LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ANTONIO TELLO. EN LA NOCHE YERMA (Vaso Roto, México, 2019) por CONCHA GARCÍA Antonio Tello (Villa Dolores, Argentina, 1945) vive en Río Cuarto, en la provincia de Córdoba. Residió en Barcelona desde 1976 hasta 2014, aunque de Barcelona no se ha ido del todo. Curiosamente destruyó toda su poesía y en su nueva etapa, a partir de 2004, publicó Sílabas de Arena, Nadadores de altura, O las estaciones, Lecciones del tiempo y En la noche yerma.
Además de una extensa obra narrativa, ensayística, es considerado por la crítica como una de las literaturas más relevantes de la Argentina del exilio. Antonio Tello ha publicado la mayor parte de su obra también en Barcelona. En momentos tan agitados como los que vivimos, sentir que no se es tan solo de un país, nos coloca en la visión de un poeta que parte de moldes alejados del sujeto enraizado en un territorio desde el cual la voz se agencia del mismo. En la noche yerma consta de treinta cantos escritos bajo el molde de Ezra Pound y T. S. Eliot. Los cantos son verdaderos mosaicos culturales del siglo XX. El poema de Antonio Tello se eleva a ras de suelo, no desde la alta cultura. La decadencia de la civilización enfocada en una de sus riquezas, el lenguaje, cada vez más degradado, se siente en carne propia. La voz profética de esta narración se apuntala con referencias a las escrituras sagradas, La Ilíada y La Odisea, a modo de soporte de una tradición oral. Esta voz, que parece retumbar con una melodía rítmicamente pausada, se estremece ante la usura que continuamos padeciendo, expandiéndose más allá de cualquier territorio. Antonio Tello va desgranando, a modo de monólogo dramático, en cada uno de los cantos, una serie de meditaciones sobre la historia de la humanidad desde el lado peor del ser humano, acentuando la decadencia y agonía de nuestra cultura. La falta de recursos para los más pobres, la eliminación de las humanidades, la invasión de la técnica en todas las esferas, la degradación del territorio, parecen confabularse con mayor intensidad en estos tiempos tratando de borrar del mapa los mejores logros del ser humano. El hombre es un lobo para el hombre, ya lo dijo Plauto hace más de dos mil años. La condición humana no cambia, somos nuestros peores enemigos. Libro apocalíptico, escrito con la rabia de quien observa y siente cómo se adueña del mundo “la fiera economía”, “los hijos de la nación”, “el holocausto narcisista del cazador”. Como dice el crítico Jorge Rodríguez Hidalgo: «El poema de Tello es su contador, el poeta que levanta la voz para nombrar y crear, para decir y falsear (urdir los versos más tristes), para ser o para no ser (el lenguaje devora / el nombre de las cosas). El hombre, el poeta en ciernes, ante el estéril paisaje del tiempo por venir, reducido al silencio después de la gritería, debe aprender la gran lección del mundo, que le llegará por medio de su música primordial, la voz libre de obediencias. Ese hombre, ese poeta, es, a su vez, el proscrito, el extranjero, el exiliado hombre y vate que firma el poema». Destaquemos que si el poeta no solo es un fingidor, sino un visionario, tomando la corriente de la poesía simbolista y las secretas afinidades entre el mundo sensible y el mundo espiritual, vamos a notar, leyendo En la noche yerma que lo que nos queda en esta tierra es sufrimiento y conciencia por haber sido partícipes del mismo: y tú yo vástagos de una / escritura fosilizada desgarros de horas / perdiéndose ante sus ojos / pereceremos… Fue Ezra Pound en sus escritos contra la usura quien advirtió que la historia de este maldito siglo no nos enseña más que la violación de estos principios —la propiedad es un derecho— por una usurocracia demo-liberal: «La doctrina del capital ha demostrado por sí misma que se la podía resumir como un permiso concedido a los ladrones sin escrúpulos. La usura se ha convertido en la fuerza principal del mundo moderno. El combate contra las finanzas internacionales se convirtió en el punto más importante del programa Nacional Socialista». Advirtamos que los partidos de extrema derecha avanzan poco a poco con una velocidad arrasadora. Si la poesía es revelación, la de Antonio Tello nos revela lo que ya sabemos o intuimos, sin olvidar que allí donde todo se ennegrece, muy cerca renace la hierba de nuevo. La visión epifánica del poema no es otra cosa que la esperanza en el renacer. Antonio Tello deja una gran preocupación por el lenguaje en este largo poema. Si lo perdemos, ¿cómo nombrar? La poesía es un antídoto contra el olvido y la imaginación es tan necesaria como el aire que respiramos.
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RAÚL QUINTO. LA LENGUA ROTA (La bella Varsovia, Madrid, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR La contraportada es muy esclarecedora para entender las claves intencionales y estéticas que guían este magnífico poemario con el que Raúl Quinto “vuelve” (las comillas se deben a que nunca la ha abandonado del todo) a la poesía, tras varias entregas de prosa “transgénero” (con mucho de ensayo y de poesía) como fueron Yosotros o Hijo. Transcribo aquí las líneas de dicha contraportada, por lo acertadas y hermosas que son: Diógenes Laercio contaba en su Vida de los filósofos ilustres que Zenón de Elea se arrancó la lengua de un mordisco, y se la escupió a la cara al tirano de la ciudad cuando este le exigió colaboración. Esa lengua rota es el símbolo desde el que Raúl Quinto diseña un mecanismo textual acerca del poder de la palabra y del precio a pagar por el decir contra el poder, con imágenes fulgurantes y a través de la puesta en valor de una memoria contrahegemónica: desde diversos activistas asesinados a oscuros episodios de la historia de España como la masacre de la carretera de Málaga o la estafa de la talidomida. La lengua rota habla sobre la necesidad de rescatar las palabras de la boca de los monstruos: una poética no ya del silencio, sino del silenciamiento y de la rebelión, y un análisis poéticamente preciso sobre la estructura de un mundo donde son otros los que tienen el poder de nombrar y decidir qué se puede o no decir. Tiene este libro muchas lecturas. Pero, sobre todo, este libro plantea una reflexión sobre el lenguaje a varios niveles. Por un lado, tenemos el viejo dilema o problema filosófico y poético que ha preocupado desde el romanticismo hasta hoy, y que sigue siendo fecundo en la reflexión poética y filosófica todavía hoy día: el lenguaje como paradójica barrera, que nos permite y nos prohíbe, al mismo tiempo, conocer el mundo. Por otro lado, se lleva esa dualidad también al nivel político. Ya desde el principio del libro se plantea esa doble apertura: Trazaron líneas en un plano / y brotaron los nombres / y las ciudades. Te dijeron: mira, / esta será tu casa, y la casa creció dentro de ti. // Como una sangre. La imposibilidad, la frontera, el muro, son ideas y símbolos que se repiten y entrelazan con esta reflexión sobre el lenguaje: la imposibilidad de conocer o acceder a la realidad de una forma “pura”, sin la mediación del lenguaje, que se convierte en casa y en sangre: en muro que limita y que define al mismo tiempo: que protege de la intemperie y que nos aísla de la intemperie. Una pared. Incomunica // la carne con la ropa, / la piel con su interior. / Solo sucede la pared. / Sólo pupilas. Solo dedos. // Como agujeros / por los que brota / la luz salina/ de las linternas. // La pared nos rodea / y nos encierra afuera. // Hablamos un idioma / de palabras quebradas. / Un mundo a medio hacer. Pero, como advierte la contraportada, hay un fuerte componente político en el libro. Porque este no se limita a esa reflexión sobre formas o accesos para la comprensión del mundo, sino que también plantea la pregunta de quién ostenta el poder de ese lenguaje: ese plano sobre el que brotan los nombres y ciudades, ese plano (no la realidad: el plano, el mapa) sobre el que somos obligados a vivir: quién lo hace, quién da los nombres a las cosas. Porque no somos nosotros: “Te dijeron”. Quién es el sujeto omitido. El poder impone su lenguaje, y lo defiende. El leit motiv que da título al libro, el de Zenón arrancándose la lengua para no pervertirla con la adulación y la mentira frente al poder, da una idea de la importancia de ese lugar de poder que es el lugar del lenguaje.
Esa vertiente política que establece la dualidad entre poder/rebeldía/impotencia y represión se manifiesta especialmente en los títulos de los poemas y los capítulos, porque nunca es evidente o explícita en el contenido de los poemas. Encontraremos los casos de gente asesinada por luchar, por usar un lenguaje que el poder no quiere permitir, porque sabe que el lenguaje de la rebeldía puede crecer y ocupar el lugar del poder, y por eso hay que erradicarlo, hacerlo desaparecer, aunque queden unas huellas en un muro. El lenguaje eliminado deja un rastro de sangre, como la sangre de Zenón en la cara del tirano. Hay una lucha por encontrar un lenguaje de resistencia, un lenguaje diferente al del poder, que es por lo tanto, una realidad distinta, habitable, humanizada por ese lenguaje de libertad: romper para construir, descoser para tejer: Descoser las partículas del aire / para poder seguir // respirando. Tejer un cuerpo nuevo / con los cuerpos perdidos y encontrados / tras el incendio. Decidir. / Golpear ese muro // pese a tanta ceniza / torcida en los pulmones. Pese a tanto / siglo volviendo. No cejar. Es muy interesante la forma en que Raúl Quinto plantea esa doble lectura: los poemas, leídos sin su título, pueden ser interpretados de una forma, totalmente coherente y correcta, como una reflexión sobre el lenguaje y sus límites, sobre el hombre, el mundo y la difícil relación entre ambos a la que llamamos “conocimiento”. Sobre el lenguaje como órgano, también, como sangre, como víscera o como órgano humano. Pero, cuando se introduce el paratexto (a través de los títulos, y a través de los relatos que cada título invoca y que aparecen a modo de epílogo), entonces vemos la otra cara de ese peso de la realidad y la otra cara, concreta, histórica y política, de las personas que han perdido su vida por escupir su lengua sobre el poder, sobre la lengua totalitaria del poder. Entonces la sangre es la sangre derramada por el poder para hacer que su lenguaje sea único y predomine. Entonces los órganos son los cadáveres de las personas que quedan fuera del mundo, fuera del discurso único, el discurso dominante, el que no acepta otredad alguna en su identidad. Los muertos, la necesidad de podar, de eliminar esos discursos disonantes de la voz dominante del poder demuestran, no obstante, la fuerza del lenguaje. Por qué, si no, todo poder se asocia siempre a la censura: porque el lenguaje abre mundos, crea posibilidades, y hay mundos y posibilidades que no deben ser imaginados. La lengua rota es poesía verdadera, que cuestiona, crea y canta al mismo tiempo que ilumina la memoria de la lucha y de las víctimas. Es un libro que escupe sus poemas sobre el tirano, que los mancha de sangre porque está hecho de sangre. Y rescata a esas personas, esos nombres con sus apellidos, porque el olvido es también una forma de silencio y de censura, y por eso debemos sacar esos nombres de las cunetas del inmaculado discurso único del poder, para poder recordarlos, honrarlos, rescatar sus lenguas rotas, asesinadas. TERESA LANGLE DE PAZ. EL VUELO DE LA TORTUGA (GÉNESIS) (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2019) por ANTONIO CRESPO MASSIEU GÉNESIS: (DES)ESCRIBIR LA CREACIÓN «Exordio»: así abre su libro Teresa Langle, es decir, con ese comienzo o preludio que es, en retórica, la primera de las cinco partes del discurso. El primer apartado del libro se llama, precisamente “Retórica”. Llamada de atención sobre el lenguaje, pero lo será, no sobre el discurso canónico, sino sobre aquel, el de la poesía, que escapa a las trampas de Razón o Gramática instituidas como único discurso posible. El primer poema, ‘Exordio’, de este hermoso libro, de este vuelo de la tortuga, se cierra con estas palabras: «Mientras, evocaré todo lo que no me obedece. Os invito a la creación». Y de esto se trata: asistir, participar, compartir la creación; este Génesis —es este el subtítulo del libro—, nos dice el origen y el misterio del mundo. La palabra va tirando del hilo infinito, desmadejando una pradera, haciendo eterna una sonrisa. Pero la palabra sabe la imposibilidad y a la vez la necesidad de esta escritura. Habitando la casa del lenguaje, es decir, a la intemperie, desnuda de toda certeza, es posible escribir «el libro aún no escrito», aquel que, según se escribe, se va borrando en «la página blanquísima. Y el final podría ser de nuevo el comienzo», pues la página en blanco, el silencio es siempre final de poema: «la página quedará para siempre blanquísima e impasible. La eterna demora que nunca amanece y nos ahoga». «Evocaré todo lo que no me obedece» y por ello se nos habla desde la libertad del lenguaje, desde la desobediencia, más allá de la lógica, del esqueleto de la sintaxis: «Ignoremos la sintaxis. Cascada mi único tiempo mío», verso en el que resuena la huella de Juan Ramón. Un tiempo precipitado, hecho instante, vertiginosa sucesión, cascada. Y frente a «la reflexión cuadrada» «Mejor que las esferas se deslicen y colisionen sin ideas, que la música de una planicie inagotable acaricie el ocaso de la línea recta». Desde Wittgenstein sabemos que «lo inexpresable ciertamente existe» (1) y aquí se nos dice: «Ninguna explicación dice nada y todas lo aclaran. Mirar atrás. Leer sin detenerse, sin atisbar un solo pensamiento». El decir de Teresa Langle se sitúa en ese lugar incierto, casi un no lugar, de la poesía; algo similar a lo que Jacques Derrida llamó «el pensamiento del quizá, situarse en el quizá mismo». «Lo que llega llegará quizá, pues no se debe estar seguro jamás, ya que se trata de un llegar, pero lo que llega sería también el quizá mismo, la experiencia inaudita, completamente nueva del quizá» (2). Es, en verso de Teresa Langle, «la eterna demora que nunca amanece», lo porvenir que, si quizá llega, es como experiencia inaudita, una revelación que abre el campo de lo posible, la fractura de lo real; lo que se afirma sólo en la duda, en el quizá, el tal vez, el acaso, el quién sabe. La poesía procede por un juego de infinitas analogías, correspondencias, por una permanente apertura; no fija, sino más bien se contradice, se desdice, no define nada, en todo caso, quizá, muestra, pues es una mirada: «un mirar atrás», un leer que no «atisba pensamiento». La poesía, y muy en particular este Génesis que nos ofrece Teresa Langle, no es filosofía, ni metafísica; es analogía, desvelamiento, un estar en el mito; no explicarlo, ni siquiera describirlo. Hacerlo presente y desde allí decir el lenguaje del poema. «En nuestro lenguaje está depositada toda una mitología» dice el último Wittgenstein (3). Mostrar lo inexpresable. Lo que Mallarmé enunciaba así: «la restitución a la poesía de su lenguaje previo al orden gramatical». Situarse en el mito, no en la explicación o el pensamiento. Dónde entonces: «En la nebulosa: el nido, la página de oro, garbanzos, la palabra». Leer sin gafas, oler las palabras... Las imágenes se suceden, rompen la lógica del discurso, en ocasiones con ironía: «abominando los dorados coloniales las porcelanas austriacas», pero siempre con audacia: «un saquito de monedas que se iba esparciendo sobre la alfombra de cordilleras»; «paraguas viejos que acariciados se hacen, al fin, reflexivos». «Despojarse de ropas y abalorios, una túnica menos»; leerse en los libros: «El harén de Occidente me ha leído estas Navidades». Y en este despojamiento, escogido o impuesto, literatura y vida se entrelazan: «El llanto desgarrado de mi madre me arranca del libro de Raimon Carver. Del libro interrumpido sale el poema que no es poesía», pues «la palabra insignificante se estira, se hace constante, se vacía. Vuelta a empezar. Desescribir». Tal vez sólo de este vacío, del reconocimiento de esta palabra «insignificante», de este mirar atrás, este constante volver a empezar, este desescribir, nazca la palabra que sea capaz, quizá, de crear mundo y sentido. Pero estamos siempre, como nos dijo María Zambrano, hija del exilio, mujer en la noche del siglo, buscando el claro del bosque, merodeando en pos de la palabra que descienda como rayo, iluminación o consuelo. Palabra sin más saber que su propio decir, lo cual no es sabiduría sino más bien la duda permanente de todo saber instituido, de todo discurso cerrado, pues la poeta, la poesía, cumple el consejo de Wittgenstein: «He de sumergirme siempre, una u otra vez, en el agua de la duda» (4). Desescribir, romper no sólo el discurso, la lógica impuesta, el corsé de la sintaxis, sino también la palabra: abrir su significado, multiplicar sus posibles analogías. (Auto)creación; una creación autoreflexiva, que es en parte biográfica, historia del yo que enuncia y a la vez espacio de palabras que el lector habita y crea; su proceso de lectura es también autocreación, reconocimiento de sí mismo y del mundo. Consumación: «Volar el fin», anuncio del final. «De nuevo» comenzar. (Des)escribir: pues la escritura, llegada a su fin, se niega a sí misma, se hace, de nuevo, silencio, escucha del mundo; blanquísimo espacio a la espera de la palabra. Y es en este espacio en blanco, en el margen, en lo no dicho, en el hueco o eco de lo sugerido en el poema; es allí donde pueden llegar todos los que faltan, los que no han sido palabra ni escritura, los que no se han escrito. Porque «Escribir es un privilegio obsceno. Vivir es algo espontáneo». Queremos «ser sedimento», permanecer en la escritura, comenzar una y otra vez «sin acordarse de quienes no se han escrito». Los que han vivido pero han sido borrados del libro, los ausentes. Por eso Desescribir, es decir, dejar espacio para que ellos, los tiernos habitantes de los márgenes, los no escritos, las olvidadas, lleguen al poema; desescribir para que la vida llegue también al poema, a su disolución, a su blanco silencio. Este libro es un hilo infinito que desmadeja una pradera, donde una sonrisa se hace eterna. Este libro es una invitación a la creación. Vivir el desorden, la libertad, la revelación del instante. «¡Cantemos a pleno pulmón, con el pecho abierto al alba, para que vaya saliendo la hora y nos aguarde!», versos en los que resuena Paul Celan: «¡Es hora de que se sepa! / Es hora de que la piedra se presta a florecer, / de que al ajetreo le palpite el corazón. / Es hora de que sea hora» (5). Porque lo que leemos en este vuelo imposible pero real, es lo que nos deja la poesía, algo delicado, casi intangible, pero necesario. Un tal vez, un quizá, un polvillo, la vida misma. Lo que Teresa Langle nos dice: «Porque la vida no es sucesión de líneas ni el poema verso sino un polvillo sigiloso que se nos muestra tímidamente tan sólo si sobre él posamos suavemente los dedos». Invitados estamos a posar con delicadeza los dedos, a escuchar esta invitación a la creación. A leer y escuchar a Teresa Langle. (1) Wittgenstein, Tractatus 6.522.
(2) Jacques Derrida, Políticas de la amistad, Trotta, Madrid, 1998, p. 46. (3) En Observaciones a la Rama Dorada de Frazer, Tecnos, Madrid, 1992, p.69. (4) Wittgenstein, edc. cit, p.49. (5) Paul Celan, Poemas, traducción de J. Francisco Elvira Hernández, Visor, Madrid, 1972, p. 26. FORUGH FARROJZAD. ETERNO ANOCHECER (Gallo Nero, Madrid, 2019) [Traducción a cargo de Nazanin Armanian] por ANTONIO PALACIOS FORUGH FARROJZAD, EL VIENTO TE LLEVARÁ Cuando nace Forugh, el 29 de diciembre de 1934, el feroz dictador Reza Pahlaví prohíbe el velo religioso, en una medida que no va tanto a favor de las mujeres, sino en contra de los clérigos musulmanes, que son vistos por el régimen como unos duros opositores a combatir. Pero será la poeta la que, con su obra, consiga develar la conciencia femenina de todo el país, con sus cuadernos de poesía, y con su, por desgracia, única película como directora. Forugh Farrojzad pronto se da cuenta de cómo es la familia que le ha tocado en suerte. Su padre, el coronel Mohammad Baguer Farrojzad, como corresponde a uno de los responsables de las posesiones del rey y miembro del círculo cercano a Reza Pahlaví, trata con mano dura a sus inferiores. Cuando llega al hogar, no cambia de estrategia. La casa se rige por el régimen cuartelario. Hay un horario preciso para cada actividad, como, por ejemplo, la hora en la que los pequeños tienen que irse a la cama. Al hacerlo, se tapan con las ásperas mantas militares, ya que el coronel, aunque pueda permitírselo, no quiere lujos para sus hijos. Ninguno de ellos puede quejarse de esta situación, pues han de obedecer como si fueran soldados. Una de las pocas cosas que une a Forugh con su padre es la poesía. Mohammad, como gran parte de los iraníes, ama las palabras de los poetas clásicos persas que cantan al amor exagerado y libre hacia hembras que sólo obedecen a sus instintos. La pequeña conocerá estas maravillas en la voz de su padre y el encuentro la marcará para siempre. Pero este vínculo será casi el único que puedan establecer, pues la hija lamenta que sólo se le exija una obediencia silenciosa que pronto se convierte en mero aislamiento. Ella siente que Mohammad no quiere conocerla, ni hablar con ella, y que, ya desde muy niña, se tendrá que enfrentar sola a los problemas de la vida. Su madre Touran Vaziri-Tabar se dedica a sus labores, entre las que se encuentra el soportarlo todo, incluso las infidelidades. Forugh comprueba con tristeza cómo toda la existencia de su madre cabe en su alfombrilla de rezo, e intuye que ella nunca irá más allá de sus estrechos bordes por miedo al infierno. La pequeña tiene seis hermanos. Una de ellos, Puran, es un espíritu afín con la que confesarse, ya que no siente la misma cercanía con el resto de sus hermanos. Ella ve a esta hermana como un espejo en donde reflejarse, alguien capaz de iluminar su corazón con sólo verla reír. También le gusta la manera en la que su hermana responde a los golpes de su madre con palabras sencillas que la desarman. Durante su infancia, Forugh toma conciencia de que nació sin ser ella misma. Así que, hasta el final de su existencia, luchará por encontrar su verdadero ser, sin tener en cuenta las normas impuestas dentro y fuera de la familia. Por tanto, sin que la vea su madre, ella borra las líneas de sus apuntes que le parecen más caducas, demostrando una valentía e independencia frente a las doctrinas que se enseñan en las aulas. Los desencuentros siguen en el patio del colegio con los demás niños. A Forugh la apodan la “ojos de vaca”. Los pequeños vándalos no saben que ése era precisamente el sobrenombre que Homero solía dar a Hera, la diosa del matrimonio y sufridora de los desmanes de Zeus. Tras los primeros años de colegio, como una buena chica, Forugh elige estudiar Pintura, Corte y Confección. Sin embargo, este buen comportamiento no tarda en torcerse y, a los quince años, su vida cambia para siempre. Forugh se enamora de un pariente lejano, Parviz Shapur, un maestro del verso corto y satírico que dirige una revista de humor. Él tiene quince años más que ella. La adolescente, deslumbrada por un carácter alegre y cariñoso que nada tiene que ver con el de su padre, le envía cartas de amor. Un año más tarde se casa con Parviz, pese a los gritos y amenazas paternas. Por fin, Forugh se aleja del cuartel de su hogar, trasladándose a Ahvaz, al sur, en la costa del golfo pérsico. En esa ciudad, ve cómo se le apaga la luz de su existencia. «Mi sol sin anocheceres se deprimió en el sur», escribe. Y es que para huir del padre ha caído en manos de un marido. Al poco, la joven tiene un hijo muy deseado, Kamyar, el pequeño “Kamy”, mas el bebé no salva una convivencia que se hace muy dura para una casi niña que ya es madre. Forugh siente que el matrimonio ha sacudido sus cimientos, que se ha metido en un callejón sin salida por pura ignorancia y lamenta que nadie se preocupara por darle una formación intelectual y espiritual que evitara errores como éste. Ella cree que si se ha portado bien o mal no lo ha hecho a sabiendas, sino porque ha seguido sus intensos sentimientos sin pararse a pensar. Forugh descubre que un extraño se ha convertido en su compañero hasta la muerte. Así que imagina que le han colocado grilletes en los pies como si fuera culpable de algún delito. También nota que los demás han cambiado su mirada y ya no la consideran aquella pequeña que siempre sonreía, que parecía feliz. Incluso su marido la ve triste y pesarosa. La alianza le aprieta fuerte el dedo. No cree que ese anillo sea el símbolo de la felicidad. Cuando lo mira, ve reflejado en el metal brillante y vacío los días tirados a la basura, los días que pierde esperando ser feliz a la mañana siguiente, una fecha que nunca llega, a pesar de las promesas de su marido. Cada vez más, ese anillo en el dedo le parece una soga al cuello. Y ella se pregunta por qué motivo y hasta cuándo tiene que encadenar su corazón a un amor estéril. Fuera, en la calle, el ambiente parece acompañar esos días negros. En 1953 se produce el golpe de estado que encarama a otro Reza Pahlaví a lo alto del poder. El que será el último sah, vestirá con un disfraz de régimen moderno y capitalista a una tradicional dictadura que persigue con celo a los que reclaman más derechos. Pese a todo, su esposo Parviz no la trata mal. Incluso él apoya de manera definitiva los primeros pasos de Forugh en las letras. Como cuando invita a Naser Khodayar, amigo y director de Intelectual, para introducirla en el mundo de las revistas literarias. Así el marido causa, sin saberlo, el golpe definitivo que acaba con su matrimonio. Y es que Naser y Forugh se enamoran. A pesar de todos los obstáculos e inconvenientes, ella no lo duda y se entrega a la ilícita aventura amorosa. Cuando una empieza a amar, no ve «el fin del sendero», mas en eso consiste el amor, en andar ese camino. En medio de esta infidelidad, el director de Intelectual publica algunos poemas de su amante que escandalizan nada más salir a la calle. Ninguna iraní había sido tan libre al versificar la pasión erótica. Las libertades que se permitían con la pluma las escritoras persas de aquel tiempo se limitaban al espacio que quedaba fuera del hogar, a la escuela, al trabajo. La violenta reacción hace que Forugh se considere una desertora de la sociedad. No quiere participar de esa hipocresía que hace que muchos se abran ante ella «como flores» cuando la escuchan recitar sus poemas, pero que, cuando están a solas, la llaman loca y «casquivana». La presión empieza a hacer mella porque, aunque parece fuerte, ella siente la culpa de ser infiel, siente haber cometido un pecado monstruoso a los ojos de la sociedad iraní. Ella está manchada, marcada, para siempre. Incluso, a veces, retira de su regazo la cabeza de su pequeño. «¡Ay Kamy, Kamy! Levanta tu cabeza de mi deshonrosa vestidura», escribe. Tras cinco años de matrimonio, la pareja se divorcia. Parviz ha descubierto la infidelidad de su compañera. Por ello, Forugh tiene que abandonar el hogar y decir adiós a su pequeño “Kamy”, ya que en Irán la tutela suele pasar a manos del padre. Ella se alegra un poco, porque así su hijo no conocerá los rigores de la casa cuartel a la que tiene que regresar. Aunque antes de irse, canta una última nana al pie de su cuna, que a ella le suena como un grito salvaje y desgarrado cuyo eco resonará durante el resto de sus noches. Forugh abandona el hogar del matrimonio, ese lugar lleno de luces y sombras, de amor y de dolor, como «un ave sin plumas» que ha perdido el camino, arrastrando un equipaje lleno de penas e inquietud. La vuelta es muy dura para ella. Su hermana Puran puede escuchar desde su habitación cómo la joven padece ataques en los que no deja de llorar y de llamar a su “Kamy”. A menudo le viene a su cabeza la sonrisa de su hijo cuando se despertaba pidiéndole más besos y se sentaba, con hambre, jugueteando a la espera del desayuno. Otras veces puede escuchar cómo llora su niño llamando a su madre; otear la fría cama vacía donde duerme “Kamy”; o adivinarlo en brazos de una vieja tata cansada, y sobre las flores de la alfombra, alucinar una taza vacía y, cerca, la leche derramada; o entre el polvo del espejo, la madre contempla brotar el rostro de su hijo como una flor, así que ella apoya su cabeza en la pared mientras pregunta en voz baja: «¿eres tú Kamy?». Viviendo en casa de sus padres otra vez, Forugh publica un relato titulado ‘Confesión’, que le sirve para retratar, a través de la ficción, la aventura que ha roto su matrimonio y la separó de su hijo. Y es que, aunque no se arrepiente de lo que hizo, ella desea que su marido la absuelva, que no la tenga por una «canalla». Porque tras las locuras que hizo por amor, tras las locuras que han precipitado su huida del hogar, había un dolor sin esperanza. Como era de esperar, Naser, al leer el cuento, se da por aludido aunque haya un velo ficticio que cubra los hechos relatados, por lo que se siente humillado al verse reducido a un mero error en la vida de su antigua amada. La joven poeta provoca su segunda y definitiva salida del hogar paterno cuando publica El muro, su segundo cuaderno de poesía. Con estas páginas, Forugh pisotea la fría lápida de la tumba de Layla, la que murió por amor a Majnún, los amantes modelos de la literatura persa. Ella cambia aquel romanticismo elevado por la pasión carnal. Su poética se llena también de la angustia de esperar tras la puerta la llegada del amante. Las protagonistas de los poemas se encierran en casa, rompen con el mundo, mas no con el amor. Cuando salen a la luz estos poemas, el padre la llama «mujer de la calle», ya que cree que es una deshonra para la familia lo que escribe y cómo lo escribe. Las reacciones de la crítica coinciden con él, aunque empleen otras palabras. Para la creadora, el ambiente se torna insoportable. Incluso las sonrisas de sus allegados inoculan veneno. Sus caricias duelen como mordeduras de víboras. Por otro lado, el ser una divorciada, en aquel tiempo, significa soportar comentarios lascivos por parte de muchos hombres, que identifican a la que se separa del marido con una prostituta, hombres que se insinúan susurrando al oído que la mujer está «hecha para la complacencia». Forugh sigue luchando contra todo ello, proclamando que ella, al menos, no bebe vino a escondidas, como los «maquiavélicos devotos con sotana». Puede que los demás la vean con su frente marcada por el hierro del pecado, aunque la escritora lo prefiere a llevar la marca que deja el «falso rezo». Sabe de la dificultad de batallar contra esos «fariseos», mas ella se dispone a continuar haciéndolo, si bien su tierra hace tiempo que es «un nido de demonios». Así, la joven pierde lo poco que tenía para sacar a la luz, con su poesía y su proceder, la cara oculta de las iraníes, que nada tienen de inmaculadas vírgenes marías, como algunos pretenden. Sin dinero ni trabajo, recurre a la ayuda de su madre para alquilar un piso en Teherán. Allí lee Las flores moradas, el serial que publica su antiguo amante Naser, en donde ella reconoce algunos detalles íntimos de su relación con él. Forugh, al pasar esas páginas, se llena de deseo, esta vez de deseo de morir. Su pecho palpita con el vértigo de avistar un fin cercano. En la soledad de aquel piso intenta morirse tragando pastillas. No lo consigue. Este final truncado le servirá para coger fuerzas. Desde entonces, se dedicará por completo a la creación, ya sea publicada en cuadernos, o como imágenes cinematográficas. Para ello decide no quedarse encerrada en una habitación oscura, esperando algo. Dejará de coser sus ojos a la puerta a cada rato para comprobar si viene él, su hombre. Y no se lamentará de su suerte. Parviz, su exmarido, le echa una mano vendiendo todas sus alfombras para costearle un viaje por Europa a la joven inquieta. Ignorando los dolores del divorcio, ambos siguen escribiéndose cartas de vez en cuando. Forugh va a Roma, a un festival de escritores de cine. Con tierra de por medio, se siente con fuerzas para escribir una carta a su padre en la que le confiesa que al fin ha llegado a un lugar en donde se siente libre, en el que no tiene que escapar del yugo de un padre para caer en el dominio de un marido, un lugar en el que no se la considera una «mujer de la calle» por lo que escribe, en el que puede ser ella misma. Allí también se lamenta del tiempo «que pasé con la que fui». Durante los nueve meses que pasa en Roma y en Munich, también decide que no quiere vivir una existencia acomodada, sino que quiere convertirse en una mujer relevante en la sociedad de su país; no desea permanecer en el mismo sitio toda su vida, en su hogar, ciega y muda. Ni desea buscar el refugio de los fuertes brazos del varón a cambio de comportarse de forma correcta, a cambio de parecer siempre bella; ya no se conforma con huir de un hogar para formar otro. A su vuelta, cuando Parviz le pregunta, riendo, qué le trae de su largo viaje, ella le responde que mire su rostro. El que fue su marido ve cómo le ha vuelto la alegría al semblante, ve cómo su mirada se ha llenado de sueños. Forugh publica un tercer cuaderno que refleja sus viajes dentro y fuera de Irán. En sus líneas se lee cómo la escritora ha tomado el camino de los sueños de la mano de su amante, la poesía. Sin embargo, los poemas siguen siendo carnales, la fuente de sus versos siguen siendo sus malos amores. «Tú me hiciste poeta, tú, ¡mi hombre!», escribe. Aparte de su labor como escritora, Forugh busca trabajo con la idea de poder alquilar un piso sin tener que pedir dinero a su familia. Ahora se dispone a independizarse ganándose la vida con su creatividad. Otra poeta y amiga, Lobat Vala, le echa una mano al ofrecerle un puesto en la revista Teherán en imágenes, aprovechando que la directora es su hermana. Así, su destino cambia al encaminarse a la lírica de la imagen. Más tarde, entra como secretaria en el estudio Golestan. Y es que Forugh, tras su paso europeo, es la única que puede atender el teléfono y hacerse entender en alemán. El director de la compañía, Ebrahim Golestan, es un director de cine izquierdista, además de pionero y mentor de jóvenes poetas, a los que emplea en su empresa. Está casado con su prima Akhtar Golestan, traductora y activista por los derechos de la infancia. La pareja tiene dos hijos. Todo esto no impide que Ebrahim y Forugh se enamoren y mantengan una relación que durará hasta la muerte de la poeta. Él tiene once años más que ella y ha creado el estudio de cine más prestigioso del país, por lo que le es fácil impresionar y fascinar a la joven. Sin embargo las malas experiencias con los hombres, hacen que ella sienta algún recelo. En contra de los malos presagios, sigue con una aventura que presiente que la llevará a la tumba. Al menos, se consuela con que con su muerte acabará su soledad «vacía y apagada». Vuelve así a ser la protagonista de las habladurías. Pero ello no le importa. Cuando ama, su honor le trae sin cuidado. «Es mi verdadero ser quien te desea», escribe. Ebrahim descubre que ella tiene algo especial y le da una oportunidad para expresarlo por medio del cine. Así, Forugh participa en el cortometraje Un fuego, dirigido por Golestan, que ilustra el incendio de un pozo petrolífero en Aghajari, cerca de Ahvaz, la ciudad en donde vivió cuando estaba casada. Los dos meses de fuego acabaron con una extinción en la que participaron bomberos estadounidenses. El Consorcio de Petróleo, ya nacionalizado, financia la película como parte de una campaña de imagen. La creadora aprovecha el rodaje para captar algunas imágenes con una cámara super8 por la ventanilla de su coche. A ella le interesa la vida alrededor del desastre. Sin embargo, el encargado de filmar el cortometraje es Shahrohc, el hermano pequeño de Golestan. Forugh se ocupa del montaje de esta historia sobre la incapacidad de controlar un fuego mientras pastores y agricultores, en los campos cercanos, siguen con sus tareas. Así, en silencio, agachada sobre la moviola, con su pelo cubriéndole la cara, aprende cómo escribir versos con imágenes. Golestan gana la medalla de bronce en el Festival de Venecia en 1961 por Un fuego, con lo que se convierte en el primer director iraní galardonado en el extranjero. Durante esos días, la joven pasa de un estado contemplativo en el cual no deja de mirar por la ventana mientras fuma, a las risas con Golestan y sus compañeros. Parece que haber cometido tantas locuras le ha ayudado a volverse cuerda. Aunque todo parece indicar que ha reconducido su vida, pronto sufre otro duro golpe que la pone a prueba. Forugh encuentra unas cartas de Golestan a su esposa en las que asegura que no tiene que preocuparse por la joven, ya que «no tiene ningún valor para mí», y jura que es Akhtar, su mujer, además de la madre de sus hijos, el único amor de su vida. La poeta y Golestan discuten en la oficina, ante la presencia de la asistente de Ibrahim. Esta decepción hace que, por un momento, ella eche de menos la relación con su marido y lamenta el no haber sido una «buena mujer» según marca la sociedad iraní. Si no tuviera tantas aspiraciones, todo sería más sencillo, se dice. Todo parece perdido. La rebelde no tiene fuerzas para seguir adelante en su lucha. Ante otra traición de un ser querido, Forugh vuelve a intentar matarse, mas no lo consigue. La encuentran inconsciente con un bote de pastillas al lado. Tras su vuelta al mundo de los vivos, considera que los hombres son «sucios y ridículos». El comportamiento de estos hace que, a veces, quiera estrangularlos. El resentimiento hacia los hombres egoístas le hace pedir sangre, la sangre de los corazones de aquellos que sólo se veneran a sí mismos. Forugh no encuentra un amante tan insensato como ella, alguien que sea capaz de renunciar a su fortuna, honra y posición por la pasión. Su hombre sólo piensa en el placer pasajero, sin embargo ella desea un placer que no termine nunca. Intenta superar ese golpe imaginando que Golestan es el sol, que su esposa es la tierra, pero que ella es el cielo. Cuando él echa sus «tentáculos» a su mujer, a ella la «sacan a hombros las estrellas», escribe. A pesar de todo, Forugh seguirá en Golestan y con Golestan. Si el amor le falla, quizás le responda el arte, el único que nunca le ha defraudado. Tras un período de aprendizaje en el que hace de guionista, asistente de dirección e incluso actriz, la escritora pasa a la historia del cine iraní al dirigir, junto a Ebrahim, La casa es negra. La Sociedad Iraní de Asistencia a los Pacientes de Lepra concibe este documental como una mera ilustración del día a día en la Residencia Babadaghi de Tabriz para los pobres y marginados afectados por la lepra. Forugh visita el centro en julio de 1962. Tres meses más tarde, vuelve y convive dos semanas antes de que comience el rodaje, para vivir como viven ellos y así ganarse su confianza. Ella come su misma comida, toca sus heridas, llegándose a identificar con ellos.
Los leprosos viven de la caridad, pues son considerados impuros, ya que sufren un castigo divino por un pecado que ellos o sus padres han cometido. La rebelde conoce de primera mano la sensación de ser repudiada, y esta experiencia vital hace que la película se transforme en algo muy distinto a lo que se pretendía en un principio. Ella escribe el guión y lo llena de versos, de compasión. Además, dirige las escenas en las que aparecen los leprosos como si fueran actores que se interpretan a sí mismos. En la primera de ellas, una enferma con el rostro borrado por el virus carnívoro se acerca a un espejo y se mira en él. Más adelante, en una clase, el profesor le pide a un niño sano, Hossein Mansouri, que cite cosas bonitas. Tras pensarlo, dice: “la luna”, “el sol”, “las flores” y “el recreo”. Los alumnos se ríen. Entonces, el profesor le pide a otro niño, esta vez un leproso, que cite tres cosas feas. Al crío sólo se le ocurren partes de su cuerpo: “pies”, “mano”, “cabeza”. Una película con escenas como ésta queda en un término medio que será el campo en donde crezca un nuevo cine iraní, lleno de películas que casi son un documental y casi ficción. Con su película, quiere plasmar algo que ha podido comprobar a lo largo de sus años: que ha nacido entre una gente creativa que, aunque no tengan para comer, sí que, muchos de ellos, tienen una mirada abierta y rica ante la vida. Si parecen incapaces es porque tienen los bolsillos vacíos, no porque lo sean. Al estrenarse La casa es negra, Forugh logra ser la primera iraní que dirige una película, aunque para ello tenga que compartir este crédito con un hombre. El documental gana el primer premio en el festival alemán de Uberhausen por su pionera mezcla de poesía y de cine. Sin embargo, las críticas en su país son, a veces, feroces. Se acusa a los autores de explotar a los enfermos. Como prueba de lo contrario, Forugh adopta al pequeño Hossein, al hijo de dos leprosos, para intentar darle una vida mejor. El esplendor de Forugh se completa con la publicación, en 1964, de su poemario Otro nacimiento, su obra más reconocida. La joven ya no siente que la poesía es algo ajeno, como un amante, sino que es una parte más de ella. Ahora sus versos ya no los dice una solitaria que mira hacia fuera, desde la ventana de su habitación. En una de sus páginas, Forugh ve a la pasión como un viento con el que navegar la existencia. Si la noche tiembla y La Tierra deja de girar, con coger de las manos al amante, poner los labios en sus labios y repetirse «el viento nos llevará, el viento nos llevará», todo pasará. Mas ese viento siempre la alejó de su familia, de sus hombres. Debería haber dicho, cuando sopla la pasión, «el viento te llevará, bien lejos». Al fin, la insumisa ha cumplido su deseo de convertirse en una figura relevante en su país, de hacer algo por los suyos. Para ser ella misma, ha tenido que luchar contra la hipocresía y los miedos impuestos sobre todo a las mujeres. Pero se ha dado cuenta de que para atravesar este camino hay que soportar el dolor y la soledad. Por tanto, en sus últimos años, ella empieza a entender «la contaminada existencia de La Tierra», viéndose a sí misma en el umbral de una estación fría. Si bien Forugh, esperanzada, cree divisar cómo se aproxima alguien; alguien distinto, mejor, sin igual, alguien que nada tiene que ver con su padre, ni con Dios, ni con su madre, alguien que es como tiene que ser. Ella morirá antes de conocerlo. El 13 de febrero de 1967, a las cuatro y media de la tarde, la escritora conduce un todoterreno por una carretera cercana a Teherán de vuelta al trabajo tras visitar a su madre. Un autobús escolar se acerca demasiado y ella intenta esquivarlo. Forugh sale despedida y su cabeza choca contra el duro borde de un canal de agua. Aunque la trasladan al hospital más cercano, allí no la atienden porque sólo se admiten a pacientes asegurados. Cuando llega a la clínica Reza Pahlaví ya es demasiado tarde. Muere en la mesa de operaciones. Ella misma predijo su muerte en sus poemas. En uno de ellos augura que la muerte la encontrará cuando el reloj haya sonado cuatro veces el primer día de invierno. A Forugh la entierran en el cementerio de Zahiroddoulé de Teherán. Rodeada de amigos, familia y admiradores, mas no de Golestan. Aunque él asegure que su amante murió en sus brazos, en una dudosa imagen romántica, el director no siente la obligación de pasarse por allí. Ella, que imaginó que, tal vez, tras su muerte, sus enamorados, a media noche, dejarían una flor sobre su triste tumba, no pudo prever que su amante ni siquiera aparecería a darle un último adiós. Aunque sí acertó al augurar que algún lector, al pasar las hojas de sus poemarios una a una, la encontraría allí, frente a él, como si, tras su muerte, un desconocido entrara en el dormitorio de la poeta y, al mirarse en el espejo, descubriera el reflejo de Forugh y no el propio. En su lápida se cita uno de sus poemas, uno que habla del final de la noche: Si vienes a mi casa, amor, tráeme una luz y una ventana para que pueda ver la alegría de aquella calle abarrotada. Más abajo, en la lápida, se recuerda que allí yace Forugh Farrojzad, la hija del militar Mohammad Farrojzad. No aparece el nombre de la madre. Los restos de la rebelde reposan para siempre bajo el manto paterno, a pesar de que su existencia fue una constante huida de la dominación del hombre. Al resto del país no le irá mejor. En 1979, llega la teocracia a Irán. Los libros de Forugh son prohibidos y, los que no, son censurados. Ella se convierte en el símbolo de lo que no debe ser una mujer como Dios manda. En 2011, el gobierno prohíbe que sus seguidores se reúnan alrededor de su tumba para celebrar un homenaje. Sólo se permite el acceso a sus familiares. Décadas tras su muerte, Forugh sigue siendo una mala mujer a los ojos de la buena sociedad iraní. DOROTHEA TANNING. SI LLEGAMOS A ESO (Vaso Roto, Madrid, 2019) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO
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