LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
BEA MIRALLES. OSCURA DEJA LA PIEL SU SOMBRA (Balduque, Cartagena, 2016) por OLIVIA MARTÍNEZ GIMÉNEZ DE LEÓN LA OQUEDAD DE LA SOMBRA Oscura deja la piel su sombra, es el primer poemario de Beatriz Miralles (1985), aunque previamente ya había sido publicada el cuaderno Y todo es silencio (2013), así como en volúmenes colectivos La soledad del hombre isla (2010) y 500 micrometros: El lugar del cuerpo en vano (2008). Este primer libro destaca por la madurez de la voz poética que lo sostiene, así como por la solidez que revela, que permite entenderlo, más que como un conjunto de poemas, como un único y extenso poema organizado en tres partes, en tres momentos que se suceden. La primera de las partes está formada por tres breves poemas que se organizan en torno al “no”; el poema se nos presenta como una forma de negación (no decir / ya más) que culmina en un lenguaje roto. Es este lenguaje roto el punto de partida desde donde la autora construye su discurso, ubicada entre el silencio y el lenguaje, en los márgenes de la palabra, asentada en la elipsis. El groso del poemario está en la segunda parte. El yo poético toma dos direcciones; en primer lugar, como señala el poema que abre este capítulo escribo/ para conocer la oquedad de la sombra, el sujeto poético se describe así mismo, repiensa su identidad a partir de un lenguaje inarticulable, herido, una enunciación obstaculizada por el dolor y paralizada por el mismo: soy llaga abierta/ del lenguaje// decir poco duele; o (…) raspar el lenguaje / hasta decir silencio. El sujeto no puede nombrar ni puede nombrarse; está herido y, poco a poco, va desapareciendo (escribo hasta perder el rostro/ sólo aquel que ya no soy puede decirme). Por otro lado, el yo poético se dirige a un tú inasible, que se ausenta (vacías de ti / estas manos/ balde seco), que se nombra desde la carencia (vacía su desaparición; o su terrible desamparo; o el lugar de las desapariciones) al que se invoca (dame, dime, amor), pero sobre todo al que se evoca. El tú, interlocutor ausente, se recuerda y se revive, desde una memoria física (manos, desnudez, cuerpo, piel) que una y otra vez culmina en ausencia y falta (te has borrado toda dentro de las manos). Ambas trayectorias, la del yo y la del tú, que a lo largo de esta parte describen el recorrido de la privación y el vacío, la soledad, el dolor y la merma, se unen en el último poema en un nosotros que cierra y busca reparar la grieta en una cicatriz que sella y permite avanzar (algo / que cicatrice / lo que no nombramos). En la tercera parte, el yo progresivamente recupera su palabra, parece poder volver a nombrar, después de la resaca del nosotros. De alguna manera, cuando ya no queda nada, sólo se puede volver a empezar. Así, desde su soledad, una soledad dolida que no abandona la semántica de la carencia y la tristeza porque se identifica con ella (muda sed, árida desnudez, hambre, amarga carnadura, yo soy el animal que callas) el sujeto poético arma un discurso que finalmente quiere sobreponerse al dolor vivido (nada / nuestra/ me hiera).
Retomo aquí la cita que abre el libro “Sombra de quién, preguntas”, de José Ángel Valente porque, si bien en cada uno de los tres momentos del poemario puede actualizarse esta interrogación (la sombra de ese lenguaje roto del no, al inicio; el tú que pregunta y el evocado, en la segunda parte), es en esta tercera parte donde adquiere más relevancia: triste / tú / sola / sombra / mía. Oscura deja la piel su sombra es un largo poema en torno a la sombra, entendida ésta como oscuridad y como figura. El camino de la oscuridad se nos narra desde la soledad y la tristeza, y se transita a ciegas, que es una forma ésta de silencio; por otro lado, la figura de la sombra es la de un sujeto que tiene una identidad inexacta, marcada por la tristeza y el dolor de la ruptura. No sabemos si la cita de José Ángel Valente sirve de aproximación a la línea poética que trabaja la poeta, pero sí nos aventuramos a señalar que la suya es una voz poética madura, reflexiva y esforzada que está más cerca del silencio que del ruido. Una voz que traza insistentemente el mapa de la soledad a través de una serie de repeticiones que son, como Beatriz señala, solo/ balbuceo. La autora consigue nombrar desde un mutismo denso, casi corpóreo, que cobra fuerza en los encabalgamientos y en los silencios del texto, en los intersticios y elipsis discursivas que deberán ser completadas por el lector. Oscura deja la piel su sombra es, en resumen, un primer libro excepcional que recorre el paisaje de la soledad y la ausencia, desde un lenguaje roto, con una voz poética sobria, madura y atinada, a la que auguramos grandes logros.
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BASILIO PUJANTE. RECETAS PARA ASTRONAUTAS (Balduque, Cartagena, 2016) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ En Murcia es bien conocida la labor incansable y generosa de Colectivo Iletrados, dando cauces y espacios a voces nuevas y menos nuevas mediante recitales o la publicación de plaquettes y fanzines ya longevos, como Mursiya poética y Manifiesto azul. Ahora, uno de los motores del Colectivo, Basilio Pujante, debuta con un libro de relatos. No es extraño que lo dedique a sus compañeros Iletrados, ese admirable combo dinamizador que tanto ha hecho por la literatura y la vida cultural en la ciudad, y que de un tiempo a esta parte —Alberto Caride con sus dos libros de poesía, por ejemplo— prolonga su actividad, ya de manera individual, en los libros de sus integrantes. Este Recetas para astronautas anuncia desde su primer relato, titulado ‘Historia universal en un telegrama’, la voluntad de Basilio Pujante de ir a lo esencial tanto en el estilo como en sus temas: es una historia universal y consiste en cuatro palabras, todas onomatopeyas. A partir de aquí, los relatos se suceden en estricto orden de extensión. Un primer tercio del libro lo componen microrrelatos, género en el que Pujante demuestra ser no solo un experto teórico —se doctoró con una tesis sobre el relato hiperbreve—, sino también un consumado autor. Sin embargo, el interés del volumen todavía crece conforme avanzamos en su lectura y los relatos aumentan su extensión —el último, ‘La teoría del doble’ tiene ya cuarenta páginas—, componiendo un variado muestrario del buen hacer de este autor debutante donde domina siempre un estilo claro y preciso, así como un humor conseguido con gran economía, con el giro sutil de una palabra o situación; más allá del primer microrrelato mencionado, solo se permite sostener con otro juego de palabras otra historia, ya de dos páginas y de título ‘Follar, verbo transitivo’, para ofrecernos conclusiones no solo hilarantes, sino también lapidarias, filosóficas y rabiosamente vitales. El despertar amoroso, tanto sentimental como físico, y lo que tiene en ambos casos de fascinante o de espantoso, articula muchos de los relatos; también la identidad —«Lo que de verdad me preocupaba era quién era yo», termina uno de los relatos— y la memoria personal, incluso generacional, con una suma de inocencia y crueldad que se vierte con elegancia en el corazón de casi todo el libro. Hay un contraste acusado, y muy atractivo, entre la elegancia narrativa que demuestra el autor en todo momento con el desencanto constante de sus historias —‘El hombre de arena’, por ejemplo—; pero es que este contraste se dispara cuando dicha elegancia sirve de vehículo para narrarnos historias rebosantes de crueldad y de una cierta violencia sorprendente: así ocurre en ‘Verdadero amor’, ‘Aislado’, ‘Cuestión de confianza’ o ‘Señor juez’. Uno, además, conoce al autor y sabe de su bonhomía, su generosidad y la tranquilidad de su carácter, por lo que es aún más sorprendente y divertido descubrir el gusto de sus narradores por lo deforme y lo grotesco —así en ‘Vellas’, título que alude a mujeres barbudas; y también en ‘Cuestión de confianza’ o en ‘Cadáveres sociales’, otro de esos relatos que aborda la memoria generacional y que colinda con la expresión poética, una poesía cruel en todo caso: «Pudriéndose al sol de su propia adolescencia», escribe en algún momento de esta narración. La tranquilidad de la que acabo de hablar con respecto a Basilio aparece triunfante, como sueño de —o aspiración a— una norma, en ‘Verano del 99’; pero se irá resquebrajando a continuación, en relatos posteriores donde los elementos de esa norma y esa tranquilidad van desapareciendo, como ‘El hombre de arena’ o ‘El bebé del 3ºA’. Lo anodino deviene humorístico en ‘Un cartel con su nombre’ o en ‘Tortilla de patatas’, pero el camino inverso también es recorrido en ‘Siempre saludaba’, ‘Miss Pedanía’ o ‘15 de agosto’, porque en ellos se parte de lo extraño para acabar, humor mediante —el arma más importante de la que se sirve Pujante en este libro—, en otra normalidad tan anodina como “tranquilizadora”. El humor, como digo, aflora una y otra vez, así como lo deforme y lo grotesco, llevando sin embargo en ocasiones el relato hasta el terreno de la poesía; cuando los relatos alcanzan más extensión el mismo humor demostrado hasta ahora aborda lo filosófico, incluso lo metafísico, sin olvidar nunca que de lo que se trata es de ofrecer al lector piezas narrativas; así sucede en el cuento que constituye, a mi juicio, una de las cimas de Recetas para astronautas, ‘Dios (Una historia de amor)’, y del que no me resisto a transcribir el principio: Partamos de la omnipresencia de Dios. Según las religiones monoteístas Dios puede estar en una piedra. O ser una mariposa. Dos mil años de cristianismo nos han hecho creer que Dios es también omnipotente, una especie de Supermán con una kriptonita llamada Ateísmo. Dios, por lo tanto, lo puede todo y está en todas partes. En este relato, sin embargo, Dios no será ese ser inabarcable y etéreo, sino una de sus múltiples encarnaciones. Tomará la imagen de una camarera de veinte años que atiende las mesas de una cafetería de la ciudad suiza de Berna. Porque Dios está en todas partes y lo puede todo, incluso hacer capuchinos y limpiar la barra en el invierno centroeuropeo. Dios se acuesta todas las noches muy temprano para poder ir a trabajar sin sueño al día siguiente. Dios suena lo justo, ya creó una vez un mundo y considera innecesario volver a hacerlo noche tras noche en su imaginación. Dios se levanta, también muy temprano, porque la mayoría de los días le toca abrir la cafetería suiza en la que trabaja cuando el sol aún es una ilusión lejana en el cielo. El final es aún mejor, pero lo reservaré para el lector. Creo que este relato y el titulado ‘Comunión’ podrían figurar con todo derecho en cualquier antología del cuento contemporáneo.
La última narración del libro, que llega las cuarenta páginas, constituye por su estructura y por su ritmo una novela corta; el tema del país extranjero y la experiencia común, generacional, de los estudios y el trabajo fuera de España, se suma al de la identidad —parecen confluir en la historia, además, la doble vertiente biográfica del autor como estudioso de la literatura y escritor— y se aproxima al tema del doble pero sustituyendo el carácter fantástico del mismo por el realismo y, de nuevo, el humor, esta vez a costa del tópico —tan común en la realidad— del escritor maldito; la tensión entre todos estos elementos se resuelve dando al elemento en principio perturbador, el doble que encarna el protagonista en su impostura, un papel irresistiblemente paródico para esta pequeña comedia de campus —otro género que añadir a la mixtura— que tiene ya un pie en la novela breve. Todas estas son, en definitiva, las posibilidades del firme y atractivo pulso narrativo que Basilio Pujante demuestra en su primer libro. JOSÉ MANUEL RAMÓN. LA SENDA HONDA (Devenir, Madrid, 2015) por GREGORIO MUELAS BERMÚDEZ El poeta oriolano afincado en Fuengirola José Manuel Ramón publica su primer poemario en la prestigiosa editorial madrileña Devenir, que tantos y buenos nombres ha aportado a nuestra lírica contemporánea; un hecho que no es de extrañar, pues José Manuel Ramón incursionó en la poesía hace casi treinta años con la publicación de la plaquette Génesis del amanecer (1988). Antes había sido uno de los fundadores, en 1985, de la mítica revista de creación Empireuma, llegando a ser codirector de la misma hasta 1991. Por el camino fue incluido en varias antologías y colaborado en publicaciones de ámbito nacional e internacional. Tras este prometedor periplo se apartó voluntariamente de la poesía por espacio de veinte años y ahora vuelve a la primera plana con este poemario escrito, en su mayor parte, en aquella época, por tanto no debe sorprender, como decía, la apuesta de Devenir por un autor “novel” pero con una amplia experiencia. El poemario viene avalado por José Luis Zerón Huguet, que firma un extenso prólogo desde la amistad. No debemos olvidar que Zerón fue junto a Ramón uno de los fundadores de la revista literaria Empireuma, nadie mejor que él para dar cuenta de aquella etapa donde se gestó el poemario que nos ocupa. Así, Zerón celebra la vuelta de Ramón a la palestra poética con pie firme y rigor, esta vez para quedarse por tiempo indefinido. Las citas de Fernando de Herrera y José Bergamín advierten al lector del tono del libro, que aborda dos de los grandes temas que preocupan al hombre: el tiempo y la muerte. El poemario se estructura en tres partes, la primera, titulada “Declive”, es la más extensa, y en ella el autor expone su estilo, un discurso que se caracteriza por la ausencia de signos de puntuación, excepto el punto final de cada poema, y un lenguaje incisivo e intenso que le permite describir su angustia existencial. En el “Exordio” que inaugura el libro José Manuel Ramón adelanta la tesis del mismo: cada sombra anuncia / una claridad devastadora. En efecto, a lo largo de esta primera parte podemos observar un empleo sistemático de términos que remiten a la dicotomía entre luz y sombra: noche, crepúsculo, tinieblas, destello, fuego; además, el autor se sirve de determinados símbolos para reflexionar sobre el sentido de la vida, como el sueño y el insomnio, trémulos propileos sobre los que entibar ese declive al que ineluctablemente estamos abocados. En la segunda parte, titulada “Soledad consciente”, José Manuel Ramón toma como “ejemplo” una cita de Altolaguirre para ahondar en esa sensación inherente a la condición humana. Así, cada poema es un ejercicio de introspección, motivado unas veces por el agua, en forma de lluvia, y otras por vientos que erosionan los cuerpos, pero José Manuel va más allá; su discurso, transido de silencio, desemboca en el desasosiego, fruto de esa soledad congénita que el autor plasma con acierto en esta estrofa:
¿Quién podría sentirse más solo que uno mismo si no dejamos de formular crueles acertijos si el único fin posible que hallamos es la angustia del vacío el dolor estéril el llanto por lo que no ha de ser? Su poesía se inspira en la naturaleza para hallar en ella el significado profundo que alivie los recuerdos, como efímero asidero contra el dolor de la memoria. Sin duda, la poética de José Manuel Ramón es personal, intimista, pues va de dentro afuera en un continuo fluir hacia el vacío que, en definitiva, es la existencia. La tercera parte, “De regreso”, está constituida por un único y largo poema. Las citas de Mihail Eminescu y Wislawa Szymborska nos sitúan en el bosque por donde discurre la senda honda de una conciencia crítica que anhela la luz que se filtra en la espesura, por el camino queda la huella hundida en la tierra mojada bajo un sol de niebla. Con un modo de decir particular y un lenguaje culto y elegante, José Manuel Ramón viaja a las profundidades de su alma para enjalbegar las sombras que se cierran. He aquí una poesía con vocación de altura para cantar a la naturaleza brumosa / que somos. RUBÉN MARTÍN DÍAZ. ARQUITECTURA O SUEÑO (Isla de Siltolá, Sevilla, 2016) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO EL SUEÑO DE LA RAZÓN En un contexto como el actual, que sufre cada vez de una manera más agresiva la aceleración cotidiana, el gesto de ruptura radical iniciado con la vanguardia histórica y, por otro lado, la ensombrecida tradición cultural que nos precede, la escritura emerge como un nudo en el que diferentes planos artísticos, signos y contextos se funden para dar una obra única, un verdadero crisol de lecturas y experiencias personales. Con los inicios del siglo XX, las artes visuales y la literatura se traban en una serie de movimientos artísticos efímeros (algunos de ellos muy breves, como el fauvismo, que tan sólo duró una temporada), en la que la cantidad de descubrimientos técnicos y formales catapulta la novedad y la obsesión por ir más allá hacia la segunda mitad del siglo, época que ve nacer, y que termina en cierta manera, con una autoconsciencia sin precedentes con el arte conceptual y la deconstrucción literaria. El pasado se veía, se sigue viendo en cierta manera, como un archivo al que el artista podía recurrir de manera indiscriminada. Sin embargo, frente a este escepticismo o juego vanguardista, que en ocasiones cae en lo ilusorio, otros muchos autores han basado su obra en el retorno al pasado y la búsqueda de equilibrio como un filtro desde el que mirar y, por tanto, conjugar la contemporaneidad con la serena tranquilidad y las concepciones que se desarrollaron anteriormente. En esta última línea, que encierra una búsqueda por nuestra identidad, perdida en la globalización y el capitalismo feroz, se encuentra el cuarto poemario de Rubén Martín Díaz, Arquitectura o sueño. De este modo, mediante una aguda prosa poética, el poeta disecciona y profundiza en la vida de los objetos y sus efectos bajo la luna de París y, con todas sus consecuencias, la oposición aparente entre el sueño y la realidad: «Hay, por tanto, un orden sin orden sobre la faz de la tierra. Pero ¿acaso el arte no consiste en esto?» (p. 17). De hecho, este ejercicio que concentra la atención en el pasado, con los matices propios de cada autor, también se encuentra en la obra de otros poetas albaceteños, como Andrés García Cerdán (Barbarie, Rialp, 2015), David Sarrión (Breve teoría del desastre, Huerga & Fierro, 2015) o Constantino Molina Monteagudo (Las ramas del azar, Rialp, 2015). En este caso concreto, la importancia que tiene para Martín Díaz el legado artístico del siglo XX se manifiesta a través de diferentes canales que se acaban complementando y, como consecuencia, forman un telón de fondo adecuado para la reflexión sobre la ensoñación. De esta manera, podemos encontrar citas (Pere Gimferrer), écfrasis (descripciones verbales de una imagen, muy numerosas en el poemario, que van desde Lorraine hasta Munch, pasando por autores como Delacroix o Van Gogh), y homenajes (Borges y Valente), entre otros elementos, que trenzan y amplifican, como venimos diciendo, el artefacto literario: «Ese es el momento de la duda —¿arquitectura o sueño?—, donde todo se funde y no hay quien sepa distinguir realidad de imaginario» (p. 29). Desde un punto de vista, los versos dejan entrever una sustancia romántica que comienza con la nostalgia producida por la observación de un atardecer marítimo de Lorraine y acaba con la búsqueda desesperada, simbólica, de Breton de su intangible, pero no por ello menos real, Nadja por las calles de París. En esta línea temporal, donde cada instantánea conserva su propia identidad, el poeta albaceteño abre su mundo personal y apuesta por el expresionismo, por la capacidad que tienen los objetos, las experiencias, de provocar impactos que apenas pueden traducirse primitivamente a unas pocas sensaciones, palabras malogradas. Y es en este punto donde, en esta línea trazada, juega un papel fundamental la ciudad, suerte de laberinto personal, que el autor recorre como un flâneur que se detiene en los detalles mínimos, cotidianos, pero que a su vez retiene el amargor prematuro de la derrota, lo que induce a veces, como decíamos a propósito el paisajista francés, algo de nostalgia entre los versos: «La vida es un proyecto a largo plazo y no una veloz carrera de cien metros, lo sé. Hay tiempo para todo, pero todo nos requiere con apremio. / (Vértigo)» (p. 57). Desde el otro extremo, ese sentimiento romántico, propio de la poesía, se disecciona y se hace abstracción como consecuencia de la vocación ensayística de la publicación. En ese sentido, aunque en ocasiones el exceso reflexivo oscurece la musicalidad, la prosa poética se erige como autoconocimiento, suspensión, consciencia de haber estado en unos lugares determinados bajo tales o cuales efectos. El autor, aún más, asiste desde un punto de vista externo, como si fuera un narrador omnisciente, a su propia creación, esto es, a su deambular por su propio laberinto emocional. Como resultado, la escritura se concibe como, como decía Diderot a propósito de la crítica de arte, con pasión y distancia, es decir, como un momento único, posteriormente calibrado, en el que el autor lo da todo y se lanza, por decirlo de alguna manera, al más intenso de los peligros: «La vida, pues, da más al que más entrega» (p. 18); «Asimismo, crear es —como diría Borges— un acto de fe.» (p. 25); «Lo que vi al contemplar el cuadro por primera vez no fue el arte por el arte del autor, su destreza en el manejo de una disciplina, sino su propio fondo desmembrado sobre el lienzo, su verdad absoluta.» (p. 33). En última instancia, Rubén, desde su posición privilegiada y equilibrada, nos muestra cómo tradición y vanguardia, realidad y sueño, son dos pares de conceptos que, más que oponerse, poseen una infinidad de puntos de contacto perfectamente visibles para el que, en estos tiempos, es capaz de profundizar tranquilamente y adentrarse, poco a poco, en la perspicacia de lo complejo, de nuevos horizontes que conforman una resistencia en continuo movimiento y, por ello, esperanzada. AMOR Y ODIO Hoy sé que yo he nacido para amar o para odiar, sin término medio. En mí no existe la indiferencia; o me desvivo de placer por alguien o caigo en el impulso de querer partirle el alma en dos mitades simétricas. Tan pronto maldigo al hombre como busco rodearme de sus libros. Ezra Pound, por ejemplo, es un tipo interesante en sus poemas. Chejov, en sus cuentos. Larra, en sus artículos. Fitzguerald, en sus novelas. Unamuno, en sus ensayos. ¿Pero qué grado de lealtad con su entorno mostraron ellos? ¿A qué altura quedaron con respecto a sus escritos? El ser humano tiende a despojarse en sus obras de complejos y manías. Por tanto, en ocasiones odio al hombre del modo en que amo su literatura.
GEMMA PELLICER. MALEZA VIVA (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2016) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO INSTANTÁNEAS EXPANSIVAS Durante la década de 1970 los artistas norteamericanos adscritos al land art propusieron toda una serie de obras que dialogaban con la naturaleza, todavía en peligro de extinción en aquella época, a la vez que recuperaban sentimientos románticos como lo sublime y la contemplación de la ruina. Este esfuerzo respondía, al igual que los otros movimientos artísticos de la época como la performance o el pop art, a la ruptura definitiva de los límites entre el arte y la vida. De esta manera, artistas como Roberth Smithson, Walter de Maria, Nancy Holt, Robert Morris, o Michael Heizer plantearon escenarios en los que la mirada, y de manera esencial el tiempo, quedaba suspendido en una comunicación primigenia, original, con el entorno. Sin embargo, sus propuestas, a medio camino entre el paisaje, la arquitectura y la escultura, levemente invocada como defensa artística, planteaban un problema conceptual decisivo: la pura negatividad de la escultura, esto es, la combinación de exclusiones, que la llevaban desde el no-paisaje a la no-arquitectura, según la ensayista Rosalind Krauss. Desde entonces, no es extraño encontrar a la escultura en el campo expandido, en la convergencia de una serie de conceptos, reivindicaciones y métodos que, de una forma híbrida, desdibujan las líneas entre los géneros para penetrar en nuestro espacio, para plantearnos nuevas preguntas. En ese sentido, el campo de la literatura tampoco se ha mantenido al margen de estos cambios e hibridaciones, de los que Maleza viva es otro ejemplo más que demuestra la potencia de la palabra, la importancia de la comunicación serena, meditada, entre el artefacto literario y el lector y, de hecho, la acción, pues la publicación incluye una serie de semillas para alegrar, colorear un poco más, nuestro entorno. Con una propuesta inicial asentada en el microrrelato, género todavía por estudiar, la escritura de Pellicer toma préstamos y moldea en consonancia sus creaciones al fuego de la poesía, el aforismo e, incluso, el microteatro, de forma que cada historia, en su sobriedad breve, se erige como una arquitectura única llena, igualmente, de resquicios por los que lo literario se desparrama, chorrea, sugiriendo, comunicando a pesar de todo. Aún más, cada pequeña historia conecta mediante el caos —la fuerza entrópica que también movía las obras del land art— con el resto, de manera que al final queda elaborado un tejido imperfecto, con múltiples sentidos. Como consecuencia, el libro se erige como una constante búsqueda en la que se funden la extrañeza, el humor, la ironía, la dureza, la incomprensión del mundo y, sobre todo, lo onírico, fuerza motriz de la mayoría de las historias, que deja entrever que el sentido definitivo de la vida nunca termina por llegar como en ese sueño delicado, perfecto, del que luego no nos acordamos. En este sentido, el microrrelato en continua elaboración, como ente que no tiene por qué ser totalmente perfecto, abarca una gran variedad de perspectivas, lo que supone uno de los grandes aciertos de la publicación. De este modo, ‘Leve realidad’ nos anuncia la dificultad para aprehender la luz, la ceguera, en un sentido batailleano, que nos rodea, principio que siguen otras historias como ‘Horizontes infinitos’, con la puesta en escena onírica beckettiana y el sinsentido que muchas veces rodea las verdades más claras, ‘Ora pro nobis’, con un escenario marcado por la lucha entre la naturaleza y las construcciones sociales impostadas, y ‘A precio de saldo casi’, una reflexión más política, directa, irónica, que refleja la realidad de nuestro país. Aspectos que se complementan con otras historias más leves, propias del género, adscritas dentro de la metaliteratura y el homenaje, como sucede en ‘El Frankenstein de Mary Shelley’, que busca volverse real, ‘Tentación’, una magnífica reelaboración del origen del pecado que nos acerca las antiguas historias, o ‘Puro tecnicismo’, donde un personaje reflexiona sobre su condición, al igual que en otras muchas situaciones. Esto hace que Maleza viva se erija como un viaje, tal y como queda reflejado en ‘Navegación’, en el que el tiempo y la memoria de los instantes efímeros resultan esencial, como demuestran ‘El presente continuo’, ‘Estela de pájaro’ o ‘Emboscada’, historia que junto con ‘El que ahora soy’, buscan reivindicar el triunfo, pese a todo, del tiempo natural, de un susurro, en definitiva, perceptible sólo para los que buscan en cada rincón una nueva sensación. EL ESCULTOR Cuando el artista estaba a punto de terminar su obra, ella consideró llegado el momento de que le insuflara alguna impureza que la hiciera verdaderamente completa, pero el escultor no parecía dispuesto a escucharla. —La completud del ser roza lo putrefacto —le había desvelado en un hilo de voz apenas audible. DESTELLOS Guardan ciertas casas ajenas el misterio del espacio conocido, como si sus muros contuvieran, rezumantes, nuestros recuerdos, y les bastara revelárnoslos de pronto con sólo mirarlas. De modo que por casualidad —cómo si no— consiguen hablarnos, convencidas de que en esa otra vida que dejamos atrás, ellas habrían asumido los vacíos en sombra que exudamos a despecho de nuestras siluetas perfectamente inmaculadas; las cuales, a duras penas, si alcanzan a contenernos.
OLIVIA MARTÍNEZ GIMÉNEZ. EL ANIMAL Y LA URBE (Torremozas, Madrid, 2016) por BEATRIZ MIRALLES EN LA PIEDAD DE LOS CANTOS RODADOS El animal y la urbe es el primer libro de poemas de Olivia Martínez Giménez de León (Alicante, 1980) y, sin embargo, este libro de poemas no parece un primer libro de poemas. No lo parece por la madurez y seguridad que muestra la autora que bien marca desde el inicio. La poeta se confirma, así, con este poemario en una voz sólida y segura desde la que ha escrito un libro lleno de vida y de melancolía, pero también de amor, de un amor que abraza la experiencia de estar vivos con todos los sentidos. El animal y la urbe me ha emocionado por su frescura, su lenguaje profundo y cotidiano. La autora, desde una voz singular, propia, se gesta en la indagación del yo personal para acercarse al hecho cotidiano y su poética familiar y revelarnos un autorretrato cambiante, abierto y flexible. Este es un libro que no se escribe desde lejos, sino aquí, en la cercanía de un lenguaje accesible, que nos enfrenta a realidades que son engañosamente mínimas, pequeñas, intrascendentes, pero también significativas, valiosas, necesarias, como el hecho de que una conversación de sobremesa familiar devenga en un poema que hable sobre los miedos que nos muerden (Otra sobremesa), o como en la preparación de una ensalada de fruta se pueda concretar un acto de amor silencioso (Boles de fruta). Así, lo que podría ser anecdótico se convierte en algo esencial manifiesto en sencillas escenas comunes, habituales, como sucede en poemas como ‘Espejo’ o ‘Post- it’ o ‘Respiraciones’. El animal y la urbe es un libro dividido en dos partes que dan título al libro. En la primera mitad, “La urbe”, la escritura se acerca a la familia, los recuerdos, la memoria en poemas como ‘Hervido’, ‘Plátano’ o ‘Decálogo para un aniversario’. En la segunda parte, “El animal”, la poeta se adentra en rasgos más elementales del sujeto por medio de sus factores más primitivos para alcanzar al yo más íntimo en poemas como ‘Civilización y barbarie’, ‘Paisaje a la luz del día’ o ‘El idioma de las piedras’, el poema que cierra el libro: Para qué quiero un rostro si me estoy deshaciendo, una identidad para qué si continuamente me desnombro. Esta segunda parte marca lo que podríamos considerar un enfrentamiento de la poeta a la realidad exterior donde concluye: Hay algo terrible en mí que sin embargo me alimenta. Entre ambas partes del libro se intuye un hilo invisible, una trama secreta que atraviesa el poemario, una voz que se interroga para hablarnos sobre la identidad como el eje temático vertebrador que recorre El animal y la urbe y nos aproxima al trabajo actual de una poeta con voz propia, sólida y segura. RESPIRACIONES
3. Mamá tiene asma. Cuenta que pasó un año en cama cuando era niña y perdió un año de escuela y leyó mucho y supongo que al final aprendió a respirar. Hermana también tiene asma. Un día en el Pirineo en un pueblo del Pirineo tuvimos que ir a un ambulatorio porque se ahogaba y le pincharon cortisona y le dieron un respirador y pensé que hermana era un chico. Papá no tiene asma, tenía asma su madre y en las noches y en los días sin escuela le decía que iba a morir sin aire y papá le pedía que no se muriese. Yo no tengo asma. Pero no puedo correr porque me ahogo. No puedo correr porque me ahogo. |
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