MIGUEL ÁNGEL HERRANZ. LÍRICA DE LO COTIDIANO (Renacimiento, Sevilla, 2019) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ EL RESTO ES FÁBULA ¿Qué se espera de un libro de poemas? A estas alturas, pasados los cuarenta y tantos, creo que me conformo con encontrar en un libro de poesía una experiencia —¿aventura?— también y el hecho de no tener la sensación de haber perdido el tiempo. Luego hay momentos para todo, momentos para la experiencia sublimada, anecdótica, la pretenciosa, momentos para esa experiencia tortuosa de algunos libros, para la feliz, la que es concebida pese a todo para el mundo editorial, la que alguien cree que queremos leer y la que queremos leer de verdad, aunque eso no lo sabemos hasta que lo hemos descubierto, y qué placer entonces encontrarla. Hay poemas que te iluminan una tarde y la tarde siguiente te sumen en la oscuridad, a veces hay poemas o libros que te seducen en el primer verso, en el primer poema y luego se te caen literalmente de las manos y libros en los que vas marcando títulos con el lápiz hasta que decides no señalar más porque recuerdas lo que un profesor de secundaria te enseñó al subrayar, que si destacas demasiado lo que realzas es lo que no querías destacar. Lírica de los cotidiano es el último libro de Miguel Ángel Herranz, poeta al que conocí no como escritor sino como lector, lector que en su perfil de Instagram, @mikinaranja, nos abre ventanas a otros mundos. Su selección ya habla de por dónde va, de quién pudiera ser y de cómo concibe la poesía, aunque no necesariamente nuestros gustos como lectores tienen por qué coincidir con nuestros gustos como escritores, en el caso en el que escribamos o en el otro caso, más literario aún, en el que pensamos cómo sería nuestra obra si la escribiéramos. Coincidimos, creo, en un momento en la lectura de José Mateos, uno de esos poetas sabios que ha encontrado el equilibrio entre una forma cuidada y una experiencia de la cotidianidad integradora. En los poemas que selecciona para sus estados predomina una poesía que antepone la vida a cualquier otra cosa, que relativiza todo desde la experiencia, pero no todo, y ese no todo, ahora en la poesía de Herranz, cabe en tres palabras. Es un mirlo que, como Ajmátova, canta porque puede, porque puede decir esto otro, este no todo que con mucha frecuencia escapa a veces de la mala poesía. No quiero joyas / tráeme flores. Hay un equilibrio, no obstante, un pacto con la palabra para que sea poesía y no otra cosa, un cuidado de la expresión descatable. Hay pulcritud y gusto por la palabra justa, gusto por no decir pájaro cuando puedes decir mirlo, por ejemplo, porque en el nombre hay un conocimiento y un respeto por la realidad. El ritmo es uno de sus grandes aciertos, la disposición textual que de pronto encabalga una palabra para que destaque, para que cobre un nuevo sentido. Versos breves que hilvanan, que son materia y voluntad, y no asustan, no dan pereza, prácticamente no hay que leerlos, vienen dados, como sin querer, como un caño de agua que fluye, que aceptamos, como aire, como el aire de las palabras. Destaca en este apartado de la forma su concisión, una voluntad de no malgastar las palabras, un tono coloquial que se sustenta en juegos de palabras sencillos pero eficaces, paralelismos, antítesis y un aguzado sentido del humor, que no acaba en carcajada pero que quita un poco de sobriedad a esa experiencia que llamamos vida. Creo, probablemente me equivoque o no —sucede con las creencias—, que esta forma no es azarosa, que viene de un compromiso ético, ya que los poemas, que por momentos recuerdan el tono de la poesía de Ángel González, entre coloquial y descriptivo, como en ‘Instrucciones para escribir un poema’, parecen un diálogo con las personas que le importan, también con los lectores que le importan, y así no cabe la trampa del artificio y del distanciamiento final. E igual que he citado a Ángel González, podríamos citar a Jaime Gil de Biedma, a Borges, a Bukowski, a Ajmátova o a Gloria Fuertes, que aparece y desaparece por momentos. Me quedo con infinidad de poemas. Sé que caminarán conmigo durante algún tiempo, que algunos olvidaré y que otros se anclarán a mis propias experiencias. Cogido con un imperdible queda este final del poema ‘Rotes tathaus’: Hemos venido a amar
y ser amados. El resto es fábula.
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JOSÉ LUIS PIQUERO. TIENES QUE IRTE (Isla de Siltolá, Sevilla, 2017) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO EL SECRETO QUE NO ESTÁ EN LOS LIBROS La trayectoria literaria de José Luis Piquero demuestra, por sí sola, que es posible conciliar el dolor con su depuración poética. No en vano, el malditismo, como corriente, ha colocado siempre el foco en algo tan común como evidente: vuestro dolor no es nada comparado con el mío, pobres mortales gozosos. Ya los cambios sociales, llenos de ofendiditos, relatos de trastornos nerviosos, traumas infantiles y amores imposibles, parecen contradecir esta tendencia. No obstante, si hablamos de poesía, la aparente profundidad de lo dicho queda, muchas veces, para desgracia de sus seguidores, compensada por la superficialidad del resultado. Ese exceso, por tanto, queda como una parodia del propio autor, y si tiene la suerte de no ser hermético, digámoslo sin más: las metáforas sobre el tabaco, las drogas y el sexo sucio no aseguran demasiado, al menos hoy en día. Tienes que irte, afortunadamente, participa de una visión poliédrica, más o menos acentuada dependiendo del poemario, especialmente en El fin de semana perdido (DVD, 2009), que va dando cuenta de un pasado extraño, placentero, y oscuro. Vista así, la obra de Piquero parte, en un viaje de ida y vuelta, desde un sentimiento o situación enigmática, que rodea y fragmenta en sensaciones, donde, filtrada por los breves y efímeros momentos de recreo, acaba ensombrecida y, en cierto modo, devastada, sobre todo en este último poemario. Sin embargo, no por más sombras, hay más luz: estas esconden, a su vez, otros detalles, de manera que la comprensión total nunca es posible, así como el retrato completo de su autor. El distanciamiento del objeto poético, por muy autobiográfico que sea, es una de sus claves y, como consecuencia, uno de sus logros personales en el panorama poético actual. A través de anécdotas y experiencias, aparentemente intrascendentes, podemos asistir a un examen concienzudo e implacable de la condición humana. En ella, las certezas se vuelven difusas, y en los versos aflora la incertidumbre. Puede que haya mentiras, ¿pero se notarán? Es imposible mantenerse coherente toda la vida, nos diría Piquero en la lejanía. Cuando la pérdida es grande, en algunas ocasiones, el mensaje es honesto y triste. Algunas veces puede ser hasta enigmático, si el poeta asturiano usa a Ulises, o el cíclope, como figuras enmascaradas. Sea como sea, en el momento en que entra en juego la fuerza de lo erótico, la agresividad inunda el poema y el sentimiento queda despedazado, a su manera, como huella del intento de la mente por domesticar un impulso emocional violento que nunca llegó a comprender del todo. VACÍO DE RAFAEL SUÁREZ PLÁCIDO
Se me ocurre que no tenía muchas ganas de vivir. Y es mejor no pensar qué medidas podía haber adoptado: nuestra devastación y sus rayos letales enrareciendo el aire Dios sabe cuánto tiempo, mucho después de él. Terrible que la herida de su muerte nos ahorrase esa herida. Y luego está el asunto de la literatura. También es un motivo para vivir, no sé si suficiente. Hacia el final, de sus poemas sólo le gustaban unos pocos. Un hombre necesita una tarea, como contar su historia. Y eso es algo que ahora ya nadie puede hacer por él. Ni siquiera yo mismo. Supongo que esto es lo que ocurre siempre: ese silencio sordo de todo lo que ya no hemos hablado ni hablaremos. Y yo quiero entender mi propia pena. Hay muchísimas cosas que no diré jamás porque sólo podía decírselas a él. Es su hueco de mí. Dicho esto, la vida no prosigue, porque es otra, y el que yo era con él ya se ha desvanecido (no habré de defraudarle, no me verá faltar a mi conciencia). La espantosa añoranza del futuro amputado: las palabras, la historia, los poemas, cuanto no seré yo y no será él. Y hasta, en las noches malas, su otra muerte. ANTONIO J. SÁNCHEZ. BUSCANDO A VELÁZQUEZ (Ediciones en Huida, Sevilla, 2018) por MANUEL GUERRERO CABRERA SEVILLA, ARTE Y LITERATURA La película Perfectos desconocidos (Álex de la Iglesia, 2017) trata de cómo durante una cena unas parejas amigas y un soltero deciden jugar a leer en voz alta los mensajes que les llegan al móvil y atender las llamadas en altavoz. A medida que avanza la noche y comparten los mensajes, se percatan de que, pese a la amistad, ni se conocen tanto ni cuentan todo lo que les pasa. En esta misma situación me encuentro con Antonio J. Sánchez (Sevilla, 1971), que se trasladó a la capital española por amor, donde trabaja de gestor económico, poeta de Balance de situación (Guadalturia, 2011), Leyenda urbana (Origami, 2012), Tebeos (Voces de tinta, 2014) y Libro de horas (Lastura, 2017), ganador del Premio «Saigón» de Literatura en 2008 y el Premio de Poesía Miguel Baón en 2015; una persona muy comprometida con lo cultural y a quien siempre le estaré agradecido de las palabras que dedicó a mi hija al poco de nacer y que utilicé como improvisado epílogo en uno de mis libros. Y toda esta información la he escrito de memoria, doy mi palabra (escrita aquí), además de otras cosas demasiado personales que me callo, porque no hay que contar aquí. Por lo que el día que supe de la novela Buscando a Velázquez, me sentí como uno de los personajes de la película antes mencionada: ¿Antonio J. Sánchez, de Sevilla, novelista? ¿Cómo pudo ser? ¿Desde cuándo? Buscando a Velázquez (Ediciones En Huida, 2018) trata de Lorenzo Castilla, un becario de Historia del Arte, oriundo de un pueblo de Segovia, que llega a Sevilla en 1997 y encuentra por azar una pista sobre dos cuadros desconocidos de Velázquez, lo que hará que den con ellos y se realice una subasta. La novela pasa por distintas fases de género, de la novela de misterio o intriga, en la búsqueda de los cuadros de Velázquez y la organización de la subasta, a la neocostumbrista-social con una buena relación o descripción de situaciones de un protagonista foráneo con la ciudad de acogida, Sevilla, pasando por la humorística y la amorosa o sentimental. La acción se divide en tres partes muy claras: la primera es la búsqueda y localización de los cuadros, la segunda confiere de lo relativo a la subasta, y la tercera actúa a modo de epílogo, para cerrar tramas secundarias. En el tratamiento de los personajes, Lorenzo Castilla lleva el peso fundamental de las tramas y de la novela en general. Es el personaje principal y el más completo, de cual se nos ofrece una imagen terminada: confiado, sincero, íntegro, serio y apasionado en Historia del Arte; su personalidad deja en evidente contraste la de los demás personajes, con Lucas (su guía por Sevilla, una suerte de Virgilio fiel e inteligente) en que este es burlón, con Luis Carlos (presidente de la asociación APTA) en que este es oportunista y deshonesto, o con Yolanda en que esta es decidida y resolutiva. Por lo tanto, no hay aspecto que no pase por él, pero el autor puede estar tranquilo, porque Lorenzo es un personaje sólido, incluso en los momentos de humor, como en su breve experiencia en el camino del Rocío. Tan sólido como Sevilla, pero esta ya tiene valor y fuerza de por sí. Por esto último, uno de los aspectos más interesantes de la novela es la expresión y representación de la sociedad sevillana, que no tiene reparos en mostrar amor por su ciudad, no solamente lugares conocidos de la ciudad (la catedral, la Casa de Pilatos, la Alameda…), sino también bares (también reales: el Tremendo y Casa Morales); su gente (destacamos la descripción de las distintas «tribus urbanas» en el segundo capítulo); y, en especial, sus costumbres, como la atención dada a la Semana Santa en uno de los mejores capítulos de la obra y el modo de asumirla como algo antropológico y social, junto con lo religioso.
Sevilla es una ciudad tradicional, muy aferrada a su pasado, para lo bueno y para lo malo. Y nada hay más tradicional que las devociones religiosas. Además, las hermandades tienen aquí un peso enorme, que va más allá de lo religioso, y se instala en lo cultural y en lo social. Esto nos lleva al gran motivo de la obra, que parece oculto, pero que está muy presente y se nos pasa: la defensa de la cultura y del arte, que lo perdido en estos ámbitos es irrecuperable. Valga como muestra la indignación de Lorenzo al conocer el derribo de la casa solariega del siglo XVIII de los Acosta de Villablanca, o el modo en el que Lucas le informa de cómo ha cambiado la Plaza del Duque en menos de cincuenta años que, de estar rodeada por palacetes nobles, ha pasado a estar llena de edificios modernos de grandes almacenes sin valor artístico. Es esta tesis la que da sentido al final de la obra que, evidentemente, no describiremos aquí. Quizá, en el futuro, exista una sociedad mejor preparada, sin tanto ánimo en lo lucrativo y más en lo artístico, para comprender el valor del hallazgo de un Velázquez o de la obra de otro gran artista. Dijo Rilke que la patria es la infancia y con Buscando a Velázquez conoceremos la de Antonio J. Sánchez. Como dice Lucas en la novela: «Es que saber de arte no es aprenderse de memoria un montón de fechas y nombres, sino conocer el mensaje que quiere transmitir cada obra». Y la suya transmite amor y admiración por Sevilla, la literatura y la cultura. EL SILENCIO. SAÚL SUANE (Ediciones en huida, Sevilla, 2017) por Manuel Guerrero Cabrera Una de las definiciones de enunciado que tuve que estudiar en la preparación de oposiciones era la de que aquel estaba comprendido entre dos silencios. Lejos de su certeza o falsedad, me parecía que esta afirmación hacía necesaria que para que se diera un enunciado debía haber silencio. Algo así ocurre en El silencio de Saúl Suane (Córdoba, 1984), quien ya había publicado en 2009 Las aguas y las horas (Groenlandia): el silencio existe porque la voz existe. Estos dos elementos, junto al agua, están indisolubles en este volumen. Pero hay una cuestión muy llamativa en este libro. El autor indica la cronología de la obra: desde invierno de 2007 hasta verano de 2009, dos años y medio; y, además, coloca cada una de las tres partes del libro en un lugar; esto es, «La voz» en Córdoba, «El silencio» en Madrid y «La pregunta» en Córdoba de nuevo. En definitiva, rasgos vitales de la necesidad de su enunciado y, por consiguiente, de sus silencios en la veintena de poemas que nos ofrece. En la primera parte, «La voz», nos encontramos con una poesía casi sin adjetivos, con bastantes verbos unidos a la preferencia por los sintagmas nominales. Poemas en los que la voz simplemente quiere hacer acto de presencia, sin matices. De manera etérea, pero presente, el silencio: Que era libre Creí Se anclaba a las cadenas que no existen a las ataduras que no se ven Que era libre Creí Ahora no sé dejar de amar La segunda parte, que da nombre al poemario, contiene la mayoría de los mejores poemas del conjunto, casi todos en la estética de la sección anterior. Textos muy basados en la imagen, enriquecedores y sugerentes; en los que la melancolía se presenta mediante motivos de agua, como la lluvia o las lágrimas: Una lágrima vaciada de mi cuerpo. […] Rompe el silencio la muerte, el duelo de amor. La última parte se intitula «La pregunta», en la que la voz y el silencio crean poemas como enunciados conjuntamente, sin que una prevalezca sobre otro. Así, el poema final nos brinda probablemente esa «pregunta» que el poeta, sobre su voz y su silencio, no deja de hacerse:
¿Debo volver mi cuerpo hecho interrogación hacia el cielo o la tierra, o debo dejar ir todo cuanto la marea fue dejando en mi orilla? La marea, como otras imágenes relacionadas con el agua, están presentes en los poemas de esta tercera parte. Los ríos, los mares, etc. parecen corresponderse con el tiempo, el elemento esencial que anima estos últimos poemas de El silencio. En relación con lo dicho al principio sobre el enunciado, basta recordar aquel principio del signo lingüístico de Saussure, acerca de que su significante es lineal mediante una secuencia temporal, como el poeta lo establece en cada verso, en cada imagen del agua, de lo temporal: Caminar sobre los mares, en los ríos me perdí. Y yo te buscaba, yo te buscaba. Y este cuerpo mío que traigo, y esta voz mía que traigo, en los ecos se pierde. JULIO CÉSAR GALÁN: EL PRIMER DÍA (Isla de Siltolá, Sevilla, 2016) por FERNANDO CID EL TODO POR EL TODO El tiro de gracia: Para escapar de las celebraciones sin fundamentos, vayamos al grano. ¿Qué aporta El primer día? ¿Por qué sobresale de los demás? ¿Puedo reflejar esta aportación en unas cuantas páginas? ¿Es posible demostrarla en pocas líneas? ¿Podríamos hacerlo con otros autores más alejados en el tiempo como José María Fonollosa o Francisco Pino? ¿Qué hizo que Altazor supusiera uno de los libros de poemas más innovadores de su época? ¿Qué relación guarda esto de la aportación con lo sublime, la excelencia, la transgresión, el descubrimiento…? Vayamos a la cuestión teórica (pedagógica): por ejemplo, Limados. La ruptura textual en la última poesía española (Amargord, 2016). Pensemos en que el prólogo de esta muestra de poesía lo realiza Óscar de la Torre, heterónimo de Julio César Galán, y que podría tomarse en gran medida como su poética. Pensemos en que El primer día va más allá de estos Limados o como yo los definí allende aquellas páginas, Poéticas del afuera. ¿Por qué? ¿Qué es aquello que marca la diferencia? A lo largo de las 180 páginas de El primer día vemos diferentes transgresiones. Empecemos por las retóricas: la reunión, conjunción y conmoción que provocan las diferentes muestras de reescrituras, notas a pie de página, las marginalias en los laterales de los poemas, las versiones, los autoplagios, la mezcla de tiempos (fechas) y espacios (escrituras presentes y caminadas, al modo de Hospital británico de Héctor Viel Temperley), los degradados, las lexicalizaciones, los tachados, los poemas dentro de los poemas, las palabras dentro de las palabras. En fin, todo un arsenal que por estos lares ni por otros no se estila y crea estilo. Pero ¿cuál es su diferencia?, si esta ya no representa en sí misma una divergencia significativa; pongamos varios ejemplos: ¿qué hace que las versiones o las reescrituras ya presentadas por Leopoldo María Panero, sean una aportación en Julio César Galán? Pues que en este último poeta se hace de manera sistemática y no esporádica, como marca de estilo. Además y lo más importante en este sentido, es que ese recurso que se integra eficazmente y expone una nueva dimensión del poema. Para ejemplificar aún más esto: acérquense al poema, “Pequeña formación del universo”, en el que tras una mezcla de palabras sueltas al modo de la poesía visual (un primer movimiento, así lo define Julio César Galán), el mismo poema aparece —en un segundo movimiento— más organizado y con la representación de una supuesta reescritura y todo su armamento retórico, y por último, en un tercer movimiento, el poema se expone con sus medidas exactas y claras, sin añadidos ni juegos. En realidad, este poema refleja, desde su representación mental hasta su conclusión, sus diferentes estratos. Ahí está la grandísima diferencia, la aportación. Además y como consecuencia: es inevitable que esas reescrituras, esas variaciones, se sostengan en parte a partir de lo tachado, de palabras con diferentes tipos y tamaños de letras, en los degradados, etc. Más: Las notas a pie de página y la marginalia. Cierto, otros autores han utilizado de una manera directa o indirecta las notas a pie de página. Volvemos a un primer nivel diferenciador de El primer día: su profusión; segundo nivel: su variedad; tercer nivel: su excelencia. ¿Por qué excelencia?, además de completar el poema, de exponer textos de calidad; además, tenemos por un lado el juego: vean/lean el poema “Oda al blanco casi”, tan solo formado por notas a pie de página; por otro: la parodia, es decir, la consideración del error como elemento creativo y visible (ahí está el poema ‘Lectura de Una temporada en el infierno’, en el que se juega con la caricatura de las malas traducciones o los misreading); tercer lado del triángulo: elemento relacionado con el anterior, me refiero a la entrada de los co-lectores (co-creadores o como los denomina Julio César Galán, lectocreadores): Salocín Rasec y su diálogo con el autor en cuanto al error como forma de creación. Si se muestra el error, ya no tiene que ser considerado de esa manera. Estamos ante una ruptura sin precedentes al considerar la esencia de la literatura: el ideal de perfección como un deseo a lo Bouvard y Pécuchet y no una realidad. Enseñar los fallos a modo de auténtica perfección. Julio César Galán parece preguntarse: ¿quieren saber qué es la creación literaria? Pues un cúmulo de errores, de pruebas, de ensayos y un resultado final (NO SOLAMENTE EL RESULTADO FINAL). Y de la marginalia: ¿qué autor ha puesto todas esas glosas y de ese modo? (hay que felicitar al diseñador y a la editorial por un resultado tan bien hecho y tan complicado de llevar a cabo). Mucho más: Nos encontramos con “la mezcla de tiempos (fechas) y espacios (escrituras presentes y pasadas)”: antes mencioné a Héctor Viel Temperley y su excepcional Hospital británico. En El primer día estamos ante una escritura de 20 años como deja claro la “Nota del autor”, de tres libros reducidos a tres partes, de sus primeros poemas que son los últimos, desde 1996 hasta 2016. En realidad, la sensación que da una segunda lectura de este libro de poemas es que estamos ante un solo poema, ante poemas encadenados que crean una estación poética y vital. Las formas viejas con las nuevas crean vínculos de azogues. Todo esto hace que lo autobiográfico se mezcle con lo ficcional; que lo pasado se incruste en el futuro y el presente sea uno y de todas las maneras; que al pasar por una calle antigua, en su pared se vislumbren imágenes de lo pretérito. Lo más de los más: Los poemas dentro de los poemas, las palabras dentro de las palabras. El adentro y el afuera, lo especular que refleja el propio cristal, ese juego de espejos de la escena final de Ciudadano Kane que es El primer día. Así tenemos un carácter reflectante, una comunicación transversal, la mise en abyme, el desdoblamiento… El escritor se transforma y sentimos su acto de lectura; y sentimos la polisemia y la polifonía. Desde un punto de vista genérico, en estos campos creativos nos encontramos con la visión del texto poético como algo no perfilado en sí mismo, unido a la noción de proceso y de metamorfosis (cuestión que afecta a los papeles identitarios del autor y del lector), generando un espacio múltiple e interactivo, heterogéneo y proteico, dinámico y circular; semejante al non finito escultórico de Miguel Ángel, Leonardo de Vinci y Rodin, las rupturas del discurso a lo Godard o la construcción inconclusa de Enric Miralles. Estos poemas plantean el proceso creativo, el reflejo de lo imperfecto, de lo inacabado o la entrada de diferentes tipos de lectores como vías expresivas. El valor de la ruina como valor estilístico y vital muestra la intención de reflejar el desarrollo formativo del texto poético.
El todo: Lo teatral, lo ensayístico y lo narrativo es lo poético. Toda la diversidad de capas de El primer día hace que vaya desde el versículo tradicional con sus conjunciones en impares, pasando por la versiprosa y la prosa, a veces, hasta en un mismo poema. Incluida la parodia de todo esto. El todo por el todo: Poesía Especular (el poema dentro del poema), Poesía de la Lectura (la crítica hecha poesía), Poesía de la Otredad (el espacio de los otros) y Poesía del Non finito (el proceso es el fin como Julio César Galán dijo). ¿De este libro surgen todas estas vías? ¿Ahora sí está clara su aportación? El lector, si quiere, puede confirmarlo o negarlo. RUBÉN MARTÍN DÍAZ. ARQUITECTURA O SUEÑO (Isla de Siltolá, Sevilla, 2016) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO EL SUEÑO DE LA RAZÓN En un contexto como el actual, que sufre cada vez de una manera más agresiva la aceleración cotidiana, el gesto de ruptura radical iniciado con la vanguardia histórica y, por otro lado, la ensombrecida tradición cultural que nos precede, la escritura emerge como un nudo en el que diferentes planos artísticos, signos y contextos se funden para dar una obra única, un verdadero crisol de lecturas y experiencias personales. Con los inicios del siglo XX, las artes visuales y la literatura se traban en una serie de movimientos artísticos efímeros (algunos de ellos muy breves, como el fauvismo, que tan sólo duró una temporada), en la que la cantidad de descubrimientos técnicos y formales catapulta la novedad y la obsesión por ir más allá hacia la segunda mitad del siglo, época que ve nacer, y que termina en cierta manera, con una autoconsciencia sin precedentes con el arte conceptual y la deconstrucción literaria. El pasado se veía, se sigue viendo en cierta manera, como un archivo al que el artista podía recurrir de manera indiscriminada. Sin embargo, frente a este escepticismo o juego vanguardista, que en ocasiones cae en lo ilusorio, otros muchos autores han basado su obra en el retorno al pasado y la búsqueda de equilibrio como un filtro desde el que mirar y, por tanto, conjugar la contemporaneidad con la serena tranquilidad y las concepciones que se desarrollaron anteriormente. En esta última línea, que encierra una búsqueda por nuestra identidad, perdida en la globalización y el capitalismo feroz, se encuentra el cuarto poemario de Rubén Martín Díaz, Arquitectura o sueño. De este modo, mediante una aguda prosa poética, el poeta disecciona y profundiza en la vida de los objetos y sus efectos bajo la luna de París y, con todas sus consecuencias, la oposición aparente entre el sueño y la realidad: «Hay, por tanto, un orden sin orden sobre la faz de la tierra. Pero ¿acaso el arte no consiste en esto?» (p. 17). De hecho, este ejercicio que concentra la atención en el pasado, con los matices propios de cada autor, también se encuentra en la obra de otros poetas albaceteños, como Andrés García Cerdán (Barbarie, Rialp, 2015), David Sarrión (Breve teoría del desastre, Huerga & Fierro, 2015) o Constantino Molina Monteagudo (Las ramas del azar, Rialp, 2015). En este caso concreto, la importancia que tiene para Martín Díaz el legado artístico del siglo XX se manifiesta a través de diferentes canales que se acaban complementando y, como consecuencia, forman un telón de fondo adecuado para la reflexión sobre la ensoñación. De esta manera, podemos encontrar citas (Pere Gimferrer), écfrasis (descripciones verbales de una imagen, muy numerosas en el poemario, que van desde Lorraine hasta Munch, pasando por autores como Delacroix o Van Gogh), y homenajes (Borges y Valente), entre otros elementos, que trenzan y amplifican, como venimos diciendo, el artefacto literario: «Ese es el momento de la duda —¿arquitectura o sueño?—, donde todo se funde y no hay quien sepa distinguir realidad de imaginario» (p. 29). Desde un punto de vista, los versos dejan entrever una sustancia romántica que comienza con la nostalgia producida por la observación de un atardecer marítimo de Lorraine y acaba con la búsqueda desesperada, simbólica, de Breton de su intangible, pero no por ello menos real, Nadja por las calles de París. En esta línea temporal, donde cada instantánea conserva su propia identidad, el poeta albaceteño abre su mundo personal y apuesta por el expresionismo, por la capacidad que tienen los objetos, las experiencias, de provocar impactos que apenas pueden traducirse primitivamente a unas pocas sensaciones, palabras malogradas. Y es en este punto donde, en esta línea trazada, juega un papel fundamental la ciudad, suerte de laberinto personal, que el autor recorre como un flâneur que se detiene en los detalles mínimos, cotidianos, pero que a su vez retiene el amargor prematuro de la derrota, lo que induce a veces, como decíamos a propósito el paisajista francés, algo de nostalgia entre los versos: «La vida es un proyecto a largo plazo y no una veloz carrera de cien metros, lo sé. Hay tiempo para todo, pero todo nos requiere con apremio. / (Vértigo)» (p. 57). Desde el otro extremo, ese sentimiento romántico, propio de la poesía, se disecciona y se hace abstracción como consecuencia de la vocación ensayística de la publicación. En ese sentido, aunque en ocasiones el exceso reflexivo oscurece la musicalidad, la prosa poética se erige como autoconocimiento, suspensión, consciencia de haber estado en unos lugares determinados bajo tales o cuales efectos. El autor, aún más, asiste desde un punto de vista externo, como si fuera un narrador omnisciente, a su propia creación, esto es, a su deambular por su propio laberinto emocional. Como resultado, la escritura se concibe como, como decía Diderot a propósito de la crítica de arte, con pasión y distancia, es decir, como un momento único, posteriormente calibrado, en el que el autor lo da todo y se lanza, por decirlo de alguna manera, al más intenso de los peligros: «La vida, pues, da más al que más entrega» (p. 18); «Asimismo, crear es —como diría Borges— un acto de fe.» (p. 25); «Lo que vi al contemplar el cuadro por primera vez no fue el arte por el arte del autor, su destreza en el manejo de una disciplina, sino su propio fondo desmembrado sobre el lienzo, su verdad absoluta.» (p. 33). En última instancia, Rubén, desde su posición privilegiada y equilibrada, nos muestra cómo tradición y vanguardia, realidad y sueño, son dos pares de conceptos que, más que oponerse, poseen una infinidad de puntos de contacto perfectamente visibles para el que, en estos tiempos, es capaz de profundizar tranquilamente y adentrarse, poco a poco, en la perspicacia de lo complejo, de nuevos horizontes que conforman una resistencia en continuo movimiento y, por ello, esperanzada. AMOR Y ODIO Hoy sé que yo he nacido para amar o para odiar, sin término medio. En mí no existe la indiferencia; o me desvivo de placer por alguien o caigo en el impulso de querer partirle el alma en dos mitades simétricas. Tan pronto maldigo al hombre como busco rodearme de sus libros. Ezra Pound, por ejemplo, es un tipo interesante en sus poemas. Chejov, en sus cuentos. Larra, en sus artículos. Fitzguerald, en sus novelas. Unamuno, en sus ensayos. ¿Pero qué grado de lealtad con su entorno mostraron ellos? ¿A qué altura quedaron con respecto a sus escritos? El ser humano tiende a despojarse en sus obras de complejos y manías. Por tanto, en ocasiones odio al hombre del modo en que amo su literatura.
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