LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
PABLO BALERIOLA. CARNE TRISTE (Cántico, Córdoba, 2023) por ELENA TRINIDAD GÓMEZ Quizá, con un poco más de retraso del que se acostumbran las reseñas de las novedades en la actualidad, y con el nuevo aire que siempre trae septiembre entrando por la ventana, traigo la reseña de este nuevo libro, degustado con calma y con cariño, desde los ecos de la complicidad que ofrece compartir prácticamente generación y lugar de nacimiento. Todos tenemos, en mayor o menor medida, una necesidad de ser nombrados, y más si somos nombrados desde la inocencia, desde el blanco puro de la infancia, donde surge el punto de inflexión en el que tiempo después todo se quiebra.
Pablo Baleriola nos habla en Carne triste desde una voz lenta, como él mismo dice, un narrador agotado ante el ruido de la producción incesante, los antidepresivos y las vacaciones que se vuelven cíclicas a la espera de que un día, como narra en ‘Un muchacho que duerme’, «nadie te habla ni te espera, ni siquiera tú porque te pierdes». Su poética comienza en un habitáculo, un constante intento de hogar cuando el mismo yo se ve agotado ante la gentrificación de las grandes ciudades, las idas y venidas en busca de un espacio donde habitar, donde existir. El autor se encuentra en una huida permanente hacia un no sabe dónde, sin fin. El texto, en un logro literario a modo de simulador Game Boy, nos muestra un cuerpo agotado que vuelve a Pueblo Lavanda en busca de lo reconocible como si de Ash se tratara, de los orígenes y el amor de la familia, sin olvidar el reconocimiento en los otros, en esos amigos que tomamos como parte de nosotros. Carne triste se divide en tres partes que podrían ser perfectamente tres libros distintos que se encuentran en un diálogo constante por la búsqueda de la identidad desde diferentes perspectivas: desde el espacio habitable, la convivencia con los demás hasta la voz más introspectiva. La obra funciona a modo de capas que se van encontrando, levantando, por parte del lector. Las emocionales imágenes no paran de generarse en una lucha persistente entre lo frenético y lo violento de la vida, a la vez que el autor nos muestra un imaginario riquísimo y generacional, pero sin dejar de lado la idea de amplitud, de abrazar lo excepcional sin miedo, sabiendo que todo tiene cabida, diálogo, encuentro. El autor ha logrado reunir la belleza de los instantes ya vividos y se muestra como un poeta de la memoria. Una voz lenta, sí, pero no por ello menos original; al contrario, de esa idea de voz que se desdobla nacen dos fuentes importantes de producción: la vital y la narrativa, que siempre terminan encontrándose. Aquí empieza el diálogo, la escucha del otro, que en este caso es un autor de gran calado y emotividad, presente y futuro.
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EUGENIO MONTALE. CUADERNO DE CUATRO AÑOS (Cántico, Córdoba, 2023) por ELENA ROMÁN La editorial Cántico continúa ampliando su colección “Doble orilla” —dedicada a ediciones bilingües— con títulos para no olvidar. Es el caso de Cuaderno de cuatro años [Quaderno di quattro anni] de Eugenio Montale (Génova, 1896 - Milán, 1981), traducido por Fruela Fernández y Andrés Navarro, en una edición a cargo de Xavier Guillén. El libro original fue publicado en italiano allá por 1977, en los últimos años de Montale. Para quien no lo conozca, Eugenio Montale fue un escritor, traductor y crítico literario que fue distinguido en 1975 con el Premio Nobel de Literatura, y que pasó gran parte de su adolescencia leyendo a los simbolistas franceses, los clásicos italianos y los filósofos de la época (añadamos que aprendió francés e inglés de una manera autodidacta, sin escuelas ni maestros). Considerado como uno de los fundadores del hermetismo italiano de entreguerras, la experiencia de combatir en la Primera Guerra Mundial y su afición por la música son factores que se vislumbran, en conjunto, en su poética. En general, la poesía de Eugenio Montale es directa, breve, contundente, sin artificios ni figuras retóricas, lo que nos deja un recado cercano e indudable transferido por una fuerte personalidad, contraria a seguir otra cosa que no sea lo dictado por su (muy sano) juicio. En concreto y en lo que respecta a Cuaderno de cuatro años, late en estas páginas una voz personalísima que incluso cuando habla en tercera persona deja entrever a Montale en otro momento y en otro lugar («Hay quien vive en el tiempo que le toca / ignorando que el tiempo es reversible», pág. 31). Nos encontramos aquí el inconformismo a la par que el desencanto, la apatía de quien describe algo sin gafas porque prefiere basarse en la certeza y en el tacto, la incredulidad como arma de ataque y de defensa, la sugestión sin duda envolvente, la contemplación no como algo pasivo sino como una fuente productora de preguntas e inquietud («Pero, ¿es el arte de la palabra escrita o dicha / asequible para el que no tiene voz ni palabra?», pág. 27)... La sinceridad ante todo y contra todo: «La armonía es para los elegidos pero el pacto es / que no lo sepan» (pág. 73). Montale pasa del yo al tú y al nosotros limpiamente y sin que se advierta el cambio, porque todos somos uno. Su “yo” se disipa a su antojo y su “tú” suena auténtico (no es un “yo” camuflado, no es un “tú” frente al espejo). Poco dado a adjetivar dado que la contundencia de su mensaje no necesita epítetos, le basta el verbo y el sustantivo, le basta el hecho. En ocasiones se nos presenta un cierto espíritu aforista, con la salvedad de que no suena pretencioso ni repartidor de dogmas sino honesto, cansado, aliviado al compartir: «También los dioses / se adormecen (pero con un ojo abierto)» (pág. 73). Se arma de ironía hasta para aludir a lo execrable: «Materia inmaterial, lo peor / que podía pasarnos» (pág. 63), o, «Hemos dado / lo mejor de nosotros para empeorar el mundo» (pág. 101). Cuestiona la voluntad, la autonomía, en ‘Redes para pájaros’ (pág. 121), y es que todos nos hallamos dentro de esa red impuesta e invisible, a prueba de fugas, sólo que algunos se comportan como jilgueros y otros como urracas. Montale es capaz de contar una historia de elefantes con tanta ternura que lo demás mengua (‘Los elefantes’, pág. 147), y es que ciertamente estos poemas consolidan en su totalidad un duelo de paquidermos, una manifestación de lo enorme cuando pasa desapercibido frente a lo mediático. La muerte se pasea por estas páginas esparciendo tumbas donde las comas: «Si era triste la idea de la muerte / la idea de que el Todo dura / es la más espantosa» (pág. 71). Aunque el conjunto en sí está dotado de una armonía que hace difícil separar unos de otros, a mi juicio sobresalen ‘El vacío’ (pág. 63), ‘La verdad’ (pág. 173), ‘Sólo hay un mundo habitado’ (pág. 223), y ‘Los poetas difuntos duermen tranquilos’ (pág. 239).
Montale puede ser —y es— duro, contundente, implacable, independiente incluso de él mismo. Pero su fijación por romper el cristal que nos separa demasiado a menudo de la realidad, tiene sentido: dicho cristal es transparente, sí, pero esmerilado, u opacado por la suciedad que implica el paso del tiempo. Demuestra Montale en este Cuaderno de cuatro años haber tenido los pies tan en tierra que llegaron a traspasarla, de manera que su poesía retumba desde entonces en el tiempo a la vez que desde el otro lado del espacio. PILAR SANABRIA. TRÁFICO DE INFLUENCIAS (Ayuntamiento de Lucena, Córdoba, 2022) por CONCHA GARCÍA COORDENADAS PARA OVILLARSE EN LAS PALABRAS La poeta cordobesa Pilar Sanabria (1963) es autora de varios libros de poesía, también ha obtenido varios premios, entre ellos el Premio Meridiana del Instituto Andaluz de la Mujer (1998), así como el Premio Córdoba de Igualdad de la Diputación (2018), en cuanto a la poesía, el Mujerarte (2003), Juan Bernier (2007), entre otros. Ha sido periodista radiofónica durante más de treinta años, lo que le ha permitido experimentar radiografías variopintas de la condición humana que gracias a su trabajo como entrevistadora le han dado un saber lejos de las aulas. Tráfico de influencias es su último poemario hasta ahora, editado por el Ayuntamiento de Lucena y al cuidado de Jacob Lorenzo en un libro que imita un bloc de espirales exquisitamente editado en la colección: Costillas (pero no de Adán). Se trata de cuarenta composiciones, todas ellas tituladas en un estilo que navega entre la prosa poética y el versículo. La densidad temática gira alrededor de cuestiones como el amor, el deseo o la mirada crítica hacia la sociedad de su tiempo. Lo que hace que estos poemas brillen de una manera especial es la densidad de inspiración surrealista. Recordé el largo poema de André Breton ‘Fata Morgana’, escrito en 1940 en Marsella, mientras esperaba el visado que lo ayudaría a huir de la Francia ocupada por los nazis. También recordé las Chambres. Poème du temps qui ne passe pas (1969) de Louis Aragon, con sus dobles y triples sentidos que ofrecen al lector la posibilidad de aguzar su ingenio para interpretar, en ese laberinto de metáforas, ciertos sinsentidos rellenos de agudeza verbal y mental con un fondo de desesperación y desengaño. En la acumulación de metáforas cuyo arraigo está más en el surrealismo que en la visión onírica encontramos una poética marcada por el primer poema titulado ‘Lugar’, con una cita de otro surrealista, Tristan Tzara. «Se busca un estar», comienza diciendo la voz poética, y lo repite a lo largo del poema, después de cada búsqueda, una pausa muy breve para que su voz oracular nos vaya abriendo el paladar de los sentidos a lo largo del libro. Lo onírico parte de esa voz que sueña y desea, las asociaciones libres no impiden un vuelo verbal donde la coherencia hay que buscarla en la raíz de un pensamiento que no se reprime y asocia en un «aluvión del cerebro» todo aquello que marca su estilo. Como dice Joaquín Pérez Azaustre en el prólogo: «no hay cálculo, sino caudal, o: no hay irracionalismo de fogueo, sino una emoción de carne y cicatrices nutriendo la lectura». Veamos algunos ejemplos:
Muere un café en el retablo de mi paladar En la contemplación hallo la ajena estampida del coraje Subes por una tubería de huesos, en ellos derrumbas un talud sin palomas Ahora es un milagro la ebriedad tras tu ropa despiadada, hidra en aquelarre, cáliz insomne de mi deseo Y yo errante argumento en la fiesta de sus sobras Estos ejemplos son apenas una muestra de este despliegue metafórico donde el yo permanece en las afueras, pues la voz que habla se va de un lugar a otro, a veces con verdadera entrega al amor de su madre: «Mi madre creyendo en sus zapatos como en dos peces con calma». Ella le ha dado un giro a la realidad y propaga su decir en imaginarios que seguramente se nutren también de varias lecturas, como la de Charles Bukowski o Jack Kerouac, autores que menciona en el poemario. Las influencias son visibles y audibles: la voz va delineando poema a poema un mundo cuyos “aullidos” —pensando en el poema de Allen Ginsberg— se perciben por el ritmo de los textos de original singladura en el sentido de viaje imaginario. Al hacer la experiencia de leer varios poemas seguidos se te queda en la mente ese despliegue, esa irrupción de sentido alógico, una pasión por las palabras en hilera llenas de matices, hay que esforzarse para entrar. Una horma visible, como ella misma confiesa en la del poeta también cordobés José Luis Rey, pero yo creo que también está ahí Pablo García Baena, o de raíz aún más cordobesa y barroca, algunos destellos de Luis de Góngora. JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE. LA LARGA NOCHE (Almuzara, Córdoba, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO Joaquín Pérez Azaústre es un gran poeta, novelista, impresionante su Atocha, 55 cuando iba detallando el proceso de aquel atentado a los abogados laboralistas en la calle Atocha en 1977 por las fuerzas de Cristo Rey. Su bisturí es fino, ya que en su prosa oímos su respiración, el ritmo de cada palabra, su forma de contar la historia es progresiva y nos atrapa. Hay una capacidad de envolvernos en la trama, como ocurre en esta nueva novela, La larga noche, que acaba de ganar el XXXVIII Premio Jaén de Novela, y que ha publicado una de las editoriales que más peso ha alcanzado en la literatura, con libros sobre historia, deporte, cine o novelas: Almuzara de Córdoba. En la cubierta podemos ver una flor roja, que es ya metáfora de la sangre de Manolete: se cuenta detenida y detalladamente la cogida del torero en la plaza de Linares, aquel infausto agosto de 1947. Pero la novela no es solo un registro de un acontecimiento que paralizó a España, en aquellos años muy aficionada al mundo del toro, sino también, como un entomólogo, va entrando en las entrañas de la noche, ya convertida en pesadilla, donde el torero se va desangrando. La cogida viene ya descrita con la precisión del que sabe mirar adentro. En el capítulo con el que comienza el libro dice: «El sabor de la tierra se le prende en los labios mientras gira la luz hasta cegarlo. No gira su cuerpo, no se eleva un palmo de la arena: durante un segundo que transcurre desde que el pitón entra en el muslo y lo levanta, hasta que su propio peso lo empuja hacia abajo y cae de cabeza en el albero, lo que gira es la luz». Es un ámbito lorquiano, que nos recuerda la poesía de Federico, al evocar en el ‘Llanto por Ignacio Sánchez Mejías’ el deseo de no ver la sangre de Ignacio sobre la arena. Palabras que ya envuelven y que invitan a la lectura, andalucismo en la mirada, esa quemazón en la ingle, porque el toro le ha reventado la pierna. El destrozo es tal que esa larga noche, donde los personajes pasean como en un teatro, en esa enfermería, son fantasmas que Azaústre va dibujando, perfilando; son seres ya en pena, que llevan la derrota en la mirada, sin saber todavía que la muerte futura está esperando, la guadaña los observa, presente desde un fondo oscuro. La novela parece un cuadro, porque los personajes, pese al ritmo que impone el autor en prosa rica y esmerada, se detienen, parecen ya el cortejo fúnebre que velará esa noche al muerto en vida, que se agota y se desgarra por la herida.
Desfilan en la novela José Flores Cámara, su apoderado, casi un padre para él, que pensaba ya retirarse; Guillermo González; Álvaro Domecq; Luis Miguel Dominguín, ese joven torero que empezaba en los ruedos y que esa tarde toreaba también... Son espectros que dibuja el novelista, sobre todo, el doctor Garrido, buscando parar esa sangre que salpica las sábanas, que no para de brotar. Las transfusiones, el deseo de evitar la muerte, se convierten en un espectáculo macabro, mientras la guadaña espera su turno. Cada palabra de La larga noche es una respiración, en cada página parece que escuchemos al moribundo, en ese espacio donde la condena está fijada. El pulso narrativo de Azaústre es firme y nos colma de detalles, fruto de una investigación pulcra y verdadera sobre aquellas horas negras. Como sombra aparece Lupe Sino, que no está presente, pero vive en cada instante su belleza; nos imaginamos que Manolete, en su agonía, piensa continuamente en ella y en su madre, cerramos los ojos y sentimos que el dolor es el nuestro, nos acompaña. En el capítulo 34, titulado ‘1959’, Lupe es protagonista, porque es el recuerdo. Cuando Arturo Fernández, el galán de la época, la conoce, Azaústre la describe, porque sabe que su hermosura, sus momentos de amor con Manolete, cuando no salían del hotel en varios días, sigue presente, porque es Lupe la otra protagonista de esta novela prodigiosa, hilando fino en cada párrafo: «Todo en ella es cálido. Tiene un cuerpo seguro, acogedor y experto. No es para él, ni de lejos, una mujer joven: pero comprende que sus 42 años aún pueden turbar a muchos hombres». Estamos ante una novela que, dividida en tres partes, la última vuelve al día anterior a la corrida fatal, cuando Manolete tiene la incertidumbre en la mirada, cuando ya no es feliz en el ruedo, cuando hay bronca, porque no ha hecho una buena faena. En el fondo Joaquín Pérez Azaústre es el demiurgo que pide que el tiempo se pare, que no hubiera ocurrido aquello y que ambos, Manolete y Lupe, hubieran envejecido juntos. Es una lectura, pero lo presiento: ¿qué hubiera pasado de haberse retirado y no haber toreado a Islero? Todo son preguntas, pero el azar está en nuestra vida y nos persigue, como le ocurrió a Sánchez Mejías, al Yiyo o a Paquirri. La parca no tiene prisa, sabe cuál es su momento y nos espera en la sombra del tiempo. Una gran novela, sin duda, que duele y que nos hace ver el universo de un torero irrepetible. RAÚL ALONSO. JUVENTUD (POESÍA REUNIDA 2000-2020) (Cántico, Córdoba, 2022) por CONCHA GARCÍA Raúl Alonso (Córdoba, 1975), además de haber publicado varios libros de poesía recogidos en Juventud, también es un exquisito gestor cultural y gerente de la editorial Cántico. Ha ejercido de profesor de meditación y muchas más cosas. Ha obtenido varios premios como el Poesía Joven Radio 3 y el Ciudad de Córdoba Ricardo Molina. La aparición de su obra reunida hasta 2020 recoge toda la etapa en la que fue escrita para cerrar un ciclo donde los poemas apenas están retocados. El libro, además, tiene en sus cubiertas una obra maestra, ilustrada por Ginés Liébana, y hay otras ilustraciones de Manes Sánchez y Andrés Aragoneses, también bellísimas. Octavio Paz decía que las palabras entran por el oído, aparecen ante los ojos, desaparecen en la contemplación. Toda lectura de un poema tiende a provocar el silencio. Pero antes necesitamos el lenguaje; sin este, no sería posible alcanzar entendimiento alguno, la lengua poética que me gusta debe ser transparente, dejar entrar en la luz que proyecta, la palabra. Se necesita la palabra y después se entra. Aunque cada uno de los cinco poemarios recogidos en esta obra reunida no carece de ese hilo conductor: provocar silencio en el interior, es decir, pensar, pensar hacia adentro. Estefanía Cabello, en su excelente prólogo, lo dice muy bien: «La búsqueda del poeta va hacia la belleza y la verdad». Una búsqueda donde cada libro, con un lenguaje diferente, apunta hacia el mismo lugar. Pero nos vamos a encontrar con escenas cotidianas, nada de lenguaje hermético, nada de lenguaje poético constreñido o trivializado, y a la vez cada libro es una línea que establece contacto con los otros poemarios, siempre con un fondo temático donde la ciencia, la tecnología y lo religioso o metafísico se abocan al amor, no al amor de pareja, sino al amor universal. La plaga (2000) es un vaticinio, una visión de catástrofes que aún no han sucedido. El tiempo y el espacio fluyen en el poema coordinándose con tiempos de varias realidades y azuzan al lector para que lo descoloque por ejemplo el poema primero: Mire en cualquier dirección y vea al insecto. / Se aproxima y usted no puede esquivarlo / piense una verdad-insecticida rápido / ¡Piense una verdad! / ¡Rápido! / ¡Rápido! Despierta, lector, en cualquier momento puedes darte cuenta de que la vida acaso no tenga sentido, pero no solo la vida, también la clase de vida que se lleva. ¿Somos felices? ¿Hay que ser feliz? Lo cotidiano y la transfiguración de la realidad se pueden entrelazar, porque así es, como en el bello poema titulado ‘La invasión’. En muchas secuencias aparentemente pueriles, pero saludables de vida, acontece un juego de espejos mentales que nos sugiere pensar en que lo que está aquí y ahora posiblemente no estará allí luego. El movimiento de los acontecimientos es constante, unos se tragan a otros, no para la existencia nunca. Su poesía trae ecos del budismo. Raúl Alonso ha estudiado la historia de las religiones, es un territorio que conoce. Nos habla del satori, que es la iluminación en el budismo zen, cuando se descubre de forma clara que solo existe el presente creándose y disolviéndose en el mismo instante, como cuando se pregunta cómo se puede definir “ese segundo”. Tarea imposible. Recordemos la anécdota de San Agustín paseando por la playa mientras trataba de desvelar el misterio de la Santísima Trinidad. Al ver a un niño que quería vaciar el mar en un agujero, le dijo que aquello era imposible, a lo que el niño le constestó que más imposible era conocer dicho misterio. En el poema ‘Canto a mí mismo’ se ve toda la trascendencia que hay en un acto cotidiano como ir a buscar la prensa y que tanto recuerda algunos poemas de Álvaro de Campos: Mientras tanto Raúl sale a pasear. / Es un buen día pero sólo / pretende recoger en el estanco / la prensa de hoy. Esa búsqueda, es, sobre todo, la búsqueda de Dios. Me viene a la mente un pensamiento de la filósofa Simone Weil, que precisamente estoy leyendo estos días: «La desdicha hace que Dios esté ausente durante un tiempo, más ausente que un muerto, más ausente que la luz en una oscura mazmorra. Una especie de horror inunda toda el alma y durante esta ausencia no hay nada que amar. Y lo más terrible es que si, en estas tinieblas, el alma deja de amar, la ausencia de Dios se hace definitiva. Es preciso que el alma continúe amando en el vacío, o al menos, desee amar».
En El libro de las catástrofes (2002) el engranaje de preguntas y certezas se va elaborando para requerir una escucha activa, o en su caso, una lectura. La cuestión es acertar con las preguntas, la verdadera filosofía no da respuestas sino que hace preguntas, y no vamos a encontrar recreos palabreriles sin sentido. Todo lo contrario, el gran estallido del amor puede crear ese estado de Satori que he mencionado antes. Sin embargo, te das cuenta de que esta poesía está poblada de seres contemporáneos, de paisajes que son cruzados por su mirada, bien sea en la realidad cotidiana, bien percibiéndose de las partículas que vemos arremolinarse en los rayos de sol, como bien apunta una cita de Lucrecio que el autor ha colocado oportunamente en este poemario. En ese sentido, esta poesía es más filosófica que religiosa stricto sensu. Aunque la búsqueda de Dios, o del bien, nos lleve imaginariamente a los altares católicos, no nos engañemos, en algunos poemas hay verdaderas oraciones al Cristo, pero bajo mi punto de vista, la inquietud que los mueve es panteísta. Una poesía más llena de conocimiento que de certezas, porque es en la pregunta donde hallaremos cada uno su propia respuesta. La carta de presentación que cada poeta amigo/amiga hacemos de su poesía es un aliciente más: Pablo García Casado, Juan Antonio González Iglesias, Pablo García Baena, Jaime Siles, Aurora Luque y yo misma. De El amor de Bodhisattva (2004), bellísimo poemario, engranaje del anterior, aprendemos, como dice José Antonio González Iglesias, esto: «La enésima dualidad de ese libro reside en que permite una lectura selecta y una lectura popular. Un volumen que apunta a dos minorías quizás concéntricas, la de los lectores de poesía y la de los iniciados espirituales. Se sumerge sin problemas en la cultura de masas». Jaime Siles en Temporal de lo eterno (2014) nos da algunas claves de lectura, pero no desde la filología, sino desde el hombre, desde el lector, haciéndonos percibir el ritmo de los versos, la partitura de palabras, esa casa del ser. Me gusta mucho el final del poema ‘Blancura’: Hay un minimalismo casi puro, / que llegaría a ser puro del todo / si ese concepto no estuviera en mí. Apartar de la mente cualquier idea preconcebida, cualquier pensamiento; dejar fluir, incorporarse a la velocidad de la época. Siguiendo el pensamieno de Gilles Deleuze, que hablaba de las intensidades y los devenires, de las velocidades y los ritornellos. Estamos viviendo nuestro tiempo, no otro, y hay que saber cuál es la velocidad que nos pide, ese fluir del poema que también es el de la propia existencia y que Raúl Alonso nos regala. Aurora Luque nos hace entrar, por último, en el extraño libro Lo que nunca te dije (2018). Y vuelvo a una cita de Octavio Paz: «Para sentir un poema hay que comprenderlo: oírlo, verlo, contemplarlo, convertirlo en eco, sombra, nada. Comprensión es ejercicio espiritual». Aurora Luque nos informa del estupor que sintió por este libro, y sufría por desconocer para siempre ese amor y esa soledad sacramentales. Para terminar, una pregunta: ¿en qué creer? En la juventud, sí, pero solo mientras dura, es tan efímera como nuestras vidas enteras, como ese instante que ya pasó, en guardar la esencia de lo que se ha vivido para repartirla como un perfume y quien tenga olfato, que la sienta. A todos nos atañe la experiencia poética, solo hay que percibirla. Mejor dejar la lógica y la razón a un lado, sentir lo que somos, seres especiales, seres de un día, de un instante, y saberlo, porque no sabemos casi nada por muchos agujeros negros que se descubran. Quizás todos, como dice uno de sus versos, seamos parte de lo mismo en el borgeano poema ‘Ley del retorno’: Todos los días de la vida / con sus mañanas claras y sus noches / son las señales claras de otros días / que viviremos con distintos nombres. MARICRUZ GARRIDO. SIEMPRE ES DEMASIADO [Evocación a María Zambrano] (Ánfora Nova, Córdoba, 2019) por MANUEL GUERRERO CABRERA El pensamiento, vida y obra de María Zambrano (Vélez-Málaga, 1904 – Madrid, 1991) han sido motivo de interés para los estudios contemporáneos; citemos como ejemplos recientes el estudio de Juana Castro en Editorial Sabina de 2016 o la edición de Javier Sánchez Menéndez de sus poemas en La isla de Siltolá de 2018. La escritora Maricruz Garrido Linares (Priego de Córdoba, 1958) realiza su aportación de manera creativa con Siempre es demasiado: poemas basados en sus aspectos filosóficos y vitales, recreando el espíritu de la autora malagueña. Garrido, que tiene una dilatada trayectoria poética y cultural (fue responsable del Aula de Literatura de Priego durante una década), vuelve a la poesía después de Festum (2017), un canto a la cultura latina en la localidad de Almedinilla, y del corte social de Café pendiente (2015). Hallamos tres posibles tipos de poemas en Siempre es demasiado. El primero lo conforman aquellos en los que se reconstruye su personalidad e inquietud, versos en los que Garrido consigue acercarnos a la agitación personal de Zambrano: La noche es mi refugio, mi noche inacabada y la brisa nocturna, evoca en mi memoria el hogar natural, la infancia desterrada, la sed de eternidad, del duermevela oculto, mas ando desmembrada, como brújula que no encuentra su norte, huida de la nada. Ser ella misma, deberse a ella misma, inventar una utopía… son algunos de los motivos con los que Maricruz Garrido ha escrito algunos de este primer tipo de poemas. Un segundo grupo trata de reconstruir el pensamiento de María Zambrano, o inspirarse en él, para ser más preciso; como entender la razón como aurora, o cuando dice ser «ciudadana del mundo» o «peregrina de todo», o cuando habla sobre la palabra: No sé si soy yo misma o es otra yo, que me acompaña en este arduo viaje de peregrinaje oculto para tratar de salvarme a través de esta palabra libre que elevo a lo imposible. El tercer grupo, el que más está presente en el poemario y que resulta el más interesante, es el que se inspira en aspectos vitales, como aquellos en los que aparece Araceli, la hermana de María: Yo sé que estás ahí, pues cada paso mío se entristece al no verte, […] en espera que un día de nuevo nos despierte un gato azul burlón retozando a tu lado. El exilio y España también se incluyen aquí, en especial, porque Garrido nombra el recorrido de Zambrano por el mundo y las personas que se relacionaron con ella. Cuba, tan bella como una luz de tarde, al igual que Xirau, Valladolid antiguo, o Morelia, San Nicolás, Michuca, México intenso y profundo. […] Salinas fue mi apoyo al tomar frente fijo y me encontré de nuevo mi corazón sangrando, apasionado y regio donde siempre habitó. Maricruz Garrido emplea un estilo intimista generalmente en este poemario, aunque en ocasiones tiende a lo reflexivo mediante el uso del verbo «ser», «vivir» y similares; y opta por imágenes claras y resolutivas. Con todo ello, la escritora prieguense arroja una visión personal con la que reconstruye la figura de María Zambrano, que nos resulta nítida en los versos que cierran este Siempre es demasiado: Yo sé que siempre he sido viva luz de mí misma,
un canto estremecido, soledad sumergida, territorio de nadie, mirando en mi pupila la desnudez del alma. |
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