LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MARÍA TERESA ESPASA. UNA GRIETA EN EL TIEMPO (Verba Manent, 2020) por MANUEL GUERRERO CABRERA
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XOCHIPILLI HERNÁNDEZ. DECLARACIÓN DE VIDA (Reverberante, México, 2021) por MIGUEL IPIÑA UNA ÓPERA PRIMA Soy un lector que se enfrenta siempre a un nuevo libro como si fuera arduo, incluso antes de abrirlo. Tardo en tomarle gusto; esto incluso me ha pasado con los autores que se convirtieron en favoritos o frecuentes. Me es difícil mantenerme leyendo el mismo texto desde el inicio hasta el final y más de una vez eludo los prólogos y presentaciones como la peste. Por eso me sorprende haber terminado, en un solo rato, sin distracciones ni escapes momentáneos, Declaración de vida. No podía ser de otro modo mi lectura. La voz de Xochipilli es joven y no asume máscaras excesivas. Todo cuanto pudiera ser suplantación o imitación no es sino un juego de la palabra, un alambique por el que las lecturas que ha realizado se convierten en una nueva variante, plena de identidad y de sentido propios. Llego pronto al meollo: lo que de auténtico hay en su voz —que es lo más— está en su recombinación, en erigir algo nuevo con estas palabras tan gastadas y que tanto suenan a que alguien más se nos adelantó a decir lo que queremos. Resulta obvio que tales características proceden de un trabajo cuidado, que se nota por su exactitud y por la naturalidad que llega a lograr. Doy un breve ejemplo: desde las ampulosidades del otro siglo (incluso del anterior a aquel, del XIX), el futuro de subjuntivo es una especie en extinción, un bicho hasta estrafalario en las inertes tablas de conjugación de la Real Academia. La autora no tiene empacho en usarlo, en darle nuevo aliento, en hacerlo natural en una mujer que lee, escribe y ama en este tiempo, tan alejado de esas construcciones lingüísticas. Así también, echa mano de esos enclíticos que parecen ligados al habla de los abuelos, como el “metamorfoseóse” que inserta en ‘Párrafo’. Pero tampoco aquí parece un arcaísmo; logra adoptar estos giros como propios, hace que nutran su personalidad. Dejemos un momento la palabrería retórica y formal; vayamos con el libro como objeto, como deleite para el sentido. El libro me recuerda, en formato y color, a la edición que la UANL hizo de Ecuatorial de Vicente Huidobro hace un par de años. El turquí de la cartulina combina con la voz de la poeta, quien evita anquilosar su voz y la dota de una personalidad vibrátil e inconfundible, como un libro color turquesa entre las hileras negras de Cátedras y Visores, azules de Gredos o marrones de los clásicos de Aguilar. La numeración va por el margen interior, como si quisiera esconderse entre páginas. Pareciera que se nos pide el extravío como pasaporte a este libro. Con gusto uno se pierde. Tras una primera lectura, desde la primer versal hasta el último punto, se antoja abrir el libro al azar, buscar el verso profético o adánico, elucubrar una respuesta, aunque permanezca en el limbo del silencio. Retornando al contenido, la poesía de Xochipilli hace restallar sus influencias sin parecer un calco. En el diálogo que ampara una cita de Bécquer, el viaje redondo de la palabra nos evoca a aquel extranjero de Baudelaire, cuyo lugar protagónico lo ocupa el corazón enamorado de la poeta. Corazón enamorado, sí, sensible, pero nunca sensiblero. La franqueza con la que plantea su reflexión, su emoción y sus sensaciones hacen que el tema más trillado cobre nuevo brío, que el lugar común se salga de madre y establezca nuevas coordenadas. Dice en el apartado III de ‘Crónicas del Génesis’: «Tú eres canto y eres flor» y deja un regusto de la famosa imagen que en el náhuatl denominaba a la poesía, pero enseguida toma ese punto como mero estribo para desarrollar su plástica propia: «y mañana con olor a hoja de agua / y paisaje en luminaria de vida». Esta Declaración de vida está también ligada al Cantar de los cantares y al Cántico espiritual. La voz de Hernández puede mantener ese elogio sin hacerlo caer en adulación. Ya no hay un ciervo huyendo por el soto, dejando a la amada con gemido, ni hay ungüentos buenos y manojuelos de mirra. Cada que le habla al amado, esta voz suena más fuerte y más clara y, sobre todo, más cercana. «Tengo estigma de cazador y presa», nos dice. Este amor se afinca en la reciprocidad, y así, la imagen de los volcanes que utiliza al decirnos: «Volcán en la isla de la noche, / así fue tu mirada entre la mía. / Volcán, volcán, con la fuerza / del fuego y la ceniza» nos hace pensar en que ese carácter ígneo reside también en ella y se basta para inflamarse hasta la combustión: «Abrasarnos es la trampa. / Anclaje sin retornos ni bahías».
El crecimiento personal de la autora cobra especial resonancia en este, su primer libro, y lo manifiesta en reiteradas ocasiones: «Perdida en el laberinto de los bosques / tuve que buscar primero una armonía», misma que no sólo encuentra, sino que también se adueña de ella y la hace propia al tornearla, con mano artesana. El periplo íntimo se encuentra con el amor y la admiración: «Tú me dijiste, / ven a mi ciudad. [...] / Yo sólo escuché tu voz [...] / No tuve más», y a pesar de ese éxodo, no cambia la fibra central, la savia de donde bebe su pluma: «Tengo la agonía de la tierra en esplendor», cierra en el poema que ocupa la página siguiente, como una especie de colofón al viaje. Este poemario se hizo para ser releído, sin el afán de memorizarlo. Cada vez que se lee uno de estos poemas, resulta igual de vívido que la primera vez, como un trago de agua fresca cuando la sed arrecia, como la sombra de un árbol al mediodía. No basta, tampoco, con una sola lectura. Por eso, quizá también, el color de la portada. Es fácil de localizar entre los peldaños del librero. Es un sitio para volver y una experiencia que se quiere repetir. Terminé el libro en poco menos de una hora. Retrocedí cuando fue necesario, para tomarle más gusto a cada poema. Puedo ver que esta declaración no sólo es de vida, sino también de principios y de estilo. ¡Y qué bueno que desarrolle tal fuerza en los tres ámbitos! VÍCTOR PÉREZ. ARS POÉTICA DE SARAH CONNOR (Marli Brogsen, Madrid, 2020) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR En la contraportada podemos leer que «Ars poética de Sarah Connor es el viento de Castilla como realismo psicótico y flipado. El plano secuencia de una ecuación lanzada al mundo. Tal vez, una novela en forma de blues. Tal vez, un largo poema en prosa como compendio de la Tierra». Las definiciones metafóricas siguen durante todo el espacio que permite el cartón de la cubierta y marcan y advierten al lector de aquello a lo que se enfrenta, que es, ante todo, un texto y, ante este texto que nos entrega Víctor Pérez, tampoco tiene demasiado sentido enredarse en disquisiciones genéricas. O tal vez sí, porque, obvia e irónicamente, el hecho de que lo haya definido como “texto” ya implica una (disquisición genérica) y, además, el autor (que es habitualmente el encargado de redactar la contraportada de sus libros) también ha dedicado esfuerzo y un buen número de líneas (16) en intentar prevenir al lector de qué hay dentro de esas páginas todavía no leídas. Entonces, lo que toca es que el propio crítico no intente escabullirse dejando al lector de esta reseña ante una denominación genérica tan abstracta y ¿tramposa? como “texto”. De hecho, la frase irreflexivamente escrita que postulaba que «tampoco tiene demasiado sentido enredarse en disquisiciones genéricas» es, ahora lo veo claro, manifiestamente errónea. Es cuando una novela parece “una novela” y cuando un libro de poesía parece “un libro de poesía” cuando no tiene sentido aludir al género. Es aquí, cuando releo la palabra “texto” que ha salido de mi teclado como una especie de “comodín” genérico, cuando me doy cuenta de que tiene todo el sentido enredarse en “disquisiciones genéricas”, y que ese es uno de los valores de este libro de Víctor Pérez y que él sabe que está en un limbo genérico y por eso, en la contraportada, (y también en otras ocasiones ya dentro del texto) intenta definir qué es eso que ha escrito, algo que nunca hace un novelista de verdad porque en las contraportadas de las verdaderas novelas se da por hecho el género y se puede dedicar ese privilegiado (y peligroso) espacio paratextual para que los autores, amparados por esa falsa anonimia del género “contraportada”, puedan por una vez dejar de lado cualquier idea de modestia y alabar sin límite los hallazgos y méritos que el lector va a encontrar cuando se decida a leer su (verdadera) novela. No soy el único reseñista que usa la palabra “texto” para referirse a ciertos productos literarios que habitan en los intersticios o las fronteras entre géneros, y he de admitir que ahora no me encuentro dispuesto a hacer la (interesante pero pesadísima) labor de tesis doctoral que requeriría buscar y ordenar todas las veces en que un crítico ha llamado “texto” a un libro para el cual las categorías como “novela” o como “poesía” o como “ensayo” no le parecían del todo adecuadas o precisas; pero la idea que hay en mi cabeza cuando leo “texto” usado en esa acepción de “género literario difuso” es la de una escritura que se justifica como escritura literaria sin necesidad de otros elementos que (y esto es delicadísimo), de alguna manera, el crítico (yo), considera (erróneamente, claro) menos literarios o pseudoliterarios o, peor aún, vehículos tramposos en los que insertar la verdadera literatura; sí, me refiero al argumento, a la trama, a la construcción novelesca, a la profundidad psicológica de los personajes, al orden de causas y consecuencias, en el caso de la novela; y a la métrica, la disposición textual en forma de verso en el caso de la poesía. Un “texto” parece sugerir alguna especie de “pureza” de la escritura, algo así como una escritura que surge de una forma aparentemente espontánea y que no necesita, para ser “literatura”, de las convenciones más vistosas y consensuadas con que los lectores se manejan cuando compran “una novela” o “un libro de poesía”. Un “texto”, entonces, sería algo como la esencia de la escritura literaria entendida como aquella que no pretende convertirse en una forma prevista de antemano (pero eso no es posible), aquella escritura que consigue (y aquí está el inmenso mérito de Víctor Pérez) dar al lector la impresión de que no necesita ni argumento, ni personajes complejos, ni causas y efectos, ni endecasílabos bien medidos; es decir, una escritura que se sostiene a sí misma sin necesidad de más justificaciones que su misma existencia. Y lo bueno, es decir, lo que me gusta, lo que considero valioso (entre otras muchas cosas) de este texto de Víctor Pérez es, precisamente, lo que ingenua y automáticamente he negado al principio: esa capacidad de hacer que el lector se pregunte qué es un libro, qué es la literatura o, mejor aún (y tal vez por eso he dicho eso de que era inútil enredarse en cuestiones genéricas) que el lector sea envuelto y engullido por la escritura y la disfrute sin necesidad de esperar la aparición de las convenciones genéricas, que es lo que me pasó a mí durante la lectura y, tal vez, lo que me hizo incurrir en la irreflexiva afirmación inicial que todas estas líneas han tratado de negar y afirmar al mismo tiempo. Sea una novela o un poema en prosa, todo texto literario es, sobre todo, una voz. Y lo que hace que Ars poética de Sarah Connor rinda al lector ante su escritura es su voz alucinada, heredera de la exaltación épica y santificadora de un Manuel Vilas, o de un Whitman posmoderno y narrativo; es una voz épica y lírica que canta a todas las cosas del mundo desde una exaltación máxima en la que no hay altibajos ni modulaciones de tono (el tono es el mismo desde la primera página hasta la última, empieza muy arriba y se mantiene así todo el tiempo). Es una voz acelerada que no deja ni una pausa y por eso la misma idea del punto y aparte queda descartada y el lector tarda muy poco en aceptar también eso: que no habrá tregua y que, si quiere un descanso, tendrá que ser él quien cierre el libro y apague esa música porque la voz no va a darle ni un respiro. La “justificación textual” que da forma a esa voz es epistolar. Todo el libro es una larga carta-monólogo dirigida a Manolo el del Bombo. Y con la excusa (ya ven por dónde van los tiros, en cuanto a conceptos como “verosimilitud”) de esa carta al famoso animador de la selección española de fútbol masculino y auténtico icono popular, Víctor Pérez desata esa voz que no cuenta sino que canta, o que cuenta cantando o canta contando. La voz se refiere a sí misma como un blues en varias ocasiones a lo largo del texto; pero, más que la cadencia melancólica del blues, la forma en que todo se mezcla y se eleva en su canción hace pensar en uno de esos crescendos formados por un muro de sonido de guitarras eléctricas a todo volumen que se prolonga eternamente, un crescendo noise que no admite la pausa ni el retorno de la melodía o el desarrollo convencional, que se alimenta de sí mismo y se fuerza hasta ver hasta dónde puede llegar alargándose hasta el infinito en un éxtasis que puede dejar sorda a la audiencia o provocar alucinaciones y pérdida de audición. Se recomienda espaciar la lectura para evitar la saturación, aunque también está la opción de metérselo todo de golpe. Sí, la comparación con la droga tampoco es gratuita. Ahora veremos por qué. Querido Manolo el del Bombo, yo soy el milenarismo de Arrabal. Y ya estoy aquí. Una mezcla de fuego cósmico, el Lute y mendigo de Simago. Primero vinieron los gritos de guerra de los apaches. Luego los Prodigy. Y después vino yo. Lo dice la Biblia. Yo es la palabra más repetida en el libro y parece innecesario advertir de que este canto se enuncia en primera persona; pero sí es interesante indagar un poco en ese yo, quién es ese yo omnipresente en Ars poética de Sarah Connor. El yo actúa aquí como la misma escritura, como una alucinación mística y unificadora que engulle toda la historia, la cultura, la memoria y la imaginación, lo posible y lo imposible. Este yo no es una conciencia analítica. Este yo no es una mirada histórica y social sobre las cosas que canta, no hay distancia entre el yo y las cosas, porque lo que hay es, siempre, comunión, exaltación. Las referencias a la cultura popular y televisiva que llenan el texto y que acabo de citar como la famosa borrachera de Arrabal, el Lute, Manolo el del Bombo, no funcionan como elementos externos que el yo analiza y juzga con distancia. Ni con la distancia de la melancolía ni con la distancia de la ironía. El yo que canta es origen y final del mundo, está por encima del mundo y dentro de él. El yo de este libro es, creo que ya lo he dicho, la misma escritura. Y la escritura es un espacio vacío donde todo se puede mezclar, donde el tiempo y la historia pueden ser y no ser, y por eso es frecuente que el yo utilice referencias religiosas y divinas, porque está por encima de lo humano y de lo histórico y porque tiende, no a la distancia que separa al hombre del mundo a través de la conciencia, sino a la unidad mística donde esa distancia desaparece de forma casi milagrosa; y por eso, también, es frecuente que haya drogas, muchas drogas, porque la vía rápida y no sagrada para sustituir conciencia y reflexión por unidad mística es la droga. Así pues, esta escritura es alucinógena por definición y aunque la mayoría de escritores cortan esa droga pura que es la escritura y la mezclan para entregar al público algo más fácil de digerir o para resaltar ciertos “momentos” de unidad mística que destacan sobre un “fondo” más “plano”, Víctor Pérez nos lo sirve a lo bestia, sin cortar, con una pureza que puede provocar sobredosis, sin dejar que sus efectos bajen nunca. La impresión es que Víctor Pérez ha puesto al Manuel Vilas de España o Aire nuestro en una pipeta, y lo ha hecho hervir hasta que se ha evaporado todo líquido y ha conseguido quedarse solo con esa sustancia destilada de la máxima exaltación y celebración de todas las cosas del mundo cantadas desde una perspectiva de dios, de fantasma, de alguien que está en un lugar del tiempo o del espacio que no es el nuestro pero desde el cual ve cómo todas las cosas son tocadas por el tiempo y por la desaparición y en ello encuentra siempre la belleza y el don de lo sagrado.
Ese yo-canto, ese ritmo hipnótico, por supuesto, deja ver también, más allá de la alucinada literalidad que borra los tiempos y las identidades, una presencia autorial. Si tomamos todas las referencias culturales, al margen de la forma en que estén usadas y agitadas, podríamos “recomponer” al autor que ha creado a ese “yo”. Sería alguien que conoce la literatura española y norteamericana, cuyos personajes (De Umbral a Foster Wallace, pasando por los Panero o Cela, entre otros muchos) aparecen con frecuencia en situaciones insólitas y maravillosamente inverosímiles (otra vez, inevitable acordarse del Manuel Vilas de España y Aire nuestro); sería alguien que pertenece a la generación de los nacidos en los 70, que ha escuchado música grunge e indie anglosajona (Smashing Pumpkins, Pixies, etc.) desde un pueblo de España en el que suena Perales o Julio Iglesias o Mocedades. Podríamos obtener algo así como la imagen de alguien de esa generación nacida en los setenta, que ahora recuerda el pasado y ve la tele y fuma porros mientras imagina todo tipo de ocurrencias poéticas y psicóticas en las que todos sus referentes culturales, de literatura, filosofía, televisión, música, y todos sus recuerdos de infancia, de juventud, se mezclan en una inmensa alucinación en la que también hay cine, mucho cine (sobre todo americano, actores y paisajes americanos, western alucinógeno, cine de género, de todos los géneros). Y también hay abundantes y maravillosas escenas de pueblo, de bar de pueblo, de fiestas de pueblo, en las que sortea el peligro de caer en lo pintoresco o lo nostálgico porque están tocadas por esa misma exaltación que el resto de materiales que forman la ola textual que se extiende por las páginas. Y también hay deporte, nacional e internacional (mucho fútbol, claro, y Marca y As y El larguero; y ciclismo, Indurain, Perico; y boxeo, y muchos más que no recuerdo). Y, por supuesto, hay televisión; de los ochenta, y los noventa y los dos mil. Tele, es decir, famosos, nombres, actores o personajes, que aparecen cargando con su leyenda compartida generacionalmente por quienes hemos nacido y vivido en el mismo país y tiempo que el autor, famosos que aparecen distorsionados para brillar un instante, ser tocados por ese yo, y desaparecer sin más dentro de la ola textual. Para terminar: Ars poética de Sarah Connor es un libro que me ha hecho disfrutar enormemente, y cuya lectura recomiendo porque, ante todo, es un placer dejarse llevar por su santificadora corriente de exaltación y porque, además, aquí y allí, como extrañas medusas, aparecen maravillosos hallazgos en los que un personaje, una situación inverosímil, una imagen poética, abren de repente una puerta en la que brilla algo parecido a la verdad o al reconocimiento, es decir, lo que se suele entender como “literatura”. BENITO PASCUAL. LUCES BUSCAN SOMBRAS (Gravitaciones, Gijón, 2021) por ANTONIO DEL BARRIO
Los elementos que para el autor conforman, incluso modelan, la propia existencia humana, pactan un juego entre ellos. Durante el diálogo poético aparecen: la luz, el agua, el fuego, aire, tiempo, recuerdo, memoria, olvido, belleza, el ser, la duda y la sombra. Los ejemplos son interminables: la luz y el día, / el hombre y la mujer, el sueño y la vigilia, / la memoria y el olvido, el agua y el fuego. (...). El mundo es una dualidad, / una copia incesante. Y entre ellos polemizan, se remedan, se persiguen, se anhelan, se susurran y, en definitiva, se deleitan en una suerte de ronda lúdica donde parecen tener desasosiego eterno, pero inteligente (consciente): Un golpe de viento cierra la puerta / y deja la habitación a oscuras, / intenta proteger la estancia de la caducidad del tiempo / protege la belleza de la intemperie, / la encierra en la cápsula de los recuerdos.
Por supuesto la urdimbre es bien tejida, pero sin alardes, por la luz y su sombra, la sombra y su luz: Desde la sombra, / el mundo parece más luminoso. (...) La sombra y la luz están condenadas a entenderse, / a convivir a una distancia prudencial, / a no tocarse nunca. Más que lucha de enemigos es discurso de semillas antagónicas, donde ninguna protagoniza; construyen desde cada posicionamiento, apareciendo y desapareciendo; sin olvidar que en el libro cada cual tiene desposado un grupo de poemas. Así pues, ambas realidades terminan convirtiéndose en progenitoras de sí mismas (reinventándose) y de todos los demás elementos: Cualquier sombra nos persigue, / cualquier sombra tiene su luz extinta. / La claridad llega a ser / antes de convertirse en existencia / (...) Cada sombra soporta el peso de una memoria. (...). Leeremos una poesía que propaga fogonazos de sombra y ráfagas de luz, y no queda aclarado dónde se halla el germen o el motivo del ser ¿en la sombra o en la luz?: Mi memoria nunca se extingue, / permanece como ese fuego sempiterno / al lado de la tumba de los soldados desconocidos. No sabemos con certeza cuál es el vínculo real entre una y otra, a pesar de encontrar alguna pista (a veces falsa) que la reflexión de cada quien podría seguir. Si esa sombra se convirtiese en luz, / la montaña perdería su belleza, / caería por su propio peso en el olvido, / se desvanecería como un castillo de arena / en la memoria de quienes la contemplan. No hay enfrentamiento de hipotéticos extremos, más bien tendencia al equilibrio y pasión por guardar las apariencias que la costumbre (y la memoria) impone con demasiada frecuencia. Como el propio autor confiesa, los pensamientos se agolpan y acaban chocando entre sí. ¿Qué otra cosa pueden o deben hacer sino ponerse frente a frente y prepararse para tan fraternal combate? RODRIGO OLAY. VIEJA ESCUELA (Rialp, Madrid, 2021) por MIGUEL IPIÑA MI SANGRE ESTÁ EN MI OBRA Parece que llevamos seiscientos cincuenta años diciendo lo mismo que Manrique: cualquier tiempo pasado fue mejor. Más, todavía, si incluimos los milenios de añoranza por la edad de oro. A pesar de lo estéril que pudiera resultar ahora tanto ejercicio de la memoria y de la saudade, y que estuvieran ya agotadas ambas facetas por la recurrencia de su trato, Rodrigo Olay nos demuestra que aún se puede excavar con originalidad y vigor en el estudio de lo nostálgico. Vieja escuela es el más reciente poemario del autor ovetense, y obtuvo el accésit del Premio Adonáis en 2020. Los organizadores del premio, a través de Rialp, lo publican en un pequeño libro, siguiendo las características de su colección, más que destacables por la limpieza de su caja, la facilidad de uso que le dan sus dimensiones físicas y las reflexiones y sensaciones que desencadenan sus otras dimensiones, las literarias. Olay parece seguir una línea que ya se entreveía en La víspera, que es la de reconfigurar a partir del recuerdo íntimo unas coordenadas precisas dentro de la tradición de la memoria. Tal ha sido su acierto, que uno de sus textos fue seleccionado para formar parte de la antología Tu sangre en mis venas. Poemas al padre, donde comparte el índice con autores como Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Jon Juaristi o Luis García Montero. La vieja escuela del título parece no sólo evocar la niñez del propio Olay, los tótems erigidos por el individuo y por el clan para que la memoria no quede soterrada (Cuanto más tiempo pase, mejor fue. / Es mi niñez), sino lo versátil de sus posibilidades poéticas, que van del soneto (‘Corazón de tinta’, que precede al epílogo del libro) al uso de una estrofa y un verso más libres, como predomina en gran parte del poemario. Para el estudio retórico, por dar un ejemplo, resultan interesantes, además de lograr un efecto fónico maravilloso, las aliteraciones: ...ya brota de mi pasado / la flor de la candelaria, / ceniza en mi calendario. (‘Soledades’). La reflexión del autor no se regodea sólo en su ámbito más personal. Fuera de la memoria de sí mismo, hay cierta vocación de explicarse a sí mismo el oficio y la necesidad de escribir: Que si Borges, que d’Ors gotas / de Juaristi, que si injerto / de Carnero o Luis Alberto, / que si Piquero o si Botas, / que si hoy tocan los Machado / y callo, aunque no he acabado. / Lo habéis dicho hasta el sopor: / venga formas, venga temas... / ¿Y el dolor? En mis poemas / solo es mío lo peor. (‘Acusado por los críticos literarios de... En efecto, otra cita de González’). Las pistas que va dejando en los poemas permiten reconstruir ciertos escenarios, ciertas acciones que guardan para él capital importancia, y que dejan traslucir en el libro una impronta autobiográfica que resulta su mayor fortaleza, el punto de cohesión en el que el yo lírico mejor se desenvuelve. En ‘Personalidad múltiple’ el tema del nombre y sus variantes se halla como protagonista, para al final, después de todas las posibilidades barajadas, diga: Y en algún lugar, dónde, / quizá yo. Lo efímero de la vida, lo inminente de su fin: Yo me iba a morir, / pero ya nunca, para enseguida abordarlo desde el extremo opuesto: Yo, que siempre parezco andar muriendo. La recurrencia de la infancia: Jamás se perderá cuanto jugamos, / hermanos, / compañeros, o la vocación y sus recodos: este esclavo entre letras, se llama a sí mismo.
La mirada al interior de Olay, lejos de parecer un mero juego egoísta, logra despertar un espejo en el que uno también se aboca. Se reconoce, con él, algunas conclusiones a las que se ha llegado, aunque sea por distinta vía. Resulta natural, casi hasta fácil, asumir algunas palabras suyas como propias. Dice en Víctimas’: aprende / que no siempre redime compasión, Fue su amor sin porqué, como la rosa o Yo mismo puedo ser peor que yo; en ‘Ítaca’: ...amar a mar amarga sabe al cabo; Escribí con el cieno que hay en mí, / con los no, con los nunca, con los nada..., en el ‘Envío’ que acaba esta colección. Podemos quedarnos con el título tan expresivo de uno de los primeros poemas del libro: ‘Siempre he creído que iba a morir joven’. Rodrigo Olay nos muestra sus descubrimientos y su autodescubrimiento (ya lo dice el título de esta reseña, mi sangre está en mi obra, verso tomado de su ‘Corazón de tinta’) en estas páginas. Sus preguntas se vuelven nuestras y buscamos respuestas que nos satisfagan como el verso que las motiva. Con suerte, algunas de estas inquietudes hallaran reverbero en otro autor. Al final, como en el ‘Cementerio marino (epitafio)’, podemos leer con mayor vividez los dos últimos versos: Era yo lo que eres. / Tú serás lo que soy. |
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