LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ. PUERTAS DE ORO (Ars Poetica, Oviedo, 2020) por JUAN LOZANO FELICES VIGENCIA, ENFOQUE Y PERSPECTIVA DE LA OBRA POÉTICA DE JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ. UN RÉQUIEM POR LA BELLEZA. Lo he contado alguna vez. Estaría dispuesto a jurar que, joven e impresionable como era entonces, cuando cayó en mis manos aquel añejo ejemplar de Museo de cera de la Editora Regional de Murcia, algunos de sus poemas me produjeron palpitaciones, vértigos y otros síntomas cercanos al síndrome de Stendhal, tal como si acabase de salir de la Santa Croce. Al explorar por primera vez la extensísima producción literaria de José María Álvarez, se puede constatar que la experiencia artística, como numen de su obra, no deja de estar presente en uno solo de sus libros. El arte y la experiencia individual, sensorial y transformadora de su contemplación es un aspecto troncal de su obra, que se ramifica hacia la historia, la anécdota personal, el deseo, el sexo, la literatura, la belleza, la impronta de ciertas ciudades... En cualquier caso, el acercamiento meramente intelectual a su obra resulta insuficiente y hasta desatinado, ya que, a su propio decir, «el arte es emoción y encanto». Poesía celebratoria de la belleza, de la inteligencia y del arte, como suerte de ingénita trinidad que se funde con la propia vida. Una vida que Álvarez decidió vivir «gozosamente y con elegancia»; lo que, por otra parte, implica una independencia absoluta, ajena a modas y banderías. Por ello, tampoco andan desatinados aquellos que mantienen que la propia vida de José María Álvarez es su mejor obra. A la vez que su obra se nutre y sustenta en el arte, Álvarez ha hecho de vivir un arte. Mientras que, por lo general, un poeta sólo tiene tal condición cuando está escribiendo, estoy convencido de que Álvarez es también poeta cuando arregla su jardín de Villa Gracia, cuando escucha Le nozze di Figaro, cuando se sienta en un café del boulevard Saint Germain o al pasear por Venezia, cuando ya ha partido el último vaporetto. Si uno se dedica a indagar sobre nuestro autor al albur de Google, a buen seguro le llegará, en curiosa y confusa miscelánea, todo un tropel de epítetos, algunos contrapuestos, adjudicados a él o a su obra: culturalista, elitista, pagano, esteta, reaccionario, anarquista, liberal, dandy, radical, hedonista, procaz, aristocratizante, vitalista, aventurero del placer, alquímico, venecianista, erotómano, decadente... Si se quiere saber sobre él, lo mejor es ir directamente a los poemas, ellos hablan por sí mismos, y a los libros de conversaciones con Alfredo Rodríguez, que son una delicia y aportan claves decisivas sobre su obra y nos alumbran. Yo veo, leo ahora a Álvarez, como si fuera un renovado y crepuscular príncipe de Salina, como espectador de un mundo que desaparece bajo la losa del acomodo, la baratería, el fraude político y la mediocridad en todos los ámbitos. Nadie mejor que él mismo lo ha explicado en palabras de Flaubert: Estamos entrando en un mundo horrible donde las personas como nosotros ya no tienen su razón de ser. (1) La poesía de Álvarez no ha dejado de tener vigencia en todo este tiempo, ni siquiera cuando la poesía ochentera de la experiencia vino a hacer tabula rasa sobre la diversidad poética imperante hasta ese momento y pese al ninguneo a que el poeta se ha visto sometido por las instituciones de cualquier signo político. Supongo que es el precio que pagar en la lucha por mantener uno su independencia artística y personal y el llamar a las cosas por su nombre. La poesía de José María Álvarez, pese a sus detractores, está más presente y cobra más actualidad que nunca. Cada nuevo libro suyo es para sus seguidores, un carnero sacrificado que nos convierte en aurúspices. Antes de ocuparnos de la novedad que supone la antología de reciente aparición Puertas de oro bajo edición del poeta navarro Alfredo Rodríguez, repasemos someramente la trayectoria poética alvareziana, que servirá también para contextualizar el panorama poético en que se mueve nuestro autor. Aunque ya hay muestras de su poesía a mediados de los años sesenta con Libro de las nuevas herramientas (El bardo, 1964), no será hasta su inclusión en la antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles (Barral, 1970) cuando Álvarez adquiera un amplificado eco crítico. La aparición de la mediática y controvertida antología de Castellet y de otras coetáneas marcará un punto de inflexión en la poesía española y nos sirve para datar un relevo generacional con poetas como el propio Álvarez, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Luis Antonio de Villena, Antonio Colinas, Luis Alberto de Cuenca, Jaime Siles, Jenaro Talens... Un año después saldría a la luz 87 poemas, selección de la obra poética inédita hasta ese momento: los libros Museo de cera (Manual de exploradores 1960-1969) y Lectura de la consumación (Oh, hazme una máscara 1969-1971). Se considera este 87 poemas como proto-edición de Museo de cera; a la que, en una suerte de suma y sigue, seguirán otras ediciones ya bajo ese título genérico e integrador (La Gaya Ciencia, 1974; Ediciones Peralta-Libros Hiperion, 1978; Editora Regional de Murcia, 1984 y 1990; Visor, 1984; Renacimiento, 2002 y 2016). Por si fuera necesario, aclaro que Museo de cera, recoge, desde la hora fundacional de su poesía y a modo de work in progress, toda su obra posterior, trasvasándola desde sus libros individuales y con un orden que no es cronológico sino temático y sentimental, hasta 1999: La edad de oro (Editora Regional de Murcia, 1980), Nocturnos (1983), El escudo de Aquiles (1987), Tosigo Ardento (1985), Signifying nothing (1999), El botín del mundo (1994), La serpiente de bronce (1996) y La lágrima de Ahab (1999). Ya entrado el siglo XXI, consolidada su relación editorial con la sevillana Renacimiento, nos legará una serie de poemarios fuera del ámbito de Museo de cera. Estos poemarios son Sobre la delicadeza de gusto y pasión (2006), Bebiendo al claro de Luna sobre las ruinas (2008), Los obscuros leopardos de la Luna (2010), Como la luz de la Luna en un Martini (2013), Seek to know no more (2015) y Una desamparada hermosura (2018), por ahora su última entrega poética, además de la mencionada nueva edición, hasta ahora definitiva, de Museo de cera (2016). El poeta ha declarado en alguna entrevista su intención de que, al final, toda su obra poética pase a formar parte de este libro, a modo de Summa Artis. Aclaro de nuevo que hablamos sólo de su trayectoria poética, dejando a un lado por esta vez, su obra narrativa, ensayística, diarística y memorialística y su contribución como traductor, en nada desdeñable. A modo de ejemplo en esta parcela, lejanas ya en el tiempo referenciales traducciones de la poesía de Kavafis, de los Sonetos de Shakespeare o de la poesía y parte de la narrativa de Stevenson, Renacimiento ha lanzado recientemente su traducción de King Lear. En los últimos años, José María Álvarez ha sido objeto de un especial y renovado interés por parte de los lectores. En muy poco tiempo, han visto la luz tres antologías monográficas, dos a cargo de Noelia Illán, El oro de los tigres (Balduque, 2015) dedicada a las ciudades que ama el poeta, y La mirada de la esfinge (Olé, 2019) que centra el foco en el amor sensual. En una vuelta de tuerca, Alfredo Rodríguez nos ofrecerá una antología dedicada a los poemas venezianos bajo el título El vaho de Dios (Renacimiento, 2017). Así mismo, en 2019, de nuevo la cartagenera editorial Balduque, y prologado por Alfredo Rodríguez, nos ofrecerá un grueso tomo de más de un millar de páginas donde se agrupan los diarios del poeta, desde 1992 a 2015. Por último, la siempre exquisita editorial Nausícaä editó también el pasado año el ensayo La insoportable levedad de la libertad, en el que se contiene su testamento ideológico. Por si esto fuera poco, acaba de salir esta amplísima antología poética, bellamente editada por la ovetense Ars Poetica en su colección Beatus ille. Ars Poetica, bajo la exquisita dirección de Ilia Galán, se ha convertido por derecho propio en una de las propuestas editoriales más sugestivas del panorama literario en España. La colección Beatus Ille, donde se incardina la antología de Álvarez, cuenta ya con espléndidas ediciones de clásicos de nuestro tiempo, tanto en obras recuperadas como en obras inéditas, de autores castellanos o extranjeros vertidos a nuestro idioma en traducciones de toda solvencia. La antología recogida en Puertas de oro, como ya hemos comentado, está a cargo del poeta navarro Alfredo Rodríguez, gran especialista en la obra de Álvarez y que ha llevado a cabo también, hasta ahora, tres volúmenes de conversaciones, editados en Renacimiento; a saber: Exiliado en el arte. Conversaciones en París (2013), La pasión de la libertad. Nuevas conversaciones en París (2015) y Nebelglanz. Últimas conversaciones en París (2019). Y digo bien hasta ahora, porque, en una reciente entrevista, Alfredo Rodríguez anuncia un cuarto volumen de conversaciones llevadas a cabo en Venezia bajo el título Antesalas del olvido. Puertas de oro, que cuenta con más de 350 páginas, encabezada por un amplio estudio preliminar a cargo del propio antólogo bajo el título El sueño de la cultura. Este texto, dividido en cuatro partes (Vida de un poeta verdadero; Entradas para el Museo de cera; En las alas y galerías del museo; Después de cerrar el museo) se articula como una completa introducción sobre la vida de Álvarez, las fuentes y naturaleza de su obra y un recorrido por ésta. El texto se complementa con una bibliografía esencial utilizada para confeccionar el prólogo y en la que me honro en aparecer con dos textos publicados en su día en la extinta revista digital La galla ciencia. Poco ni mejor se puede decir tras estas sugestivas páginas de Alfredo Rodríguez, preñadas de interesantes y lúcidas reflexiones sobre la obra del maestro. Una antología total como la que realiza Alfredo Rodríguez es, quizás, sin restarle interés a las mencionadas antologías temáticas, la mejor forma de acercarnos a una obra pensada y concebida como una totalidad. Salvo error por mi parte, creo que no existe una antología alvareziana de estas características. Constituye, sin duda, una inmejorable y extraordinaria puerta de entrada a la obra de José María Álvarez, como suerte de versión reducida de Museo de cera y de su obra poética posterior hasta hoy. El título de la antología, Puertas de oro, se corresponde con el título de un poema de Álvarez sobre la caída de Constantinopla. El asedio final a la ciudad por los turcos terminó con el último vestigio del Imperio Romano de Oriente y con el fin del mundo tal como era conocido. Por aquellas puertas también se abrieron las puertas a la expansión del imperio otomano, frenado a las mismas puertas de Viena. El título escogido por Alfredo Rodríguez para su antología cobra, a la vista de la situación en Europa, valor exegético, pues también ahora, Occidente afronta su propio derrumbe. Volviendo al principio de este texto, en aquel tiempo en que me acompañó aquel ejemplar de Museo de cera como libro de cabecera, pensé que me encontraba ante una poética hímnica, celebratoria de la belleza, y así debía ser. Sin embargo, con los años ha variado mi perspectiva sobre la obra de Álvarez y la encuentro elegíaca. Ya no sé si hemos llegado al término del día, si aquello que contemplamos en la juventud como un amanecer ha llegado al crepúsculo o si, en realidad, fue un hermoso ocaso que confundimos con un amanecer. Si toda la obra de Álvarez no será un gran réquiem por la belleza y el goce que nos ha dado el Arte a lo largo de los siglos, un réquiem por el derrumbe de occidente. Si la belleza será capaz esta vez de salvarnos o si nos hundiremos con ella y sus ruinas. Si la Civilización podrá existir sin la conexión que la une a una tradición que nos ha legado la catedral de Notre Dame y la Capilla Sixtina, a Homero, a Praxíteles, al autor anónimo del Cantar de Mio Cid, a Shakespeare, a Bach, a Mozart, a Miguel de Cervantes y a Tiziano. Esta recapitulación de la obra poética de José María Álvarez, previa a la aparición de su último poemario a punto de ver la luz, Música para el funeral de la libertad y el anunciado libro de conversaciones en Venezia, me hacen pensar en una trilogía testamentaria. Como si el crepúsculo veneciano, incendiando sus cúpulas, fuese a ser el escenario de una despedida anunciada. Después de todo, los bárbaros ya están legislando. (1) Prólogo de José María Álvarez a La pasión de la libertad (Nuevas conversaciones en París), Alfredo Rodríguez, Renacimiento, Sevilla 2015.
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MARTÍN PARRA. LOS DÍAS REITERADOS (Ars Poética, Madrid, 2018) por MIGUEL-ANGEL REAL LOS NUEVOS LÍMITES DE LO COTIDIANO Martín Parra vuelve a demostrarnos que es un escritor del riesgo. Su nuevo trabajo, siempre lindante con el surrealismo, no es la obra de un escritor adepto de escritura automática y vacía, sino la de un imaginero del idioma, que cincela las páginas para recrear constantemente la lengua y hacer estallar connotaciones. La libertad que provoca en la relación entre los significantes y los significados permite ofrecer al lector un mundo original, personalísimo en su expresión: Hay que restar, roer detrás de las imágenes; basculen así con riesgo de marco roto. En “Los días reiterados” hay a veces un desdoblamiento del yo, y en ese diálogo contra un probable alter ego (tal vez el Martín/Nitram al que al autor nos acostumbró en “Camille, viñeta amorosa” (Queimada Ediciones)) hay todo un trabajo en el que el objetivo de la escritura es luchar contra el absurdo que acompaña el paso de los días y rechazar la indiferencia, como remedio para poner de relieve tanto los sentimientos más profundos como los pequeños detalles que pueden resultar salvadores: Las ambiciones que caben en una postal no son tan pocas, pequeñas; conforme abren camino, se desalojan de la miniatura y verlas coger cuerpo revista morbidez del propio. El libro es fundamentalmente una reflexión sobre el oficio de escribir, pero sabiendo que la palabra es frágil y que de su elección certera depende nuestra visión del mundo: caos o cosmogonía, quién sabe Aquí un desperfecto, un tiempo repetido, ¡un hombre! Porque tras intentar resolver la ecuación compleja que nos propone la existencia, el día a día, se ve que vivir vale la pena y que el hallazgo del sentido vital (si existe) se encuentra entre los desperfectos: el hombre que describe Martín Parra es responsable tanto de la búsqueda de una razón de seguir adelante como de los errores repetidos. En cualquier caso, todo es válido, excepto la inacción, para ir al menos hacia las preguntas: ¿Será la vida una obsidiana tan fácil? ¿Un collar de cuentas de pasta vítrea? Sea como sea, hay otro aspecto fundamental en la obra de Martín Parra: huir de la norma, del condicionamiento social, para vivir su propio ser o su propio desorden. Y ante todo, dar fe de ese supuesto no encajar en los moldes que se nos proponen; contar su experiencia y adentrarse en el lenguaje huyendo (o para huir) de los estereotipos.
Procuremos vivir en voz alta. (…) De ser neceseario, una afonía ¡ya! Nos acuda, impida terminar un discurso, revista quiebras en cada uno de estos perfiles. Se adentra así el autor para nuestro deleite en una misión de escritor no convencional, que no cesa de dudar sobre el papel que le corresponde para terminar convenciéndose (tal vez) de que expresarse es dar una coz viva. Todo ello en un estiloque debe mucho a Umbral o a Mallarmé, en el que ferocidad y temblor constantes provocan una tensión estética estremecedora, en todos los sentidos. Yo no quiero vivir nunca en vida declarada, yo quiero mi monstruosidad. Pero ese desafío permanente, ese desmarcarse es por supuesto una manera de respirar: porque en realidad la forma digerible de cultura con la que se nos intenta alimentar en regla general es, en su banalidad, la nada misma: para huir de ella, partamos pues de la deliberada asperidad con la que escribe Martín Parra – que se erige una vez más en una de las voces más innovadoras en el actual panorama literario en lengua hispana- para recuperar nuestra exigencia hacia lo que vemos, sentimos, vivimos y leemos, dirigiéndonos así hacia descubrimientos y emociones renovadas. Al fin y al cabo, puede que ésa sea la meta de “Los días reiterados”: dibujarle límites nuevos a lo cotidiano y recuperar el placer de la lectura. ADA SORIANO. DONDEQUIERA QUE VAGUE EL DÍA (Ars Poetica, Oviedo, 2018) por ANTONIO ENRIQUE COMO EL QUETZAL QUE ASCIENDE A SUS PROMONTORIOS La poesía de Ada Soriano (Orihuela, 1963) es leve, delicada y confesional; sutil, acendrada y visionaria. Quien a ella acceda no espere imágenes tumultuosas ni una musicalidad de estruendo. Todo parece discurrir en flujo interno, serenamente y con pasión. Este es su sexto libro. Tuve yo el gozo de reseñar su primero, allá por 1993, y prologar su cuarto, Principio y fin de la soledad (2011). De este sexto que ahora nos detiene, el día de su presentación, que lo fue en la librería Códex de su ciudad natal, el eminente poeta, y biógrafo de Miguel Hernández, José Luis Ferris, dijo cosas muy ajustadas y penetrantes, pero me quedo con una de ellas, de carácter general, y es que estamos ante su mejor libro, en lo que plenamente coincido. La poesía de Ada Soriano lo es —dijéramos— “a la altura del pecho”, porque parece manar del mismo corazón: como si escribiera con tinta de sus propios latidos sobre un papel perpendicular. No hay nada accidental, nada de lucimiento. Ella es una soñadora y se limita a plasmar su visión del mundo con una naturalidad y una precisión por la que enseguida vislumbramos un oficio exigente y una independencia (tendencias o modas) que rápidamente nos congracian. Tras una lectura sin sobresaltos, cerramos el libro. Las emociones han sido muchas; sentimos una sedación dulce, una languidez que invita a seguir leyendo, esta vez de atrás hacia adelante. Pero ¿con qué nos quedamos? ¿Cuál es el sentido profundo de estos versos? ¿La honestidad, la sinceridad y verdad, como sugiere de entrada Ferris? ¡Claro que sí! Pero a mí, como lector, me gustaría ir más allá, señalar un rasgo bastante insólito en la poesía femenina actual. Y si de mí dependiera, no tendría duda: ansia de elevación. Estos versos, por su sutileza, parece que ya flotan, ingrávidos. Tal elevación es siempre hacia la luz; la luz, la apetencia de luz, es el objeto último de la poesía de Ada Soriano. Pero es que esta fuerza ascensional va trazándose desde su primer verso: El sol se ha alzado / sobre el horizonte / con una consistencia blanda / y escurridiza, / como dulce gelatina, hasta el antepenúltimo (no en vano dedicado a María Antonia Ortega), que es toda una confesión de vida: Así contemplaba yo el mundo, / alegre y luminoso / como un parpadeo de luces / en plena noche, como el quetzal que asciende / a sus promontorios / sin sentir la coacción de ocultar / su verde estela, pasando por los titulados ‘Desde la cúpula’: Una corriente de aire me eleva / y me sitúa sobre una cúpula; y ‘Osadía’: Atrévete / abre tus alas, conmina al águila. E incluso el último, dedicado al poeta José Luis Zerón, su compañero en tantas empresas humanas y literarias, que contempla asimismo ese movimiento ascensional, expreso en su estructura: A “volar”, sucede “llegar”: Volar, / alcanzar las últimas ramas…, y en la estrofa siguiente: Llegar, / producirme nuevamente / para ser nuevamente yo... El impulso ascensional es, pues, a mi entender el sentido profundo de este hermoso libro que equilibra la sensualidad visual con la táctil, y ambas con la sonoridad amable, en pleno dominio de los recursos técnicos (sinestesias, antítesis, aliteraciones, etc.). Colores y formas, la materialidad sensorial, el chispazo plástico, se conjugan armoniosamente con la temática que ilumina el texto. Se trata de la Naturaleza. Deseo de fundirse con ella, de unirse a ella como en el seno de una máter cósmica. Se percibe en esa profusión de elementos, desde sol y luna, omnipresentes en toda su trayectoria, a sus correlativas en agua y fuego, más el aire, a veces viento, plasmado en las nubes y brumas; ello, como trasfondo, porque, en un círculo más concreto, está el mundo vegetal, junto con las aves e insectos, que lejos de constituir un adorno efímero viene a ser la prolongación anímica de la autora.
Ambas vertientes, desde luego, inciden en el amor. Un sentido amoroso pocas veces expreso, hecho de insinuaciones íntimas, como en los poemas ‘Entrega’ y ‘Arrebato’, o simplemente de ternura, como en ‘Tus ojos’. Un sentido del amor, en definitiva, que deja traslucir, tantas veces, el pálpito maternal: Oh vientres maternales / que danzáis cerca de los arroyos, clama en el poema que otorga epígrafe al libro. Está toda ella, Ada, aquí: sus rumores, sus añoranzas, una tristeza infinita, como también los miedos. Un miedo inconcreto, subyacente, como en el poema ‘Caballos’, que lo es a la irrupción fálica, a mi entender; los miedos, y las aprensiones inasibles, como en ‘Desvelos’. Más otras muchas pulsiones de su vida cotidiana y sentimental, sorpresas gratificantes del presente libro: el silencio de la casa cuando todos duermen, la visión desde la ventana de los paseantes cruzando una pasarela o de unas niñas disfrazadas de monjas junto a un puente… Y la madre, esa madre en el poema ‘Las paredes curvas’, a la que se le pregunta: ¿Cómo salir del pozo donde me hallo / si mis manos no pueden adherirse / a las paredes curvas? Cuánta hondura y sensibilidad en este poema, que lo es en carne viva. Quien la vida le haya deparado la fortuna de conocer a Ada Soriano tal vez coincida conmigo en que su obra parte de una extrema cuanto extraña modestia, muy consciente de la complejidad del arte poético, una humildad cordial desde la que teje estos poemas que se asoman muchos de ellos a la verdad de lo infinito. Pareciera sumida en el sopor de su interioridad absoluta; pareciera perdida en el laberinto existencial de su emotividad caliente y tantas veces sobrecogedora. Pero esta mujer, conceptuada con acierto como “rara avis” por el poeta y crítico José Manuel Ramón, cuando asume su creatividad lenta, reflexiva, llena de matices, sabe muy bien lo que hace. Inquiere, pregunta al mundo, se enaltece, crea burbujas de plasticidad, recuerda, se lamenta, y todo lo olvida para cantar. Cantar la vida, soñándola, sí, pero de otra manera: la del desbordamiento interior. Se eleva, esto es, como ese quetzal que busca, planeando bajo el cielo, el promontorio donde asentarse. Y mirar desde arriba, que es el lugar escogido por esta poeta esencial. JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET. PERPLEJIDADES Y CERTEZAS (Ars Poetica, Oviedo, 2017) por NATALIA CARBAJOSA El estado natural del poeta, lo mismo que el del cazador, es la espera. En lugar de permanecer agazapado al acecho de las palabras que, con un poco de suerte, puedan vibrar y manifestarse desde la quietud y la oscuridad, la diferencia es que su sed de presa sólo parece aliviarse caminando, saliendo al encuentro de lo mucho o poco que le depare el camino. Tanto da el callejón de la ciudad, con sus luces ambiguas, como confrontar el desasosiego a campo abierto: su lucidez y su condena le convierten en un incansable dromomaníaco. Sigo a José Luis Zerón desde El vuelo en la jaula, libro que publicó en 2004. Desde ese paradójico vuelo, todos sus títulos revelan la obsesión con el espacio que se habita: Ante el umbral (2009), Las llamas de los suburbios (2010), Sin lugar seguro (2013) y De exilios y moradas (2016). En todos ellos, Zerón es fiel a un estilo denso, en ocasiones oscuro, que remite al ritmo interior de quien, sabiéndose perdido de antemano, reduce el paso sin dejar de avanzar/cantar. En todos ellos aflora la naturaleza no como espacio idílico sino como el continuo de una colonización urbana imposible de obviar, que perpetúa sus desechos y su manifiesta caducidad humana en los mismos senderos por los que se difumina. Zerón se convierte así en testigo de que también en la podredumbre, en nuestra aniquilación serenamente anunciada, hay pensamiento, y hay belleza. Este nuevo libro, Perplejidades y certezas, se aparta en el título de la alusión al lugar, no así de la paradoja. Sin renunciar a su estilo deliberadamente —que no gratuitamente— intrincado, se percibe en estos poemas en prosa, casi aforismos, un desbroce que aligera con oficio la impedimenta del caminante-poeta, acaso con la sabiduría de quien ha aprendido a decir más con menos. La “Salutación” que lo preside certifica cómo el acto de nacer es llegar a una intemperie hostil, cuyas señales habrá que recorrer y descifrar hasta donde el misterio de existir lo conceda. El locus concreto, la sierra de Orihuela, hace emerger también al poeta-naturalista, atento a los mínimos ademanes de los arbustos, las flores, la luz, los insectos. Zerón se detiene a nombrar lo que merece ser nombrado y consigna, desde una actitud contemplativa, tanto su exaltación como los límites de su tarea: «Mi corazón aún late de asombro, pero el lenguaje falla». Sin idílicas esperanzas, comprueba lo que le lleva dictando desde hace años su propio existir, en los pasos y en la poesía: «Persevera el humus de una realidad no elucidada».
El lector puede reconocer así, libro a libro hasta llegar a este último, una voz que huye de la anécdota biográfica para acercarse a una versión de sí misma mimetizada en el espacio y, hasta cierto punto, extraviada de su ser inicial; de ahí la extrañeza, necesaria e inconfundible, del idiolecto en el que se transcribe semejante transformación. Entrar en la poesía de José Luis Zerón no es una tarea cómoda. Es seguirle hasta confines expresivos y existenciales semejantes a los cambios de rasante de las antiguas carreteras, que ocultaban la secuencia de la curva siguiente, o el siguiente trecho, y que había que seguir recorriendo sin tener nunca la certeza de dónde acababan. Este libro concreto, sin embargo, es un más que recomendable punto de partida para quienes aún no la conozcan. Especialmente reveladora la sección “Apuntes para una poética”: «El poema es como un pájaro atrapado en el deseo de ascender». Perplejidad con alas. |
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