LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
José Óscar López. Vigilia del Asesino (Celesta, Madrid, 2014) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR ¿Se puede escribir un canto épico sobre nuestra sociedad occidental contemporánea, postcapitalista, postindustrial, post-postmoderna? ¿Se puede crear un héroe que a lo largo de las noventa páginas del poemario, conduciendo a 250 por hora, escuchando a Primal Scream, va viendo todas las cosas que nos definen, sin entender nada, en un estado de fascinación esquizofrénica, como si sobre su parabrisas pasara en scroll toda la realidad que somos o fingimos ser? ¿Puede hacerse que este héroe épico sea un asesino, un viajero insomne, Caín, y todos nosotros cuando no podemos dormir? ¿Y, además, se puede poner al lector al filo de un acantilado con los pies sobre el ser de nuestra identidad y nuestra época y, al mismo tiempo, los ojos en el abismo donde desaparecerá y sobre el que ha sido creado? (Advertencia: no lo intenten en casa. Este poemario ha sido escrito por un especialista, José Óscar López, en circuito cerrado. Abróchense los cinturones, disfruten el viaje.) Vigilia del asesino, el último poemario de José Óscar López, es una aventura lírica monumental, arriesgada, excesiva y grandiosa. La contraportada define el libro como «letanía insomne, road movie en verso, largo poema épico y alucinado». De estas tres definiciones es la última, la relativa a la épica, la que más me interesa y en la que creo que reside la esencia y el valor de esta obra. Todo poema épico refleja, a través de su héroe, de su protagonista, los valores de su tiempo, su cultura, su sociedad. José Óscar López, se ha atrevido, nada menos, que a cantar el ser de nuestra época, de nuestra sociedad occidental postindustrial del siglo XXI. ¿Quién es el héroe, entonces, de esta epopeya postmoderna? Todo el libro se sostiene por una voz, por un yo que se va (des)dibujando de forma acelerada y esquizoide a lo largo de los versos. No es un personaje definido, estable. No tiene una personalidad, un trabajo, una nacionalidad, no tiene siquiera un nombre. Es una voz que viaja en coche, en avión, que se mueve a toda velocidad, que no duerme, que no deja de ver cosas. Es un visionario, en el sentido etimológico del término: ve, es atravesado, saturado, bombardeado y emborrachado por imágenes. Así empieza el poema I: Estuve en Singapur, ciudad de rascacielos futuristas / y ganchos carniceros. // Vi mis mascotas preferidas / colgar, en mis paseos. // Vi atardeceres radiactivos. // Y vi a los hombres caminando como zombis / hacia lugares más allá de donde yo podía ver, / con sus costumbres más allá / de toda comprensión. // Demasiado borracho / para sacar ninguna conclusión, / he regresado al dormitorio. // Aviones, dormitorios. Así conocemos a este héroe, así conocemos la esencia de nuestro habitar este mundo. Visionario que no deja de ver cosas y que no es capaz de entender ninguna, siempre toda imagen más allá de toda comprensión. Ebriedad y movimiento perpetuo, desaparición del pensamiento estructurado, de las conclusiones estables para entendernos como sociedad; presente continuo de la fascinación y la imagen sin historia, sin lenguaje: aquí, siempre en el hoy: un presente continuo (…) Viajo, vivo en el movimiento, / en mi flamante coche nuevo, un automóvil / mental. // Si me detengo, moriré. Este personaje-voz-conciencia que ha creado José Óscar. Este asesino insomne y viajero, es el héroe que, dentro de toda su extrañeza lírica, refleja las transformaciones más profundas que se han operado en nuestra identidad dentro de las sociedades capitalistas occidentales. En cierto modo, el héroe épico de esta obra, al menos una de sus máscaras, que son muchas, responde perfectamente (incluso en el uso imaginario del lenguaje) al análisis que César Rendueles hizo sobre esta cuestión en Sociofobia: La modernidad líquida es un entorno extremadamente hostil para quienes aspiran a desarrollar una identidad sólida, una subjetividad continua basada en una narrativa teleológica. El triunfador del turbocapitalismo es profundamente adaptativo: tiene distintos yoes, diversas personalidades familiares, ideológicas o laborales. (…) se ha producido una transformación radical de la identidad personal, es decir, del modo en que nos entendemos a nosotros mismos. Se supone que ya no nos pensamos como un continuo coherente vinculado a un entorno físico y social más o menos permanente. Nos vemos como una concatenación incoherente de vivencias heterogéneas, relaciones sentimentales esporádicas, trabajos incongruentes, lugares de residencia cambiantes, valores en conflicto… El héroe no deja de mutar, de ver, de reflejarse para que nos veamos en él. Hago referencia al título del libro de Rendueles: Sociofobia. Y al único “oficio” conocido del héroe épico de este canto: asesino. Una característica esencial del personaje es la soledad, que tan bien define nuestra esencia (a)social hoy día: soledad, indiferencia, intercambiabilidad de las personas, las amantes, objetualización del otro, que es ignorado o consumido: Porque ya no soy nadie, me avergüenzo / de lo que fui, lo que seré, / de la falta de amor con la que desdeñé / ser alguien, ser cualquiera. // Al fin soy nadie, no te amo y destruiré / a aquellos que amenacen / mi sagrada carencia de emoción, / mi impasibilidad sangrienta y mística. Entonces, a la pregunta inicial, ¿quién es el héroe?, la respuesta ha sido ya dada, vía negativa. El héroe no es nadie, porque no es posible la identidad tradicional que nos define. Ser nadie o ser todos. La indiferencia como tesoro sagrado, aquel que permite seguir viajando, que no frena la velocidad del viaje y las visiones. Esa es nuestra épica, este es nuestro héroe: Porque he logrado ser todos, /cualquier hombre, con la llegada / de una sagrada indiferencia: // otra forma de amor, /más vasta y duradera Pero no solo hemos de preguntarnos por el héroe para entender y disfrutar de este glorioso canto épico. Otra cuestión fundamental es la espacial, histórica, nacional. Es decir, la épica nace siempre ligada a un país, a una nación, generalmente a mayor gloria de la misma. Ya hemos visto que los primeros versos sitúan al héroe en Singapur; pero dos versos después está en Bangkok; diez versos más tarde, en Australia; en otro poema encontramos una ambientación plenamente norteamericana, propia del cine negro, atraído al poema por el tema del asesino; también hay un poema dedicado a La Manga; y veremos bloques de edificios, ciudades sin nombre, muchas ciudades, centros comerciales, muchos centros comerciales, a veces, épicamente convertidos en titanes, en verdaderos dioses en los que reposa lo más sagrado de nuestra civilización (Soñé con un titán y era un sueño magnífico, / su cuerpo era diez centros comerciales: / tendido sobre un vasto páramo, dormía.). Tenemos, en definitiva, una paradoja respecto a la épica, cuya explicación nos ofrece también otra clave de ese ser de nuestra realidad que José Óscar revela a la perfección. Si no hay identidad, tampoco hay Nación, ni hay Estado. Las nacionalidades ya no significan nada, como no lo hace la Historia ni los héroes a ellas asociadas, que contribuyeron a su forja. El viaje de un ser fantasmal e indiferente no acepta un país al que pertenecer, más allá de su propia mirada transparente. Nuestro mundo globalizado aparece en estos versos poetizado de una manera entre indiferente, fascinada, apocalíptica y visionaria. El no-lugar es la nación del asesino. La Manga del Mar Menor, Venecia del futuro. El centro comercial. Sitios de paso, en los que no se reside, rodeados por el mar, acechados por el mar, edificios abandonados por la crisis, también fantasmales, deshabitados, sin alma o sin identidad como el héroe. José Daniel Espejo escribía hace poco un artículo, en el que citaba el libro de relatos de José Óscar López, Los monos insomnes, como otro ejemplo más de la descentralización de las ficciones contemporáneas que abandonan los escenarios centralizados, las grandes capitales, para ubicarse en la periferia: En algún sentido, somos como Atila, donde pisamos, lo que brota es el no-lugar. El escenario intercambiable. El sitio sin atributos. Así es también el espacio que recorre nuestro héroe: hecho de grandes periferias geográficas como el sudeste asiático o de pequeñas y cotidianas periferias urbanas: La Manga, las urbanizaciones abandonadas a las afueras de las ciudades, las promociones en ruinas sin venderse… Un héroe sin identidad recorre un espacio sin nombre, al que uno no puede vincularse, un no-lugar, un centro comercial, una autopista. El sitio sin atributos. Es inevitable comparar, en este, y en otros muchos sentidos, la épica de Vigila del asesino con ese otro canto épico de la poesía moderna como es el Canto a mí mismo de Walt Whitman. No solo arroja luz sobre el género de una épica lírica, no narrativa, que cultiva aquí José Óscar López, sino que nos hace comprender, por oposición, el mundo épico de este libro. Es un viaje no tan largo en el tiempo, pero sí en el ser de una y otra época. En Canto a mí mismo tenemos una épica basada en la afirmación de identidad, en el amor casi místico a la naturaleza, al trabajo, y al hermano trabajador. Tenemos, en definitiva, un yo, un héroe que se define desde el amor, el socialismo o la solidaridad, la ecología, la fraternidad y, por supuesto, la nación, América. Ciento cincuenta años después tenemos a este héroe que también se canta a sí mismo, pero lo hace desde la ausencia de identidad, desde la indiferencia, desde la ciudad intercambiable, el centro comercial. ¿Qué ha pasado en este intervalo para que pueda escribirse hoy una épica como la de Vigilia del asesino? No será nuestro héroe, desde luego, quien responda a esa pregunta: demasiadas visiones, demasiada velocidad y demasiado presente se lo impedirán. Es esta que canta José Óscar López una sociedad líquida, como definió Bauman a las sociedades occidentales capitalistas en las que el Estado desaparece ante el Capital y la Multinacional triunfa sobre la nación y el individuo debe ser adaptable, rápido, indiferente y sin arraigos éticos, políticos, afectivos. Una sociedad de sujetos líquidos y de objetos plásticos: Mi pensamiento es líquido, / dibuja círculos, /evita los pantanos. Pienso en bolsas de plástico. / Recuerdo a mis amantes Pienso en el plástico y mi fácil convivencia / con su entidad flexible Porque amo el plástico, el vinilo, / la vida que reside, con su complejidad, /brillante e inservible, en ese tiempo opaco / que brilla cuando quiere el usuario. Una sociedad en que la velocidad, el movimiento y el cambio, la indefinición de la identidad, privilegian la juventud como el ser supremo del sujeto-usuario-consumidor. La juventud como única identidad significativa en el escaparate del centro comercial, como decía Debord, en su Sociedad del espectáculo. La juventud manda y tiraniza nuestra manera de vernos: madurar es petrificarse en una identidad, un trabajo, una pareja, una vivienda. Hay que ser joven, es decir, líquido, ligero, rápido, cambiante, con movilidad laboral y sentimental total: Borrachos de nosotros mismos, / de nuestra juventud; / sumidos en visiones camino del lavabo, / en visiones magníficas / donde somos nosotros los primeros / en arder. Envejecer es el gran pecado, lo que te convierte en ridículo, en fuera de lugar. No hay viejos en los centros comerciales. Son una extrañeza, una incongruencia: Envejezco, eso es todo, y los colores y las luces / de burgers y avenidas, de ferias y de centros comerciales / se ríen cuando paso, me señalan y dicen: / Míralo, / es otro idiota más, y como todos /envejece. Pero hay mucho más que sociología en Vigilia del asesino. Todo lo anterior sirve para entender solamente una parte de este enorme poemario. Esa voz épico-lírica que nos lleva en su ritmo frenético y alucinado no es un solo un retrato del ser de nuestro tiempo y nuestra civilización. José Óscar también se atreve, como todo gran poeta, a seguir bajando, a poner todo ese aparato sociológico frente al negro espejo de lo que no es, de lo que puede ser, de ese enorme abismo del que entran y salen las civilizaciones, las formas de ser y entender la realidad, las palabras. Como ocurre en La Manga, en Bangkok, en Singapur, hay una precaria solidez (urbanística, identitaria, periférica) que tiene que lidiar con El Gran Líquido. No ya ese pensamiento líquido que nos define ahora mismo, sino el Mar entrando en las ciudades: ciudades de canales, como Bangkok; ciudades ganadas al mar con toneladas de dinero imaginario y arena real, como Singapur; ciudades que perecerán anegadas por el Mediterráneo como La Manga, Venecia del futuro. El Mar, la Oscuridad. Siempre bordea el héroe esos dos abismos. Sus débiles, indiferentes y fragmentarias afirmaciones identitarias bordean un espacio del no-ser que parece (deseablemente) inevitable en la poesía desde, al menos, Mallarmé. Así, el héroe se debate entre esa disyuntiva que Heidegger explicó con su hoy detestada jerga. Decía el filósofo que la esencia de nuestra civilización técnica y tecnológica se basaba en varios elementos, algunos de ellos muy presentes en esta odisea criminal en la que nos embarca José Óscar López. (Atención filósofos, a continuación encontrarán mutiladores, jiferos y groseros resúmenes/simplificaciones de Heidegger a los que me veo obligado por cuestiones de espacio). Uno de ellos era que, según el alemán, habíamos confundido el ser con el ente, por medio de un olvido del ser (es decir, el olvido del origen misterioso que reside en cada manifestación de la realidad tal y como la conocemos y que reside en la capacidad del lenguaje de significar todo). De esta manera, la esencia de la sociedad industrial y de cumplimiento total de la metafísica, era la ausencia de misterio, la transparencia absoluta en nuestra manera de conocer-confundir las cosas con el ser de las cosas. Nuestro héroe se mueve entre el olvido y el no-olvido de ese ser. Como buen héroe épico que representa su sociedad, puede afirmar cosas como la siguiente: Asumo esta total ausencia de misterio / en mi interior —soy transparente como un cielo /rabioso y líquido, dispuesto a derrumbarse. Además, esa comprensión de la realidad en la que estamos inmersos por nuestro lenguaje, llevaba también a una negación de la otredad del objeto, a considerar el ser de las cosas como el uso que hacemos de ellas, negando así todo misterio y reduciendo la otredad de los objetos al dominio aplastante, negador, asesino, del sujeto-usuario. Nuestro héroe también cumple con esa definición del ser de nuestra época heideggeriano: mundo de objetos de plástico, mundo de sujetos-usuarios, canto épico en el que el héroe es un asesino (Recordemos cómo Baudrillard llamó a este proceso de dominación y anulación del misterio y otredad de las cosas a través del sujeto-usuario: El crimen perfecto) que niega toda otredad, que la consume, la usa. Incluso la Gran Otredad, la muerte, es una incongruencia para un sujeto que lo domina todo y no acepta nada fuera de sí mismo, de su voluntad y su poder sobre el mundo. José Óscar hace que el héroe torne la velocidad de su viaje en suicidio, en decisión de dominar también la muerte, negar el poder de esa otredad máxima que es la muerte a través del suicidio: Acelero despacio pero firme, / furioso, muy seguro / de mi propia teoría, / la relativa condición / de mi ley, más allá / de los doscientos veinte / kilómetros por hora. // Atrás quedan los días y las horas / -minuto tras minuto, segundo tras segundo-/ en que la muerte conspiraba lenta / contra mí, sin contar conmigo, ajena / a la furiosa voluntad con la que piso / el acelerador. Pero como poeta (y era en la poesía donde, según Heidegger, ese olvido no sucedía, de ahí su predilección por el lenguaje poético), como voz que se mueve en un no-espacio poético, las imágenes de la Oscuridad, de la posibilidad infinita, aparecen también una y otra vez negando la estabilidad de esta manera de ser. Se asoma nuestro héroe con frecuencia a ese espacio misterioso y límite total del hombre, en el cual se quiere una comprensión de las cosas sin sujeto, sin subjetividad, manteniéndose en el paradójico e inhóspito lugar (el bosque del poema III) donde no se da ese olvido del ser: Mi cuerpo es una casa y no me pertenece. / Un hogar transitorio / para citarnos con la noche / tú y yo / de forma duradera. // Hoguera de la mente, estoy quemando mis recuerdos / y vivo en esa luz que produce la combustión / de mis recuerdos. Es un fuego / que nunca va a agotarse. En ese espacio místico de oscuridad, sombra y bosque, donde la luz lo llama y es él al mismo tiempo, la sombra aparece como primigenia; el no ser aparece como origen del ser: Sólo sé que la sombra / es dueña de la sombra y de la luz. Pero la conclusión es la imposibilidad de la conciencia de objetivarse. El sujeto ha de ser luz, conciencia que ilumina el mundo, pero no puede conocerse a sí mismo como sujeto: esa es la paradoja de la luz y del ángel. La luz que lo llama pero que no puede conocer porque la luz es él mismo, es el reflejo que él emite, el sujeto ilumina toda la realidad con su luz, pero no puede conocer el origen de esa luz porque siempre ha sido ya: No puedo ver la luz, y me limito / a ser la luz / servil que te ilumina. // Tu luz. Al final del libro, al final del insomnio, el tema del Apocalipsis va dominando el tono épico. La desaparición de La Manga, engullida por el mar sin significado, el deseo de suicidio del héroe, todo va empujando a un deseo de escapar de la realidad que se nos ha dado a comprender y a habitar, un deseo de detener esa velocidad de los objetos y del sujeto que los mira y que no puede pararse, un deseo de dormir y hacer que cese el insomnio. Un deseo de Apocalipsis y de Resurrección; de aparición (desde la oscuridad y la destrucción sin nombre, natural, no plástica, misteriosa) de un una nueva realidad. Así, una de las últimas definiciones del yo, del héroe, se carga de esos significados oscuros que quieren escapar de todas las formas anteriores, de las formas plásticas y definidas. Las imágenes de misterio y final, de lo que hay detrás, del viento, de furia, de lo que no ha empezado todavía y, sobre todo, ese heideggeriano olvido del fin cuando termina todo nos lleva hacia esa interpretación liberadora: abrir la puerta, abrir la posibilidad de una nueva vida, un nuevo ser para las cosas, una Resurrección. Con estos versos, y con la recomendación entusiasta de la lectura de Vigilia del asesino, me gustaría terminar: Soy el viento que azota los paseos marítimos, / el monstruo que se agita en alta mar; / rehén en todas las ventanas abiertas al océano / porque soy furia, la marea que se eleva / en la consciencia trágica de un siglo / que acaba de empezar / cuando el siglo anterior aún no está saldado. / Soy la continuidad de un tiempo / que no ha empezado todavía, / el animal que sobrevive en todos los naufragios, / el olvido del fin cuando termina todo aquello / que ves a cada instante. // Soy tu sangre y también ese veneno / que devora tu sangre. // Soy tu padre, tu madre, tu hermano y tu asesino, / tu custodio. // Soy el fin de tus días y quien te abre la puerta, / quien te franquea los senderos de la resurrección.
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JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ. Los monos insomnes. (Chiado, Salamanca, 2013) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO «Enfrentar la escritura de una historia como quien sube a un escenario a librar un combate contra su propia capacidad de combatir. Y que los golpes los reciba, en todo caso, el espectador» (p. 45). José Óscar López, ávido lector de tebeos, nos presenta desde la portada, con dos figuras recortadas en una viñeta, doce cuentos emparentados con el discurso del cómic inesperado, caótico, confuso, siempre rico en matices, que origina aquí una poética cercana, extremadamente sugerente e ingeniosa, que el lector deberá descubrir entre la cantidad ingente de reflexiones que se proponen (recibiendo, en algún caso, el golpe literal de la prosa). Porque, además, todas las historias se van concatenando suavemente al recuperar elementos de los relatos anteriores, que transmuta la obra en un todo integrado. Las historias se vertebran en términos de oposición: dos líneas paralelas que circulan autónomas por la narración acaban, sin embargo, chocando en un punto determinado («Análogos a los secretos mecanismos que rigen el fluir del universo: caos y orden, luces, sombras; amos y esclavos, atracción y repulsión se suceden por todo lo creado», p. 84). Esto produce en muchas ocasiones una explosión que desequilibra todo el relato, pero también un amplio abanico de perspectivas, un pluralismo fuertemente presente a lo largo de todo el libro («Una nueva canción se suma a la infinidad de canciones que suenan en la radio del coche de forma simultánea», p. 13). Un rango de posibilidades en el que siempre se encuentran presente dos elementos: la música, generalmente rock, ya sea en forma de canción o de modo de expresión («Ahora usted proyecta en mí una música que ya no sé bailar», p. 57), contiene, en cierto modo, el eco lejano del paso de la experiencia utópica propia de los sesenta hacia los oscuros años posteriores, con un punto significativo en The White Album (1968) de The Beatles; mientras que lo sexual, unido o no al discurso amoroso, se encuentra dentro de todos los personajes: intimidad, violencia, deseos inalcanzables, etc., todo se da cita aquí dentro de una imaginación contingente, valiente, que no respeta nada («Si no hecho a nuestra imagen y semejanza, hecho al menos a la medida de todo lo que nos atrevemos a imaginar», p. 10). Las moralejas, por otro lado, sin situarse al final, se destilan a lo largo de la historia para que sea el lector quien las descubra y destaque: «Aunque, se recordó con humildad, nunca se deja de vivir en la ignorancia» (p. 86), o «Los callejones sin salida de esta vida tan extraña, casi siempre» (p. 160), ya que, si hay algo que también queda claro, es el constante canto a la vida que se produce: «Leer, volar. La vida es demasiado breve como para alegar quietud, quedarse detenido en un lugar, una idea, un argumento» (p. 25), como también el humor constante en cada uno de los giros argumentales: «Son dos tipos de la condicional, los reconozco porque los vi algunas veces acompañando a algún amigo condenado a los límites del tiempo subjuntivo» (p. 63), ya que divertir es un gesto necesario hoy en día: entretener al lector dentro de un abismo profundo, a veces trágico, en ocasiones inesperado, siempre alegre, al final siempre hay una catarsis que no deja indiferente. Los protagonistas, a su vez, sufren una inversión: la naturaleza canta y los animales, que bailan, hablan, leen mentes y recitan a Platón, conforman una doble vía: por un lado, se erigen como un contrapunto en la historia, desestabilizándola por completo en un absoluto delirio (como las apariciones de Howard el Pato en los cómics Marvel); mientras que por otro se erigen como seres más sabios que los humanos («que ser humano no consiste más que en estas incesantes transformaciones. Estas metamorfosis. Una animalidad constante, que no cesa», p. 100), mientras que éstos se conforman como meras bestias presas de sus deseos más voraces. Todo se altera y tergiversa: ‘El club de la siesta’ se opone a El club de la lucha como una organización que experimenta el tiempo íntimo del cuerpo, aunque en esta sociedad envidiosa, pueda convertirse en objeto de conspiraciones; el actor porno John Holmes, inspirado en un personaje real, se muestra en su autopista hacia el cielo más puro de lo que podría aparecer (que inevitablemente recuerda a ‘El duro adiós’ (1991-1992), del Sin City de Frank Miller). Y las propias historias dialogan entre sí: la apuesta por la vida en ‘El universo es un jardín a nuestro paso’ con el ritual de fecundación descrito en voz baja, y ‘Los monos insomnes’, que juega con el concepto de trauma y obstáculo amoroso para dejar un travelling sangriento, sin miramientos, que produce, todo hay que reconocerlo, bastante mal cuerpo. Diálogos desconcertantes contenidos en ‘El mal, la brevedad’, un inteligente juego de metaficción (que recuerda a la última película de Hector Mann en El libro de las ilusiones de Paul Auster) sobre el propio proceso de escritura, constante, doloroso, obsesivo, que siempre es, desde la transmisión de las emociones, un fracaso continuado («Y esa decepción tornándose en desesperación, ya no con cada relectura obsesiva sino desde la maldita primera vez que empecé a pasar sus páginas», p. 24), desatado, desgarrador, pero necesario para la vida; y en la peculiar relación, considerablemente tóxica, en ‘El oso y la estrella’, donde pelean hasta el final el desprecio sadomasoquista con el amor platónico. Confrontaciones, en definitiva, por todos lados, como bien demuestra ‘Un sabio lee en las nubes’, donde el protagonista argumenta contra los ‘Oídos/Ojos/Lenguas del emperador’, que remite obligatoriamente a los agentes del Estado de la distópica sociedad descrita en V de Vendetta (1982-1983), de Alan Moore. Al final, todos los cuentos están relaciones por hilos imperceptibles, que, no obstante, dan cuenta de la vida, del fracaso, de la desesperación, pero también de la necesidad de pasarlo bien, de reír, de mirar hacia el cielo para buscar nuestra estrella: «un mapa donde uno pueda guiarse, y desplazarse dentro del propio mapa. Hágalo grande, gigantesco; porque se trata de perderse en él» (p. 47). Los animales, como reza el último cuento, se han silenciado: es tarea del lector descubrir la última razón en el panorama que ha delineado sutilmente Óscar López, que es de obligada visita: visiten y piérdanse, el viaje merece la pena. |
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