ALBERT CAMUS. EL EXTRANJERO (Barcelona, DeBolsillo, 2021) Traducción: Mª Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ Albert Camus nació en Argelia en 1913. Su infancia ya vino marcada por ser un pied-noir, que era la denominación que recibían los hijos de los colonos franceses. Su familia no contaba con muchos recursos, a lo que se añadió la muerte de su padre durante la Primera Guerra Mundial, cuando Camus contaba con solo dos años. Pudo estudiar al verse beneficiado con una beca para los hijos de las víctimas de la guerra. Se dedicó al periodismo como corresponsal, ya que no lo aceptaron ni como docente ni como soldado a causa de la tuberculosis que padecía. Falleció en 1960, tres años después de haber sido merecedor del Premio Nobel de Literatura (1957). El extranjero (1942) fue su primera novela. Quizá La peste y La caída sean las más conocidas, pero, sin duda, esta primera incursión y presentación es gracias a la cual el autor halló su voz, su temática y su manera de expresarse. Su lista de obras incluye también teatro (Calígula y El malentendido) y ensayo (El mito de Sísifo y El hombre rebelde). «Uno de los grandes méritos de El extranjero es, según Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras (Alfaguara, Madrid, 2002), la economía de su prosa. Se dijo de ella, cuando el libro apareció, que emulaba en su limpieza y brevedad a la de Hemingway. Pero esta es mucho más premeditada e intelectual que la del norteamericano. Es tan clara y precisa que no parece escrita, sino dicha, o, todavía mejor, oída. Su carácter esencial, su absoluto despojamiento, de estilo que carece de adornos y de complacencias, contribuyen decisivamente a la verosimilitud de esta historia inverosímil. En ella, los rasgos de la escritura y los del personaje se confunden: Meursault es, también, transparente, directo y elemental». Sigue diciendo Mario Vargas Llosa en su obra: «Aunque es muy visible la influencia en ella de Kafka, y aunque la novela filosófica o ensayística que estuvo de moda durante la boga existencialista haya caído en el descrédito, El extranjero se sigue leyendo y discutiendo en nuestra época, una época muy diferente de aquella en que Camus la escribió. Hay, sin duda, para ello una razón más profunda que la obvia, es decir la de su impecable estructura y hermosa dicción». «El extranjero (opina Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras), como otras buenas novelas, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no lo engrandece moral o culturalmente; más bien, lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. No creo en la pena de muerte y yo no lo hubiera mandado al patíbulo, pero si su cabeza rodó en la guillotina no lloraré por él». Para celebrar la histórica visita de Albert Camus a la ciudad de Nueva York en 1946, el actor Viggo Mortensen dio, en 2016, una lectura de la conferencia de Camus, La Crise de l’Homme (La crisis humana) en la Universidad de Columbia, el mismo lugar donde Camus pronunció la conferencia el 28 de marzo de 1946. En ella se dice, entre otras cosas: «Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si en ninguna parte se puede descubrir valor alguno, entonces todo está permitido y nada tiene importancia. Entonces no hay nada bueno ni malo, y Hitler no tenía razón ni sinrazón. Lo mismo da arrastrar al horno crematorio a millones de inocentes que consagrarse al cuidado de enfermos. A los muertos se les puede hacer honores o se les puede tratar como basura. Todo tiene entonces el mismo valor... Si nada es verdadero o falso, nada bueno o malo, si el único valor es la habilidad, solo puede adoptarse una norma: la de llegar a ser el más hábil, es decir, el más fuerte. En este caso, ya no se divide el mundo en justos e injustos, sino en señores y esclavos. El que domina tiene razón». El contenido de la misma causó fuerte impacto en Europa. Las pinceladas biográficas son de especial relevancia e interés en este autor. La orfandad a edad temprana, el sentimiento de no encajar en la sociedad circundante, su enfermedad, vivir una posguerra, etc., fueron traumas de gran calado, obviamente, que determinaron, en cierta medida, su visión del mundo. Nada tienen que ver la actitud de Camus (agnóstico, no ateo) y la de Sartre (afirmó que «aun en el caso de que Dios existiera, seguiría todo igual»; pero confesaba sin reparos que su conclusión procedía de premisas ya ateas, que es tanto como decir condicionadas por una determinada actitud acrítica previa). No es justo meterles en el mismo saco del existencialismo ateo. Camus anhelaba valores, sentido; Sartre quería ser creador de valores y de sentido, es decir, dios. Para Sartre, el ateísmo era una premisa dogmática y, en rigurosa consecuencia, el hombre una pasión inútil; y la libertad, una condena. A este respecto, es necesario incluir un apunte: pese a que se ha intentado explicar su obra partiendo del existencialismo, movimiento con el que se lo trató de ligar a causa de su relación meramente intelectual y disquisitiva con Sartre, él rechazó formar parte del mismo. Su obra no era una defensa del absurdo de la existencia, sino un testimonio de que el mundo solo responde con el absurdo a la inquietud del corazón humano por encontrar el sentido. «Albert Camus (en palabras de Fernando Arnó) se planteó siempre desde la honestidad intelectual que su obra literaria no era una respuesta a la cuestión del sentido de la vida, sino una reflexión en voz alta sobre la incapacidad del mundo para dar una respuesta satisfactoria». En aras de la razón científica hay que preguntar: ¿la nada se ve?, ¿cómo afirmar que el principio y el destino de cuanto existe es la nada, si la nada no es experimentable, si carece de toda magnitud, dimensión, en una palabra, de existencia?, ¿cómo afirmar la existencia de la nada sin contradicción?, ¿cómo afirmar que el destino del hombre es la nada, si la nada, nada es; si no se puede saber nada de ella? Camus rompió relaciones con su amigo Jean-Paul Sartre, quien había simpatizado con las teorías stalinistas. La cuestión del sentido era la cuestión de Camus, al extremo de afirmar: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. La decisión sobre si vale la pena vivir o no... es la más urgente de todas las cuestiones». No le faltaba cierta razón. Camus era un pensador respetable, como diría Spaemann, no un agnóstico que trivializara el problema del sentido de la vida. Reconocía honradamente que la filosofía del absurdo era impracticable, incluso inimaginable. Se daba cuenta de que, sin duda, unas conductas valen más que otras. «Busco el razonamiento que me permitirá justificarlas», declaraba en 1946, a un periodista de Lelitteraire. Hoy sabemos que el buscador de sentido lo halló. Lo conocemos gracias al pastor de la iglesia metodista Howard Mumma, quien, cuarenta años después de la muerte por accidente de automóvil de Albert, ha revelado una parte sustantiva y sustanciosa de las conversaciones que mantuvo con él en París. La editorial Voz de Papel, dentro de la colección Veritas, las ha publicado en un libro titulado El existencialista hastiado. Conversaciones con Albert Camus (Madrid, 2005, con prólogo de Daniel Sada y estudio introductorio, semblanza muy ilustrativa del nobel francés, de José Ángel Agejas, 180 páginas). Una de las últimas palabras de Camus a Mumma: «Amigo mío, ¡voy a seguir luchando por alcanzar la fe!», que desmonta tantos clichés fabricados sobre el autor de La peste y tantas otras biografías que desconocemos en su entraña. Con la publicación de este testimonio de primera mano, se presta al mundo intelectual contemporáneo una múltiple lección. Ahora la lectura de Camus se convierte, para el estudioso, en la lectura de un buscador de sentido, largo tiempo insatisfecho; que busca y no encuentra. Procura incluso apartar de su mente la cuestión, se limita a preocuparse de su prójimo sin saber por qué, como el doctor Tarrou. Tras múltiples frustraciones y desalientos, EL SENTIDO le sale al encuentro. En cuanto a su creencia en Dios, Camus afirmó en 1956, en una entrevista publicada por Le Monde: «No creo en Dios, es verdad. Y, sin embargo, no soy ateo». Comprendía que, si no hay verdad, de leyes solo queda la de la selva. Intentará encontrar un sentido para Sísifo, para todos los sísifos del mundo: el hedonismo. La estructura de la obra es sencilla, pues se divide en dos partes. La primera contiene seis capítulos y, la segunda, cinco. En la primera, se nos presenta a Meursault, el protagonista, y a las personas a las que conoce y con las que mantiene alguna relación. Camus entra directamente en harina a indicarnos cómo es el carácter de Meursault con una frase que cualquier profesor de escritura consideraría idónea para empezar un libro: «Mamá se ha muerto hoy. O puede que ayer, no lo sé». Su progenitora vivía en una residencia de ancianos, lo que le valdrá a su hijo todo tipo de reproches y admoniciones. Lo cierto es que esto no afecta al protagonista, algo que perciben el director del asilo, el conserje y un amigo de su madre. Tras el sepelio, regresa rápidamente a Argel. Allí se reencuentra con Marie, una antigua compañera de trabajo con la que inicia una relación ese mismo día. También se desplegarán datos sobre el aludido carácter de Meursault a través de sus vecinos, Salamano y Raymond, así como Masson, amigo de este último. A raíz de un problema que, todo hay que decirlo, se crea Raymond, y en el que Meursault trata de ayudarlo, tiene lugar una refriega, a resultas de la cual el protagonista comete un asesinato, que desembocará en la segunda parte, en la que veremos a Meursault en la cárcel, a la espera de juicio. Aquí serán tres los personajes que destacarán: el abogado, el juez y el cura, cada uno en un aspecto. El resultado del juicio es una condena a muerte. Toda la narración transcurre en primera persona, en un lenguaje sencillo, medido, sin florituras, aunque se entrevé un cierto lirismo en algunos momentos, de los que el autor no abusa nunca («El atardecer, en aquella comarca, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol rebosante que estremecía el paisaje lo tornaba inhumano y deprimente»). Si es una obra breve, cuyo estilo no es particularmente bello, si los personajes y la acción están bastante simplificados, ¿por qué es un clásico? ¿Qué bondades son, entonces, las que la han encumbrado de tal forma? No cabe duda de que esta respuesta está en las disquisiciones de tipo moral y social: aquí tiene cabida el maltrato hacia las mujeres, que el sistema no reprende, y hacia los animales, que tampoco cuenta con una reprobación; incluso diría que existe un cierto maltrato laboral. Meursault carece, podría afirmarse, de brújula moral en tanto en cuanto no cree en Dios ni en una vida después de esta; no le da importancia a las convenciones sociales o maneras de actuar de los demás; acepta la muerte de su madre sin mayor complicación, igual que lo hace con el hecho de que su novia lo ame y desee casarse con él, pese a que él, naturalmente, no llegue a sentir ese amor. El único sentimiento que observamos llega al final: «[...] noté que había sido feliz y que seguía siéndolo. Para que todo se consumara, para que me sintiera menos solo, me quedaba por desear que el día de mi ejecución hubiera muchos espectadores y que me recibieran con gritos de odio». Meursault decide no mentir, no fingir. ¿Para qué debería hacerlo, si todo le resulta ajeno? Él cumplía con las convenciones, en cierta forma (tenía sus rutinas, que nos relata, y era un trabajador puntual y eficiente), y lo único de lo que se lo podría acusar es de relativizar todo hasta el extremo. No se cuestiona nada, no busca significados ni trascendencias. Meursault encontró una manera de estar aislado, tranquilo, funcional e impasible, al margen, pero eso no resultó suficiente: se juzgó su personalidad y su modo de ser y el veredicto fue que era culpable por no adaptarse y por no mentir, por no decir las palabras que los demás querían que pronunciara. No he podido evitar recordar, al leer El extranjero, otra obra, situada, en su caso, en el extremo opuesto, que es Crimen y castigo, de Dostoievski. Aunque Raskolnikov asegura no sentirse culpable por el crimen cometido, ya que, a su entender, el asesinato ha sido moralmente justificable, lo cierto es que la presión social resulta determinante para que acabe confesando. Vive un auténtico martirio externo que acaba repercutiendo en su conciencia; al no lograr desligarse, como sí lo consigue Meursault, de todo el mundo exterior, el alivio llega con la confesión, mientras que, para Meursault, la admisión del delito es tan solo un trámite más que no lo afecta en absoluto. Bibliografía
—Todd, O., Albert Camus. Una vida, Tusquets, Barcelona, 1997. Traductor: Mauro Armiño. —Lottman, H., Albert Camus, Taurus, Barcelona, 2006. Traductora: Inés Ortega.
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FERNANDO DE VILLENA. LOS NUEVE CÍRCULOS (Carena, Barcelona, 2021) por JOSÉ ANTONIO SÁEZ
Fernando de Villena hace un balance de todo ello a través del niño, el muchacho y el joven que fue, contado por Arturo como si fuese un alter ego del autor. A mi entender, las partes del relato narradas por este personaje resultan quizás más creíbles, ricas y enjundiosas que las que atribuye a Margarita; quizás también menos argumentadas, como por otro lado pudiera parecer lógico, en lo que respecta a su visión de los acontecimientos políticos partidistas, frente a los que se esfuerza en mostrarse equidistante y opinar con absoluta independencia de criterio. Afirma así, explícitamente, que el escritor o intelectual han de situarse siempre en oposición frente al poder. Crítico riguroso ante a los gobernantes del país y los tejemanejes de los políticos locales o autonómicos, no le duelen prendas en expresar todo aquello que siente y piensa a este respecto y se duele del desastroso cambio urbanístico a que los sucesivos alcaldes de su ciudad la condujeron en los años de la transición y la democracia. Hay que valorar, pues, esa valiente actitud de denuncia que inspira al escritor en estos temas, aunque, como resulta lógico, habrá lectores que disientan de su visión de los acontecimientos en el cambio y desarrollo vivido por su ciudad en las últimas décadas, así como en el país. El narrador no repara en audacia a la hora de diseccionar, en su análisis, el clasismo de la sociedad granadina y las desigualdades sociales y hasta entre sexos, ya entrados los años sesenta. Muestra cierto resentimiento por ello a través de las ideas plasmadas por Margarita, que actúa casi como adelantada de la clase trabajadora a la que representa y quien va escalando socialmente, gracias al esfuerzo, el sacrificio, las oportunidades del acceso a la educación y los apoyos de la clase política o de los sindicatos a sus afiliados. Tampoco el gobierno autonómico escapa a su afilado estilete ni queda a salvo de su inequívoca crítica, ni determinados aspectos de la política internacional como la guerra del Golfo, la sombra del dominio económico judío en el mundo, la represión del pueblo palestino o la guerra de Siria. Tras dar cumplida cuenta de un país que vivió durante décadas por encima de sus posibilidades, la realidad de la vida y los acontecimientos devuelven a cada cual, con mayor o peor fortuna, a su situación perentoria, aquella que en verdad los constituye. Ella lleva a Arturo y a Margarita, ya adentrados en los sesenta de su edad, a la antesala de un hospital en la epidemia del coronavirus que aún padecemos y al personal sanitario que los atiende ante la diatriba de elegir a cuál de ellos, en opción con un tercero de mayor influencia social y política, habrán de intentar salvar.
El título de la novela está tomado de la Divina Comedia de Dante, donde aparecen los nueve círculos vinculados al Infierno: limbo, lujuria, gula, avaricia y prodigalidad, ira y pereza, herejía, violencia, fraude y traición. Resulta ya proverbial la agilidad narrativa de Fernando de Villena, su capacidad para dotar de frescura y ligereza al discurso, de manera que el lector se ve atrapado en él y no descansa hasta haber concluido su lectura. Una virtud que el narrador posee y el lector agradece en este ameno “paseo” de 250 páginas. GIOVANNA RIVERO. TIERRA FRESCA DE SU TUMBA (Candaya, Barcelona, 2021) por CARMEN Mª PUJANTE SEGURA Si nos atrevemos a franquear el umbral en el que reina un manso buitre apostado sobre el montón de tierra fresca de una tumba entre tumbas y mirarlo además a contraluz con el sol cayendo, nos adentraremos en un libro firmado y editado por valientes (la escritora Giovanna Rivero para la editorial Candaya en el año 2021) y escrito para valientes. Tierra fresca de su tumba es su título, que de manera sublime entra en correspondencia con la imagen de la cubierta, una portada en tonos amarronados en la que se contraponen el cielo y el suelo, un cielo nublado y un suelo terroso unidos y ocupados por aquel buitre: lo miramos irremediablemente aunque él no nos mire, desdeñoso y peligroso como el mismo sol de frente (¿la propia verdad de frente?), esa luz que crea el aura del animal, la misma aura que se apoderará de los cuentos reunidos en el libro (‘La mansedumbre’, ‘Pez, tortuga, buitre’, ‘Cuando llueve parece humano’, ‘Socorro’, ‘Piel de asno’ y ‘Hermano ciervo’). Aunque cuando llueva, todo pueda parecer humano, en ciertos momentos de su lectura darán ganas de pedir socorro, sobre todo cuando nos acechen las dudas sobre lo que es realmente lo animal, lo manso, lo vivo, lo oscuro. Las seis historias nos mantendrán en esa temeraria posición, flanqueada por dos abismos que no son sino la completud: el de lo humano y lo animal, lo luminoso y lo oscuro, lo vivo y lo muerto, lo materno y lo paterno, en los más diversos cuerpos sobre la tierra. La tierra servirá para cubrir gritos (pág. 28) en ‘La mansedumbre’, la historia de una «anunciación bastarda» (pág. 19). Pero la tierra también es el lugar que marca a quien procede y, en no pocas ocasiones, huye de ella, en este caso, Manitoba, donde se halla instalada una colonia menonita que habla plautdietsch. En ese primer cuento del libro lo dual se manifiesta de muchas formas, pero sobre todo a través de la conversación entre dos personajes alternando las voces (las suyas —pensadas o verbalizadas— en cursiva, pero también la de la voz narradora, en redonda). El diálogo (que no la comunicación) será entre el Pastor Jacob y Elise, en quien fue depositada una semilla de varón aquella misma noche en la que unos jóvenes fueron «poseídos por el diablo» (hecho que realmente sucedió en esa zona de Bolivia). Pero entrará en juego la imprescindible figura paterna: a través de ese personaje, junto a la voz narradora, podremos realmente acceder a las palabras puesto que Elise, a sus quince años, no es capaz, no entiende casi nada, ni del idioma español ni del de los adultos, pero sí del lenguaje y los sentimientos de los animales, en especial los de Carolina, la vaca; pero también a través de él como ha de consumarse la venganza, igual que sucederá con otros progenitores de los cuentos de Rivero. De mano de la madre se intentará llevar a cabo la venganza en la historia siguiente, ‘Pez, tortuga, buitre’. Los dos primeros animales ya anuncian un cuento “acuático” (el elemento del agua es relevante en el resto de historias también), en el que también goza de protagonismo un buitre leonado (como en la portada), el que se apostaba en la proa del barco del joven Coronado y el viejo Amador. Estos protagonistas son los dos «hermanos de naufragio» (pág. 47) que tiene lugar bajo el augurio de las nubes y la poca luz (también marcado por la imagen de la portada del libro): «Las nubes se habían desintegrado en hilachas ridículas. El sol era una purga constante» (pág. 42). El joven estaba convencido de que se trataba de esa especie animal, mientras que el otro tripulante albergaba sus dudas, no tanto sobre la especie ni tampoco sobre la elegancia de tan agorera ave, sino sobre la cordura de aquel, el único acompañante después de demasiados días a la deriva con mucha hambre y mucha sed. Pero es que las dudas también se apoderan del lector, pues esta historia también se construye sobre dos planos: el del relato de lo sucedido durante aquel naufragio (en el que el mayor bebe y come de lo menos pensado, de lo más repugnante, y, por lo tanto, sobrevive) y el del diálogo posterior entre el único superviviente y la madre del fallecido. Durante esa irónica conversación ella no parará de ofrecer comida y él no parará de comer (pecado presente en otros cuentos de la autora y también de una no corta tradición literaria), incluso cuando ya esté en sobre aviso de que algún bocado puede no ser tan bueno y sí mortal. El tercero también es un cuento lleno de agua, ‘Cuando llueve parece humano’, un título poético pues, en efecto, procede de unas «poesías cortitas» (pág. 60). Esos textos le encantan a la señora Keiko, tan protagonista de la historia como lo es su jardín, una tierra fértil removida por ella con la ayuda, no de su hija, sino de otra joven, Emma, que vive en su casa mientras cumple con sus estudios de literatura (si es que eso se puede estudiar, tal como se pregunta la casera; de hecho, ese detalle puede ofrecer una clave metaliteraria para lectura de este relato). Forman parte de otra comunidad singular, la de Santa Cruz, en la que la familia de Keiko se instaló procedente de un lugar cercano, la Colonia Okinawa (también en Bolivia), al igual que otras familias japonesas después de pasar por Brasil y Perú a mediados del siglo XX. En este cuento de protagonistas femeninas también tiene gran importancia la comida y el cuerpo, la memoria y la imaginación, la revelación y el tiempo, la oscuridad y la luz. Y es que de las semillas vegetales nacen bellos y humanizados jardines, así como de las semillas humanas nacen bellas y extrañas jóvenes que, ciertamente, bien podrían ser hermanas (de un padre tan ausente y sospechoso como otros en los cuentos de Rivero).
A diferencia de los lugares de aquellas historias en las que no se sabe bien en qué momento se vive y se cuenta, en el siguiente cuento, sobre «dinámicas afectivas» (pág. 88) y sobre «traumas y nostalgias» (pág. 88), se concreta un tiempo, el nuestro (por ejemplo, a través de drones y de bótox). Esa proximidad casi concreta se consigue por medio de la voz narradora de un yo, la que, apenas iniciada la historia, se hará presente y contrastará con aquella persona que, no obstante, será la primera en hablar y llevará por nombre ‘Socorro’ (coincidente con el título). Todo es irrupción en este cuento, como la propia conversación inicial: Socorro le está diciendo a su sobrina que, a su juicio (¿y el del lector?), sus hijos gemelos no son realmente de su marido. Estallan de nuevo, pues, extrañas relaciones familiares, sospechosas herencias neuróticas, aquí reflejadas en raros espejos personales, pero también en flores y pájaros. Aquí, además, la cuestión de la identidad viene remarcada también respecto a los chilenos a propósito del problema causado por el agua: la escasez de agua puede marcar las relaciones entre países (hermanos), del mismo modo como la ausencia que convierte en protagonista a todo lo que toca como, de hecho, sucede en esta historia con ese extraño familiar en una suerte de historia paralela oculta, la del “ahorcadito”. Al final, son los ausentes, son los muertos, los que reinan en las historias. De hecho, los que han muerto y también los que van a morir marcarán el siguiente cuento, ‘Piel de asno’, en el que vuelve a hacer acto de presencia la primera persona narradora, en este caso, la de Nadine Ayotchow, que comparte cierto protagonismo con un hermano, Dani (y el nombre ya es como un espejo). Entonces iremos sabiendo qué ha pasado para que ella en ese mismo momento esté contando su historia ante el público de una Asamblea (con el Preacher Jeremy a la cabeza) que considera su curación de interés médico, para que ella ahora sea una cantante de góspel en el Tempo Niágara (Estados Unidos). Ese lugar es el que le ha sido «deparado por el Señor» y al que ha llegado después de haber vivido en Manitoba con su madre (ahora fallecida) y en Canadá con su tía materna (que también tiene un huerto), en concreto, en una (otra) comunidad, la de los métis (cuyo idioma es el “michif”). En ella habían conseguido hacer amigos (espejo) y se habían iniciado en el sexo y las sustancias y la libertad: la fiesta, de hecho, será el inicio del fin. Por otro lado, la enfermedad mental aquí vendrá asociada con otra cuestión, con la de «ser boliviano» (pág. 111), del mismo modo como el castigo y la culpa parecen venir de la glándula pineal. Más olores, más auras, más enfermedades y dudas mentales se apoderan del último relato, ‘Hermano ciervo’, el animal con el que logra haber comunicación, aunque sea sin palabras, aunque sea únicamente con la imaginación. Posibles hijos, posibles animales, posibles muertes, todo ello alberga un cuento en el que otra voz femenina narra una singular vivencia con su marido, Joaquín, un investigador que se está sometiendo a extrañas pruebas médicas a cambio de un sueldo y en pos de la ciencia y el progreso (¿o no?). Así, en Tierra fresca de su tumba nos perderemos en comunidades relegadas perdidas y en laberintos familiares, entre predicadores (y) prevaricadores y entre creencias y augurios. Solo podríamos salvarnos de la mano de una escritora con experiencia, audacia y talento, una escritora en movimiento (nacida boliviana y ciudadana norteamericana) y con conocimiento (como escritora y como estudiosa de la literatura). Pero no por ello hay que perder cuidado, con la tierra y el agua, con la palabra y la fe, con la venganza y el diablo. Cuidado con las dudas: ¿Qué siente un hombre que dice que es agua, que es tortuga? ¿Qué es lo que parece humano cuando llueve? ¿Qué es ser boliviano, o español, o migrante? ¿En qué momento se abandona la infancia? Para valientes son estos cuentos, diferentes pero hermanos, de seres o cuerpos anfibios, de respiración contenida, de digestión lenta, de epifanías suspendidas, de bocado desagradablemente exquisito. ¿Y tú, lector, eres manso o fiero, valiente o cobarde, animal o humano? JAVIER CASTILLO. EL JUEGO DEL ALMA (Suma de Letras, Barcelona, 2021) por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ Javier Castillo, a sus treinta y tres años de edad, fue en 2020 el tercer escritor más vendido de España. Terminó su primera novela, El día que se perdió la cordura, a los veintisiete años, con menos de dos horas al día, el tiempo libre que le dejaba su profesión como consultor, pero orgulloso de ella. Entonces, contactó por primera vez con más de una decena de editoriales que nunca llegaron a responderle, por lo que optó por autopublicarse en la plataforma de venta online Amazon al precio de tres euros. Dos semanas después, El día que se perdió la cordura era ya número uno en España y el nombre del autor aparecía junto al de Ken Follet y Pérez-Reverte. Hoy, dicha novela espera la trigésimo cuarta edición y las otras tres que ha publicado desde aquella, ya de la mano de Suma de Letras, han conocido todas ellas el primer puesto en ventas durante más de ocho semanas consecutivas. A pesar de este fenómeno, Javier Castillo no ha sido un autor especialmente aclamado por la crítica. Su obra general se ha descrito como «consumo rápido», un entretenimiento algo falto de maestría y arte, lo cual, en contraste con su éxito, no parece ser meritorio de una atención literaria, ni en el buen sentido, ni en el malo. Ante esta situación, aunque inicialmente Castillo se mostró algo decepcionado por no haber logrado despertar el interés de sus colegas, dice, en mi opinión algo soberbio, estar «feliz» por poder ceder la publicidad que la crítica suele ofrecer «a otros autores que lo necesitan más», en sus propias palabras, en lugar de asumir con humildad que su éxito tan popular podría deberse más a su estilo ameno y ligero y no tanto a una verdadera destreza literaria, igual más suculenta para la crítica. Con este breve e inicial inciso sobre el autor, podríamos decir que ya nos hacemos una idea del perfil al que nos enfrentamos una vez abrimos alguna de sus novelas. Javier Castillo es un autor con sus más y sus menos, quien, a pesar de haber superado el millón de ejemplares en ventas, levanta opiniones muy contradictorias con cada una de sus novelas, ausentes en el frente literario, y dispares entre los lectores. Se abre el debate acerca de la verdadera naturaleza de sus obras, si son, hoy por hoy, ya un mero producto comercial o si pueden considerarse arte literario. El juego del alma es una de ellas. La crítica generalizada presentará contrastes y no es difícil comprender ambos puntos de vista. En mi opinión el regusto es bueno, no excelente, pero merece la pena por el escaso tiempo que consume su lectura. La sinopsis, sin spoilers, tal y como la venden, presenta a través de cuarenta y nueve capítulos a una chica de quince años crucificada a las afueras de Nueva York en el año 2011 y a Miren Triggs, periodista de investigación del Manhattan Press, quien recibe una misteriosa carta con una fotografía de otra adolescente maniatada y amordazada con una anotación: «Gina Pebbles, 2002». La trama se desplegará con Miren Triggs y Jim Schmoer, su antiguo profesor de periodismo, quienes tratarán de resolver el misterio entorno a la chica crucificada y a la foto, qué les sucedió, quién envía la foto y si ambas historias están relacionadas, adentrándose en una institución religiosa en la que todo son secretos. Esta trama, de primeras, resulta tan intrigante como tópica y plantea de salida una serie de reparos que no se ven decrecentados por el esfuerzo comercial invertido en su publicidad, pero una vez dentro, sorprende gratamente, no en exceso, pero lo suficiente.
El inicio de la lectura resulta algo complejo debido a una serie de saltos, en el tiempo y entre personajes, no demasiado intuitivos, pero el lector enseguida comprende por el desarrollo de los acontecimientos que realmente es la mejor forma de seguirlos, y le atribuye una estética peliculera que a muchos gustará y a otros les producirá el efecto opuesto. Del mismo modo, Castillo emplea un cambio de persona en la narrativa, entre tercera y primera recurrentemente que acompaña la lectura de forma armoniosa y dinámica, y que, en mi opinión, sí está más lograda. En cuanto a la madurez de la obra, comienza a notarse la experiencia más pulida del autor, quien teje una trama detallada que gira sobre los acontecimientos más de lo esperado y que libera con gracia una serie de pistas para implicar al lector cuyo control requiere de unas habilidades literarias que solo un autor con dicha experiencia podría manejar. Sin embargo, los habrá seguramente quienes crean que abusa de los recursos a falta de una calidad real, y es que el resultado final, aunque no malo, es flojo. En este sentido, entendería que quien no guste detenerse demasiado a analizar el trasfondo, encuentre en esta pieza algo de lo más elemental y plano. Con relación al ritmo, tan bien manejado por otros autores de thriller mencionados entre estas reseñas, no es el punto fuerte de Castillo, pero tampoco entorpece la lectura, más lento al principio, mejor llevado en la segunda mitad, manteniendo el vilo necesario, aunque sin conducir al lector a ese punto angustiante de no retorno. Lo más destacable, en el sentido positivo, de esta obra serían los personajes. Jim representa esa dualidad tan humana del hombre demasiado serio que en realidad lo daría todo por lo que ama, en este caso ellas, su compañera y su profesión. Miren Triggs, por otra parte, y quien aparentemente ya protagoniza otra obra del autor que todavía no he tenido el placer de leer, sufre una evolución propia del ser más humano, como mujer, amante, madre... Como persona en definitiva y como periodista e investigadora, capaz de vencer cada pena para superarse a sí misma y continuar con la vista al frente, dejándose llevar. La relación entre ambos personajes es además fascinantemente natural y entregada, inspiradora incluso, y Castillo no se queda corto con el resto del elenco, contribuyendo a sumar carga emocional a través de sus misteriosas personalidades. Aunque, por añadir otro pero, igual abusa en exceso de algún drama forzado. En conclusión, podríamos decir que El juego del alma es una obra correcta, que, a pesar de caer en más de un tópico y no resultar sobresaliente en prácticamente ningún aspecto, sí ofrece un rato de lectura entretenido y ligero amenizado por unos personajes contundentes y una trama que entremezcla abiertamente la condición humana con la religión, la fe y el amor. Castillo, a pesar de no ser un Autor, con mayúscula, de esos a quienes merece la pena estudiar en profundidad en su arte al completo, no es tampoco poco meritorio de su éxito comercial y se convierte, a través de ella, en un digno director del cine escrito. RAFAEL CHIRBES. DIARIOS (Anagrama, Barcelona, 2021) por PEDRO GARCÍA CUETO Rafael Chirbes fue un gran novelista, un hombre que supo mirar a su tiempo con la luz de aquellos que saben que todo es derrota, al fin y al cabo. Su crítica al capitalismo en Crematorio ha quedado para la historia de la literatura. Ahora llegan sus Diarios, editados por Anagrama, con un prólogo luminoso de Marta Sanz, que expresa muy bien el universo Chirbes, porque logra hallar en las claves de su obra la importancia del proceso, el ir creando, porque todo libro nace de un paisaje previo que lo alumbra: «A Chirbes claramente le interesa más el proceso que el resultado, la búsqueda que la concreción sucia, el miedo a no poder más que los logros y el acomodamiento». Era Chirbes un hombre que se fustigaba en el proceso literario, que sufría la demonización de su creación. Era también un buscador de sensaciones, un hombre cuyo espejo estaba siempre manchado por la duda y por las sombras que deja la alegría en el interior. En sus diarios escuchamos la respiración de Chirbes, oímos su lirismo, sentimos su penar. Nos habla de los amores clandestinos, no escatima ninguna descripción de lo sexual, de las escenas de coito o de felaciones, todo está permitido en este sincero paisaje de un hombre melancólico que quiso trazar su luz en la ventana, fulgurante quizá, pero resplandeciente a veces, efímero transeúnte de un mundo en el que no creía. Todo es literatura en los Diarios, porque él, en la línea de Genet, derrocha belleza desde su mundo, su pensamiento, sus estados de ánimo: «El tiempo perdido. Se escaparon los días sin dejar apenas huella (parece más triste así, en indefinido, ya solo narración: tiempo de cosas concluidas, de tiempos cerrados). Melancolía que, en algunos momentos, se vuelve angustia: como cuando el actor descubre que, por mucho que se esfuerce, el público que asiste a la representación permanece frío, indiferente a su empeño». El escritor va pulsando el tiempo, encuentra en su afán de escribir una forma de estar vivo, pero atraviesan los diarios muchas lecturas, muchas impresiones. La canallesca de la vida nocturna, de los garitos de noche donde los amantes furtivos se buscan va encontrando un paisaje de dolor y éxtasis, de huellas que quedan para siempre en los labios cansados de besar a desconocidos. Hay mucha historia de amor en estos diarios: el amor por François, que morirá de sida, o la pérdida de los amigos, en un universo de alcohol y drogas. Pero también el amor por los libros, que va abriendo un nuevo diario, el que se piensa y el que se escribe, obra en marcha en definitiva siempre. Rafael Chirbes habla mucho del cuerpo, de sus dolores, de todo lo que nos hace humanos, pero luego se enreda en lo ficticio para huir de la vida y ver en los libros ese remanso, ese refugio que lo devuelva a la niñez asombrada y feliz. Su amistad por Carmen Martín Gaite, el deterioro físico de su madre, sus impresiones sobre cine, todo cabe en este testimonio sincero, donde no hay artificio alguno. Creo que Chirbes amaba escribir al igual que la vivencia de una noche eterna de amor. Creía en lo fugaz, en la chispa que enciende la palabra, como si el mundo terminase y acabase en otro cuerpo o en una página escrita.
Y París, que está siempre presente, ciudad amada que va dejando una huella en cada página. Cuando Chirbes describe París parece besar el labio de una amante. Hay mucha ternura y luz ahí: «En la ventanilla vuelve a aparecer el Sena entre los árboles y bajo la lluvia, gris, tristón. Como si París descansara de representarse, apagara las luces de las candilejas y fuera ella misma viviendo en una casa modesta». Hallamos poesía en estas páginas, mucha verdad, que irradia en una prosa limpia y exenta de formalismos. Respira el narrador en ese viaje interior, donde conocemos mejor a un hombre que vivía por y para la literatura. Como he dicho, el proceso de creación es más importante que lo creado. Así fue en este novelista que, después de recibir las buenas críticas por algunos de sus libros, creía que todo era realmente fracaso. Ardía en él el hombre pensativo, cuya literatura verdadera es la que no está escrita, cuyo verdadero rostro es el que no aparecía en ninguna parte. El afán de ser otro le llevó a vivir intensamente. Leyéndolo le conocemos, le seguimos y le comprendemos. Nos colamos en su intimidad y sufrimos con él, porque vivir es siempre volver a empezar. Un libro necesario para conocer a un escritor irrepetible. MANUEL VILAS. LOS BESOS (Planeta, Barcelona, 2021) por PEDRO GARCÍA CUETO Después de los éxitos de Ordesa y Alegría, Manuel Vilas vuelve a una narrativa entrañable de un ser que mira el tiempo y la vida con extrañeza, porque en la retina de este escritor late una forma de ver que lo hace singular y que da a la novela la textura necesaria para atraparnos. Los besos es nos cuenta la historia de Salvador, un hombre que, al inicio de la pandemia, decide irse a un pueblo. Es un profesor ya jubilado, cuya falta de comunicación con sus alumnos le llevó a un ensimismamiento que sigue presente en él. Esa falta de sociabilidad con otros seres le hace aislarse y contemplar la pandemia como si todo un mundo hubiese caído en desgracia. Pero es precisamente su afán de detenerse en detalles que otros no percibirían lo que dota a Salvador de particularidad. Su encuentro en el supermercado con una mujer, Montserrat, quince años menor que él, sirve de puente para expresar su pasión ante la idea del amor y su total devoción a ella, llegando a considerar el amor como el único eslabón que nos puede salvar de la locura. Con estos mimbres, Vilas avanza en una especie de diario donde encontramos una oda a la naturaleza, al paisaje del campo, a su pasión por comprar verduras o a esa tensión que supone robar en el supermercado. Los besos es un acto narrativo de reflexión, una especie de confesionario donde late el espíritu de un hombre impar. Hay muchos párrafos donde Vilas se detiene con maestría en lo cotidiano, como si el virus no fuera lo más importante, sino su reacción ante lo que le rodea. Otro aspecto es la lectura de la novela El Quijote de Cervantes, a través de la cual está interpretando el mundo. Al llamar a la chica Altisidora, está reafirmando su deseo de huir de la realidad, de construir un universo alternativo, un espacio totalmente cerrado a lo que ocurre en el exterior, para aislarse, a través del sexo, de una sociedad destruida. Cito algunas líneas de la novela, como ese canto al medio natural: Oh, viento, oh, carne, oh cuerpo humano, y el bosque al lado de mi casa, donde los virus no están, donde la luna y el sol se alternan sin escrúpulos políticos, donde la belleza persevera porque no sabe que es belleza... Se trata de un caballero sin fotos en la cartera, porque todo es hondura, los rostros se confunden y él mira el tiempo como si fuese contemplado por primera vez. En el capítulo 35 podemos ver cómo penetra el escritor en el ser que ama, cómo se convierte en el amanuense que la descifra, porque este nuevo libro de Vilas es, en el fondo, un viaje a nuestro propio cuerpo: Ha sido al notar su aliento, la carnosidad de la lengua, cuando he accedido a la parte invisible de Montserrat/Altisidora, al lugar en que ella habla consigo misma. Y veo lo que es. La veo por dentro.
Los comentarios sobre personajes políticos o sucesos de nuestra España, como el 23 F, van dotando a la novela de un tempo, van arraigando la historia a una época. Pero lo que importa no es todo eso, sino ese descenso a los infiernos de uno mismo y a los del ser amado, como si volviera Dante montado en su famosa Comedia. Porque comedia es en realidad la vida y Manuel Vilas lo sabe muy bien. Y no elude lo escatológico (hay un instante decisivo, que no revelo, que conduce al desengaño amoroso), porque Vilas contempla el cuerpo y lo disecciona como si realizase una radiografía del ser amado: aparecen piernas, labios, bocas, brazos, todo ese cosmos que va conformando el paisaje corporal. No elude tampoco, como he dicho, la naturaleza: los árboles, los pájaros... Porque sabe Vilas que todo se reduce a un encuentro entre dos seres en la inmensidad del planeta, que permanece pese a nosotros, tan perecederos. Sin duda, nos hallamos ante una novela intimista. Una pandemia ha detenido el tiempo y ahora todo es un afán de regresar a la niñez y encontrar en los besos la única luz de la existencia. Una gran novela. JUAN LUIS RAMOS. CON PÁJAROS QUE IGNORO. POESÍA REUNIDA (Ultramarinos, Barcelona, 2017) por BERTA GARCÍA FAET La editorial Ultramarinos, nacida en 2016, sigue consolidándose como uno de los grandes proyectos de recuperación y difusión de obras poéticas indispensables que tenemos a nuestro alcance: latinoamericanas, ibéricas y, desde este año, más allá. En estos momentos vale la pena volver la vista atrás y fijarnos en una de sus primeras apuestas, de 2017: Con pájaros que ignoro, la poesía reunida del valenciano Juan Luis Ramos (1957). Cuatro años después sigue siendo un libro fascinante, de feliz relectura. A la vez arroja luz sobre algunos de los hilos conductores que ha ido demostrando la propia editorial. Comencemos por decir que Ramos, que hizo parte del panorama lírico valenciano de los primeros años de la democracia, publicó sus tres poemarios hace cuarenta años, siendo veinteañero: Tiempo y práctica del círculo (1979), Climas impuros (1983) y Balada del indiferente (1983). No llegó a publicar lo siguiente en lo que trabajó: Un pasajero en la provincia (1983-1989). Después no hemos sabido mucho más de él. La razón de que Ultramarinos haya querido traer de vuelta estas obras, reconocidas en los ochenta pero no más tarde, se encuentra en ellas mismas. Estos textos, juveniles aunque de fuerte regusto añejo, airean su calidad desde el primer vistazo. Y no podemos sino preguntarnos por qué no ha estado Ramos en tantas antologías que pretendían radiografiar lo más valioso de la Transición y sus alrededores en las que hubiera debido estar. Sea cual sea la respuesta, Ultramarinos la zanja con contundencia y sin entrar en hipótesis: poniéndonos al alcance de la mano lo que después, en cuanto lo tocamos, se nos evidencia como imperdible. Ramos como un “olvidado” ahora inolvidable. La poesía de Ramos es un viaje a un universo como un círculo (temporificado, practicado) plisado sobre sí. Autónomo, como la mejor literatura, y no por eso menos esponjoso. Por su cualidad de mundo propio pero a la vez por sus ecos antiguos, románticamente remotos, podemos pensar en Borges. Como en él, en Ramos se palpa el placer de la invención, el gusto por el detalle y la reformulación fragmentaria de diversas tradiciones. Estos gestos van más allá de cualquier culturalismo. Por supuesto, es desde esas lentes que podríamos entrarle a su escritura; por ejemplo, comparte bastante con la de Guillermo Carnero en los setenta. Sin embargo, su compromiso con la modestia estilística destaca en comparación con otros autores de la época, en el sentido de que no hace alharacas sino que sus alhajas se nos aparecen casi imprevistamente y con un gran sentido del equilibrio, con la sabiduría de no querer apabullar. Además, hay en Ramos una sensualidad que no es sólo esteticista y decadentista (aunque también lo es). Es cierto que la alegría (melancólica) de fantasear y prorrogarse en los matices se alía con una sensorialidad desatada que nos lleva a Italo Calvino, Álvaro Cunqueiro y al primer Luis Alberto de Cuenca. Pero también más lejos: por otros laberintos, más neblinosos. Sus lenguas son muchas y esotéricas: esotéricamente pegadas a la materia. Se meten adentro de la búsqueda de belleza vía los cinco (o más) sentidos. Igualmente vía la recreación pictórica de atmósferas: con sugerencias, pistas de lo que viene o vestigios de lo que hubo. Close-ups de figuras o fondos cazados en el instante en que van a desaparecer o va a desaparecer el rayo de luz que pasaba por allí y, de pronto, los ha iluminado. Raras sinécdoques cautivantes. Veamos algunas de estas imágenes desmandadas más allá de lo estrictamente visual. En las páginas de Con pájaros que ignoro hay navegantes que surcan mares sin ancla, aventuras en océanos como (cito) «láminas sembradas de brillos». Hay viajeros en busca de sí, o de la amada, o de algún El Dorado o de un Tritón, una Gorgona. Hay un Amadís (muchos en realidad) que salen al afuera y la consistencia de esa realidad no les satisface, y se echan a los campos polvorosos de la otra realidad. Se entregan a ellos tal vez sin rumbo, tal vez acompañados apenas por el «dulce sol de la nada». Hay «sueños equívocos», motores de caprichosos desplazamientos. Hay «paseos en bicicleta al borde del abismo». Hay fracasos vitales y espirituales anunciados en los cielos, relatados con deleite perezoso y hasta anticlimático. Hay magos que no arreglan la vida. Hay alquimistas que no la extraen, que no la sintetizan en ningún preciado aceite. Hay paseantes que contactan con monstruos. Hay «niñas locas», hay «niñas rubias que escupen avellanas», hay «cielos musculosos». Hay amantes en busca de sus «ritmos privados» (que no pueden fijarse en el instante de la letra): añoranzas, mutuos desconocimientos, incompletitud. En Con pájaros que ignoro hay elegías y exhibición de lo ruinoso; lo ruinoso que, todavía, se coagula de preciosismos. Una percepción de lujo, modernista pero post-modernista (por desordenada), que se concreta en la suntuosidad de lo que atrapa para sí. La voluptuosa conspiración de los cinco (o más) sentidos atronando juntos nos llama a estar ojo avizor con respecto a lo tibio, lo crujiente, lo húmedo, lo resbaloso. Lo que se cuela, lo que gotea. El mármol, los ungüentos, las sombras, las manchas. Por eso hablo de raras sinécdoques cautivantes: lo que bulle por esas páginas son retazos de lo arquetípico de lo literario-occidental (al borde de lo oriental y orientalista en ocasiones) cuya combinación idiosincrática resulta tan pasmosa como seductora.
La poesía de Ramos se ocupa de la vida en tanto que juntura de «sangre y existencia» (materia) y en tanto que peripecia literaria (pseudo-tramas). Porque cuando es narrativa, presenta historias confusas y aún más confusas moralejas. Cuando no lo es, luce percepciones que nos invitan a observar tenues historias y a encajarlas con las historias que nos suenan porque son las nuestras, las heredadas, las espiadas. Ya sea que hable un yo lírico parco y celoso de su intimidad que cuenta (y no cuenta) sus «malas andanzas y tropiezos»; ya sea que un narrador turbio se complazca en posarnos a los lectores no en atalayas sino en añicos; ya sea que tome la voz poética la sacudida de lo matérico (que no de lo impersonal); la vida es aquí palabras a mitad, vivencia hecha mitos, mitos a mitad. De ahí que nos perdamos en salones, galerías, canales, parques; en fin, espacios públicos o semipúblicos donde sentir la soledad y la intensidad de lo que se mueve ligeramente y aumenta la niebla. Porque son espacios de tránsito, de umbral: de relato y de impresión; ambos resbaladizos. Nos pierde «el oscuro vientre de las plazuelas». La oscuridad de lo que pasa. Los títulos de los distintos poemarios del conjunto matizan esta visión. Está lo circular, aunque difuminado: la odisea no se acaba. Está el jalón del clima y lo mezclado o lo poluto. Está la conciencia del viaje y del margen (en sentido metafórico y literal: la provincia, el afuera del canon y el prestigio). Está esa subjetividad “indiferente” que, en su pesimismo (que es una forma de pasión) y su tenebroso o, de repente, jovial erotismo, se contradice a sí misma y ya no es indiferente. Lo es y no lo es: de nuevo, tránsito, umbral. Lo que cambia. Lo que no dura pero se rumia. Esta narratividad a medias mezclada con los regodeos de la sensorialidad a veces se choca con ciertos límites. Algunos de los hallazgos matéricos, en especial hápticos, que hay en ella a menudo ni siquiera pueden ajustarse a un cuento fijable. Difícil imaginar qué es, cómo hablan, huelen o palpitan, por ejemplo, «las terrazas cotidianas de la luz», «los días enredados» a una «piel» (quizás la de la mal amada) «como tejidos cremosos». Difícil imaginar «una tarde / brotada de castillos y calle», «el yeso de morir». Difícil y tentador ese «cuando la tarde es un delfín encendido», o esos «astros que caen al otro lado del verano». Difícil esa «avidez de animal sonámbulo» que es lo humano mismo, o «los cuerpos eucarísticos de las muchachas» ante los cuales no cabe sino la devoración. Difíciles e inolvidables las «ciervas lunares». Dice quien habla (que quién será) que hay pájaros, pero que los ignora: no sabe quiénes, cómo o por qué son, pero no les hace el vacío: los mira largo y tendido, no olvida, no facilita. Releer a Ramos es seguir ignorando sus esencias, y al tiempo es seguir colmándonos con lo irresistible de su poder de evocación. Releer a Ramos en Ultramarinos en poder prever retrospectivamente (y anti-biográficamente) qué seguiría haciendo Ultramarinos en su vertiente de poesía joven. Por la vía de la narratividad-sensorialidad a medias, Ramos va de la mano de Emma Villazón y Ruth Llana. Por la vía del sujeto indiferente-no indiferente-diferente (merodeando ciertas morgues de los cuerpos y el tiempo, casi a lo Gottfried Benn), Ramos se deja acompañar por Xaime Martínez. Releámoslo como lo releamos (las codas posibles son muchas), sigamos. MIRYAM HACHE. HE VISTO A LAS MEJORES MENTES DE MI GENERACIÓN TRABAJANDO EN UN CALL CENTER (Barcelona, 2020) por ANTONIO MARÍN ALBALATE «He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer, en busca de un colérico pinchazo». Allen Gisberg lo dejó dicho en Aullido, su libro de 1956. De este poema toma Miryam Hache el título de su primer poemario publicado en septiembre de 2020: He visto a las mejores mentes de mi generación trabajando en un call center. Miryam nació en Buenos Aires a finales de la década de los 80. Actualmente reside en Barcelona. Así escribe en el poema ‘Mi calle’: «Vivo en la parte alta de Barcelona, / entre escaleras mecánicas / y atisbos de más alturas. / En barrios / construidos sobre montañas». Cursó estudios de fotografía, cine, letras y antropología. Participó de diversos grupos literarios y colaboró como crítica de cine y literatura con distintas revistas culturales y periódicos. Durante varios años llevó el portal feminista de crítica de ficciones Imaginaciones fílmicas. Escribió varios libros de poesía y narrativa, todos aún inéditos. He visto a las mejores mentes de mi generación trabajando en un call center contiene catorce poemas escritos desde la libertad de unos versos no sujetos más que a la cadencia de «sabernos en el mismo barco / hacia ninguna parte» mientras bogamos por un bosque de palabras conscientes de que «hay hombres rotos / buscando todavía verdades / en los libros de filosofía oriental». Versos que saben de «la proporción del número áureo, / las proporciones matemáticas de la belleza, la importancia de la sonoridad de ciertos verbos». Versos de verbo desnudo en carne viva, como de activistas de Femen o del Ministerio de la Igualdad, contra quienes «todavía dicen que el feminismo no es necesario, / que todos sufrimos bajo el yugo del capital / de igual manera», versos contra quienes «todavía no se atreven a arañar las máscaras de los géneros» para que Miryam nos cuente que «de niña imaginaba que si el / chico que quería no me quería, / tal vez en mi velorio, / se daría cuenta al fin, / de rodillas junto a mi ataúd, / lo maravillosa que era». Versos para ahuyentar fantasmas: «Sigo trabajando / para que cada vez quede menos / de esa niña con miedo». Versos de quien denuncia la violencia en todos los niños que son «víctimas de la hostilidad del mundo». Versos que transitan por una “carretera perdida” con imágenes de «gente queriendo destruirse».
Versos de una «mujer cruda, / hecha de insomnio» que «se lleva las manos hacia, / el fluido a la boca» y que finalmente contempla cómo «la mancha bajo sus pies / se seca bajo el sol». Versos que caen a la música esa que salva para «teclear las nostalgias / que te sugieren las canciones de Joy Division / que sonaban / en todas esas fiestas de tus veinte años / en las que no pasaba nada». Versos que afirman que «el mugido del viento es una sílaba larga» que sabe que «en cada década, en algún país del mundo, / hay una generación sin futuro». No future, como dijeran los Sex Pistols en ‘God save the queen’, pero no future como signo de rebeldía ante los call center que Miryam denuncia en su libro. Recordemos cómo en un ejemplar de la revista Rolling Stone, Johnny Rotten afirmaría que el estribillo de ‘No future’ se pensó «como un llamado a la acción, no a la resignación. No hay futuro a menos que vayas y crees uno, entonces carpe diem, etcétera. No es terminar con todo, no hay futuro, punto final. No, es puntos suspensivos... Hay que levantarse y hacer el esfuerzo uno mismo. Nadie va a hacerlo por uno. No esperes que te lo sirvan en bandeja». Algo que dirían también la banda Ilegales en su canción ‘Tiempos nuevos, tiempos salvajes’: «Esta es tu pelea / levántate y lucha, / no voy a luchar por ti». Versos rabiosamente salvajes que, desde su propia trinchera, nos hablan de cosas cotidianas elevadas a su estado más esencial. Así, por ejemplo, sueños, muerte, sexo, jeringas, redes sociales, soledades, casas deshabitadas, okupas, fantasías de infancia, pasiones y deseos, conforman la sustancia y el alimento del lírico atraco con que este libro nos sorprende al abrirlo. Versos trasatlánticos, al cabo, abanderados de belleza para celebrar la voz y la escritura de esta poeta llamada Miryam Hache, apellido con nombre de letra que, como podemos comprobar, no es en absoluto muda sino sugerente voz de allende los mares que podemos escuchar en el adelanto de este poemario: https://www.youtube.com/watch?v=gztmBH5dSsQ. JOHN ASHBERY. LAS VANGUARDIAS INVISIBLES (Kriller71, Barcelona, 2021) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Los poetas, cuando escriben acerca de otros artistas, tienden a escribir sobre sí mismos. John Ashbery La aparición en los años 40, y sobre todo en la posguerra, de artistas y movimientos artísticos como nunca se habían desarrollado en Estados Unidos, pero sobre todo en Nueva York, venía precedido de la visita en las décadas anteriores, de numerosos artistas europeos, unos exiliados por la 1ª guerra mundial y el surgimiento del nazismo, otros por el interés de llevar a Estados Unidos el arte de las vanguardias europeas, dominadas ya por el surrealismo o la abstracción. Después de la II Guerra Mundial, el cambio de centro del arte de París a Nueva York estaba cantado, además de convertirse en una prioridad nacional. Esto es harto conocido así como la intervención de los organismos estatales, la potente inversión económica y también los debates sobre las tendencias políticas de los artistas para evitar la intromisión de ideas políticas de izquierda en un arte que se pretendía americano y moderno y una plataforma publicitaria en plena guerra fría. Naturalmente, todo es más complejo que esto, pero la consecuencia fue el surgimiento de la Escuela de Nueva York, cuajada ya en los 50, como se la quiso dar a conocer en comparación con la dada por fallecida Escuela de París y ligada a lo urbano y moderno. El expresionismo abstracto, necesariamente abstracto excepto algún caso, nacía desde los críticos, Greenberg, Coates, Rosenberg, que daban nombre y su aprobación a los artistas y su obra como pertenecientes o no al grupo, representantes de un arte puramente americano. Ellos no se consideraban tan cercanos, pero ahí está la foto de Los irascibles (1950), en la que las individualidades posan con traje y corbata, una sola mujer subida a una silla, una mínima muestra de las pocas mujeres artistas de las que se habló como pertenecientes al movimiento y que en algunos casos solo se les trataba de “mujer de”. Y todo esto produjo en paralelo la aparición de otra escuela de Nueva York, la Poetry School of New York. Se repetía lo mismo: un nombre que aglutina a cinco poetas a quienes alguien agrupa y pone nombre arrastrado por un fenómeno volcánico en el arte. Frank O’Hara, John Ashbery, Kenneth Koch, Barbara Guest y James Schuyler se vieron juntos a pesar de sus diferencias, que eran muchas también. Pero había cosas que les unían y una de ellas era, aparte de su amistad, su interés por lo experimental, el arte, el expresionismo abstracto naciente, las influencias del surrealismo y ciertas formas de vanguardia, la subjetividad en la relación con la realidad del poema, el juego, la ironía, el lenguaje coloquial que convive con el culto, menos interés por la política que los beat y, sobre todo, la búsqueda de una forma y un lenguaje nuevo en poesía. El éxito excesivo del expresionismo abstracto en los años 50 y 60 ya les generaba dudas, incluido el de la propia Escuela Poética, pero como marketing les vino bien a todos. «Todos parecíamos beneficiarnos de ese intenso momento, incluso si le prestábamos poca atención». A la larga parece que les fue mejor a los poetas, con una continuidad que hizo, por ejemplo, que Ashbery disfrutara del mayor reconocimiento a partir de los 70. La obra de todos ellos está viviendo un florecimiento gracias a la aparición en series (O’Hara en Mad men), el cine (Padget en Patterson) y ensayos y antologías de varias editoriales. Y este es un ejemplo. El interés por el arte venía de antes: John Ashbery ya estudió pintura de joven, y se formó viendo el arte europeo que visitaba Estados Unidos. Pero su ligazón con Nueva York no era tanta en ese momento (llegó en 1949 a la ciudad) y en 1955 se fue a París, donde una vez acabada su beca Fullbright empezó a trabajar como crítico de arte en Art International, corresponsal de Art News en París y director de edición del Herald Tribune en la capital francesa. Posteriormente seguiría, a su vuelta en 1965 a Nueva York, en The New Yorker, Newsweek y ARTnews, entre otros. Frank O’Hara, mientras tanto, acaba siendo conservador del MOMA, es el poeta del grupo más relacionado con Nueva York, pero su muerte prematura nos dejó con poca obra poética y un gran trabajo en arte pendiente. A pesar de la centralidad del arte de los 50 y 60 en Nueva York, muchos de los artistas que trabajaron tanto en pintura como en poesía, no tenían en el olvido a la cultura europea y la admiraban y buscaban: Joan Mitchel, de Kooning, Motherwell, Cy Twombly, o todos los poetas, viajaron o vivieron temporadas en Europa. Ejemplos de esa relación hay muchos pero no lo desarrollaremos ahora. Así que el poeta se dedicó a la crítica de arte y fue reconocido y valorado por ello. Hay más ejemplos de poetas que escriben de arte, y en España se dio el caso de Juan Eduardo Cirlot, del que se acaban de publicar sus escritos sobre el informalismo, un paralelismo en Barcelona con Ashbery en París y Nueva York. El título del libro proviene de una conferencia, La vanguardia invisible, donde habla de sí mismo en relación a las vanguardias y de cómo esas vanguardias decayeron. No es de ahora, sino de 1968, y ya hablaba de los medios, de la sobrevaloración..., naturalmente imbricado con su propia evolución y su relación con lo experimental. Además, un recorrido bien agrupado por temas que recorre el Romanticismo, el Surrealismo, tan querido, y Dadá, artistas norteamericanos, incluso los exiliados (él mismo), por supuesto la abstracción americana, y una serie de “retratos”, entre otros, pero mostrando y buscando lo que le interesa del pasado europeo y americano y está en el presente. Y eso lo comunica muy bien. Todo el libro es para leerlo con mucha atención, es entretenido, divertido en ocasiones, muy interesante en sus planteamientos. Los que compartimos arte y poesía disfrutamos mucho, pero es un libro que no deja indiferente a nadie. Un excelente prólogo de Edgardo Dobry nos introduce en el trabajo de Ashbery y en el del libro, y tampoco tiene desperdicio. El trabajo de traducción ha corrido a cargo de Andrea Montoya, Aníbal Cristobo, Edgardo Dobry y Patricio Gringberg. Como he dicho antes, un buen trabajo el que está haciendo la editorial Kriller 71 con la poesía americana de la Escuela de Nueva York, y en todas sus publicaciones, y a la que vamos a seguir. Muchos títulos de su catálogo andan apuntados en la lista. Salud. La editorial Kriller71 está haciendo un gran trabajo para publicar en España la obra de los poetas de la Escuela de Nueva York, tanto los de la primera generación como otros posteriores. Y del libro del que hablamos ahora es una selección de críticas y escritos sobre arte que publicó John Ashbery en la prensa, tanto de París como de Nueva York, entre los años 1960 y 1987, extraídos de Reported Sightings; Art Chronicles 1957-1987, en lo que parece una excelente selección de los editores, ya que muestra un recorrido, aunque no estén ordenados cronológicamente sino agrupados por temas, y sobre todo una sucesión en el pensamiento artístico y poético de Ashbery de mucha lucidez. Hay en Ashbery una manera de ser crítico que responde a la cita inicial, y es hablar de uno mismo como poeta en relación a ciertos métodos del arte con el que convivían («Los pintores que conocíamos eran más divertidos que los poetas»). Se ha hablado de los paralelismos entre la realidad del poema y la creación del acontecimiento que suponía el expresionismo abstracto y el action painting (y el surrealismo, y el cubismo). En uno de los artículos del libro, el dedicado a su amiga la pintora Jane Freilincher habla de sí mismo, de su poesía y del cubismo como inspiración de ese proceso:
Después de un período de absorber influencias del arte y otras cosas que suceden a nuestro alrededor, llega un período de consolidación cuando uno cierra la puerta intentando ordenar lo que se tiene y hacer con ello lo que se puede. [...] Es más bien una cuestión de conservar y usar lo que uno ha adquirido. El cubismo analítico y su sucesor, el cubismo sintético es un modelo perfecto de este proceso... Y un segundo marco de su obra y la crítica de arte aparece también en el mismo párrafo y en muchos de los artículos del libro, y es la duda: Más tarde llegó una fase de duda en la que examinaba las cosas y las desmontaba sin poder volver a montarlas a mi manera. Todavía estoy tratando de hacer eso. Esa duda que ve siempre en su trabajo la ve también en muchos artistas y en las decisiones que tomaron. Ashbery escribe cómo piensa ante lo que ve y conoce, con un razonamiento progresivo que le hace plantearse el qué, el cómo está expuesto (suele hablar de exposiciones), el porqué del momento y las decisiones de los artistas, y, pasado el tiempo, si fue lo correcto, incluso lo correcto de la muestra. Y eso lo explicita con Pollock, «el elemento de duda en Pollock es lo que lo mantiene vivo ante nosotros»; Rothko, con el expresionismo abstracto; con Kitaj, Duchamp, de Chirico o su amado Parmigianino (el de Autorretrato en espejo convexo), y lo hace con un conocimiento profundo, muy culto, pero sin dar muestras de exceso de erudición ni de halagos; sabe muy bien para quién estaba escribiendo, cómo se debe escribir en un periódico, pero creo que es como quería escribirlo. Es interesantísimo el análisis de los artistas y su entorno y el hecho de contarlo desde dentro, pero también con la distancia que dan años de separación entre algunos artículos. Ahí vemos una evolución muy sensata y razonada, y la ironía, por supuesto, nada complaciente en muchos comentarios y crítico con las sobrevaloraciones, las vanguardias, los movimientos y algunos nombres: Estábamos asombrados por de Kooning, Pollock, Rothko y Motherwell y no estábamos muy seguros de lo que estaban haciendo exactamente. La decisión de Duchamp de cambiar el arte por el ajedrez no fue una idea brillante. El éxito repentino que les sobrevino a los pintores expresionistas abstractos es uno de los motivos que hicieron que su trabajo pasara de moda tan abruptamente. ... Estuvieron sobreexpuestos. La vanidad los hizo pontificar. Y en la mayoría de los casos, hubo que ignorar sus declaraciones sobre sus trabajos para poder seguir amándolos. FÀTIMA BELTRAN CURTO. CANCIÓN BAJO EL AGUA (Espasa, Barcelona, 2021) por ELOI BABÍ FICCIÓN BAJO EL HECHIZO Es un gusto y un lujo reencontrar el placer de adentrarse en narraciones tan hábilmente contadas como la novela que aquí se reseña. Para amantes de los relatos con encanto, se nos brinda la feliz ocasión de dejarse llevar por una ficción de estilo hechizante como es Canción bajo el agua.
En esta cautivadora obra de prosa robusta, que contiene trazos elegíacos y poéticos (junto al realismo de un dramático contexto histórico) no exentos de una afilada ironía, encontramos ecos de las inolvidables Cien años de soledad, Pedro Páramo o La casa de los espíritus, entre otros clásicos del género. En efecto, Fàtima Beltran Curto es heredera del mejor realismo mágico literario, una digna sucesora del caudal imaginativo y creativo de maestros del arte de las letras como Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Isabel Allende... La autora de Canción bajo el agua muestra una gran capacidad de fabulación, un enorme talento para crear historias de ficción magmática con estilo magnético, un don especial y una habilidad portentosa construyendo tramas y personajes con una sólida potencia imaginativa y una solvencia narrativa encomiable. Revistiendo su universo narrativo de un estilo fresco y de una admirable riqueza léxica, sorprende en esta novela la precisión de los adjetivos, tan bien hallados y acertados en una prosa fluida, rica y envolvente. La trama y sus partes están muy bien enlazadas gracias a una eficaz estructura y a una historia contada con una fuerza que no decae en ningún momento, al filo de una tensión sostenida. Ahí encontramos ideas ingeniosas y originales, detalles sorprendentes que otorgan color a la narración e interés a los personajes. Estos se nos antojan tremendamente humanos, con sus fortalezas y flaquezas, sus virtudes y defectos. Complejos y a la vez entrañables, parecen cercanos en su peculiaridad. Hay en ellos luces, sombras y penumbras en una gradación de colores y grises que nos resultan familiares y nos remiten, en el contexto de la guerra civil española y la posguerra en que se desarrolla el argumento, a nuestros mismísimos antepasados. Se hace inevitable asociar, en el baúl de nuestra mente y a medida que avanzamos en la novela, algunos de sus personajes con el recuerdo —o con lo que nuestros familiares nos han contado— de algunos antepasados nuestros que vivieron aquel contexto, o por lo menos con lo que ellos contaban de aquella época y de la contienda bélica referida en el libro. El marco espaciotemporal (los años de la guerra y la posguerra franquistas, un pueblo pintoresco...) y los personajes con sus variopintos caracteres, nos llegan a través de una prosa vívida, ricamente descriptiva a la vez que ágil. Y a menudo trasluciendo, como guinda añadida a la lectura, una ironía que hace ligera y atractiva la retahíla de sucesos contados con gracia e ingenio. Muchas anécdotas resultan chuscas, así como abundantes y singulares detalles y matices realzados por una prosa a veces poética (con metáforas y comparaciones, hipérboles, antítesis y otros trucos), bien trenzada y siempre efectiva. Por eso las primeras páginas de la novela nos invitan a seguir leyendo una historia que, como se ha dicho antes, no decae. Por cierto: el primer capítulo es ya, todo él, una pequeña obra maestra; solo este primer capítulo es ya magistral y perfectamente redondo en sí. Esta perfección unitaria se manifiesta de nuevo al final, cuando todo vuelve a encajar y el conjunto cobra un maravilloso sentido entre el inicio y el desenlace de la obra. La maestría en el arranque del primer capítulo adquiere, pues, una luz especial cuando concluimos la lectura de la novela. Excelentemente escrita, Canción bajo el agua mantiene el hechizo que ya nos había ofrecido la anterior novela de su autora, la brillante Bienalados. Uno de sus muchos aciertos es cómo combina drama —incluso tragedia— con un refrescante y bien dosificado sentido del humor, a veces sutil y entre líneas y otras descaradamente directo, humanizando con inteligencia chispeante la materia contada. El trasfondo histórico, real —la guerra civil española y la posguerra— aparece yuxtapuesto a un costumbrismo agridulce y tragicómico, entre lo realista y lo poético, lo terrenal y lo fantasioso, lo serio y lo irreverente, lo verosímil y lo deliciosamente absurdo. Así, nos hallamos ante una novela completa y una obra calidoscópica, tanto en el fondo como en la forma. En cuanto a su vertiente formal, por ejemplo, el texto alterna el género puramente narrativo (incluyendo el estilo directo, indirecto y diálogos) con el estilo epistolar. Este rasgo —las cartas, todas ellas cortas, intercaladas en la trama— junto a la brevedad de muchos de los capítulos, otorga agilidad a la lectura a pesar de los saltos cronológicos con que juega la estructura narrativa. Una lectura, por otro lado, presentada en un soporte cómodo gracias a una letra impresa grande y gruesa, fácil de reseguir en un volumen bien diseñado y editado por el sello Espasa Calpe. En suma, Canción bajo el agua es sin duda una novela entretenida y recomendable para lectores ávidos de buenas historias, para lectores con sed de ficción de calidad. Ideal para sumergirse en una vibrante ficción narrada con brío, con un gran dominio del vocabulario y con un estilo impecable. El disfrute está asegurado. |
LA BIBLIOTE
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