MIGUEL SERRANO LARRAZ. RÉPLICA (Candaya, Barcelona, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Réplica es el último libro de relatos del zaragozano Miguel Serrano, después de su exitosa novela Autopsia. Consta de doce relatos en los que no hay una unidad temática o estilística evidente, es decir, que es una “colección de cuentos” al estilo tradicional, como también lo fue Órbita, su primer libro de relatos. No obstante, al terminar la lectura, pese a la diversidad de personajes y de voces narrativas, queda un inevitable poso de unidad. Por un lado, unidad de estilo en el protagonismo de la voz como elemento central del relato (por encima de la trama o de la caracterización de personajes); por otro lado, unidad también en los temas: la identidad, la simultaneidad, la percepción del mundo o de uno mismo como algo múltiple y simultáneo que encuentra dificultad para encajar en lo sucesivo del relato temporal basado en la causa y el efecto. Serrano incorpora esa cuestión temática o filosófica a la misma esencia formal y estructural de los relatos, porque convierte esa dificultad en voz, en ritmo, en narración, y ahí está el mayor acierto de este libro, la magia de Miguel Serrano. Cada relato de Réplica nos sitúa en ese punto en el que una ficción comienza, donde todo es posible, donde el lector se está preguntando todo el tiempo qué es esto, dónde estoy, cómo es este mundo. Y Miguel Serrano consigue mantener esa gozosa suspensión. Y no me estoy refiriendo a literatura fantástica, a mundos alternativos. Es la realidad, la representación, la mirada, la voz. Cada relato es una voz que mira el mundo y (no) lo entiende a su manera. Y puesto que estos personajes no terminan de entender el mundo, arrancan su propio discurso, un discurso que no es un esquema racional, un planteamiento, sino un ritmo que suele ser un movimiento de avance y negación, de prólogo, de nota al pie, de corrección. El oficio del lector es el de la racionalidad, el de la comprensión, el de la reducción de ese material ajeno a un esquema propio, reconocible. El oficio de las voces que hilan los relatos de Réplica es el mismo y el contrario: hay una lucha constante entre los personajes de Réplica y el lector, porque nunca nos van a dar lo que esperamos, porque siempre lo van a retrasar, siempre va a haber una digresión, una corrección, un meandro inesperado, y esa lucha que se da entre lector y relato suele ser la misma que mantienen los personajes para adecuar la percepción a la interpretación. Ven cosas, les pasan cosas, y su interpretación, el “relato” en el que ellos intentan insertar esos hechos o percepciones o recuerdos, suele ser crítico, inesperado, perplejo casi siempre. Así le ocurre, por ejemplo, al protagonista de ‘Oxitocina’, incapaz de distinguir dos patos de peluche, viviendo como observador y fracasado intérprete de una realidad que habla un lenguaje que no entiende, cuyos códigos son sin embargo transparentes para su pequeña sobrina. O como le sucede a la protagonista de ‘Central’, cuya percepción del movimiento es inversa, es decir, ella siente que está siempre quieta, y que es el mundo lo que se mueve a su alrededor. Percepción, representación, interpretación, realidad, eso es lo que siempre está en juego en estos relatos: Una vez uno de los profesores de Berlín les contó en clase que el vidrio en realidad era un líquido subenfriado, no un sólido, pero que tenía una viscosidad muy alta, tardaba muchísimo en fluir, y por eso no nos dábamos cuenta de sus propiedades líquidas. Si introdujésemos un trozo de vidrio dentro de un recipiente verdaderamente sólido, les dijo, el vidrio, como sucede con el agua, por ejemplo, o con la cerveza, acabaría adaptándose a la forma del recipiente debido a la gravedad. Eso sí, a temperatura ambiente el proceso tardaría muchos años en completarse. (‘Central’) Lo que he dicho de estos dos relatos, esa especie de paradoja perceptiva sobre la que reposa la trama, puede hacer pensar al lector de esta reseña que se trata de un libro de cuentos paradójicos, borgeanos, de ideas o abstracciones. Otro escritor tal vez podría haberlos hecho, con esas ideas, pero Miguel Serrano construye siempre vidas, impresiones, tiempo, recuerdos, emociones. Identidad y simultaneidad, dijimos que eran temas centrales, subterráneos, que están por todas partes. Por eso, cada relato es también una vida, y una voz, que se mueve alrededor de ese núcleo paradójico que pone en marcha el intento del personaje por entender la realidad multiforme, irreductible, a la que es arrojado. Tal vez el ejemplo más divertido y dramático de estos personajes sea el protagonista de ‘El payaso’, un escritor convencido de que su literatura es humorística, mientras que lectores y críticos ensalzan la valentía, la crudeza y la desesperación que sus obras transmiten. Y es que el humor, siempre sutil, está también muy presente en este libro. Un humor que puede recordar a Aira, como en el relato más “airano” del libro (‘Azrael’), por esa tensión entre la perplejidad y la naturalidad con la que los personajes se asumen a sí mismos, sus extrañezas, así como las incoherencias de la realidad exterior. Por otra parte, el ejemplo más evidente de ese estilo digresivo, en el que las “ideas” (aquellos elementos de percepción paradójica o recuerdos traumáticos o convencionalmente “cargados” de significado narrativo en la construcción de personaje) quedan sometidas, subordinadas a la propia voz del discurso digresivo que se convierte en el verdadero centro de la narración, sea ‘La disolución’, otra de las joyas de este libro, una mezcla perfecta de una voz digresiva y plural que entremezcla recuerdos de infancia dominados por unos extravagantes padres y trufado de anécdotas paradójicas, inolvidables, en las que, una vez más, la identidad y la simultaneidad, la percepción del mundo y su reducción al relato, son los pilares que sostienen la narración. El tema de la simultaneidad tiene protagonismo casi exclusivo en ‘Logos’, donde Serrano plantea un futuro en el que la linealidad temporal desaparece, y una especie de estudioso de la antigüedad (es decir, de nosotros, de nuestro tiempo) intenta hacerse entender, con poco éxito, sin recurrir a esa visión simultánea, no lineal, que el futuro ha desarrollado y que nosotros no podemos siquiera imaginar, dominados por lo sucesivo y lineal. El último relato, el que da nombre al volumen, ilustra muy bien esa técnica que no parece una técnica, que se percibe con una naturalidad absoluta, la naturalidad del discurso que habla, que (se) piensa mientras intenta encajar en una realidad incomprensible. Este relato insiste en la identidad, el otro “gran tema” (perdón) y recurre a un elemento casi fantástico como motivo central: el protagonista es continuamente confundido con todo tipo de personajes “famosos”, desde Kenny G hasta Santiago Segura, pasando por Enrique Bunbury. Pero el tema de la identidad no se resuelve en esa contradicción más o menos evidente de “la percepción que uno tiene de sí mismo vs. la percepción que los demás”, sino que Serrano deja que esa voz se expanda, que avance y retroceda sobre las anécdotas de las distintas “confusiones”, para entregar un relato en el que el pasado, las distintas etapas vitales, la música, la cultura, la sociedad y la propia biografía del protagonista son las que van conformando el auténtico relato de una identidad que es también generacional, de una generación llena de nombres, de grupos de música, de artistas, de referentes, para unos jóvenes cuya juventud se alarga hasta los cuarenta, una juventud perdida, buscando una identidad en la esquizofrenia infinita del capitalismo, de la sociedad del espectáculo, intentando salir de la alienación de vivir en una España que es solo un fondo sobre el que la cultura sajona, norteamericana, extranjera, en cualquier caso, se sobrepone de forma extraña, grotesca: Parecíamos, todos nosotros, drogados, ajenos. Vi la figura de Bunbury, a lo lejos, una presencia imprecisa que entraba después y se situaba en el centro. Un muñequito, en el fondo, o un monigote, sin aura, simplemente un bulto sin rasgos en un océano de bultos sin rasgos. ¿Para eso había ido hasta allí? Aquel bulto llevaba un sombrero de cowboy y se movía por el escenario, y podíamos imaginar que la voz que nos agarraba a todos en el fondo del pecho era la suya. La gente gritaba, o bailaba, toda la plaza se movía de un lado a otro, pero todo su ruido, toda su intención de individualizarse, de sobreponerse, quedaba derrotada por los músicos, que tenían la tecnología y la electricidad de su parte y nos abrumaban. Reconocí alguna melodía. Recuerdo que entre canción y canción la música paraba y él, Bunbury, contaba alguna cosa, hablaba de camaradería, o de hermandad, de lo contento que estaba, de algo que no tenía sentido verbalizar, y la gente que había a mi alrededor le gritaba: ¡Cállate y canta! Había un ambiente festivo, de euforia desatada. Pensé en la glorificación del rock ajeno, lejano, y en la burla hacia lo próximo, lo accesible. La extrañeza de Benasque en lugar de Nashville, de ese “también extraño en mi tierra” que cantaba Bunbury en alguna canción, y que los seguidores de aquella tarde corearon a voz en grito. También extraño en mi tierra, canta el cantante ante miles y miles de personas, y todos corean con él, todos se sienten extraños en su tierra cantando la misma canción de la extrañeza.
Para terminar: lean Réplica, lean Autopsia, lean a Miguel Serrano, porque es uno de los grandes, porque su literatura nos toca de forma directa, inteligente y sensible, y lo hace de una forma original sin pretensión de originalidad, que es lo más difícil; y él lo hace como quien respira, como quien, simplemente, cuenta cosas.
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Miguel Serrano Larraz. Autopsia (Candaya, Barcelona, 2013) por ANTONIO GALIMANY ![]() Entre las diferentes obsesiones o manías que asume el narrador de Autopsia, me interesa puntualmente su preocupación por el estereotipo, por los tópicos del pensamiento y del lenguaje. El lugar común: esa rueda de auxilio poco fiable en el automóvil de cualquier escritor. Hay un pasaje que contiene una estupenda intuición al respecto y que, como efecto colateral, constituye evidencia suficiente del formidable escritor que es Miguel Serrano Larraz. «Le digo a Mensajero —escribe el narrador de la novela— que siento el libro como algo muy lejano, ajeno. Mi comentario es tan estereotipado que dobla la distancia, la hace casi insoportable, de tan lejana. Los lugares comunes nos sacan de nuestro cuerpo, de nuestro nombre, y nos arrojan a la fosa común del idioma, del pensamiento compartido o heredado». Si hay una escritura tópica, de hecho, esa es la del reseñismo, la del comentario, la del periodismo. Nos entrenan para ejecutarla y, en ocasiones, lo hacemos implacablemente. Lo prueban las notas que tomé mientras leía la novela: Autopsia es una novela sobre la culpa y la muerte y la amistad. Sobre la violencia y la venganza y la humillación. Una novela sobre el amor y el sexo y el fin del amor. Una educación sentimental, un volumen de memorias anticipadas, un monólogo febril. Autopsia es una novela sobre los padres y sobre los hijos, y sobre esos hijos convertidos en padres. Sobre la infancia y la adolescencia y el tránsito súbito hacia la madurez. Sobre la crueldad y sobre el dolor. Una novela de aprendizaje o de iniciación, una novela generacional, un elaborado ejercicio de autoficción o de metaficción. Autopsia es una novela sobre la admiración y sobre los ídolos y sobre los héroes. Sobre la noche, sobre la experiencia con las drogas, sobre el alcohol. Sobre la música, sobre el rock, sobre el arte y el artista. Una novela sobre la intimidad, y sobre las redes sociales e internet. Sobre las fiestas, y las discos y los bares. Sobre la intrascendencia, sobre el tedio, sobre la incomunicación. Autopsia es una novela sobre una ciudad de provincias: Zaragoza. Sobre la contracultura, y sobre las tribus urbanas y sobre clases sociales enfrentadas. Sobre la intolerancia y la irracionalidad y el miedo. También sobre el arrepentimiento, sobre la vergüenza. Autopsia es una novela sobre la incidencia de una novela y sobre la inclemencia de los escritores y sobre la inevitabilidad de la literatura. Y es que Autopsia es una novela magnética y agobiante a partes iguales pero, sobre todo, es una novela difícil de reducir. (Por cierto: creo que, en este sentido, Miguel Serrano ha construido una trampa de osos para críticos y reseñistas.) Su estructura digresiva y de acumulación habilita una serie de lecturas complementarias difíciles de agotar por completo. Comentar Autopsia brevemente, implica tomar una decisión: elegir una o dos de esas lecturas posibles y avanzar en esa dirección. Eso es lo que haré. ![]() Autopsia es también una reflexión de madurez, originada parcialmente en un viejo episodio de acoso escolar que el narrador protagonizó en calidad de perpetrador, de victimario. Miguel Serrano ha dicho, en diferentes ocasiones, que creía que el narrador de su novela, de algún modo, busca un castigo. La escritura de la novela como el contenido de la penitencia. Retomar el control de una voz desaparecida para forzarla a producir una confesión tardía y dolorosa. Hay en la novela un pasaje descarnado en el que leemos: «Saldré adelante, seguro, volveré a intentarlo, no puedo evitarlo, pero este libro, en el que he puesto lo mejor y lo peor de mí, o en todo caso todo lo que creía tener en mí, todas las herramientas que consideraba mías, a mi disposición, será para siempre un recuerdo doloroso, porque me habré expuesto por completo, con todas mis miserias, con todos mis recursos (al fin y al cabo las miserias y los recursos son lo mismo, una misma fotografía, se funden o se solapan) y no habré recibido nada a cambio, nada más que un desencanto persistente, posibilidades de abrir la lata del cinismo». De esa expedición al pasado y a la culpa y a la humillación y a la vergüenza, el narrador regresa con una confesión expansiva, prácticamente total. También, con una comprobación angustiante: la conciencia, el lugar que habitamos la mayor parte de nuestro tiempo, es un sitio incómodo. Hay algo cautivador en la escritura de Miguel Serrano Larraz: su opción por la incertidumbre, por la exploración errática de una idea o de un concepto, por la vacilación. Una escritura del vértigo, de la inestabilidad. De a tramos, el narrador duda. A menudo, incluso, enseña las dos o las tres posibilidades entre las que no ha podido decidirse y las escribe: dos o tres verbos, dos o tres sustantivos, dos o tres adjetivos. Como si calibrase en tiempo real la precisión de un recuerdo, o de juicio ético o estético. La memoria y el lenguaje —las dos caras de la forma de la conciencia— como territorios volubles y contradictorios. Ingobernables. «Si tuviera certezas —ha dicho Miguel Serrano— hubiese escrito un ensayo, no una novela». Quizás mi capítulo preferido de la novela sea el 52. Una decisión tan arbitraria como difícil de justificar. Se trata de un capítulo breve articulado en torno a una serie de comentarios sobre las páginas de las esquelas de los periódicos que desembocan en una revelación importante que por supuesto no anticiparé. Releí varias veces el capítulo 52. Más adelante en la novela, y por motivos que tampoco conviene comentar, aparecen referencias al otro género al que recurre la prensa cuando sucede la muerte: el obituario o la nota necrológica; esa glosa reservada para personajes de alguna manera relevantes. Un par de días después de concluida mi lectura, di en Youtube con el vídeo de una presentación de Órbita, el volumen de relatos que Miguel publicó hace unos cinco años. En la cinta, Miguel lee un texto. «Mi vida ha sido bastante aburrida —dice—. Ha habido muchos muertos, eso sí, pero pocos crímenes». Creo que en la intersección entre la esquela y el obituario hay una clave para una posible lectura de Autopsia. No sólo porque es un libro en el que muere gente —muertes que se anuncian en esquelas y muertes que merecen obituarios— sino, sobre todo, porque en cierto modo es una novela sobre el fin; una larguísima nota necrológica concentrada en el comentario de una vida desaparecida. El narrador admite que ha escrito el libro ante la inminencia del nacimiento de Sara, su primera hija. No es casual que apenas diga nada sobre la pequeña o sobre su mujer. El presente y el futuro no son los materiales sobre los que trabaja un obituario. Su tema, como el de Autopsia, es el pasado. Hace un par de años, comencé a leer La vida nueva, de Orhan Pamuk, atrapado por el contenido de la primera línea. La novela comienza así: «Un día leí un libro y toda mi vida cambió». Volví a pensar en el arranque de aquel libro cuando leí Autopsia y acabé fabricando una conexión que quizás ni siquiera exista pero que me ayudó a proyectar la ilusión de que al fin había encontrado esa síntesis esquiva que buscaba de la novela. Imaginé al narrador de Autopsia remixando a Pamuk a lo DJCastrop para producir una primera línea alternativa, una variación que desplaza el sentido de epifanía del original para privilegiar el carácter expiatorio de su confesión. Esa apertura apócrifa sería, aproximadamente, así: «Un día escribí un libro porque toda mi vida cambió».
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