LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
VIVIAN GORNICK. CUENTAS PENDIENTES. REFLEXIONES DE UNA LECTORA REINCIDENTE (Sexto Piso, México/Madrid, 2021) Traducción: Julia Osuna Aguilar por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ y JORGE CERVERA REBULLIDA Vivian Gornick nació en 1935 en Nueva York, en el Bronx, en una familia de judíos de ideología socialista de una posición económica no muy boyante. En su vida resultó crucial la temprana muerte de su padre. La familia quedó devastada, en particular, su madre, lo que afectó a la hija, que nunca pudo tener un concepto de pareja romántica muy estable, de lo que podrían dar fe sus dos divorcios. Tras pasar por la universidad, escribió para The Village Voice, The New York Times y The Atlantic, entre otros. En ellos se curtió como escritora, sobre todo en el primero como narradora en primera persona de la segunda ola feminista, en la que encontró un esclarecimiento para una de sus angustias: había nacido «en un sexo que no era tomado en serio y que tampoco se tomaba en serio a sí mismo». Según alega, «el feminismo nos explicó a nosotras mismas». Ha sido docente de programas de escritura y es autora de once libros, entre los cuales la crítica destaca Apegos feroces, Mirarse de frente y La mujer singular y la ciudad. Ya en el primero se percibe la huella del feminismo en tanto que acude a dos prototipos distintos de mujer que propone como modelo de vida y que resultarán determinantes para ella. En Mirarse de frente se centra en las desigualdades de clase y de género. La mujer singular y la ciudad retorna a Nueva York y continúa por la senda de la lucha por los derechos de las mujeres. La génesis de la presente obra fue la relectura de Gornick, simultáneamente junto a una amiga, de Regreso a Howards End de Forster. Llena de estupor, comprobó que interpretaba la novela de manera distinta a como lo hizo en su juventud. Más tarde escribió un artículo sobre ello en The New York Times que hizo que su editora le indicara: «Esto es un libro. Ponte a escribirlo». Se lanzó entonces a releer algunos títulos que ya habían pasado por sus manos en otras épocas y alumbró un texto que, como es característico en ella, pivota entre las memorias y la crítica. De modo que se trataba de cómo contempla uno los libros tras un segundo o tercer viaje, ¿cierto? Eso nos impulsó a llevar a cabo un ejercicio previo, con la finalidad de experimentar nosotros mismos de nuevo lo que se siente en una relectura. Volvimos a las páginas de un ejemplar sencillo, agradable, bien escrito y perfectamente construido, según nos indicaba nuestro recuerdo de lectores juveniles, porque, de haber escogido El Quijote o Los hermanos Karamázov, no tendríamos aún disponible esta reseña. Su título es Pasos sin huellas de Fernando Bermúdez de Castro, y recibió el Premio Planeta de Novela en 1958. Confesamos que había un temor subyacente en nosotros por si no funcionara igual su magia, por si su capacidad para fascinarnos se hubiera evaporado, por si el amigo de hace tiempo se hubiera transformado en un señor arrugado, calvo, gordo y deprimente (con el debido respeto hacia los espíritus sensibles que puedan ver gerontofobia, falacrofobia, gordofobia y “depresionfobia” en nuestras palabras). Tuvimos la suerte de que eso no sucedió, pero sí entendemos que, si hubiera ocurrido, nos habría supuesto un disgusto y la puesta en entredicho de nuestro criterio. Sin embargo, resultó maravilloso. No hallamos sorpresas ni nos sentimos tremendamente distintos ni tuvimos la sensación de que nuestro amigo tuviera arrugas, calvicie, obesidad ni fuera un paladín del desaliento: estaba como siempre lo habíamos evocado, y nos hizo sentir tan felices como lo había hecho hacía años. Con esa beatífica impresión, nos planteamos si es necesario, entonces, llegar a la séptima década para poder ver los libros de otra manera. Todo lo subrayado y lo anotado podría haberlo hecho nuestro joven yo igual que el de ahora. De no haber seleccionado ese libro tan querido, de haberse tratado de uno del que guardáramos un recuerdo negativo, ¿habría sido distinto el resultado? ¿Nos habríamos reconciliado con él? ¿Habríamos visto algo que hubiéramos sido incapaces de apreciar en una primera lectura? En fin, un experimento, como comentamos, sin mayores pretensiones que buscar un punto de partida que nos hiciera empatizar con la autora. Habiendo intentado ya tener una referencia directa y reciente de relectura, nos dispusimos a embarcarnos en sus páginas. Empezaremos a arrojar nuestras conclusiones por la propia cubierta... del libro. Nos sorprendió la traducción del título original, Unfinished business: notes of a chronic re-reader, a Cuentas pendientes. Reflexiones de una lectora reincidente. La elección del término reincidente no nos parece atinada, siendo reincidir, según el saber de la Real Academia, «volver a caer o incurrir en un error, falta o delito». ¿Qué error, falta o delito es una relectura? No está entre nuestras atribuciones la búsqueda de una palabra más adecuada en español, pero no negaremos que lo que percibimos como un error grueso nos causó una cierta alarma sobre cómo se habrían llevado a cabo la traducción y la edición, que suelen ser siamesas. Una vez metidos en harina, hemos de decir que el resultado, para nosotros, no fue positivo. Francamente, ni nos gustó la selección de libros, en la que echamos a deber más referencias de otros idiomas que no sean inglés (lo cual nos resultó verdaderamente decepcionante en una persona tan supuestamente instruida) ni su prosa nos enganchó. No tuvimos ninguna gana de comenzar ninguna de las obras que propone que no hemos leído (aún, siempre aún). Para nosotros no existe un hilo conductor entre los capítulos, excepción hecha en alguna ocasión. Se puede saltar de uno a otro de forma independiente, algo que es posible tomar también como una ventaja. Sucede que nosotros, en principio, cuando leemos un ensayo, preferimos encontrarle un sentido lineal, una adición de enseñanzas entre un capítulo y el siguiente. Aquí no se va a hallar, aunque la autora, por otra parte, y sin sonrojo, nos avisa en una nota preliminar de que se ha tomado la libertad de «fusilarse» a sí misma «precisamente porque el tema de este volumen es la relectura». En fin, sí, pero no, señora Gornick: esperábamos algo original y reciente, no refritos, pero imaginamos que a sus lectores habituales no les importa en demasía. Bajo nuestro criterio, un punto de vista más generalista sobre la relectura, con ejemplos breves y ajustados para ilustrar sus opiniones, habría sido más acertado. No esperábamos un desmenuzamiento de los argumentos de las obras ni un «estudio crítico», porque para eso ya existe mucha literatura a la que recurrir, sino las reflexiones de una lectora ya anciana con mucho bagaje a sus espaldas que nos hubiera atestiguado mejor cómo los libros se van percibiendo de diferente forma en las distintas etapas vitales, cómo los años te regalan diferentes gafas que te permiten ver las múltiples capas de un texto que, anteriormente, se negaban a aparecer ante tus ojos, y lo que hemos encontrado es mucho resentimiento y mucha propaganda. Gornick no logra, a nuestro juicio, dejar patente una evolución personal, un avance, sino que, ella sí, reincide una y otra vez en el victimismo y son escasas las veces en las que se quita las gafas de ver agravios. De hecho, en sus entrevistas ya nos alertó que solía aludir recurrentemente a su particular tríada de la marginalidad: ser judía, de clase trabajadora y, sobre todo, mujer (aunque bien es cierto que afirma que ya no forma parte del feminismo radical). Esto choca con nuestra percepción (y esperanza personal para nosotros mismos) de que la gente ya mayor se va haciendo más sabia y moderada, y hasta de que vaya superando trampantojos mentales. En poquísimas ocasiones se congratula de que el mundo de su juventud ya no exista como tal y de que se hayan logrado notables progresos. Es una opción válida, por supuesto, porque siempre debemos aspirar a un mundo mejor, pero nos resultó agotadora. El listado de obras en las que se sumerge incluye los siguientes títulos: Hijos y amantes de D. H. Lawrence; La vagabunda y El obstáculo de Colette; El amante de Marguerite Duras; El fragor del día, El último septiembre, La muerte del corazón y La casa en París de Elizabeth Bowen; El mundo es una boda de Delmore Schwartz y El legado de Humboldt de Saul Bellow; Mi oficio, Él y yo, Las relaciones humanas y Léxico familiar de Natalia Ginzburg; Un mes en el campo de J. L. Carr y Regeneración de Pat Barker; Gatos ilustres de Doris Lessing; Jude el oscuro de Thomas Hardy. Hijos y amantes de D. H. Lawrence es una novela que la autora leyó en tres ocasiones a lo largo de su vida, y en cada una se identificó con un personaje distinto. Con veinte años, con Miriam, que se casa ilusionada para luego descubrir que su marido «era un hombre sin tesón» (claro que él se queja de que la decepción la volvió «amarga y severa»). Al llegar el primer hijo, se ve que la lucha es contra la ilusión del amor sexual como liberación, como algo que «transformaría» la existencia. Lawrence explora, a decir de Gornick, «la pena, trastorno, el sadismo, la alienación y la brevedad de la pasión», algo que sirve a la autora para volver la vista atrás sobre sus matrimonios. La vagabunda y El obstáculo de Colette sirven nuevamente como puntos de partida para hacer disquisiciones acerca del amor y la pasión. Se tratan también como obras leídas en la juventud, esas que marcan al principio de la vida, como obras de iniciación. Se aborda la cuestión de «si debe ser una mujer trabajadora e independiente o una mujer sacrificada en el altar del Amor». Afortunadamente, una vez vueltas a leer, le causaron «el mal sabor de boca de los sentimientos corregidos». No se puede obviar que también estos libros le hicieron repensar su vida amorosa y sus relaciones con el sexo opuesto. El amante de Marguerite Duras se interesa por el descubrimiento de una jovencita por su propia capacidad para excitar a un hombre, «un talento alrededor del cual organizar una vida». Esa vida alrededor del deseo la llevó a estar sola, algo de lo que era consciente cuanto más buscaba el sexo, que la llevaba a desconectar. También entretejiendo la propia relación de la protagonista con su madre, Gornick murmura algún paralelismo entre ella y la suya. El tema de la madre como modelo es también recurrente, y se deslizan algunos pensamientos personales al respecto. El fragor del día, El último septiembre, La muerte del corazón y La casa en París de Elizabeth Bowen son obras de una pluma «cuyo poderío sentí siendo joven, pero cuya valía no capté hasta la vejez». El fragor del día «se ocupa de lo desconocido que llevamos dentro y que sale a la superficie en épocas de desolación». En El último septiembre apenas se detiene, ya que preferirá incidir en La muerte del corazón, de la que destaca que el silencio beneficia a un matrimonio «como seres sociales, al tiempo que enmascara multitud de apetitos y decepciones con los que ninguno de los dos sabría qué hacer en caso de abordarlos abiertamente». De La casa en París sobresale «la metáfora de todo lo que en la vida difícilmente puede expresarse, y menos aún ser reconocido de forma consciente». Piensa, cómo no, en el poder del silencio y en el de la comunicación. Delmore Schwartz, autor de El mundo es una boda, es presentado como un «niño prodigio de gran brillantez». Gornick nos remite a El legado de Humboldt de Saul Bellow, donde podemos hallarlo «tal y como podríamos haberlo conocido en carne y hueso». El mundo es una boda tiene como protagonista a un «brillante desheredado» judío para el que «pasarse la vida haciendo literatura y reflexionando sobre ella y su relevancia cultural es, más que una vocación, una responsabilidad». Se relaciona únicamente, como en una cámara de eco, con otros escritores judíos. Todos los personajes tienen en común que «ninguno por su cuenta tiene los medios para definirse a sí mismo salvo en comparación con aquellos a quienes se parecen». A partir de la condición de la fe que profesan, Gornick toma la palabra para hacer un recorrido por la marginación del pueblo judío y termina tratando también el sexismo hacia la mujer. Como puede colegirse, son temas que atraerán la atención de la autora. En Mi oficio, Él y yo, Las relaciones humanas y Léxico familiar de Natalia Ginzburg resalta la importancia de los ensayos sobre sus otras obras, motivo por el cual se centra en Mi oficio, que le desveló las claves de lo que necesitaba hacer con su propia escritura; Él y yo, en el que «utiliza con fines literarios la vida con su segundo marido»; Las relaciones humanas, que se basa en «la brillante investigación de la narradora en su propia historia emocional». Para terminar, Léxico familiar es el título que escogió para sus memorias, en las que el duro carácter de su padre tiene un peso especial. Un mes en el campo de J. L. Carr y Regeneración de Pat Barker son obras que pone en comunicación entre sí. Un mes en el campo recoge la aventura de un restaurador que se instala temporalmente en un pueblo para reparar un mural. Vivirá una historia de amor inconclusa por su falta de valor («Debería haber levantado un brazo para tomarla por el hombro, hacer que se volviera y besarla. Era el día apropiado. [...] Y yo no hice nada ni dije nada»). En Regeneración Barker presenta a unos soldados en un hospital y se ocupa de algo tan trascendental como es el hecho de si la mente es capaz de superar las atrocidades de un conflicto armado («el meollo palpitante del libro es si [...] regresará o no a la compañía de los vivos, y cómo»). Gatos ilustres de Doris Lessing fue para ella «otro claro ejemplo de cómo tuve que convertirme en la lectora para quien estaba escrito el libro, que se había quedado esperando todo ese tiempo». En este capítulo se van enhebrando sus vivencias y las de Lessing. «Hace unos años, después de décadas viviendo sola, me vi anhelando que hubiera en casa algo vivo aparte de mí misma y, para mi gran sorpresa, decidí adoptar un gato», relata Gornick.
En Jude el oscuro de Thomas Hardy se puede apreciar que el nudo gordiano es la lucha de clases. El protagonista desea mejorar en la vida, ya que ha nacido en el campo y anhela instalarse en la ciudad. El problema será doble, ya que «el mero hecho de que tenga esas expectativas lo distancia de la gente con la que está criándose», y, cuando logra su objetivo, «se ve como una criatura sola en un universo hostil». En este aspecto, la autora volcará sus propias adversidades a lo largo de su vida. Para finalizar este volumen, Gornick nos deja con fragmentos interesantes (aunque sean unos apuntes un tanto deslavazados), de entre los cuales queremos rescatar este: «De pronto me llamó la atención una frase que había debido de subrayar cuarenta años atrás, y a continuación un párrafo que había rodeado con dos puntos de exclamación seguidos en el margen. Primero miré la frase subrayada: me desconcertó. ¿Por qué subrayé eso? [...] Los ojos se me fueron a una frase en la página siguiente, donde no había nada subrayado, y pensé: esto de aquí sí es interesante, ¿cómo es posible que no le prestara atención en su momento?». Hay párrafos aquí y allá que sí hemos subrayado, como este, por ejemplo, pero insistimos en que no hemos encontrado consistencia en su exposición ni en su pensamiento en tanto que, como ya expusimos, no vemos una estructura general ni una suma de conclusiones. Puede ser, naturalmente, que para estudiosos de su obra arroje algunas claves interesantes, pero no para quienes buscamos, anhelantes, que los autores nos iluminen con libros sobre su relación personal y la comunicación establecida con la literatura de otros escritores. No es un libro que recomendaríamos, aunque se lo prestaremos a cualquiera que nos lo pida, como siempre hacemos. Puede ser que, para ser ecuánimes, la relación entre este libro y nosotros necesite... una relectura. Pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.
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NOAM CHOMSKY. EL MALESTAR GLOBAL (Sexto Piso, Madrid, 2018) [Traducción de Magdalena Palmer] por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Cuando la película V de Vendetta se estrenó en el año 2006, con añadidos argumentales considerablemente diferentes a la obra original de Alan Moore, transfirió rápidamente algunos de esos elementos a algunos movimientos activistas. La máscara de Guy Fawkes, para movimientos como Anonymous, Occupy Wall Street, o el 15-M, además de para protestas y acciones más específicas, se había convertido en un símbolo. Por aquel entonces, la palabra revolución había surgido con todo su potencial destructivo. Hoy, en cambio, no es más que una nota a pie de página de textos académicos que nadie leerá jamás. Se ha vuelto teórica, y eso ha provocado su inevitable extinción. O, más bien, y para ser más justos, se ha popularizado, y se ha usado tantas veces, para propósitos tan diferentes entre sí, poco coherentes para las consecuencias que entraña la dichosa palabra, que ha perdido su valor. Quizá entonces podríamos recordar que, en una era previa al boom de las series de televisión, un producto de la cultura de masas, más que ningún libro o producto elevado de la entelequia intelectual, creó una serie de dinámicas que pervivieron durante varios años, y que se extinguieron con ese mismo impulso orgánico. Parece casi imposible y, de hecho, esa revolución casi lo es bajo las circunstancias actuales. Así lo certifica el activista y ensayista americano Noam Chomsky en los cuatro años que abarca el libro de entrevistas Malestar global. Tan simple como contundente, afirma que no podemos cambiar nuestra situación porque nos hemos vuelto individuales, egoístas y poco empáticos con las personas que nos rodean. Atomizados y alienados, con escasas probabilidades de formar un acuerdo común, la sociedad no puede organizar una fuerza mínima que pueda plantar cara. Hay líderes, hechos puntuales, que requieren sin embargo de una constancia y fuerza que a la larga acaba desapareciendo. Sobre todo porque el sistema, y ahí reside uno de los puntos fuertes y previsibles de las distintas conversaciones, incide de manera implícita en prácticamente todos los aspectos de nuestra vida. Nos aporta datos contradictorios, falsos o parciales, aparte de otros destinados a la distracción, que crean una mentalidad prefabricada, estándar, que no ofrezca ningún peligro real. Un análisis crítico, como el del libro, pone a prueba incluso nuestra propia independencia para pensar, ser subjetivos o verdaderamente originales. Otros filósofos ya lo habían señalado, como Slavoj Zizek en el pasaje inicial de su Guía ideológica para pervertidos (2012), cuando habla del papel de las gafas que revelan la realidad en Están vivos (1988). La diferencia es, no obstante, cuánto hay en una obra de denuncia de teoría y conceptos, y cuánto de análisis o cambio real en la acción. Por supuesto, muchas cosas distan entre ambos pensadores, pues el filósofo esloveno raramente habrá conocido alguna forma de hacer activismo que no haya sido mirar al horizonte, hacer chistes y apariciones extrañas, o cobrar altas sumas de dinero por dar conferencias. Esta realidad, como tal, contradictoria, difusa y desasosegante, se opone al término con que Chomsky establece el punto para el cambio: la solidaridad. Leído ahora, como si alguien hablara de belleza en una crítica de arte contemporáneo, el término no puede producir otra cosa que una carcajada espontánea y cínica. Entre exclamaciones, por sí sola, evoca una situación inimaginable. Y esa extraña lejanía que sugiere es, precisamente, uno de los motivos de triunfo del sistema neoliberal en el que nos encontramos. También lo es la aparente preocupación que mostramos ante conflictos armados, como el del Estado Islámico, para luego olvidarlo a los pocos días. A través de cada una de las doce entrevistas, el tiempo mediatizado y sanguíneo de los medios de comunicación se detiene, y produce un espacio en el que poder reflexionar. El cambio climático, el comercio de datos privados, la presidencia de Trump, o los efectos de la austeridad del Fondo Monetario Internacional, son algunos de los temas que se tratan. Y no, según lo que aquí se dice, nunca llegamos a votar realmente en una democracia:
10. Elecciones y votos. Cambridge, Massachusetts (9 de septiembre de 2016) [Fragmento] —El auge de los partidos de derechas es en gran parte el resultado de la voluntad de los partidos centristas, los socialdemócratas incluidos, de tolerar políticas económicas y sociales que son muy destructivas. Las políticas de austeridad impuestas por la troika —la Comisión Europea, el FMI y el Banco Central Europeo— han sido sumamente nocivas. Y existen pruebas fehacientes de que se concibieron deliberadamente para socavar el estado de bienestar. Como he dicho, el propósito de la austeridad no era el desarrollo económico, pues en realidad la austeridad es muy perniciosa. El objetivo era desmantelar los programas del estado de bienestar: las pensiones, las condiciones laborales decentes, las regulaciones sobre derechos laborales, etcétera. —¿Y considera que ese giro hacia la derecha es el resultado? —Sí. Pero hay que remontarse a la disposición, por parte de los partidos moderados y de la izquierda moderada, de aceptar tales políticas. JUAN GÓMEZ BÁRCENA. KANADA (Sexto Piso, Madrid, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Aviso: esta reseña contiene spoilers. Tampoco es que Kanada sea un thriller cuya experiencia lectora pueda quedar arruinada por el hecho de anticipar algún dato de su trama, pero creo necesario hacer esta advertencia por si hubiera por aquí algún lector quisquilloso y, sobre todo, porque casi todo el texto que aquí sigue es un enorme spoiler. Corrijo: en realidad, esto no es una reseña, sino una lectura interpretativa en la que comento y valoro determinados aspectos de esta obra. Llamarlo análisis sería pretencioso, pero decididamente no pretende cumplir esa función esencial de una reseña que es mostrar al público la aparición de una novedad editorial y valorar la calidad de la misma. Bueno, basta, empecemos. No había leído ninguno de los dos libros anteriores de Juan Gómez Bárcena. Ni su novela El cielo de Lima, ni su libro de relatos Los que duermen. Tras leer Kanada tengo claro que esos dos títulos entran a formar parte de mi cada vez más extensa, casi inabarcable, lista de lecturas pendientes. Y tengo ganas de leer más de Gómez Bárcena porque con esta novela me ha demostrado que puede ofrecerme dos cosas que busco en la literatura: calidad y riesgo. Respecto a su calidad, es indudable: Juan Gómez Bárcena escribe muy bien. Abrir al azar y leer cualquiera de sus páginas es una prueba de fuego que siempre hago con los libros antes de comprarlos. Kanada pasa esta prueba con sobresaliente: su estilo es brillante, tiene esa capacidad de la buena literatura para convertir las palabras no en narración plana e informativa, sino en un texto capaz de crear una realidad independiente, densa, rítmica y extraña. La segunda cualidad es la del riesgo. Me gustan los escritores que arriesgan, y Juan Gómez Bárcena ha hecho en esta novela una apuesta casi suicida, y a muchos niveles. En primer lugar, la decisión de escribir sobre el Holocausto. Un treintañero español que no ha vivido ni tiene relación alguna con este tema se lía la manta a la cabeza y decide que su segunda novela tratará sobre una persona que sobrevive a un campo de concentración y vuelve al que fue su hogar. Hay que ser valiente para eso, hay que estar un poco loco para escribir sobre un tema así después de Primo Levi. Y lo hace, y supera la prueba con nota gracias a ciertos “trucos” que comentaremos luego. Pero no queda ahí la cosa. No contento con jugárselo todo a un tema que, a priori, le puede quedar tan grande, o por el cual le pueden llover las típicas críticas del tipo “qué sabrá este crío del Holocausto, cómo se atreve”, etc.), Juan Gómez Bárcena decide además que va a contar la historia ¡en segunda persona! El narrador más raro, el más difícil, también. Con un par. Narrar en segunda persona es una decisión tan marcada, tan excepcional, que debe tener una estrecha relación con el sentido de la novela para que funcione, para que no sea una simple exhibición técnica de “originalidad”. Hay que decir que aquí, dadas las características del personaje y de aquello que se quiere contar, la elección de la segunda persona es todo un acierto (en casi toda la novela, con una excepción que explicaré más adelante). Para explicar lo acertado de este narrador tenemos que entrar ya en la materia narrada, porque esta novela comienza contando el regreso de una persona, de la que no sabemos nada, a una ciudad, cuyo nombre no se dice, arrasada tras una guerra que tampoco se especifica. Esta persona vuelve cambiada, vacía, como si no reconociera nada de lo que encuentra, tampoco a sí mismo. Por eso, narrar en primera persona habría sido un error: la narración en primera persona de sus pensamientos y sentimientos nos introduciría en un alma, en un ser que habita plenamente la realidad, algo incompatible con este personaje. La tercera persona serviría para establecer la distancia necesaria, pero ese alejamiento sería menos efectivo porque, gracias a la segunda persona, consigue que parezca una voz desdoblada: una voz que se habla a sí mismo, como si hubiera muerto y se viera a sí mismo hacer y pensar cosas que son y no son él al mismo tiempo: «Piensas en la lluvia que otra vez vuelve a batir las ventanas. Piensas en Kanada, no quieres pensar pero igual piensas, y luego cierras los ojos y piensas en ti como un objeto más del despacho, no más importante que la propia estufa o el colchón destripado». La “primera parte” de la novela (entrecomillo lo de “primera parte” porque es una división puramente crítica, personal: en la novela no hay partes; hay división en capítulos, pero sin título ni número) consiste en un proceso de aislamiento. Esta persona vuelve, no sabemos desde dónde, a lo que fue su hogar. Y lo que debería ser un proceso de readaptación a la realidad, a la normalidad, es decir, un proceso de re-identificación o de reconocimiento, se convierte en un proceso de aislamiento, de alejamiento de la realidad. En esta primera parte, la voz del Vecino (los personajes no tienen nombre) es la de la realidad, la que cuenta, la que ordena las cosas, la voz de la historia, del orden; es la voz de la supervivencia, por eso se asocia a la comida, por eso habla de dinero, de trabajo, de supervivencia. El silencio que recibe esa voz y que no responde, el tú al que le habla el narrador y al que le habla el vecino, es el silencio de la perplejidad, la ruina o los restos de un hombre. Igual que la novela comienza con la descripción de un edificio sin paredes, donde todo parece normal, pero sin un elemento tan esencial como las paredes; igual que el protagonista, el tú, llega a un edificio que parece su casa, pero al que le falta algo para ser “su casa” y es solamente “la casa”, así el hombre que llega, que abre esa puerta, al que el Vecino le habla como si fuera un hombre, no es un hombre del todo. Parece un hombre, pero le falta algo. El proceso narrativo de esta primera parte está marcado por esa dualidad antes descrita: el Vecino intenta que el protagonista vuelva a la normalidad, mientras que este avanza en un proceso de aislamiento y de alejamiento de la realidad de tintes kafkianos. Esta declaración que se dice a sí misma esa segunda persona podría ser el motor narrativo de las primeras 70 u 80 páginas de la novela: «Saldrás a la calle cuando todo esté en orden. Eso te dices. Y sin embargo es tan difícil dar con ese orden, encontrar un sentido allá donde solo hay caos». Esa pérdida de humanidad conlleva una pérdida no sólo de la identidad, sino de lo que sería la percepción humana de la realidad. El primer lugar, desaparece el lenguaje: «El rompecabezas inútil del lenguaje, no menos absurdo que las palabras que seleccionas al azar en las páginas de los libros. Tratas de componer alguna palabra con las letras de los cubos, como si fueras un arqueólogo enfrentándose al enigma de una inscripción desconocida. No encuentras ninguna». Pero, según avanzan el encierro y la inmovilidad del protagonista, se desarrolla también una desaparición de la medida humana de las cosas. No solo del lenguaje, sino de las cosas como objetos para uso del hombre, las cosas como cosas que “sirven al hombre”. Al ser el hombre un objeto más entre esas cosas, sin la referencia humana, la habitación se convierte en un universo inconmensurable, lleno de cifras, de números que convierten la realidad en infinita, en inabarcable: «Piensas en la casa no como un rincón diminuto del mundo, sino más bien como un mapa a escala del universo. (...) Piensas: si la casa fuera la tierra emergida, entonces el ser humano viviría en un único azulejo, y el resto de la casa serían cordilleras, de desiertos, tundras». El hombre también deja de ser visto como ser humano para convertirse en números, en cantidades, en fórmulas en la misma relación que el resto de objetos: «Ves la población mundial desparramada sobre una inmensa balanza, con sus cuerpos dispuestos en forma de pirámide sobre el platillo, como balas de cañón o piezas de fruta, escribes los cálculos en la pared de tu despacho (...). La humanidad ronda los cincuenta millones de toneladas (...). Y luego contrastas esa carga despreciable con el peso del mar, de un bosque o de una estrella». Al final de la novela, el lector descubrirá que gran parte de esas obsesiones deshumanizadoras que han caracterizado el peculiar comportamiento y pensamiento del protagonista durante su kafkiano encierro silencioso están relacionadas con su experiencia como preso en el campo de concentración, estableciéndose ciertas “rimas” muy interesantes en la tercera parte de la novela. Este proceso de irrealidad y aislamiento culmina con una quema de libros. (Esto puede recordar al Quijote, claro. De hecho, puede verse en el Vecino a una especie de Sancho Panza que le señala cómo es el mundo real, mientras que el protagonista es un don Quijote que vive en su enajenación provocada, no por una locura idealista, sino por un trauma de exceso de realidad que provoca que la realidad cotidiana y racional, la del Vecino, sea la verdadera ficción absurda a la que no puede plegarse). Descubrimos que el protagonista había sido profesor de astrofísica y, en un momento dado, decide quemar todos sus libros, a los que obviamente, por la lógica interna de la narración, ya no encuentra sentido alguno. Quema todos sus libros, todos sus conocimientos, menos una página en la que se habla de Schneider, quien mantenía en pleno siglo XVIII un modelo astronómico geocéntrico y pronosticaba el fin del mundo, pues sus cálculos preveían un choque de La Tierra con Marte. Se obsesiona el protagonista con esa página, con ese astrónomo quijotesco, el último geocéntrico, al que nadie hace caso, con una visión del mundo completamente organizada, matemática, calculada, pero alejada totalmente de la realidad. Y eso sirve para reflexionar sobre lo absurdo y lo hermoso al mismo tiempo de todo modelo, de todo cálculo, de toda fórmula que intenta comprender y apresar el mundo, la realidad, a través de la razón: «Sí; puede que no sea más que un loco. Que su idea de devolver La Tierra al centro del cosmos sea absurda, (...) como es absurda tu vida, enterrada en una habitación de tres metros de ancho por cuatro de largo. Y, sin embargo, la suya es la única que puedes tomarte en serio: su empresa, la única que te conmueve. Echar abajo los cimientos de la física y después ponerlos en pie de nuevo para servir a una idea. (...) Un sistema perfecto, piensas, al que le toca representar una realidad imperfecta. Porque el universo sería un lugar más hermoso, más admirable, si se pareciera aunque fuera un poco al modo en que Schneider lo concibe». Toda la primera parte ha sido una brillante forma de superar esa dificultad que planteaba al principio de cómo puede un joven español atreverse a hablar del Holocausto. Y esa abstracción total que hace el autor de la Historia, esa decisión de no nombrar la guerra, a los nazis, de no nombrar siquiera a los personajes, funciona perfectamente: la abstracción le permite evitar la tentación de lo testimonial para alguien que carece de cercanía a lo narrado, y lo lleva al terreno de lo universal humano. Con la obsesión por el astrofísico empezaría lo que podríamos llamar la segunda parte. Su modelo de Universo le hace pensar también en la cinta de Moebius, que al fin y al cabo resulta ser la estructura temporal y narrativa de la novela cuando se llega al final, que es el principio. Pero el modelo de la cinta de Moebius supone también una torsión en la novela, al menos en mi experiencia lectora: se retuerce ahora la historia porque ese planteamiento inicial de abstracción total ya no vale para la siguiente pretensión de su autor; ahora se empieza a contar la revolución patriótica de Budapest contra la ocupación soviética de 1956. Y esa torsión hace que mantener los pilares estilísticos y narrativos (segunda persona, aislamiento, abstracción) que habían sustentado la novela se retuerzan y todo sea menos fluido. Esta parte, desde el momento en que empieza a organizarse la resistencia patriótica anticomunista, es tal vez la peor parte del libro, porque ese narrador en segunda persona, que está siempre dentro y fuera del protagonista, pero que carece de cualquier omnisciencia (es decir, que es la propia y ajena voz del protagonista), esa voz tiene que contarse a sí misma todos los ruidos que le llegan de sus nuevos inquilinos, de la Vecina, de la calle…, y los lectores debemos ir traduciendo todos esos ruidos sin significado al lenguaje o a la narración de los humanos “normales” y de la Historia lineal y “Real”; y eso se llega a hacer pesado, porque es un proceso demasiado prolijo, cuyo resultado es rearmar un significado demasiado obvio. Es en estos momentos cuando esa voz en segunda persona, que se había mostrado tan útil y acertada para narrar ese proceso de aislamiento y deshumanización, se convierte en un lastre, en algo un poco forzado que entorpece la narración y la hace artificiosa, forzada. En la página 125, a raíz de la visión de la Esposa desnuda en la bañera, comienzan los recuerdos del campo de concentración y, con ellos, lo que yo considero la tercera y última parte de la novela, donde el relato, que estaba un poco estancado, en una tierra de nadie concreta/abstracta, histórica/aislada/extraña, vuelve a oxigenarse y empieza a cobrar verdadera fuerza.
Los recuerdos de su cautiverio se narran en un acertado tiempo presente, favorecido por esa alucinación temporal de la cinta de Moebius, y por un imperativo traumático que justifica las acciones de toda la primera parte de la novela, y que explica el propio narrador: «No recuerdas. No piensas nada. Simplemente regresas, pisas otra vez su nieve, sus avenidas de tierra, porque Kanada no tolera el pasado; es un lugar en el que se está o en el que no se está, pero que de ninguna manera puede recordarse». Hacia el final de la novela aparece de forma explícita un tema que explica en gran medida el comportamiento aparentemente absurdo del protagonista: el tema de la culpabilidad y la inocencia, de la capacidad de la culpa para ser razón de ser, explicación, necesidad, frente a la arbitrariedad de la inocencia: «La culpabilidad puede arrostrarse de un modo u otro. Ser inocente, en cambio, es un peso que te aplasta: la inocencia compromete al mundo entero. Si es posible sufrir los mayores castigos por nada, entonces es la realidad la que se erige en culpable, la que deja de tener sentido; un torbellino de cuerpos inertes que chocan sin razón, sin ningún motivo. Y hay que encontrar ese motivo. Hay que inventarlo si hace falta. (...) Porque si de verdad fueras inocente, si ser inocente en este mundo fuera todavía posible, entonces todo lo que ves, los soldados y las alambradas, los barracones, las chimeneas, la rampa de selección y las casamatas, la enfermería, todo sin faltar un solo ladrillo ni un solo esfuerzo sería inútil, habría sido construido por nada.(...) ¿No eres culpable tú con tus zapatos nuevos, esos zapatos que pertenecieron a alguien que ahora está descalzo, a alguien que hoy se raja los pies contra las costras de hielo?». En toda esta tercera parte, hasta el maravilloso final, la narración recupera el aliento y, además, justifica y da sentido a todo lo anterior: la abstracción se recupera y lo hace a través, de nuevo, del símbolo de la cinta de Moebius, pues en la narración, la aparición del ejército ruso en Budapest para sofocar la revuelta es igual que la invasión nazi. Los recuerdos del campo de concentración están narrados con una fuerza literaria impresionante, con esa voz en segunda persona que se dice a sí misma todo lo que está viendo, todo lo que está haciendo. Empiezan a aparecer también esas “rimas” que hacen referencia a los extraños comportamientos del protagonista al regresar a su casa y encerrarse: los cálculos, las filas, las pirámides, el cubo de excrementos… Como un mago que quiere dar el golpe de efecto al final de actuación, Juan Gómez Bárcena se reserva su “más difícil todavía” para los últimos capítulos: el final de la novela está, contado “al revés”, es decir, con el tiempo invertido. Y el resultado es una auténtica maravilla narrativa, porque no se trata solamente de una exhibición manierista de dominio de la técnica, sino que consigue, con esa pirueta narrativa, incorporar y resolver de una forma excepcional el tema de la culpabilidad, haciendo que pase de ser culpable a ser cada vez más inocente, pues cada acto, al contarse al revés, se convierte en una especie de expiación, de paso hacia la inocencia. Todo lo que le ha hecho culpable ha sido lo que ha tenido que hacer en el campo de concentración para sobrevivir; y cada paso que da hacia atrás, hacia la salida de ese campo, es una culpa menos, un proceso de limpieza que consigue narrar con una habilidad descomunal y emocionante que hará las delicias de los profesores de talleres de narrativa a los que ya imagino fotocopiando esas páginas y mostrándolas a sus asombrados alumnos. |
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