los otros’). El poema ‘La estructura profunda’ es, quizás, uno de los momentos más reveladores de esta teoría del cuerpo como identidad. Y qué es el lenguaje sino una extensión del cuerpo, la lengua de Andrés como un sexto sentido, la propia defensa del lenguaje que configura fugazmente lo que está en la estructura profunda, «en ellas creo y soy un ser entero de palabras»: LA ESTRUCTURA PROFUNDA [Noam Chomsky] Como el pescador hawaiano que hunde su mirada y sus manos de hombre en el océano para leer la estructura profunda del lenguaje, para saber la dirección y el sentido de las corrientes, el movimiento del agua, así el poeta, así yo cuando pienso en ti, cuando sumerjo en ti mis manos y mi lengua. ¿Necesita el mundo nuestra conciencia para existir? En esta duda el amor es conocimiento, la tensión entre saberse y desconocerse, una vez más el movimiento, el desequilibrio como identidad, son frecuentes las alusiones al desequilibrio, a la tensión también entre el hybris y la sophrosyne entre los que vuela la flecha, al movimiento, al desequilibrio, al giro («que gire en sí misma y no caiga nunca y no toque tierra», p. 34). Descender, retornar como Orfeo, después de tanto tiempo.
Esa orfandad de conocimiento, de una realidad estable, no es tanto intelectual como emocional, es el desequilibrio lo que convierte en este libro el desconocimiento en un estado emocional de orfandad y anhelo de AMOR, y este estado de orfandad no se repliega a la inactividad o la inacción sino al combate, a la resistencia, a la defensa. No encontrará el equilibrio, porque la identidad es el movimiento, parece un descenso nihilista, un movimiento nihilista, pero no lo creo, pienso más bien en El mito de Sísifo, en la interpretación de Albert Camus, subir la piedra, moverse, intentar el equilibrio sabiendo que es un esfuerzo estéril, pero que es lo único que tenemos y como tal hay que celebrarlo. Y ahí aparece también nuestra inocencia, que es una luz eléctrica, la luz de un presente momentáneo, como las flores, otra luz, que nos acerca a los momentos más puros de salvación, a los momentos luminosos, por los que merece la pena subir la piedra, lanzar la flecha, moverse, correr como Dafne en ‘New Dafne’, «corre sin parar, / no dejes / de correr, no mires atrás, / huye otra vez, sacrifícalo todo» (y pienso también en Orfeo), «nadie / te alcanza, ni siquiera / quien eres / o quien una vez fuiste, / y sigue rompiéndolo todo / porque tienes miedo». Una esencia dinámica, que tiene la necesidad de definirse en cada instante, que no puede definirse, aunque lo deseara, con lo estable, no le sirve. Pero hay una isla en este viaje, la luz que caracteriza el presente, las flores del presente, símbolo de lo fugaz, del equilibrio puntual en el desequilibrio de la excepción que somos, la flor como el amor, y el amor como inocencia: Así yo, si recuerdo a mi madre y su forma de acercarse a las flores, como si les rezara, como si ellas la oyeran. Me confieso —como ella-- el ser más delicado de este mundo y el más antiguo de los hombres, pues busco la palabra y en ella creo y soy un ser entero de palabras. Defiendo esta excepción y, día a día, sueño con ser algo más grande para alcanzarte a ti, para alcanzar las ramas más altas del manzano. No sabemos si Arquias consiguió o no la ciudadanía romana, si los argumentos de Cicerón tuvieron su efecto en la realidad, pero nos queda, como en el vuelo de la flecha, su palabra, su defensa y su excepción. JOSÉ LUIS ABRAHAM LÓPEZ. MIS DÍAS EN ABINTRA (Ediciones En Huida, Sevilla, 2018) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ Mis días en Abintra es el nuevo libro del poeta cartagenero José Luis Abraham López, publicado por Ediciones En Huida en la colección raro Pegaso. José Luis Abraham nos presenta su particular “Españoles por el mundo”, su edición especial de “Poeta en Abintra”, un espacio que se presenta al lector como un destino de viaje, y que se va fundando con una actitud a medio camino del comentario de tripadvisor y del aventurero romántico del siglo XIX, cuando ingleses y alemanes viajaban por el sur de Europa inventando su Grecia ideal, refundando sobre un terreno ya fundado una nueva realidad, en este caso un nuevo espacio para habitar. La primera noticia que tenemos de Abintra es prácticamente desde el avión, se nos ofrecen ciertas pinceladas con cierta presunción de objetividad, que obviamente es falsa, y de la que se sirve para “describir” no tanto real como poéticamente Abintra. A lo largo del libro he disfrutado de este desplazamiento continuo de la realidad física a la realidad poética, del lenguaje fosilizado de la frase hecha al hallazgo poético. Hay en general un desplazamiento que da pistas sobre lo que está sucediendo, pistas sobre la realidad de este espacio insular, no tanto físico como moral o lingüístico, por ejemplo en el primer poema que se presenta como una nota de una página de un libro de viaje pero que usa de una forma particular el guion, aparecen unas palabras quebradas que revelan un secreto, unas palabras escondidas en las palabras comunes, escondidas por el uso, por el cansancio de no ver más allá. Primer indicio, tal vez, de que no se trata de un anecdotario o de un diario o de las dos cosas. Hay también desplazamiento en otros momentos del libro, los lemmings que desplazan a las ovejas, o las luces del atardecer que desplazan al atardecer real. Se trata de una realidad inesperada y escondida que necesita una escritura nueva, como un inexperto taxidermista, para recolocar las palabras como esqueletos, clasificar, rotular, seleccionar. Se sirve además de todo un inventario de frases hechas, que también se valen de ese mecanismo de desplazamiento y con las que ironiza y se distancia a la vez, con la que muestra un tratamiento poético en este propósito, y nos lleva de la orografía y el detalle de Abintra al interior de este espacio, que es un espacio moral, entre otras cosas. Hay muchos ejemplos: A estas alturas todo es toser y cantar (p. 18), cualquier tiempo pasado no pudo ser mejor (p. 17), para hacerme el sueco (p.23)... Desde dentro, como apunta la etimología de la palabra, destaca que esa creación del espacio se hace desde la casa, desde el espacio doméstico de una habitación, con la última barrera de las ventanas, de la luz velada, así que lo que se muestra muchas veces es una impresión, una intuición de lo que es probable que suceda al otro lado. Un juego, porque ese nuevo espacio está cerca y distante por momentos, se desplaza desde la experiencia a la probabilidad.
Es un nuevo espacio y un espacio que ha convivido a la vez con el autor desde el inicio, un espacio moral, donde la mentira también se muestra como identidad: Las mentiras crean monstruos -dices, respiran el tiempo justo en el que te das cuenta de su poder de devastación. Sólo entonces estás en el lugar y la hora para convertirte en aquello que abominas. O en la página 21: Una vez que entro en el mundo de los ojos cerrados y prometo decir la verdad Y nada más que la verdad. O cuando afirma: Amigos inseparables para lo malo y para lo peor. Lo curioso de este recurso es que todo viaje implica un desplazamiento. Además como los viajes del siglo XXI, los viajes de la clase media no son una estancia definitiva, es una temporada en Abintra, como anuncia el título. Además este desplazamiento, que por lo normal en los poetas se asume como previsible, no nos da respuestas, porque esta edición de “Poeta en Abintra” nos deja preguntas, como la buena poesía, cuestiones como por qué llegar, desde dónde, veintiuna razones entre otras cosas para llegar a Abintra que son aludidas pero no enunciadas, para que el lector complete ese espacio desde su propio viaje hacia su propia Abintra. Eterno, insondable y cautivador Cuanto miro, Menos este rostro que al trasluz aviva, Enmudece y me trae aquel otro. Sin duda alguna, Algo más de cuarenta años juntos Ayuda a que el roce haga el cariño. Salvadas nuestras diferencias, Amigos inseparables Para lo malo y para lo peor, Aunque el don natural que uno dispone Para la belleza Al otro le parezca una ventaja inmerecida. Cuando nos conocimos era miércoles -me cuentan- Y llovía a las ocho y pico de la mañana. ANTONIO AGUILAR. CANCIONES PARA EL DÍA DE DESPUÉS (Huerga & Fierro, Madrid, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Antonio Aguilar poetiza en “Canciones para el día de después” el tema de la separación amorosa. No lo hace como un arrebato lírico de dolor que se manifiesta visceralmente en la escritura, sino con una intención reflexiva que pone en cuestión tanto la propia identidad como la necesidad o conveniencia de la escritura o poetización de ese doloroso hecho biográfico. El propio poeta, en el prólogo, aclara esta distancia sentimental del hecho poetizado: “Ahora a los cuarenta y pico años, lejos ya en el tiempo y en los sentimientos del hecho que propició su escritura urgente y necesaria (así, al menos, lo percibí), con una vida en feliz equilibrio, padre, amante entregado, me veo, sin embargo, tentado de nuevo a publicar estos poemas.” En el breve pero iluminador prólogo, también nos aclara el autor la ascendencia literaria de estos poemas, es decir, declara públicamente las influencias más directas a la hora de poetizar una separación amorosa, nombrando a Anne Carson, Margaret Atwood, Kathleen Raine e Isla Correyero: “La lectura de las primeras me legitimó para tratar este tema mientras que la reciente aproximación al libro Hoz en la espalda me dio la determinación necesaria para que ahora se publiquen estas Canciones para el día de después.” Pese a esa declaración, hemos de advertir que este es, claramente, un libro de Antonio Aguilar, y que esos referentes sirven más como excusa para “atreverse” a llevar la cuestión del divorcio o separación al terreno poético, que como una influencia directa de tipo estilístico o de tono poético. La referencia a Anne Carson, así como esa estructuración del poemario en partes marcadas por la distancia temporal, podrían hacer pensar que la primera (“Canciones”) parte estará llena de una emoción directa, desgarrada, narrativa (como la de “La belleza del marido”) y que es en el apartado “Década” donde aparece ya la reflexión serena apaciguada por el paso del tiempo sobre la herida. Pero no es así. Porque la actitud poética de Antonio Aguilar está (casi siempre) muy lejos de la de Carson. Predomina en él un tono siempre mesurado, que huye del desgarro y lo exaltado. Y, sobre todo, no hay apenas elemento narrativo, aparición de anécdota directa: el poeta elabora, convierte todo hecho biográfico en símbolo que brilla en el poema de forma universal, sencilla y profunda a la vez; más cerca de Machado y de Rosillo que de Carson. El poema-prólogo que se sitúa al comienzo del libro es muy ilustrativo de lo que acabamos de señalar: “Ya no hay belleza entre nosotros, / un erial, un jardín de invierno / con sus flores quemadas por el frío.// Esta ceniza es parca. / Sin elocuencia, el tiempo / dibuja trazos / deshilvanados.” Un primer verso que sitúa el presente como el tiempo de la negación y la ruptura (“ya no”) y que supone, por tanto, la negación del “nosotros”, del pronombre que une amor e identidad. Y, a partir de ese elemento directamente enunciado, biográfico y narrativo, entra el elemento simbólico: los espacios sin vida, dominados por el frío; la presencia del tiempo, como personaje protagonista, como sujeto (“el tiempo dibuja”) y, sobre todo, la idea de la ausencia de significado, de forma, el dominio de lo informe que será una constante en todo el libro: “trazos deshilvanados”. Si extraemos esos elementos simbólicos que el poema-pórtico presenta al lector, y buscamos su presencia a lo largo del poemario, veremos la fecundidad con la que operan. Además, tanto el primer poema (es decir, el siguiente al poema-pórtico) como el último introducen la figura de Orfeo. Esto convierte todo el libro y, por extensión, todo el proceso de la separación, en una especie de reverso de dicho mito. Mientras que en el “original” Eurídice muere y Orfeo, que no puede soportar la separación, desciende al Hades para rescatarla e intentar llevarla de nuevo al mundo de los vivos, en “Canciones para el día de después” nos encontramos con esta variación: “Se levantó y apenas hizo ruido. / Arrastró su maleta hasta la puerta. / Un tropel de caballos negros cercenó / la luz de la mañana. / En esa luz sin alba / no fue capaz de descender al hades / detrás del sueño de una eurídice cualquiera.” Como vemos, este Orfeo abandonado no persigue a su Eurídice, que marcha esta vez por propia voluntad. Pero, pese a que no la siga hasta el inframundo, sí encontramos un espacio que se llena de elementos infernales, como si hubiera sido arrastrado tras ella hacia un mundo que no es, ciertamente, el de los vivos. Al final, en el último poema del libro, que hace referencia directa al primer poema citado aquí, Orfeo reaparece, podríamos decir que “victorioso”: no porque haya recuperado a Eurídice, sino porque ha salido del infierno: “Hace diez años / un tropel de negros caballos cercenó / la luz de la mañana.(...) //Las palabras dejaron de ser un círculo / para ser una línea recta. // En el jardín los perros daban caza / a las serpientes. // Orfeo sale de la noche. // Ahora igual que las palabras / la vida fluye en una dirección / que evita el círculo.” Si el infierno, según Dante, es circular, todos los poemas que anteceden, todas esas vueltas y recovecos en los que se intenta comprender, explicar, situar, serían los círculos infernales. Salir del infierno, salir de la noche, es romper ese círculo, buscar la línea recta. Es decir, buscar el futuro sin mirar, como Orfeo, hacia atrás, asumiendo que tanto Eurídice, como el Orfeo que desesperaba por encontrarla, ya no existen y pertenecen para siempre a esos infernales círculos que ya quedan atrás. Todo lo que queda entre estos dos poemas, es decir, el libro, sería, según este esquema mítico que propone Antonio Aguilar, un recorrido por un “hades particular”, por lo que la topografía simbólica de “Canciones para el día de después” es ciertamente infernal. Así, abundan los lugares sin vida, los espacios inhóspitos, antónimos de hogar. Parece querer decir que la pérdida de identidad es también la pérdida de los espacios donde se había construido una identidad ahora en crisis. Así, nos encontramos con el hotel hopperiano (“Imagina un paisaje sórdido, / una calle de extraños ventanales, / de ojos oblicuos.// Piensa en Edward Hopper” Habitación de hotel), el erial (“Las manos escarbaban / en un erial, en un baldío informe” Canción de los contrarios), la carretera en la que te pierdes tras ir por una autopista (“y ya es de noche y hace tiempo / que abandonaste la autopista.” Canción de la muchacha de provincias)... En la tercera parte, esos espacios de lo inhóspito e informe dan un giro hacia la reconciliación; así sucede con el solar en obras que, junto a la desolación propia de ese tipo de espacios, añade ahora, diez años después, la idea de la esperanza, de futuro, que pasa por la aceptación de uno mismo, del nuevo estado de la metamorfosis: “¿Qué te deparará este día?/¿Qué nueva y venturosa construcción / anidará en el solar?/¿Quién te amará que no seas tú mismo?” El frío es el ambiente simbólico que domina en el espacio de la ruptura porque supone la pérdida de la calidez del hogar, del nosotros. Para el poeta, la soledad no solo es inhóspita, también es fría (“Es como ir sobre un campo / agostando la nieve pura” Canción del frío) (“La luz de la mañana es limpia, / pero hace frío.” Las palabras eran el límite) Pero, al margen de esos espacios inhóspitos-infernales, el gran eje semántico y simbólico de “Canciones para el día de después” es el de la transformación, la metamorfosis. Como hemos visto antes, el mundo, antes amable, tras la marcha de Eurídice se transforma en infierno. Y todo, absolutamente todo, está tocado por esa idea de metamorfosis, porque ya nada es lo que era o nada es como era, tampoco el propio “yo poético”. Así lo vemos en el poema “Caracolas”, donde la caracola sufre una transformación de elemento musical a anuncio funesto: “Ya no guardaba la canción del viento, / era la boca desdentada del oráculo”. También ocurre con la nieve, que se transforma de belleza suprema en “río de agua turbia que se cuela por los sumideros”, incluso con un suéter (“Este ovillo de sombras / fue el suéter de tu vida.”) En cierto modo, hay una transformación “original” que mueve y provoca todas estas metamorfosis de lo bello en lo terrible: la de Eurídice en el primer poema, que pasa de viva a muerta; de esposa de Orfeo a esposa de la muerte, de propia a ajena. Esos cambios están relacionados con el tiempo, otro elemento muy presente en este libro. El tiempo como protagonista, como dios que provoca esas transformaciones dolorosas, esas metamorfosis imprevistas, caprichosas: “Conmueve todo lo que cambia, / lo que tiene principio y fin y punto medio.” Esa presencia del tiempo como elemento divino, superior, que rige y transforma las vidas aparentemente estables y seguras de los mortales en un caos infernal, otorga a la separación un muy interesante componente trágico, que evita el juego de culpables y humanas miserias. La separación es trágica, inevitable, parece decirse, porque los humanos, la pareja, es un elemento pequeño, frágil, siempre a merced de “los elementos”. Es por esta razón por la que también el libro se llena de tormentas, de vientos, de todo tipo de elementos que simbolizan ese golpe ajeno, de la naturaleza o de los dioses, que arranca lo que parecía estable, que se lleva los tejados de las casas que parecían sólidos y dejan a los hombres en la intemperie: “(...) y la historia fue sencilla / y llanamente un vendaval donde las partes / ya no fueron un todo. / Y cómo no sentirse vulnerable, / cuando la primavera desbarata / los planes del verano venidero / y el verdor de unos tallos se malogra. / Qué poco pesan nuestras decisiones. / En el fondo tan solo celebramos / el mañana de un todo que es incierto / y que la propia nada olvidará / en una casa a las afueras del poema.” (Canción de los contrarios). En otros poemas el vendaval se transforma en tormenta (“Fue la tormenta, fue el cansancio, la desidia / y no fuiste capaz de presentirlo.” Canción del miedo). Y, sobre todo, en ese infierno que habita Orfeo, al que ha sido arrojado por el tiempo, por el vendaval, lo que predomina es la idea de la pérdida de identidad (“¿Quién no seré en la voz de las palabras?”), que se refleja poéticamente de muchas formas, pero especialmente en la presencia constante de la idea de “lo informe”, lo indefinido, así como en la idea de la desorientación. Si la vida con Eurídice era un espacio seguro, una línea recta en la que el futuro estaba siempre presente y siempre a la vista, la desaparición de Eurídice provoca una doble desorientación: no solo desaparece la línea recta del futuro, que se convierte en algo incierto e indefinido; también desaparece o se enturbia el pasado: todo debe ser repensado, redefinido (“No encuentras una forma para todo, / nadie podrá decir así pasó, / estas fueron las cosas que pasaron, / ya nunca más, / o al menos nunca más de esta manera.” Las palabras eran el límite). Hay, como en el poema titulado “La belleza del marido”, que contar, es decir, reinventar, la historia; crear a los personajes que la protagonizaron, con respeto, con distancia. Y esa distancia con quien se pensaba que era una mismo, y con quien se pensaba que era parte de un “nosotros”, es lo que produce la desorientación. Se pierden las coordenadas de la identidad, y entonces hay que crear un mapa, como en el poema “El mapa”: “De pronto tienes que construir un mapa”, es decir, volver a un mundo distinto, es decir, también, inventar, recrear un pasado y, sobre todo, crear un presente y un futuro: “Pero un mapa también / debe tener sus puntos cardinales, / no lo olvidas, un punto al menos / al que poder llegar, de noche / con los ojos cerrados / como quien vuelve a casa.” Por eso, junto con la indefinición y la desorientación, la otredad, la sensación de que toda identidad es otra cosa, de que todo puede ser transformado, es otra constante: “Mi nombre era otro, / otra mi casa, /(...)otro mi amor / otro mi cuerpo, / la forma de mi entrega, / otro este yo, / la segunda persona, / la tercera, la cuarta.” (Canción del otro)
Como de la experiencia de la separación, Antonio Aguilar sale de este libro reforzado y redefinido como poeta. Es un gran libro, en el que se respira inteligencia, sensibilidad y originalidad en cada verso, en cada poema. Siempre con esa ausencia de estridencias típica de su poesía, que tanto en la celebración como en el dolor busca la armonía, la forma perfecta que apela a lo más noble del lector, que nunca infantiliza a sus lectores con exhibiciones sentimentaloides, sino que los eleva al lugar donde habita lo mejor de la poesía: (auto)conocimiento, contemplación, perplejidad, emoción, como demuestra, por ejemplo, este poema, titulado “La belleza del marido”: De contar nuestra historia, me dije, debes ser honesto, ser indulgente en la medida en que esta también es suya, la mitad que nadie va a contar, la mitad de cada línea que ahora duerme en otro cuarto de otro poema de otro libro. De hacerlo, dije, inventa un nombre, una ciudad, escribe en la tercera persona de los cuentos, una distancia, dije, que te sea si no un peso liviano al menos una carga que puedas soportar, sé indulgente con ella, dale el aura de la inocencia, di que al menos no supo lo que hacía. ANTONIO RODRÍGUEZ JIMÉNEZ. ESTADO LÍQUIDO (La isla de Siltolá, Sevilla, 2017) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ La poesía actual, seguramente como la de cada época, tiene un reto que además no puede ser orquestado, sino que es individual, de autores dispares, y que han de resolver desde distintas situaciones. Más que el equilibrio se trata de encontrar la sintonía entre la tradición y la contemporaneidad. Salir de la pura repetición aportando algo que tenga el sello de los tiempos actuales. Hay propuestas de urgencia y que a veces, como sucede ahora, incluso tienen la aceptación de un público que no desprecia a la tradición, sino que más bien la desconoce y cae con frecuencia en la ingenuidad de recorrer un camino ya transitado como si lo estuviera inventando (como sucede ahora con cierta poesía de un romanticismo anacrónico al que apenas le queda algo del ímpetu del Sturm und Drang). Otra cosa son propuestas como las de Abraham Grajera con O futuro (Pre-Textos), José Luis Piquero y Tienes que irte (Isla de Siltolá), Gabriel Insausti con Línea de nieve (Pre-Textos), por citar tres libros con los que he disfrutado de una manera especial en el último año, y ahora Estado líquido de Antonio Rodríguez Jiménez. Antonio Rodríguez Jiménez ha conseguido un equilibrio interesante entre una concepción poética ya claramente asentada, tradicional en el mejor de los sentidos pero agotada —no tanto para el lector (la buena poesía siempre sale a flote) como para el creador— y una visión del mundo moderna y contemporánea. Por ejemplo, Estado líquido se abre con “Espectadores”, una sección del libro donde el mundo que aparece reflejado es el de la proximidad familiar, con una acerada visión del porvenir que no anula la ternura de ciertos poemas sino que le da un nuevo sentido de resistencia. Tal vez el primer poema, ‘La sombra del ciprés’, evoque una sombra literaria más que una experiencia con ese giro último que introduce la certeza del “ingrato futuro”. Poemas de resistencia, combativos desde el vientre, desde la foto de familia como en el poema ‘Pequeña soñadora’ o ‘Diversidad funcional’, entre otros. Pese a este tono, hasta cierto punto emparentado con la elegía de finales del siglo XX, el poeta sabe darles un tono actual, sin exhibición formal, que fluye con un lenguaje claro pero medido, sin que eso asfixie a los poemas con un exceso de formalismo al que ya pudiéramos estar acostumbrados. No es ya elegía, es combate, certidumbre de la barbarie. Oxígeno es la palabra que me evocan, ciertos temas rayanos en el tópico, pero con un nuevo aliento. Se nota que Antonio Rodríguez Jiménez es un poema con formación, es decir, con eso que últimamente no vemos en muchas propuestas, un poeta que reconoce la belleza de las lecturas, que deja de pronto un eco voluntario de la tradición como ese “bordón de risas” casi hernandiano, por ejemplo. Ese conocimiento es una de las claves para que el poeta no caiga en la ingenuidad de inventar lo ya inventado y ponerse en evidencia. Por el contrario, si evidencia algo es su disfrute inteligente y el aprovechamiento de aquello que aprendimos con el placer contagioso de leer. En la segunda parte, “Fábula”, hace más explícita esta poética, pero sin desvelar del todo algo que es más una pregunta que una respuesta, el sentido que pudiera tener para el poeta la escritura («No rompas el misterio de saber lo que escondes»), aunque en poemas como ‘Estado líquido’ es claro y contundente. El libro se cierra con una tercera parte, “Tierra firme”, donde toma forma algo que aparece ya desde el inicio, el compromiso ético con la realidad. No es poesía social, es poesía humana, una crítica de la barbarie. Y esta idea lo emparenta claramente con la propuesta de otro poeta albaceteño, amigo de Antonio Rodríguez Jiménez, y al que dedica el impresionante poema ‘A’. Aquí también encontramos esa fruta comprada en el mercado y que la actualidad amarga, como en Barbarie de Andrés García Cerdán, hasta la inquietud y el dolor humano. La barbarie, que ya aparece en los poemas de la primera parte de forma concreta, aunque vestida con la familiaridad de lo cercano y que evidencia el poema ‘Los bárbaros’ con el que se inicia la segunda parte. Esa barbarie que no nos es ajena, que forma parte de nosotros y que el poema intenta mirar cara a cara.
Cómo seguir escribiendo poesía y ser contemporáneos a la ternura y a la barbarie de nuestro tiempo. Tal vez haya otras maneras de resolver este dilema, pero no están en Estado líquido. Me preparé a conciencia para decir lo mismo que ya habían dicho muchos, pero eso ahora da igual: me voy fundiendo como todos vosotros en un magma sin nombre ni función, torrente líquido que pronto será piedra o polvo o nada y no se quejará. Es el destino. RUBÉN SANTIAGO. ULTRAMAR (Malbec, Cartagena, 2016) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ La editorial Malbec ha publicado Ultramar, ilustrado por Jorge Fin y con prólogo de Dionisia García. Rubén Santiago nació en Cartagena, como dice la información biobibliográfica de la solapa, es maestro de educación especial, logopeda y psicopedagogo. Aunque ha publicado en obras colectivas y han aparecido sus textos en revistas como La gárgola o Manifiesto azul. Esta es su primera obra individual. Ultramar es un libro de microrrelatos. Mucho se ha dicho ya de este género, que es novedoso en la vigencia de un género en realidad muy antiguo. El propio Basilio Pujante, autor de Recetas para astronautas, hizo su crítica del libro de Santiago y habló, como hace Dionisia, de esa característica propia del género que lo sitúa, resumiendo, entre la narración y la concisión poética. No me repetiré. El libro Ultramar es una novedad pero tiene ya su rodaje feliz. Numerosas presentaciones acompañadas de público y con algo muy especial, algo que no deja de ser una proyección del propio autor: cuidado, cariño e inteligencia. Cuidado, cariño e inteligencia ya desde la expresión, algo que no debería ser noticia, pero que lo es, ya que no siempre se observa y es especialmente molesto en aquellas publicaciones con pretensiones literarias. Si el libro de Pujante estaba ordenado de una forma curiosa, desde el relato más breve al más extenso, ese relato de la suplantación y sus consecuencias, en este caso Santiago ha optado por bloques bajo un título común que le da cierta unidad temática, pero muy subjetiva en última instancia, como sucede en la propia vida, no es fácil parcelar y en última instancia esa parcelación, estudiada en este caso, responde a criterios más o menos personales. “Los inicios”, “Los misterios”, “Los descubrimientos”, “El vapor” y “Los desafíos”. El inventario de lugares marinos en el libro es interminable, fruto de una vasta cultura entre lo popular y lo literario: marineros, piratas, autores enzarzados en batallas acuáticas, caracolas, vientres de ballenas, Venecia, tsunamis, tatuajes, capitanes con garfios, buzos, corsarios, tritones, balleneros caníbales, Nautilus, apps para la navegación, ballestillas, astrolabios, botellas con mensajes, barcos fantasmas y textos desaparecidos, Moby Dick, patos de goma (amarillos), Julio Verne, La Antártida, Platón, el Titanic... tienen cabida en el libro, aparte de la hermosa reproducción del African Queen, con Bogart fumando en la popa, que también tiene su sitio en este libro, por eso de los ríos que van a dar a la mar, aunque en la película desembocara en un lago. Me gusta pensar el libro como un gran juego de la oca, un puzle de casillas que son un viaje. Textos breves, conclusos, pero que van dando saltos de unos a otros, enlazados por la poderosa evocación de sus elementos. Saltos que no siempre se dan en el libro, que en ocasiones suceden en el lector, resortes para hilvanar un largo tablero que al final es la visión del camino de la vida totalmente contemporánea que tiene Rubén Santiago. Ese inventario de lugares comunes es uno de sus grandes aciertos, no por ser prolijo o imaginativo, que lo es, sino porque es el anzuelo para establecer la complicidad con el lector. No está por tanto el mérito solo en los elementos sino en esa forma de usarlos para atraer y conseguir eso especial que tienen algunos libros y que es que el lector no solo quiera leer el libro, sino que no pueda dejar de leerlo, lo que en un libro de microrrelatos, que por su naturaleza es exigente con el lector, que tiene que actualizar y concluir en cada página las expectativas del mundo de ficción, es un logro. Además, este uso nada pedante —al contrario, integrador, como es la cultura—, expuesto con un afán popular, dando por sentado que son espacios conocidos, también fomenta la identificación con el lector que siente suyo el libro, con esa sonrisa de verse reflejado, cómplice lector de unas referencias que también son las suyas. Entre la oca (o los patos de goma made in china) y el azar de abrir el libro por cualquier página, se despliega un discurso radicalmente actual, con voluntad de conmovernos, concienciarnos, agitarnos, que nos da la potestad de estar dentro de Ultramar con el linaje de los piratas que se rebelan, porque hay mucho de rebeldía en este libro, una rebeldía amable pero perspicaz e innegociable. Como Cervantes, Dickens o Dostoievski, así a lo grande, es bondadoso pero no por ello edulcora la realidad sobre la que focaliza la atención en cada momento. Porque los relatos de Rubén Santiago no niegan el crimen y su castigo, su mirada nos devuelve una foto diferente, tamizada con la luz del asombro, con la del perspectivismo y con la luz del humor que es aquí un elemento más de persuasión, porque Ultramar quiere algo de nosotros, pero eso ya no está en mi mano, eso lo tendrá que descubrir el lector.
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