INMA VILLANUEVA AYALA. TOCANDO LEJOS (EDA, Málaga, 2020) por MARÍA JOSÉ CARRASCO Tocando lejos de Inma Villanueva Ayala es una de las mejores novelas que he leído en mucho tiempo. La primera vez que la leí, lo hice de una sentada. Te atrapa, te engancha. Muchos dirían que porque Tocando lejos es ante todo una excelente historia de amor. O de viajes. O de autoficción. Una novela amable. Una buena historia. Una historia llena de magníficas descripciones que nos trasladan desde sitios maravillosos en La Habana, Trinidad de Cuba o Cienfuegos hasta la sobriedad de «el lugar de donde yo vengo» en la sierra malagueña o Málaga. Descripciones de lugares a las que añade otras de exuberantes objetos de decoración, ropa e incluso bebidas y comidas con una exactitud de gourmet disfrutón. Todo ello rodeado de una irresistible música cubana que acompaña a los personajes y al lector como una banda sonora. Solo la galería de personajes secundarios que sirven de marco a la novela sería suficiente para dar lugar a una fan fiction posterior de cada uno de ellos, desde Roberto, el mulato de Matanzas, que después de toda su vida en los campos de azúcar se ve obligado a trabajar en El Pollo Feliz, hasta la gatuna amiga de Benny Moré, «Carmencita Iznaga, la de los ojos de alabastro», que iba para maestra pero se convirtió en una gran cantante y pianista «porque llevaba la música en la sangre». Pero Tocando lejos no es una novela de una sola lectura. Te deja un resquemor, una desazón, que solo ocurre en la buena literatura, que te impulsa a una segunda lectura. Y ahí es donde descubres que es una novela profundamente filosófica, en la que se plantean sin enunciarlas explícitamente las preguntas más profundas del ser humano. Ahí es donde te das cuenta de que el verdadero tema de Tocando lejos es la angustia vital: «La infancia es la verdadera patria del hombre», decía el gran poeta Rilke. Es cierto que la infancia es nuestra patria, pero desde Freud intuimos que puede ser también la sombra que nos persiga toda la vida, que nos persiga en nuestra forma de entender las relaciones, el dolor y la muerte. De esa manera persigue su niñez a la protagonista de Tocando lejos en su manera de amar, en su búsqueda constante de enderezar en la vida adulta esa relación con el padre tan cariñoso, tan preocupado por ella, pero a la vez tan impredecible, tan atormentado. Una niñez que ella intenta rehacer y sanar en su relación con un hombre de setenta y tantos años que ni siquiera la satisface sexualmente, que la encierra, que le hace daño y en la que ella, que parece tan llena de energía, tan capaz, se comporta irremisiblemente como la niña que fue. Tocando lejos tiene algo de clásico cuando uno la lee y es que entronca con esa tradición tan española y a la vez tan universal que comienza con El Lazarillo de Tormes y pasa por el Quijote o El Buscón. La narradora es una antiheroína que narra en primera persona desde un pasado reciente y que conoce el desenlace de la acción. La estructura puede o bien enmarcarse dentro de la “falsa autobiografía” o de la “autoficción”, porque ¿cómo se diferencia en una novela de ficción la parte que pertenece a la realidad y la parte que es patrimonio de la fantasía? Cualquier realidad contada está sesgada per se, lo que uno elige, lo que no, las cualidades que atribuye a cada personaje, las que no, los hechos que se destacan o los que se omiten. La narradora y protagonista de la novela, cuyo nombre solo sabemos por Seyvi, «el mejor cantante de la Habana vieja», que la llama cariñosamente “Nené”, juega con el lector de una forma tan sutil que no nos damos cuenta a no ser que reflexionemos sobre ello. Nené trata con una gran generosidad y compasión a sus personajes, hasta el punto de que hace que el lector empatice y comprenda a cada uno de ellos, haciéndonos entrar en un caleidoscopio de emociones en las que uno no sabe ya muy bien quién es el bueno y quién el malo de la historia, quién hace lo correcto y quién no.
Ella misma se presenta, con una gran dosis de autocrítica, como una mujer de 35 años, a veces un poco caprichosa y ávida de aventuras, que engaña a su marido, Stefan, un hombre del que todos opinan que es bueno. Sin embargo, el lector experimentado y que conoce bien la Teoría del iceberg de Hemingway sabe que la mayoría de la información fundamental de una novela debe permanecer oculta, aunque sostenga y le dé base a todo lo que se cuenta, a la punta del iceberg. Este ocultamiento de información es lo que le añade ese tono inquietante a la novela, en la que el lector quiere volver al texto porque le da la sensación de que lo han engañado un poco y de que la narradora no le ha contado toda la verdad. Ahí es donde el lector vuelve a leer entre líneas, a buscar esas palabras claves, esos episodios que la autora pasa de corrido en frases cortas y donde está la verdadera naturaleza de los personajes, la verdadera clave de la novela. Como cuando Nené se vuelve del baile con el padre. O su miedo a la oscuridad a pesar de los grandes viajes. Como cuando Stefan se retira calladamente o desaparece en momentos claves. Hay en Tocando lejos una exageración de los hechos y de los personajes hasta deformarlos que está también en la mejor tradición artística y literaria española. Desde los grabados de Goya hasta Quevedo o Camilo José Cela parece haber un gusto en el arte español por lo exagerado, a menudo mezclado con un humor negro («La abuela Elvira, cuando venía con nosotros, solía hacer una pausa en el camino para orinar. Nos hacía gracia , porque nos recordaba la meada de las vacas cuando íbamos con mi madre a buscar la leche por las mañanas…sin apenas agacharse, soltaba el líquido caliente que caía sobre la tierra apelmazada formando pequeñas burbujas que luego explotaban, después con las zapatillas de esparto que llevaba puestas, levantaba algo de polvo para cubrir la meada...»); sin embargo, esta misma exageración que provoca risa nos llevará pronto a sentir con intensidad, nos hará regresar a los más profundos cimientos de nuestra existencia: «Mi padre, encerrado en una lápida fría de mármol, rodeado de moscas transparentes tan endebles que con solo mirarlas desaparecen y vuelven». Este vaivén en el tiempo y este delicioso recorrido por tantos inolvidables personajes que son verdaderos y que no lo son, construido a menudo a través del fluir de la conciencia, nos recuerda mucho a las novelas de Juan Rulfo o de García Márquez y nos transporta a un mundo aparte en el que nos vemos placenteramente envueltos ya desde el párrafo inicial en el que leemos el primer mensaje encriptado que da lugar a la novela: «Severino me está observando desde su pedestal de santo».
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ALFONSO GARCÍA-VILLALBA. HOMOCONEJO (EDA, Málaga, 2016) por ALEJANDRO HERMOSILLA SIGUE AL CONEJO BLANCO Podría definirse Homoconejo como un mantra lisérgico. Un William Burroughs transportado a la cultura del caramelo. Una lectura (o carcajada) al revés de la España de la democracia. Una mirada fantasmagórica a los años del milagro o más bien delirio de la construcción. O también, como un cubito de hielo repleto de trozos de plástico y vidrio con forma de pestañas. Pero no me atreveré a hacerlo. Porque es un libro pasajero. Un gusano de seda repitiendo constantemente su transformación en mariposa que por tanto no puede ser definido cabalmente. La rueda de una bicicleta que lo mismo puede servir de soporte a un triciclo que aparecer en medio de una instalación de arte contemporáneo o en una autopista anunciando un accidente. Una habitación decorada con azules claros y pequeños acuarios donde cada objeto colocado allí es transitorio. Fugaz. Aparece y desaparece como si estuviera dentro del espejo ante el que Alicia se peina, mientras es contemplada una y otra vez por el sombrerero loco. O como si formara parte de una pesadilla de un músico de jazz industrial tras indigestarse con un plato de fresas con nata y rodajas cortadas uniformemente de melocotón. De hecho, más que una novela, creo que lo correcto es definir Homoconejo como una droga. LSD en polvo, introducido en cápsulas narrativas que vienen y van aleatoriamente, imitando los movimiento de los conejos en campos descubiertos. Simétricamente y asimétricamente. Como una especie de alucinación o una imagen grabada —por ejemplo, la de una hembra conejo en el instante de parir— en una cinta de vídeo Betamax que recurrentemente apareciera en las paredes de distinto espacios. O la sombra de dos amantes penetrándose mutuamente sobre una cama cubierta por una enorme tela de araña. Obviamente, Homoconejo es un texto sampler. Un altavoz que difunde incesantemente una sola frase: «Al eyacular, todos los conejos macho se desmayan. Al eyacular, todos los conejos macho se desmayan». Un teclado del que emergen sonidos disformes que momentáneamente se convierten en bellas melodías o ruidos que se acoplan perfectamente a los ronquidos de los durmientes. Pero, en cualquier caso, me parece que, tal vez incluso contra la voluntad del propio escritor —además de Philip K. Dick o J. G. Ballard— tiene un referente claro: Existen Z. La esquizoide película de David Cronemberg. Un laberinto en el que la realidad virtual y el videojuego cumplían la misma función que aquí lo hacen la droga y la literatura. O más bien, la cultura. Las películas libidinosas de Jess Franco desarrolladas en La Manga y evanescentes castillos situados en una solitaria Isla del Barón, en cuyo centro se halla el ojo de un molusco gigante. Las alusiones a una antigua novela sobre conejos que desprende un aroma a mitad de camino del cine de Iván Zulueta y el de Carlos Saura. O los sibilinos guiños a las vertiginosas narraciones japonesas y cómics manga a cuyo ritmo febril y desacomplejado alude Homoconejo respirando a través de muchas de las ensoñaciones contenidas en esos textos huidizos e instantáneos con un vibrador artificial, o una especie de tubo de oxígeno por el que penetran algas, peces muertos y también páginas cortadas con un cuchillo de rosa de libros donde se hallan dibujados vaginas infectadas de uranio y las siluetas de alargados rectánculos y triángulos cuyas líneas no tienen fin. Se bifurcan y contraen en torno a multitudinarios laberintos que imitan la mente de los protagonistas de Homoconejo. Una mente vacía o llena, —lo mismo da— asolada por referentes culturales que son dinamitados en una especie de orgía fúnebre que es más un réquiem por la cultura trash que una fiesta de celebración. Y, a su vez, es tanto una indigestión de pop como una invitación a introducirnos en la cuarta dimensión. La pantalla inmóvil de un videojuego. Porque, en realidad, Homoconejo es un flash. Masturbarse al caminar. Un libro polo que se bebe y saborea mejor con la lengua que con el intelecto. Con los sentidos que con las palabras. Y se sostiene mejor agarrándolo con los pies (o pezuñas) que con las manos. A Homoconejo, como a toda obra esquizoide, es tan fácil definirla por sus negaciones que por sus afirmaciones. Siempre acabaremos en el mismo lugar. Ninguno. Porque todo es otro lugar. Y otro lugar es todo. Veamos. Homoconejo, por ejemplo, no es un cigarrillo duro. Dibujos animados. Es tabaco mentolado. Una trampa en cuyo centro no se halla un minotauro, sino un pulpo. Un río donde no hay peces, sino medusas y las botellas de plástico transparentes reflejando una realidad llena de libélulas y gusanos de seda. Camisetas estampadas con alas de mariposa y pechos desnudos siendo fotografiados en habitaciones vacías donde apenas se escuchan más que suspiros, ronquidos, gemidos y los traqueteos de conejos escondidos en celdas cosidas con piel de vaca. Homoconejo, sí, es un máquina de pinball cuya bola es la cabeza de los lectores. Un prostíbulo donde las mujeres no follan, sino que son fecundadas. Música comercial anunciando desodorantes sonando insistentemente en la FM. Santiago Auserón cantando ‘La estatua del jardín botánico’ ante un grupo de empresarios anónimos de una Corporación. Los Belones convertido en la cima de la modernidad. Cientos de topos adentrándose en los túneles de una torre de oro derretida. Cloro arrojado al iris de los niños. Y un pliegue surgido de una novela de Philip K. Dick. O más bien, de uno de los sueños del escritor norteamericano. Una novela donde la pregunta —¿Sueñan las ovejas con androides eléctricos?— es respondida afirmativamente por una fila de conejos masturbándose con varios maniquíes encerrados en un tubo de cristal. Porque el delirio de Alfonso García-Villalba se encuentra lleno de pasillos-trampa. Es decir; parece literatura japonesa pero no lo es. Un laberinto pero no lo es. Un sueño, pero no lo es. Un orgasmo, pero no lo es. Una mano muerta, pero no lo es. Un tren posmoderno, pero no lo es. Un libro escrito por un clon de un escritor llamado Alfonso García-Villalba, pero no lo es. Una droga de diseño pero no lo es. El campo de golf de un resort turístico, pero no lo es. Porque, sí, exactamente, todo es otro lugar en Homoconejo, tal y como queda claro en uno de los intensos clímax del texto: la escena en que cientos de conejos comienzan a copular en las entrañas de unas madrigueras que a los pocos minutos se convierten en las paredes negras y húmedas de un hormiguero y, más tarde, las mandíbulas de un gigantesco molusco encontrado en Benidorm en medio de una piscina.
En fin, tengo la sensación de que Alfonso García-Villalba no ha compuesto un texto sino un disco. Porque utiliza las frases como chicles. Dotándolas de elasticidad y rapidez como las notas musicales de una sinfonía loca. Que, en realidad, no desea lectores, sino fans. Y que su mayor frustración es que Homoconejo sea una novela y no aquello que aspira a ser: un videojuego en el que cada vez que uno de los jugadores-cazador mate a un conejo, se escuche intercalada la famosa frase de Bugs Bunny dirigida a los espectadores de su show: «¿Qué hay de nuevo amigos?». |
LA BIBLIOTE
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