LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MIGUEL CATALÁN. SUMA BREVE (Trea, Gijón, 2019) por PEDRO GARCÍA CUETO Miguel Catalán no es solo un filósofo, un profesor de universidad que enseña a sus alumnos el pensamiento filosófico, es un escritor, crítico y pensador que lleva muchos años dejando su impronta en obras de gran calado intelectual. Su tratado sobre la mentira llamado Seudología, publicado por Verbum, es ya un libro imprescindible para cualquiera que perciba la mentira del poder, ese mundo de intereses que llevó al presidente Bush Jr. a invadir Irak. La mentira está en los debates de muchas sesiones del congreso, un mundo de intereses creados, de falsas apariencias que pretenden cosificar a los individuos, hacer de esta una sociedad menos culta y más manipulable. Con el esmero que siempre lleva a cabo la editorial gijonesa Trea, dirigida por Álvaro Díaz Huici, Miguel Catalán ha escrito aforismos que desvelan su gran sentido ético ante la vida, su afán de descubrir la verdad entre las grandes mentiras de nuestro tiempo. Como gran pensador, va desvelando en este libro sus miradas al mundo, su conciencia de hallarse en una extraña madeja, un hilo que va tejiendo el poder, para hacernos más vulnerables. Como buen profesor, conoce también la fragilidad de los alumnos, imbuidos en la tecnología, afincados en la desidia de una sociedad fácil y superficial, que solo conlleva a la trampa y al amiguismo. Con esos mimbres, es aún más válido el esfuerzo de Catalán, porque nace del trabajo y del talento. El libro es un compendio de aforismos donde desfilan pensamientos, tan interesantes y verdaderos como el que dedica a la Guerra Civil, porque considera que el conflicto está enquistado en un pueblo que no ha sabido madurar y guarda con resentimiento las viejas heridas: Cuando era pequeño creía que la Guerra Civil española había tenido lugar en tiempos lejanos, casi remotos. Fue mientras iba cumpliendo años cuando comprendí que estaba cada vez más cerca. (p. 46) También anida en el libro el conformismo de los seres, envueltos en la rutina que nos va rompiendo por dentro: Cuando ella lo vio por primera vez tuvo la impresión de que lo conocía de toda la vida. A los dos años de convivencia esa impresión ya se había confirmado lamentablemente. (p. 45) Son muchos los pensamientos que navegan por el libro, verdades que van llenando al lector, alusiones a escritores, a pensadores, al Antiguo Testamento, todo convive en este sabio libro de Miguel Catalán. Parece que su universo se muestra, nace de su experiencia, de sus lecturas, de su conocimiento de lo humano.
Su alusión a la poesía como bálsamo para evitar la muerte queda en un aforismo muy sobresaliente: Toda la poesía escrita en el pasado, hasta la más frívola, perdería su sentido el día en que los científicos descubrieran su antídoto contra la muerte. Habría que empezar a escribir desde la nada; a ciegas, sin clásicos. (p. 90) Gran verdad, porque es la poesía y la literatura, el arte en sí, la que nos congrega para pensar la vida como eternidad, si la ciencia pudiera suplir ese vacío que tenemos ante la muerte, todo sentido del arte perdería sentido. Alusiones a Dante, a los clásicos, a Gimferrer, el gran poeta catalán, a antropólogas como Ruth Benedict, a pensadores del lenguaje como Wittgenstein, todo vuela en este libro, que pretende ser un recinto para la reflexión, para el pensamiento, en tiempos de urgencias y de prisas, un antídoto para la vida superficial en que vivimos. Con una cita muy acertada del gran Oscar Wilde —«El camino de la paradoja es el camino de la verdad»— el libro recoge aforismos y pensamientos desde 2013 hasta la actualidad. Como gran admirador de Wilde, Miguel Catalán conoce el poder del pensamiento breve, que llega a los demás como un fulgor, una llamarada para iluminarlo en plena abulia de los sentidos. Recomiendo este libro, bellamente editado, porque nos habla de tantas cosas como hay en la vida, es un paisaje de razonamientos donde vemos lo inestable que es el ser humano, la gran fragilidad que une nuestras vidas. Por ello, ese espacio de reflexión es necesario en tiempos tan hostiles al sosiego. Un libro realmente necesario.
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CHARLES SIMIC. GARABATEADO EN LA OSCURIDAD (Vaso Roto, Madrid, 2018) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO
ANDRÁS FORGÁCH. EL EXPEDIENTE DE MI MADRE (Anagrama, Barcelona, 2019) por ANTONIO MEROÑO La autoficción está de moda, qué le vamos a hacer. Pero si no escribimos sobre nuestro pasado, nuestros traumas, nuestra familia, ¿sobre qué lo vamos a hacer, sobre la posverdad, las fake news? No, gracias. Forgách es un escritor y video-artista húngaro que formó parte de la vanguardia de su país en los setenta y ochenta, años de plomo y a la vez de apertura. Parece raro, ¿verdad? Recuerdo haber visto durante mi adolescencia una tarde de verano en un telediario una noticia sobre la bolsa de Budapest cuando Hungría todavía era comunista, lo cual llamó mi atención, aunque no lo entendí, y sigo sin entenderlo, pues esas empresas podían ser estatales o mixtas o paraestatales o incluso privadas, no sé.
El autor se enteró hace unos años de que sus padres, judíos que pasaron los años de la guerra en Palestina, por lo que él llegó a nacer, espiaron para el régimen comunista. Y eso le llama la atención y le parece censurable, al igual que ahora abomina del régimen de su país, al que califica de dictadura pura y dura, y estoy/estamos, creo, de acuerdo. Toma la pluma para reconstruir, con trazos irregulares, la vida de sus padres, deteniéndose sobre todo en la figura de su madre. Bruria, una enfermera y fanática comunista y antisionista que hizo chapuzas durante el régimen de Kadar para sacarse un sobresueldo, pues eran familia numerosa. Pero el autor no profundiza en exceso, dejando la parte que debería ser investigación periodística a la inserción a pie de página de documentos de los servicios secretos que parece ser incriminan a su madre, y digo parece pues confieso que no los he leído, me parecía fatigoso. El propósito del libro puede parecer interesante, pero pese a sus buenas intenciones se queda en la superficie, se presenta deslavazado, poco clarificador. Hace cuentas con su pasado, narra episodios de su infancia y juventud en Budapest, deteniéndose en los problemas mentales de su padre y las peripecias con los servicios secretos de su madre, las visitas a una pastelería de lujo, el vecindario de su modesto piso, pero debería haber ahondado en la personalidad, sin duda interesante y contradictoria de Bruria, llamado en los informes señora Papái. De todos modos es un buen testimonio y un libro que se lee con agrado, incluso con una mueca de complicidad. ANDRÉS GARCÍA CERDÁN. DEFENSA DE LAS EXCEPCIONES (Visor, Madrid, 2018) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ LA CONCIENCIA DE LA DESINTEGRACIÓN Somos una excepción, la anomalía, el deseo de romper lo ordenado, de sorprenderse lejos de lo previsible. Cicerón dedicó su oratoria, elevada al arte de literatura, a defender la ciudadanía del poeta Arquias, en última instancia un esfuerzo por defender su identidad y definición en el mundo, o ante el mundo. Si Platón expulsó a los poetas de la república ideal, Cicerón lo restituye a través de la palabra. Defensa de las excepciones de Andrés García Cerdán es su Pro Arquias, una defensa de su búsqueda de identidad y por extensión de los miembros de una generación que se identifica con él, una búsqueda de identidad, que es en sí la propia búsqueda, la propia identidad, el propio movimiento, el desequilibrio, la acción. Ante el desmoronamiento lento del mundo, lo que sucede casi imperceptiblemente, nuestra vida —como parece desprenderse de la lectura del libro— es una flecha, signo del tiempo y del combate, una relectura particular del mito de Sísifo, porque esta flecha apunta a una diana, pero no la alcanza, porque la flecha es el presente, es la excepción del aquí y ahora. La búsqueda de la identidad, de la excepcionalidad, implica un peligro: «Los que huelen en el aire un peligro y lo celebran» (pág. 14, ‘Los otros’). Se inicia en un peligro y nos lleva a otro, pero como deseo, el deseo de estar vivo. Es una manera de ser, una forma oblicua de vivir. EL ERROR, EL DESEQUILIBRIO, EL CUERPO, EL LENGUAJE Y LA INOCENCIA Qué es la excepción: el error, la excepción como identidad, un acto de voluntad, la oposición a lo que no es excepción. El error como identidad y como refugio, la duda es parte esencial, la posibilidad de todo, la multiplicidad de lo posible, porque solo en esa búsqueda, en esa actitud cabe la inocencia, lo que nos salva, «lo más propio y sagrado que soy» (p. 12). El cuerpo es un tema central en esta búsqueda de la identidad, la puerta y la percepción a y de los otros. Vinculado con el cuerpo aparece la lujuria, el amor, la belleza del momento único, la íntima contradicción, tal vez Eros y Thanatos, también la sed, el deseo de beber de las aguas indómitas, salvajes. Es como la imagen de un caleidoscopio que gira para ofrecer una y otra vez la posibilidad de una imagen física de la vida (‘Los otros’). El poema ‘La estructura profunda’ es, quizás, uno de los momentos más reveladores de esta teoría del cuerpo como identidad. Y qué es el lenguaje sino una extensión del cuerpo, la lengua de Andrés como un sexto sentido, la propia defensa del lenguaje que configura fugazmente lo que está en la estructura profunda, «en ellas creo y soy un ser entero de palabras»: LA ESTRUCTURA PROFUNDA [Noam Chomsky] Como el pescador hawaiano que hunde su mirada y sus manos de hombre en el océano para leer la estructura profunda del lenguaje, para saber la dirección y el sentido de las corrientes, el movimiento del agua, así el poeta, así yo cuando pienso en ti, cuando sumerjo en ti mis manos y mi lengua. ¿Necesita el mundo nuestra conciencia para existir? En esta duda el amor es conocimiento, la tensión entre saberse y desconocerse, una vez más el movimiento, el desequilibrio como identidad, son frecuentes las alusiones al desequilibrio, a la tensión también entre el hybris y la sophrosyne entre los que vuela la flecha, al movimiento, al desequilibrio, al giro («que gire en sí misma y no caiga nunca y no toque tierra», p. 34). Descender, retornar como Orfeo, después de tanto tiempo.
Esa orfandad de conocimiento, de una realidad estable, no es tanto intelectual como emocional, es el desequilibrio lo que convierte en este libro el desconocimiento en un estado emocional de orfandad y anhelo de AMOR, y este estado de orfandad no se repliega a la inactividad o la inacción sino al combate, a la resistencia, a la defensa. No encontrará el equilibrio, porque la identidad es el movimiento, parece un descenso nihilista, un movimiento nihilista, pero no lo creo, pienso más bien en El mito de Sísifo, en la interpretación de Albert Camus, subir la piedra, moverse, intentar el equilibrio sabiendo que es un esfuerzo estéril, pero que es lo único que tenemos y como tal hay que celebrarlo. Y ahí aparece también nuestra inocencia, que es una luz eléctrica, la luz de un presente momentáneo, como las flores, otra luz, que nos acerca a los momentos más puros de salvación, a los momentos luminosos, por los que merece la pena subir la piedra, lanzar la flecha, moverse, correr como Dafne en ‘New Dafne’, «corre sin parar, / no dejes / de correr, no mires atrás, / huye otra vez, sacrifícalo todo» (y pienso también en Orfeo), «nadie / te alcanza, ni siquiera / quien eres / o quien una vez fuiste, / y sigue rompiéndolo todo / porque tienes miedo». Una esencia dinámica, que tiene la necesidad de definirse en cada instante, que no puede definirse, aunque lo deseara, con lo estable, no le sirve. Pero hay una isla en este viaje, la luz que caracteriza el presente, las flores del presente, símbolo de lo fugaz, del equilibrio puntual en el desequilibrio de la excepción que somos, la flor como el amor, y el amor como inocencia: Así yo, si recuerdo a mi madre y su forma de acercarse a las flores, como si les rezara, como si ellas la oyeran. Me confieso —como ella-- el ser más delicado de este mundo y el más antiguo de los hombres, pues busco la palabra y en ella creo y soy un ser entero de palabras. Defiendo esta excepción y, día a día, sueño con ser algo más grande para alcanzarte a ti, para alcanzar las ramas más altas del manzano. No sabemos si Arquias consiguió o no la ciudadanía romana, si los argumentos de Cicerón tuvieron su efecto en la realidad, pero nos queda, como en el vuelo de la flecha, su palabra, su defensa y su excepción. MARTÍN PARRA. LOS DÍAS REITERADOS (Ars Poética, Madrid, 2018) por MIGUEL-ANGEL REAL LOS NUEVOS LÍMITES DE LO COTIDIANO Martín Parra vuelve a demostrarnos que es un escritor del riesgo. Su nuevo trabajo, siempre lindante con el surrealismo, no es la obra de un escritor adepto de escritura automática y vacía, sino la de un imaginero del idioma, que cincela las páginas para recrear constantemente la lengua y hacer estallar connotaciones. La libertad que provoca en la relación entre los significantes y los significados permite ofrecer al lector un mundo original, personalísimo en su expresión: Hay que restar, roer detrás de las imágenes; basculen así con riesgo de marco roto. En “Los días reiterados” hay a veces un desdoblamiento del yo, y en ese diálogo contra un probable alter ego (tal vez el Martín/Nitram al que al autor nos acostumbró en “Camille, viñeta amorosa” (Queimada Ediciones)) hay todo un trabajo en el que el objetivo de la escritura es luchar contra el absurdo que acompaña el paso de los días y rechazar la indiferencia, como remedio para poner de relieve tanto los sentimientos más profundos como los pequeños detalles que pueden resultar salvadores: Las ambiciones que caben en una postal no son tan pocas, pequeñas; conforme abren camino, se desalojan de la miniatura y verlas coger cuerpo revista morbidez del propio. El libro es fundamentalmente una reflexión sobre el oficio de escribir, pero sabiendo que la palabra es frágil y que de su elección certera depende nuestra visión del mundo: caos o cosmogonía, quién sabe Aquí un desperfecto, un tiempo repetido, ¡un hombre! Porque tras intentar resolver la ecuación compleja que nos propone la existencia, el día a día, se ve que vivir vale la pena y que el hallazgo del sentido vital (si existe) se encuentra entre los desperfectos: el hombre que describe Martín Parra es responsable tanto de la búsqueda de una razón de seguir adelante como de los errores repetidos. En cualquier caso, todo es válido, excepto la inacción, para ir al menos hacia las preguntas: ¿Será la vida una obsidiana tan fácil? ¿Un collar de cuentas de pasta vítrea? Sea como sea, hay otro aspecto fundamental en la obra de Martín Parra: huir de la norma, del condicionamiento social, para vivir su propio ser o su propio desorden. Y ante todo, dar fe de ese supuesto no encajar en los moldes que se nos proponen; contar su experiencia y adentrarse en el lenguaje huyendo (o para huir) de los estereotipos.
Procuremos vivir en voz alta. (…) De ser neceseario, una afonía ¡ya! Nos acuda, impida terminar un discurso, revista quiebras en cada uno de estos perfiles. Se adentra así el autor para nuestro deleite en una misión de escritor no convencional, que no cesa de dudar sobre el papel que le corresponde para terminar convenciéndose (tal vez) de que expresarse es dar una coz viva. Todo ello en un estiloque debe mucho a Umbral o a Mallarmé, en el que ferocidad y temblor constantes provocan una tensión estética estremecedora, en todos los sentidos. Yo no quiero vivir nunca en vida declarada, yo quiero mi monstruosidad. Pero ese desafío permanente, ese desmarcarse es por supuesto una manera de respirar: porque en realidad la forma digerible de cultura con la que se nos intenta alimentar en regla general es, en su banalidad, la nada misma: para huir de ella, partamos pues de la deliberada asperidad con la que escribe Martín Parra – que se erige una vez más en una de las voces más innovadoras en el actual panorama literario en lengua hispana- para recuperar nuestra exigencia hacia lo que vemos, sentimos, vivimos y leemos, dirigiéndonos así hacia descubrimientos y emociones renovadas. Al fin y al cabo, puede que ésa sea la meta de “Los días reiterados”: dibujarle límites nuevos a lo cotidiano y recuperar el placer de la lectura. AVELINO OREIRO. UNAS CUANTAS DÉCIMAS Y OTROS POEMAS FEBRILES (Septentrión, Cantabria, 2018) por DIEGO RECHE “Café con verso” fue una reunión experimental en La Brújula, un pub de Aguadulce donde nos juntábamos algunos amigos poetas (Alexis Díaz Pimienta, Toño Jerez…) que llegábamos con nuestros poemas y nuestras dudas, compartiendo el café y los consejos. Allí conocí a Avelino Oreiro, hace ya más de quince años. Con su porte serio y elegante, su boina y sobre todo su carpeta azul bajo el brazo, que abría como un ritual, con esa delicadeza del relojero que va a enseñarnos su última pieza. Allí conocí sus décimas y algún que otro soneto. Procedían de un tiempo de elaboración meticulosa, donde cada palabra estaba pesada, medida y calculada como un orfebre. Después ya apenas nos vimos. Me lo encontré hace unos años por una calle de Almería. “¿Ya tienes el libro publicado?”, le pregunté. Y él, sorprendido ante mis palabras: “No, aún no. No sé si lo publicaré”. “Avisa cuando lo hagas”. Y por fin, casi con lentitud geológica, llegó. No sé si en un futuro habrá más libros de poesía de Avelino. Debería, pero si calculamos el ritmo de publicación, la vida da para otro, como mucho, aunque no dudo de que tiene material, temática y oficio para algunos más. Así que en estos tiempos de escritura precipitada, de ansia de publicación, de multiplicidad de poetas y modas y tendencias, se nos cuela su libro con una identidad diferente tanto en el estilo como en su proceso de publicación. Su libro Unas cuantas décimas y otros poemas febriles tiene la novedad de lo clásico. Cuando el verso blanco marca el ritmo de la voz del poeta moderno, o el verso libre, con sus ritmos ocultos, de pronto Avelino aparece con décimas, algunas heterodoxas, sonetos y versos medidos. Y «porque es más desigual diferencia escribir en modo que los versos fuercen la materia a aquel que en que la materia fuerce los versos» como decía Garcilaso, en los poemas de Avelino vemos el oficio del que maneja la métrica y la moldea para ofrecernos sus inquietudes y su reflexión y establecer con el lector ese juego de la comunicación poética. Versos creados sin prisa, años para publicar, ya lo dice José Luis López Bretones en el prólogo. Los primeros poemas son de 1994 o 95 y los últimos que incluye en este libro son de 2008. La primera parte del libro, “Unas cuantas décimas”, marcan los principios de su poética. En ‘Exhortación’ pide «finos lectores de oído». El verso desde la escucha porque «las orejas, (son) las puertas del corazón». En ‘Roman paladino’ no toma «por adivino / al oyente y al lector» y por eso llamará «al pan, pan y al vino, vino». Sin salir de la reflexión poética, se adentra también en el poeta, y así vamos disfrutando de su mirada a la vida, al tiempo, al amor, o a nuestros poetas ‘En El Espino (Soria)’. Y, por no extenderme, dejaré como ejemplo el valor sugerente de la décima heterodoxa (octosílabos y tetrasílabos) ‘El poeta espera una llamada’, con una descripción perfecta y un final abierto.
En la segunda parte, “Y otros poemas febriles”, encontramos sonetos elaborados con maestría donde el lector revive el placer de la palabra ajustada, con ecos de grandes sonetistas; y otras poemas con estructuras clásicas con ritmos arromanzado o estribillo, donde se mezclan los temas de siempre con un enfoque fresco con el que los resuelve. Si lo febril es el momento experiencial del que nace el poema, Avelino ha sabido encontrarlo, para luego, desde la distancia, pulirlo y seleccionarlo perfectamente en sus versos. La lectura del libro es ágil, porque previamente ha existido una elaboración lenta, al revés que otros libros de poesía. Por eso, al terminar de leerlo, se tiene la sensación de que todo ha terminado demasiado pronto y el lector siente la satisfacción de haber tocado a un gran poeta, por lo que sabe que volverá a paladear, ahora más despacio, sus poemas. MANUEL EMILIO CASTILLO. DESIERTO (Vitruvio, Madrid, 2018) por JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR La palabra desierto proviene del vocablo latino desertus, que significa ‘abandonado’. En la Biblia, el desierto puede considerarse como un espacio en el que encontrar a Dios. Asimismo, en dicho libro, la palabra desierto significa ‘deshabitado’. Podemos decir, por tanto, que cuando en un pueblo no hay nadie, el pueblo está desierto. No ha podido encontrar Manuel Emilio Castillo (Castellón, 1951) un símbolo o metáfora mejor para titular su abroche lírico; y digo ‘abroche’ porque Desierto cierra una trilogía poética iniciada con Diálogos inter nos (2012) y seguida por El árbol del silencio (2015). Con relación a El árbol del silencio, libro que antecede a este en dicha trilogía, observo un detalle que no solo lo vincula con Desierto y su dorsal división interna, sino que también es un reflejo especular y progresivo de su particular búsqueda. Y es que, si algo queda claro después de adentrarse en los poemarios de Castillo, es que sus versos son el testimonio escrito de un viajero con tormenta privada y dudas públicas, un cuaderno de vida, a veces sin mucha esperanza, en el que permanece siempre un hilo de optimismo indestructible. El árbol del silencio se estructura de la siguiente manera: “Las raíces del silencio”, “El tronco del silencio” y “Las ramas del silencio”: tres partes en las que el bloque central supone el eje que divide una progresión simétrica; por su parte, Desierto se escinde en: “Espejismos”, “Oasis” y “Encuentro”: de nuevo una estructura trimembre en la que el bloque central es la membrana reflexiva que articula la poética de su mirada contenida en las partes colindantes. Esa mirada de poeta es la que constituye la realidad del mundo, jerarquiza y dispone su cohesión significativa a través del acto primordial de mirar y la correspondencia o no de ser mirado; «Para verte, me acerco a lo invisible». A través de la perspectiva visual, el poeta y también el hablante lírico, psicoanalíticamente, incluyen en su poesía la transacción imaginaria, no solo de lo que observan, también de lo que no se ve: «Busco a un Poeta. / Voy a cruzar el vacío que nos une, / a asumir un miedo desconocido, / a perpetuar el concierto de la luz». Ello deviene en que todas las alusiones a lo invisible incluidas en los versos se vinculen con una carestía de acceso a algo y afecto al alguien o con un exceso de sensación de vacío y una cierta soledad: «Quiero ser vivero que nazca de tu fruto. / Sentencia necesaria». El vínculo entre conciencia y mundo se da a través del cuerpo, que forma con lo invisible un sistema, se conforma como fundamento del pensar y halla en el lenguaje su instrumento. Toda vez que el cuerpo es constituyente del mundo, la condición del ver se arraiga como facultad eminente, aunque no exclusiva, en dicha constitución. Jorge Monteleone, “Mirada e imaginario poético”, 2004:29. (1) En ambos poemarios, la búsqueda inicial cristaliza en una evolución paulatina, en una ascensión ascética que nos conduce de la duda y la zozobra del miedo y la incertidumbre hasta el éxtasis y la congoja de la revelación. Dicha revelación es alcanzada a través de la reflexión y el dolor existencial devenido de un tiempo que flagela y un amor al que se apela en continua interpelación. Un desierto como símbolo de una moribunda esperanza que espera distinguir entre los espejismos un atisbo de verdad: «Versifico las arenas del desierto, / el porte de tu venustez. // La causa de mi renovación / y de mi voluntad». Estos versos están contenidos en un poema de título ‘Milagro’, el cual ya apunta a esa desesperación por encontrar algo tan vital que, de no hacerlo, su vida se consumiría en una asfixia paulatina. Poesía intimista y confesional, los versos de Castillo abundan en formas verbales en primera persona: aprendo, resucito, quiero... Es constante esta marcada forma de la acción en su estilema, los tres bloques ejemplifican la contundencia de una voz poética que se sincera y sentencia con activa voluntad el nombre de sus miedos: «Desolación me devuelve su eco / en el espacio libre de mi compromiso». La síntesis de todo ello puede apreciarse en la página nueve de este libro, donde el autor coloca unos versos (sin título) a modo de advertencia en los que se aglutina toda su poética: «Aquí habita la nada, / la memoria de la soledad, / el don del silencio. / La voz que late en el corazón del desierto». En lo formal, los poemas no sobrepasan la media página de extensión; todos ellos poseen título; sus versos son libres y sin rima, pero en ciertos momentos se encuentran en ellos agrupaciones polimétricas; y al oxigenado espaciado de su distribución estrófica hay que añadir una precisa elección léxica, sin estridencias, que dibuja en el diario de esta travesía imágenes concisas y perfectas. Ricardo Bellveser, ilustre poeta valenciano, etiquetó a Manuel Emilio Castillo como un poeta «periférico», entre otras cosas, por haber nacido en Castellón y no en Valencia, haber publicado en editoriales no muy trascendentes y por considerarle un poeta tardío, por lo que, según su teoría, su poesía no ha recibido el reconocimiento que merece. Suscribo absolutamente estas afirmaciones y las amplío para subrayar el carácter insobornable de un autor que no vende su poética al acostumbrado mercadeo del intercambio literario. No lo hace aun a pesar de sufrir el desencuentro entre los premios, los grandes medios y su quehacer como poeta-isla (de nuevo en palabras de Bellveser) modélico entre una marabunta de pseudopoetas ansiosos por figurar en las fotografías. Ese es el verdadero desierto de Manuel Emilio Castillo, un sofocante calor e inabarcable extensión de árida injusticia y palpitante incertidumbre. Pero, por más que el desierto posea una orografía cambiante y sus dunas reconfiguren una y otra vez los senderos para confundir al viajero, Castillo sigue la única voz que le propicia sosiego y esperanza, la voz de la poesía. A ella le canta, personificada como mujer a la que amar, a la que encontrar y por quien dar la vida; pues no halla su alma una luz más fiable que la emitida por esa belleza sin nombre: «Reparo lo más efímero y tedioso / mas con el privilegio de ser incomprensible, / abro el alma a lo que escondo». En el último poema del libro, titulado ‘Desiderátum’, el poeta apela a esas obras maestras involuntarias que son los hijos. Reconocido ante un final que puede ser principio, que puede ser final y para siempre, el yo lírico arroga sus abismos y sus vértigos y se proclama nadie ante esa poesía-belleza idolatrada: Mi obra son los descendientes de mi sangre y mis heridas. Intérpretes de mi pasión, de una lúcida locura, que ata al infinito un nuevo amor, mientras te aguardo o me emplazas. Más allá, consumado por lo definitivo, para ti resuenan las voces místicas del desierto. La poesía de Manuel Emilio Castillo es honesta y clara, íntimamente ligada a su devenir vital, es un doler en voz alta que proclama su herida humanidad. Reflexión, evocación, ilusión, amor con alas que busca los resquicios de luz de su propia conciencia. Alejada de forzados corsés estéticos, esta poética naturaliza la retórica propia de los poemas y convierte todo su discurso en un diálogo, quizás consigo mismo, quizás con el lector, pero diálogo, a fin de cuentas: sed de comunicación, de dicción de lo interno, fuego que se necesita compartir. (1) Artículo incluido en La poética de la mirada de Yvette Sánchez y Roland Spiller (Visor, 2004).
DAVID TRASHUMANTE. APENAS (Ya lo dijo Casimiro Parker, Madrid, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Me interesan especialmente aquellos libros que, como este, se vuelven contra sí mismos y contra el mundo. Es decir, que se rebelan contra el lenguaje, contra el concepto de poema y de poeta; que no dan nada por sentado e intentan mantenerse siempre cerca del origen: eso los convierte en radicales. Y Apenas es un libro radical en todos los sentidos de este término. David Trashumante parece querer excavar en busca de algo que podríamos llamar “verdad” y que, obviamente, nos devuelve continuamente a la casilla de salida porque la verdad es una palabra de significado cambiante, esquivo y, muchas veces, cargada de nada; porque también el nihilismo está presente en este libro. Esta búsqueda, esa ausencia o imposibilidad central, provoca una serie de tensiones que articulan todo el libro: la lucha entre la palabra y el silencio, entre la idea (¿la palabra?) y la víscera, entre el poema y el mundo, entre el individuo (¿el poema?) y la sociedad (el lenguaje). Puede parecer que estoy forzando la interpretación para situar el lenguaje como eje de todo el elemento conflictivo del libro, pero es justamente esto lo que da un sentido unitario a todas las decisiones estéticas y formales (muy variadas y experimentales a veces) que el autor ha tomado. Tal vez suene muy ambicioso porque, efectivamente, lo es, y eso le honra. Apenas articula esta búsqueda conflictiva y dolorosa, llena de “penas”, en tres partes bien diferenciadas en las que, no obstante, se mantiene siempre como eje central esa tensión entre la poesía y un lenguaje siempre sospechoso, nunca aceptado como ingenuo o mero “transmisor de ideas”. De esa unidad puede dar idea el hecho de que el primer verso de la primera parte sea un anuncio de un lenguaje/canto que nace: «rueda un canto en la punta de la lengua» y el último verso del libro sea una onomatopeya del silencio: «$hhhhhhhh». (Nótese el intencionado uso de la polisemia en ambos versos: canto-piedra/canto-poema, y el doble significado de la “$” como letra del silencio y del dólar. La polisemia y la paronomasia son usadas con mucha frecuencia y acierto, por revelar en sí mismas, en su arbitrariedad, esa tensión intrínseca entre lenguaje y realidad, y lo hace desde el título, con el juego de palabras entre “apenas” y “a-penas”: el adverbio indica esa situación de “cercanía” o de “roce” que la poesía intenta con el mundo, mientras que el libro se mueve a golpe de “penas”, de dolores y frustraciones). Pero entremos ya a comentar por separado cada una de las tres partes de este gran libro. La primera de ellas viene enmarcada por una cita de Alejandra Pizarnik, y es una referencia muy adecuada, porque asume una búsqueda similar (en oscuridad y en desesperación) a la de la poeta argentina. El primer poema ‘eres o eras’, ya da clave estética del libro de esta parte del libro: acumulación e imágenes, el verso largo separado por barras, la ausencia de puntuación, de mayúsculas, el tono de salmodia y de monólogo interior. Además, la aparición de otra voz, de ese “dice” que desdobla el poema y abre la distancia de la escritura, de la conciencia, y nos pone a los lectores en el punto en que nace el poema. Y ese punto es un abismo, donde habita la nada, la posibilidad extrema, donde todo se mezcla y las definiciones se confunden: es el territorio de la disyuntiva que iguala y niega los significados, ‘eres o eras’, donde la identidad deja de ser afirmativa, donde se nace y se muere al mismo tiempo, donde está la memoria y el insomnio, donde se confunden lo profundo y lo ridículo. La primera estrofa lo indica todo a la perfección, creando ese espacio mágico entre respiraciones, ese hiato de vida y muerte, esa suspensión, esa espera: «rueda un canto en la punta de la lengua aterida como lisergia en el nombre / la luz que se aclara en todos los cabellos / el diafragma quieto / calderón de un instante / y no llega la respiración / sin mundo, muda / quizás estés dice/ la luna robada en el cajón de la mesilla y el niño sin ojos jugando a ser nadie dice». Predomina en esta parte el imaginario nocturno, el frío, la madrugada, y la lucha con la escritura, así como el conflicto entre las palabras, las ideas y el cuerpo, la víscera. El insomnio, el silencio son espacios o tiempos donde encontramos una madrugada alucinada de imágenes que son y no son, con la muerte y la memoria vomitando imágenes que luchan y se chocan con el cuerpo, mintiendo y desmintiendo la escritura: «ahora el silencio en la hora del alba y parece que saltaran agujas de todos los relojes / para clavarse sobre las omátidas de los ojos de la metástasis y así / se nace el zumbido ciego de tu muerte que es todas las muertes / ni sendas ni estelas ni ligero de equipaje solo la sangre caliente perdiéndose por los fregaderos dice». Especialmente interesante es el poema insomnio, en el que esa lucha entre el poeta y la palabra, entre la voluntad poética como revelación de la verdad y el hecho poético como acumulación de significados estéticos sociales y gastados mantienen una pugna gráfica y dialogada con esa segunda voz que ironiza ante el fracaso de las imágenes poéticas que intentan la expresión de algo cercano a una “verdad”: «están las sirenas... / no dice / la noche abre sus párpados negros dentro solo pupilas…(no no dice) el amor del laberinto concreta en las horas... / vas mal dice / nace lo negro.../ manido dice /si al respirar anidan los murciélagos... / no me hagas reír dice». (1) La segunda parte comienza con un poema llamado ‘fingidor’, en referencia a Pessoa y a la imposibilidad de la poesía como confesión o sentimentalidad biográfica. Sirve también esta refutación de la pena individual y cantada para introducir la cuestión social y política, ausente en la primera parte del libro. En este primer poema encontramos una lucha entre el poema y la vida que ya estaba anunciada en la primera parte, que aquí se aplica a la necesidad e imposibilidad de cantar la pena: «todo es mentira dice // miente ahora llenando el renglón de entrañas de carne que vaga hacia las mandíbulas (...) // no serás tú en realidad quien olvide dice / mírate al espejo de veras y me verás dice // cientos de pessoas se reflejan simultáneos y me miran / poeta no eres más que un fingidor dice». Pero, ya desde el segundo poema de esta parte (“vacío”) acumula imágenes de la nada, del nihilismo contemporáneo consumista y acelerado, consiguiendo un bello equilibrio entre el aspecto lírico de las imágenes, el deseo de desaparición, de cansancio, de derrota total, y la crítica social a la pérdida de identidad y de sentido del lenguaje. Algunos ejemplos de este bello y duro poema: «caen en su hueco los surcos horadados de la luz y estrían los días de trabajo / al igual que un disco acabado de soñar sigue girando en su materia oscura / y emite un ruido como de cosmos y la televisión sin canal sintoniza / la misma radiación de fondo que los radiotelescopios y una no quiere ideas ni estímulos ni mucho menos el desfile rítmico de las preocupaciones / tan solo dejar de envidiar por un segundo a los embutidos que refulgen envasados al vacío en la oscuridad de la alacena / tal vez morir de placer al escuchar el “clack” que abre la lata de un corazón en conserva con el que poder vaciarse en otros ojos / al fin escindido del espacio y el tiempo / precalienta el horno y olerás tu alma dice // (...) eso quiero / ser el avestruz que hundirá su cabeza en la tierra a pesar de la muerte por asfixia / cobarde dice // y qué / deseo ser seriada ubicada en un estante / ¡qué dicha la nada de un código de barras!». Se pasa, en esta segunda parte, del conflicto o la pena íntima de la noche, el silencio y la palabra, de la nada, el cuerpo y la muerte, a la lucha del poeta con la persona, al conflicto de la poesía con el mundo: «No te queda otra que erguirte frente al pelotón de tus mentiras dice / e intentar vivir a pesar del lenguaje dice». Y qué puede la poesía frente al ataque del mundo. Es una variante de esa idea de lucha entre el poeta y su poesía, por encontrar un lenguaje que no sea vacío, que no sea mentira, que no sea hueca y pervertida emanación del poder, como dice en el poema ‘Volkán’: «cruje el volkán en sus hielos definitivos forjados con el goteo ninguneado de las nadie / cadáveres que se deshacen como cubitos en sus nichos de whisky y anfetaminas / de nicotina y amnesia / ardidos para siempre ya sus nombres / y atrapa el habla en su ámbar ígneo con la negrura y el silencio de un murciélago calcinado / y al fin su ira se enfría y se solidifica la estrechez de literato iracundo que quiere encrestar su corteza y erigir su atlas al hundir bajo su manto los continentes florecidos en las blancas nubes de la libertad y así conformar / la fosa abismal de la que / según él / nacen todos los buenos poemas / se te va a quedar la lengua pegada a un témpano dice / como quien se aferra a un clavo ardiendo dice». El aspecto social de esta segunda parte se confirma y se torna positivo en poemas como ‘revuelta’ y ‘casa okupa’. En ambos poemas desaparece la pena para transformarse en rabia, en lucha, para abrir un horizonte que hasta ahora había sido negado, un horizonte de orden natural y humano «no me interesa tu bisutería / mejor hazme coronas de laurel para todas las cabezas / cada una emperadora de su cuerpo a la conquista del territorio infinito que somos por dentro / y te daré un beso en tu frente de cajero automático después de quemar tu dinero frente al mercado de valores / ese que los ha vendido todos / y solo nos quedará nuestra propia carne por quemar y pérdida la larga mecha de esta desobediencia que marcha sin descanso / nuestras hijas / semillas de ceniza / verán arder tu codicia / porque solo nosotras conocemos el verdadero secreto del fuego». La lluvia, el ‘diluvio’, aparece cerca del final de la segunda parte como elemento natural de necesaria limpieza y purificación, de revolución poética y social, a hard rain isgonnafall: «bésenos el tiempo las mejillas empapadas / cómbense los rostros antepasados en los charcos tras los pasos / descalzas vamos al encuentro del diluvio». Y es justamente un diluvio gráfico y poético lo que vamos a encontrar en la tercera y última parte, donde se da una materialización performativa de lo que ya había aparecido anteriormente tanto en forma temática, como en otras manifestaciones formales (el uso de las cursivas y el “dice”, los versos tachados de ‘insomnio’): es decir, esa lucha entre el decir y el no decir, entre la palabra y el silencio, entre la verdad y la mentira, entre la literatura y la vida, o entre la tristeza, la pena y el complejo de asumir dicha pena de forma literaria y personal sin caer en lo patético. Aquí se radicaliza esa tensión hasta el punto de crear una poesía performativa y plástica: a primera vista las páginas se convierten en caligramas, con unas barras diagonales llenando/vaciando las páginas, como una especie de lluvia (¿el ‘diluvio’ de la segunda parte?). Pero esas barras son las pausas del verso, pausas que pautan unos versos inexistentes, unos silencios blancos interrumpidos, como un balbuceo a punto de nacer a cuyo nacimiento, crecimiento y desbordamiento final asistimos página tras página. En la primera solo encontramos esa “lluvia” de barras; en la segunda página, aparece solamente la palabra “apenas”, en la tercera y cuarta se repite esta palabra y variaciones de la familia léxica de la misma; en siguientes páginas empieza a aparecer un nuevo vector lingüístico, todavía espaciado, inconexo, solo como unas gotas de lluvia más densas que esas barras diagonales que siguen llenando las páginas: “lengua”, “habla”, “dice”, “palabras”, “callar”... Luego se da paso a los deícticos, que ya suponen una manifestación todavía difusa pero central del “yo”: “aquí”, “así”, “lejos”, “antes”, y también a los determinantes y pronombres, con los que va naciendo, junto al “yo”, el tiempo, ya no el ser, sino el “estar”: “una”, “otro”, “están aquí”; y luego, como ha ido apareciendo en partes anteriores del libro, también lo corporal/visceral empieza a manifestarse todavía de forma inconexa, sin relación, sin sintaxis, como golpes de voz, de intuición, de ritmo sin música ni pauta, pese a que siguen estando las barras diagonales dividiendo/lloviendo la página: “axilas”, “órganos”, etc... Y así van apareciendo los verbos: dos páginas llenas de verbos y barras diagonales, otras dos páginas para los artículos sin nada que determinar, artículos que flotan sin sus sustantivos, entre las lluviosas barras, hasta que, poco a poco, empiezan a articularse en las páginas siguientes algunos sintagmas o fragmentos de sintagmas, como si el poema empezara a aprender a hablar, o como una lluvia que empieza tímida e insegura hasta que paulatinamente su sonido empieza a ser compacto, uniforme, decidido, como ocurre en las siguientes páginas, torrenciales, cargadas de versos en los que las barras diagonales vuelven a su función rítmica y ya no gráfica. Todo termina con otra vuelta de tuerca, con otra refutación del lenguaje tras la exuberancia torrencial anterior: todo vuelve al silencio de la letra aislada, sin palabra: la letra “s”, la interjección, la frase hecha, el lenguaje como sonido, como fragmento sin sentido, ajeno e íntimo a la vez. Este libro es, en definitiva, un “penoso”, bello y arriesgado viaje. Un viaje sin lugares comunes, abierto a la aventura de mirar de verdad, que huye de los tópicos turísticos y que, por ello mismo, recomiendo vivamente a todos aquellos que entienden la lectura de un libro de poesía como una aventura y no como una cómoda visita guiada de tour operador por los tópicos de la fácil sentimentalidad. (1). En el original, los versos que hemos "aclarado" o "difuminado" van tachados por el autor (Nota del editor).
AUGUSTE VILLIERS DE L’ISLE ADAM. AXEL (WunderKammer, Gerona, 2018) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES En 1873 Édouard Manet pinta un cuadro en el que aparece una mujer tumbada en un sofá. El fondo es el estudio del pintor, decorado con abanicos orientales y que dio título al cuadro La dama de los abanicos, eludiendo el nombre de la protagonista y negando con ello el concepto de retrato. Pero la dama en cuestión es conocida y es uno de los personajes del París bohemio de la década, música, escritora, poeta ocasional, que reunió en su salón a los nombres más importantes de la literatura, el arte y la política del fin de siglo y entre ellos algunos de los poetas malditos que después se reconocerían como simbolistas, siendo foco de los movimientos progresistas y republicanos. El mismo Verlaine acudía a este salón en sus dos épocas, la primera en torno al Parnasse contemporain y la segunda después de que Nina de Callias, éste es su nombre, regresara de tres años de exilio en Suiza precisamente por haberse codeado con periodistas y escritores partidarios de la Comuna de París. La fama de ese salón se recuperó rápidamente, y de esos núcleos de relaciones y cultura y contracultura heredera del Romanticismo saldrán nuevas fórmulas en todos los ámbitos, incluso el político, mientras autores, artistas y músicos cortejaban a Nina y ella se dejaba festejar. La lista de asistentes a este salón que se llegó a conocer como el boudoir del parnaso es amplia e importante: Charles Cross (amante de Nina durante años), Coppée, Degas, Anatole France, De Hérédia, Laforgue, Mallarmé, Cazalis (el médico de Mallarmé, también poeta y conocedor de arte y cultura), Manet, Maupassant, Mendès, Verlaine, Zola, Turgueniev, y también los músicos Berlioz y Wagner y otra gran mujer, Augusta Holmès. Entre ellos estaba un escritor de origen aristocrático, Auguste Villiers de L’isle Adam (Jean-Marie Mathias Philippe Auguste, Conde de Villiers de l’Isle-Adam; Saint-Brieuc, 1838-París, 1889), a quien Verlaine incluiría entre sus poetas malditos en 1884, y que se ha convertido en un excelente ejemplo del escritor fin de siglo, bohemio, asocial, sin apenas reconocimiento excepto sus Cuentos crueles (1883). Nacido como un hijo de la nobleza, ya entonces de capa caída, se empeñó en el éxito literario. El espíritu del Romanticismo lo llevó por el camino de éste y no dudó en apoyar La Comuna. Pasó por verdaderas miserias y sufrió burlas, como el bulo que hizo correr Teophile Gautier sobre su posible nombramiento como rey de Grecia. No consiguió nunca el triunfo como escritor que buscaba, pero su afán lo empujó primero a la influencia de Baudelaire, como a tantos otros, y lo esotérico y el gusto por el simbolismo religioso, hacia Edgard Allan Poe. Su amistad con Wagner y su presencia en el salón de Nina de Callias con la que mantuvo alguna relación amorosa, harán un fermento óptimo para su estilo y llegará a escribir un libro que se considera un modelo del simbolismo, aunque no incluya aspectos muy propios del mismo, o no totalmente, y sea más cercano al drama romántico. Este libro es Axel, un drama en cuatro actos, con formato de obra de teatro y más cercano en algunos fragmentos a la poesía y en general al cuento filosófico. Lo acabó de escribir en 1884, aunque hay testimonios de su interés por reescribir algunos fragmentos y algunas correcciones que no pudo hacer, y que no fue publicado hasta 1890, después de la muerte de Villiers en la más absoluta miseria. La editorial WunderKammer lo publica ahora en su colección, en una traducción de Serrat Crespo y con prólogo de Andrés Ibañez.
Se presenta este libro como la cumbre del Simbolismo a pesar de que en la época del fin de siglo convivían el Romanticismo con el Realismo, el Impresionismo, Positivismo e Idealismo, dandis y parnasianos, y eso en todas las artes. El manifiesto simbolista escrito por Jean Moréas se publica en 1886, aunque es fácil pensar en que recoge las inquietudes y las formas que se venían produciendo desde años antes y que se discutían en los salones donde departían todos los artistas y escritores que publicaban en las mismas revistas. Lo que sobrevuela en todos los movimientos, y continuará haciéndolo en el siglo XX es el Romanticismo, la corriente que cambió las estructuras artísticas y de pensamiento. Villiers utiliza las constantes del individualismo, la renuncia a la sociedad, el triunfo de la voluntad y el deseo de alterar las normas escritas y los dogmas sociales, políticos y religiosos. Siguiendo el modelo de su vida, es decir consecuente con la pérdida del patrimonio de su noble familia venida a menos, en Axel aparece la renuncia a la riqueza, y se construye el discurso en dos columnas que son los dos personajes, Sara y Axel, que se encontrarán en el último acto, y su doble negación: la negación de la religión y la negación del conocimiento esotérico, lo que les conduce a la renuncia al mundo y el abrazo de la muerte como salvadora del amor y del individuo. Lo asocial explicado como la voluntad y la muerte como el triunfo. El terror, el esoterismo, la mística, la muerte, el horror, la ironía, herencias de Poe, situar la acción en 1928, los escenarios medievales, aparecen perfectamente ordenados en un discurso con intención dogmática y casi diría evangélica, que se unen a lo sublime de la naturaleza y a la imagen del bosque como pérdida y reencuentro, el bosque como muralla que aísla de la realidad y la naturaleza como lo único capaz de atraer a Axel. Otros dos personajes representan uno la Realidad (el comendador Kaspar) y otro el conocimiento esotérico (Maese Janus), figuras antagonistas ambos de Axel y que cumplen el objetivo de la reflexión romántica por excelencia. A los dos se enfrentará Axel para mostrar el individuo ante todo, al espíritu y el individuo como lo único válido. Mientras tanto, Sara se enfrentará a la religión y buscando las riquezas será capaz de abandonarlo todo por el amor a Axel. Mundo religioso, mundo trágico, mundo oculto y mundo pasional ordenan el libro en cuatro partes a modo de actos de una ópera. Así que, aun no utilizando todos los recursos propios del simbolismo y utilizando un lenguaje muy poético y recargado, entendemos la importancia de este libro como Biblia del movimiento, pero también su necesidad de anclar sus fundamentos en el Romanticismo, enfrentándose a realistas y parnasianos. Que Villiers utilizara todos estos principios como explicación de su propia vida, o que viviera según esos principios queda en la duda. Después de la burla de Gautier, prensa incluida, él siguió defendiendo que pudo ser rey de Grecia. Los excesos alcohólicos y nocturnos llevarían a Nina de Callias a la locura y la muerte con 41 años. Otros simbolistas brillarían y caerían en ese mundo de malditismo y ruina. Y pintores como Moreau, Puvis de Chavannes, o Redon inspirarían a modernistas primero y surrealistas ya en el siglo XX. Son corrientes que perduran siempre y aparecen y desaparecen a veces solo formalmente y otras con más profundidad teórica. Que el fin de siglo fue el principio de la modernidad nadie lo discute. La necesidad de leer Axel puede parecer actualmente algo caduco, y sus ideas sobrepasadas, pero unas cosas llevaron y llevan a otras y este libro es iluminador de una manera de entender la literatura, el arte, la política y la historia y las relaciones entre todas ellas. La editorial WunderKammer cumple con ese papel, con ediciones cuidadas y títulos escogidos que nos llevan a recuperar el fin de siglo. Nada de tiempo perdido ni de mirar atrás. El pasado recobrado se acumula en el presente. Vale. |
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