LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
DAVID FAJARDO. LA ESTACIÓN DE LA CENIZA (Pre-Textos, Valencia, 2025) VI Premio de Poesía Juan Rejano (Puente Genil) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Con La estación de la ceniza, David Fajardo se ha alzado con el último Premio Juan Rejano, un galardón que nos ha dejado hasta ahora libros de tantísima calidad como Los lagos de Norteamérica de José Daniel Espejo o Animales de costumbres de Andrea López Kosak. El poemario está dedicado (casi) en exclusiva al Holocausto. Es inevitable preguntarse qué puede haber llevado a un joven poeta canario a interesarse por esta infamia histórica hasta el punto de sumergirse completamente en ella, como si hubiera hecho suyos tanto el dolor de las víctimas como la vergüenza heredada de los culpables. Pero, al mismo tiempo que me hago la pregunta, surge la respuesta: todos somos herederos de aquello que sucedió, y considerarnos ajenos, suponer que uno ha de ser judío o alemán para sentirse interpelado por los campos de concentración, la tortura o el genocidio, es una forma de avalarlos, de asumir ese lenguaje del ellos y el nosotros, de olvidar la continuidad esencial de lo humano por encima de razas o naciones. Este libro parece luchar contra ese olvido que es, precisamente, el origen del odio, de la despersonalización, de la degradación del otro al territorio de lo no humano donde el asesino puede matar a sus víctimas sin remordimiento alguno, como estamos comprobando dolorosa, e impotentemente, ante el genocidio retransmitido en directo de Gaza. Esta es, pues, una obra de memoria histórica (esa etiqueta que hoy, en España, quiere ser borrada por los azuzadores del odio y reivindicadores del olvido) que, por lo tanto, se niega a olvidar; y lo hace poniendo al lector frente al horror para que el pasado se convierta en presente y deje de ser un dato de la enciclopedia, una pregunta de examen. La cuestión es cuál es el lugar de la enunciación. Desde dónde nos habla David Fajardo del Holocausto. Esta es una cuestión siempre esencial en el trabajo literario, pero en esta ocasión se torna especialmente delicada. La mayoría de los poemas eligen un lugar de enunciación interno. Predominan los “monólogos dramáticos” gracias a los que escuchamos en primera persona las voces de las víctimas del Holocausto. Si se trataba de traer el pasado al presente, de convertir el hecho histórico en material vivo, esta elección es la adecuada. Así, se nos presentan, en toda su dolorosa y palpitante inmediatez, las voces de las víctimas ante las que es imposible no sentir compasión. Escuchamos a un hombre en el instante antes de ser asesinado, lamentando cómo la muerte consiste en el injustificable robo de un futuro que queda incumplido (‘En el callejón 3 de Cracovia’); sentimos, junto a su protagonista, el miedo en la noche de los cristales rotos (‘Pogromo’); entendemos el horror asumido de la degradación humana del prisionero de un campo de concentración que, ante la muerte de un compañero, solo piensa en comer su ración (‘En la litera de arriba’) o en usar sus zapatos (‘Los primeros’). En otras ocasiones no es un “yo” quien habla, sino un “nosotros” que une a todas las víctimas en una sola voz, la de los presos del campo de concentración que miran un cielo sin dioses, hostil, habitado solo por la ceniza de los cuerpos incinerados (‘Moisés en Treblinka’), o que admira una flor que sobrevive entre tanta muerte (‘Una flor crece en la puerta del barracón’). Cuando el poeta se decanta por la tercera persona, lo hace con la objetividad de un narrador que actúa como testigo. No juzga ni comenta, se limita a presentar los hechos, que hablan por sí solos, como sucede en ‘La montaña sagrada de Birkenau’ o en ‘La estrella solitaria’, en la que vemos y padecemos como testigos impotentes ese instante en que un niño queda marcado y marginado por la estrella judía en el colegio. Las voces y las historias de las víctimas en los campos de concentración son las que predominan, aunque también hay poemas en que escuchamos a los alemanes avergonzados de su pasado (‘Herencias’) y dos monólogos dramáticos protagonizados por niños alemanes (‘Diario de Brigitte Höss, página 21’ y ‘Niño alemán que mira al cielo’), cuya inocencia frente al horror lo hace más monstruoso aún. Solo un poema se enuncia desde fuera del hecho histórico del Holocausto. Se trata de ‘Sachsenhausen’, con el que quiere denunciar esa frivolidad del turista que visita un campo de concentración como una atracción más. En cierto modo, puede leerse esa crítica como una reivindicación de la propia escritura, que no quiere considerar toda aquella muerte como una anécdota de la historia, sino como un horror que hay que mirar a los ojos, en presente. Tal y como se enuncia metafóricamente en ‘Fuga en el gueto de Varsovia’, el poema en este libro se concibe como un túnel, como la búsqueda de una salida, de una luz; en él, el poeta es una víctima, alguien encerrado en la historia que realiza el inútil pero necesario gesto de cavar un túnel con una cuchara para buscar la luz del poema.
No abundan las metáforas o las imágenes irracionales en el poemario. La brutalidad de la imagen real es ya demasiado fuerte, y significativa, parece querer decir con su decisión estilística Fajardo. No obstante, sí que hay una imagen constante, la que da título al libro: la ceniza. Esa ceniza que expulsan las chimeneas de los crematorios de los campos de concentración sobrevuela todo el libro, se transforma en nube, en pájaro, en flecha, en Dios (o en su ausencia), se mete en los ojos y los pulmones del lector. Además, sobre ella construye Fajardo el que puede ser el mejor poema del libro, en el que, a través de la ceniza, se conecta la tradición barroca con la denuncia histórica y con la misma esencia mortal del ser humano en la era del nihilismo: «Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, / es decir, no somos nada, / solo un vaho oscuro / que, al salir por la chimenea, / adquiere el sagrado don de la ubicuidad». Otra decisión estilística interesante es la del uso continuado de topónimos. Pese a hablar de un hecho del pasado, apenas hay fechas en los poemas. Se trata, una vez más, de la intención de traer el pasado al presente, de hacerlo real, palpable. Y eso no sucede con el tiempo, que siempre es pasado, fantasma, sino con el espacio. Los lugares siguen allí, en sus nombres se condensa la historia, el sufrimiento, la infamia y la vergüenza, por muchos años que pasen: Treblinka, Oranienburg, Podgorze, Auschwitz, Buchenwald, Sachsenhausen, Birkenau son solo algunos de los numerosísimos topónimos con los que Fajardo ha sembrado sus poemas. El libro termina, muy acertadamente, con el poema ‘Floristería Hiroshima’, abriendo así el campo de la maldad y la infamia más allá del Holocausto nazi. La guerra empezada por Hitler terminó con el exterminio de cientos de miles de personas en un solo acto brutal e inhumano que, como el Holocausto, se organizó y justificó desde los presupuestos más racionales, eficientes y científicos. El final del libro, como el de la Segunda Guerra Mundial, anuncia que no hay final para la maldad del hombre dispuesto a matar sin fin a sus semejantes.
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CLARA JANÉS. DEL IMPOSIBLE ADIÓS (Pre-Textos, Valencia, 2024) por PEDRO GARCÍA CUETO EL MUNDO EMOCIONAL DE CLARA JANÉS Con Del imposible adiós Clara Janés nos ofrece el misticismo. Hay en su poesía un alcance hacia el lado interior de la vida, una espiritualidad latente que se hace cristalina y que se vertebra en versos casi transparentes.
Desde el primer poema, sentimos el canto de la Naturaleza, su silbido sobre el Universo: «Llegaron los gorriones mensajeros / de un cuerpo núbil / y me tendí a la espera». Y son los gorriones seres que vuelan, como el alma de la poeta que asciende en ese paso celeste que es el libro, un transitar por el lenguaje, buscando la luz de la amanecida. En el poema 5 late el oxímoron, porque lo que nos lleva a su viaje hacia la luz, como la amada al amado en la poesía de San Juan de la Cruz, se convierte en un juego de oposiciones: «Transparente intransparente / veo íntima / la cúpula giratoria / sostenida por los astros». Y esa secreta escala disfrazada, que es el arrebato místico, es en Clara Janés luminosidad, noche que busca el alba, donde se ha de producir la vía unitiva: «Ven por el secreto camino: / la noche susurra en los arbustos / y el ruiseñor abre los cielos / para que acudan a mi pecho / y las centellas / sean reclamo leve...». Y el silencio ha de ser vertical, porque asciende, poesía que reclama la quietud, para que se completen los seres en su amor más hondo. En el poema 23 expresa la idea de la música, como la que llevó a Fray Luis de León a sentir que en ella late el acercamiento del alma a Dios: «Descienden a mí / tu gravedad, / me eleva / y me empuja / hacia las fuentes / que manaban / con la música / para fecundar el pensamiento, / que tu cerco envolvente / encarna». Viaje hacia el mundo de las ideas, en el neoplatonismo que encierra su poesía, el cuerpo, envuelto en la cárcel honda del ser, va abriéndose y alcanza, a través de la música, la elevación. Y en el poema 31 deja claro el tema del libro: el amor como consumación eterna, más allá de la muerte, lo que nos hace intemporales, seres que se desnudan en la elevación universal: «Nada está por encima del amor / aunque sea tan secreto / que no se manifieste / ni a quien lo alberga. / Pero este en su transfiguración, / destella tal ligera llama / que acaba con la gravedad de la razón». Misticismo puro, amor que se realza, entrega del ser hacia el cosmos, para trascender lo humano. Hay en Clara Janés todo un simbolismo tradicional, en las fuentes, como aquellas donde servían de encuentro de los enamorados en las cantigas de amigo, en la transfiguración, la que encarna el ser que se va disolviendo en el amado. Del imposible adiós representa la ascensión total, la vía unitiva, donde la poeta ama ya lo más alto, se encarna en la eminencia de lo celeste y comparte una vida eterna. Un gran libro que confirma la grandeza de la poesía de Clara Janés. SERGI GROS. DONDEQUIERA (Pre-Textos, Valencia, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al leer los libros de Sergi Gros te invade una sensación de recogimiento similar a una oración, por la música, el ritmo, por la esencia de sus temas, por el lenguaje limpio de adjetivos, por el nosotros. Es algo que se acerca a una mística que yo diría profana, esa poesía que necesitaron los místicos para completar su camino hacia lo sagrado en torno a una voz interior que precisa salir y sobrevolar el ruido que nos rodea. Como una voz que se levanta sobre otros ruidos sobre otras voces Así comienza el primer poema de Dondequiera, el último poemario de Sergi Gros, y es el concepto de voz, expresado como voz interior, poética, y también como otras voces exteriores, ruidos, y concretada en la palabra y el lenguaje, el que va a dirigir toda la lectura. Poemas cortos que se organizan por páginas, pero que se enlazan unos con otros en una continuidad narrativa y en el uso de la repetición de palabras-concepto claves, en un volver al tema aunque sea para enfocarlo de otra manera. La rima interna que se genera de esta manera, en el sentido de recuerdo de aquellos que ya oímos antes, hace que entendamos la unidad de todos los poemas como uno solo. Esta arquitectura, que se traslada y recorre todo el poemario, introduce interrupciones, intervalos que ayudan a una toma de conciencia emocional, y a pasar al siguiente fragmento identificándote con él, como si fueras aprendiendo por el camino las pautas necesarias. Además, una estructura visual interna en escaleras, a la manera de William Carlos Williams, domina rítmica y plásticamente, a la manera de reflexiones tomadas caminando, como esos paseos de los autores románticos. Y algo hay en la escritura de Sergi Gros que retoma la poesía romántica en lo que tuvo de conquista de la libertad creativa, en la construcción del individuo en su proyección sobre lo que encuentra en la naturaleza o el entorno, que si bien no es tan marcada aquí, sí tiene presente en algunos momentos («Como los pájaros que ya no cantan»; «Contra las mismas fuerzas / que doblegan la hierba / que desplazan el mar»; «Bajo las últimas ramas / de un bosque invisible»). Y una exaltación de lo sublime que hay en lo pequeño: «Como quien busca una luz / en el fondo de un depósito». Al principio del libro se parte de una inmovilidad, de una monotonía, expresada como el volver a empezar y los ciclos de vida y muerte y también el retorno a lo repetido, como Machado utilizaba la idea de la tarde («Y cada noche regresamos... a la misma ensoñación»), pero que cambiará al deseo y necesidad de cambio frente al inmovilismo. Y, como decía antes, será la voz la que se convierta en el tema del libro, esa voz tan necesaria para trascender el mero acto estético y convertirse en una conquista para ganar el futuro («Nuestro lenguaje es una semilla / … / Nuestro lenguaje / es una república / Un peldaño / en el aire»). La confianza en la palabra, en el lenguaje, en la actitud que luchará para apagar otras voces únicas e impuestas. Hay una voluntad de transmitir la necesidad de toma de conciencia y actuación colectiva. De ahí el uso de un nosotros poético, donde la voz no es individual, sino que se muestra una intención de trascender del individualismo a lo universal, con una proclama a la unidad («Y todos nuestros corazones juntos / constituyen una sola herramienta»). No hay acontecimientos, solo pequeños destellos de asombro ante vidas sencillas. Darse cuenta de nuestra pequeñez y a la vez saber que colectivamente se pueda avanzar. Gros utiliza un lenguaje extremadamente limpio de adornos al que ya nos tiene acostumbrados, donde la desaparición casi total de adjetivos nos transmite una esencialidad, unas imágenes nítidas por lo que son, sin intención de dirigir al lector a caminos cerrados. Se suma la ausencia de signos de puntuación (sólo las mayúsculas de inicio de oración quedan en los versos) y los sujetos ausentes, el inicio de los versos con preposiciones o adverbios, hasta, quizá, ante, como, desde, verbos como hablamos, venimos, veneramos... Hay en todo el libro una presencia, a veces simultánea o enfrentadas en las páginas, de la dualidad, la contraposición, como si existiera siempre una duda sobre la solución y su contrario, como si se supiera de qué forma actuar y la pereza y comodidad en dejar las cosas como fueron, y ahí aparece el quizá («Quizá la respuesta es compleja / y supera nuestras capacidades // Quizá deberíamos / obviar la pregunta») que nos enfrenta a nuestra incapacidad, una contraposición entre la revolución y el conservadurismo, como si no saber el sentido nos llevara de nuevo a la obediencia y a una cultura conservadora («Heredar un sueño / Seguir un patrón»). Dualidad que aparece en otras ideas contrapuestas («Una extraña circunspección / determina nuestras palabras»), siempre con el nosotros, («el fondo y la superficie», «Nuestro canto / es un error») donde el canto representa la voz que llega lejos y el error la duda permanente. Lo mismo ocurre con la idea de Dios o lo sagrado, que aparece como necesario, esos «santuarios permanentes» que se desean construidos por nosotros por un lado, y la crítica a las religiones del «juez que monopoliza las palabras» («Ante la presencia / de un dios severo / Bajo el ritmo / de otra voz»). También la idea expuesta anteriormente de lo colectivo presenta su parte negativa en la metáfora de la sociedad o el grupo como colmena y su obediencia «a una diosa enorme, a una reina estática», y el deseo de cambio se enfrenta a solicitar «las migajas de las migajas» y contentarse con «un poco de amor». Pero estas dualidades o confrontaciones no impide que se pueda leer como quien está orando. La división en poemas breves, a su vez divididos por estrofas cortas, con un cuidado exquisito en eliminar lo superfluo, y el control de la visualidad del poema, hacen que el lector adopte la postura de quien ora o lee textos o poesía sagrada, de ahí mi referencia a una mística profana, porque a la vez que se leen estas plegarias no se espera la ascesis, porque tal vez no exista lo sagrado, o solo exista en un pequeño ámbito. Decía Bárbara Guest que «El acto más importante de un poema es ir más allá de la página, para que seamos conscientes de otro aspecto del arte. Esto nos introducirá en su esencia espiritual».
Otras palabras dirigen también el sentido de Dondequiera como son deseo, sueño, alma, luz, y amor. Todas estas palabras tan positivas en su sentido primero se encaminan a un proceso de cambio y conquista, aunque todo acabe, tal vez igual, o tal vez con el convencimiento de que no se puedan lograr grandes cambios y que seguirá faltando luz, que los sueños serán sueños, y que nos quedará el amor. Así que el poemario no pretende dar lecciones de nada, sí abordar el mundo y sus enigmas y la dificultad de sobreponerse a algo que nos parece muy ajeno, y que sin embargo es de absoluta actualidad. Termino con el poema que da título al libro, ese Dondequiera que recoge perfectamente el ideario del libro. 22 Y nuestras almas permanecen violentamente adormecidas Como un puñal en una vaina Como una flor en un abismo En el fondo de la carne Dondequiera RAMÓN BASCUÑANA. ANOTACIONES A PIE DE PÁGINA (Pre-Textos, Valencia, 2023) por ANABEL ÚBEDA BERNAL BAJAR LA VISTA PARA ENCONTRAR LA SEMILLA DEL POEMA La lectura individual y solitaria nos lleva, en muchas ocasiones, a tomar aquellas citas que podrían ser objeto de una posterior creación, ya sea una reflexión o un poema, que no siempre acaba siendo. Partiendo de esta premisa, Ramón Bascuñana (Alicante, 1963) construye Anotaciones a pie de página (Premio Juan Gil-Albert, XL Premios Ciutat de València, 2023), un artefacto donde la cita ocupa la parte superior del papel y el poema se halla en la anotación a su pie, un acto que rompe el horizonte de expectativas porque obliga a una lectura no solo más pausada, sino que también se convierte una invitación a reconstruir el acto mismo de su génesis.
En cierto modo, sin miedo a equivocarme diría en este punto que la acción de bajar la mirada es equivalente a introducirnos en sus propios pasos, teoría que queda confirmada en las primeras anotaciones a Pavese o Roland Barthes, donde descubrimos a un yo-lírico que siente que el pasado es inhabitable: «la senda tenebrosa / del que escucha el silencio que cantan las sirenas / y sueña ser feliz en el destierro», al que simplemente le acompaña el acto de la escritura como una suerte de escapatoria: «quizás por eso escribo / versos que hablan / de mí mismo / como si fuese otro». Lo metapoético ocupa, por tanto, un lugar privilegiado, cuando reflexiona sobre la génesis desde la soledad: «la única que importa, / porque incluye a las otras, / esculpo este poema»; y también sobre su desarrollo porque «importa que el proceso / de horadar el misterio / nos transforme en personas diferentes». Sin embargo, ningún acto de creación está exento de la duda, ni las palabras por sí mismas construyen una fe, aunque sostienen su discurso, en esto coinciden el poeta y el citado Alberto Cardín: «Porque es difícil tener fe si las palabras / levantan un muro insoslayable / entre el creyente / y el misterioso objeto de su culto». El imaginario del poema contiene el amor, los recuerdos, la esperanza, lo gris, todos esos planos de lo vital que nos atraviesan y construyen nuestra historia; el poema es asimismo un álbum de imágenes de la infancia: «Mientras tanto la muerte y la doncella / en plano contra plano / se juegan a las cartas / el destino del hombre que seremos» e incluso se convierte en un lugar donde nos reconocemos en los otros, porque siempre hay un punto de coincidencia: «que solamente somos / la copia de una copia, / un plagio repetido / hasta el fin de los tiempos». Entendemos, entonces, que lo vital y la poesía se convierten en dos planos complementarios, otras veces, opuestos, porque el poema certifica, construye, destruye, refleja, sana o simplemente muestra todo aquello que nos atraviesa porque: «Cada verso un disparo o una puñalada. / Legítima defensa / oscura realidad que nos acosa». ERIKA MARTÍNEZ. LA BESTIA IDEAL (Pre-Textos, Valencia, 2022) por ELENA ROMÁN Erika Martínez, nacida en Jaén y residente en Granada, es poeta y aforista, doctora en Filología Hispánica y licenciada en Teoría de la Literatura, así como profesora de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Granada. Como última muestra de una trayectoria literaria formada por libros conveniente y temporalmente distanciados entre sí, basta no un botón, sino una bestia y no cualquiera: La bestia ideal, publicada (al igual que anteriores títulos) por Pre-Textos.
En La bestia ideal Erika se refiere a lo incierto a partir de una mirada atenta hacia lo que le rodea, con la palabra exacta y clara, con una sensibilidad esdrújula e inteligente. Va ensamblando un mar a base de olas precisas e irrepetibles, como pinceladas efímeras aunque eternas, y sumerge en ellas la mano que, al instante, emerge con la gota justa que dice, la gota que significa. Se diría, ante dichas pinceladas/palpitaciones, que Erika Martínez habla en braille porque habla desde el corazón, que habla en morse. Se le nota el carácter (o sea, la métrica) cuando escribe el poema, cuando lo recita, cuando se queda en el oído o en el ojo que lo mastica. A través de unos versos tan largos que podrían confundirse con prosa si no fuera porque son tan indudables que no pueden confundirse con nada, la autora ensambla imágenes que de otro modo no podrían formar un solo cuerpo. Resulta cuanto menos curiosa su insistente alusión al “detrás”: no un detrás-pasado sino un detrás-lo-oculto, un detrás-lo-que-pudo-ser con plena autoridad para constituirse en sombra de lo que es. En resumidas cuentas, habla de un detrás alternativo que no se ve pero cuya existencia late grave y pertinentemente. Mientras escribo tiene que haber algo detrás: un mundo del que retirarse para pensarlo (‘El paisaje omitido’). La autora trasluce todo tipo de reflexiones lingüísticas, filosóficas, y, en resumen, cognitivas. Las preguntas que echa a rodar páginas abajo en La bestia ideal son más necesarias que las respuestas, no son espontáneas (se diría que son cuestiones cocinadas en el fuego que se enciende en la vigilia), y son también (o parecen serlo) consecuencia de un esfuerzo por dilucidar la vida. Dos ejemplos de interrogantes sin respuesta serían: En la impotencia que se arroja, ¿no brota un entusiasmo? (‘Una música’), y, ¿No hacen unísono también quienes se niegan a sonar? (‘Unísono’). Y un ejemplo de respuesta sin pregunta sería: Aquello que me obliga me sostiene (‘El caldo primigenio’). Erika péndulo, Erika bajando una persiana para no distraerse con lo que no pertenece a nadie, Erika concibiendo la poesía como un acto de amor, luego sincero. En su condición de aforista, golpea, mientras que en su condición de poeta, detiene el golpe. Erika escribe un poema y luego se retracta, quitándole palabras hasta que vuelve a desaparecer (‘La imagen de mí’), pero donde ella ve una desaparición se percibe una promesa. Cuando habla de lo de fuera, lo hace con apenas adjetivos, limpiamente; cuando habla de ella, anula los adverbios. Con un dominio del lenguaje absoluto, que lo mismo emplea para abstraerse del mundo que para romper a Santiago Auserón, la autora nos regala lucidísimas descripciones como Las coníferas corren monte abajo hasta la costa y se desmayan como una seductora del siglo diecinueve. El cielo, mientras tanto, va a lo suyo (‘Retracciones’), o Un hombre con tres dimensiones es la sombra de un hombre con cuatro (‘La nota adicional’). Me acuerdo de aquel guardabosques que consiguió sobrevivir a tres rayos y acabó suicidándose, dice Erika en ‘El caldo primigenio’. Y yo me acuerdo de la presentación de La bestia ideal que tuvo lugar el primer día de verdad frío en Córdoba de 2023, cuando confesó que llevaba tiempo sin escribir a raíz de su reciente maternidad, y que se preguntaba: ¿me abandonará la poesía? Por la expresión general de los allí asistentes, hubo unanimidad de pensamiento: no, la poesía no iba a abandonar ni muchísimo menos a Erika Martínez. Manifestó, también, en dicha presentación, que sentía como música la respiración de su hijo cuando dormía. Aquel día era de noche. JUAN JOSÉ RODINÁS. EL USO PROGRESIVO DE LA DEBILIDAD IV Premio Internacional de Poesía Juan Rejano de Puente Genil (Pre-Textos, Valencia, 2022) por ELENA ROMÁN El uso progresivo de la fuerza consiste en hacerse con el control de una situación que supuestamente atenta contra el orden público o la integridad de las personas. Se trata de una acción regulada, no arbitraria, que se va ejerciendo poco a poco. Pero... ¿Es posible disciplinar la fuerza? Y la debilidad, ¿es posible graduarla y no desfallecer de golpe? El uso progresivo de la debilidad es el título de la obra ganadora del IV Premio Internacional de Poesía Juan Rejano. El jurado del premio destacó su «condición de libro poliédrico».
Comienza con una cita del Tiqqun en la que se afirma que «el hombre no puede ya defender nada de la trivialidad del mundo». Le sigue el fragmento de un poema de Simon Armitage en el que éste asegura no tener ninguna causa. Estas dos proclamas conforman el preámbulo de lo que nos aguarda: el discurrir de un hombre que, como manifiesta el Bloom (aludido en la cita del Tiqqum), se ha alejado del devenir general para cuestionarlo y ha optado por crear su propia comunidad, constituida por los vínculos afectivos (su hija), el descreimiento hacia la sociedad, y su íntima y minimalista visión del mundo. Porque, tal como enhebra Rodinás, El mundo es una pregunta por los cielos, si eres pequeño y frágil. Estructurado en cuatro partes, comienza la primera de ellas (“Mística en un barrio de clase media”) a la manera de un diario en el que queda plasmado el testimonio de alguien cuya mente es Ese conjunto de rascacielos derrumbados. A medio camino entre el renglón y el verso largo, esta parte es una búsqueda continua y es un invierno con su hija y es el ensayo de un bosque. En la segunda parte (“Fotografías de un libro que compré usado”), Rodinás ensambla una especie de tête à tête —procurando mantenerse invisible— con artistas que plasmaron lo que vivieron desde una óptica única e inimitable (Pollock, Rothko, Cornell, Baskiat...), ya que la realidad es el parche bonito que le pones a la ficción para que te crean tu mentira. Rodinás surge, en la tercera parte (“La vida en pedacitos”), armado con una recopilación de apuntes convertidos en poemas, una orquesta un domingo, anotaciones frescas para no perder el rumbo, confesiones dinámicas como Todo lo que escribí me vence o Yo también salí a veces con una máscara idéntica a mi rostro. Redescubrimos en esta parte a un hombre que es un niño, cuando todavía tratábamos de asimilar el estoicismo con el que se enfrentaba a la primera parte y el cristalino de la segunda. En “El cajón donde guardo los juguetes de mi hija”, cuarta y última parte, hace la promesa que rompe todos los límites y barreras: Envíate por correo / postal a todos los lugares del mundo. Yo, / aunque haya muerto, estaré allí para recibirte. Vemos aquí un reconocerse tranquilo al contemplar el ternísimo remolino que sucede en su hija: Mi hija es también el páramo. / Y tres o cuatro nubes. Las cuatro partes, a pesar de ser diferentes, mantienen algo vívido y eléctrico que las conecta: la mirada par de Rodinás, su cadencia, la ecuanimidad, cierta influencia de los poetas ingleses (estilísticamente hablando). Afirmaba Bernardita Maldonado, miembro del comité de lectura del Premio Internacional Juan Rejano, que la poesía de Rodinás es «una casa hospitalaria», y su voz, «periférica del sur». Asimismo, y en relación con el empleo de los diminutivos por parte de Rodinás, mencionaba Bernardita la connotación quechua (y me atrevería a decir que también andaluza+) con la que se utilizan: dichos diminutivos no se refieren al tamaño de las cosas sino al cariño que se manifiesta hacia ellas. El uso progresivo de la debilidad, en todo caso, es un libro capaz de plantear más dudas que las que se pudieran tener antes de leerlo, al tiempo que las impugna. Calibrando el conjunto (las cuatro, la una), la debilidad progresiva pudiera traspasarse de lo escrito a lo respirado. Y es que a medida que se suceden los poemas bajo la atenta mirada del corazón del lector, existe el riesgo de sentirse poco a poco como de papel, como de minúsculas, como rozado por todo. Lo cual, diga lo que diga quien lo diga, nos vuelve durante la lectura —por si se nos había olvidado— deliciosamente humanos. JUAN MARQUÉS. EL HOMBRE QUE ORDENABA BIBLIOTECAS (Pre-Textos, Valencia, 2021) por MARÍA ANTONIA GARCÍA CARO El hombre que ordenaba bibliotecas es la primera novela del crítico literario Juan Marqués (Zaragoza, 1980). El autor nos plantea su obra como un juego cervantino: es un escritor que no se considera escritor ni tiene ambición de serlo, aunque haya publicado cinco poemarios y esta novela. Afirma incluso que este libro «podría no haber sucedido». A pesar del título, Marqués insiste en que esta novela no trata de libros, pero El hombre que ordenaba bibliotecas está repleto de referencias literarias. La labor de crítico literario y el oficio de poeta del autor están muy presentes en la obra, aunque esta novela es más que una obra sobre libros. Esa es la excusa, la trampa para hacer un pequeño tratado de crítica literaria, para reflexionar sobre la literatura, sobre la relación de esta con la vida, y para plantearnos los límites entre la realidad y la ficción. La vida del crítico zaragozano guarda ciertas semejanzas con la del protagonista de la novela y en muchos momentos confundimos a la persona con el personaje. «Es imposible que las novelas no hablen de sus autores», se dice en la obra. El protagonista, sin nombre, es un pluriempleado editorial mal pagado, que sufre una crisis cuando va a cumplir cuarenta años. Es un personaje desorientado que no se siente libre y necesita «cambiar de ritmo». Tras un viaje a Toulusse, en el que conoce a un extraño personaje, se ofrece para ordenar bibliotecas, que es una forma de vivir en ellas y así, de algún modo, organizar también su vida. Cuando se convierte en el hombre que ordenaba bibliotecas, Marqués nos ofrece un catálogo de individuos estrafalarios cuyas actitudes probablemente respondan a desórdenes psiquiátricos. Sus males surgieron «a partir de un texto, todos sus daños o complejos tienen orígenes literarios». Estos personajes quieren ordenar sus bibliotecas de las formas más peregrinas y el protagonista recorre distintas ciudades ordenando sus bibliotecas para hablarnos, en apenas veinte páginas, de lo que los lectores esperamos de la novela por su título. El protagonista afirma: «Podría contar todo acerca de todas las bibliotecas que visité y asesoré, pero es que no es eso lo que quiero contar». Esta afirmación parece toda una declaración de intenciones del autor. Quizás con el propósito de captar el favor del público, como buen conocedor de las técnicas utilizadas por los clásicos, Marqués nos relata algunas historias de bibliotecas para llevarnos después a una reflexión más profunda: sobre la literatura, sobre cómo la vida está invadida por la literatura. Pero El hombre que ordenaba bibliotecas no habla solo de literatura; la política, lo francés, Goya, los mileuristas, los autónomos o los chalecos amarillos están presentes en la obra. Esta novela se podría calificar como generacional, ya que su protagonista sufre los problemas de la sociedad española del momento. El personaje principal es un tipo con pocas habilidades sociales, que se ha pasado toda la vida leyendo. Está viviendo una mala racha y no acierta ni siquiera en la elección de la comida que pide en los restaurantes. «Últimamente todo es rarísimo a mi alrededor», dice. Probablemente lo más raro que le sucede son los encuentros con un español afrancesado, muy culto, con quien establece una relación intelectual y una sociedad secreta, que le da cierta intriga a la novela.
Este libro, escrito en primera persona, está construido sobre conversaciones. Unos diálogos que a veces se convierten en monólogos. A pesar del uso de estas técnicas y la autodefinición del relato del protagonista como «esta verdadera historia», no podemos considerar esta novela plenamente realista. La presencia del azar, la búsqueda de la extrañeza y los sueños la vinculan con el surrealismo y con Buñuel. En la obra se hace referencia al director aragonés y el final del libro guarda ciertas semejanzas con Ese oscuro objeto de deseo. Aunque uno de los objetivos que se planteó Marqués con esta novela fue proporcionar al lector menos de una hora y media de entretenimiento, El hombre que ordenaba bibliotecas no es una comedia. Pero el humor es una de las virtudes de la novela; es un humor absurdo, incisivo en algunas ocasiones. Quizás Juan Marqués, como Miguel Mihura, usa el absurdo como contrapartida de la realidad. Y nosotros, como lectores, pasamos de la realidad, de la vida, a la fantasía, a la ficción. Y ya dudamos de si esas palabras del señor de Santander que solo quería las óperas primas en su biblioteca forman parte de ese juego cervantino y nos las está diciendo Juan a los lectores de su primera novela: «Me motiva mucho esa literatura de estreno, de tanteo. Es lo que más me complace... Yo sé leer todo eso, aunque no esté escrito. Y en el caso de los debutantes es maravilloso, pura ingenuidad, un jardín de las delicias». CRISTÓBAL DOMÍNGUEZ DURÁN. SECUELAS (Pre-Textos, Valencia, 2018) por JUAN ANTONIO FERNÁNDEZ-PÉREZ LA NOSTALGIA DEL IMPACTO No encontrará el avezado lector de poesía el título Secuelas ocupando nómina en las ya tan socorridas e interesadas listas de best books of the year que trufan los distintos suplementos culturales al declinar el año. Más allá de unas atentas palabras que Joaquín Pérez Azaústre le dedicara en El Cultural, nula ha sido la atención prestada por la crítica a este poemario. Y no podía ser de otra forma, pues su autor, Cristóbal Domínguez Durán (Vejer de la Frontera, 1993), reacio a la lente pública, parece haber tomado desde un comienzo la honesta decisión de pasar desapercibido, haciendo suyo el famoso aserto del polaco Adam Zagajewski: «poetry is the revenge of introverts». El jurado del XXXIX Premio Arcipreste de Hita destacó, por encima de otras características, la tremenda sencillez, lejana a la simplicidad, que sostiene Secuelas de principio a fin. El veredicto no pudo ser más justo y certero. Desde el primer poema hasta el último, los textos están atravesados por ese tono mínimo, por ese breve latido que dicen las cosas mientras viven. Podría incluso afirmarse que, dada la sencillez de Secuelas, a medida que avanzamos en su lectura resuenan aquellos versos de Eugenio Montejo sobre el desprendimiento nominal del poema: «La poesía cruza la tierra sola / apoya su voz en el dolor del mundo / y nada pide / ni siquiera palabras». Acogiéndose al magisterio de Montejo, Angélica Liddell o Gamoneda, citados en el frontispicio del libro, Domínguez Durán muestra que el poema no se escribe, el poema se gesta, para después alumbrarse, tal y como reconociera José Ángel Valente: «escribir no es hacer, sino aposentarse, estar». Por eso el título: secuela, cardenal, hematoma. Términos surgidos para indicarnos que, tras el golpe poético, urge una demora reflexiva que permita meditar la herida. Cualquiera herida. Incluso aquella que, sin ser propia, nos duele como «algodón rojo en nariz ajena». Pues, ciertamente, toda herida deja en la carne el recuerdo de una ausencia, la nostalgia del impacto. Cada herida atestigua la lenta procesión que ensaya la cicatriz hacia una ausencia (la de carne). Las cicatrices son el cuerpo afirmándose en la vida. Por tanto, según esta lógica de lo ausente y lo increado, el verso —«línea que es eco / de algo que nunca digo»— se convierte en simple grafía, tachón o sonido imposibles de fijar en el folio. Dividida en tres capítulos —“Umbral”, “Preludio de carnaval” y “Certezas inexactas”— la opera prima del gaditano oscila entre la reflexión metafísica y el enjuiciamiento del lenguaje, transitando a través diversos temas literarios con un recurrente tono cuestionador, que se emplea con ánimo de que el poema alcance el fondo del ojo de dios, que diría Bolaño. De tal modo, desde los versos que dan entrada a la primera parte, ya advertimos cómo se arremete contra el signo lingüístico y la noción de identidad: Si los nombres invocan a las cosas y a mí nadie me llama es que no existo. La sección de “Umbral”, además de reunir la mayor carga filosófica del libro, esboza un sendero en el que el poeta deja restos de un misterio tenue pero cierto. Como en ‘Una foto en otoño’, donde la personificación de una fotografía sirve para explorar en qué medida la vida excede a la muerte, es decir, la existencia muda e invisible que siguen manteniendo, en nuestro recuerdo, los seres queridos al marcharse: su inesperado olor en unas sábanas, su nombre en un recibo, sus libros a medias, sus proyectos. Como si hubieran vuelto y nos dejaran «la certeza inexacta» de su «vida en las cosas». En otro lugar, este poder evocador (y creador) del recuerdo es reafirmado como invisible certidumbre de algo que existe en tanto que sigue siendo en la memoria. Así leemos en ‘Transcendencia’: Un fuego se ha extinguido Ya no arde pero es cierto en la mente y el humo. Los aires metafísicos cambian de tercio por completo con “Preludio de carnaval”, segunda parte. Aquí el motivo del carnaval es asumido como un pretexto que, a lo largo de diez poemas numerados, sirve de estopa para la reflexión política. Muy en la línea del teórico ruso Mijaíl Bajtín, el capítulo constituye un orden de cosas invertido, enmascarado, donde se cumple el viejo sueño de la tabula rasa estamental. En este sentido, la eliminación de clases posibilita un espacio poético comprometido y pesimista a partes iguales, el cual nos muestra: 1. La pasividad y el estatismo de las mayorías sociales ante la injusticia política, las cuales son equiparadas a «unos cuerpos inmundos / que juegan a estar vivos». 2. El inmovilismo que subyuga a los sectores más desfavorecidos, pues «existe algo en este aire / que no permite la huida». 3. La radiografía de un clima general de insatisfacción en el que «no sabemos dónde anda / nuestro lugar del sueño». Todo ello, a la postre, queda revestido de un cariz desencantado muy próximo al César Vallejo de Trilce (1922) y, más concretamente, a su poema ‘LXXV’: «Estáis muertos. Qué extraña manera de estarse muertos. […] vosotros sois los cadáveres de una vida que nunca fue». Sin embargo, al tiempo que se vence el pulso al derrotismo, sobresale en esta parte el poema ‘VIII’, el cual supone una apuesta final por la esperanza: Tengo que abrir los ojos. No me resigno, aunque lo que vea sea muerte manando de los vuestros. Veo un fanal de luz, hacia él voy […] En el último capítulo, la apretadísima antítesis “Certezas inexactas” agrupa un conjunto de poemas que presentan una suerte de cotidianidad filtrada, nuevamente, por el tamiz de la memoria. Tal es el caso de ‘Noche descubierta’, donde, al igual que para Breton la realidad estaba en otra parte, aquí el amor siempre está en «las ventanas encendidas de los otros». Lo mismo sucede en ‘Una extraña mujer’; aquí, el posible contexto festivo de un bar Erasmus va tejiendo un poema erigido por completo sobre una sinécdoque (mirada-cuerpo), la cual expande a la plenitud del mundo el lugar que ocupan unos ojos familiares «desde el mínimo espacio de sus cuencas». En la misma línea, en ‘Resignación’ el costumbrismo amoroso —una pareja en la cama antes de levantarse— es sometido al bisturí de la duda, para desencadenar una aguda y elegante reflexión sobre el amor. Por último, dicho cuestionamiento, que se extiende en todas direcciones, va a parar a uno de los poemas más condensados y mejor conseguidos del libro, ‘Masturbación’. Pese a su brevedad, el texto carga todo su nervio poético hacia el final, gracias al drástico cambio de entonación (afirmación/interrogación) producido por el repentino quiebro que dibuja la curva melódica ascendente de la pregunta indirecta del último verso: De la memoria va cayendo la carne como en rodajas toda sobre mi cuerpo erecto para quién. A la cita de Secuelas acuden, vehiculados por el tono místico propio de San Juan de la Cruz o Juan Ramón Jiménez, canciones encriptadas de Héroes del Silencio, el respeto por la tierra que hay en la poesía de Montejo, la hondura melismática de Montserrat Figueras, el arrojo teatral de Angélica Liddell, la espiritualidad polaca aprendida en la lectura de Zagajewski, Szymborska o Tsvetáyeva, el carnaval elevado a tópico literario y consigna política… En suma, Secuelas es un cúmulo de materia desbordado por la vida, el cual nos invita a descubrir qué fiebre, qué ceniza o qué «máscara de nadie» nos acecha desde el fondo del recuerdo. Atreverse a alcanzar tal fondo es responsabilidad de quien lo lea.
MIGUEL ÁNGEL CARMONA DEL BARCO. KUEBIKO (Pre-Textos, Valencia, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Después de un gran libro de relatos (Manual de autoayuda, finalista del Premio Setenil 2016), Miguel Ángel Carmona del Barco publica “Kuebiko”, una novela que ha visto la luz en la editorial Pre-Textos gracias al Premio Vicente Blasco Ibáñez. Kuebiko es una novela que ofrece muchas lecturas, todas ellas interesantes, manejadas con maestría por Carmona: es un relato sobre la experiencia del exilio, es una distopía ambientada en una España/Europa demasiado cercana o creíble para no temblar y es, también, una historia sobre relaciones humanas: familiares, amorosas y de amistad. Pero, antes de comenzar, una pequeña aclaración sobre el título: Kuebiko es un dios sintoísta que se representa en forma de espantapájaros. Es decir, un dios inmóvil, atrapado, consciente de todo el mal y el dolor, pero incapaz de actuar. Y es exactamente así como se sentirán los lectores, porque el relato que plantea el autor, todas las desgracias y miserias humanas que van mostrándose en estas páginas, convierten al lector en un ser sufriente e impotente. No tanto por los personajes de la novela, lo que sería un pasatiempo estéril y tolerable, sino por la certeza de que la ficción que aquí se narra está pasando, ahora mismo, ante nuestra total consciencia e impotencia. La distopía que se plantea es la siguiente: en un tiempo sin especificar, que podemos intuir paralelo o muy cercano al nuestro, España está sumida en una guerra civil y los protagonistas huyen de la violencia hacia el norte de Europa. La trama de la novela es, por tanto, el viaje, el camino desde España, donde comienza la acción, hasta el destino final en otro país europeo que no desvelaremos para no incurrir en spoilers. Es muy interesante la forma en que el elemento distópico está manejado en Kuebiko. Los elementos de ese amenazante mundo son totalmente creíbles, cercanos, por lo que se convierten en más terribles todavía. Sin embargo, a diferencia de otras novelas de este género, cuya esencia consiste en la creación y explicación de los elementos políticos y sociológicos que conforman esa realidad imaginaria, en la novela de Carmona no hay explicaciones detalladas: es un telón de fondo construido con apuntes, retazos. Así, intuimos que esta nueva guerra civil también tiene origen en un choque izquierda/derecha, y se deja adivinar que, de alguna manera, las políticas de recortes de la UE y el poder de “los Mercados” están detrás de ese estallido. También se deja ver una ruptura sur/norte en la UE, así como una generalización del fascismo y el racismo en toda Europa. Sin embargo, como he dicho, todo el entramado histórico-político es algo secundario que, no obstante, al lector le parecerá escalofriante por lo verosímil y cercano, porque todos los elementos de ficción tienen una sólida base en hechos reales sucedidos en España y Europa desde 2010. Así, por poner un ejemplo, sin destripar demasiado la novela, esa “institución para refugiados” privada, en la que el gobierno de un país europeo ha delegado (o “concertado”, o “privatizado”) la atención al refugiado y que se convierte en una especie de cárcel esclavista, nos parece totalmente creíble porque vemos día a día cómo las privatizaciones continuadas y las políticas neoliberales van imponiendo esa lógica inhumana del beneficio económico, del desprecio y el sacrificio de lo humano en aras del dinero, con la connivencia de los gobiernos. Para terminar con el elemento distópico, dos apuntes. El primero, que es un acierto de Miguel Ángel Carmona conseguir que todo nos parezca tan cercano, tan creíble y tan terrible, gracias a su capacidad para entender y analizar la realidad contemporánea y extrapolar sus elementos a ese futuro. El segundo apunte: puede que, tal vez, a los lectores nos parezca todo tan creíble porque nuestra imaginación está preparada, dada la situación actual, para la distopía, para el desastre, porque las políticas neoliberales parecen llevar al pensamiento a ese callejón sin salida en el que, inevitablemente, todo se desmorona y el sufrimiento es el único horizonte que nuestra imaginación nos permite vislumbrar. De hecho, el aumento de novelas distópicas en los últimos años, podría ser una prueba de esto. A pesar de que el elemento socio-político de la distopía es borroso, insinuado más que narrado o explicado, tiene una solidez destacable. Tal vez, esto se deba a que el autor sí tenía desarrollado en versiones previas de la novela esos elementos, que decidió atenuar en la versión definitiva. Él mismo explicó esto en una entrevista: La novela está trazada para proyectar, en un futuro no demasiado lejano, las características del desastre actual en nosotros. Lo que ocurre es que durante ese proceso de escritura y reescritura he ido extirpando toda referencia sociopolítica que sí aparecía en los primeros borradores. Y creo que ha hecho que el texto resulte más comprensible, más cercano, y más asequible. Sin embargo, hay una gran diferencia entre proyectar un marco social y político en el que encuadrar una historia humana, y después retirar ese marco, como hacían con las cimbras que soportaban las cúpulas renacentistas, y no crearlo. Ese marco me ha permitido definir las relaciones con mucha más precisión y propiedad. La decisión de retirarlo tiene que ver con mi obsesión por no desviar el foco de lo exclusivamente humano. (Entrevista de Laeticia Rovecchio Antón para la web Pliegosuelto publicada el 26/05/18). Como dice el autor en la cita anterior, el desplazamiento del foco de la novela desde lo político hacia lo humano consigue que el lector perciba que, en definitiva, el verdadero tema de Kuebiko es el de los refugiados. El eje narrativo de la novela es el periplo de dos familias que salen de España y buscan refugio y futuro (o supervivencia, que aquí viene a ser lo mismo) en el norte de Europa; son sus aventuras, sus sufrimientos, las relaciones que se van estableciendo entre ellos y entre todo tipo de personajes que van encontrando en su camino, los elementos centrales de la novela. El retrato de la vida del refugiado o exiliado es tremendo, sobrecogedor. Si decíamos antes que lo distópico era verosímil, aquí, en la cuestión del exilio, esa verosimilitud alcanza cotas de detalles físicos y psicológicos absolutamente desgarradores. Mientras leía, me sorprendió ese nivel de detalle y precisión en alguien que, por lo que yo sabía, era un escritor español que no conocía de primera mano esa experiencia. Sin embargo, consultando luego entrevistas del autor para preparar esta reseña, descubrí que Miguel Ángel Carmona estuvo acompañando durante meses a exiliados por varios países como Grecia, Austria, Alemania, compartiendo con ellos barcos y trenes. Esa labor de documentación es esencial y nos lleva a hacernos la siguiente pregunta: ¿por qué trasladar a una distopía futura o ficcional todas esas experiencias reales, que han sucedido y están sucediendo ahora mismo en nuestra Europa? ¿Por qué no escribió un reportaje, o una novelización directa de su experiencia? La respuesta parece clara, y supone otro acierto del autor: trasladar esa vivencia a España, a personajes que llevaban una vida “como la nuestra” y que, de repente, se ven obligados a salir a un mundo hostil, violento e inhóspito donde las leyes conocidas no rigen, hace que el lector empatice con la experiencia del exilio de una manera mucho más efectiva. En cierto modo, aunque sea un poco triste y no diga nada bueno de nosotros como lectores (ni como seres humanos), tenemos tan asumida la imagen del exiliado sirio, hemos visto ya tantas veces su sufrimiento, su muerte, incluso, que nos conmueve y apela con mayor efectividad imaginar a alguien “como nosotros” pasando por esas penurias. Si dejamos por un momento el mundo y los temas desarrollados en la novela, para centrarnos en elementos técnicos de composición y estructura, lo más importante sería la división de la novela en cuatro partes que se corresponden con cuatro voces de cuatro personajes. Esta polifonía está unida también al avance de la trama y del tiempo de la narración; es decir, que los cambios de voz funcionan como una carrera de relevos. Primero Ulises cuenta desde que salen de España hasta un punto determinado de su “odisea”. Cuando la voz de Ulises da paso a la de Tin, este comienza narrando desde el punto en que aquel lo dejó, al igual que sucede cuando la voz de Tin deja la narración en manos de Isabella, y esta en manos de Elías, el padre de Ulises. No obstante, ese elemento coral, si bien va siempre avanzando en la cronología lineal de la acción, le permite al autor que determinadas escenas del pasado, con gran importancia para la trama y la relación entre personajes (que no podemos desvelar), aparezcan narradas desde distintos puntos de vista.
Esta división en cuatro voces facilita también al autor poner el foco de la novela en otro de los temas fundamentales, que es el de las relaciones humanas y familiares. Si bien lo más impresionante es ese retrato casi documental de las experiencias del exilio, y es el movimiento de los personajes de sur a norte lo que organiza narrativamente la obra, es también fundamental la compleja red de relaciones familiares (padre-hijo, marido-mujer, etc.) que van desvelándose y modulándose muy hábilmente a lo largo de la novela. Así, cada vez que la voz cambia, se iluminan aspectos nuevos de estas relaciones, demasiado complejas para analizarlas aquí sin incurrir en spoilers. Esa estructura cuatripartita, polifónica y lineal funciona a la perfección, manteniendo la intriga y haciendo que el lector comparta y sufra todas las penurias e incertidumbre de los exiliados. La voz de Ulises es la primera y la más larga, pues ocupa casi la mitad de la novela y lleva todo el peso inicial de presentar, desde la primera persona, todo un mundo desconocido y unos personajes nuevos, jugando con el difícil equilibrio entre el avance lineal del exilio y la introducción de saltos al pasado para explicar su situación presente. Esto está perfectamente resuelto, aunque no puedo dejar de señalar un pequeño elemento que no me parece del todo bien integrado en la voz de Ulises, y es el uso de la segunda persona. Ulises narra alternando la primera y en segunda persona, como si, mentalmente, se dirigiera a su padre. Pero he de reconocer que esa esporádica aparición del tú siempre me desorientaba, me pillaba por sorpresa y me obligaba a resituarme; me incomodaba y me costaba entender esa peculiar elección. Será al final de la novela, cuando su voz, la de Elías (que es la parte más corta de las cuatro, apenas un epílogo) tome el mando de la narración, cuando esta elección esté justificada temáticamente. El segundo narrador, Tin, el niño “abandonado” es el que tiene el privilegio de conseguir las mejores páginas de la novela. Las cuarenta o cincuenta páginas en que la voz de Tin toma el mando de la narración son una maravilla absoluta que justifican por sí solas cualquier premio o reconocimiento de Kuebiko. Es también la narración más terrible, que se lee en medio de una paradoja lectora: disfrutando de su ritmo, de su inmensa calidad literaria, al mismo tiempo que se sufre con el brutal relato de sus experiencias del exilio. La voz de Isabella es totalmente epistolar, conformada por una serie de cartas enviadas a Ulises desde su posición de Penélope que espera su regreso. Es aquí donde el autor aprovecha para introducir una mayor carga de elementos poéticos, aprovechando tanto la formación literaria del personaje (Licenciada en Filología), como el hecho de que sean cartas en las que puede dar rienda suelta a ese tipo de reflexiones más íntimas, una vez que ya todo el elemento puramente narrativo ha sido desplegado por las dos primeras voces, la de Ulises y la de Tin. Kuebiko es definitiva, una gran novela que mantiene al lector pegado a sus páginas, que consigue retratar el sufrimiento de los exiliados sin regodearse ni ejercer una crueldad gratuita sobre los personajes; es una historia muy bien contada que nos hace sufrir, porque vivimos de forma muy intensa la realidad del exiliado, y porque nos retrata como sociedad y como individuos, y nos apela éticamente. No creo que esta novela pueda dejar indiferente a nadie, y menos ahora con el ascenso del fascismo en países tan importantes de la UE como Italia y Francia. Y, además de todo lo anterior, Kuebiko tiene un nivel literario altísimo, como ya lo encontrábamos en Manual de autoayuda, que demuestra que Miguel Ángel Carmona es un escritor al que tendremos que estar muy atentos. LUIS ANTONIO DE VILLENA. DORADOS DÍAS DE SOL Y NOCHE (Pre-Textos, Valencia, 2017) por PEDRO GARCÍA CUETO Cuando uno hace pasar su mirada por la memoria, salen muchos contornos, muchos dibujos, espejos donde uno ha visto la vida. Si, además, se ha vivido intensamente, la memoria se convierte en un lugar hospitalario donde dar de beber al sediento, que es, en realidad, el hombre, esa sed de conocimiento ante el inexorable paso del tiempo. Dorados días de sol y noche es un lugar de encuentro, por él desfilan Gil-Albert, ese hombre renacentista que vivió en un siglo equivocado; Francisco Brines, sabio y lúcido siempre; Fernando Savater, que en el libro se nos descubre en alguna intimidad; Vicente Molina Foix, ese ego del hombre refinado que es el novelista y crítico alicantino; pero también Aleixandre y Gil de Biedma, uno de los mayores representantes de una época, un poeta que removió los cimientos de la cultura con su afán provocativo y su gran sensualidad. Luis Antonio de Villena es poeta, pero también novelista, ensayista y muchas otras cosas, hombre de mirada penetrante, culto y de refinado aspecto, permanece en un ayer que el tiempo ha ido horadando ante la mediocridad insultante de los tiempos actuales, tan proclives a la incultura, al saber todo pero no saber nada de muchas generaciones jóvenes de nuestro tiempo. Queda lejos el tiempo que rememora el poeta, un tiempo más vivo, más atractivo, donde la cultura y la vida se mezclaban en las salas de fiestas, en Bocaccio, en O’Clock, donde algunos hombres de enérgica homosexualidad buscaban sus parejas, tantos lugares por los que ha transitado Villena, siempre atento al mundo, tan enamorado de otras culturas, de otras épocas, tan erudito siempre sobre mitos griegos y latinos que ha querido ver en esos jóvenes efebos que poblaron sus noches de amor. Todo está en el libro, encuentros, incluso algunos detalles muy íntimos, pero también esboza retratos impagables de grandes escritores amigos. Cito el que le dedica a Gil-Albert: Charlábamos mucho Juan y yo, que además me fijaba en su tono refinado. Por ejemplo, cuando colocó en su mesita de noche un portarretratos antiguo y dual con fotos de su hermana y de su cuñado, fallecidos hacía mucho. Lo hizo con mucho esmero. Con un delicado mover los dedos. Porque Juan fue un espíritu noble, elegante, que prefería un perfume a una comida, que elegía el “lujo” no del dinero, palabra vulgar para él, sino el del dandismo, el del ser un hombre que ya en aquellos tiempos en que era joven tenía algo de decadente.
El libro es jugoso, nos desvela muchos detalles, aquellas noches en que Paco Brines llevaba en su coche a Luis Antonio, los viajes con Molina Foix, el loco congreso de Las Palmas, cómo nos cuenta que Rosa Chacel era una mujer muy agradable que nunca sintió el exilio, que Clara Janés estaba a su servicio en aquellos años de la vejez de Rosa. El libro tiene un estilo cuidado, siempre nostálgico, así se acuerda de amigos a los que echa de menos, en ese tempus fugit medieval que supone el libro, un ir muriendo que pesa en la mirada del poeta que siempre ha sido Villena. Me gustaría citar cómo recuerda a un inolvidable Terenci Moix: Adiós querido Terenci, con un beso frívolo, por supuesto, pero con la coplilla que Dámaso Alonso le dirigió a Vicente Aleixandre: “Vicentico, Vicentico / ya te lo decía yo, / que la perra de la vida / nos la jugaba a los dos”. Te he echado de menos. Y eso no se dice de todo el mundo. Tú ya lo sabías. Hay mucho respeto a Terenci, a Juan Gil-Albert, a Paco Brines, a su amigo Fernando Delgado, a Aleixandre, a Gil de Biedma, al gran Jaime Siles y a otros grandes. También el libro va desvelando el desprecio a un mundo de la literatura donde el oportunismo, los cretinos y los cínicos campan a sus anchas. Es Villena de una lucidez que no quiere nunca hacer concesiones. Como si fuese un Ovidio en su destierro, como si estas fueran las Tristia que escribió el gran poeta latino, hay en Villena un sabor melancólico, nostálgico, de tiempos que no volverán jamás, como el Lampedusa de El gatopardo, un mundo que se va para siempre, con sus rostros y sus voces, ahora espejos en los que mira el tiempo el gran escritor madrileño. |
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