LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ANTONIO COLINAS. LOS CAMINOS DE LA ISLA (Olé, Valencia, 2021) por JUAN LOZANO FELICES Tras un prefacio del propio poeta y un hermoso y lúcido prólogo del antólogo, mucho ni mejor se puede decir de Los caminos de la isla, salvo dar noticia de su aparición. Tras haber publicado la poesía completa del valenciano Rafael Soler, la editorial valenciana Olé publica en su colección Vuelta de tuerca una antología poética del maestro Antonio Colinas dedicada a su poesía de sello mediterráneo, bajo el cuidado y esmero a que nos tiene acostumbrados el también poeta Alfredo Rodríguez. El gran conocimiento y afinidad del antólogo con el mundo de Colinas es aquí otro punto que destacar. Una edición de bellísima factura, con la característica portada troquelada marca de la casa, a manera de pórtico de entrada a mundos por descubrir. Necesario es constatar que, durante el pasado año, Alfredo Rodríguez, guiado por su gusto personal y una sustancial intuición poética, dio a la imprenta tres libros más de primera magnitud: la antología poética de Julio Martínez Mesanza Jinetes de luz en la hora oscura (Ars Poetica); el por ahora último libro de conversaciones con José María Álvarez Antesalas del olvido/Conversaciones en Venezia (Ulises) y la miscelánea de éste último, Tigres en el crepúsculo (Universidad de Valladolid), donde recogía prólogos, conferencias, artículos de prensa, entrevistas... En todo caso, material disperso y de difícil localización que hará las delicias de los paladares más exigentes. Hago esta digresión con la seguridad de que nos encontramos con creaciones concebidas con auténtico esprit de finesse, al margen de los cánones estéticos e ideológicos imperantes. Pero vayamos ya con la antología coliniana que es objeto de esta reseña. La trayectoria poética del leonés Antonio Colinas constituye, desde luego, una de las más sólidas y sugestivas de la poesía española de los últimos cincuenta años. A esta trayectoria poética se unen libros de narrativa, traducciones de referencia de Leopardi y Quasimodo, y un amplísimo catálogo de ensayos entre los que encontramos lúcidos y profundos acercamientos al hecho poético como Del pensamiento inspirado (Junta de Castilla y León), los Tres tratados de armonía (Tusquets), El sentido primero de la palabra poética (Siruela) y el conjunto de entrevistas La plenitud consciente (Verbum), recogidas y prologadas por Alfredo Rodríguez. Todo ello sin contar la multitud de estudios críticos y tesis que ha ido generando su obra durante años. Los cambios de residencia de Antonio Colinas parecen corresponderse con su trayectoria intelectual, poética y vital. No en vano, Colinas concibe la poesía como «un modo de ser y una vía de conocimiento». El poder de la palabra para adentrarse en una cosmovisión que se nutre de lo cósmico y lo íntimo para darnos una realidad más plena y consciente. La relación de Colinas con Ibiza viene de lejos. El poeta residió en la isla desde octubre de 1977 hasta 1998, en que se instala en Salamanca, aunque sigue pasando los veranos en su casa de Can Furnet. Previamente a su estancia en Ibiza, Colinas había ejercido como profesor invitado y lector de español en las universidades de Bérgamo y Milán y, a su regreso, se había afincado en Madrid coincidiendo con los años de la transición política. La experiencia estética que supone su estancia en Italia, donde permanece cuatro años, dará como fruto poético más logrado, el inmarcesible Sepulcro en Tarquinia. El afincamiento en el interior de Ibiza equivale a un nuevo renacer. Como él mismo ha dicho, «las vivencias italianas se diluyen y purifican en las vivencias del ámbito mediterráneo». Durante su estancia de más de veinte años en ella, la isla se convierte en espacio esencial y autosuficiente. No será ajeno a este proceso la inmersión entonces en la obra de Jung, de Mircea Eliade, de María Zambrano y en el pensamiento oriental. Rilke y Bach, siempre presentes. Astrolabio será el primer poemario que publique durante su estancia en Ibiza, una suerte de intersección entre su espacio originario, mesetario, y el mundo mediterráneo. Desde esa perspectiva, Astrolabio tiene carácter fundacional y viene a representar un punto de inflexión en su poética. Su poesía parece volverse más despojada y esencial, más meditativa, con una mirada más elemental y una dicción más dúctil. La antología se abre con poemas pertenecientes a Astrolabio (1979) y llega hasta En los prados sembrados de ojos (2020), pasando por libros definitivos en la trayectoria del poeta como Noche más allá de la noche (1983), Jardín de Orfeo (1988), Los silencios del fuego (1992) y Canciones para una música silente (2014).
Es la de Colinas en este libro, una poética de la noche astral, donde lo infinito se descubre a través del hombre mismo. Una poética de un melos penetrante y radical, donde se da la imbricación entre lo local y lo mítico de la que hablaba Seamus Heaney. Su poesía no es ajena a lo estrictamente geográfico, pero intuimos que, bajo los topónimos y los localismos hay una corriente subterránea, vetas que se adentran en un conocimiento antiguo. Los caminos de la isla son físicos y también son simbólicos. Los puntos cardinales devienen puntos emocionales que conectan a nivel simbólico con verdades profundas, «el murmullo indecible de un tiempo que no muere» como dirá en su poema ‘Excavación’. No pretende Colinas descubrir el Mediterráneo, más bien podríamos decir que el Mediterráneo se descubre en su interior como antes lo había hecho en poetas como Hölderlin, Rilke, Espriu, Seferis o Gil-Albert. Como mantiene el poeta en el breve pero revelador prefacio, el motivo primordial de los poemas que aquí aparecen es ponerse en sintonía con el espíritu vivificador. El poeta busca la esencia, la experiencia del hombre enfrentado a fuerzas originarias y lo hace a través de un código representativo-simbólico que queda inmarcesiblemente irradiado en su poética. Como bien dice el propio Colinas en una entrevista que le hace el también poeta José Luis Puerto, «No es la carga erudita, historiográfica de esas culturas la que me ha interesado, sino sus descubrimientos esenciales, fijados en mitos y en símbolos». El mito y sus símbolos como lenguaje universal. A las de la noche y la piedra se une ahora, en reveladora triada simbólica que vertebra su poética, la luz, «el más elevado símbolo de este mar». Como mantiene José Enrique Martínez Fernández en su introducción a En la luz respirada, «el pensamiento poético de Colinas es, esencialmente, un pensamiento simbólico» y, citando nuevamente a José Luis Puerto, los elementos simbólicos potencian su obra como poesía del conocimiento. También nos hablará el propio poeta de los símbolos imperecederos de la tradición grecolatina: la luz, el bosque, la nave, la fuente, el mar, las aves... Y la fuerza de los mitos, que explican los recovecos más decisivos del ser humano. No es Los caminos de la isla una antología al uso de toda la trayectoria poética de un autor. Es lo que podríamos llamar una antología temática, en este caso en torno a un espacio. Alfredo Rodríguez ya había escogido este formato para la antología El vaho de Dios (Renacimiento) que recogía los poemas venecianos de José María Álvarez. En esta ocasión, Rodríguez conforma una antología de Antonio Colinas nucleada en torno a los poemas que tienen como inspiración la isla de Ibiza, excluyendo los aforismos y pensamientos poéticos recogidos en los dos primeros tratados de armonía, escritos paralelamente a su obra poética, en la isla. Tampoco podemos considerar Los caminos de la isla como una simple reelaboración de libros anteriores. Al seleccionar los poemas y volcarlos nuevamente, sin secesiones ni epígrafes, lo que hace Rodríguez es dotar a Los caminos de la isla de un corpus orgánico nuevo y unitario. Unidad que deviene de la misma entraña del poema, de manera que estamos ante un libro de gran hondura y voltaje, que se puede leer desgajado del resto de la obra coliniana y bajo una nueva luz, como si fuera un libro nuevo.
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ARTURO BORRA. DESDE LEJOS (Eolas, León, 2020) por ALBERTO CUBERO EL LENGUAJE, EL OTRO Y EL OTRO DEL LENGUAJE escribir no va a disipar la noche / donde un brillo / extemporáneo / insiste desde lejos / partimos / hacia la asfixia Son versos pertenecientes a Desde lejos, el más que interesante poemario de Arturo Borra. Versos que resultan, en mi opinión, paradigmáticos de la obra. La noche y su insistencia, la asfixia con la que todos hemos de lidiar, especialmente los más desfavorecidos, la palabra con su aliento y sus rejas, la lejanía en la que ubicamos al repudiado, pero también la lejanía que constituye a todo ser humano respecto a su propio núcleo. Y, a pesar de todo lo anterior, la esperanza, que aparece a lo largo del libro como ese brillo extemporáneo, pero que uno tiene la sensación de que palpita constantemente en sus páginas. Desde lejos es un poemario caleidoscópico en el que se entrecruzan una incesante indagación en los límites y posibilidades del lenguaje, el extrañamiento ante la existencia, ante el maravilloso e incomprensible hecho de vivir, pero también ante el hecho de dejar morir al otro con la indiferencia de la que sólo es capaz el ser humano. Se entrecruzan, también, las pérdidas —incluyendo la insondable pérdida de la inocencia— y la memoria, el deseo y el miedo, esas dos farragosas caras de una misma moneda. En esta encrucijada el lector encuentra una multiplicidad de sendas por las que transitar, eso sí, sin salir indemne de ello, tal es la tensión significante que genera, en palabras de Octavio Paz, este organismo verbal generador de silencio que es Desde lejos. Sí, los poemas de Borra generan ese silencio que únicamente puede proponer la palabra que nos deja al borde de una visión, un desplazamiento emocional o la creación de nuevas hendiduras en el imaginario. Escribe Arturo Borra en el poema que abre el libro: retornar a la extrañeza / al filo horadado de las cosas sostenerse en la cuerda floja: funámbulo en el borde del sentido desde ese asombro / mirar de nuevo Y en el segundo poema: yo no sé quién sabe qué y yo no sé / y vos no sabés / quién sabe VIVIR Ya en estos primeros poemas, el autor nos dona hondura y una afilada intuición, características propias de la poesía con mayúsculas, expresión que, sin duda, resulta una suerte de pleonasmo. Jugando con el conocido aserto de André Breton, la poesía o es convulsa o difícilmente podremos nombrarla como poesía. En efecto, esa convulsión se da en el poemario en diferentes planos, entre otros: El lenguaje como dádiva, pero también como condena, proyectada ésta en la imposibilidad de una comunicación plena, es más, en una lucha de la palabra con lo impronunciable en el intento de que éste se revele y pierda su condición.
La falta como condición inherente a la existencia y como generadora de ese deseo que se constituye en motor e inecuación del sujeto. La espera de lo ignoto, pero también su búsqueda y la riqueza de lo que se recoge en el camino, en pos de un no-lugar. El otro como referencia ineludible, la responsabilidad como sujetos que tenemos hacia nosotros mismos y con la alteridad, con ese otro que nos habita (este yo gobernado por lo que no conoce, escribe Borra) y con el otro que nos interpela desde afuera, el radicalmente otro que tanto temor parece generarnos. Responsabilidad, pues, con lo que nos habita y con lo que nos rodea. Escuchemos, de nuevo, al autor: también sos parte de la fábrica que tritura los cuerpos / daña el aire / rompesueños / traga oxígeno mientras los sumideros se secan sin más promesa que el agua fluyendo. Funambulismo y esperanza confluyen en este bosque lingüístico en el que no todo es espesura: se abren claros por los que se aventuran a entrar fragmentos de horizonte. Por entre ese léxico que nos evoca la indeterminación existencial, lo inaprensible del instante, la fragilidad de la memoria (ceniza, sombra, aullido, espectros, abismo, vacío —término este en el que incide el autor a lo largo de la obra—), se cuelan, como el rocío en el desperezar del sueño, la promesa, el deseo, la apertura, la dicha, el florecimiento, en fin, el brotar de la esperanza: vamos hacia lo desconocido / donde siguen brotando promesas, podemos leer en el poema titulado ‘En el umbral’. Y prosigue: miramos afuera / esperando una llegada en el umbral / que nunca sucede, de la misma manera que Godot nunca llegó, por mucho que Vladimir y Estragon lo esperaran, al tratarse, acaso, del fantasma del porvenir. O bien en este otro poema, titulado ‘Borde’, donde se intensifica el contraste entre intemperie y deriva, por un lado, y esperanza por el otro: lejos de las chozas / donde el naufragio / acontece cada día / ser en otra parte / río abajo / superviviente de la dicha / que abraza esta tierra de nadie / en la que somos. Y finaliza el poema así: en la orilla donde alguien florece / contra todo. Sea así. Que continúen floreciendo el milagro de las manos extendidas hacia el otro, los recovecos donde emerge la sed de la mirada atenta, de la atenta escucha, el ser humano dispuesto a ser más humano y a reinventar la parábola de las ausencias. ABRAHAM GUERRERO TENORIO. TODA LA VIOLENCIA (Rialp, Madrid, 2021) por ÁLVARO GIMÉNEZ GARCÍA A veces, uno tiene la suerte de encontrarse en su camino con creaciones artísticas que sirven como radiografía de una generación y de una época. A veces, uno lee esas creaciones y se identifica tanto con ellas que piensa, ilusoriamente claro, que podría haberlas escrito él porque reflejan sensaciones y experiencias tan ciertas que lo difícil era no plasmarlas en un libro, en una película o en un cuadro. Estos sentimientos que conforman la plena recepción de la obra artística son los que podemos sentir al leer el poemario Toda la violencia de Abraham Guerrero Tenorio. Conocí la obra de Guerrero Tenorio de forma accidental, a partir de un poema, ‘B2’, que reúne la esencia de todo el poemario. Con ese tono de imperativo paternal («Aprende») con el que se inicia este poema y varios más del libro, Abraham Guerrero describe hábilmente el papel de su generación, esa que, nacida en los cada vez más añorados y lejanos ochenta, oye, de lejos, los ecos de la dictadura y se zambulle en los cantos de sirena que los noventa y la primera década del siglo XXI empiezan a diseminar entre una población joven ansiosa de disfrute, modernidad y prosperidad económica. Sin embargo, a poco que transitamos el poema, el tono va transformándose y nos ofrece la realidad que esta generación se ha encontrado en los últimos diez años. Lo que parecía gozo infinito empieza a mostrar su verdadera imagen y a desmontarse. El utópico mundo de los jóvenes de clase media, forjado a base de formación académica perenne, deviene en un mundo que, paradójicamente, es peor que el de sus padres (esforzados “patrocinadores” del ilusionante futuro de su descendencia). El final de ‘B2’ así lo indica, con ese plural inclusivo y resignado («Comprendimos») que nos da otra clave de esta generación: la asunción de su derrota. No la rebeldía, no la lucha, sino la certeza de que no hay otra salida que no sea asumir y resistir estoicamente: Y comprendimos, además, que una segunda lengua es un exilio irremediable hacia el silencio. No es banal esa palabra que cierra el poema. El silencio es uno de los vocablos que puebla con mayor frecuencia los poemas de Toda la violencia, advirtiéndonos de que es la fútil arma que les queda a quienes, como el poeta, han dejado atrás sus raíces, sus comodidades heredadas y su universo adolescente, para emigrar al mundo de las oportunidades y la competencia donde, al final, les espera el fracaso colectivo. Ahora nos sueltan los lobos de una palabra: emprender. que no es verbo, sino colmillo, que no es vocablo, sino herida. ‘Predictor’ La sensación de pérdida y resignación atraviesa todo el poemario, distribuida en cinco partes enumeradas comúnmente con la palabra violencia. El lector ve, en todas ellas, la misma estrategia argumentativa que encontramos en ‘B2’. El poeta, situado en la atalaya de las experiencias vividas, se erige como un espejo de dos caras que se oponen. De una, refleja ese mundo que le ha antecedido, el de los padres que con «el sueño asido a las pestañas» lavan «sus dientes con furia» (poema ‘Barro’) en el silencio de la noche por un único ideal: que sus hijos tengan una existencia más cómoda y próspera. Nuestros padres nos ofrecieron las incontables ventajas de ser de la clase media: la universidad a cómodos plazos, un coche de segunda mano, dinero para el alquiler. ‘Ofrenda’ De la otra cara, sin embargo, la imagen que se refleja no puede ser más antitética y desoladora. La cara B de las esperanzas de los padres es una generación que ha invertido mucho tiempo en distanciarse de su origen por un Santo Grial que deviene en la nada. Una nada que no es solamente económica y social, sino que ahonda en las expectativas vitales de quienes, como el poeta, ven avanzar los años y pasar las oportunidades. Lo refleja así al hablar de las esperanzas de ser padres, obstaculizadas continuamente por un entorno hostil y coercitivo: Mientras todos recogen hablan de sus trabajos ideales, muy bien remunerados, del destino perfecto para las vacaciones, de ampliar la familia, y Marian los escucha sonriendo con los ojos y se acaricia el vientre vacío disimuladamente. Yo, mientras tanto, busco en internet noticias de aquel premio de provincias (...) con el que espero ayudar a pagar el alquiler. ‘Sobremesa’ La referencia al universo de la escritura, la cuarta violencia del poemario, abre la única brecha de esperanza, tenue eso sí, en el tono resignado del poemario. Concebida como «la boca de un tigre», la poesía, y por extensión la escritura, se ofrece como alternativa a un mundo que no cesa de imponer obligaciones y que nos aboca a la frustración: Frente a este mar de invierno donde la niebla se dispersa sobre el verde y azul del agua, no evito imaginar que la violenta agitación de las olas son los ojos de Borges que me reclaman angustiados por no poder dormir. Entonces (...) me desvisto, me sumerjo en el agua y acaricio su insomnio. ‘Los ojos de Borges’ Sin embargo, como hemos dicho, es una rendija muy tenue, casi invisible, que no borra en el lector la sensación de desolación ante la realidad que el poeta (su generación) tiene que habitar, tan opuesta a la que se suponía les estaba destinada. La derrota es mayor si cabe cuando, además, se proyecta hacia el futuro, lleno de incertidumbres todavía más desasosegantes. El poeta, portavoz de su generación, teme por la visión que de él tengan sus descendientes (si es que llega a tenerlos): Así temo que me vean mis hijos al otro lado de la puerta. ‘Herencia’ La imagen ilustra muy bien ese temor, no solo por las dudas de la visión futura que de él se tendrá, sino por la separación, la distancia y la frialdad que marca el símbolo de la puerta entre él y quienes le sucedan. Unido a ello, el mayor temor que alberga el escritor queda expuesto en el último poema, ‘Ofrenda’. Con una impecable construcción degradativa, el poeta dibuja magistralmente lo que ha sido su existencia pasada, lo que es la presente y lo que teme que será la futura. De la opulencia afectiva y protectora de las generaciones anteriores, la suya, la que salía a conquistar el mundo con la bandera de la preparación y la modernidad, «la estirpe de padres sin hijos», solo puede ofrecer desilusión, vacío, nada. Nosotros, estirpe de padres sin hijos, ofrecemos nuestras manos vacías. ‘Ofrenda’ Ese adjetivo final resume el principal activo del poemario y un fiel reflejo de parte de nuestra sociedad actual: generaciones llenas de expectativas que han derivado en un vacío absoluto e irremediable que Abraham Guerrero cartografía con maestría para extraer un mensaje existencialista: a nuestro alrededor impera la violencia. Solo nos queda resistir, pero como ejercicio de supervivencia que, difícilmente, podrá cambiar el mundo. * "Toda la violencia" ha conseguido el Premio Adonais 2020 y el Premio Ojo Crítico de RNE en 2021
FERNANDA MELCHOR. PÁRADAIS (Random House, Barcelona, 2021) por JAVIER PÉREZ La novela de Fernanda Melchor expone con intensidad la violenta frustración de dos jóvenes insatisfechos, pero elude tras su narración los crímenes perpetrados por la impunidad lograda desde las estancias de poder. El narrador corre por la conciencia del protagonista, que enlaza pensamientos de inconformidad con su infortunio. Esa cadencia, sin muchas pausas e hilvanada con rapidez, infunde nihilismo e indolencia. A la resuelta dinámica de una historia inquietante se une la jerga local, que dota de fuerza y autenticidad al relato. Este toma un tono coloquial convincente y consigue la risa con alguna irreverencia. Con todo, la historia de insatisfacción de los deseos de los personajes y el conflicto entre ellos rehuye la violencia estructural que tiene sus causas en las mismas instituciones del Estado mejicano. El argumento se reduce a la miserable vida del joven Polo, quien, hundido en un pobre y humillante destino, interviene en un crimen fatal. El muchacho adolescente, jardinero explotado al servicio de una ciudadela lujosa de Veracruz (Sur de México), busca evadirse de su mala fortuna. Desea escapar de Progreso, barriada pobre donde vive y sufre: la constante reprimenda de su madre; la falta de su abuelo fallecido; el cambio de carácter de su primo tras salvar el pellejo en una banda; o la amenaza que supone su prima embarazada, quien puede atribuirle la paternidad. Las aspiraciones de escapar del joven se centran en alcanzar una oportunidad para entrar en una banda de narcotraficantes. Mientras pasan sus días hastiado por su fracaso, evade sus miedos y situación a base de tabaco y aguardiente de caña en compañía de un vecino de la residencia, Franco. “El gordo”, como le llama Polo, es un niño consentido por sus abuelos que invita a fumar y a beber al protagonista. Este, de clase inferior, se presta a escuchar las obsesiones de “el gordo”, que se masturba y fantasea con la vecina hasta desear violarla. Los conflictos y deseos de ambos jóvenes resultan indignos y obscenos. De ellos subyace el envilecimiento de la sociedad y la corrupción moral de los herederos de tanta violencia; una realidad extrapolable, probablemente, a otras latitudes latinoamericanas. La verdad poética y emocional, es decir, la verdad condesada en su forma e historia, se reduce al lenguaje coloquial lleno de desprecios y a los turbadores horizontes de ambos adolescentes. Ahora bien, las soluciones violentas que los personajes encuentran para resolver sus dilemas no desentrañan las causas estructurales de esa realidad extremamente violenta. A veces, en ficción importa más cómo se organiza un todo coherente que el qué se cuenta. Ahora bien, cuando una ficción es verosímil las reglas de la historia están construidas de acuerdo al mundo real objetivo. Toda ficción puede ofrecer claves que desentrañen parte del espíritu del ser humano y, si cuenta con ese componente de verosimilitud, sus representaciones del mundo real, presumiblemente, apuntan a revelar una problemática de lo social. En Páradais no se ve mucho de lo que hay debajo, pese a que una de las pretensiones de la escritora sea mostrar las causas estructurales de la violencia (1). Si el tema principal es la violencia, la violencia contra la mujer y el desprecio por la vida, en definitiva, la violencia en general tomada como respuesta a la carencia afectiva y la disconformidad personal, la novela olvida las causas de esa violencia estructural que reina en México por décadas y se prolonga por la impunidad. El deseo de ambos protagonistas sí trasluce un punto esencial de su conciencia, que no es otro que dominar por medio de la fuerza, la coacción o el abuso, lo que ellos justifican conforme a sus esperanzas. Tal ánimo refleja la perversión de parte de una generación que ha depravado las costumbres siguiendo el modelo de poder. Seguramente esa conciencia inspire multitud de crímenes, pero los crímenes de la novela son inducidos con un punto de irreflexión a sabiendas de que no gozarán de impunidad. En cambio, los crímenes de poder que se viven a diario en decenas de ciudades mexicanas tienen su móvil en la misma impunidad. Los crímenes impunes son fundamentalmente concebidos desde una condición social que los protege, porque los culpables, desde su atalaya de poder, ejercen una violencia que ellos mismos se encargan en indultar. No habrá impunidad para esos muchachos depravados, a diferencia de lo que pasa con la minoría responsable de la violencia en el día a día en decenas de ciudades de México, pues tanto poder acumulan que son intocables. Sucede así con el narcotráfico, que ejerce ese poder de facto porque lo tiene y se organiza con otros poderes igualmente responsables. El término ‘crimen organizado’ se emplea con cierto disimulo, lo que tal vez oculte quién compra o vende la impunidad. Solo quien paga cuenta con la licencia para matar sin penalidad, o para elaborar coartadas de gran difusión. El amparo nace de las instituciones estatales: las policiales, judiciales, políticas... En connivencia con medios de comunicación. Otro libro, El minotauro en Alcasser. Crimen sádico, voluntad de poder y feminismo de Estado de Antonio Hidalgo, trata esa violencia estructural, los crímenes con sadismo y contra la mujer. En su primer acto, escena novena, “La ciudad de los Horrores”, expone la sistemática relación entre una minoría que comete los horribles crímenes y el aparato de Estado encargado en encubrir a sus responsables y fabricar falsos culpables. Para mayor vergüenza, las víctimas sirven a los intereses estratégicos del Estado que pide aumentar la cuenta de policías, jueces y políticos. En la ficción de Páradais esos muchachos son los victimarios por una conciencia extremadamente violenta y una falta de educación en valores. En la realidad esos crímenes son castigados por las autoridades. En cambio, los crímenes seriales con señas de sadismo quedan impunes precisamente porque el Estado está implicado. La novela de Fernanda Melchor emociona con su poética, pero omite las causas de la violencia sádica y sistemática. VÍCTOR M. DÍEZ. LA TAREA CONTRARIA (Liliputienses, Isla de San Borondón, 2021) por SEBASTIÁN MONDÉJAR DESCASCARANDO EL TIEMPO DE LAS NUECES La realidad hay que dejarla que vuele, que se traslade al más allá, para que pueda regresar con su carga poética. Pero también puede internarse dentro, penetrar en el acá, entre los canales y las tuberías, donde deambula la “perduta gente” del Infierno de Dante. Esperanza Ortega sean muchas. seamos más. decidamos en contra. Tina Escaja I Hace unos años emprendí la aventura de acercarme a la obra de un buen número de poetas castellanoleoneses que hasta entonces no había leído. De muchos no había oído ni siquiera hablar. Conocía la poesía de Antonio Gamoneda, Olvido García Valdés —nacidos ambos en Oviedo, pero con raíces profundas en Castilla y León—, Claudio Rodríguez, José-Miguel Ullán, Miguel Casado, Antonio Colinas, Juan Carlos Mestre, Julio Llamazares, Tina Escaja y pocos más; también, claro, la de Juan de Yepes, Teresa de Jesús, Hernando del Castillo o León Felipe. Pero el territorio es harto antiguo, vasto y diverso (sin contar con sus excelentes narradores) y aún me queda muchísimo por conocer. Entre los poetas que he venido leyendo más a fondo están Tomás Salvador González, Ildefonso Rodríguez, Miguel Suárez, Tomás Sánchez Santiago, Esperanza Ortega (todos próximos a mi generación y con poesía reunida en la editorial Dilema) y Víctor M. Díez. Sobre los dos primeros he hablado y escrito en varias ocasiones. Hoy quiero hacerlo sobre el último, con motivo de la publicación de su libro más reciente, La tarea contraria (Liliputienses, Plasencia, 2021), dedicado por cierto a su amigo y maestro Tomás Salvador González (Zamora, 1952 - Móstoles, 2019) cuya poesía reunida (Una lengua que él hablaba) prologó en 2018. A Víctor M. Díez (León, 1968), espíritu poliédrico donde los haya (es también actor, agitador cultural, autor teatral y músico), lo vi y escuché por primera vez en unos vídeos y grabaciones con el cuarteto Sin Red, una veterana formación poético-musical de libre improvisación en la que comparte tablas con la percusionista y saxofonista Chefa Alonso, la cantante Cova Villegas y el también poeta y saxofonista Ildefonso Rodríguez. Me impresionó su energía, su voz potente y clara, torrencial, y me puse de inmediato a indagar sobre él. Por entonces, su libro más reciente era aún Todo lo zurdo (Varasek, Madrid, 2016). Me encantó la fuerza del título y lo compré. Y superó mis expectativas, ya muy altas de entrada. Estos días he estado leyendo, como digo, su último poemario, La tarea contraria, un libro que desde su título encierra múltiples correspondencias con el anterior. Por poner sólo un ejemplo: «Todo lo que queda atrás, lo que voy / perdiendo, me compone», escribía el poeta en el primero; «En la siempre parte de atrás / hay un rosario de tablones abandonados», nos dice en el segundo. II Tarea: labor, misión, faena, ocupación... Contraria: antagónica, distinta, opuesta, disidente... La primera sección de La tarea contraria, encabezada por una cita de Kafka, se inicia con un ascenso: “El bocado invisible” (título extraído de dicha cita), un largo poema escrito subiendo a Louredo, según apunta el poeta al final del mismo. Con la tracción de sus pasos —otra tarea contraria— el ocaso tricota y zurce al bies / lejos con cerca, tojo con estrella, el mundo se mueve, el paisaje muta, el camino se palpa como un cuerpo que amar y el caminante advierte el idioma salvaje que no se ha de decir, porque se va haciendo; un habla que pellizca / las sienes del forastero y conduce al refugio / por última vez cada vez. En ese subir se activan los sentidos, se riegan las correspondencias; y el cuenco imaginario hierve; y la memoria hilvana ecos e imágenes al son de la banda sonora del camino, el farfullar del viento y la hojarasca, mientras chispean / yemas de luz en el horizonte, fragmentos arqueológicos de un pretérito extinguido que el poeta se empeña en recoger, en un intento último por salvarlos de la pérdida y el olvido...; para terminar haciendo una exhortación al cuerpo salino del origen, el mar y la piedra secreta / que dejamos de un año para otro / en el planeta oblongo. // Una mole que resume todo, nos mira / de reojo. / Nos ve partir bajo sospecha, / su bocado es invisible. Y del ascenso panorámico e iniciático, al descenso urbano en los poemas siguientes; la reinmersión en las calles cotidianas que nos siguen hablando (¿por cuánto tiempo más?) del pulso de otras épocas. Desde el barrio de El Ejido —donde bajo un futbolín ladran fuerte los mastines— al barrio de San Esteban, el poeta se sumerge en ese gua / donde solo queda un eco ya casi inaudible / de aquellos descampados, en el agujero raquítico del poema --al que gusta venir a mirar—, en el barro invisible donde el último afilador / hace su música al paso, en el fondo de una vasija sellada o en la caja de cartón donde la metáfora es un gusano de tierra. Es el camino inverso de alguien que te piensa a ciegas / y tendría para ti / un tacto mudo que decir (...), alguien que te nombra con gestos (...), alguien que te piensa como un zureo de palomas; es la tarea contraria, el habla a medio zurcir de alguien perseguido por una lengua deslavazada, porque faltan fonemas, / nos han arrancado / casi todas las letras de la boca y se hace necesario recoger lo orgánico que aún nos rodea, compostar esta escritura de mondas / y restos de lo humano, / un estiércol que nadie necesitaría, para hacer retornar la fantasía de un tiempo antiguo / aun por estrenar, redivivo en la paradoja de lo doméstico (...); un tiempo antiguo que nos es familiar y nos hace famélicos (...); un tiempo escaso (...), un tiempo curvo en el que no se escriben las leyendas (...) y que parecería un principio en ruinas / que alguien debería retomar. La segunda sección, titulada “Disfraces” e introducida por una oportuna cita de Thomas Bernhard, la conforman ocho imitaciones a la antigua usanza, un ejercicio de mímesis en homenaje a Juan de Yepes, Lezama Lima, Emily Dickinson, Alejandra Pizarnik, Vladimir Holan, Else Lasker Schüller, Paul Celan y Blas de Otero. Una poética, por tanto; un manifiesto de las afinidades electivas del autor. Del dedicado a Celan toma su título el libro, con este poema que condensa todo su espíritu y su mensaje: LA TAREA CONTRARIA Lo que sucede contra uno es el camino. Tú vas a muerto en tu tarea contraria. Esa es tu mano y no la desaprovechas. Dejarte llevar por ese idioma transparente hacia la orilla del poema invisible. Nadie habrá que te agradezca el vacío que creas. Ni falta. (Paul Celan) Que Víctor M. Díez haya optado por titular con él su poemario no es, creo, en absoluto fortuito. En mi lectura me ha parecido escuchar a menudo ecos del gran poeta rumano. Pocas tareas, en verdad, se han dado en la poesía tan contrarias como la suya. «Así podemos enfrentarnos / contra ti, contra mí», escribió; y también: «contra cada púa del alambre»; y también: «el golpe de silencio contra ti, / los golpes de silencio». De ahí que incluso el título de esta reseña haya sido soplado por estos versos de Celan: «Descascaramos el tiempo de las nueces y le enseñamos a andar: / el tiempo retorna a la cáscara». La tercera y última sección, titulada “La mano cortada”, bien podría ser una prolongación a la inversa —es decir, por amputación— de la mano que regía en Todo lo zurdo, «la mano que da cuerda» sosteniendo «la cometa del tiempo», «la mano que muerde», ahora devenida en una mano ausente que escribe sola y amasa en vano, como si recogiera restos de un rastro indescifrable (...), la mano lenta del mago manco (...), la mano que escarba en lo invisible y lo invisibilizado, muda, desnuda, transparente; la mano ventrículo y la mano diástole blandiendo su cincel contra la culpa, para que la mano zurda fuese, por fin, una buena mano (...), la mano ligera, / la de los dedos huéspedes (...), la mano dormida (...), la mano mansa que se dejase besar y, revoloteando, nos devolviese al umbral del pensamiento hecho a mano y nos detuviese siquiera a un palmo de lo otro para decirnos: casi, casi... III
En fin: además de las citas iniciales de Esperanza Ortega y Tina Escaja, a la poesía de Víctor M. Díez le sientan como un guante estas palabras de Olvido García Valdés: «La poesía, como la filosofía, trabaja a la contra; por ejemplo, contra la cultura, contra la lengua de la cultura, contra el método, contra lo que se sabe hacer; y contra la idea de musicalidad que parece perseguirla». También estas otras, pronunciadas en 1972 por un joven José-Miguel Ullán durante una entrevista con Ramón L. Chao para el número 517 de la revista Triunfo, publicada bajo el titular “José-Miguel Ullán o la destrucción”: «Examinando los problemas de tipo social, económico y político, a veces pienso que la misión de la poesía es puramente negativa frente a todas nuestras pobres armas cotidianas. El arte, finalmente, a lo mejor es sólo eso: el rechazo subversivo, el enarbolamiento de lo estéril ante la fiebre constructora de las ideologías». Víctor M. Díez, con una ya considerable obra a sus espaldas, es actualmente uno de los puentes más firmes entre las diferentes generaciones de poetas del vasto territorio arriba mencionado —para mí, definitivamente, uno de los más ricos y singulares de nuestro país—, en el que el clasicismo y las vanguardias, la tradición popular y el compromiso social han ido siempre de la mano; un territorio con muchas voces distintas, pero todas con abundantes rasgos comunes, pues participan de lo mismo; y un territorio aún por explorar a fondo en el resto de territorios poéticos de nuestra geografía. Qué cerca pero qué lejos podemos llegar a estar unos de otros por mero desconocimiento. Y lo digo por mí, que he vivido ajeno a la existencia de algunos de los poetas aludidos hasta bien cumplidos los sesenta. Es una pena que no haya más trasvase y convivencia, mayor difusión e interrelación entre los poetas de las diferentes regiones. Pareciera que vamos a rebufo, que nos cuesta salir de nuestras lindes, que creemos que nos basta con lo nuestro. Sé bien que no es así. La vida es corta, nos llega lo que nos llega. Por fortuna, hay editoriales independientes que hacen un trabajo impagable, como Liliputienses, Varasek, Eolas o Malasangre —por mencionar sólo unas pocas. Y la Red está ayudando a ampliar la perspectiva. Pero nos queda aún mucha tarea contraria por hacer. |
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