LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
CURTIS BAUER. SELFI AMERICANO (Vaso Roto, Madrid, 2022) Traducción: Natalia Carbajosa por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Pensar en imágenes, pensar en palabras, écfrasis, descripción, observación dentro, dolor, tiempo, espacio, autorretrato, imagistas... Hace tiempo que me planteé el pensamiento en imágenes o el pensamiento en palabras, en conversaciones entre artistas y poetas, y aunque no pretenda cambiar las cosas imposibles de cambiar, sí me planteo cómo articular eso como pintor y poeta. Sigo pensando en ello admitiendo mi total predisposición hacia las imágenes en la construcción del pensamiento. Me consta que es así en muchos de los que usamos las imágenes como creadores, y que es más normal el uso del pensamiento verbal en los poetas. Pero el uso en estos de la descripción, de la creación de imágenes poéticas a partir de la imagen visual no es nada extraño. Un artículo de Natalia Carbajosa, brillante traductora del libro del que hablamos, sobre La écfrasis en la obra de Luis Javier Moreno me devuelve a un planteamiento más técnico y francamente interesante. Fue precisamente cuando recibí el libro de Curtis Bauer Selfi americano de su mano. Hablamos de muchas cosas, de la dificultad de traducir un lenguaje dominado por monosílabos y sonidos vocálicos (Kerouac, Kerouac) al nuestro, de la longitud de los versos en castellano y sus pegas, y de lo contrario en alemán, de Brueghel. Y surgieron temas que aparecerán aquí. Pienso de nuevo en todo eso cuando empiezo a leer el último libro de Curtis Bauer, de título muy explícito en intenciones, Selfi americano, pero que lejos de lo peyorativo que nos pueda resultar el término por el abuso que desarrollan las redes, acoge en este mundo pequeño pero grande de la poesía toda la hondura que le puede dar la maravilla que es partir de la imagen para llegar a la palabra. En un artículo publicado por el autor en North America Review, “Mirando detrás del poema”, en el que habla de un poema, ‘Río Manzanares’, recogido en este libro, y de las circunstancias que rodearon su escritura y que le ayudaron a conformar la poesía reunida en este libro, Bauer establece una posición clara: «...escribir un poema puede llevarnos a un lugar que no creíamos posible imaginar y puede permitirnos ver experiencias y visualizar emociones que de otro modo parecerían imposibles». Curtis Bauer se mueve entre la realidad y la visión, no la mirada sino la visión, esa que se llena de la experiencia personal de la mirada y de los caminos y bifurcaciones a las que el pensamiento crítico le lleva, un lugar pensado pero a veces inesperado. Lo que queda de surrealismo en esa visión lo detectamos formalmente en los desvíos, en las imágenes y frases subordinadas que llenan los poemas, los lugares que nacen casi del automatismo pero que a diferencia de este sí están filtradas y sabiamente enlazadas, y sí sirven para crear tanto el espacio común al autor como a sus pensamientos. Pasa lo mismo con el tiempo, que crece con el poema y que circula entre la realidad y los recuerdos para la consecución de esas experiencias y emociones que solo así son posibles. Del “no ideas but in things” de Carlos Williams subyace la presencia de la cosa, esa cosa que se somete a un proceso de descripción que se transforma en algo que puede llegar a ser lo que él necesita. La observación para no perder nada y para modificarlo. Solo se escribe sobre aquello que nos obsesiona, que es imagen en muchas ocasiones, que se mezcla con otras imágenes, que en un proceso ecfrástico sobre la propia imaginación se traslada al poema. El poema ‘Si Brueghel hubiera pintado un paisaje de Iowa’ nos relaciona con William Carlos Williams y sus Cuadros de Brueghel y es un perfecto ejemplo del proceso creativo de Bauer, de la relación con su paisaje de nacimiento, de la interpretación del método, de la manera genial de regresar a un pasado que no se debe olvidar (por eso se escribe) pero que de todos modos es imposible a través de la actualización de la pintura de un Brueghel moderno y de la écfrasis sobre un cuadro inexistente, salvo en la imaginación del poeta y después en la del lector. Un fragmento: SI BRUEGHEL HUBIERA PINTADO UN PAISAJE DE IOWA Ahora se centraría en las luces urbanas de la noche todas rojas, cada una retenida en su espera. Nada que imitara el brillo de las estrellas ni cómo los cuervos reunidos en los árboles en torno a la biblioteca en medio de la ciudad se acicalan, observan, se acicalan. Un graznido a punto de rasgar la noche, y un tañer de campanas, y un ¡pum! sordo a punto de sonar tras un cobertizo. El dueño de una tienda de barrio se sacude un poco de soledad con cada refresco Big Gulp y cada litro de gasolina. El olor es libre pero difícil de pintar.
SELFI AMERICANO Quién es el hombre, pues solo puedo imaginar un hombre, que tocaría a una niña, que desnudaría a esa niña, que la haría agacharse y la penetraría y a él y a él Combina, pues, lo elegíaco con lo descriptivo, lo familiar con el dolor, el paisaje con la imaginación, la ternura con la dureza, la memoria con el trauma. Y no deja de sentirse extranjero pero capaz de adaptarse, como en ‘Exile’ o ‘HappyTX’: «pero rescato lo que he perdido al regresar, enraízo los pies en la tierra, me aferro a un lugar, me convierto en parte del terreno».
La cuidada edición bilingüe de Vaso Roto, como siempre, (esas portadas de Víctor Ramírez) y la excelente traducción de Natalia Carbajosa nos introducen de manera muy apreciable en la poesía de este autor, también profesor de escritura creativa, y que se dedica a la traducción del español al inglés (Jeannette Clariond, Luis Muñoz, Juan Antonio González Iglesias, Fabio Morábito...) y del que había solo una pequeña obra en castellano: Cuaderno en español - España en dibujos (Ediciones en Huida). Sus dos poemarios anteriores quedan pendientes, Fence line y The real cause for your absence.
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ADRIENNE RICH. RESCATE A MEDIANOCHE (Vaso Roto, Madrid, 2020) Traducción de Natalia Carbajosa por HÉCTOR TARANCÓN ROYO YO SOY MI ARTE A lo largo de su historia, una de las cosas más apreciadas en el arte ha sido su capacidad para innovar. En el lado contrario, y fuera de la teoría y la visión abstracta de los acontecimientos, los mecenas y el público siempre han apreciado la “firma del artista”, es decir, su capacidad para generar variaciones dentro de un mismo estilo. En esa constante tensión, que libera y aprisiona la capacidad creativa del creador, Rescate a medianoche supone un sublime y explosivo conjunto de ejercicios de estilo que nombran, y atrapan la vida, para luego escaparse con la misma facilidad con la que llegaron. Los versos juegan con la longitud, pero también con la repetición de palabras, la voz “toda hacia delante sin pausas”, y algunos elementos de puntuación, como los dos puntos, que estructuran algunos poemas (y cuyo antecedente bien podría estar en uso que le da Emily Dickinson al guion). Su visión es la de alguien que, desde arriba, puede abarcar cualquier espacio, e incluso cualquier situación (sea pasada o futura, como si Rich fuera el dios bifronte Jano, capaz de ver, al mismo tiempo, el origen y el fin de los tiempos), a modo de rápidos planos o fogonazos. Explosiones, fogonazos, llamaradas... Esta descripción de los poemas de la poeta estadounidense no es casual: es capaz de ofrecernos, en medio de todo el caos urbano, casi road movie, una potente y terrible belleza en algunas líneas («Una vida se arrastra calle arriba / entre el vapor brumoso de la escarcha / lame la lengua del sol / hoja tras hoja hasta licuarlas en dolor»). Así, hay sufrimiento, uno descontrolado y deslocalizado, como parte común de varias generaciones, y otro más personal, a una “amada” o alguien en concreto. Ahí reside, de hecho, uno de los grandes aciertos de Rescate a medianoche: intercambiando continuamente los puntos de vista personales con los sociales, Rich nos hace ver que nuestras preocupaciones son las mismas que las de los demás porque, al fin y al cabo, ¿quién no ha sufrido por sus semejantes o por amor? (la pregunta parece banal, pero es el núcleo). Englobando los poemas que van desde 1995 a 1998, el sufrimiento nos lleva a otro movimiento: la rabia. Rich, conocedora de que el espejo refleja la realidad, no obstante, decide golpearlo audazmente para recoger sus esquirlas, que se cuelan por su garganta, por cada una de las líneas hasta el lector, e intensifica la fragmentación y decidida ruptura con el lenguaje. Esto hace que nos encontremos ante un conjunto complicado que requiere paciencia, que no se puede leer en un par de horas, y que demanda varias lecturas para ir profundizando en las distintas capas (simbólicas y lingüísticas) que ha superpuesto (y que merecen, por la fluidez, sentido y uso de todas las referencias un elogio a la traductora). En realidad, la poeta estadounidense, con la primera frase de la cita que abre Rescate a medianoche, nos dice claramente cuál es su objetivo: «No sé cómo medir la felicidad». Visto desde esta perspectiva, se podría decir que el espejismo está montado, que nos ha dado una pista, pero que lo que oculta es que, desde ese momento, va a rodear la felicidad para inscribirla en el cuerpo, frágil y única certeza, descuartizarla y negarla y afirmarla tanto que, al final, quedarán algunas sospechas, apenas un par de respuestas a las numerosas preguntas, algunas de ellas retóricas, que minan los poemas. Sin embargo, bien podríamos olvidarnos de todo lo anterior, con el evidente riesgo de perder los matices, ante el verdadero objetivo de Rich en Rescate a medianoche: la llamada a la acción política. La poeta estadounidense hace confluir todo el teatro de voces, con sus experimentaciones dentro del lenguaje y los puntos de vista, en ‘Una larga conversación’, el último y más extenso poema del libro, que contiene fragmentos de Ossip Mandelstam, de Che Guevara y del Manifiesto del Partido Comunista (1848), entre otras fuentes citadas, y, por tanto, la lectura se “difumina” en tanto que se “politiza”. Como señaló Dana Gioia en 1999 en San Francisco Magazine (fecha de publicación original del libro): Alrededor de 1970, a mitad de su compromiso con el feminismo, la poesía de Rich cambió. Creció o disminuyó, dependiendo del punto de vista del lector, abriéndose y declarándose más ideológica [...] Pero la radical redefinición que hizo de sí misma atrajo a muchos nuevos lectores fuera de los grupitos de la poesía contemporánea. Se convirtió en la poeta más controvertida y probablemente en la más influyente, aunque irónicamente su impacto raramente se vio en otros poetas [la traducción es mía]. Teniendo esto en mente, el último conjunto de poemas (sobre todo de 1997-98) retrata de una forma más directa las consecuencias de la guerra, algunas de las inevitables perversiones del poder del dinero, y el verdadero trabajo del artista («El arte no lleva la contabilidad / aunque los artistas / hacen lo que deben // para seguir vivos / y atienden a su trabajo / el arte es un registro de la luz»), a cambio de un estilo más pausado y, quizá, más nostálgico. El último poema, antes mencionado, sacrifica el ritmo y la poesía, como tal, para volverse prosa y ejercer una crítica frontal contra la exclusión social y el capitalismo. A veces en forma de diálogo, otras en poemas quebrados, o impresiones de situaciones y paisajes, Rich funde los tiempos y las injusticias que ha vivido, que ha visto con sus propios ojos cada día, y nos las arroja para seguir su legado, no sin antes proclamar: «Yo soy mi arte: lo hago desde mi cuerpo y los cuerpos que produjeron el mío». EL ARTE DE TRADUCIR (3) Pero imagina que estamos en cuclillas como niñas sobre un revoltijo de canicas, chapas, papel plata, viejas monedas extranjeras -los primeros tesoros de verdad. Ganchos oxidados, cristales-. Imagina que yo viera primero el pendiente pero tú lo quisieras. luego querrías las palabras que yo había encontrado. Te daría el pendiente, el lapislázuli aplastado si hubiera, me quedaría mirando los cristales de la playa y el interior astillado de la bombilla. Observando en tu mano el perfil obsoleto del cobre, el ojo de gato, el lapislázuli. Cual ladrón negaría las palabras, negaría su existencia, que fueran pronunciadas o pudieran pronunciarse, cual ladrón las enterraría y recordaría dónde. RESCATE A MEDIANOCHE (5) Al comer y beber la liberación caminé un día del brazo de alguien que dijo que tenía algo que enseñarme Era la avenida y los que allí moraban libres de hogar : sin techo : : mujeres sin ollas que fregar ni camas que hacer ni peines que pasar por el cabello ni agua caliente para quitar la grasa ni latas que abrir ni jabón que aplicar como se suele en las axilas luego bajo el pecho luego por los muslos Se encendían bidones bajo la autopista y se cogían botellas de los palés de cartón ondulado y montones de objetos perdidos y encontrados para el trueque y buscaban los cuerpos cobijo del viento Me llevó por todo esto : : Y dijo Mi nombre es Liberación y vengo de aquí ¿De qué tienes miedo? Nos quedamos hasta tarde en los bares cual murciélagos con un beso nos dijimos adiós en el semáforo, ¿creíste que vestía esta ciudad sin que doliera? ¿creíste que no tenía familia? UNA LARGA CONVERSACIÓN [FRAGMENTO]
Alguien: —La tecnología está cambiando las formas más comunes de contacto humano, ¿quién no lo ve en su propia vida? —Pero la tecnología no es nada más que un medio. —Pongamos que alguien amasa una fortuna con la guerra. Tú: -Te lo he dicho, ése es el motor que impulsa el libre mercado. No es la información, sino la militarización. Arsenales que engendran riqueza. Otra mujer: —¿Pero, entonces, la clave es el nacionalismo patriarcal? ANNE CARSON. TIPOS DE AGUA. EL CAMINO DE SANTIAGO (Vaso Roto, Madrid, 2018) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO EL CONOCIMIENTO ES UN CAMINO El agua es necesaria para la vida, y a ella nos entregamos muchas veces. Se cuentan por miles los relatos de un oasis cuando todo estaba perdido, o el rumor sonoro y leve de su discurrir, como ocurre en los pasamanos de la Alhambra. Las comunidades autónomas se pelean por ella, surgen grandes conflictos, con los ganadores empequeñecidos y anónimos. ¿Y la infinidad del mar? Hay ahogados, pero también ocio. Las lluvias arrasan con lo que tocan, como por desgracia se ha podido comprobar este último año, y crean grandes sonidos, ecos atronadores y sublimes románticos. También son agua las lágrimas, el sufrimiento callado o descontrolado, y así podríamos seguir durante un buen rato pensando en su polisemia y sus distintas metáforas. Tipos de agua, diría Anne Carson, que en el diario publicado por Vaso Roto despliega, como es habitual en su escritura, una red de palabras y significados que le permite insistir, dar rodeos y dejar que sea el lector quien, en realidad, interprete los factores. Muchos de ellos serán acuosos, inestables, y girarán en torno a la soledad, la sed y el amor. Se trata, pues, de una radiografía trascendental e íntima del ser humano, y de su huella, frente al paisaje y a la belleza terrible de lo innombrable. La poeta norteamericana juega menos, la provocación está fuera de las reglas de esta historia. Salvo alguna pincelada personal, como llamar a su acompañante desde el principio «Mi Cid» (porque según ella «acelera la narración»), no hay apenas rastros de la curiosidad ingenua que la caracteriza. En cambio, hay dolor, y mucho sufrimiento, expresado a través del agua (las lluvias y el caminar lento goteo a goteo), la naturaleza (el sol de la meseta, la caliza roja) y los materiales (piedra u oro). Carson no elude el relato, lo concentra en una serie de símbolos que elevan el discurso y, a su vez, lo vuelven humano, débil y agotador. Hay menos distancia, y los estragos y experiencias únicas del Camino de Santiago (durante algo más de un mes) crean un relato en el que todo sobra y todo falta, es decir, todo está por hacer, salvo la desnudez del alma, que hace vibrar cada palabra. Además de la intensa y desoladora introspección practicada por ella, en la que lo físico solo es el telón de fondo para la duda, también hay espacio para la confrontación, entre el amor y las formas de pensamiento terrenales, y las propias del peregrino, centradas en los ecos celestiales, la pobreza obligada, o la ayuda constante al prójimo. Además, cada una de las entradas del diario, en su magnífica y certera sencillez, aparece acompañada de un pasaje propio de los tintes existencialistas y breves, como su discurso, de la literatura japonesa, en la que Machado es un invitado de honor. Conforme avanza la lectura del libro, también descubrimos que la poeta norteamericana usa fotografías para apoyarse y, por tanto, estira y confunde a propósito los tiempos. Al final, ¿hay transformación, la esperada y necesitada catarsis? ¿Cuáles son los anhelos de los protagonistas? Hay que adentrarse para descubrirlo y apreciar los matices, ahora que estamos encerrados y, cada uno a su manera, se está sumergiendo en sus laberintos mentales, aquellos que, haciendo referencia a Charles Simic, tanto ama el monstruo. FRÓMISTA, 7 DE JULIO cuando uno gira alrededor de la luna comprende su propio corazón, Sozei Las colinas continúan palideciendo y haciéndose escasas. Parecen afeitadas, como las cabezas de mujeres ancianas en un asilo. ¿Cuál es el punto de quiebre del peregrino promedio? Me siento tan sola, como si regresara mi niñez. ¿Qué clase d trampa puede afectar la soledad de los animales? Nada puede tocarla. No, quizás eso no es del todo correcto. Esta noche, Mi Cid me dio un masaje en la espalda y me habló, con más amabilidad que antes, sobre su madre, que sufre de una enfermedad debilitante. Cuando supo por primera vez de su enfermedad, su corazón se rompió. Luego se puso a cuidar de ella, con masajes en la espalda y otro tipo de atenciones. Una voz que te habla por detrás puede ser diferente. Los animales que montan uno encima del otro no tienen que verse las caras. A veces eso es mejor. LI-YOUNG LEE. EL DESNUDO (Vaso Roto, Madrid, 2019) Traducción: Sara Cantú Pérez del Salazar por HÉCTOR TARANCÓN ROYO SONRISAS EN LA CARA MÁS ALLÁ DEL ABISMO En el plano amoroso, los valores tradicionales se han visto tan retorcidos que lo difícil, ahora, es tener una relación duradera. Lo que antes, por convención social, obligación o economía, era lo más usual, se ha vuelto un síntoma extraño, casi inclasificable. Se pueden citar las aplicaciones de citas, los grupos en las redes sociales, o el vasto contenido gratuito que pulula por internet, pero una única cosa es cierta: Occidente ha desarrollado con perseverancia la erotización extrema del cuerpo de la mujer. Asociada, o más bien entrampada, con otras corrientes, esta tradición, con miles de años a su espalda, tardará en desaparecer, por muchos cartuchos de dinamita que encienda el feminismo. Seguramente porque esa visión, nuestra visión, limita la trascendencia espiritual de las relaciones humanas, y adjudica a lo físico una serie de valores y características que, en la literatura, pueden llegar a resultar tan aburridas como superficiales. […] Ella dice, El mundo Es una historia que sigue comenzando. En ella, has vivido singularmente disfrazado: ceniza brillante, ceniza oscura, espejo, luna; un niño que se despierta en la noche para escuchar los truenos; un viajero que se detiene para preguntar el camino a casa. Y todavía falta el viaje nocturno de la mariposa por el mar. […] Una palabra tiene muchas vidas. Presa, la palabra es juego, impronunciable. Consecuentemente, la palabra es juez, pronunciando la sentencia. Aflicción, la palabra es una espina, castigando. Por eso El desnudo de Li-Young Lee resulta tan refrescante, enigmático y profundo. En ocasiones, por la distancia cultural, inevitable en muchos casos, resulta extraño, pero ese carácter, tan místico y meditado, le da una impronta que revaloriza, y cuestiona, el discurso amoroso. Como la obra de Roland Barthes desde la filosofía, Lee examina, en toda su amplitud, uno de los grandes temas de la humanidad desde multitud de perspectivas. Por eso, combina partes y poemas de gran extensión con otras menores. También varía el estilo, al deslizarse con bastante facilidad entre la memoria, la metáfora elevada y el tono coloquial. En ese sentido, no es tanto un énfasis y exaltación de un momento, como un viaje por los acontecimientos que le han llevado a ver y sentir así el mundo. Sobre todo, y como uno de los ejes centrales, es una conversación constante con, y contra, él mismo, su mujer y su familia. El poeta norteamericano, originario de Yakarta, lo sabe bien: al existir gracias a su entorno y a los demás, realiza una introspección profunda sobre sus lazos con la realidad. Al hacer reflexivos sus propios sentimientos, los poemas son, a la vez, una larga letanía que suplica y agradece todo lo que ha sucedido y está por suceder. Esa doble condición, también inmaterial y física, centra toda la fuerza poética de Lee y lo traslada, como en su vida personal, a un lugar donde pocas cosas son reconocibles, pero todo es aún posible. […] Repugnantes máquinas de placer, secuaces del mercado idiotizados, el deseo vendido, el conflicto vendido por codiciosos anunciantes, dejando que el amor se torne frío tras de ti, hambre, pestilencia y terremotos tras de ti, abominación, desolación y tribulación tras de ti. Violencia tras de ti. Una nación subyugada por el arma. Una ciudad humana bajo el estandarte del asesinato. […] Es demasiado tarde para la plutonomía y el precariado. La guerra continúa. Si el amor no sale victorioso, ¿quién quiere vivir en este mundo? ¿Estás escuchando? El desnudo, la primera y casi más extensa de las composiciones, es toda una puesta en escena de la tensión entre lo erótico, la visión subjetiva del poema y los momentos en los que lo irreconocible e impredecible, la voz de ella, entra en juego. Por momentos intenso, metafórico y onírico, supone toda una reflexión de cómo el lenguaje apresa a su víctima. En muchas ocasiones, no es tan importante el contenido, sino como éste se codifica en el estilo. Así, los instantes concretos se difuminan y, por ende, hacen que lo cotidiano se vuelva indirecto. La de Lee es una poesía que se desdobla hacia sí misma en el mismo ejercicio de estar en el mundo, y vuelca, como consecuencia, toda su fuerza en el proceso de reencontrarse. El suyo es un deseo tamizado, larga y pacientemente esculpido contra la impaciencia de la carne. Esto ayuda a ver la curiosidad, la levedad y la limpieza de los temas que va tratando, los nombre o haga alusión mediante el silencio. […] Mi madre tiene en su poder una parte de algo indecible, la otra parte de la cual guardo yo, su regalo para mí. Y mientras que lo que ella no diga y lo que yo nunca contaré permanezcan en nuestra parte secreta de la historia del mundo jamás contada, lo callado se casa con lo callado, cara a cara en el silencio entre nosotros, y nuestros corazones se unen para permanecer abiertos. Ambos tendremos que esperar hasta que estemos solos para llorar. Desde entonces, cierta melancolía va impregnando, a su manera viscosa y dramática, las siguientes partes hasta que el amor se vuelve guerra, exilio y violencia. Sigue siendo el motivo central, pero solo como rescoldo de un pasado: Lee ya no es más que uno, ni menos que dos, sino que se convierte en una voz más del sufrimiento anónimo, de todas aquellas personas a las que ha olvidado la Historia en su relato triunfante de los hechos. También del suyo propio, que externaliza aferrándose, al lenguaje y su capacidad para convertirse en alguien totalmente externo o, como él dice, en Nadie. Adquiere, pues, la memoria un protagonismo fundamental que recupera, en su distancia inevitable, a sus propios padres, y algunos momentos de su niñez, entre otros instantes. Estos chocan con la elevación y la constante distinción, de tintes filosóficos, de conceptos y corrientes de pensamiento. Tal es la deconstrucción del tiempo y la existencia, que llegar a ser el propio Lee, en su infancia, quien observa la amargura y rigidez de los ritos de los adultos, venerados aun así como personas sabias. Como consecuencia, la vida que antes se mezclaba con la incertidumbre y extrañeza del discurso amoroso, ahora lo hace con la muerte y la crudeza. En ese proceso, crea otra capa de significado: como tal, amar, además de dar la vida por los demás, es abrazar la descomposición y el fin de las cosas. El desnudo es un cántico heterogéneo y meditado, lleno de pliegues y versos por los que seguir, en los que destaca la incertidumbre, la soledad, el asombro, y la pasión, o lo que es lo mismo, la sobrecogedora certeza de la grandeza de la vida, y su constante huida de cualquier intento por categorizarla.
ANTONIO TELLO. EN LA NOCHE YERMA (Vaso Roto, México, 2019) por CONCHA GARCÍA Antonio Tello (Villa Dolores, Argentina, 1945) vive en Río Cuarto, en la provincia de Córdoba. Residió en Barcelona desde 1976 hasta 2014, aunque de Barcelona no se ha ido del todo. Curiosamente destruyó toda su poesía y en su nueva etapa, a partir de 2004, publicó Sílabas de Arena, Nadadores de altura, O las estaciones, Lecciones del tiempo y En la noche yerma.
Además de una extensa obra narrativa, ensayística, es considerado por la crítica como una de las literaturas más relevantes de la Argentina del exilio. Antonio Tello ha publicado la mayor parte de su obra también en Barcelona. En momentos tan agitados como los que vivimos, sentir que no se es tan solo de un país, nos coloca en la visión de un poeta que parte de moldes alejados del sujeto enraizado en un territorio desde el cual la voz se agencia del mismo. En la noche yerma consta de treinta cantos escritos bajo el molde de Ezra Pound y T. S. Eliot. Los cantos son verdaderos mosaicos culturales del siglo XX. El poema de Antonio Tello se eleva a ras de suelo, no desde la alta cultura. La decadencia de la civilización enfocada en una de sus riquezas, el lenguaje, cada vez más degradado, se siente en carne propia. La voz profética de esta narración se apuntala con referencias a las escrituras sagradas, La Ilíada y La Odisea, a modo de soporte de una tradición oral. Esta voz, que parece retumbar con una melodía rítmicamente pausada, se estremece ante la usura que continuamos padeciendo, expandiéndose más allá de cualquier territorio. Antonio Tello va desgranando, a modo de monólogo dramático, en cada uno de los cantos, una serie de meditaciones sobre la historia de la humanidad desde el lado peor del ser humano, acentuando la decadencia y agonía de nuestra cultura. La falta de recursos para los más pobres, la eliminación de las humanidades, la invasión de la técnica en todas las esferas, la degradación del territorio, parecen confabularse con mayor intensidad en estos tiempos tratando de borrar del mapa los mejores logros del ser humano. El hombre es un lobo para el hombre, ya lo dijo Plauto hace más de dos mil años. La condición humana no cambia, somos nuestros peores enemigos. Libro apocalíptico, escrito con la rabia de quien observa y siente cómo se adueña del mundo “la fiera economía”, “los hijos de la nación”, “el holocausto narcisista del cazador”. Como dice el crítico Jorge Rodríguez Hidalgo: «El poema de Tello es su contador, el poeta que levanta la voz para nombrar y crear, para decir y falsear (urdir los versos más tristes), para ser o para no ser (el lenguaje devora / el nombre de las cosas). El hombre, el poeta en ciernes, ante el estéril paisaje del tiempo por venir, reducido al silencio después de la gritería, debe aprender la gran lección del mundo, que le llegará por medio de su música primordial, la voz libre de obediencias. Ese hombre, ese poeta, es, a su vez, el proscrito, el extranjero, el exiliado hombre y vate que firma el poema». Destaquemos que si el poeta no solo es un fingidor, sino un visionario, tomando la corriente de la poesía simbolista y las secretas afinidades entre el mundo sensible y el mundo espiritual, vamos a notar, leyendo En la noche yerma que lo que nos queda en esta tierra es sufrimiento y conciencia por haber sido partícipes del mismo: y tú yo vástagos de una / escritura fosilizada desgarros de horas / perdiéndose ante sus ojos / pereceremos… Fue Ezra Pound en sus escritos contra la usura quien advirtió que la historia de este maldito siglo no nos enseña más que la violación de estos principios —la propiedad es un derecho— por una usurocracia demo-liberal: «La doctrina del capital ha demostrado por sí misma que se la podía resumir como un permiso concedido a los ladrones sin escrúpulos. La usura se ha convertido en la fuerza principal del mundo moderno. El combate contra las finanzas internacionales se convirtió en el punto más importante del programa Nacional Socialista». Advirtamos que los partidos de extrema derecha avanzan poco a poco con una velocidad arrasadora. Si la poesía es revelación, la de Antonio Tello nos revela lo que ya sabemos o intuimos, sin olvidar que allí donde todo se ennegrece, muy cerca renace la hierba de nuevo. La visión epifánica del poema no es otra cosa que la esperanza en el renacer. Antonio Tello deja una gran preocupación por el lenguaje en este largo poema. Si lo perdemos, ¿cómo nombrar? La poesía es un antídoto contra el olvido y la imaginación es tan necesaria como el aire que respiramos. DOROTHEA TANNING. SI LLEGAMOS A ESO (Vaso Roto, Madrid, 2019) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO
CHARLES SIMIC. GARABATEADO EN LA OSCURIDAD (Vaso Roto, Madrid, 2018) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO
ANNE CARSON. ALBERTINE. RUTINA DE EJERCICIOS (Vaso Roto, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Aunque la poesía, como consecuencia de su diversificación estilística actual, cumple un amplio abanico de funciones que provocan numerosas respuestas en el lector, mentiríamos si dijéramos, si no reconociéramos en nuestro acomodamiento, que el lector no se sigue acercando a ella buscando una Verdad indiscutible. Simplemente basta con recordar la elevada función educadora que el arte cumplía, según teóricos como Hegel, hasta bien entrado el siglo XVIII al mostrar conceptos morales (lo que está Bien y lo que está Mal), históricos (la memoria del pasado como recordatorio de los errores que no hay que repetir), y bellos (el equilibrio y la armonía como motores principales de un mundo en constante decadencia). Queramos o no, por muy liberado que se encuentre el arte en la actualidad, el modelo antiguo sigue funcionando en nuestras cabezas, en nuestros modos de aproximación, y de rechazo, cuando la incomprensión alumbra la confusión del público al experimentar una obra conceptual, un artefacto que poco o nada tiene que ver con la belleza. Entonces, algunas formas del arte poético, con mayor o menor dosis de ironía y humor, nos sigue ofreciendo una partida de póquer en la que está en juego la radiografía la breve existencia del ser humano. Sea cual sea el tema, sea Marwan, en su reactualización del Ars amatoria de Ovidio, sea Agustín Fernández Mallo, dentro de su reactualización científica del verso. En ese sentido, adentrarse en la poesía de Anne Carson es hacerlo en un campo de minas totalmente señalizado, lleno de indicaciones sobre cuáles son los caminos menos peligrosos, sobre los posibles obstáculos de seguir por ese o aquel sendero. Solo hay un problema: las señales mienten. Carson, absolutamente consciente de la profundidad evocadora de la poesía, se dedica a establecer una serie de reglas a sabiendas de que las aceptaremos, de que no nos atreveremos a dudar de ellas. El primer indicativo, su propia biografía: «Nació en Canadá y se gana la vida enseñando griego antiguo». Cuidado, se avecina un viaje del que es bastante improbable salir indemne. En esta ocasión, la poeta canadiense se adentra en la figura de Albertine, la amada ficticia, o no tanto, de Marcel Proust en el volumen 5 de su extensa y aplaudida obra En busca del tiempo perdido. A través de cincuenta y nueve párrafos, su discurso, inicialmente diáfano, se va oscureciendo, enroscando, tendiendo puentes entre sí hasta que el lector, acaso por azar, adquiere una visión completa de Albertine en tan solo unas pocas palabras, frases, que se complementan con los dieciséis apéndices, numerados libremente por la autora desde el cuatro hasta el cincuenta y nueve. Esta última parte, añadida para puntualizar algunas de las reflexiones anteriores, funciona no obstante como el verdadero final del ensayo, que vuelve a romper, como es habitual en Carson, toda frontera tradicional literaria para llegar al punto de fuga, a lo indecible, a la vida en sí. Otra pista falsa, párrafo 10: «Albertine no le llama al narrador por su nombre en ninguna parte de la novela. Ni ella ni nadie. El narrador insinúa que su nombre propio pudiera ser el mismo nombre propio que el del autor de la novela, i.e., Marcel. Supongamos que es así» (p.13). Pero lo cierto es que, tal y como señaló un lector en 2014, el nombre de Marcel sí que aparece, al menos, cinco veces. ¿Entonces? Bueno, Carson decide potenciar el discurso: en el párrafo 2 arguye que «El nombre de Albertine aparece 2.363 veces en la novela de Proust, más que el de cualquier otro personaje» (p. 9). 2.363 frente a un número nimio, ridículo. Nada más que decir. El logro de los párrafos reside en su silencio, en su extrema brevedad al analizar a Albertine, demostrando que los fastuosos, enormes, interminables tomos llenos de reflexiones pueden ser, quién sabe, absolutamente inútiles y estériles. La labor de concentración, que va desde la estadística a la condición femenina de la protagonista, nos ofrece una investigación que busca, igualmente, quitarnos la venda de los ojos, hacernos ver que la multiplicidad de interpretaciones, en realidad, no está reñida a la hora de sacar conclusiones sobre el mensaje, y las intenciones, de su autor. Aquí una muestra de todo ello:
«27. A) A veces, mientras duerme, Albertine se despoja de su kimono y yace desnuda. B) A veces, entonces, Marcel la posee. C) Albertine parece no despertarse. 28. Marcel parece creerse el amo de tales momentos. 29. Quizá lo es. En este punto, dicho sea entre paréntesis, si tuviéramos tiempo podríamos hacer varias observaciones acerca de la similitud entre Albertine y Ofelia —la Ofelia de Hamlet—, comenzando por la vida sexual de las plantas, que tanto Proust como Shakespeare disfrutan usar como el lenguaje del deseo femino. Albertine, igual que Ofelia, personifica para su amante la juventud en flor, pero también la castración, la pérdida, la amenaza y el puro obstáculo. Albertine, igual que Ofelia, está condenada por un voraz apetito sexual cuya expresión se le niega. Ofelia lleva su apetito sexual al río y lo ahoga entre plantas acuáticas. Albertine distorsiona el suyo en la falsa consciencia de una planta del sueño. En ambos escenarios el hombre parece estar en control del libreto, aunque él mismo se enreda en las artimañas de la mujer. Por otra parte resulta difícil decir quién engaña a quién» (p. 23). En todo este monólogo, Alfred Agostinelli, el chófer de Proust, tiene un papel creciente a la hora de analizar Albertine, acaso por transposiciones entre lo autobiográfico y lo ficticio. Aclararlo, sin embargo, sería invalidar la experiencia estética que supone llegar a ese punto dentro del ensamblaje de Carson. Podríamos indagar sobre los aspectos que rodean los apéndices, sobre la construcción de Carson, sobre su intención final. Pero qué juego nos habríamos perdido, entonces. Quizá, por no malograr más esa rutina de ejercicios, terminaremos con uno de los apéndices fundamentales, ya que resume todo lo dicho anteriormente (y bien podría sustituir por entero toda la reseña): «“Apéndice 33 (b) sobre metáfora y metonimia”. Ahora que lo pienso de nuevo, la diferencia entre «una cabañita» y «se incendió» no aclara nada sobre la metáfora y la metonimia. Algo dice, no obstante, acerca de lo frágil que resulta la aventura de pensar. El día que decidí resolver de una vez por todas la diferencia entre metáfora y metonimia, fui a la biblioteca, tomé un montón de libros, leí diferentes partes de cada uno, redacté unas notas veloces en trozos de papel y volví a casa, esperando ordenarlas al día siguiente. Al día siguiente, ente mis notas -para entonces desorganizadas e incomprensibles-, encontré esta inquietante y ejemplar «cabañita» que podría o no haberse «incendiado». Y aunque no pude recordar el contexto, cometí la negligencia de no registrar su origen y tampoco comprendía cabalmente su relevancia en el asunto de la metáfora y la metonimia, la «cabañita» me pedía a gritos que no la abandonara. Queda como un muy buen ejemplo, sólo que no sabemos de qué» (p. 69). CHARLES SIMIC. EL MONSTRUO AMA SU LABERINTO (Vaso Roto, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO En uno de los relatos de El oro de los tigres (1972), ‘Los cuatro ciclos’, Borges estipuló los cuatro ejes por los que se movía la literatura de la Antigua Grecia: a) la conquista de una gran ciudad y su cruenta batalla, b) el regreso y el redescubrimiento de su protagonista, c) la búsqueda y el triunfo final, y d) el sacrificio de un dios. Si bien no le faltaba razón al afirmar que nuestra tarea era seguir narrándolas y transformándolas, a la luz de los últimos desarrollos del arte y la literatura, despojados de términos y períodos forzados, también podemos afirmar, con la tranquilidad del que no necesita mayor justificación, que ese edificio hace ya tiempo que se derrumbó. El espejo mimético en el que el ser humano se miraba, nos guste o no, se ha roto en miles de pedazos. La realidad, pues, fractal, fragmentada en pequeñas historias, es el ingrediente básico que cocina Charles Simic durante la lenta, aunque sabrosa, cocción de El monstruo ama su laberinto, publicado por Vaso Roto, que ya desde su magnético título nos indica una de sus claves: el empeño obsesivo que ponemos en guarecernos siempre en el mismo refugio, temerosos de salir, dominados por el miedo ante la novedad. Esa sería, no obstante, una lectura tan reduccionista que, ante el posible sonrojo de los potenciales lectores, habría que otra: la fascinación y el placer que producen la vuelta continuada sobre los mismos asuntos. Entonces, ¿cuál es la correcta? La respuesta es tan apabullante como desconcertante: ambas. De un lado, el laberinto de las ciudades, de nuestras propias habitaciones, de nuestra propia mente (la más traicionera de todas), confundiéndonos con sus distracciones y sus reglas, sus leyes que dominan nuestra biología y nuestro pensamiento (no sea un círculo, piense como un cuadrado). De otro, el laberinto de nuestros intereses, de la necesidad de profundizar en los mismos temas a fuerza de desgastar sus corredores, las mínimas muescas de sus paredes. En ese difícil equilibrio, entre el miedo y el viaje, es donde Simic comienza a hablarnos. Así pues, si retomamos la idea de Borges, podemos aducir que, en realidad, estos cuadernos simbolizan una conquista autoconsciente, un duelo mental en el que Asterión, como en la homónima historia, no muere, sino que, debido a su astucia, sobrevive más allá de su confinamiento, aunque nunca llegue a escapar de éste. No obstante, Simic, consciente de los artificios de la escritura, despliega en cada una de las cinco partes una serie de temas enroscados, ciertamente tramposos, que, jugando con la mentira, la esencia y la ficción, van ahondando en la creación poética, la crítica social, la ridícula estrechez de miras de las personas y, en definitiva, la intensa necesidad del humor hoy en día, pase lo que pase: «Si yo aventuraba una crítica, se cabreaba. ¿Quién te crees que eres? Un listillo, me espetaba, y se negaba a hablarme de libros durante días. Stanley era puro entusiasmo. Yo mismo sentía vértigo al pensar en la nueva lectura que me esperaba en casa» (p. 21). Por decirlo de otra manera, Simic, hable del mundo posterior a la Gran Guerra, hable de la poesía, toma literalmente la frase de Héctor Mann cuando, en El libro de las ilusiones de Paul Auster, comenta: «Si todo el mundo hace las mismas preguntas, a lo mejor hay que contestarlas de manera diferente, sólo para mantenerse despierto» (p. 94). Si la vida insiste con las mismas cuestiones, solamente hay que inventar nuevos modos de acercarse a ella.
En esa línea, la visión de Simic, aunque ficcional cuando se aproxima a la autobiografía y al poder del humor, contiene una crítica bastante profunda al sinsentido actual que domina el siglo XX desde la Gran Guerra. En unos tiempos, cabría imaginar, en los que las humanidades son más necesarias que nunca, puesto que fundamentan el saber del presente, avisan de los errores del pasado, y abren nuevos caminos hacia el futuro, las letras sufren, en cambio, una lenta agonía provocada por la ceguera institucional y la falta de intuición sobre la vida: «La estupidez es la especie secreta que los historiadores les cuesta identificar en esta sopa que no dejamos de sorber» (p. 34); «También Gombrowicz solía preguntarse cómo es que los buenos estudiantes comprenden las novelas y poemas que leen, mientras que los críticos literarios dicen mayormente disparates» (p. 87). Aún más, esas situaciones van penetrando a través de las capas de sentido hasta llegar a la propia sociedad, desorientada en lo que a justicia social y política se refiere: «La enorme multitud aclamando al dictador; los rostros sonrientes de los niños dándole la bienvenida con flores. ¿Cuántas veces lo he visto? ¡Y siempre la misma niñita rubia haciendo una reverencia! Aquí está de nuevo, rodeada por las botas de caña alta de los dignatarios y un par de perros policía atados en corto. El monstruo en persona le da una suave palmada en la cabeza y le susurra al oído. En vano busco a alguien con semblante preocupado» (p. 12). Sin embargo, es en el expandido territorio de lo poético donde Simic ofrece sus más agudas reflexiones. A distinciones entre los campos creativos relacionados con la palabra («El poeta ve lo que el filósofo piensa», p. 43), le sigue también un particular elogio del montaje, de la estética de lo fragmentario (disperso y ensamblado a la vez en un poema): «El azar como una herramienta con la que romper nuestras asociaciones cotidianas. Una vez rotas, emplear uno cualquiera de los fragmentos para saltar a lo desconocido» (p. 55); «La poesía es una manera de pensar por medio de afinidades» (p. 69). De manera complementaria, El monstruo ama su laberinto también contiene una serie de pensamientos relacionados con la levedad del verso y su poder de transformación: «Quiero mostrar a los lectores que las cosas más familiares que les rodean son ininteligibles (…) La poesía es un modo de conocimiento, pero la mayor parte de la poesía nos dice lo que ya sabemos» (p. 58). Al fin y al cabo, Simic traza un mapa en el que perdernos, pero también en el que encontrarnos, aunque la huida sea, en cierto modo, algo imposible de realizar: ya se sabe, «me dan té, / me dan café, / todo me dan de buena fe / menos la llave de la celda» (p. 49). KATHLEEN RAINE. UTILIDAD DE LA BELLEZA (Vaso Roto, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Aproximarnos a la historia cultural del siglo XX, todavía hoy eminentemente occidental a pesar de términos como multiculturalismo, se asemeja a las sensaciones que produce una montaña rusa: rapidez (por la proliferación de movimientos, teorías y autores que se van superponiendo y devorando entre el conflicto de lo global y lo local), vértigo (por ese vaivén de alturas que difumina las fronteras entre el arte elevado y la cultura de masas popular), desorientación (por ese continuo movimiento en el que uno no sabe muy bien a dónde pertenece) y, por extraño que pueda parecer, una absoluta sensación de vacío (porque la adrenalina al final deja paso a la rutina y lo conocido). No en vano, fue la época que hasta ese momento más pérdidas había acumulado: la confianza en el progreso, la influencia de los medios de comunicación tradicionales, la superioridad de la palabra sobre la imagen, o el peso de las tradiciones populares, lo que acabó por producir una fuerte sensación de nostalgia y desazón. El debate entre la tradición y la novedad se polarizó rápidamente, pero, de entre todas estas pérdidas, el concepto tradicional de belleza, asociado hasta entonces a elementos como la perfección, la pureza, la simetría o el decoro, sufrió un doble golpe mortal con la irrupción de la estética de la fealdad, asociada a lo visceral y a lo puramente carnal en los escritos de ensayistas como Georges Bataille, y con el desarrollo de los medios de comunicación de masas y la urbe, que distraían al ser humano de lo verdaderamente importante: la atención a la profundidad de la naturaleza y de lo cotidiano. Este hecho, que no pocos artistas celebraron, es el punto de partida para la poeta y teórica inglesa Kathleen Raine en su reivindicación de una belleza de raigambre abstracta y platónica a través de los distintos ensayos que componen Utilidad de la belleza, publicado por Vaso Roto: “Sobre el símbolo”, “Sobre lo mitológico” y “Utilidad de la belleza”, recogidos originalmente en Defending Ancient Springs (1967). El primero, “Sobre el símbolo”, sirve de introducción a la verdadera cuestión mediante la dicotomía entre el avance imparable de la filosofía positiva, con su exaltación de lo material y su influencia en autores como Empson, y el detrimento de la tradición simbólica, de influencia neoplatónica, cultivada por otros autores en el pasado como Yeats, Keats, Shelley o Milton. Así, como consecuencia de esa negación de lo metafísico, el poeta no puede trascender la realidad y, por ende, imaginar, acceder al plano simbólico que demanda, según Raine, la verdadera poesía: Aquellos para quienes el mundo material es el único plano de lo real son incapaces de entender que el símbolo —y la poesía en sentido estricto es discurso simbólico, discurso por analogía— tiene como propósito principal la evocación de un plano a través de otro; deben encontrar otros usos para la poesía o bien admitir con franqueza que no les sirve para nada. (p. 14) De esta manera, a diferencia de la elevación que produce la poesía de Milton o Blake, muchos poetas se han dejado seducir por la simpleza de lo aparente, por lo sensible y por el sentimiento personal (algo que está más que curiosamente aceptado en la actualidad). Y bien valdría la pena repetir elevación, pues para la ensayista inglesa es el poeta quien realiza una labor de correspondencia, de ajuste, entre dos planos: «pensamiento a imagen deben ser una sola cosa (sencilla), perfectamente hecha realidad en la imagen (sensitiva) y sentida como vivencia (apasionada) y no meramente aprehendida como concepto. En esto se distingue el poeta del filósofo; no en ninguna diferencia en la naturaleza de sus temas, sino en el modo de experimentarlos: donde la filosofía establece distinciones, la poesía aúna, creando siempre tonalidades y armonías» (p. 15). Lo simbólico no reside en ofrecer meras metáforas, instantáneas de un decir más indirecto, sino en recoger todo un modo de observar y sentir la realidad, de trascenderla, mejor dicho, hacia los símbolos inmutables que conforman la vida humana. Esta inmutabilidad a través del tiempo es posible gracias al papel indispensable de los mitos, objeto principal de “Sobre lo mitológico”, como unidad cultural y lenguaje universal de las civilizaciones. Esto es importante, ya que, a diferencia de las épocas pasadas, en las que la cristiandad había perpetuado esa tradición clásica anterior, lo simbólico ha devenido en un lenguaje privado, fragmentario, que no puede ser así contrastado y/o complementado con otras impresiones. De esta manera, si el poeta no puede, por decirlo de otra manera, completar su conocimiento del mundo, su acceso a éste es incompleto y, por tanto, mundano:
En Inglaterra es sobre todo en poesía como se ha expresado la imaginación nacional; y quizá por esta misma razón (porque la poesía, a diferencia de las artes plásticas, no construye ciudades por el mero hecho de su composición), la «naturaleza» ha seguido proporcionando la mayor parte de los términos simbólicos de la imaginación nacional. Para la civilización inglesa en su madurez, como para todas las razas primitivas, los «personajes del gran Apocalipsis» son «montaña y cascada, árbol y río y lago». (pp. 50-51) Así pues, la poesía permite conocer lo simbólico, pero también imaginar, en esta línea, un designio mayor, dado por la divinidad a través de lo real, que no se limita solo a la apariencia sensible. Aún más, la ausencia de elementos bellos en el entorno (en las ciudades, con sus moles arquitectónicas, grises, y la práctica inexistencia de espacios naturales) es otro de los elementos clave que nos conducen hacia la “Utilidad de la belleza”, el ensayo que da título al libro, que comienza con esta tajante percepción: ¿Qué es lo que le pedimos a la poesía hoy? Tal vez me equivoque respecto a lo que le pedimos exactamente, pero creo que no me equivoco si concluyo que el momento actual no le pide —ni recibe— lo suficiente. Mucha poesía publicada no parece marcarse ningún objetivo más allá de la descripción, a veces agradable, pero con la misma frecuencia desagradable, de cosas vistas o sentidas […] Tal vez el poeta gane algo al articular su neurosis (aunque dudo que esa sea la cura de almas que pretende ser), pero no alcanzo a comprender qué puede esperar el lector como ganancia. (p. 65) En ese sentido, dado que la belleza ha quedado anulada por el peso de lo práctico y la comodidad de la vida moderna, el arte ha quedado relegado a una serie de transformaciones rápidas sin mayor fundamento, sin mayor sentido que el proceso en sí, frente a lo que se espera, al final, de la verdadera poesía: «Pero la verdadera poesía tiene la capacidad de transformar la conciencia misma poniéndonos ante los ojos iconos, imágenes de formas sólo parcial y superficialmente realizadas “en la vida real”» (p. 73). De este modo, según Raine, la poesía, como el resto de las artes en sus respectivos campos, tiene la función, en un sentido hegeliano, de educación del espíritu, de ahí que la transmisión de valores, virtudes o episodios bellos sea fundamental. Llegados a este punto, las reflexiones de Raine pueden convencernos en mayor o menor cantidad dependiendo de la postura que adoptemos. Si, por un lado, desechamos el contexto y las tomamos literalmente, como los teóricos que se rieron del rechazo del jazz por parte de Adorno (y que ahora lo hacen cruelmente con Pokemon Go), sus argumentos nos parecerán poco más que un conjunto rancio y desactualizado sobre la poesía. Por otro, si somos capaces de tomarnos los argumentos con la suficiente flexibilidad, descubriremos razones que explican la preeminencia de lo cotidiano y, con ello, la pérdida irrecuperable de todo un mundo simbólico y de un hacer poético que ayudaría a evitar la falta de calidad y originalidad en la poesía. Mientras tanto, la montaña rusa sigue su deriva. |
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