LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ALBERT CAMUS. EL EXTRANJERO (Barcelona, DeBolsillo, 2021) Traducción: Mª Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ Albert Camus nació en Argelia en 1913. Su infancia ya vino marcada por ser un pied-noir, que era la denominación que recibían los hijos de los colonos franceses. Su familia no contaba con muchos recursos, a lo que se añadió la muerte de su padre durante la Primera Guerra Mundial, cuando Camus contaba con solo dos años. Pudo estudiar al verse beneficiado con una beca para los hijos de las víctimas de la guerra. Se dedicó al periodismo como corresponsal, ya que no lo aceptaron ni como docente ni como soldado a causa de la tuberculosis que padecía. Falleció en 1960, tres años después de haber sido merecedor del Premio Nobel de Literatura (1957). El extranjero (1942) fue su primera novela. Quizá La peste y La caída sean las más conocidas, pero, sin duda, esta primera incursión y presentación es gracias a la cual el autor halló su voz, su temática y su manera de expresarse. Su lista de obras incluye también teatro (Calígula y El malentendido) y ensayo (El mito de Sísifo y El hombre rebelde). «Uno de los grandes méritos de El extranjero es, según Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras (Alfaguara, Madrid, 2002), la economía de su prosa. Se dijo de ella, cuando el libro apareció, que emulaba en su limpieza y brevedad a la de Hemingway. Pero esta es mucho más premeditada e intelectual que la del norteamericano. Es tan clara y precisa que no parece escrita, sino dicha, o, todavía mejor, oída. Su carácter esencial, su absoluto despojamiento, de estilo que carece de adornos y de complacencias, contribuyen decisivamente a la verosimilitud de esta historia inverosímil. En ella, los rasgos de la escritura y los del personaje se confunden: Meursault es, también, transparente, directo y elemental». Sigue diciendo Mario Vargas Llosa en su obra: «Aunque es muy visible la influencia en ella de Kafka, y aunque la novela filosófica o ensayística que estuvo de moda durante la boga existencialista haya caído en el descrédito, El extranjero se sigue leyendo y discutiendo en nuestra época, una época muy diferente de aquella en que Camus la escribió. Hay, sin duda, para ello una razón más profunda que la obvia, es decir la de su impecable estructura y hermosa dicción». «El extranjero (opina Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras), como otras buenas novelas, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no lo engrandece moral o culturalmente; más bien, lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. No creo en la pena de muerte y yo no lo hubiera mandado al patíbulo, pero si su cabeza rodó en la guillotina no lloraré por él». Para celebrar la histórica visita de Albert Camus a la ciudad de Nueva York en 1946, el actor Viggo Mortensen dio, en 2016, una lectura de la conferencia de Camus, La Crise de l’Homme (La crisis humana) en la Universidad de Columbia, el mismo lugar donde Camus pronunció la conferencia el 28 de marzo de 1946. En ella se dice, entre otras cosas: «Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si en ninguna parte se puede descubrir valor alguno, entonces todo está permitido y nada tiene importancia. Entonces no hay nada bueno ni malo, y Hitler no tenía razón ni sinrazón. Lo mismo da arrastrar al horno crematorio a millones de inocentes que consagrarse al cuidado de enfermos. A los muertos se les puede hacer honores o se les puede tratar como basura. Todo tiene entonces el mismo valor... Si nada es verdadero o falso, nada bueno o malo, si el único valor es la habilidad, solo puede adoptarse una norma: la de llegar a ser el más hábil, es decir, el más fuerte. En este caso, ya no se divide el mundo en justos e injustos, sino en señores y esclavos. El que domina tiene razón». El contenido de la misma causó fuerte impacto en Europa. Las pinceladas biográficas son de especial relevancia e interés en este autor. La orfandad a edad temprana, el sentimiento de no encajar en la sociedad circundante, su enfermedad, vivir una posguerra, etc., fueron traumas de gran calado, obviamente, que determinaron, en cierta medida, su visión del mundo. Nada tienen que ver la actitud de Camus (agnóstico, no ateo) y la de Sartre (afirmó que «aun en el caso de que Dios existiera, seguiría todo igual»; pero confesaba sin reparos que su conclusión procedía de premisas ya ateas, que es tanto como decir condicionadas por una determinada actitud acrítica previa). No es justo meterles en el mismo saco del existencialismo ateo. Camus anhelaba valores, sentido; Sartre quería ser creador de valores y de sentido, es decir, dios. Para Sartre, el ateísmo era una premisa dogmática y, en rigurosa consecuencia, el hombre una pasión inútil; y la libertad, una condena. A este respecto, es necesario incluir un apunte: pese a que se ha intentado explicar su obra partiendo del existencialismo, movimiento con el que se lo trató de ligar a causa de su relación meramente intelectual y disquisitiva con Sartre, él rechazó formar parte del mismo. Su obra no era una defensa del absurdo de la existencia, sino un testimonio de que el mundo solo responde con el absurdo a la inquietud del corazón humano por encontrar el sentido. «Albert Camus (en palabras de Fernando Arnó) se planteó siempre desde la honestidad intelectual que su obra literaria no era una respuesta a la cuestión del sentido de la vida, sino una reflexión en voz alta sobre la incapacidad del mundo para dar una respuesta satisfactoria». En aras de la razón científica hay que preguntar: ¿la nada se ve?, ¿cómo afirmar que el principio y el destino de cuanto existe es la nada, si la nada no es experimentable, si carece de toda magnitud, dimensión, en una palabra, de existencia?, ¿cómo afirmar la existencia de la nada sin contradicción?, ¿cómo afirmar que el destino del hombre es la nada, si la nada, nada es; si no se puede saber nada de ella? Camus rompió relaciones con su amigo Jean-Paul Sartre, quien había simpatizado con las teorías stalinistas. La cuestión del sentido era la cuestión de Camus, al extremo de afirmar: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. La decisión sobre si vale la pena vivir o no... es la más urgente de todas las cuestiones». No le faltaba cierta razón. Camus era un pensador respetable, como diría Spaemann, no un agnóstico que trivializara el problema del sentido de la vida. Reconocía honradamente que la filosofía del absurdo era impracticable, incluso inimaginable. Se daba cuenta de que, sin duda, unas conductas valen más que otras. «Busco el razonamiento que me permitirá justificarlas», declaraba en 1946, a un periodista de Lelitteraire. Hoy sabemos que el buscador de sentido lo halló. Lo conocemos gracias al pastor de la iglesia metodista Howard Mumma, quien, cuarenta años después de la muerte por accidente de automóvil de Albert, ha revelado una parte sustantiva y sustanciosa de las conversaciones que mantuvo con él en París. La editorial Voz de Papel, dentro de la colección Veritas, las ha publicado en un libro titulado El existencialista hastiado. Conversaciones con Albert Camus (Madrid, 2005, con prólogo de Daniel Sada y estudio introductorio, semblanza muy ilustrativa del nobel francés, de José Ángel Agejas, 180 páginas). Una de las últimas palabras de Camus a Mumma: «Amigo mío, ¡voy a seguir luchando por alcanzar la fe!», que desmonta tantos clichés fabricados sobre el autor de La peste y tantas otras biografías que desconocemos en su entraña. Con la publicación de este testimonio de primera mano, se presta al mundo intelectual contemporáneo una múltiple lección. Ahora la lectura de Camus se convierte, para el estudioso, en la lectura de un buscador de sentido, largo tiempo insatisfecho; que busca y no encuentra. Procura incluso apartar de su mente la cuestión, se limita a preocuparse de su prójimo sin saber por qué, como el doctor Tarrou. Tras múltiples frustraciones y desalientos, EL SENTIDO le sale al encuentro. En cuanto a su creencia en Dios, Camus afirmó en 1956, en una entrevista publicada por Le Monde: «No creo en Dios, es verdad. Y, sin embargo, no soy ateo». Comprendía que, si no hay verdad, de leyes solo queda la de la selva. Intentará encontrar un sentido para Sísifo, para todos los sísifos del mundo: el hedonismo. La estructura de la obra es sencilla, pues se divide en dos partes. La primera contiene seis capítulos y, la segunda, cinco. En la primera, se nos presenta a Meursault, el protagonista, y a las personas a las que conoce y con las que mantiene alguna relación. Camus entra directamente en harina a indicarnos cómo es el carácter de Meursault con una frase que cualquier profesor de escritura consideraría idónea para empezar un libro: «Mamá se ha muerto hoy. O puede que ayer, no lo sé». Su progenitora vivía en una residencia de ancianos, lo que le valdrá a su hijo todo tipo de reproches y admoniciones. Lo cierto es que esto no afecta al protagonista, algo que perciben el director del asilo, el conserje y un amigo de su madre. Tras el sepelio, regresa rápidamente a Argel. Allí se reencuentra con Marie, una antigua compañera de trabajo con la que inicia una relación ese mismo día. También se desplegarán datos sobre el aludido carácter de Meursault a través de sus vecinos, Salamano y Raymond, así como Masson, amigo de este último. A raíz de un problema que, todo hay que decirlo, se crea Raymond, y en el que Meursault trata de ayudarlo, tiene lugar una refriega, a resultas de la cual el protagonista comete un asesinato, que desembocará en la segunda parte, en la que veremos a Meursault en la cárcel, a la espera de juicio. Aquí serán tres los personajes que destacarán: el abogado, el juez y el cura, cada uno en un aspecto. El resultado del juicio es una condena a muerte. Toda la narración transcurre en primera persona, en un lenguaje sencillo, medido, sin florituras, aunque se entrevé un cierto lirismo en algunos momentos, de los que el autor no abusa nunca («El atardecer, en aquella comarca, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol rebosante que estremecía el paisaje lo tornaba inhumano y deprimente»). Si es una obra breve, cuyo estilo no es particularmente bello, si los personajes y la acción están bastante simplificados, ¿por qué es un clásico? ¿Qué bondades son, entonces, las que la han encumbrado de tal forma? No cabe duda de que esta respuesta está en las disquisiciones de tipo moral y social: aquí tiene cabida el maltrato hacia las mujeres, que el sistema no reprende, y hacia los animales, que tampoco cuenta con una reprobación; incluso diría que existe un cierto maltrato laboral. Meursault carece, podría afirmarse, de brújula moral en tanto en cuanto no cree en Dios ni en una vida después de esta; no le da importancia a las convenciones sociales o maneras de actuar de los demás; acepta la muerte de su madre sin mayor complicación, igual que lo hace con el hecho de que su novia lo ame y desee casarse con él, pese a que él, naturalmente, no llegue a sentir ese amor. El único sentimiento que observamos llega al final: «[...] noté que había sido feliz y que seguía siéndolo. Para que todo se consumara, para que me sintiera menos solo, me quedaba por desear que el día de mi ejecución hubiera muchos espectadores y que me recibieran con gritos de odio». Meursault decide no mentir, no fingir. ¿Para qué debería hacerlo, si todo le resulta ajeno? Él cumplía con las convenciones, en cierta forma (tenía sus rutinas, que nos relata, y era un trabajador puntual y eficiente), y lo único de lo que se lo podría acusar es de relativizar todo hasta el extremo. No se cuestiona nada, no busca significados ni trascendencias. Meursault encontró una manera de estar aislado, tranquilo, funcional e impasible, al margen, pero eso no resultó suficiente: se juzgó su personalidad y su modo de ser y el veredicto fue que era culpable por no adaptarse y por no mentir, por no decir las palabras que los demás querían que pronunciara. No he podido evitar recordar, al leer El extranjero, otra obra, situada, en su caso, en el extremo opuesto, que es Crimen y castigo, de Dostoievski. Aunque Raskolnikov asegura no sentirse culpable por el crimen cometido, ya que, a su entender, el asesinato ha sido moralmente justificable, lo cierto es que la presión social resulta determinante para que acabe confesando. Vive un auténtico martirio externo que acaba repercutiendo en su conciencia; al no lograr desligarse, como sí lo consigue Meursault, de todo el mundo exterior, el alivio llega con la confesión, mientras que, para Meursault, la admisión del delito es tan solo un trámite más que no lo afecta en absoluto. Bibliografía
—Todd, O., Albert Camus. Una vida, Tusquets, Barcelona, 1997. Traductor: Mauro Armiño. —Lottman, H., Albert Camus, Taurus, Barcelona, 2006. Traductora: Inés Ortega.
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JAVIER CASTILLO. EL JUEGO DEL ALMA (Suma de Letras, Barcelona, 2021) por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ Javier Castillo, a sus treinta y tres años de edad, fue en 2020 el tercer escritor más vendido de España. Terminó su primera novela, El día que se perdió la cordura, a los veintisiete años, con menos de dos horas al día, el tiempo libre que le dejaba su profesión como consultor, pero orgulloso de ella. Entonces, contactó por primera vez con más de una decena de editoriales que nunca llegaron a responderle, por lo que optó por autopublicarse en la plataforma de venta online Amazon al precio de tres euros. Dos semanas después, El día que se perdió la cordura era ya número uno en España y el nombre del autor aparecía junto al de Ken Follet y Pérez-Reverte. Hoy, dicha novela espera la trigésimo cuarta edición y las otras tres que ha publicado desde aquella, ya de la mano de Suma de Letras, han conocido todas ellas el primer puesto en ventas durante más de ocho semanas consecutivas. A pesar de este fenómeno, Javier Castillo no ha sido un autor especialmente aclamado por la crítica. Su obra general se ha descrito como «consumo rápido», un entretenimiento algo falto de maestría y arte, lo cual, en contraste con su éxito, no parece ser meritorio de una atención literaria, ni en el buen sentido, ni en el malo. Ante esta situación, aunque inicialmente Castillo se mostró algo decepcionado por no haber logrado despertar el interés de sus colegas, dice, en mi opinión algo soberbio, estar «feliz» por poder ceder la publicidad que la crítica suele ofrecer «a otros autores que lo necesitan más», en sus propias palabras, en lugar de asumir con humildad que su éxito tan popular podría deberse más a su estilo ameno y ligero y no tanto a una verdadera destreza literaria, igual más suculenta para la crítica. Con este breve e inicial inciso sobre el autor, podríamos decir que ya nos hacemos una idea del perfil al que nos enfrentamos una vez abrimos alguna de sus novelas. Javier Castillo es un autor con sus más y sus menos, quien, a pesar de haber superado el millón de ejemplares en ventas, levanta opiniones muy contradictorias con cada una de sus novelas, ausentes en el frente literario, y dispares entre los lectores. Se abre el debate acerca de la verdadera naturaleza de sus obras, si son, hoy por hoy, ya un mero producto comercial o si pueden considerarse arte literario. El juego del alma es una de ellas. La crítica generalizada presentará contrastes y no es difícil comprender ambos puntos de vista. En mi opinión el regusto es bueno, no excelente, pero merece la pena por el escaso tiempo que consume su lectura. La sinopsis, sin spoilers, tal y como la venden, presenta a través de cuarenta y nueve capítulos a una chica de quince años crucificada a las afueras de Nueva York en el año 2011 y a Miren Triggs, periodista de investigación del Manhattan Press, quien recibe una misteriosa carta con una fotografía de otra adolescente maniatada y amordazada con una anotación: «Gina Pebbles, 2002». La trama se desplegará con Miren Triggs y Jim Schmoer, su antiguo profesor de periodismo, quienes tratarán de resolver el misterio entorno a la chica crucificada y a la foto, qué les sucedió, quién envía la foto y si ambas historias están relacionadas, adentrándose en una institución religiosa en la que todo son secretos. Esta trama, de primeras, resulta tan intrigante como tópica y plantea de salida una serie de reparos que no se ven decrecentados por el esfuerzo comercial invertido en su publicidad, pero una vez dentro, sorprende gratamente, no en exceso, pero lo suficiente.
El inicio de la lectura resulta algo complejo debido a una serie de saltos, en el tiempo y entre personajes, no demasiado intuitivos, pero el lector enseguida comprende por el desarrollo de los acontecimientos que realmente es la mejor forma de seguirlos, y le atribuye una estética peliculera que a muchos gustará y a otros les producirá el efecto opuesto. Del mismo modo, Castillo emplea un cambio de persona en la narrativa, entre tercera y primera recurrentemente que acompaña la lectura de forma armoniosa y dinámica, y que, en mi opinión, sí está más lograda. En cuanto a la madurez de la obra, comienza a notarse la experiencia más pulida del autor, quien teje una trama detallada que gira sobre los acontecimientos más de lo esperado y que libera con gracia una serie de pistas para implicar al lector cuyo control requiere de unas habilidades literarias que solo un autor con dicha experiencia podría manejar. Sin embargo, los habrá seguramente quienes crean que abusa de los recursos a falta de una calidad real, y es que el resultado final, aunque no malo, es flojo. En este sentido, entendería que quien no guste detenerse demasiado a analizar el trasfondo, encuentre en esta pieza algo de lo más elemental y plano. Con relación al ritmo, tan bien manejado por otros autores de thriller mencionados entre estas reseñas, no es el punto fuerte de Castillo, pero tampoco entorpece la lectura, más lento al principio, mejor llevado en la segunda mitad, manteniendo el vilo necesario, aunque sin conducir al lector a ese punto angustiante de no retorno. Lo más destacable, en el sentido positivo, de esta obra serían los personajes. Jim representa esa dualidad tan humana del hombre demasiado serio que en realidad lo daría todo por lo que ama, en este caso ellas, su compañera y su profesión. Miren Triggs, por otra parte, y quien aparentemente ya protagoniza otra obra del autor que todavía no he tenido el placer de leer, sufre una evolución propia del ser más humano, como mujer, amante, madre... Como persona en definitiva y como periodista e investigadora, capaz de vencer cada pena para superarse a sí misma y continuar con la vista al frente, dejándose llevar. La relación entre ambos personajes es además fascinantemente natural y entregada, inspiradora incluso, y Castillo no se queda corto con el resto del elenco, contribuyendo a sumar carga emocional a través de sus misteriosas personalidades. Aunque, por añadir otro pero, igual abusa en exceso de algún drama forzado. En conclusión, podríamos decir que El juego del alma es una obra correcta, que, a pesar de caer en más de un tópico y no resultar sobresaliente en prácticamente ningún aspecto, sí ofrece un rato de lectura entretenido y ligero amenizado por unos personajes contundentes y una trama que entremezcla abiertamente la condición humana con la religión, la fe y el amor. Castillo, a pesar de no ser un Autor, con mayúscula, de esos a quienes merece la pena estudiar en profundidad en su arte al completo, no es tampoco poco meritorio de su éxito comercial y se convierte, a través de ella, en un digno director del cine escrito. |
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