LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
RAÚL ALONSO. JUVENTUD (POESÍA REUNIDA 2000-2020) (Cántico, Córdoba, 2022) por CONCHA GARCÍA Raúl Alonso (Córdoba, 1975), además de haber publicado varios libros de poesía recogidos en Juventud, también es un exquisito gestor cultural y gerente de la editorial Cántico. Ha ejercido de profesor de meditación y muchas más cosas. Ha obtenido varios premios como el Poesía Joven Radio 3 y el Ciudad de Córdoba Ricardo Molina. La aparición de su obra reunida hasta 2020 recoge toda la etapa en la que fue escrita para cerrar un ciclo donde los poemas apenas están retocados. El libro, además, tiene en sus cubiertas una obra maestra, ilustrada por Ginés Liébana, y hay otras ilustraciones de Manes Sánchez y Andrés Aragoneses, también bellísimas. Octavio Paz decía que las palabras entran por el oído, aparecen ante los ojos, desaparecen en la contemplación. Toda lectura de un poema tiende a provocar el silencio. Pero antes necesitamos el lenguaje; sin este, no sería posible alcanzar entendimiento alguno, la lengua poética que me gusta debe ser transparente, dejar entrar en la luz que proyecta, la palabra. Se necesita la palabra y después se entra. Aunque cada uno de los cinco poemarios recogidos en esta obra reunida no carece de ese hilo conductor: provocar silencio en el interior, es decir, pensar, pensar hacia adentro. Estefanía Cabello, en su excelente prólogo, lo dice muy bien: «La búsqueda del poeta va hacia la belleza y la verdad». Una búsqueda donde cada libro, con un lenguaje diferente, apunta hacia el mismo lugar. Pero nos vamos a encontrar con escenas cotidianas, nada de lenguaje hermético, nada de lenguaje poético constreñido o trivializado, y a la vez cada libro es una línea que establece contacto con los otros poemarios, siempre con un fondo temático donde la ciencia, la tecnología y lo religioso o metafísico se abocan al amor, no al amor de pareja, sino al amor universal. La plaga (2000) es un vaticinio, una visión de catástrofes que aún no han sucedido. El tiempo y el espacio fluyen en el poema coordinándose con tiempos de varias realidades y azuzan al lector para que lo descoloque por ejemplo el poema primero: Mire en cualquier dirección y vea al insecto. / Se aproxima y usted no puede esquivarlo / piense una verdad-insecticida rápido / ¡Piense una verdad! / ¡Rápido! / ¡Rápido! Despierta, lector, en cualquier momento puedes darte cuenta de que la vida acaso no tenga sentido, pero no solo la vida, también la clase de vida que se lleva. ¿Somos felices? ¿Hay que ser feliz? Lo cotidiano y la transfiguración de la realidad se pueden entrelazar, porque así es, como en el bello poema titulado ‘La invasión’. En muchas secuencias aparentemente pueriles, pero saludables de vida, acontece un juego de espejos mentales que nos sugiere pensar en que lo que está aquí y ahora posiblemente no estará allí luego. El movimiento de los acontecimientos es constante, unos se tragan a otros, no para la existencia nunca. Su poesía trae ecos del budismo. Raúl Alonso ha estudiado la historia de las religiones, es un territorio que conoce. Nos habla del satori, que es la iluminación en el budismo zen, cuando se descubre de forma clara que solo existe el presente creándose y disolviéndose en el mismo instante, como cuando se pregunta cómo se puede definir “ese segundo”. Tarea imposible. Recordemos la anécdota de San Agustín paseando por la playa mientras trataba de desvelar el misterio de la Santísima Trinidad. Al ver a un niño que quería vaciar el mar en un agujero, le dijo que aquello era imposible, a lo que el niño le constestó que más imposible era conocer dicho misterio. En el poema ‘Canto a mí mismo’ se ve toda la trascendencia que hay en un acto cotidiano como ir a buscar la prensa y que tanto recuerda algunos poemas de Álvaro de Campos: Mientras tanto Raúl sale a pasear. / Es un buen día pero sólo / pretende recoger en el estanco / la prensa de hoy. Esa búsqueda, es, sobre todo, la búsqueda de Dios. Me viene a la mente un pensamiento de la filósofa Simone Weil, que precisamente estoy leyendo estos días: «La desdicha hace que Dios esté ausente durante un tiempo, más ausente que un muerto, más ausente que la luz en una oscura mazmorra. Una especie de horror inunda toda el alma y durante esta ausencia no hay nada que amar. Y lo más terrible es que si, en estas tinieblas, el alma deja de amar, la ausencia de Dios se hace definitiva. Es preciso que el alma continúe amando en el vacío, o al menos, desee amar».
En El libro de las catástrofes (2002) el engranaje de preguntas y certezas se va elaborando para requerir una escucha activa, o en su caso, una lectura. La cuestión es acertar con las preguntas, la verdadera filosofía no da respuestas sino que hace preguntas, y no vamos a encontrar recreos palabreriles sin sentido. Todo lo contrario, el gran estallido del amor puede crear ese estado de Satori que he mencionado antes. Sin embargo, te das cuenta de que esta poesía está poblada de seres contemporáneos, de paisajes que son cruzados por su mirada, bien sea en la realidad cotidiana, bien percibiéndose de las partículas que vemos arremolinarse en los rayos de sol, como bien apunta una cita de Lucrecio que el autor ha colocado oportunamente en este poemario. En ese sentido, esta poesía es más filosófica que religiosa stricto sensu. Aunque la búsqueda de Dios, o del bien, nos lleve imaginariamente a los altares católicos, no nos engañemos, en algunos poemas hay verdaderas oraciones al Cristo, pero bajo mi punto de vista, la inquietud que los mueve es panteísta. Una poesía más llena de conocimiento que de certezas, porque es en la pregunta donde hallaremos cada uno su propia respuesta. La carta de presentación que cada poeta amigo/amiga hacemos de su poesía es un aliciente más: Pablo García Casado, Juan Antonio González Iglesias, Pablo García Baena, Jaime Siles, Aurora Luque y yo misma. De El amor de Bodhisattva (2004), bellísimo poemario, engranaje del anterior, aprendemos, como dice José Antonio González Iglesias, esto: «La enésima dualidad de ese libro reside en que permite una lectura selecta y una lectura popular. Un volumen que apunta a dos minorías quizás concéntricas, la de los lectores de poesía y la de los iniciados espirituales. Se sumerge sin problemas en la cultura de masas». Jaime Siles en Temporal de lo eterno (2014) nos da algunas claves de lectura, pero no desde la filología, sino desde el hombre, desde el lector, haciéndonos percibir el ritmo de los versos, la partitura de palabras, esa casa del ser. Me gusta mucho el final del poema ‘Blancura’: Hay un minimalismo casi puro, / que llegaría a ser puro del todo / si ese concepto no estuviera en mí. Apartar de la mente cualquier idea preconcebida, cualquier pensamiento; dejar fluir, incorporarse a la velocidad de la época. Siguiendo el pensamieno de Gilles Deleuze, que hablaba de las intensidades y los devenires, de las velocidades y los ritornellos. Estamos viviendo nuestro tiempo, no otro, y hay que saber cuál es la velocidad que nos pide, ese fluir del poema que también es el de la propia existencia y que Raúl Alonso nos regala. Aurora Luque nos hace entrar, por último, en el extraño libro Lo que nunca te dije (2018). Y vuelvo a una cita de Octavio Paz: «Para sentir un poema hay que comprenderlo: oírlo, verlo, contemplarlo, convertirlo en eco, sombra, nada. Comprensión es ejercicio espiritual». Aurora Luque nos informa del estupor que sintió por este libro, y sufría por desconocer para siempre ese amor y esa soledad sacramentales. Para terminar, una pregunta: ¿en qué creer? En la juventud, sí, pero solo mientras dura, es tan efímera como nuestras vidas enteras, como ese instante que ya pasó, en guardar la esencia de lo que se ha vivido para repartirla como un perfume y quien tenga olfato, que la sienta. A todos nos atañe la experiencia poética, solo hay que percibirla. Mejor dejar la lógica y la razón a un lado, sentir lo que somos, seres especiales, seres de un día, de un instante, y saberlo, porque no sabemos casi nada por muchos agujeros negros que se descubran. Quizás todos, como dice uno de sus versos, seamos parte de lo mismo en el borgeano poema ‘Ley del retorno’: Todos los días de la vida / con sus mañanas claras y sus noches / son las señales claras de otros días / que viviremos con distintos nombres.
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ÁNGEL CERVIÑO. EXOGAMIA (EN UN TRIS) (Liliputienses, Isla de San Borondón, 2022) por DIEGO L. GARCÍA DESPUÉS DEL AFUERA Esta nueva versión de Exogamia que nos trae Ediciones Liliputienses viene del futuro para advertirnos sobre los sonidos del final: el colapso de la música mientras nos obstinamos en inconscientes balbuceos. También viene a sacudirnos las ideas sobre lo que es un poema y cuáles son sus diálogos con el mundo. Un mundo que, de antemano, ya no existe. Escenas desfasadas, actuaciones que suben al máximo el relieve de lo paródico para exponer el ridículo maquillaje de lo real. El lirismo de Ángel Cerviño es el de un rebelde futurista contra la robotización de las voces. En algún sentido escribe rehumanizando las frecuencias, retomando toda la flexibilidad posible de la sintaxis, la arbitrariedad y la «pataleta de lo dicho / al paso // sin razones de estar ahí». Hablamos de lirismo, aunque saboteado por intervenciones de diversos materiales y, podemos agregar, sin que se tome como un prospecto sino más bien como destellos afines: una organicidad barroca, un tono atravesado por las tradiciones del teatro español, despegues quijotescos de autor-editor-comentador en notas a pie de página y una suciedad propia de la poesía occidental post generación Beat. Pero no es un lamento contra-distópico lo que promueve Cerviño. Es una acción calculada y precisa, una operación que apunta directo a los mecanismos del Pensamiento Ganador. La comunicabilidad (a priori algo positivo) que se vende como chatura, como tic inexpresivo de la masa cool, es aquí una pérdida total de orientación. Luego, en penumbras, alcanzamos a reconocer algunas formas y empezamos a oír. Es esta una de las claves para leer Exogamia: salirse de las habilidades de transacción discursiva cotizadas por el panelismo contemporáneo. La experiencia será así primitiva, es decir intuitiva de formas que recién se trazan en la arena de lo posible.
ALBERT CAMUS. EL EXTRANJERO (Barcelona, DeBolsillo, 2021) Traducción: Mª Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ Albert Camus nació en Argelia en 1913. Su infancia ya vino marcada por ser un pied-noir, que era la denominación que recibían los hijos de los colonos franceses. Su familia no contaba con muchos recursos, a lo que se añadió la muerte de su padre durante la Primera Guerra Mundial, cuando Camus contaba con solo dos años. Pudo estudiar al verse beneficiado con una beca para los hijos de las víctimas de la guerra. Se dedicó al periodismo como corresponsal, ya que no lo aceptaron ni como docente ni como soldado a causa de la tuberculosis que padecía. Falleció en 1960, tres años después de haber sido merecedor del Premio Nobel de Literatura (1957). El extranjero (1942) fue su primera novela. Quizá La peste y La caída sean las más conocidas, pero, sin duda, esta primera incursión y presentación es gracias a la cual el autor halló su voz, su temática y su manera de expresarse. Su lista de obras incluye también teatro (Calígula y El malentendido) y ensayo (El mito de Sísifo y El hombre rebelde). «Uno de los grandes méritos de El extranjero es, según Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras (Alfaguara, Madrid, 2002), la economía de su prosa. Se dijo de ella, cuando el libro apareció, que emulaba en su limpieza y brevedad a la de Hemingway. Pero esta es mucho más premeditada e intelectual que la del norteamericano. Es tan clara y precisa que no parece escrita, sino dicha, o, todavía mejor, oída. Su carácter esencial, su absoluto despojamiento, de estilo que carece de adornos y de complacencias, contribuyen decisivamente a la verosimilitud de esta historia inverosímil. En ella, los rasgos de la escritura y los del personaje se confunden: Meursault es, también, transparente, directo y elemental». Sigue diciendo Mario Vargas Llosa en su obra: «Aunque es muy visible la influencia en ella de Kafka, y aunque la novela filosófica o ensayística que estuvo de moda durante la boga existencialista haya caído en el descrédito, El extranjero se sigue leyendo y discutiendo en nuestra época, una época muy diferente de aquella en que Camus la escribió. Hay, sin duda, para ello una razón más profunda que la obvia, es decir la de su impecable estructura y hermosa dicción». «El extranjero (opina Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras), como otras buenas novelas, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no lo engrandece moral o culturalmente; más bien, lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. No creo en la pena de muerte y yo no lo hubiera mandado al patíbulo, pero si su cabeza rodó en la guillotina no lloraré por él». Para celebrar la histórica visita de Albert Camus a la ciudad de Nueva York en 1946, el actor Viggo Mortensen dio, en 2016, una lectura de la conferencia de Camus, La Crise de l’Homme (La crisis humana) en la Universidad de Columbia, el mismo lugar donde Camus pronunció la conferencia el 28 de marzo de 1946. En ella se dice, entre otras cosas: «Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si en ninguna parte se puede descubrir valor alguno, entonces todo está permitido y nada tiene importancia. Entonces no hay nada bueno ni malo, y Hitler no tenía razón ni sinrazón. Lo mismo da arrastrar al horno crematorio a millones de inocentes que consagrarse al cuidado de enfermos. A los muertos se les puede hacer honores o se les puede tratar como basura. Todo tiene entonces el mismo valor... Si nada es verdadero o falso, nada bueno o malo, si el único valor es la habilidad, solo puede adoptarse una norma: la de llegar a ser el más hábil, es decir, el más fuerte. En este caso, ya no se divide el mundo en justos e injustos, sino en señores y esclavos. El que domina tiene razón». El contenido de la misma causó fuerte impacto en Europa. Las pinceladas biográficas son de especial relevancia e interés en este autor. La orfandad a edad temprana, el sentimiento de no encajar en la sociedad circundante, su enfermedad, vivir una posguerra, etc., fueron traumas de gran calado, obviamente, que determinaron, en cierta medida, su visión del mundo. Nada tienen que ver la actitud de Camus (agnóstico, no ateo) y la de Sartre (afirmó que «aun en el caso de que Dios existiera, seguiría todo igual»; pero confesaba sin reparos que su conclusión procedía de premisas ya ateas, que es tanto como decir condicionadas por una determinada actitud acrítica previa). No es justo meterles en el mismo saco del existencialismo ateo. Camus anhelaba valores, sentido; Sartre quería ser creador de valores y de sentido, es decir, dios. Para Sartre, el ateísmo era una premisa dogmática y, en rigurosa consecuencia, el hombre una pasión inútil; y la libertad, una condena. A este respecto, es necesario incluir un apunte: pese a que se ha intentado explicar su obra partiendo del existencialismo, movimiento con el que se lo trató de ligar a causa de su relación meramente intelectual y disquisitiva con Sartre, él rechazó formar parte del mismo. Su obra no era una defensa del absurdo de la existencia, sino un testimonio de que el mundo solo responde con el absurdo a la inquietud del corazón humano por encontrar el sentido. «Albert Camus (en palabras de Fernando Arnó) se planteó siempre desde la honestidad intelectual que su obra literaria no era una respuesta a la cuestión del sentido de la vida, sino una reflexión en voz alta sobre la incapacidad del mundo para dar una respuesta satisfactoria». En aras de la razón científica hay que preguntar: ¿la nada se ve?, ¿cómo afirmar que el principio y el destino de cuanto existe es la nada, si la nada no es experimentable, si carece de toda magnitud, dimensión, en una palabra, de existencia?, ¿cómo afirmar la existencia de la nada sin contradicción?, ¿cómo afirmar que el destino del hombre es la nada, si la nada, nada es; si no se puede saber nada de ella? Camus rompió relaciones con su amigo Jean-Paul Sartre, quien había simpatizado con las teorías stalinistas. La cuestión del sentido era la cuestión de Camus, al extremo de afirmar: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. La decisión sobre si vale la pena vivir o no... es la más urgente de todas las cuestiones». No le faltaba cierta razón. Camus era un pensador respetable, como diría Spaemann, no un agnóstico que trivializara el problema del sentido de la vida. Reconocía honradamente que la filosofía del absurdo era impracticable, incluso inimaginable. Se daba cuenta de que, sin duda, unas conductas valen más que otras. «Busco el razonamiento que me permitirá justificarlas», declaraba en 1946, a un periodista de Lelitteraire. Hoy sabemos que el buscador de sentido lo halló. Lo conocemos gracias al pastor de la iglesia metodista Howard Mumma, quien, cuarenta años después de la muerte por accidente de automóvil de Albert, ha revelado una parte sustantiva y sustanciosa de las conversaciones que mantuvo con él en París. La editorial Voz de Papel, dentro de la colección Veritas, las ha publicado en un libro titulado El existencialista hastiado. Conversaciones con Albert Camus (Madrid, 2005, con prólogo de Daniel Sada y estudio introductorio, semblanza muy ilustrativa del nobel francés, de José Ángel Agejas, 180 páginas). Una de las últimas palabras de Camus a Mumma: «Amigo mío, ¡voy a seguir luchando por alcanzar la fe!», que desmonta tantos clichés fabricados sobre el autor de La peste y tantas otras biografías que desconocemos en su entraña. Con la publicación de este testimonio de primera mano, se presta al mundo intelectual contemporáneo una múltiple lección. Ahora la lectura de Camus se convierte, para el estudioso, en la lectura de un buscador de sentido, largo tiempo insatisfecho; que busca y no encuentra. Procura incluso apartar de su mente la cuestión, se limita a preocuparse de su prójimo sin saber por qué, como el doctor Tarrou. Tras múltiples frustraciones y desalientos, EL SENTIDO le sale al encuentro. En cuanto a su creencia en Dios, Camus afirmó en 1956, en una entrevista publicada por Le Monde: «No creo en Dios, es verdad. Y, sin embargo, no soy ateo». Comprendía que, si no hay verdad, de leyes solo queda la de la selva. Intentará encontrar un sentido para Sísifo, para todos los sísifos del mundo: el hedonismo. La estructura de la obra es sencilla, pues se divide en dos partes. La primera contiene seis capítulos y, la segunda, cinco. En la primera, se nos presenta a Meursault, el protagonista, y a las personas a las que conoce y con las que mantiene alguna relación. Camus entra directamente en harina a indicarnos cómo es el carácter de Meursault con una frase que cualquier profesor de escritura consideraría idónea para empezar un libro: «Mamá se ha muerto hoy. O puede que ayer, no lo sé». Su progenitora vivía en una residencia de ancianos, lo que le valdrá a su hijo todo tipo de reproches y admoniciones. Lo cierto es que esto no afecta al protagonista, algo que perciben el director del asilo, el conserje y un amigo de su madre. Tras el sepelio, regresa rápidamente a Argel. Allí se reencuentra con Marie, una antigua compañera de trabajo con la que inicia una relación ese mismo día. También se desplegarán datos sobre el aludido carácter de Meursault a través de sus vecinos, Salamano y Raymond, así como Masson, amigo de este último. A raíz de un problema que, todo hay que decirlo, se crea Raymond, y en el que Meursault trata de ayudarlo, tiene lugar una refriega, a resultas de la cual el protagonista comete un asesinato, que desembocará en la segunda parte, en la que veremos a Meursault en la cárcel, a la espera de juicio. Aquí serán tres los personajes que destacarán: el abogado, el juez y el cura, cada uno en un aspecto. El resultado del juicio es una condena a muerte. Toda la narración transcurre en primera persona, en un lenguaje sencillo, medido, sin florituras, aunque se entrevé un cierto lirismo en algunos momentos, de los que el autor no abusa nunca («El atardecer, en aquella comarca, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol rebosante que estremecía el paisaje lo tornaba inhumano y deprimente»). Si es una obra breve, cuyo estilo no es particularmente bello, si los personajes y la acción están bastante simplificados, ¿por qué es un clásico? ¿Qué bondades son, entonces, las que la han encumbrado de tal forma? No cabe duda de que esta respuesta está en las disquisiciones de tipo moral y social: aquí tiene cabida el maltrato hacia las mujeres, que el sistema no reprende, y hacia los animales, que tampoco cuenta con una reprobación; incluso diría que existe un cierto maltrato laboral. Meursault carece, podría afirmarse, de brújula moral en tanto en cuanto no cree en Dios ni en una vida después de esta; no le da importancia a las convenciones sociales o maneras de actuar de los demás; acepta la muerte de su madre sin mayor complicación, igual que lo hace con el hecho de que su novia lo ame y desee casarse con él, pese a que él, naturalmente, no llegue a sentir ese amor. El único sentimiento que observamos llega al final: «[...] noté que había sido feliz y que seguía siéndolo. Para que todo se consumara, para que me sintiera menos solo, me quedaba por desear que el día de mi ejecución hubiera muchos espectadores y que me recibieran con gritos de odio». Meursault decide no mentir, no fingir. ¿Para qué debería hacerlo, si todo le resulta ajeno? Él cumplía con las convenciones, en cierta forma (tenía sus rutinas, que nos relata, y era un trabajador puntual y eficiente), y lo único de lo que se lo podría acusar es de relativizar todo hasta el extremo. No se cuestiona nada, no busca significados ni trascendencias. Meursault encontró una manera de estar aislado, tranquilo, funcional e impasible, al margen, pero eso no resultó suficiente: se juzgó su personalidad y su modo de ser y el veredicto fue que era culpable por no adaptarse y por no mentir, por no decir las palabras que los demás querían que pronunciara. No he podido evitar recordar, al leer El extranjero, otra obra, situada, en su caso, en el extremo opuesto, que es Crimen y castigo, de Dostoievski. Aunque Raskolnikov asegura no sentirse culpable por el crimen cometido, ya que, a su entender, el asesinato ha sido moralmente justificable, lo cierto es que la presión social resulta determinante para que acabe confesando. Vive un auténtico martirio externo que acaba repercutiendo en su conciencia; al no lograr desligarse, como sí lo consigue Meursault, de todo el mundo exterior, el alivio llega con la confesión, mientras que, para Meursault, la admisión del delito es tan solo un trámite más que no lo afecta en absoluto. Bibliografía
—Todd, O., Albert Camus. Una vida, Tusquets, Barcelona, 1997. Traductor: Mauro Armiño. —Lottman, H., Albert Camus, Taurus, Barcelona, 2006. Traductora: Inés Ortega. SANTI MAZARRASA. EL ASPIRANTE (Franz, Madrid, 2021) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA LA LITERATURA (NO) ES UN (PUTO) REALITY SHOW. DIVAGACIONES (Y CAPRICHOS DELIRANTES) ACERCA DE LA NOVELA EL ASPIRANTE DE SANTI MAZARRASA La eliminación de la barrera de la ficción se paga. SANTI MAZARRASA Todo acto de escritura es un acto de exhibición. Toda exhibición (si quieres que sea óptima) debe contener trazas de ficción: igual que hay trazas de soja en ciertos productos de alimentación producidos a nivel industrial. Ergo (1): la soja es un elemento para la creación de ficción (y sus derivados). Ergo (2): toda exhibición se articula a través del narcisismo (aunque no todo acto de escritura es una exhibición narcisista). Jugar con la literatura como herramienta para silenciar la tiranía del narcisismo es (siempre) un arma de doble filo. Aún así la literatura siempre juega (y no debe dejar de hacerlo) con la exhibición y el narcisismo. Eso sí: nunca debe tener presente (en ningún momento) la aprobación externa. Ergo (3): la aprobación externa es el opio de cualquier creador (la felación o el cunilingus de los que, en todo momento, debes alejarte como autor/a: Mazarrasa lo hace pese a que a Cayo, su protagonista, tal vez sea devoto del sexo oral, ¿lo es?). En consecuencia: escribir literatura de verdad va por otro camino. Al igual que hace Santi Mazarrasa en El aspirante. De hecho, El aspirante es una novela donde (como lector y aunque suene contradictorio con lo anterior) sientes la tiranía del narcisismo en la voz (en las manos, en la boca, en el teclado) del narrador (esa figura ficticia que anhela ser escuchada una y otra vez): «(...) pensar en uno mismo sólo puede ser un problema, sobre todo si se tiene la mala costumbre de hacerlo constantemente». Pero tal tiranía es necesaria para construir el asfixiante cosmos que, si te dejas llevar, es posible encontrar en esta novela: un artefacto narrativo obsesivo, desconcertante, neurótico (cuando todo eso, como lector, te subyuga). Sientes (igualmente) que el personaje/narrador/protagonista no puede escapar de sí mismo: no puede escapar de la narración, de lo que le sucede, del apartamento en el que se siente encerrado y que habita de forma enfermiza cuando su pareja abandona el hogar camino de su trabajo (en cualquier otro momento incluso). Y si el trabajo puede sentirse como una de las formas de la alienación, el espacio donde vives puede experimentarse de la misma manera (el narrador de El aspirante no deja de hacértelo saber). En El aspirante nos tropezamos con una suerte de narrador (sigamos, por favor, con él) que va deletreando su día a día, un narrador que «no es capaz de hacer nada sin convertirlo en un reality show que, a diferencia de un espectáculo, no tiene más clausura que la muerte». Casi que podría decirse que Mazarrasa indaga o deambula por el territorio de la autoficción desde una perspectiva incómoda y que se acerca a lo claustrofóbico (y que, a decir verdad, dista mucho de la autoficción narcótica que se estila). De hecho, parece vivir una suerte de confinamiento o enclaustramiento que viene dictado por un sistema que lo inhabilita como ser social. Pero, ¿quiere ese personaje retratado por el narrador (aparentemente no interno) devenir ser social? Lo social aquí es más bien una suerte de veneno del espíritu. Aunque (si te das cuenta) también resulta de igual manera la individualidad, el ensimismamiento: pura corrosión del espíritu en estas páginas (y más allá de ellas). Cuando el universo se reduce a una habitación, éste se vuelve un espacio degradante donde solamente tiene cabida un diálogo solipsista en el que el protagonista únicamente es capaz de atisbar el agujero negro de su existencia (no más que el agujero negro de la existencia al que todos miramos con cierta sombra de terror: en definitiva la realidad tan solo te narcotiza a través de puros simulacros o espejismos: aquellos que imagina Cayo más allá de su ventana indiscreta).
El aspirante es un artefacto literario donde se procede a la aniquilación del narrador omnisciente pues todo narrador omnisciente debe ser aniquilado, eliminado, desposeído de su totalitarismo (aunque ahí sigue dale-que-dale). No obstante, todo narrador omnisciente es (solamente) un maquillaje del ego. Piensa en Flaubert. O, si quieres, en David Foster Wallace. Escoge tú cualquier otro nombre. Todo narrador es un farsante y, como apunta Mazarrasa al hablar de Cayo, el protagonista, como un ser externo (y ajeno al narrador), «habla de sí mismo como si fuera un extraño». El aspirante enfoca la narrativa (o la literatura) desde una perspectiva esencialmente nihilista, con vocación de hecatombe. Perspectiva que, con frecuencia, es necesario adoptar y tener en cuenta a la hora de mirar cara a cara el hecho literario. Por eso de hacer de francotirador que dispara justo en el lóbulo frontal de la narrativa con el fin de despedazar sus estándares y paradigmas. Hacer de francotirador (sí) que incide en la idea de que todo narrador es una caricatura del sujeto que narra. Al igual que Cayo, el protagonista, es pura deformación grotesca del individuo aislado, ensimismado, pusilánime: un espectro que desearía ser más real que real. Todo acto de escritura es un acto de exhibición. Si quieres exposición realista de la psique individual, desde una perspectiva esquizorrealista. Ergo (4): el realismo es una plaga a extinguir (el realismo de la paranoia, en cambio, no: solamente tienes que escuchar las composiciones de Gyorgy Ligeti para ser consciente de ello: sus piezas orbitan en torno a los extremos del bucle y la paranoia y la desesperación). Ergo (5): todo artefacto literario (evidentemente) traduce a partes iguales vanidad y desesperación. O desasosiego. Necesidad de transmisión de información. Comunicación de los vaivenes del espíritu, su desequilibro psicótico. Incluso el cuestionamiento (casi constante) no solamente en relación con el proceso de escritura sino acerca de la propia escritura en sí: «Dice que se sienta a escribir, pero nunca tiene claro qué es lo que hace cuando escribe: de qué merece la pena que se hable, de qué merece la pena que hable él, y de qué no debería hablar porque ya se han dicho muchas cosas» (eso dice el narrador de El aspirante). Escribir o no escribir (en modo sampleo conceptual shakesperiano) no es la pregunta ni la actitud. La actitud que (a decir verdad) debemos tener en cuenta a la hora de mirar directamente a los ojos del futuro de la literatura es preguntarnos qué merece la pena. Y, como dice Cayo, «las preguntas difíciles no se responden con respuestas de mierda». ALEJANDRO SÁNCHEZ ROMERO. BAJO EL SOL DE LA RAVE (Gong, Madrid, 2022) por MIGUEL NIEVA ZAPATA Bajo el sol de la rave es la primera novela de Alejandro Sánchez Romero (Albacete, 1991), aunque no es su ópera prima —en 2015 publicó el poemario Poesía noir—. En esta nueva obra, el autor compone un relato generacional capaz de conectar con lectores de un amplio rango de edad. Si bien la acción se inicia en una gran y prolongada fiesta rave en un lugar de la Mancha de cuyo nombre el narrador no quiere acordarse, después se aleja y entronca con algunos de los grandes temas de la literatura universal: el amor, la amistad, la búsqueda, los viajes, el abandono, el rencor, la familia... Para ello, Sánchez Romero recurre a efectivos saltos temporales que, de la mano del protagonista, Sabino, nos transportan tanto a recientes acontecimientos clave de la historia española —la crisis económica y financiera que se desató en 2008, los inicios del movimiento 15M...— como a otros lugares y acontecimientos más underground —la rave que da título al libro, el resultado de una tirada de tarot, los primeros años de universidad, el consumo de drogas, el descubrimiento de las jam sessions de poesía en Madrid, el gusto por los cantautores con vidas trágicas, una excursión por las catacumbas de París y, sobre todo, los confusos y diferentes caminos que se abren entre evadirse uno mismo y evadir los traumas del pasado—. Todos esos caminos conforman el laberinto que simboliza el periplo vital, así como el inconsciente postulado por Freud: intrincado, sinuoso, lleno de recovecos, trampas y espirales. El laberinto, si atendemos a la mitología griega, es un lugar enigmático, apenas material, un recorrido ineludible, la representación espacial de la noción de aporía, esto es, de un problema irresoluble o que contiene en sí mismo la solución. Por lo tanto, para recorrerlo hace falta coraje, pero también ayuda. Pues, como bien dijo Cyrano de Bergerac: «Cuando uno toma conciencia del misterio de la existencia y no lo entiende, pero por pura sinceridad y coherencia interior necesita respuestas hasta el dolor, entonces uno encuentra su dorado y maravilloso hilo de Ariadna», ese que nos ayuda a enfrentarnos a nuestros monstruos, ese que nos ayuda a salir del laberinto con vida. Bajo el sol de la rave es un viaje a ratos divertido, luminoso, a ratos sórdido y oscuro. A ratos poema épico lisérgico, a ratos doloroso y profundo. El autor muestra influencias que van desde Ginsberg y Kerouac hasta Faulkner o McCarthy, pasando por el rock and roll, Ray Loriga, los cantautores heroinómanos y la cultura ravera. La prosa ágil, casi desquiciada, de algunos pasajes se intercala con momentos más reflexivos pero rítmicos, pues una de las grandes virtudes de este joven autor es el buen manejo del ritmo; otra, la creación de imágenes (se advierte su formación cinematográfica).
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