LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
PAULA BABOT. MEJOR CERCA DEL AGUA (AdN, Madrid, 2024) por ELENA ROMÁN Paula Babot emerge desde el corazón de los peces y nos sorprende con Mejor cerca del agua, su primera novela y —me aventuro a augurar que— no será la última—. Con una voz joven, fresca, íntima, la autora relata en primera persona a través de su personaje principal, Creta, una travesía cuyo propósito es alejarse de una historia que no quiere alejarse de ella. Londres es el lugar donde transcurre la trama, salpicando con su genuina bruma los motivos que llevan a Creta hasta allí: olvidar una relación presumiblemente desacertada, reencontrarse con su esencia verdadera. Viejos amigos, nuevos amigos, su familia... giran en torno a la protagonista en capítulos cortos que en ocasiones rozan el verso largo. Estamos frente a una prosa limpia, inquieta, agilísima, de escasa adjetivación y buen ritmo, con la que Babot nos muestra a una Creta ingenua, dispuesta a seguir equivocándose, rodeada de agua.
Cada pensamiento supone un acto —hecho o imaginado—, cuyo conjunto compone una película rodada en azul y negro en la que prima el anhelo y la indecisión por lo que ocurrió y lo que podría ocurrir. La autora baraja asimismo buenas imágenes que colorean la bruma referida el párrafo anterior y que sin duda es —la bruma— otra de los personajes principales aunque no se haga mención expresa a su relevancia (como buena bruma, su función es emborronar la visión para adueñarse de los otros sentidos). La autenticidad con la que nos presenta a Creta nos lleva a acostumbrarnos a su reflexionar en gris: Creta se pregunta, Creta se responde: escribir es la respuesta. Como un diario de la lluvia; como una herida cuidando de un bebé. Y cuando ya parece que el destino de la protagonista es no estar cómoda en ningún sitio, reaparece aquél del que la debía, quería, necesitaba olvidarse. Es aquí cuando se hace evidente el eje principal de la historia: el maltrato, la violencia psicológica y el juego al despiste. Tratándose desgraciadamente de un tema actual que conocemos de sobra por los medios y el día a día, Babot lo utiliza como sistema argumental del bucle: lo que late desde el principio pero no se manifiesta explícitamente vuelve más adelante para ser del todo contundente. En realidad, nos encontramos con una historia de amor; con una maldita historia de amor errónea. El pasado vuelve y hace desaparecer todo lo demás, como si lo de en medio no hubiera ocurrido. Pero ciertas equivocaciones, por mucho que intenten rebotar, son un balón desinflado. Todo esto es Mejor cerca del agua, así como un buen y prometedor debut por parte de Paula Babot, que despliega con creces valentía y sinceridad. Estas páginas nos dan motivos de sobra para retener en nuestra mente su nombre y no querer perderlo de vista.
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EUGENIO MONTALE. CUADERNO DE CUATRO AÑOS (Cántico, Córdoba, 2023) por ELENA ROMÁN La editorial Cántico continúa ampliando su colección “Doble orilla” —dedicada a ediciones bilingües— con títulos para no olvidar. Es el caso de Cuaderno de cuatro años [Quaderno di quattro anni] de Eugenio Montale (Génova, 1896 - Milán, 1981), traducido por Fruela Fernández y Andrés Navarro, en una edición a cargo de Xavier Guillén. El libro original fue publicado en italiano allá por 1977, en los últimos años de Montale. Para quien no lo conozca, Eugenio Montale fue un escritor, traductor y crítico literario que fue distinguido en 1975 con el Premio Nobel de Literatura, y que pasó gran parte de su adolescencia leyendo a los simbolistas franceses, los clásicos italianos y los filósofos de la época (añadamos que aprendió francés e inglés de una manera autodidacta, sin escuelas ni maestros). Considerado como uno de los fundadores del hermetismo italiano de entreguerras, la experiencia de combatir en la Primera Guerra Mundial y su afición por la música son factores que se vislumbran, en conjunto, en su poética. En general, la poesía de Eugenio Montale es directa, breve, contundente, sin artificios ni figuras retóricas, lo que nos deja un recado cercano e indudable transferido por una fuerte personalidad, contraria a seguir otra cosa que no sea lo dictado por su (muy sano) juicio. En concreto y en lo que respecta a Cuaderno de cuatro años, late en estas páginas una voz personalísima que incluso cuando habla en tercera persona deja entrever a Montale en otro momento y en otro lugar («Hay quien vive en el tiempo que le toca / ignorando que el tiempo es reversible», pág. 31). Nos encontramos aquí el inconformismo a la par que el desencanto, la apatía de quien describe algo sin gafas porque prefiere basarse en la certeza y en el tacto, la incredulidad como arma de ataque y de defensa, la sugestión sin duda envolvente, la contemplación no como algo pasivo sino como una fuente productora de preguntas e inquietud («Pero, ¿es el arte de la palabra escrita o dicha / asequible para el que no tiene voz ni palabra?», pág. 27)... La sinceridad ante todo y contra todo: «La armonía es para los elegidos pero el pacto es / que no lo sepan» (pág. 73). Montale pasa del yo al tú y al nosotros limpiamente y sin que se advierta el cambio, porque todos somos uno. Su “yo” se disipa a su antojo y su “tú” suena auténtico (no es un “yo” camuflado, no es un “tú” frente al espejo). Poco dado a adjetivar dado que la contundencia de su mensaje no necesita epítetos, le basta el verbo y el sustantivo, le basta el hecho. En ocasiones se nos presenta un cierto espíritu aforista, con la salvedad de que no suena pretencioso ni repartidor de dogmas sino honesto, cansado, aliviado al compartir: «También los dioses / se adormecen (pero con un ojo abierto)» (pág. 73). Se arma de ironía hasta para aludir a lo execrable: «Materia inmaterial, lo peor / que podía pasarnos» (pág. 63), o, «Hemos dado / lo mejor de nosotros para empeorar el mundo» (pág. 101). Cuestiona la voluntad, la autonomía, en ‘Redes para pájaros’ (pág. 121), y es que todos nos hallamos dentro de esa red impuesta e invisible, a prueba de fugas, sólo que algunos se comportan como jilgueros y otros como urracas. Montale es capaz de contar una historia de elefantes con tanta ternura que lo demás mengua (‘Los elefantes’, pág. 147), y es que ciertamente estos poemas consolidan en su totalidad un duelo de paquidermos, una manifestación de lo enorme cuando pasa desapercibido frente a lo mediático. La muerte se pasea por estas páginas esparciendo tumbas donde las comas: «Si era triste la idea de la muerte / la idea de que el Todo dura / es la más espantosa» (pág. 71). Aunque el conjunto en sí está dotado de una armonía que hace difícil separar unos de otros, a mi juicio sobresalen ‘El vacío’ (pág. 63), ‘La verdad’ (pág. 173), ‘Sólo hay un mundo habitado’ (pág. 223), y ‘Los poetas difuntos duermen tranquilos’ (pág. 239).
Montale puede ser —y es— duro, contundente, implacable, independiente incluso de él mismo. Pero su fijación por romper el cristal que nos separa demasiado a menudo de la realidad, tiene sentido: dicho cristal es transparente, sí, pero esmerilado, u opacado por la suciedad que implica el paso del tiempo. Demuestra Montale en este Cuaderno de cuatro años haber tenido los pies tan en tierra que llegaron a traspasarla, de manera que su poesía retumba desde entonces en el tiempo a la vez que desde el otro lado del espacio. GUILLEVIC. DEL DOMINIO (Cántico, Córdoba, 2022) Edición bilingüe por ELENA ROMÁN Guillevic (Carnac, 1907 - París 1997), quien firmaba así, con su apellido, certificaba: «Carnac es mi paisaje interior». Es probable que aquel alrededor marino y rocoso, poblado de megalitos, estuviera tan presente en la infancia de Guillevic como en su forma de afrontar la vida y la literatura, campos ambos en los que fue profundo y único. Deambuló por tres planos: su trabajo como funcionario, la política desde su militancia comunista, y la poesía desde la concisión y la lucidez; si en algún momento no estaba en uno de esos tres planos sería porque estaba en los tres. Si bien en nuestro país no ha sido excesivamente conocido (su única obra publicada en España con anterioridad a este momento fue Arte poética, a cargo de Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja en 2011 y traducida por Pilar González España), Guillevic es considerado como uno de los mejores poetas en lengua francesa de su generación. Distinguido con los premios literarios franceses más importantes (Gran Premio de la Academia Francesa, Gran Premio Nacional de Poesía, Premio Goncourt), su estilo destaca por una sobriedad y laconismo que, lejos de provocar frío, consigue todo lo contrario: se acerca tanto y con tan poco que, como piedra contra piedra, quema. Du domaine fue publicada en Éditions Gallimard en 1977 y traducida al español en otros países hipanoamericanos, pero no aquí ni hasta ahora, momento en que la editorial Cántico pone a nuestro alcance Del dominio en una impoluta edición de cuya traducción y prólogo se han encargado Rafael Antúnez y Juan Antonio Bernier. El dominio, del latín dominium, y este de domĭnus (amo, dueño) tiene, entre muchas acepciones (hola, RAE), las siguientes: m. Poder que alguien tiene de usar y disponer de lo suyo. m. Territorio donde se habla una lengua o dialecto. m. Ámbito real o imaginario de una actividad. m. Buen conocimiento de una ciencia, arte, idioma, etc. m. Biol. Rango superior de la clasificación biológica, por encima del nivel de reino. m. Der. Derecho de propiedad. Había más connotaciones, pero no se aplicaban tanto a la obra de Guillevic como las citadas. El dominio en este libro descrito no es geográfico sino personal. Es una estancia silenciosa, ordenada, minimalista, muy natural. Si Del dominio fuera una película, el viento sería la voz en off. ¿Por qué la lechuza no puede aspirar a ser consejera del Rey?: ¿por sus horarios, por su certeza, por su medio aullido? ¿Por qué el dominio en una página sí, en la otra no, aparenta ser intermitente? Haría falta, tal vez, la siguiente acepción:
m. Art. Continuo preguntarse de un autor que se vale del “nosotros” para implicar al lector/espectador en su disyuntiva. Guillevic nos habla de (y desde) un dominio como algo de/para muchos (no todos), así como algo que es condición y es origen, es decir, algo que ya estaba. Con Del dominio, el autor ha trazado un libro para un poema través de una serie de versos cortos escritos en voz baja: Guillevic fue economista en la vida real y así llega a manifestarse en su poética: cada partida tiene su contrapartida, hay que evitar gastos innecesarios, todo debe cuadrar en el balance final. Versos cortos, decía, dotados de un solo sentido como las rayas que esbozan la intermitencia, de nuevo, en la autopista que nos lleva; como telegramas que proporcionan lo necesario frente a las inclemencias; como una llovizna un lunes de madrugada, sin que cambie el curso de las cosas. Porque en la poesía de Guillevic realmente no pasa nada, simplemente constata que amanece, que es mucho: «Hay tanto / que decir / que no es necesario / empezar». Estamos ante un libro impecable, juicioso, que evoca, como es habitual en el autor, influencias y/o reminiscencias de un pensamiento oriental en cuanto al tono y el misterio del que se rodea pero occidental en cuanto a su insistencia en lo racional, en lo que puede y debe controlarse. El dominio es donde nacen las tormentas; es la celebración de la naturaleza, su lago. Todos somos extranjeros en lo ajeno, o, mejor lo dijo él: «Todos somos de aquí. / Pero todos parecemos / venidos de otra parte». La curiosidad, la desnudez confortable, la repetición de ciertos elementos que, como raíces cuadradas, se multiplican hasta completar el número hipnótico en el que nos sumimos... Están colocados de manera que pudiera pensarse que la serena mano de Guillevic los ha dejado caer; en absoluto: todo lo que aquí visualizamos está en el lugar que le corresponde y no es casual. Bajo el cielo vegetal y tranquillo que nos describe Guillevic, nos desapegamos de nuestros pasos y después oscurece. «Escribo para saber lo que soy, lo que es el mundo exterior, en la medida que uno se puede distinguir del mundo exterior», decía. Pero el mundo exterior también es el dominio. ERIKA MARTÍNEZ. LA BESTIA IDEAL (Pre-Textos, Valencia, 2022) por ELENA ROMÁN Erika Martínez, nacida en Jaén y residente en Granada, es poeta y aforista, doctora en Filología Hispánica y licenciada en Teoría de la Literatura, así como profesora de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Granada. Como última muestra de una trayectoria literaria formada por libros conveniente y temporalmente distanciados entre sí, basta no un botón, sino una bestia y no cualquiera: La bestia ideal, publicada (al igual que anteriores títulos) por Pre-Textos.
En La bestia ideal Erika se refiere a lo incierto a partir de una mirada atenta hacia lo que le rodea, con la palabra exacta y clara, con una sensibilidad esdrújula e inteligente. Va ensamblando un mar a base de olas precisas e irrepetibles, como pinceladas efímeras aunque eternas, y sumerge en ellas la mano que, al instante, emerge con la gota justa que dice, la gota que significa. Se diría, ante dichas pinceladas/palpitaciones, que Erika Martínez habla en braille porque habla desde el corazón, que habla en morse. Se le nota el carácter (o sea, la métrica) cuando escribe el poema, cuando lo recita, cuando se queda en el oído o en el ojo que lo mastica. A través de unos versos tan largos que podrían confundirse con prosa si no fuera porque son tan indudables que no pueden confundirse con nada, la autora ensambla imágenes que de otro modo no podrían formar un solo cuerpo. Resulta cuanto menos curiosa su insistente alusión al “detrás”: no un detrás-pasado sino un detrás-lo-oculto, un detrás-lo-que-pudo-ser con plena autoridad para constituirse en sombra de lo que es. En resumidas cuentas, habla de un detrás alternativo que no se ve pero cuya existencia late grave y pertinentemente. Mientras escribo tiene que haber algo detrás: un mundo del que retirarse para pensarlo (‘El paisaje omitido’). La autora trasluce todo tipo de reflexiones lingüísticas, filosóficas, y, en resumen, cognitivas. Las preguntas que echa a rodar páginas abajo en La bestia ideal son más necesarias que las respuestas, no son espontáneas (se diría que son cuestiones cocinadas en el fuego que se enciende en la vigilia), y son también (o parecen serlo) consecuencia de un esfuerzo por dilucidar la vida. Dos ejemplos de interrogantes sin respuesta serían: En la impotencia que se arroja, ¿no brota un entusiasmo? (‘Una música’), y, ¿No hacen unísono también quienes se niegan a sonar? (‘Unísono’). Y un ejemplo de respuesta sin pregunta sería: Aquello que me obliga me sostiene (‘El caldo primigenio’). Erika péndulo, Erika bajando una persiana para no distraerse con lo que no pertenece a nadie, Erika concibiendo la poesía como un acto de amor, luego sincero. En su condición de aforista, golpea, mientras que en su condición de poeta, detiene el golpe. Erika escribe un poema y luego se retracta, quitándole palabras hasta que vuelve a desaparecer (‘La imagen de mí’), pero donde ella ve una desaparición se percibe una promesa. Cuando habla de lo de fuera, lo hace con apenas adjetivos, limpiamente; cuando habla de ella, anula los adverbios. Con un dominio del lenguaje absoluto, que lo mismo emplea para abstraerse del mundo que para romper a Santiago Auserón, la autora nos regala lucidísimas descripciones como Las coníferas corren monte abajo hasta la costa y se desmayan como una seductora del siglo diecinueve. El cielo, mientras tanto, va a lo suyo (‘Retracciones’), o Un hombre con tres dimensiones es la sombra de un hombre con cuatro (‘La nota adicional’). Me acuerdo de aquel guardabosques que consiguió sobrevivir a tres rayos y acabó suicidándose, dice Erika en ‘El caldo primigenio’. Y yo me acuerdo de la presentación de La bestia ideal que tuvo lugar el primer día de verdad frío en Córdoba de 2023, cuando confesó que llevaba tiempo sin escribir a raíz de su reciente maternidad, y que se preguntaba: ¿me abandonará la poesía? Por la expresión general de los allí asistentes, hubo unanimidad de pensamiento: no, la poesía no iba a abandonar ni muchísimo menos a Erika Martínez. Manifestó, también, en dicha presentación, que sentía como música la respiración de su hijo cuando dormía. Aquel día era de noche. JUAN JOSÉ RODINÁS. EL USO PROGRESIVO DE LA DEBILIDAD IV Premio Internacional de Poesía Juan Rejano de Puente Genil (Pre-Textos, Valencia, 2022) por ELENA ROMÁN El uso progresivo de la fuerza consiste en hacerse con el control de una situación que supuestamente atenta contra el orden público o la integridad de las personas. Se trata de una acción regulada, no arbitraria, que se va ejerciendo poco a poco. Pero... ¿Es posible disciplinar la fuerza? Y la debilidad, ¿es posible graduarla y no desfallecer de golpe? El uso progresivo de la debilidad es el título de la obra ganadora del IV Premio Internacional de Poesía Juan Rejano. El jurado del premio destacó su «condición de libro poliédrico».
Comienza con una cita del Tiqqun en la que se afirma que «el hombre no puede ya defender nada de la trivialidad del mundo». Le sigue el fragmento de un poema de Simon Armitage en el que éste asegura no tener ninguna causa. Estas dos proclamas conforman el preámbulo de lo que nos aguarda: el discurrir de un hombre que, como manifiesta el Bloom (aludido en la cita del Tiqqum), se ha alejado del devenir general para cuestionarlo y ha optado por crear su propia comunidad, constituida por los vínculos afectivos (su hija), el descreimiento hacia la sociedad, y su íntima y minimalista visión del mundo. Porque, tal como enhebra Rodinás, El mundo es una pregunta por los cielos, si eres pequeño y frágil. Estructurado en cuatro partes, comienza la primera de ellas (“Mística en un barrio de clase media”) a la manera de un diario en el que queda plasmado el testimonio de alguien cuya mente es Ese conjunto de rascacielos derrumbados. A medio camino entre el renglón y el verso largo, esta parte es una búsqueda continua y es un invierno con su hija y es el ensayo de un bosque. En la segunda parte (“Fotografías de un libro que compré usado”), Rodinás ensambla una especie de tête à tête —procurando mantenerse invisible— con artistas que plasmaron lo que vivieron desde una óptica única e inimitable (Pollock, Rothko, Cornell, Baskiat...), ya que la realidad es el parche bonito que le pones a la ficción para que te crean tu mentira. Rodinás surge, en la tercera parte (“La vida en pedacitos”), armado con una recopilación de apuntes convertidos en poemas, una orquesta un domingo, anotaciones frescas para no perder el rumbo, confesiones dinámicas como Todo lo que escribí me vence o Yo también salí a veces con una máscara idéntica a mi rostro. Redescubrimos en esta parte a un hombre que es un niño, cuando todavía tratábamos de asimilar el estoicismo con el que se enfrentaba a la primera parte y el cristalino de la segunda. En “El cajón donde guardo los juguetes de mi hija”, cuarta y última parte, hace la promesa que rompe todos los límites y barreras: Envíate por correo / postal a todos los lugares del mundo. Yo, / aunque haya muerto, estaré allí para recibirte. Vemos aquí un reconocerse tranquilo al contemplar el ternísimo remolino que sucede en su hija: Mi hija es también el páramo. / Y tres o cuatro nubes. Las cuatro partes, a pesar de ser diferentes, mantienen algo vívido y eléctrico que las conecta: la mirada par de Rodinás, su cadencia, la ecuanimidad, cierta influencia de los poetas ingleses (estilísticamente hablando). Afirmaba Bernardita Maldonado, miembro del comité de lectura del Premio Internacional Juan Rejano, que la poesía de Rodinás es «una casa hospitalaria», y su voz, «periférica del sur». Asimismo, y en relación con el empleo de los diminutivos por parte de Rodinás, mencionaba Bernardita la connotación quechua (y me atrevería a decir que también andaluza+) con la que se utilizan: dichos diminutivos no se refieren al tamaño de las cosas sino al cariño que se manifiesta hacia ellas. El uso progresivo de la debilidad, en todo caso, es un libro capaz de plantear más dudas que las que se pudieran tener antes de leerlo, al tiempo que las impugna. Calibrando el conjunto (las cuatro, la una), la debilidad progresiva pudiera traspasarse de lo escrito a lo respirado. Y es que a medida que se suceden los poemas bajo la atenta mirada del corazón del lector, existe el riesgo de sentirse poco a poco como de papel, como de minúsculas, como rozado por todo. Lo cual, diga lo que diga quien lo diga, nos vuelve durante la lectura —por si se nos había olvidado— deliciosamente humanos. ÓSCAR AGUADO. ESPERANDO EN LA ESTACIÓN A LA CHICA DEL PSIQUIÁTRICO (Ediciones Mandres, 2018) por ELENA ROMÁN Encontrar a Óscar Aguado en algún bar de Malasaña es señal de que en ese lugar se puede conseguir un poco de poesía de la buena. Sólo hay que hacerle un gesto con los ojos, abrirlos mucho o guiñarle a la vez que nos colocamos la mano en el pecho, a la altura del corazón. Son seguros y fieles clientes quienes, hartos de subgéneros sintéticos mal llamados poéticos, se acercan a él preguntándole si le queda algo. Claro que le queda. Le queda para rato, porque él no es un fantasma. Fantasma es el amor, fantasma es el metro cuando cierra sus puertas con alguien dentro, fantasma es la temperatura de un pelícano, fantasmas son los astronautas. Esperando en la estación a la chica del psiquiátrico es un libro tan real y contundente que atravesaría hasta las paredes ectoplasmáticas que separan las habitaciones de un epitafio. Y a pesar de esa realidad y contundencia, no lo localizaremos en el catálogo de ninguna editorial ni en sitios por los que no ande Óscar… ¿por qué? Porque de tanto esperar a la chica del psiquiátrico se cansó de esperar. De ahí que no haya esperado a ninguna editorial ni distribuidora que pudieran demorar la edición del libro, y que tampoco haya esperado que pasara el tiempo tras el que hubiera dejado de leerse a sí mismo en sus palabras, por eso las ha derramado ágilmente en el papel antes de que se enfriaran. Óscar Aguado tenía emociones grandes en los ventrículos y en la garganta y necesitó verlas materializadas de inmediato. No se puede prorrogar lo que ya está saliendo por sus propios medios y en su momento porque, cuando un libro es tan personal como éste, la única distancia salvable no es temporal, es espacial: es la que va del corazón a las manos. Esperando en la estación a la chica del psiquiátrico es la historia de alguien que espera (de nuevo el verbo tranquilo), de alguien que va y viene, que va feliz y viene triste, y cuyos sueños y realidades viajan en el mismo vagón: el de al lado, siempre el de al lado. – ¿Es un muestrario de imposibles? – Tal vez. – ¿Cómo que tal vez? – Óscar Aguado presenta lo imposible como algo cercano, tierno, comprensible. – ¿Lo humaniza? – En cierto modo… No, no en cierto modo: sí, sí lo humaniza. Lo humaniza revelándonos la existencia de “un principio con su lágrima y andén”, o de “una lima rasgando el hilo que une la garganta con los muertos”, o de “esa extrañeza al juntar las letras y expresar una sombra”. – ¿Y qué ocurre exactamente: que Óscar Aguado convierte en posible lo imposible? – Qué manía con hablar de lo imposible… No del todo, aunque consigue que salten ciertos integrantes desde las páginas hasta el lugar donde se hojean. Y conforme salen brincando se quedan revoloteando alrededor hasta que se olvidan, si es que se olvidan. Lo explicaré mejor: cuando leía este libro, en un porche en una calle llena de grafitis a la hora en la que apenas existe la gente, llegué a una página donde se anunciaba “Es la muerte deslizándose como una babosa en la cocina”. Bien, pues esa noche o la siguiente vi… una babosa en el suelo de la cocina. No sabía qué era, vi su forma de interrogación aplastada en el suelo y, creyendo que se trataba de algo inerte, la cogí. Al notar su tacto, frío y escurridizo, la dejé caer en la encimera. Ése es el tacto de la muerte, y a la vez ése es el poder de la poesía: los buenos versos terminan transformándose en los insectos que nos acompañan. Mediante una prosa poética mágica, magnética y magistral, Óscar Aguado danza desnudo en la terraza del mundo en invierno, a sabiendas de que su contorsión terminará en constipado. Es más, lo hace precisamente por eso: para que la fiebre consiga que quien lo acoja le diga que no se preocupe, que todo está bien, y es que… todo está bien, sí, claro que sí, todo está bien cuando leemos a Óscar. Somos sus lectores en nuestra lectura los que suministraremos mantas y paracetamol al poeta para que no abandone, para arropar su desconcierto y asegurarle que estamos aquí, con él, porque necesitamos la droga que en su delirio nos suministra. Y así, en pequeñas dosis, irán desapareciendo los temblores contagiados, el miedo y el frío, la inseguridad, la anemia. Hace unos días un niño me enseñaba la casa insostenible con estructura en “L” que había diseñado, y después me enseñaba la de su amigo: pequeña, convencional y con puertas. “A mí no me gusta construir nada con puertas”, me confesó, mientras buscaba piezas con las que componer un vehículo para conducir por las estrellas. Aquella sentencia en absoluto infantil me recordó a Óscar: él construye lo increíble y sin puertas. Y lo construye con, por ejemplo y entre otras delicias: “El ser humano anhelaba caer, levantarse y vomitar la gloria de seguir en pie”; “Tras tus párpados cuelgas tu ropa interior”; “Dios era pequeño como un pedazo de cordón umbilical, como un hueso de pollo y como una tinaja vacía”; “Coger tu mano sería regresar al animal de cuatro patas que escondí tras el espejo”; “Vamos a dejarlo todo así. Sin mover nada. Sin cambiar el gallo ni la colmena. Sin enhebrar el hielo”; “Se puso la casa al costado y se dejó caer”; “Las lágrimas del niño ladran por debajo de la puerta. La televisión de los vecinos oscurece la tarde”; “Porque la piel nos recuerda a nosotros. Es lo único que tenemos mientras tenemos algo”. Gracias a su facilidad para con lo difícil, es capaz de hilar un texto a base de imágenes y conseguir que incluso las escuchemos. “Un agujero es un vacío que piensa”, dice Óscar Aguado en alguna de las calles que componen esta historia, para a continuación afirmar que él está lleno de agujeros. En cualquier agujero la vecina es la piel y el inquilino nunca está… despierto. No sé, Óscar –le diría si lo tuviera ahora enfrente–, no sé si te das cuenta de lo que has escrito; no sé si te das cuenta de que has escrito uno de tus mejores libros, y para mí personalmente el mejor que he leído este año entre tantos como han caído en mis manos. Él me miraría desde la barra y no me habría escuchado porque habría alguien cerca arreglando algo a martillazos. Pero sin duda sabrá cuál ha sido mi pregunta, y responderá introduciendo la mano en alguna parte y sacando un verso que calmará mi adicción desmesurada. “Lo malo de salir a la superficie es la superficie”, dirá, dice, ha dicho. Y yo me retiraré presurosa para disfrutar de ese u otro verso sentada en cualquier bordillo y sin necesidad de comprender nada más. En resumen, si es que se puede resumir la belleza, la poesía, cuando es verdadera poesía, tiene dos manos izquierdas y te toca el corazón dos veces. Yo quiero que me lo toque tres y pienso como una abeja saliendo de un poema. Siempre es verano. Las historias vienen en tren y se marchan en autobús (en avión sólo viajan las nubes). Hola, magia, hola, lo imposible: os conserváis bien entre las palabras de Óscar. Ellas, como él, también nacen a cada momento y en un lugar diferente. Y te tocan el corazón tres veces. |
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