ELOY SÁNCHEZ ROSILLO. LA RAMA VERDE (Tusquets, Barcelona, 2020) por ANTONIO MARÍN ALBALATE Eloy Sánchez Rosillo es un clásico al que se le reconoce, sobre todo, por la difícil sencillez con la que acomete el poema para darle brillo y vuelo. Y se le reconoce, claro, por su voz, inconfundible como la de Serrat, que tanto le admira («Eloy Sánchez Rosillo es muy buen poeta») y que cito aquí porque así me lo dijo un día de 1999 a propósito de cierta conversación acerca de quién podría prologar un artefacto literario del que ya tenía contrato editorial y que, afortunadamente, nunca vería la luz. Aquellas palabras del citado año me llevaron a releer La vida, a la sazón último libro de Eloy publicado tres años antes, para encontrarme con su ‘Vieja canción’: «He escuchado en la radio, por azar, hace un rato, / una vieja canción». A su vez, este poema me llevó al disco Sombras de la China (1998), donde Joan cantaba ‘Una vieja canción’: «Viene a tu encuentro / desde el olvido [...] tan dulce / y tan ingrata / una vieja canción. / Rastreando lo que fuiste [...] buscarás por aquel / tiempo que ya no existe [...] al volverla a escuchar / por la radio». La melancólica melodía del tono, elegíaco en ambos artistas, junto a ciertos parecidos razonables en cuanto a lo escrito, me llevaron a preguntarme (todavía hoy lo hago) si acaso Joan no se inspiraría en el poema de Eloy para su “vieja canción”. De lo que no hay duda, nadie lo puede negar, es que Serrat y Sánchez Rosillo son dos grandes que ya han dejado huella y, por supuesto, toda una escuela detrás. Pero eso es otra historia. He de confesar que sigo a Eloy (igual que a Serrat, me apetece seguir citándolo), como un sabueso, desde que en 1978 publicara Maneras de estar solo (Premio Adonáis del año anterior), un libro donde entre «la luz mediterránea» y «la plata apacible del olivo» ya se anunciaba el poeta que era y ha sido siempre. Luego llegarían Páginas de un diario (El Bardo, 1981), Elegías (Trieste, 1984), Autorretratos (Edicions 62, 1989), Las cosas como fueron, su primer tomo de poesía completa (Editorial Comares/La veleta, 1992 y 1995). A partir de ahí ficharía con Tusquets, donde vieron la luz La vida (1996), Las cosas como fueron. Poesía completa 1974-2003 (2004), La certeza (2005, Premio Nacional de la Crítica de ese año), Oír la luz (2008), Sueño del origen (2011), Antes del nombre (2013), Quién lo diría (2015), Las cosas como fueron. Poesía completa 1974-2017 (2018) y La rama verde (2020). Con Eloy pasa como con Serrat cuando saca obra nueva, es como si fuera la misma canción o el mismo poema prolongándose una y otra vez en el tiempo. En apariencia, claro está, porque cuando entras en profundidad a leerle siempre descubres, no sin asombro, un hallazgo inesperado, algún matiz nuevo, un trallazo semántico, un fulgor que te ciega y te deja K.O.; algo que todavía te sorprende y que, como cantara mi querido cantautor en su mencionado tema, «te manda a la lona / de un gancho al corazón». Este pequeño exordio, o lo que podría ser “un irse por las ramas”, no es más que mi rendición total y absoluta ante el poeta y su obra última, La rama verde, que publicara en noviembre del pasado 2020. Son sesenta y cuatro poemas en total, escritos entre 2015 y 2019, de una inexplicable y conmovedora belleza; es, por tanto, un libro de honda “duración”, como titula el poema que lo abre. En La rama verde se citan el recuerdo y la añoranza por la fugacidad del tiempo que ya es elegía como, verbigracia, la que muestra el poema ‘En la mañana inmensa’. Cuánto tiempo ha pasado ya, hijo mío, desde aquella mañana que dije en un poema en el que se nos ve a ti y a mí en la playa, […] por la arena caliente de la dicha... Hasta que a mi conciencia, no sé por qué, de pronto, vino el sentir del tiempo y levantó entre tu ingenuidad y mi tristeza súbita la visión desolada de un futuro vertiginoso, en el que ya no estabas a mi lado: vagabas por el mundo y yo quizá había muerto. Y tras leerlo, con la palabra paternidad (sólo quien la conoce lo sabe) temblando en la boca, acudimos a sus Autorretratos para bucear en los versos filiales de aquella mañana que inmortalizara en ‘La playa’. Nadie puede quitarme --me digo-- la ilusión de soñar que ha existido esta mañana. […] y yo beso tus ojos, tus mejillas, tu pelo, tu niñez jubilosa. El mar está muy azul y muy plácido. A lo lejos, algunas velas blancas. El sol deja su oro violento en nuestra piel. […] Pero escucho, de pronto, el ruido terrible y oscuro y velocísimo que hace el tiempo al pasar, y la firmeza de mi sueño se rompe; se hace añicos —como un cristal muy frágil— la ilusión de estar aquí, contigo, junto al agua. […] Y te veo crecer, y alejarte. Ya no eres el niño que jugaba con su padre en la playa. […] Estás solo y me buscas. Pero yo he muerto acaso. Sánchez Rosillo, como vemos, tiene el don de volver a lo ya escrito para seguir conmoviéndonos, esa es su grandeza. El don de Don Eloy es también, para eso es bardo verdadero, el impulso bien medido de quien tiene en sus manos el fuego y sabe cómo disponerlo ante nuestra mirada. Leer a Eloy es “entrar en el silencio” para “estar entre las cosas” sabiendo que «lo importante es vivir, aunque el vivir nos duela / estar vivos del todo mientras dure la vida». La vida siempre en el eterno El(h)oy que será “hasta el final de un día” celebración, aunque la tristeza esté ahí y haga preguntarse al poeta: «Por qué estás triste, dime. No es posible / que a estas alturas de la edad no hayas / aprendido a vivir, / que todavía no comprendas nada. Todo está bien. Deberías darte cuenta». Pero hay días en que, irremediablemente, el abatimiento nos hace caminar cabizbajos, más aún si se pasea junto a la mansedumbre de un mar que va y viene, entre olas y adioses, y más aún si se ha cruzado el umbral de cierta edad y te da por pensar con el poeta en ‘La hora irrevocable’: «en la hora atroz, en la hora irrevocable / en la que debería estar colmado. / ¿Qué explicación darás si alguien pregunta? / Y más que nada, ¿qué podrás decirle / a quien tú eres cuando llegue el trance / de penetrar en lo desconocido?». Días en los que, ‘En el hueco del instante’, nos vemos con la edad del poeta diciéndonos: «que tenga yo —de pronto— más de setenta años / y no sepa muy bien qué ha sido de la vida». Diciéndonos, para sucumbir ante el enigma: «Mejor no detenerse a meditar. Y seguir caminando». Seguir caminando contra el horror de mirar el paso del tiempo en las manos y no saber dónde esconderlas. Llegar a casa y ponerse los guantes de leer para abrir, al azar, cualquier página de La rama verde. Y leer, leerle temblando como pétalo de oscura flor ante esos versos que tanto estremecen: «Has llegado a tu casa. / Por el balcón empieza a entrar la noche. / Y tú, en tu cuarto, ya eres sólo sombra». Leer y recomponerse, sabiendo que en suma todo es una resta, porque «la vida empuja, arrastra, no da tregua, / y nos lleva y nos trae, nos da y nos quita». Y otra vez Serrat asaltándonos con el estribillo de ‘Una vieja canción’, «Y nos toma, / nos trae, / nos lleva, / nos mata», para preguntarnos ahora si no se inspiraría Sánchez Rosillo en él para esos versos del poema ‘Era septiembre’.
Leer a este bardo de honda melancolía celebratoria, tan merecidamente reconocido, leerlo dándonos cuenta que, como Serrat, nos toma, nos trae, nos lleva, nos da motivos para conciliarnos con “el viento del existir”: «Tengo setenta años / y ha pasado la vida. / El sol restalla aún en las alturas / su látigo de fuego». Lean, leamos pues a Eloy Sánchez Rosillo colgados de La rama verde, clorofila de hoja perenne del «árbol del vivir, / árbol de la ilusión y de los desengaños». Leámoslo para seguir oyendo la luz, ¡quién lo diría!, del poeta de la certeza que, desde el sueño del origen mismo, se ha ido destilando, poema a poema, libro a libro, para quedar, antes del nombre, en el nombre mismo de las cosas.
0 Comentarios
LEOPOLDO MARÍA PANERO. LA MENTIRA ES UNA FLOR (Huerga & Fierro, Madrid, 2020) Colección Rayo Azul por ANTONIO MARÍN ALBALATE Para Evelyn de Lezcano, amanuense de Leopoldo, poeta canaria que admiro. Con cariño. Escribir sobre Leopoldo María Panero es entrar en la excelsitud de la tragedia a través de un agujero llamado Nevermore donde, cumplido el tránsito, salimos camino de nada mientras se deshojan los pétalos podridos, oh marchita flor, de nuestra propia mentira. Acercarnos a escuchar el latido, siempre del otro lado, del silencio que habla desde el fondo de la intensa obra de Panero, es saber quién fue realmente el verdadero señor de las palabras («fui esclavo del hombre / y ahora soy el señor de las palabras»), quién fue el auténtico Poeta. Publicado en la colección Rayo Azul de la editorial Huerga & Fierro, llega a nuestras manos un nuevo libro de Leopoldo María, o lo que viene a ser el tercero que vio la luz póstumamente, sin contar aquellos Lirios a la nada de 2017 (escrito junto a Félix J. Caballero, alguien para mí prescindible), también publicado en esta misma editorial. Recordemos que en 2014, año del fallecimiento del poeta, Huerga & Fierro (dentro de su colección La Rama Dorada) publicaría Rosa enferma, título tomado del poema ‘The sick rose’ de William Blake, un libro que gracias a la generosidad de sus editores tuve el honor de prologar; igualmente ese año, poco tiempo después, la editorial Vitruvio haría otro tanto con Poemas del pájaro y la oruga, un inédito que recibiría la editorial en 2005 tras solicitárselo al poeta. En conversación telefónica para concretar la fecha de edición, Leopoldo pidió que, de no hacerlo de forma inmediata, viera la luz póstumamente. Mientras dispongo estas palabras para mis amigos de El coloquio de los perros (a quienes agradezco su confianza), pienso en la gran afinidad que hay entre los tres citados libros; primero porque, parafraseando a Ángel L. Prieto de Paula en la nota de edición de La mentira es una flor, fueron concebidos por el poeta como un conjunto unitario y acabado; y segundo, por lo que podrían tener en común. Así, leyendo los versos finales del poema que cierra Rosa enferma, «Ya los pájaros comen de mi boca / como si estuviera por fin solo / colgado del último verso», vemos que enlazan perfectamente con el primer poema del pájaro y la oruga (breve, como el resto de los que componen esa obra): «Ah tú flor del silencio / y de los pájaros / nido del poema / en donde sufre el llanto / y mueren las lágrimas / rociadas por el esperma / del viento, por la oruga del silencio». Igualmente, situándonos en el verso decimotercero del primer poema de La mentira es una flor sentimos cómo se arrastra ante nuestra atónita mirada esa larva con la que el poeta aseguraba: «Así es el poema, como una oruga que repta sobre la página / y la verdad, como en la tragedia griega, es el fin de la obra». Debo decir que mi lectura de La mentira ha sido más bien una relectura, puesto que ya conocía el manuscrito enviado en su día por mi tocayo y paisano Antonio J. Huerga con el fin de cotejar sus poemas con otros hallados en una caja de cuya custodia se encargó tras la muerte del poeta. Llegados a este punto, hay que decir que nadie como Charo Fierro y Antonio Huerga, doy fe, han tratado a Leo (como le llamaban ellos) con tanto mimo, cariño, respeto y paciencia. En el prefacio de esta mentira que nos ocupa el profesor Davide Mombelli ya advierte de lo imposible de prescindir del tópico del malditismo a la hora de acercarnos a la obra de Panero. Una obra donde, desde sus inicios, cultivó la imagen atormentada de quien sabe que el único camino posible para salvarse de sí mismo es la autodestrucción. Y así, acaso sin pretenderlo, más allá de su lúcida locura, alcanzó el estatus de poeta verdadero e increíble por creíble, pues no hay nada impostado en su lenguaje de lumbre que viene del infierno de saberse desterrado de una infancia marcada por un padre borracho y una madre “desoladora” como llegaría a calificarla, entre otros muchos adjetivos. Ángel caído a los pies del poema, llevándolo todo hasta sus últimas consecuencias, Panero nos deja una vez más temblando ante las páginas de este libro de salvaje y delirante belleza. Cada poema, de los cincuenta en él contenidos, es una sacudida eléctrica que nos acerca un poco más al abismo. Leopoldo María Panero, a lo largo de ellos, se cita con sus recurrentes Shelley, Bataille o Lacan (tan imprescindibles para entender el viaje sin retorno) reafirmándose así en lo oscuro (por claro) de su pensamiento, algo que también sucede cuando se autocita, verbigracia, en el penúltimo poema:
XLIX Porque la vida es una blasfemia y El ser repta sobre el poema Parecida al horror de mi infancia Sobre la que un gigante ha muerto Teniendo por espejo al dolor Y por cifra a la desdicha Que lleva el número 35, que es el número De Jesucristo y el número del dolor El número en que perece el hombre Que nada quiere saber del dolor Y como el águila que vuela sobre la desdicha Y cae como el hombre sobre una flor ¡Oh tú cerveza que esculpías a la vida como una flor Y que trababas en la piedra la desdicha Y tenías por costumbre escupir a la vida: Las lágrimas son de los hombres pero llorar no es de viejos! Como dije yo, en los Poemas de la vieja Y ruin es mi palabra favorita porque designa al hombre. Hombre y poeta que rememoro orinando a los pies de un magnolio de El Retiro, instantánea que la cámara de Challo inmortalizara. Lluvia dorada, lluvia del poema la voz de Leopoldo hablándole al aire de una tarde de primavera del año 2012: «Dime ahora, payo al que llaman España, / si ha valido la pena destruirme / bañando con tu inmundo esperma mi figura. / Tus ángeles orinan sobre mí. / San Pedro y San Rafael / en una esquina comentan / mientras avanzo borracho / sobre esa piedra, payo, / que llaman España». Eran los versos finales del poema XIX, «Hay restos de mi figura y ladra un perro», registrado en su libro Piedra negra o del temblar. Y era, en cuerpo presente, el más genial de los poetas españoles de las últimas generaciones diciéndonos ya, para que lo leamos ahora en esta mentira, que «era peor la vida / era peor el azote del silencio / fustigando la hiedra en donde yace / un hombre maldiciendo el silencio / en el que va a morir toda palabra». Era el poeta y era el hombre que llamó al hombre para que al fin, solo ante la página en blanco, gritara: ¡Panerianos del mundo, uníos! Amén. ANTONIO MARÍN ALBALATE. GERMÁN COPPINI: COLECCIONO MOSCAS (Milenio, Lérida, 2020) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES GERMÁN COPPINI: LAS HUELLAS DE UNA VOZ Hacia el final de Carabás, tercer disco de estudio de Germán Coppini en solitario, hay una canción llamada ‘Chico de ayer’ que parece ser un perfecto autorretrato: «Yo soy el chico de ayer, un culo de mal asiento, el eterno quinceañero, una voz en el desierto». De acuerdo, es posible que con eso pudiera bastar, pero ¿quién era Germán Coppini? ¿Ese punki que aullaba en Musical Express porque le picaba un huevo y que llamaba a matar hippies en las Cíes, o aquel chico atónito y doliente que andaba como perdido en una fiesta de maniquíes? ¿O tal vez el cantante maduro, explorador de ritmos y letrista de temas perfumados de un raro lirismo que pasaban frecuentemente desapercibidos? Antonio Marín Albalate, poeta y avezado investigador musical, intenta bucear en todas esas capas y plantea su libro Germán Coppini. Colecciono moscas como un homenaje de admiración y amistad hacia un artista ciertamente complejo. Por el camino el biógrafo realiza una minuciosa labor de rastreo en torno al trabajo musical de Coppini, tanto en grupo como en solitario, y va dibujando también el contexto. Por ejemplo el de la llamada “Movida”, un término desgastado e impreciso pero al mismo tiempo de muy útil manejo, como suele suceder con los conceptos que sirven para ordenar hechos, generaciones o movimientos. Al pronunciar el significante “Movida” en seguida se visualiza como significado el neón, el glitter, las sustancias, la noche, las hombreras, los excesos, las canciones y una cierta alegría de vivir y de morir no en Las Vegas, sino en un oscuro callejón de Malasaña. Nadie está del todo contento con el término, incluidos algunos de los supervivientes, pero se nota que éstos refunfuñan con la boca pequeña. Peores son esos neoamiguetes semihipsters que han encontrado un filón en desprestigiarla, aunque yo creo que lo hacen porque siempre suelen mostrarse —ellos sabrán por qué— un tanto amargados. Bien. Marín Albalate repasa los precedentes en el Rollo y en el rock urbano de los 70 y dedica un capítulo entero a esto de la Movida, que tuvo su inicio oficioso en febrero del 80, cuando el concierto de homenaje a José Enrique Cano, “Canito”, en la Escuela de Caminos de la Politécnica de Madrid. Canito había muerto en accidente con 20 años y era miembro de Tos, el primer grupo formado por los hermanos Urquijo. Aquel concierto fue retransmitido en directo por la radio y por el musical Popgrama, que hacían Carlos Tena y Diego Manrique en la segunda cadena de TVE. Allí actuaron Nacha Pop, Bólidos, Mermelada, Alaska y Los Pegamoides, Mamá o Paraíso. Además de los citados, algunos otros grupos seminales fueron Ejecutivos Agresivos, Kaka de Luxe o Parálisis Permanente, cuyo líder, Eduardo Benavente, correría en 1983 la misma mala suerte en la carretera que Canito. En seguida se abrieron para estos oficiantes de la modernidad una serie de templos que han adquirido con el tiempo resonancias míticas, como el Rock-Ola, El Sol, La Vía Láctea o el “Penta”, locales que tenían su continuidad televisiva en el descontrolado plató de La Edad de Oro, el programa de Paloma Chamorro. Años de excesos, de libertad creativa, de noches al límite y de estragos que fueron abundantemente fotografiados, pintados, filmados y que tuvieron también su cosecha roja. Todo esto lo va revisando convenientemente Marín Albalate, que no se detiene sólo en lo que ocurrió en Madrid, sino que viaja hacia otro punto geográfico que tuvo también su propia y reconocida movida: Vigo, una ciudad por aquel entonces provinciana y oscura, atacada por la reconversión naval, en la que surgió sin embargo una importante industria textil mientras que por la noche, sobre todo en fin de semana, los escasos garitos que existían abrían sus puertas a una serie de bandas, la mayoría de duración efímera, si bien algunas consiguieron repercusión y solera: Os Resentidos, Aerolíneas Federales o, por supuesto, Siniestro Total. Antes se habían llamado Mari Cruz Soriano y Los que Afinan su Piano, pero ya convertidos en Siniestro Total (a resultas de un tortazo con un R-12 del que ellos sí salieron con vida) dieron su primer concierto en las navidades de 1981, en el cine del colegio salesiano, con su formación original de cuarteto: Germán Coppini (voz), Julián Hernández (batería), Miguel Costas (guitarra) y Alberto Torrado (bajo). El ferrolano Jesús Ordovás tuvo mucho que ver con el despegue del grupo pinchando en su Diario Pop de Radio 3 ‘Ayatollah’ —tema de su primer disco Cuándo se come aquí (1982)—, que siempre me ha parecido de lo mejor de esa época y que hoy, como tantas otras tonadillas de su extenso repertorio, sería absolutamente ineditable. Cómo hemos cambiado. Marín Albalate rebusca en las viejas fotografías, conversa con Cristina, la hermana de Germán —único miembro actualmente vivo de la familia— y nos acerca al niño, al adolescente que leía y dibujaba sin parar y que luego sorprendió con sus primeros pinitos musicales. De familia santanderina, recriado en Barcelona y luego en Vigo por un traslado laboral de su padre, Cristina recuerda cómo en la casa familiar se ponía todos los domingos en el tocadiscos música italiana de Carosone, Modugno o Marino Marini. Germán se impregnó de todo eso (cómo no recordar la versión de ‘Come prima’ que haría años después con Golpes Bajos, consiguiendo superar incluso el original de Tony Dallara), pero también bebió de los Ramones, de los Sex Pistols, The Stranglers o Víctor Jara. Del 81 hasta mediados del 83 duró la aventura de Germán como vocalista de Siniestro: la música era acelerada, frenética y paródicamente punk; las letras, descacharrantes, irreverentes e ingeniosas, y los conciertos solían convertirse en un ruidoso cafarnaún donde volaban las botellas y los escupitajos. Así lo evocaba Germán años después: «Los conciertos eran muy divertidos. La gente lo vivía con pasión y con un rollo visceral total. El público escupía a todo el que se subía al escenario, fueran Siniestro o Aviador Dro, la cuestión era escupir. ¿Por qué? Porque eso molaba en Londres, allí escupían...» (pág. 67). Precisamente un botellazo recibido en la pierna en 1983 durante una actuación en la Sala Zeleste de Barcelona lo mantuvo hospitalizado durante unas semanas y fue el detonante que le hizo repensar sus planes y abandonar finalmente Siniestro para unirse con un antiguo compañero de colegio llamado Teo Cardalda: ese sería el germen de Golpes Bajos, un «paso de madurez» en su música, según declaración propia, que no obstante dejó heridas abiertas en algunos de sus antiguos compañeros, quienes nunca acabaron de perdonarle su aparente huida. Así pues, en abril de 1983 ya estaba cerrada la formación de Golpes Bajos: junto a Coppini (voz) y Cardalda (teclados, guitarra y percusión) aparecían Pablo Novoa (guitarra y teclados) y Luis García (bajo). El nuevo cuarteto estaba listo. Poco hay que añadir ahora al éxito fulgurante de la formación, que en apenas tres discos y dos años de carrera consiguieron alzarse como grupo revelación, cosechando amplias ventas, premios, actuaciones, apariciones y admiraciones por doquiera y dejando para la posteridad un puñado de temas que son himnos de una época irrepetible. Las letras oscuras de Coppini y las texturas musicales del grupo, novedosas, audaces y muy elaboradas, eran algo casi insólito en aquellos años. Para quien esto escribe la voz de Germán en canciones como ‘No mires a los ojos de la gente’ o, sobre todo, en la popularísima ‘Malos tiempos para la lírica’ resume una época tanto o más que las melodías de Nacha Pop, Radio Futura o Paraíso. Como señala Marín Albalate, «Golpes Bajos fue, a pesar de su efímera trayectoria, un grupo de referencia para entender la música de los 80». A partir de la polémica disolución del cuarteto en 1985 Germán Coppini se embarcó en solitario en una serie de proyectos tal vez un tanto desnortados. Él mismo confesaba sus dificultades en una entrevista realizada en 2012 que Marín Albalate recoge en su libro: «Ser solista no es nada cómodo. Tengo a gala decir que soy el primero que venía de grupos noveles, después llegaron todos los demás, los Urrutias y Bunburys. Incluso las compañías por esa época no sabían muy bien qué hacer conmigo, cómo venderme o dónde dirigirme. Mi carrera está llena de altibajos en parte por eso». Lo cierto es que el resto de su producción musical aparece empedrado de una sucesión de discos un tanto desconcertantes que no captaron demasiada atención ni lograron grandes ventas. La sombra de su pasado en Siniestro y en Golpes Bajos tal vez pesara demasiado sobre aquellos trabajos. Coppini, siempre con una base evidente de pop, iba probando con diversos ritmos y matices, que lo mismo iban del rap al tecno o la electrónica, de la balada al ambient, del funk al swing o a los ritmos latinos sin dar la impresión de acomodarse bien a ninguno de ellos. El resultado eran o bien revisiones no demasiado jugosas de standards del rock nacional e internacional, o bien canciones que, salvo alguna excepción espigada de aquí y de allá (‘Alien divino’, ‘Manouche’, ‘Mundo en trance’, ‘Abre la ventana’, ‘Remolinos’ o ‘Barbazul’, versión de ‘Chain of fools’ de Aretha Franklin, por ejemplo), no lograban remontar el vuelo. La voz doliente de Germán y sus elaboradas letras no bastaban para levantar unas composiciones que carecían de la chispa y la magia de las de Golpes Bajos.
A principios de los 90, tras dos discos en solitario (El ladrón de Bagdad, 1987, y Flechas negras, 1989) que no lograron confirmarlo como autor solista al mismo nivel que como voz de grupo, se embarcó en proyectos un tanto erráticos: duetos con Paco Clavel, temas para series de dibujos animados, colaboraciones en fanzines, etc. En 1996 saca Carabás, tal vez su trabajo más interesante. En marzo del 98 Germán y Teo Cardalda se reúnen para una serie de actuaciones que comenzarían en el Teatro Cervantes de Málaga, donde presentaron Vivo, un disco en falso directo bajo el marbete de “Golpes Bajos”; pero al finalizar la gira y comprobar los modestos resultados comerciales del álbum decidieron abandonar el proyecto. Siguen unos pocos años de inactividad para Coppini y una serie de colaboraciones con otros artistas, así como actuaciones puntuales o conmemorativas. Forma con otros músicos de la Movida el efímero grupo Anónimos, que se autoeditan en 2004 un mini CD de título homónimo. En 2006 saca Las canciones del limbo, un sugestivo y oscuro disco lleno de rarezas, tal vez demasiado experimental como para ser escuchado con la atención que se merecía en nuestra impaciente época. En todo caso, es el disco suyo en solitario que personalmente prefiero. Ya metido de lleno en los sonidos electrónicos aparece en 2008 Primo tempo, disco inicial del nuevo proyecto de Germán junto con Álex Brujas llamado Lemuripop. Cuatro años después reinciden con Todas las pérdidas crean nudos (2012), un producto con mayor vocación comercial en cuyas letras empieza a aparecer un cierto compromiso ideológico que queda no obstante algo diluido entre los ritmos electrónicos y presuntamente bailables. En 2013, el último año de su existencia en la tierra, Germán ensaya un nuevo giro y publica América herida: catorce versiones de otros tantos temas de autores hispanoamericanos (Violeta Parra, Víctor Jara, Carlos Mejía Godoy, Daniel Viglietti, etc), ahora desde la perspectiva del rock y acompañado por el grupo Los Voluntarios. Coppini muestra a las claras en este trabajo un compromiso mayor al elegir un repertorio que contrasta irónicamente con aquella canción titulada ‘El sudaca nos ataca’ que entonaban en el 83 sus ex compañeros de Siniestro Total. Aquí las canciones parecen mayormente escogidas según la doctrina de aquel famoso libro de Eduardo Galeano llamado Las venas abiertas de Latinoamérica, de la cual Coppini era fiel creyente. En todo caso, un disco sumamente peculiar, por todos los conceptos, a la altura de 2013. Pero la Nochebuena de ese mismo año (otra oscura ironía) Germán Coppini nos abandonó a causa de una maldita enfermedad hepática. Tenía 52 años y un montón de proyectos por culminar. Desde entonces hasta ahora se han sucedido homenajes, conciertos conmemorativos, discos con canciones descartadas (Quimera, 2016), reinterpretaciones absolutamente personales de viejos éxitos de Golpes Bajos y algún libro que otro sobre el viaje musical de Coppini con sus antiguos compañeros, como el que escribió Xavier Valiño con el título de Escenas olvidadas. La historia oral de golpes bajos (2018). A ese conjunto de hitos que siguen articulando la memoria viva de Germán Coppini por encima de los dimes y diretes, de las incomprensiones de las grandes disqueras o del tornadizo favor del público se suma ahora este Colecciono moscas de Marín Albalate. Un libro imprescindible y exhaustivo, que recoge datos y materiales inéditos o desconocidos y que sirve para ahondar en el conocimiento de un músico autodidacta, de un exigente artesano, un inquieto aventurero al margen del camino usual, lleno de honestidad y que partió demasiado pronto. Semper audax. ALBERTO MARTÍNEZ ROMERO. HISTORIAS HIPPIES DE UN VIEJO CABALLERO (Vitruvio, Madrid, 2018) por ANTONIO MARÍN ALBALATE De un tiempo a esta parte, cada vez más, el suelo patrio (regional y local incluidos, claro) se halla invadido por una legión de “poetas” que, sin pudor alguno, buscan su sitio en ese parnaso terrenal donde, afortunadamente, pocos serán los escogidos, porque, como ya se sabe, el tiempo acaba poniendo a cada uno en el lugar que le corresponde. Resulta abrumador y patético ver cómo salen a la luz sus mierdas, incluso en editoriales de esas de “prestigio”. Una moda, una nueva corriente de aire hediondo que se ha implantado en esta España nuestra, una literatura de usar y tirar que, como suele suceder, atrapa a lectores poco exigentes, y me refiero, sobre todo, a los más jóvenes. Menos mal que, afortunadamente, buena parte de esa juventud, la que se pelea a diario con el manido folio en blanco para dejar en él lo mejor de su verbo poético, no entra en ese juego y acude, en sus lecturas, a los poetas de toda la vida, o sea, los auténticos. Digo todo esto porque, al margen de esa basura emergente, hay poetas que lo serán siempre por el hecho de haber nacido con ese don. Conocidos o desconocidos, estarán siempre ahí, sin impostura alguna, mostrándonos su verdad desnuda. Alberto Martínez Romero es uno de ellos. Exiliado de sí mismo, en Totana, pueblo donde nació y vive, Alberto escribe porque le «gusta la melancolía de las afueras donde pasean su soledad perdedores silenciosos». Alberto moja su pluma en la herida y escribe porque mientras lo hace no piensa, bien sabe que la solución es no pensar (Solución no pensar, Sinmar, 1997), como titulara su primer libro de poemas. Escudándose en el teórico político y filósofo saboyano Joseph de Maistre cuando afirma que «todos los grandes espíritus tienden a la exageración», Alberto, en ‘Hamlet de saldo’, asegura: Cuando oigo La palabra amor O pienso en mi pasado, Me entran ganas De matar a alguien. Aunque sea a mí mismo. Alberto, con su poco de exageración, abierto en mitad de la herida, viene a ser ese río de bíblica sangre fluente por las venas de estas Historias hippies de un viejo caballero, libro de reciente publicación que oscila entre lo místico y lo carnal, donde prevalece por encima de todo la celebración de la vida, pese a que, como suele suceder, no siempre sea una senda de vino y rosas. Un libro desnudo de artificio, como el propio poeta, mostrándonos sin tapujos la emoción de cuanto ha vomitado su voz, siempre en lucha contra la migraña del tiempo, recordándole al dios del verso cómo fue su infancia y adolescencia, cómo su madurez en un pueblo de provincias que huele a muerto, Totana «es una ciudad enterrada junto a un cadáver y el cadáver soy yo mismo». Hay en estas Historias mucha ironía y mordacidad, mucho dolor y mucha inteligencia ante la puesta a punto del poema. Leamos lo que nos dice en ‘Alma y pasado’: Mi pasado es más oscuro Que el alma de un mafioso. Mi pasado es más negro Que una tortilla francesa Hecha con huevos podridos. Mi alma es un féretro cubierto De lágrimas. O en el poema que le sigue, ‘2013 (tras alejarme de Dios)’, donde reconoce los errores cometidos tras alejarse del Dios de su fe. De pronto mi vida Se convirtió en una gran farsa: Mentía más que un político. La verdad pasó a ser para mí La divisa excluyente. Con todo lo que eso conlleva… Para el corazón. Martínez Romero es un poeta lúcido, leído y cultivado por múltiples tendencias poéticas para, finalmente, reconocerse deudor en este libro de las voces de dos de mis grandes amados poetas: Leonard Cohen y Charles Bukowski. Poeta de consignas, ha dejado en estas Historias, tan rotundas como por ejemplo: «Dios no está de moda», «Hay que ser felices para vengar a los que sufren» o «El mal existe pero el futuro pertenece al amor». Aforismos que nos dejan una honda reflexión imposible de eludir. Un poeta, gracias a Dios, políticamente ‘agnóstico’, como titula un poema que se sitúa del lado de la utopía, o lo que viene a ser la imposible acracia, cuando afirma: Soy demasiado inteligente Para ser de izquierdas Y demasiado razonable Para ser de derechas. En estas Historias hippies de un viejo caballero late, no hay duda, el corazón de quien, tras mucho sufrimiento, termina reconciliándose con el viejo amor que viene a ser la alegría, mientras lee a Esquilo. Y al mismo tiempo, en muchos de sus poemas, muestra al mundo cuanto le debe a sus seres queridos, padre y madre, a quienes tanto ama. Como todo buen hijo, bien nacido, se siente orgulloso de ellos y, por tanto, lo expresa con la otra palabra, la que se dice en verso. Verso y prosa, de todo hay en este artefacto literario, poesía en resumen con la que Alberto forma un todo, una unidad de ser y estar en el mundo para, recreándolo a través de su mirada, devolvérnoslo un poco más limpio, lejos de la chusma, cerca de lo etéreo donde anidan las alas de los ángeles. Conocedor de todas las desdichas y de todos los temblores, se considera un ‘Místico descarriado’, como titula el poema que cierra el libro. Recordemos que su anterior poemario, publicado en 2010, al igual que este, en Vitruvio, se tituló Catecismo para espíritus descarriados. Pasen y lean estas Historias hippies de un viejo caballero, déjense llevar como hojas de otoño, caídas del árbol de la tormenta, por el viento suave de sus páginas. Yo ya lo hice y, afortunadamente, no salí indemne de su belleza brutal. Ahí dejo lo dicho. Disfruten. FAMOSOS SANTOS LOCOS
A la generación beat La carretera huía hacía las montañas Como un pajarillo asustado. La carretera huía hacia las montañas Como una mirada perdida. La carretera parecía tan extraña En aquel coche que robasteis. No estáis en Denver, No estáis es Los Ángeles Estáis en la carretera Entre almas sin rumbo. Vuestro destino reposa en el sonido de una vieja trompeta Que alguien toca en un café moderno y triste. Vuestro destino reposa en una trompeta zumbada. La primavera llegó como una canción distinta, Os pilló soñando nuevas patrias. Como los santos, vosotros siempre partís Hacia regiones remotas SEBASTIÁN MONDEJAR. LA PIEL PROFUNDA (Raspabook, Murcia, 2017) por ANTONIO MARÍN ALBALATE DESLINDE De lo que nunca os cansa claro que estoy cansado. De lo que os cansa siempre claro que no me canso. Este poema, fechado en 1924, es de Antonio Oliver Belmás, pero bien pudiera haberlo escrito Sebastián Mondejar. Es más, yo creo que lo escribió él, mucho antes de nacer, por boca de Antonio. Estoy convencido. Porque Sebastián tuvo otras vidas anteriores como poeta, al igual que las tendrá, pasado mucho tiempo, cuando sea otro. Nació en Murcia en 1956 y es un músico-poeta y viceversa, como también es pintor de paisajes y personas. Aunque antes ya había leído Un camino en el aire (Tres Fronteras, 1994), la primera vez que supe de él fue con El jardín errante, libro galardonado con el XIII Premio de Poesía Antonio Oliver Belmás, publicado en 1999 también por Tres Fronteras. A finales de los noventa solía yo frecuentar Murcia. Allí residía, entre otros amigos, el periodista José Antonio Martínez Muñoz, quien me hablaba mucho y muy bien de Sebastián Mondéjar, tanto en lo humano como en lo divino. Y es que cuando escuchas recitar a Mondéjar acompañándose con su música es imposible no quitarse el cráneo. Su palabra y su actitud de poeta exento de vanidad deja en evidencia a ciertas voces (jóvenes y no tanto) que, locas por agarrar un micrófono allí donde se tercie, lo ponen todo perdido de “yoísmo”, acaso soñando bustos futuros con cagadas de paloma o soñando calles con su nombre, o vaya usted a saber… Y no digo más que lo que no digo, como Alberti escribiera. Sebastián Mondéjar es alguien de quienes todos deberíamos aprender. Sencillo y profundo como la piel del poeta que habita en el músico, nos la pone de gallina (la piel) si lo leemos, como debe hacerse, dejándonos llevar por las buenas vibraciones de su voz. Toda su obra es puro latido. Tras la plaquette Coplas de arena (Emboscall, 2002), su siguiente libro se titula La herencia invisible, que recibió el accésit del I Premio de Poesía Los Odres en 2008 y fue publicado por Calambur. En la cubierta de su quinto libro («No hay quinto aniMalo», como dijera Aute), La piel profunda, nos encontramos con la buena semilla del pintor Antonio Gómez Ribelles, y en su interior, el fruto lírico.
Partiendo de André Gide, cuando dice que «lo más profundo del hombre es su piel», Mondéjar nos regala un manojo de emociones envueltas en su propia piel. Poemas breves, por los que tanto me inclino (el más largo, el que da título al libro, está divido en cuatro tiempos, o sea que, si lo miramos bien, son cuatro cuartos para un largo); poemas para pensarlos, de tan sencillos, hacia lo hondo de un ‘Silencio vivo’: «Sólo yo escucho / la sinfonía del cactus / en mi balcón»; poemas de mar y lebeche: «sopla un lebeche ardiente / que pule las arenas»; para desnudarse del cuerpo —«en la noche de siempre / me desnudo del cuerpo»— o para vestirse —«me visto cada día / con todo lo que soy: mi piel, mi ropa, / mi casa, mi ciudad»; poemas para pájaros solitarios —«siempre hay un pájaro / cantando en una rama / que nadie escucha»; poemas de tracción —«surcan el cielo / largas filas de nubes / todo se mueve», de autorretrato —mientras hago la comida / me pongo siempre buen jazz / el alma también cocina»—, de deidad —«no hay dios que nos salve / hay un dios que está a salvo / ése es mi dios»—, de concordia —«ya no camino: danzo / sobre la piel del mundo»—, de moon river —«media luna en el balcón / ¿dónde estará la otra media? / me espera en la habitación»—; poemas de evolución —«avanzar en el caos / procurando que el caos / nos abra paso»—, de la piel profunda —«recorro mi esqueleto, que un día será polvo / me zambullo en mi sangre, llama pura»—. Poemas, al cabo, de un poeta de verdad, sin artificio alguno, que sabe que la poesía forma parte de la vida y que aspira a ser buena persona y, por tanto, a ser buen poeta como a ser buen padre o buen amigo. Difícilmente ser poeta y buena persona suele darse. Podría contar con los dedos de la mano los que yo conozco. Pero eso es otra historia que dejaremos para un aquelarre presidido por Alejandro Hermosilla sentado en mitad de la nada con un Martillo en la mano… Gracias, Sebastián Mondéjar, por existir. ANTONIO MARÍN ALBALATE. INFIERNO Y NADIE (Unaria, Castellón, 2016) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ LOS DESCANONIZADOS Todos los años, con la entrega de los Óscar, asistimos al mismo espectáculo del canon desfilando por las alfombras rojas o verdes o el color que decida el patrocinador, una industria que apuesta por el márketing salvaje y, como todo no se puede asilvestrar, se limita el acceso a ese pequeño club. A veces el canon se deja seducir por los tantos por ciento, el otro día leía una columna de Javier Marías que criticaba esa proporcionalidad del talento. De ahí tomé la idea para comenzar ahora. Todos los años con los premios sucede lo mismo, nos acordamos de los que nunca lo recibieron, los que están fuera del canon oficial, del canon “que mola”, porque es el que compra cupo de pantalla y decide el número de copias que se hace de una película para su exhibición, Hitchcock, nunca lo ganó. Lo mismo sucede con premios más prestigiosos como el Nobel de Literatura, es cierto que algunos de los nombres son incuestionables, se agradece que estén ahí, nos parece justo, nos ha parecido incluso necesario para que determinado autor llegue a nosotros cuando los cauces habituales no lo estaban haciendo. En la literatura pasa lo mismo, no todos están en los Óscar. La necesidad de fomentar el canon, y no me parece una necesidad del mundo académico, más bien siempre comercial, al menos en este último medio siglo, deja fuera a muchos autores. Soy lector de suplementos culturales, y observo, ya sin cierta acritud, cómo hay una serie de nombres que se repiten ante la falta de curiosidad de los agentes culturales y la comodidad de unos nombres que ya no nos resultan tampoco incómodos. Si hablamos de la pervivencia de Darío ahí está la alineación habitual, pocas sorpresas espero cuando despliego las páginas sobre la mesa; si esta vez se trata del día mundial de la poesía, ahí te los encuentras; si se censura cierta portada de un libro en Facebook, instagram, no lo dudo, sé de antemano por donde irán los tiros. Si se concede un premio, en la mayoría de los casos, premios de relevancia, tampoco me sorprendo. No tiene sentido molestarse con esta realidad, es lo que es. Por otro lado, en círculos más cerrados, en ciertas redes sociales se hace lo mismo, sin orquestación esta vez, hay nombres que sin saber uno muy bien por qué se repiten. En el primer caso hay unos criterios comerciales, en el segundo tiene más bien que ver con la vanidad y con la supervivencia imponiendo un canon de ínfima pervivencia entre nuestros círculos de amigos, como si ese fuera el mundo total del que sólo es una parte. Antonio Marín Albalate (Cartagena, 1955) es un ejemplo claro de los sinsombrero actuales. Desde 1978 ha ido dando forma a una obra ingente e interesante, que ahora el antólogo José Luis Abraham ha puesto en claro en la editorial Unaria. Un libro cuidado en la presentación y en el contenido y que recoge una amplia selección del autor cartagenero que va desde 1978 a 2014 bajo el título Infierno y nadie (Antología poética esencial). El recorrido es amplio y significativo con un aparato crítico necesario pero no abrumador. En las palabras iniciales José Luis Abraham centra la producción de Marín Albalate con juicios tan acertados como que «la piedra angular de la poesía de Antonio Marín Albalate radica en la experimentación, de hallar lo nuevo personal entre las estrechas fisuras de lo que creíamos conocer y, por este motivo, son frecuentes las sorpresas emotivas generadas a partir de un lenguaje fundamentalmente alusivo y visual» (p. 7). El resto de aparato crítico ayuda a entender el mundo poético de este autor, tanto en sus referentes literarios y culturales como en el empleo de una simbología propia que va construyéndose a lo largo de los libros.
Para los lectores habituales de Antonio Marín Albalate, poeta, como ya hemos comentado antes, ingente, se agradece este mapa de su producción. Yo había entrado en su mundo en 2003 con La nieve toda y con el antecedente de Una triste melena de invierno con Mahler de fondo, premio Murcia Joven 84-85. Dicho premio puso en el panorama literario a muchos autores interesantes en aquel momento y posteriormente desapareció para reaparecer descafeinado. Esta antología ofrece una selección significativa de sus libros anteriores y una muestra generosa de los últimos libros que, para mi gusto, son los que propician un placer estético más elaborado y maduro, publicados regularmente desde 2007 y al menos hasta 2014 por la editorial madrileña Huerga & Fierro, donde también ha coordinado y editado una serie de libros en torno a varios autores entre los que destaca la antología y la edición de los últimos libros de Leopoldo María Panero, lo que es coherente con su otro papel, el de agitador sociocultural promotor de gran número de proyectos editoriales en torno a la música y a la normalización de ciertos autores necesarios. Marín Albalate es un autor que ha disfrutado del gusto del público y del reconocimiento de varios premios de notable prestigio, lo que sin embargo, no ha favorecido esa ubicación en el canon mediático, situación que habría favorecido la difusión de su obra en un panorama literario donde obviamente tiene algo que decir, ya que es un poeta directo, con gran fuerza expresiva y visual, con una poderosa intuición surrealista que no oscurece la cotidianidad sino que la ilumina con giros inesperados, imágenes inéditas que despiertan la complicidad del lector, que debe, en muchos casos, que completar el poema, andar por el linde entre la brevedad esencial y el silencio, una complicidad con el lector, que debe intuir, completar lo que el poeta deja como provocación. La alfombra roja debería contemplar la posibilidad de que un poeta como Antonio Marín Albalate, cabalgando sobre esta antología, desfilara por ella, porque sin duda, su nombre y este libro deberían, egoístamente, no quedarse para unos pocos. TONINO ALBALATTO. CON TODO EL BARRO DE LA VIDA (Raspabook, Murcia, 2014) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES ![]() La aparición de este supuesto autor italiano llamado Tonino Albalatto, nacido del bautismo de Soren Peñalver y explicada su presencia de manos del mismo Soren, Ángel Paniagua (presunto traductor) y Juan Cartagena, viene unida a Antonio Marín Albalate, o como quiera que se quiera llamar en otro momento. Heterónimo o no, los que hemos asistido al nacimiento de este nombre y su poesía, rodeado de cierto humor, no esperábamos un poemario como el que nos hemos encontrado. La parte lúdica que podíamos esperar en todo juego se convierte a la vuelta de unas páginas en algo tan personal y confesional que nos duele. Magnífico y atormentado. El heterónimo ha existido siempre como propuesta, no tanto creativa sino más bien como una manera de sujetar yoes poéticos que pudieran dar capacidad a las divergentes intenciones y personas del poeta, no como meros ejercicios creativos o retóricos, sino como necesidad de sustento a formas diversas de reflexión. Pero, ¿para qué le sirve un heterónimo, otro, a Antonio Marín Albalate? Podríamos responder que para adoptar una personalidad que, siendo suya, no sea la dominante; o para disfrazarse, para mentir protegido, relativamente, por un yo distinto, y reírse; o para ponerse máscaras de barro que se deshacen con el tiempo y las lágrimas y hablar de lo íntimo doloroso y muy cercano. Éste último es el caso ante el que nos encontramos. Sirve el sentido del barro como material de erosión y depósito, arcillas y materiales arrastrados por la actividad humana en este caso, por la vida, que cargan con un sentido de suciedad y a la vez con el sentido de lo vivido, de las cenizas que quedan tras el fuego. Pero este barro no deja de ser un deseo tras la lectura del libro. Queda claro en el epígrafe que abre el libro del poeta Leopoldo María Panero, tan querido y admirado por Antonio Marín Albalate, del que toma prestado el título: No es tu sexo lo que en tu sexo busco sino ensuciar tu alma: desflorar con todo el barro de la vida lo que aún no ha vivido. Bien usada, pues, la imagen de la máscara que utiliza Domingo Llor en la portada del libro, barro, mujer y deterioro. No podemos pensar que la aparición de Tonino Albalatto cumpla con la literalidad de la heteronimia; más bien es una máscara para contar la verdad de forma autobiográfica reservada desde hace tiempo. Surge Tonino de un limo retenido en los cajones —qué tópico éste de los cajones de los escritores, pero qué cierto en este caso, por el tiempo transcurrido—. Es una excusa propicia. Creo que Albalate ha encontrado en Albalatto la ocasión que buscaba para usar un nombre que no le protege ni le esconde, pero sí le da la excusa que a nivel personal necesitaba para sacar a la luz los poemas de los días de la ira, el material escondido que necesitaba alumbrar, y que suponemos tan o más verdadero que cuando la firma es otra. ![]() No hay variaciones estilísticas ni estéticas entre Albalatto y Albalate, como bien dice Soren Peñalver en el prólogo: «forma un conjunto más unitario de lo que en principio sospechamos». Así que las variaciones no son de ese tipo, y de hecho nos encontramos con un Antonio Marín en estado puro, con la noche, el barro, el sexo, y sus obsesiones de siempre, como la nieve, tópicos que son señales de vuelo que utiliza de manera recurrente y coherente. En este poemario se unen a la soledad, las cuatro de la madrugada, la ira y el abandono. Las variaciones son, pues, argumentales, poemas nacidos «en días de ira y tempestad». Parece que la verdad aflora del dolor que a veces cuesta dominar. Si alguien esperaba encontrar aquí algo más erótico, pornográfico incluso, se encuentra sorprendido con un libro duro, de inmersión en un yo sangrante que no se permite ni una broma, si acaso la ironía amarga, atrapado en un espacio circular de ira, soledad y angustia ante lo perdido, un abandonado en presencia de quien le abandonó y que se sentirá a su vez abandonada. ¿Qué lleva al poeta a la confesión que no pide absolución ni entendimiento, ni comprensión, porque por momentos todo se vuelve incomprensible, como la cerrazón, la violencia soterrada, la entrega al dolor de estar solo? Podríamos contestar con la cita de Verlaine que usa Juan Cartagena y que ilumina el poemario: «El arte es ser uno mismo del modo más absoluto». La necesidad de publicarlo hace creer en la verdad del artista, en la pureza de unas intenciones que se agradecen en su sinceridad desde la absoluta libertad y experiencia que le dan los años y los poemarios publicados. Abrir el dolor más personal e íntimo a la lectura de los otros no es una pose que podemos encontrar en cierta poesía dolida, no es dado este poeta a esas tonterías ni a ninguna cuando escribe, sino arte, aunque esté formado por cenizas y posos de arcilla sucia. Y hacerlo además con el convencimiento de que la escritura es el camino «para no perderse» (impresionante ‘Por donde rompe la soledad’, pág.45). No hay secciones en el libro, no hay capítulos que nos marquen el paso del tiempo, el libro es un contínuum que podría volverse un bucle perfecto, el eterno retorno de la soledad. Un gran acierto que construye el libro como unidad. No hay escenarios narrados y sin embargo entendemos el contexto de la casa, de lo doméstico, como envoltorio común a la familia, a la pareja. Pero se diría que es una casa dibujada en un suelo de asfalto, casi imaginamos a Lars Von Triers dibujando el escenario de algunas de sus películas, o como una rayuela en círculo. Es una obra de teatro que se desarrolla en una caja negra, escenario de la noche, en la que dos personas se dan la espalda, y uno de ellos habla mientras el conjunto da vueltas lentamente, echando en cara al otro, la otra, la pérdida de lo que hubo, la ausencia en compañía, la soledad en pareja y el abandono, y solo de vez en cuando apareciera algún rastro de otros personajes, los hijos, que salen y entran rápidamente, la poesía como refugio, y de fondo un reloj que marcara siempre una hora en torno a las cuatro de la madrugada, la hora más triste, «la hora de arena de un reloj parado», en la que todo acaba y vuelve a empezar. ![]() La voz que habla es, lógicamente, la del poeta (‘Ira’, pag. 41), pero teniendo a la pareja como reflejo anamórfico, «somos dos sombras apenas equidistantes / una de otra y, sin embargo, tan lejanas» el yo que es ante la otra, con la que habla, a la que reprocha, en la que se refleja, «en tus propias lágrimas me busco» (‘Como tú’, pág. 20); y cómo no, también presentes la casa y los hijos. No se habla, porque no hay que hacerlo, de las razones que llevan a estos sentimientos; la confesión no llega a tanto y se queda en una narración del sufrimiento creado, se habla de la situación provocada, no de la culpa. Antonio Marín Albalate es un poeta que nos han mostrado siempre el dominio ágil de la palabra, del ritmo y de la imagen. Y que también sabía subir a cielos y bajar a infiernos de tristeza y dolor. Pero este libro es un pozo oscuro que no deja ni un breve atisbo de salida posible, si acaso un breve reconocimiento de lo que fue y de lo que queda (‘Te escribo’, pág. 53). Los dos poemas finales muestran una intención de cierre que, sin embargo, también queda en el aire, un deseo que no se cumple, una aceptación cansada, y de nuevo la escritura; y el verso final en interrogante, duda que muestra la circularidad a la que he hecho referencia: Tranquilo, en silencio, tan solo escribiendo sentado en mi sitio: te miraré quizás un instante desde el cansancio de mi pluma. Empezaré, seguramente, a pensar en otra. ¿Daré, al fin, por concluido tu… mi libro? Seguiremos hablando de Antonio Marín Albalate porque no puede dejar de escribir aunque le duela, lo cómodo y lo incómodo, ni de tener en mente proyectos nuevos o retomar antiguos. Veremos también a Tonino Albalatto, seguro, porque tiene una entidad reflexiva poderosa. Albalate le da el poder de la palabra dominada, brillante, Albalatto pondrá una vida, a su manera y en su momento. Vale. |
LA BIBLIOTE
|