LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
COLLEEN HOOVER. ROMPER EL CÍRCULO (Booket, Barcelona, 2024) Traducción: Lara Agnelli por JAVIER ÚBEDA y JORGE CERVERA Colleen Hoover podría ser la protagonista de una de sus novelas. Esta podría comenzar en Texas (Estados Unidos) en los años setenta del siglo pasado y continuaría con sus estudios universitarios, para dar paso a una vida de tantas (discreta, ya que todos vamos aportando algo, aunque sea desde el anonimato), como la de cualquiera de los millones de personas anónimas que pueblan el mundo. Escribiría, pues sería su pasión, unas obras en las que no depositaría mucha fe. Decidiría autopublicarse para que su madre pudiera leerlas en formato electrónico y, sorprendentemente, su éxito devendría en inesperado y descomunal: veinte novelas, veintiocho millones de ejemplares vendidos, ventas de derechos para llevar sus argumentos al cine (incluso sus cubiertas contendrían la imagen de la protagonista del film) y un verdadero ejército de lectores que adorarían cómo aborda y trata los sentimientos. El milagro se produciría en 2020, cuando permitiría en la pandemia que algunos de sus libros electrónicos se pudieran leer gratis. Abarcarían varios géneros, como thriller, novela juvenil, novela erótica, etc. Mediante TikTok, tendría lugar una explosión de recomendaciones que colocaría su obra en el disparadero de la popularidad, lo que supondría su elevación a los altares de la cultura pop y, por ende, el menosprecio de los críticos. No nos digan que no da para novelón. Otra cuestión no menor es que se trataría de una escritora de las denominadas híbridas: defendería una cierta autonomía y control sobre su obra con sus libros autopublicados y también firmaría con distintas editoriales (lo cual causaría que traducir toda su obra a otros idiomas se complicara, por cierto). Sería la autora de las trilogías Tal vez (Tal vez mañana, Tal vez nunca y Tal vez ahora) y Nunca, nunca (partes 1, 2 y 3); de bilogías como Romper el círculo (Romper el círculo y Volver a empezar); y de obras como Ugly Love: pídeme cualquier cosa menos amor; 9 de noviembre; Verity, la sombra del engaño; A pesar de ti o No te olvidaré. No escribiría únicamente estas obras, pero las citaremos porque serían las que, por el momento, estarían traducidas al castellano. Una vez concluido este ejercicio de ficción, hablemos de Romper el círculo. Se divide en dos partes, una primera, con diecisiete capítulos, y una segunda, con dieciocho capítulos. Se cierra con un epílogo, una nota de la autora (quizás lo más destacable) y los socorridos agradecimientos. «Desde la baranda donde estoy sentada, con un pie en cada lado, miro la caída de doce pisos que me separa de las calles de Boston y no puedo evitar pensar en el suicidio». Así arranca la novela, cumpliendo con el precepto de que la primera frase ha de ser la que cautive al lector. La narración en primera persona será la elegida para todo el texto. En este caso, la primera parte es donde se concentran más clichés. También se percibe una inexistente preocupación de la editorial por acompañar al lector con alguna nota del traductor que se echa a faltar y que señalaremos a su debido momento. La línea argumental de esta primera parte comienza, como hemos visto, con la protagonista en una azotea de un edificio de Boston tras la muerte de su padre. Lily Bloom Blossom (un nombre premonitorio para una enamorada de la jardinería) conocerá allí a Ryle Kinkaid, con el que intercambiará algunas confesiones basadas en «la pura verdad» y que incluyen los malos tratos de los que fue testigo en su día. Será este un coqueteo sin ninguna aspiración, pues ambos tienen distintos planes de vida. Comenzarán entonces idas y venidas, cambios de tercio y diversos impedimentos que harán que su atracción culmine en boda. En paralelo, Lily va relatando una historia de amor del pasado, que se introduce mediante el género epistolar, en forma de trasunto de «querido diario» que se transforma en «cartas que le escribía a Ellen DeGeneres, porque nunca me perdía su programa». Resulta curiosa y casi de otra época la incursión en el género epistolar, máxime porque posteriormente también se recurre a la mensajería instantánea. Tanto en DeGeneres como en la referencia a Nemo se podría haber situado una nota del traductor para los lectores no norteamericanos, igual que cuando se alude a la conducción de coches automáticos, muy comunes en Estados Unidos y casi testimoniales en Europa («como es el pie izquierdo, supongo que podré conducir sin problemas»). Se ve aquí el fenómeno fan y la televisión como medio de masas, recursos propios de esa iconografía pop y a tono con el libro. Así se presenta al compañero de instituto de Lily, Atlas Corrigan. Lily relata en las epístolas cómo descubre que Atlas está viviendo en una casa abandonada y le provee de mudas de ropa y comida, así como le permite asearse en su casa. La protagonista irá dejando testimonio de la pérdida de su inocencia, en todos los sentidos, tanto social («¿Cómo es posible que un adolescente acabe viviendo en la calle?») como sentimental y sexual. Finalmente, Atlas se enrola en los marines y le promete que volverá a buscarla. Las misivas también sirven para darnos a conocer ciertos episodios de violencia doméstica vividos en la infancia y adolescencia de la protagonista, justamente los que le expuso a Ryle. Seis meses más tarde del encuentro con Ryle, Lily ha abierto una floristería. Sin saberlo, contrata a la hermana de Ryle, una mujer muy rica que no tiene necesidad de trabajar, y también un personaje necesario para que se desencadenen una serie de coincidencias y casualidades que haga que se reencuentren y comiencen una relación sin compromiso. Ryle y Lily afianzarán su vínculo. La autora nos lleva a presenciar una cena entre ellos y la madre de Lily en el restaurante de Atlas. Este remueve los sentimientos de los antiguos amigos, para quienes este reencuentro es una sorpresa total. A partir de aquí se descubre la atroz realidad de Ryle, que no es capaz de dominar su ira («Quince segundos. Suficiente tiempo para cambiar la vida de una persona por completo»). Se expone que Ryle no es mentalmente estable porque vivió el trauma de haber disparado a su hermano mayor cuando eran niños, lo que le causó la muerte. La demonización de las armas es tan sólo uno de los tópicos que abundan en el libro. Son algo simplistas y siempre moralizadores según la consideración de una parte de la sociedad norteamericana. Hagamos un recuento: las armas, el amigo gay de la chica, las donaciones a organizaciones benéficas como imperativo, las alusiones al dinero («Has ganado seis millones de dólares este año») y el más contradictorio de todos: la mujer fuerte, independiente y autosuficiente que suspira por una buena posición (véase el comentario materno: «—¡Lily! ¿Es médico?»). En la segunda parte, Lily conoce a los padres de Ryle, que son encantadores, por supuesto. La pareja decide casarse en Las Vegas (juraríamos que este libro parece concebido directamente como una película). Se llega a un culmen tan ñoño que resulta algo cómico, como los acuerdos que van concretando en el avión hacia la boda: cuentas separadas, donaciones, veganismo y votar en las elecciones. Se demostrará más adelante que las cuestiones cruciales han quedado sin tratar. Los malos tratos continúan, debido a que Ryle encontrará los objetos del pasado que unían a Lily y Atlas. Como prueba de amor, Ryle renuncia a trabajar en un hospital mejor. No obstante, llega un punto límite en el que un nuevo ataque de celos deriva en otra agresión, por lo que Lily se va a casa de Atlas. También sabremos que Lily se ha quedado embarazada. En esa situación, deberá tomar una decisión pensando en sí misma y en la criatura que espera, aunque no la desvelaremos. El mensaje de la autora, por boca de la protagonista, se centra en lo complejo de esa decisión, y es ciertamente interesante: «¿No deberíamos ser más duros con los que maltratan en vez de criticar a los que siguen amando a sus maltratadores?»; «Cuando alguien te hace daño, no dejas de amarlo de un momento a otro». Con respecto al epílogo, en él se deja un final abierto, propicio para la segunda parte de la bilogía, en el que destaca como clave el nombre del bebé. A nuestro juicio, la nota de la autora es lo mejor del libro. Gracias a ella comprendemos sus vivencias personales y lo que supuso para ella escribir esta historia apoyándose en su experiencia familiar, logrando así conjurar parte de su dolor. Una vez explicadas las dos partes que componen el relato, podemos apreciar que el grueso de la primera difiere totalmente del de la segunda: del enamoramiento tipo novela chick lit, un tanto zangolotino e insustancial, lleno de lugares comunes y frases manidas, pasamos a una etapa de crecimiento personal en el que la protagonista debe hacer frente a diferentes cargas y reflexiones. Así, pareciera que la primera mitad del libro se dirige a un público muy diferente al de la segunda; para el público adulto, la primera puede resultar cargante e invitar a dejar la lectura, lo que haría que se perdiera una serie de conclusiones y juicios que ya toman un peso más ponderado y maduro.
En la parte positiva, podemos afirmar que se lee con facilidad, ya que no propone un abordaje de la historia de tipo psicológico o antropológico, pero, al no ser esta su pretensión, tampoco hay nada que objetar. Los personajes arrastran sus propios traumas, lo cual trae a colación la superación personal, la ahora llamada resiliencia y el deseo tan humano de dejar un mundo mejor a los que nos siguen. Otro punto a su favor es que la autora insiste en el valor de no juzgar al prójimo. En ese sentido, emplea el recurso de los personajes secundarios, que están muy bien logrados, particularmente, la madre de Lily y Allysa, la hermana de Ryle. Aunque pueda parecerlo, Hoover no justifica la violencia, sino que crea personajes complejos y duales (¿quién no lo es?) que hacen comprender a la protagonista, sobre todo, a medida que avanza la acción. Puede ser que las personas con más años tengamos menos piedad con Lily y contemplemos sus primeras decisiones resoplando y a regañadientes, pero, sin conflicto, no habría novela, por lo que aconsejamos paciencia hasta la segunda parte para poder disfrutar de una segunda un poco más pensada y mejorada.
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SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ. NICOMEDES MÉNDEZ, EL VERDUGO DE BARCELONA (Alrevés, Colección Archivos del Crimen, Barcelona, 2024) por JUAN CANO CONESA SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ RESCATA DEL OLVIDO AL VERDUGO MÁS FAMOSO DE ESPAÑA No se puede decir que Salvador García Jiménez (Cehegín, 1944) haya bajado la guardia para gozar de algún que otro descanso creador. Cuando se trata de escribir, me consta y declaro que su dedicación y su empeño llegan a ser patológicos, líricamente patológicos. En alguna ocasión llegó a afirmar, siguiendo a Enrique Vila Matas (El mal de Montano), que estaba enfermo de literatura. En su ánimo y en su visión estética del mundo siempre renace como un acontecimiento radiante cualquier asunto que ocupe su dedicación, su sorpresa y su entusiasmo. Entonces, con la voracidad de un adolescente a quien produjera un rasguño el roce de la inspiración, se pierde por entre los vericuetos de la lucidez y entra de lleno en las sinuosidades del alma de personajes atrayentes, siniestros o angelicales. Salvador García Jiménez vuela por el firmamento de las letras como aquel niño que cazara las palabras al tiempo que intentaba pescar al vuelo golondrinas en las alturas de su niñez. Así sorprende al mundo literario este indestructible escritor que obliga a los lectores a detener el tiempo y a sumergirse en las procelosas vísceras de la sorpresa y del bello desconcierto. Cada vez que García Jiménez descubre un tema, se apaga la luz de la cotidianeidad. Este narrador, poeta, ensayista y mil cosas más, con la obra Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona, nos ha conducido, a quienes conocemos su producción narrativa, desde aquellos espacios tremendistas de su juventud creadora hasta las biografías más tiernas y dramáticas de su madurez fecunda. Ha conseguido adquirir la estatura de la pasión compartida dando una lección investigadora tan interesante e insólita como la que nos presenta en la obra de la que hablaremos a continuación, mitad novela, mitad ensayo. Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona tiene como protagonista a dicho ciudadano, nacido en 1852. Como queda claro en el título, ejerció la profesión de verdugo. Y lo hizo durante once años en Valladolid y durante los años 1877 a 1908 en la Audiencia de Barcelona. Llegó a ser conocido por Blasco Ibáñez, quien quiso escribir un cuento sobre la vida de Nicomedes como ejecutor de la justicia. En su relato ‘El funcionario’ se refiere al citado verdugo, aunque según García Jiménez, el escritor valenciano sólo pensaba en obtener éxito, mientras el inocente verdugo abría en canal su alma. Sabemos por García Jiménez que ni la hija de Nicomedes se suicidó cenando cabezas de fósforos, como sostuviera Blasco Ibáñez, ni su hijo Juan se lanzó al mar para acabar con su vida. Muchos asuntos como estos hacen correr ríos de tinta, se asientan en la sociedad como verdades legendarias y acrecientan los tentáculos de la mentira hasta que llega el investigador cabal y, con toda la honradez del mundo, pone las cosas en su sitio. La lectura de la novela llega a convertir al lector en cómplice de su protagonista, sobre todo, cuando se conoce buena parte de su vida y, sobre todo, se contagia de la cordialidad y la ternura con que el autor la presenta. Nicomedes Méndez (así ocurrió y así lo cuenta García Jiménez), tras un matrimonio familiarmente incomprensible, tuvo cinco hijos, tres de los cuales fallecieron. Los dos restantes tuvieron un final dramático: la hija, de veinte años, se suicidó cuando fue abandonada por su novio, al enterarse este de la profesión del padre de ella. Nicomedes también pretendió pegarse un tiro, aunque lo impidió la guardia civil. Por otra parte, Juan, el otro hijo, se volvió loco y murió en un manicomio. Para Salvador García Jiménez, Nicomedes Méndez siguió una «ruta literaria trágica» porque siempre anduvo cambiando de residencias y domicilios, pues era objeto de amenazas, sobre todo de familiares de ajusticiados o de objetores a la pena de muerte. Para mí, el personaje es tan poderoso y tan contundente, que se sale de las páginas de la novela y podríamos encontrárnoslo paseando por las calles de nuestras ciudades, como ocurriera en su tiempo. Incluso puede provocar taladros negros en el pecho cuando leemos, por ejemplo: «Nicomedes se encerró de nuevo en su habitación [...] Allí dejaba brotar sus lágrimas y luego, de pie sobre la terraza, rememoraba las noches de su estancia junto a las capillas de los reos, invadido por un sentimiento de ternura que le avergonzaba. A nadie podría confesarle aquella debilidad, ni siquiera a su mujer. Un verdugo que llora ante una puesta de sol, ante unas fotografías, hubiera sido el hazmerreír del mundo». Este es el personaje en cuya vida se sumerge García Jiménez, al tiempo que recorre lo más monstruoso de las existencias de más de 80 condenados a muerte. Se le ha considerado el verdugo más famoso de la España de los últimos años del siglo XIX y primeros del XX. Nicomedes Méndez fue el último eslabón de la justicia, un profesional que cumplió con las exigencias de su profesión con una dedicación y competencia tristemente impecables. Vivió una vida de novela, intensa, triste y llena de desventuras. Diez años dedicó Salvador García Jiménez a seguirle la pista y a narrarla. La obra consta de 455 páginas cuidadosamente trabajadas y asombrosamente cotejadas. A ningún lector de la obra de Salvador García Jiménez le sorprenderá la competencia investigadora y la sagacidad que atesora para adentrarse en las profundidades de las almas de sus personajes. Sobre todo, teniendo en cuenta la admirable honradez con la que cuenta lo que cuenta. No se le escapa ni una anécdota extraída del ámbito de la realidad. Todo es verdadero y todo es indiscutible. Digo que esta obra supone un enorme trabajo que, excluidas las inevitables concesiones que García Jiménez concede a su imaginación, las direcciones, nombres, delitos, penas e instrumentos están extraídos del conocimiento de cuanto ocurre a personajes y de cuantos actos transcurren por sus historias más verdaderas. Resulta llamativo el hecho de que tantos asuntos y detalles tratados hayan conseguido hilvanarse y formar una unidad tan indisoluble y fluida. Esta condición no es ninguna novedad en Salvador García Jiménez, si recordamos lo que escribió sobre Cervantes, don Juan Manuel, Enrique Martín, García Lorca, Kafka, San Juan de la Cruz, etc. No pretendo exponer aquí parte de su producción narrativa, pero puedo aseverar rotundamente que el autor hace magia literaria al jugar con los tiempos, las valientes descripciones, las condicionales y las representaciones que adornan las teselas inolvidables de sus constantes mosaicos, magistralmente trazados. Esas piezas individualmente desestructuradas se unen con una naturalidad que causa admiración a quienes se asoman a las páginas de unas historias tan complejas como las de la presente novela. Lo confirma al propio García Jiménez: «...comencé a desenterrar el drama del oscuro botxí Nicomedes, llegando hasta el fondo de todas sus angustias y secretos. Estudié a conciencia el hábitat y la historia en que le correspondió vivir. El mapa de sus actuaciones para agarrotar a los condenados a muerte fue extenso...» (A. Valle, The New Barcelona Post). Lo repito: une los flecos de sus historias como quien respira. Ya he dicho que fueron muchos los años que dedicó Salvador García Jiménez a bucear en archivos, a consultar periódicos y leer artículos y libros. Así llegó a descubrir lo que él mismo denomina «joyas en forma de documentos inéditos». Y lo hace como cuando, de joven, «buscaba entre un bosque de palabras una humilde metáfora». No podemos obviar la cantidad de fotografías (también joyas inéditas) que se incluyen en la obra. Una de estas fotografías representa el ajusticiamiento de cuatro reos, hecho acaecido en Villanueva del Penedés. El relato de los ajusticiamientos es sobrecogedor: los reos temblaban, los sacerdotes les prodigaban los consuelos de la religión, los hermanos de la Cofradía de los Desamparados aliviaban la angustia de aquellas horas y, mientras tanto, Nicomedes y el carpintero levantaban el patíbulo. Nicomedes sobrellevaba sus tareas y su mala fama con dignidad, pues si entraba a los bares, los clientes salían despavoridos o salían de los tranvías si coincidían con él. A pesar de todo, amaba su trabajo y trataba con humanidad a los condenados, antes de hacer el giro letal del garrote. Cuenta Salvador García Jiménez que Nicomedes siempre evitaba el dolor del condenado, pues siempre encontraba en alguno de los inculpados algún rasgo que despertara no poca ternura en el autor. Cuenta que Santiago Iglesias García, alias ‘Pilatos’, se dirigía al verdugo suplicándole: «Sea rápido y deme una buena muerte». Nada tiene de raro que el narrador destaque estos detalles, pues él siempre se definió como un ser compasivo; parece como si al propio Salvador García Jiménez le importara tanto como a Nicomedes que el reo no sufriera. Para aligerar el sufrimiento y el dolor, el verdugo añadió un pincho al garrote vil que atravesaba el bulbo raquídeo cuando el artefacto se ajustaba sobre el cuello.
El interés que suscita la obra comienza con una pregunta inevitable: ¿Quién fue Nicomedes Méndez? El simple enunciado de su título o el conocimiento de la sucesión de la trama vital del personaje despiertan ya cierto desasosiego. Pero más angustia despiertan la relación de ejecutados y ejecuciones. Y aquí no hay ficción. Todos son reales, todos han vivido y todos han muerto. En el relato de las muertes no hay ficción que valga. Algunos detalles llaman la atención del lector, como aquel en que Nicomedes Méndez «viajó una vez a París para ver cómo funcionaba la guillotina». También es curioso el hecho de que fueran ejecutadas cinco mujeres, nombradas en la novela con sus nombres reales y sus delitos correspondientes. El libro contiene una inquietante biografía que, antes de salir a la luz, fue objeto de plagios. Nos lo explica el mismo Salvador García Jiménez: «En mi anterior libro [ensayo No matarás. Célebres verdugos españoles] afirmé que la mujer de Nicomedes se llamaba Alejandra Amor, y así figura en Wikipedia. Es un dato que me han copiado muchos autores. Ahora he descubierto, gracias a un archivo parroquial, que, en realidad, se llamaba Alejandra Barriuso. Él le llevaba 18 años de diferencia cuando se casaron, y eso es algo significativo, pero no es lo único...». Estas palabras y, por supuesto, la cantidad de datos sorprendentes e insólitos que discurren por la obra, nos dan idea de la exactitud y prodigalidad investigadoras del escritor, usuario, desde siempre, de una prosa rigurosa, fluida y original. Y elegante. La elegancia estilística del autor es redonda, definitiva. Hace fluir la realidad de sus personajes con un estilo impermeable a los anacolutos o a los solecismos. No hay grietas sintácticas en su estilo ni en ninguno de los niveles de sus enunciados. Se trata, pues, de un ensayo-novela de prosa exquisita. Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona es una obra de arte, un compendio de verdades documentales y escrupulosas espléndidamente narradas. No sobra ni una coma ni falta una mínima anécdota en sus páginas. Mantiene vivo el deleite y el horror de quien se sumerge en la curiosidad más periodística y en el estilismo más exigente. Como se ha dicho tantas veces, crea adicción. Creo que abrir las compuertas al caudal de sensaciones de la novela dejará al lector un arañazo de dolorido sentir y de deslumbrante complacencia estética. FER GUTIÉRREZ. HASTA DÓNDE EL DAÑO (RIL, Santiago de Chile/Barcelona, 2024) por BLANCA ESTELA DOMÍNGUEZ UNA CONSCIENCIA ESTREMECIDA DE LUCIDEZ La poesía no es un paraíso de imperturbables regocijos. «La misma mano que amortigua el daño / corta una flor / Zurce / descose / lanza una moneda al aire / cara y cruz» (página 59).
No más anécdota. Ni paisajismo. Ni visión pintoresca de la realidad. Aquí hay ochenta poemas escritos con un profundo sentido de la consciencia humana. De la dignidad. Hasta dónde el daño pone de relieve la Ética. Aquella que pretende descubrir qué hay detrás de la forma de ser y de actuar del ser humano. «¡Qué lejos el hombre del ser humano! / ¡Qué negra la ira! / (alimaña que no pregunta / qué muerte será la última) / ¡qué sorda la violencia! / y las manos que la tienden / cómo de títeres / orquestada existencia / ¡Qué negra la ira! / el hombre/ ¡qué lejos!» (página 14). El hombre qué lejos del hombre, por eso hasta dónde el daño... El primer poema del volumen habla de la muerte y la vida. El poeta se queda en ese punto inmóvil, deteniéndose para percibir la co-presencia de destrucción y germinación, resolviéndose poéticamente en algo que permanece más allá del conflicto. En una huella. En algo que trasciende. En un poema. «Escribí tengo frío / y le prendí fuego al poema» (página 19). Hay que resaltar el trabajo de la edición. Muy cuidado. Con respeto a la distribución que hace el poeta de sus versos. Página 29. 90, 107... Acordémonos que los espacios en el poema son silencios indispensables para interpretar el sentido del texto. Ah, y también una mención al prólogo. Pozo pródigo de sensibilidad y glosa. Firmado por Laura Giordani. «Estamos frente a una escritura poética con vocación de intemperie...», dice. Ahora me recuerdo de un poema del libro anterior del autor. Todos los febreros cada dieciocho. Editado por La Garúa. Barcelona 2020. Poema 10. «Tu habitación es un cuchillo / algún día / dejará de clavar su soledad / en mi costado / hoy no». Me recordé por ese lenguaje depurado y rotundo. A Fer Gutiérrez hay que leerlo. Porque su rostro no surge aislado. Hay cada vez más voces que piden un poco de cordura en estos tiempos convulsos. Él no pide nada, pero lo da todo con sus poemas. «Pregunto hasta dónde el daño / y el bosque entero calla / en medio de ese silencio / el pájaro de la mañana / inicia la esperanza. / Para Blanca» (que soy yo). Es la dedicatoria de mi ejemplar. Gracias, Fer. LOLA LÓPEZ MONDEJAR. INVULNERABLES E INVERTEBRADOS (Anagrama, Barcelona, 2022) por CARLOS GIL GANDÍA Se puede hallar una verdad en la lectura si nos dejamos atormentar y agredir, amar y arropar por el texto, si dejamos de lado al cínico o incrédulo o entusiasta que encontramos en el interior, si buscamos en la lectura adquirir más conocimientos que aseverarnos. Particularmente, en lo que a los paradigmas sociales y modelos económicos hegemónicos se refiere. El libro de Lola López Mondejar hace un análisis del espíritu de los tiempos presentes, diseccionando el volksgeist no de una nación, pero sí (si me permiten extrapolar el término) del sistema cultural-sociológico-neoliberal actual hegemónico imperante en la mayoría de los estados, naciones y culturales del mundo. El ensayo se divide en tres partes que a su vez se dividen en capítulos. De una forma didáctica, reflexiva y empírica, la escritora ofrece un ensayo para entendernos, desde la perspectiva del psicoanálisis, aunque también como lectura política (defensa del Estado del Bienestar, de los proyectos políticos comunes, y en la eliminación del sistema patriarcal, etc.), y con un estilo de Oliver Sacks —también de Freud— por elaborar un ensayo a través de historias clínicas y apoyarse en ellas para recapacitar sobre la cuestión que acontece en el libro, que es la configuración el sujeto e individuo actuales, o al menos, insisto, los hegemónicos, pues hay culturas donde solamente existe el colectivo, no tanto el individuo, como, por ejemplo, los pueblos indígenas: en este caso, los invulnerables e invertebrados de la escritora posiblemente no existen, ya que viven en un sistema alejado de los cánones materiales y psíquicos neoliberales. La autora se apoya en la literatura, el cine, la mitología, en pensadores como Foucault, Freud, Butler y Lacan, y trabajos académicos (la bibliografía utilizada es ingente y muy sugestiva), para desgranarnos las nociones principales que vertebran todo el libro: sujeto, individuo, invertebrados e invulnerables, es decir, un «sujeto sin sujeto que caracteriza la posmodernidad, o modernidad tardía», p. 12. Una reflexión del “yo” posmoderno que quizá ha eliminado el “nosotros” moderno; y para demostrar ese cambio debe hacerse con un análisis, por así decirlo, histórico del “yo”. Para el caso en cuestión, observará el lector la comparativa histórica que López Mondejar expone v.g. con el siglo XIX («fue el siglo de la historia, como expresión de rebeldía de las mujeres», p. 29) y el siglo XXI («las enfermedades de nuestro tiempo son la depresión y el trastorno bipolar», p. 29). El individuo actual, carente de fragilidad y de moral y, por ende, de culpa, torna a la fantasía de invulnerable y de invertebrado, desapareciendo el rasgo de humanidad que consigue la vulnerabilidad y la fragilidad, a favor de un individuo irreflexivo convertido en propio consumidor (ya sea de sexo —modelo Tinder: usar y tirar, denomina Lola López Mondejar—, exceso de comida —la desmesura de la comida, dedica un capítulo en hablar del movimiento en defensa de la obesidad, estimulante y controvertido, siendo de ello consciente la escritora—, o la masculinización sexual-amorosa de las mujeres asumiendo los roles patriarcales quizá sin ser consecuentes de ello). Consiguientemente, la autora constata que el individuo narcisista actual es hijo del propio sistema neoliberal y de la sociedad de consumo (recordemos aquí a Baudrillard), donde confunde deseo por derecho, y el consumo no solamente como ocio sino también como modo de vida, incrementado en este caso la libido del estamento empresarial, para aprovechar ese capital humano que dice convertirse en “empresario de sí mismo” o mettre en valeur.
El individuo que analiza la autora del ensayo ya no ejerce una función social al colectivo, sino una función económica al servicio de sí mismo, al servicio de los individuos producidos por el sistema hegemónico, que evidentemente forman parte de la sociedad, pero no como sujetos-ciudadanos sino como consumidores. Un individuo hueco, en alusión al hombre hueco de T. S. Eliot, en cuyos versos se apoya López Mondéjar para hilar casi todo el ensayo con el sujeto que ella disecciona, y constatando que ha transmutado y transformado por medio de una arqueología alejada de las razones humanistas y social-colectivas, eliminadas por el tribunal del liberal-capitalismo en el orden de la práctica universalización antropológica de sus categorías, entre ellas, la nueva concepción ontológica del ser humano: invulnerables e invertebrados. Al igual que Robert Mangabeira Unger en su libro El despertar del individuo: imaginación y esperanza, la escritora finaliza con un alegato colectivo de modificar nuestro sistema y poniendo de relieve la fragilidad y vulnerabilidad de nuestro ser y estar; sin embargo, al contrario del pensador brasileño, ella no encuentra «demasiados motivos en el pasado para la esperanza». En suma, Invulnerables e invertebrados. Mutaciones antropológicos del sujeto contemporáneo es un apreciable ensayo, magníficamente estructurado y bien escrito, que desgrana reflexivamente la sociedad y su “yo” posmoderno. DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. LOS QUE ESCUCHAN (Candaya, Barcelona, 2023) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Sonidos que se cuelan en el tímpano, vibraciones sonoras transmitidas al yunque desde el martillo, en el oído medio. Se meten dentro, aturden, confunden. Personajes que escuchan esas vibraciones y que dudan, experimentan la inquietud y la perplejidad; agitación, angustia: (...) y empezó a reconocer la sensación de mareo, de vértigo y de pánico que solía acompañar a la aparición de esos sonidos que de vez en cuando se apoderaban de su oído y que solamente él parecía escuchar (...) Toda resonancia se hace carne, condiciona el organismo de los personajes, su modo de estar en esta novela de Diego Sánchez Aguilar [DSA a partir de ahora]. Cuando empecé a leer Los que escuchan sentí que mi aproximación al texto había de operar (esencialmente) desde una perspectiva emocional e incluso corporal, semejante a la que experimenta Ulises en el fragmento entrecomillado más arriba. Incidir en el modo en que la lectura terminaba por afectar mi propio ritmo respiratorio e inducir en mí esas sensaciones que los propios personajes podían padecer: perplejidad, inquietud, agitación, angustia. Vértigo, pánico. Incluso ansiedad como lector. Supe que mi acercamiento al texto no había de ubicarse dentro de los parámetros de la lógica y que el abandono de todo filtro racional se hacía necesario. El abandono si cabe de mi propio cuerpo durante el proceso de lectura. Porque Los que escuchan es una novela que se lee con el cuerpo; es un artefacto ficcional que cartografía la realidad de la conciencia y el modo en que, en la actualidad, la mutilación y fustigamiento sistemático de ésta afecta a los cuerpos, a nuestra salud mental. Los que escuchan es un dispositivo narrativo que mapea la realidad o hace inventario de la psicosis contemporánea; pone en escena una perturbación que, en las páginas de la novela, tiene su origen en el sonido, en ese sonido que no cualquiera tiene la capacidad (o mala fortuna) de escuchar y que obstruye o produce interferencias en la psique de los personajes. Sonido que es puro símbolo. Sonido que no hace falta escuchar para sentir en la propia carne la enajenación e inseguridad propias de nuestra civilización que, queramos o no, muestra signos de agonía y decadencia. Si en Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino (Balduque, 2016) DSA profundizaba en la frustración y en Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2018) se movía en el territorio de la culpa, Los que escuchan es una novela sobre la ansiedad. Y, de algún modo, esa ansiedad se contagia al lector; infecta a los potenciales receptores de la novela. La psicosis de la que habla DSA en este libro es una psicosis extensible al género humano, a todo ser que habite nuestro planeta sin importar credo ni condición u origen; una psicosis global que, a modo de pandemia obstruye nuestro estar aquí y ahora, nuestra calma, los afectos. Tal ansiedad (la que está presente en esta novela) se hace virus verbal a lo largo de la lectura: a partir de cada página que leemos, a través de la exposición a una infección narrativa minuciosamente articulada por su autor y que, como lectores, nos contamina. Cada frase, cada párrafo se articula mediante una meticulosidad casi artificial, alien; cada palabra, cada capítulo penetra nuestro organismo y sedimenta en nuestro interior; el texto opera como microbio o germen en la conciencia lectora que se vuelve cuerpo vapuleado por un narrador inflexible en su deriva verbal, en su retórica implacable. Me aventuro a afirmar que, como lectores, somos organismos violentados por la escritura rigurosa de DSA, organismos violentados por el padecimiento y la enajenación que sufren los personajes a partir de esos sonidos que aturden a Esperanza o a su padre enloquecido; a su familia; al pequeño Andrés y su madre Asunción; a todos aquellos que escuchan más allá de lo que suele alcanzar cualquier mortal. De tal modo, lo que hiere a los personajes se traduce en nuestra experiencia lectora de Los que escuchan a través de un discurso que, de forma irremediable, nos hace vulnerables a través de la palabra, nos mete en el mismo saco que a estos personajes que habitan una ficción que se desliza en el lector como herida, fractura de la conciencia y el cuerpo: de la respiración, del ritmo de sístole y diástole; nos aboca a la misma zozobra y ansiedad a la que se ven expuestos los seres que deambulan por las páginas de este lugar terrible y bellamente inhóspito que es Los que escuchan.
Sí, la ansiedad inflama las páginas de este libro. La ansiedad acaba ocupando incluso nuestro interior; coloniza nuestras emociones. Ahí está la pericia y eficacia de un narrador que parece conocer a la perfección los resortes que hacen posible atosigar al lector, trastornar su estado físico-emocional de forma deliberada y, en consecuencia, abrumarnos, hacernos sentir incómodos a cada página que se estructura de forma obsesiva, metódica. De ahí que el cuerpo (el nuestro) sea el verdadero lector de esta obra, pues su lectura incide directamente en el modo en que nuestro organismo siente. El discurso narrativo modula de forma radical nuestra forma de estar mientras tiene lugar el acto de lectura, un acto de lectura que fluye a través de una escritura objetiva, caligrafiada a través de un bisturí que hace una incisión tras otra en el tejido de nuestra respiración, en la propia piel. El narrador que nos propone este viaje casi orgánico a través de la palabra y la ficción se caracteriza por articular una voz neutra y distante, casi maquinal. Su perspectiva revela con claridad la desaparición del ego igual que si una inteligencia artificial estuviera dictando un discurso despiadado, sin posibilidad de fuga. Los que escuchan es una máquina narrativa que disecciona el mundo que habitamos, la forma en que nuestra especie es abrumada por la depresión o cualquier otro tipo de desequilibrio mental. El narrador es aquí el virus perfecto; actúa en las páginas de esta novela como un bacilo que se inocula a través de la lectura. Sientes Los que escuchan como si a lo largo de su desarrollo resonara el eco del pensamiento de Mark Fisher en torno a nuestra sociedad, en torno a la psicosis. En la novela, depresión y enfermedad mental, trastorno biopolítico y capitalismo se confunden en una amalgama borrosa que obliga al lector a tomar aire, recuperar el aliento que se pierde al finalizar cada uno de sus capítulos (no está de más adentrarse en ellos sin parpadear: dejarse hacer en su progresión inexorable). En Los que escuchan la alucinación sonora se entreteje con la mutación climática y la incomodidad global, un spleen contemporáneo que produce vergüenza, malestar que se extiende como epidemia dentro de nuestra especie. FELIPE SÉRVULO. CÚMULOS DE PLUTONIO (In-VERSO, Barcelona, 2023) por PEDRO ALCARRIA “...que tú no tienes ni cuerpo aunque traes emociones...” Más de una decena de libros ha publicado ya el veterano Felipe Sérvulo, escritor y poeta nacido en Jaén pero residente desde hace décadas en la ciudad de Castelldefels (Barcelona). Una trayectoria con títulos tan importantes como Las noches del sur, Cartografía de la materia, El último vagón, Mil grullas de Origami, o su último trabajo sobre el que me voy a extender en esta pieza, el conmovedor poemario titulado Cúmulos de plutonio. En Cúmulos de plutonio, mediante un breve texto introductorio, Felipe Sérvulo nos sitúa en el aterrador momento histórico acaecido el 6 de agosto de 1945 a las 8:15, cuando la bomba “Little-Boy” estalló a 600 metros sobre la ciudad de Hiroshima (para que el horror no dejara cabos sueltos, la detonación se diseñó a esa altura, de forma que se maximizara el daño y la destrucción de la explosión y la onda expansiva). Lo que hace a continuación Sérvulo es singularizar ese núcleo de dolor en la figura de Sadako Sasaki (Hiroshima 1943-1955), una niña que tenía tan solo dos años cuando la bomba destruyó su infancia y la convirtió en una hibakusha, el nombre con el que se conoce en Japón a los supervivientes de la explosión nuclear. Resistió esa primera embestida la niña Sadako, pero diez años después fue diagnosticada de una leucemia causada por la radiación. Estando en el hospital, conoció la leyenda que asegura que elaborando mil grullas de origami se cumple un deseo. Cuando falleció en 1955, con doce años, había completado 644. Fueron sus seres queridos quienes confeccionaron las restantes y las dispusieron en su tumba. A día de hoy, cerca del epicentro de la explosión, se alza un monumento en su honor, en donde personas venidas de todo el mundo dejan sus grullas. Así lo hizo el propio Felipe Sérvulo en 2019, quien, además de depositar su tributo a Sadako, comenzó a sentir crecer este libro que ahora ve la luz, y con el que parece querer albergar la existencia de Sadako, a modo de amparo o refugio contra el oleaje de la destrucción y el olvido del tiempo. Hablar de Cúmulos de plutonio es referir una dualidad dolorosa. En el centro del poemario está Sadako, y la tierna, fraternal atención con la que Sérvulo reconstruye su memoria. Pero en los márgenes del libro, como en un fuera de plano ominoso está también el monstruo, La Bomba. Todo se desliza inexorablemente hacia ella, todo va hacia ella, habla, canta de ella, de estar al borde de ese segundo, ese momento cero, ese filo de locura sin posibilidad de salvación, esa orilla de lo espantoso. La bomba es quiebre de todo, energía sin forma, caos absurdo, devastación... Y ante todo ello, ¿qué forma podría adoptar la vida, cómo podría encarnarse, renovarse, cómo podría persistirla vida...? La respuesta de Felipe Sérvulo es una sincera invocación a la figura de la niña Sadako, conmovedora por su emotividad simple y directa. Sutileza del verso contra la ruina, vindicación del arte como paliativo contra el daño espiritual que causan los hombres con sus actos. Para acercarse a Sadako, emprende el poeta un viaje que es a la vez interior y físico «sobrevuelo lagunas, arroyos, floresta infinitas, países del norte...». Frente a ese doble tránsito Sadako es lo inmóvil, lo encajado en el recuerdo aunque «Mira cuánto tiempo hace que callaste».
En esa continua voluntad de querer salvar distancias con el otro, hallamos uno de los elementos claves del poemario. Es por ello que el poeta se identifica y encuentra paralelismos en las costumbres y los usos del Japón, en los rezos, en las hileras de cedros que escoltan a los difuntos y que lo devuelven a su infancia jienense. «Mi madre también unía las manos y rezaba al Cristo de la Buena Muerte...». Grullas hechas con palabras son los poemas de Cúmulos de plutonio, en los que Sérvulo conjuga las formas que adopta la pérdida e interpreta los signos oscuros del pasado. Un pasado que le asalta como presagio en trayectos de ida y vuelta entre Japón y Barcelona, o en las noches al abrigo de la evocación de Sadako, imagen ideal de la pureza galvanizada y depurada por el sueño. De modo que aunque siempre retorne como un prurito la alusión a lo abominable: «Tantas risas ahora donde la mañana del horror» esa fertilidad del recuerdo «...que va flotando como si nada pero fecunda» logra que una entereza sabia se sobreponga, un mensaje esperanzador con ritmo leve, con verso contenido, humilde, lleno de comprensión y compasión, con versos que van trabando un libro que es ante todo espacio emocional, pero también un lugar de espiritualidad, sereno como esos haikus que escribían los monjes zen a las puertas de la muerte. Porque el amor nos hace mejores, esa es finalmente la conclusión a la que llega el poemario, ávido de ese elemento humano intangible, mágico, que hace que las personas conecten entre sí y resplandezcan, a pesar de las distancias, el tiempo y la oscuridad que nos amenaza. Señalar también que los poemas de Felipe Sérvulo dicen más de lo que aparece en una primera lectura. La identificación con la niña Sadako le sirve para iluminar otros temas recurrentes en su obra: la nostalgia, el recuerdo, la inocencia y el fin de la misma a manos de una fuerza destructiva que se aproxima implacable. Un elemento recurrente en su lírica es el entendimiento doloroso y tácito de que no se puede vivir en el pasado, un anhelo por el hogar al que no se puede regresar, un lamento por el lugar perdido. Hay algo en la voz poética de Felipe Sérvulo que es atemporal por su antigüedad, por su carga de recuerdos e inquietudes, algo muy humano, un río lento de bondad carente de toda grandilocuencia, sopesando más allá de cualquier jactancia la pregunta básica: qué significa ser humanos «entre tanta orfandad». Felipe Sérvulo se nos entrega en las imágenes y sentimientos de estos poemas, que van calando con sus versos escuetos, labrando lentos sus meandros en que uno imagina también un Japón fuera de plano, con sus colinas salpicadas de templos y santuarios, con los sonidos del verano en las calles, y un rumor de juegos infantiles entre los cerezos... Antes de que el horror los acabe. «¿Adónde irá tanto dolor? Acaso los cúmulos de plutonio hayan sido el horizonte final». Más allá de ese final, más allá de esos cúmulos de plutonio, más allá de la carne doliente, mancillada en la conflagración provocada por hombres sedientos de guerra, un poeta amable, un hombre bueno, va al encuentro de la niña Sadako, a decirle en voz baja que nunca es tarde, a decirle que tenemos la obligación de la generosidad, la tarea de crear la paz, la necesidad de aprender a ser compasivos los unos con los otros. Entre las cenizas radiactivas de Hiroshima crepita un fénix de esperanza, una grulla de piedad, una, cien, mil grullas, un millón... EMILIA CONEJO. DIOS PALPITANDO ENTRE LAS TOMATERAS (Godall, Barcelona, 2023) por JULIO MONTEVERDE UNA SED INTACTA Un ensayo sobre «las diversas formas de acomodar el desbordamiento de lo sublime». Así describe su autora, la poeta Emilia Conejo, este Dios palpitando entre las tomateras, en cuyo centro ha instalado la figura fascinante de Marosa di Giorgio. No es ningún secreto que tras su desaparición en 2004 la importancia de la poeta uruguaya no ha dejado de crecer, hasta el punto de que en la actualidad su obra se cuenta entre las más influyentes del siglo XX en Hispanoamérica, gracias, entre otras cosas, a su indiscutible originalidad. Pues Marosa «no se parece a nadie» (1), como nos recuerda con lucidez la autora de este trabajo. Ahora bien, si esto es sin duda así, ¿qué es lo que define esa singularidad como poeta? Aquello que la separa y la distingue de las hordas... En nuestra opinión, y dejando a un lado ciertas excentricidades de carácter que no son exclusivas de la condición poética y que nunca han aportado valor por sí mismas, lo que define la singularidad de cualquier poeta es una tensión específica que consigue crear, una capacidad para ofrecer algo que sin él no sería posible, que sin su intervención jamás habría llegado a la realidad, pero que una vez manifestado se comprende común, compartible, y en los momentos más fulgurantes incluso imprescindible. Y en el caso de Marosa, este rasgo distintivo es sin duda el mundo que creó a través de sus poemas. Un mundo completo, cerrado, que parece a primera vista un mero escenario pero que no tarda en revelarse como personaje principal. Un lugar cargado de símbolos en el que todo se refleja en todo y se responde creando una especie de estructura de la realidad gracias a la cual cada cosa que adviene, por algún tipo de milagro, encuentra siempre su sitio adecuado. De este modo, cuando leemos un libro como Los papeles salvajes (2), en el que Marosa di Girogio recopiló toda su obra poética, a poco que avanzamos nos vemos invadidos por la sensación de estar una y otra vez frente al mismo poema. Y esto, que podría suponer una condena plenaria para el común de los poetas, tampoco es así en Marosa. Porque lo que llega hasta nosotros es un mundo que vemos alzarse en cada texto. Cada una de sus palabras lo contiene. Cada uno de sus poemas es ese mundo. La poeta no nos habla de él, sino que lo crea en cada ocasión. Por eso, a pesar de ser siempre el mismo, nos arrebata cada vez. Exactamente igual que el acto del amor, una y otra vez culminado y recomenzado cada vez como si fuera nuevo. Aunque tampoco conviene confundirlo todo. En su ensayo, Emilia Conejo afirma que ese mundo tan propio de los poemas de Marosa, el paraíso recurrente de la infancia, la finca familiar con su jardín, naranjos, magnolios, y los seres reales o imaginarios que se internaban en él, tampoco coincide así como así con el lugar histórico en el que la poeta pasó sus primeros años. En realidad, todo parece indicar que es la forma de habitar ese mundo lo que es su paraíso, que se alza sobre el recuerdo de un pasado material e histórico, pero que es mucho más complejo, ya que acoge en su interior toda una forma de existir. En los bellos poemas de Marosa todo ocurre en función de esa experiencia de la infancia, por supuesto, pero si solo se tratase de volver a la niñez la cosa tampoco tendría mayor valor. Lo que diferencia el mundo de Marosa, lo que lo hace singular, es su decidido ambiente onírico y de cuento de hadas, es decir, mítico. Se trata de una mirada que vuelve a las fuentes fundamentales para hablar de la experiencia concreta a través de un conocimiento que es el más antiguo de la especie. Y esa mirada es fundamentalmente poética. La poesía en la que se basan todos los mitos y nos coloca en el umbral de lo maravilloso. Porque este mundo que Marosa delimita, que erige y destruye en cada poema, no es una mera representación literaria. Es mucho más. Lo que palpita en su mundo es un latido material redescubierto como red de relaciones transfiguradas por la acción del amor sobre ellas. Intentaremos explicar de forma más sencilla esta última afirmación por medio de un breve ejemplo. En un punto del libro Emilia hace una acertada comparación de Marosa con las beguinas. Por si alguien lo desconoce, resumiremos que las beguinas fueron las componentes de una serie de congregaciones laicas femeninas que en la Baja Edad Media desarrollaron, al margen de la iglesia oficial, toda una teoría y práctica de la religión católica basada en una mística de la presencia y la inmanencia de la materia como fulguración divina. Y que se expresaron a través de la poesía. Fue aquella una espiritualidad de la inmediatez que, por supuesto, y como pasó con otros movimientos afines como la Hermandad del Libre Espíritu, fue perseguida, prohibida, conducida a la hoguera y al fin, para descanso de los santos varones, olvidada (3). Pero que también dejó algunos testimonios de extraordinario valor. Así, una de las beguinas más influyentes, Hadewijch de Amberes, hablaba en estos términos de la experiencia mística que la movía: Mi yugo es suave, mi carga ligera», nos dice el Amante [...] Toda el agua que saca el deseo La bebe el amor, y no se sacia. Amor exige al amor Más de lo que la inteligencia entiende. (4) Y todo parece indicar que en este caso no se trata ya del archifamoso «Dios es amor», sino más bien de que Dios es el Amor. Porque para las beguinas, Dios no sería tanto un ser como una relación en la que se puede estar, en la que se puede existir; lo que situaría su experiencia mística en el centro de una red de vínculos con la presencia que eliminaría la trascendencia. A partir de ese momento, Dios las atraviesa cuando aman, es ellas mismas amando. De esta forma, Dios es concebido como la relación que une el mundo material, la inmanencia absoluta que, por medio del amor, vuelve sagrada a la materia. De nuevo, una operación esencialmente poética. Y este es sin duda el punto de partida de Marosa que de forma tan brillante nos permite comprender Emilia; un punto de partida que asume de modo general la idea de dios como amor capaz de unificar con su acción el mundo que rodea a la poeta, pero que es tan heterodoxo en los detalles que se coloca en las luminosas corrientes de los márgenes de la historia. Porque en Marosa hay una corriente telúrica muy importante que está unida a fuerzas primigenias de la experiencia humana, y que se manifiesta en ese impulso mítico que pone en juego. Todo su catolicismo —tan erotizado, tan corporal— se entiende en último término como un panteísmo primitivo, druídico, que como tantas veces sucedió en la historia, se «disfrazó» de cristianismo para poder seguir existiendo, o que en todo caso bebió de esas fuentes para, como en el caso de las beguinas, delimitar sus rasgos más característicos. Pero que no es más que eso, un panteísmo salvaje que pervive en una poeta que, como médium, lo percibe en la naturaleza y le da una forma nueva, adaptada a su tiempo. Por supuesto, Marosa hace la trasposición de forma intuitiva, es decir: no cultural, y ese es justo el milagro de su capacidad como poeta. Pero si como vemos la obra de Marosa, a pesar de la engañosa simplicidad con la que se nos presenta en sus poemas, demuestra una complejidad desconcertante, ¿cómo se puede hablar de ella sin reducirla? ¿Cómo es posible adentrarse en este espacio en el que la poesía crea el mundo sin borrarlo? ¿Cómo ha sido posible escribir un libro a su altura? La respuesta, que es en nuestra opinión la que ha articulado Emilia, no por ser simple deja de ser admirable. Se trataría de pagar con la misma moneda. Dice la propia Hadewijch en otro de sus poemas: «Sólo por Amor se gana a Amor» (5). Y en línea con la luminosa coherencia de esta revelación, lo que hace Emilia es hablar de la poesía desde la poesía. Responde a la poesía con más poesía. Y la utiliza para comprender la obra de Marosa, es decir, poniéndola en práctica como herramienta de conocimiento. Por supuesto, se trata de una idea de la poesía lo bastante amplia y esencial como para dar por superado cualquier marco literario o exclusivamente poemático. Como la propia Emilia ha comentado en alguna ocasión: «No una poesía que habla de las cosas, sino que es ya las cosas». Y aquí llegamos, por fin, al núcleo de este libro, su centro radiante por decirlo así. En su poemario De acá, la propia Emilia nos decía: [...] No busquéis a las huríes en otros prados; es acá donde todo explota. Acá donde la vida se cierne sobre cada humano. Acá donde los cerezos copulan con el alabastro. No se escapen. No huya nadie, que la fronda —nos advierte— no canta dos veces. (6) De este modo, es en esa presencia en el mundo, en su habitarlo, donde ocurre lo determinante. Y en nuestra opinión, en este libro Emilia Conejo no hace sino ser fiel a sí misma y a la propia Marosa al responder a las profundas implicaciones que tiene su poesía creando las condiciones para que podamos entrar en su dominio en un mismo tono de afinación. En su libro percibimos una tensa armonía entre sujeto y objeto que nos facilita la comprensión profunda. Y esto es algo que no se produce con facilidad, y para lo que hay que tener un arrojo especial que solo puede obtenerse de las mismas fuentes de lo que pasa. Para entender a Marosa, Emilia habla de sí misma, de ciertos acontecimientos sucedidos en ese lado de acá en los que el lector puede encontrar una clave poética a la altura de las potencias que desencadenan los poemas de Marosa. Y de este modo el mensaje llega hasta nosotros a través de lo inmediato. Se trata aquí de otro nivel de comprensión. De unos fenómenos que explican sin palabras. Que significan sin discurso, y por medio de los cuales Emilia explica a Marosa a partir de su propia vivencia, de ese lado de acá en el que tiene lugar la conjunción de sus palabras, su cuerpo, su memoria, y su presencia. Por último, tan solo apuntar que Emilia, a través de Marosa, pero también más allá de ella, participa de esa religión sin religión de la que hemos hablado más arriba, materializada en ese sentimiento oceánico de contacto con lo infinito al que dedica quizá varias de las mejores páginas de este libro. A este respecto hay una cita del poeta surrealista Robert Desnos que a Emilia le gusta recordar y que ha incluido también en este libro: «Yo no creo en Dios, pero tengo el sentido de lo infinito. No hay nadie más religioso que yo». Y si para nosotros, que tampoco creemos en Dios, el punto de vista de Emilia se revela tan interesante es porque hay en él toda una concepción del esplendor de la materia que se despliega en lo real, y que al hacerlo no reniega jamás del cuerpo, sino que lo pone en valor como única puerta de entrada posible a la unidad recuperada en la experiencia de lo infinito. No obstante, y esto no es una crítica sino un desacuerdo, quizá ese sentimiento oceánico no necesite remitirse a ninguna religión para existir, y sea posible recuperarlo y reconstruirlo sin tener que pasar por una idea cualquiera de religiosidad. Ni siquiera como ausencia. Lo religioso es una superestructura que se añade a ese sentimiento, pero nada nos impide dejarla atrás para crear otra más acorde con nuestros deseos. Para eso tenemos la poesía. Dicho esto, es necesario también dejar claro que la idea de Emilia está basada una concepción de la mística como presencia del cuerpo en el mundo que actualiza una tradición específica y profundamente femenina, tan necesaria en el tiempo de volatilización en el que vivimos y que sin duda continuará desplegándose para ofrecer asideros contra la época. Incluso para aquellos que sostenemos la necesidad del ateísmo, el valor de esta perspectiva es indiscutible. Porque esa creación del mundo material a través de la poesía de la que habla Emilia en las páginas finales de este libro es algo que nos vincula a todos los lectores a través de esa misma «sed intacta» (7) que lo generó con el objetivo manifiesto de renovar la fe en el más de acá. (1) Emilia Conejo, Dios palpitando entre las tomateras, Godall, Barcelona, 2023, pág. 207.
(2) Marosa di Giorgio, Los papeles salvajes, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2013. (3) Para una exposición detallada de estos movimientos y su importancia, véase: Norman Cohn, En pos del milenio. Revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media, Pepitas, Logroño, 2014. (4) Hadewijch de Amberes, El lenguaje del deseo, Trotta, Madrid, 1999, pág. 76. (5) Ibidem, pág. 99. (6) Emilia Conejo, De acá, Godall edicions, Barcelona, 2019, pág. 17. (7) Emilia Conejo, Dios palpitando entre las tomateras, Op. cit., pág. 228. CRISTINA ARAÚJO GÁMIR. MIRA A ESA CHICA (Tusquets, Barcelona, 2023) por JORGE ANDREU CUANDO LA SOCIEDAD CULPABILIZA A LA VÍCTIMA Hay escritores que llegan para quedarse. Afortunadamente, entre tanta masa surge a veces una nueva voz que grita por todas y rasga la actualidad como un cuchillo. Es el caso de Cristina Araújo Gámir, cuya primera novela Mira a esa chica resultó ganadora del Premio Tusquets de Novela 2022. Se trata de una obra de extraordinaria potencia narrativa, con una psicología tan precisa que la indignación es inevitable.
La secuencia inaugural de una chica sentada en un banco al amanecer bien podría servir para cualquier historia de adolescentes que contase cómo se ha divertido aquella noche de fiesta. Pero esta chica no. Miriam no. No se ha divertido. ¿O sí? Miriam Dougan es una joven que al final de su adolescencia se ve sometida a una traumática violación sexual en un portal por parte de cuatro chicos, y lo peor de todo es que ella misma cree haber llegado a esa situación por sus propios medios. El sentimiento de culpa acompañará a la impotencia por el qué dirán, ya que muy pronto sus vecinos, la prensa y el instituto la pondrán en cuestión hasta hacerla dudar de su testimonio. En este sentido, resulta esclarecedor —y sobradamente acertado— el tono narrativo de una voz que tutea a la protagonista y le reprocha sus errores, sobre todo en la primera mitad de la historia, cuando Miriam es una adolescente acomplejada que se enfrenta a sus miedos haciéndose un tatuaje, tiñéndose el pelo y flirteando con chicos. Alternamente la omnisciencia de la tercera persona ofrece las visiones del círculo de relaciones de Miriam: su amiga Vix, el guapísimo Jordan, su vecino y confidente Lukas, así como las enemigas Paola y Tallie, que cambian de plano como si la cámara las enfocara en los momentos más cruciales de la trama. Sin dejar de lado, por supuesto, a los violadores, quienes, cada cual a su modo, prestan testimonio ante el tribunal para explicar cómo fueron los acontecimientos. Entre ambas líneas se dibuja un personaje hacia el que sentimos una empatía que puede variar en el transcurso de la narración. Y no es para menos, pues si cualquier historia sobre una violación hubiese sido sometida al juicio de la narradora, lo que la convertiría en una novela panfletaria, aquí no encontrará el lector ninguna opinión que lo sitúe claramente a favor de Miriam. Por eso Cristina Araújo pone las cartas sobre la mesa en una jugada maestra que enfrenta los puntos de vista de la víctima y el verdugo, estudiando con gran hondura psicológica la culpabilidad de Miriam, los matices de su nueva vida tras la agresión y las reacciones de quienes la rodean una vez conocida la noticia. Porque donde los agresores pusieron la mano, antes la víctima había puesto una insinuación. Y de todos es sabido que no siempre el «no» implica una negativa: eso parece demostrar la doble visión de todo el elenco de personajes, de la que algunos pretenden desmarcarse pero en la que todos entran en juego. Miriam Dougan vivirá el comienzo de su carrera universitaria con el lastre de haber sido la chica gorda, luego la chica que flirteaba con los chicos y por último «la chica de los abusos». Inocente o culpable, la sociedad juzga según la opinión pública, que en nada la favorece mientras ella intenta convencerse de cuál fue la verdad. Una novela poderosamente escrita, con un tono afilado al que no le sobran imágenes precisas —baste recordar la pantalla del móvil rota tras la agresión— que toca de cerca uno de los mayores problemas de nuestra época: la violencia machista, que en demasiadas ocasiones pasa por el filtro de una opinión pública todavía enfrascada en un prejuicio sobre ellas. Porque «la realidad se desdobla en desenlaces alternativos». Por eso, por la valentía de esta novela, por el entramado narrativo y las contradicciones de los personajes que ofrecen un fresco de nuestra sociedad, si hay autores que llegan para quedarse, Cristina Araújo Gámir es un claro ejemplo. Cuánta fuerza nos quedará por leer de su puño, de su letra. CARLOS MARZAL. EUFORIA (Tusquets, Barcelona, 2023 por PEDRO GARCÍA CUETO EL GOCE DE VIVIR Carlos Marzal ha tenido un largo silencio desde su último libro Ánima mía, publicado en el año 2009, pero nunca hay silencio, sino construcción de una obra que se gesta en el interior. Opino que todo poeta va creando en la reflexión, la meditación de un libro no escrito, pero que está surgiendo continuamente. Él ha publicado novelas, ensayos, pero la poesía llega y es un arrebato, llama a la puerta y debes invitarla. Para un ensayo puede haber una predisposición, un afán de investigar a un autor, una crítica también e incluso la novela se va tejiendo con un buen comienzo, con un deseo de ir más allá, pero el poema es anunciación, como nos diría el maestro Lostalé.
También el poeta valenciano, como lector, va creando el poema desde la lectura, porque así nace ese texto inédito y escrito dentro. Brines lo decía muy bien, escribimos para que alguien nos lea y escriba su propio poema. Euforia es un canto a la vida desde la niñez, en un diálogo con el niño que fuimos para preguntarle cómo está con el paso del tiempo. Dice: «Aún sigo en mi niñez, / y soy adulto / al viejo que seré le hablo muy joven». Porque el niño se perpetúa en los gestos de su hijo cuando lo ve jugar al fútbol, cuando se asombra del crecimiento de la Naturaleza. Somos infancia de nuevo, cuando contemplamos la vida de verdad, en su florecer, cuando paseamos ante el edén de un paisaje que nos reconcilia con nuestra primera mirada. Y es esa visión como un primer lenguaje que es también el acto de escribir: comunicarnos con quien nos acompaña cada día, ese inocente que nos ve en el espejo mayores, hasta que cerramos los ojos. En ‘La madurez’ hay un Marzal pleno de vitalismo que dice: «me encuentro / en un perpetuo estado de ignorancia / tratando de escuchar / en mí, a quien supo: / el niño que yo fui sueña a salvarme». Y todo ello me recuerda a Ánima mía cuando en el poema ‘Alacridad’, que significa alegría, se vierte en ese goce capital: «No consiste en euforia lo que siento. / No es la fuerza mayor / de la alegría / el solo sin porqué / del jubiloso». Esa alacridad es la vida, sentir su pulsión al despertarse, por ello la euforia, esa forma de decir sí a la existencia: «En el alba / del alma, / completa alacridad de estar viviendo». Si Brines ve en Donde muere la muerte a sus padres y, ya en los límites del tiempo, se recuerda niño, Marzal sabe que el niño se eterniza. La llama de escribir como canto puro y noble a la presencia. Hay euforia porque, aunque a veces creamos que no vivimos, estar, habitar, ya es un don, un premio con el que deleitarse absolutamente. ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA. EN EL CUERPO DEL MUNDO (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2023) por PEDRO GARCÍA CUETO Andrés Sánchez Robayna, es un escritor cuyo pulso emocional palpita en cada página, en el espacio en blanco que llena la luminosidad del lenguaje, su trascendencia. En el cuerpo del mundo abarca su obra lírica completa porque el vate ya tiene una carrera sólida, una arquitectura del lenguaje centrada en la creación como leit motiv. Del libro Día de aire (1970), surge el poema homónimo cuando dice: «Naces, y es un presentimiento, / como el presentimiento de la luz / cuando sales del sueño. La mañana / sobre los médanos te llama / a la busca del aire, al domino del sol». Y es el mar un lienzo donde Robayna esculpe el idioma como el que crea figuras de arena que no se borran al estallar el agua en la orilla. Desde su Canarias natal, nace un poeta que respira luz por los poros. De su siguiente libro, Clima (1972-1976), dirá en ‘Escena’: «Cerca del mar / visible, divisado, / el intenso ramaje que corta / la luz en delgados sentidos; / allí, / brillante y negro, / cae mi ropaje. / En lo alto, el toque / de hojas en el vacío / del aire / suena / sobre el silencio». Porque lo oscuro penetra en el silencio de la Naturaleza, la belleza transgrede los espacios, les da cuerpo y alumbran el mundo. Mientras tanto, el ser humano perece en un sinsentido que continúa y el poeta lo contempla en su extensión inabarcable. Llamean entonces los perfiles del mar que se convierten en olas que se rizan. De Clima y en la línea ascendente de su peregrinar natural, el poeta escribe que el sol se calca en nosotros, nos ilumina, abriéndonos así al hombre creador, que ve más, porque todo lo convierte en poema; así en los versos de ‘Arena espejo fuego’: «Al arenal descienden faldas llameantes. / Si el sol es la medida de esa huella / humana / (pasos que descendieron lentamente / trozos harapos vestiduras / en llamas) / también el hombre es luz. / Las rocas huyen hasta el sol ya ciego». Y es el sol quien nos alumbra, hasta las rocas cobran vida y se personifican a la llegada del astro. El poeta canario sabe que el paisaje rasga el tiempo, es una honda huella en la mirada, cincela la palabra hasta convertirla en una estatua de sal. Del libro Tinta (1978-1979) escribe minuciosos poemas en prosa, donde moldea la lengua cenital. Dice en ‘El vaso de agua’: «El vaso no es una medida. El vaso en pleno mediodía. El vaso es de un cristal ligero, muy delgado, delicadeza medida, estancia bajo el sol. El vaso de agua es un ensayo de quietud». El líquido elemento es la vida que respira por los cuatro costados del ser, la necesidad de la paz en un mundo de ruidos, el encuentro con la Naturaleza para vivir al fin, sin que la existencia sea simulacro nada más. En La roca (1980-1981) el bardo afortunado canta: «negro tranquilo de la forma: / las lisas aristas fluyeron / calma fluida lisa negra / soledad entera de la forma». La roca, como nos dijo Darío, ya no siente, pero para Robayna la roca fluye en su horizonte oscuro, porque se enfrenta al mar y resiste, como el ser humano en su azarosa vida hacia ninguna parte. Y en ‘Palmas’, sobre la losa fría, canta a Fuerteventura, porque las Canarias son el cielo abierto, la quietud de la tarde, el lienzo pintado de un mar sereno. El poema detalla, como si el amanuense descifrase un texto, cabalgase por las palabras, tradujese un idioma recién nacido, nos devolviera al origen del ser: «El sol recorre el muro derruido, / la tarde gira sobre el silencio. / La luz envuelve el oleaje / y rueda con pereza en la colina». Sánchez Robayna pinta el verso, le da colorido, lo entrega a la marea para que sea devorado por las aguas, se da al líquido elemento, como ofrenda hacia la nada.
Y de sus últimos libros, porque hay mucha huella en cada uno de ellos y en este magnífico tomo, quiero destacar el libro Por el gran mar, cuando dice: «La casa familiar bajo las nubes, / la mañana de agosto, el emparrado, / las uvas que colgaban de la luz, / yo era una posesión de la presencia, / el aire traspasaba el cuarto blanco / y la cama guardaba aún la huella / del cuerpo que nacía al alba clara». Este poeta vibra y amanece en cada página. Todo es un renacer en la escritura de Robayna: abre en canal el verso como ofrenda enamorada a un lector que aún cree en la belleza del mundo. Por ello, el título, En el cuerpo del mundo, porque toda la Naturaleza es un cuerpo, que se recorre para hacer el amor apasionadamente con el lenguaje, siempre edénico. |
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