LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MIGUEL ÁNGEL CARMONA DEL BARCO. KUEBIKO (Pre-Textos, Valencia, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Después de un gran libro de relatos (Manual de autoayuda, finalista del Premio Setenil 2016), Miguel Ángel Carmona del Barco publica “Kuebiko”, una novela que ha visto la luz en la editorial Pre-Textos gracias al Premio Vicente Blasco Ibáñez. Kuebiko es una novela que ofrece muchas lecturas, todas ellas interesantes, manejadas con maestría por Carmona: es un relato sobre la experiencia del exilio, es una distopía ambientada en una España/Europa demasiado cercana o creíble para no temblar y es, también, una historia sobre relaciones humanas: familiares, amorosas y de amistad. Pero, antes de comenzar, una pequeña aclaración sobre el título: Kuebiko es un dios sintoísta que se representa en forma de espantapájaros. Es decir, un dios inmóvil, atrapado, consciente de todo el mal y el dolor, pero incapaz de actuar. Y es exactamente así como se sentirán los lectores, porque el relato que plantea el autor, todas las desgracias y miserias humanas que van mostrándose en estas páginas, convierten al lector en un ser sufriente e impotente. No tanto por los personajes de la novela, lo que sería un pasatiempo estéril y tolerable, sino por la certeza de que la ficción que aquí se narra está pasando, ahora mismo, ante nuestra total consciencia e impotencia. La distopía que se plantea es la siguiente: en un tiempo sin especificar, que podemos intuir paralelo o muy cercano al nuestro, España está sumida en una guerra civil y los protagonistas huyen de la violencia hacia el norte de Europa. La trama de la novela es, por tanto, el viaje, el camino desde España, donde comienza la acción, hasta el destino final en otro país europeo que no desvelaremos para no incurrir en spoilers. Es muy interesante la forma en que el elemento distópico está manejado en Kuebiko. Los elementos de ese amenazante mundo son totalmente creíbles, cercanos, por lo que se convierten en más terribles todavía. Sin embargo, a diferencia de otras novelas de este género, cuya esencia consiste en la creación y explicación de los elementos políticos y sociológicos que conforman esa realidad imaginaria, en la novela de Carmona no hay explicaciones detalladas: es un telón de fondo construido con apuntes, retazos. Así, intuimos que esta nueva guerra civil también tiene origen en un choque izquierda/derecha, y se deja adivinar que, de alguna manera, las políticas de recortes de la UE y el poder de “los Mercados” están detrás de ese estallido. También se deja ver una ruptura sur/norte en la UE, así como una generalización del fascismo y el racismo en toda Europa. Sin embargo, como he dicho, todo el entramado histórico-político es algo secundario que, no obstante, al lector le parecerá escalofriante por lo verosímil y cercano, porque todos los elementos de ficción tienen una sólida base en hechos reales sucedidos en España y Europa desde 2010. Así, por poner un ejemplo, sin destripar demasiado la novela, esa “institución para refugiados” privada, en la que el gobierno de un país europeo ha delegado (o “concertado”, o “privatizado”) la atención al refugiado y que se convierte en una especie de cárcel esclavista, nos parece totalmente creíble porque vemos día a día cómo las privatizaciones continuadas y las políticas neoliberales van imponiendo esa lógica inhumana del beneficio económico, del desprecio y el sacrificio de lo humano en aras del dinero, con la connivencia de los gobiernos. Para terminar con el elemento distópico, dos apuntes. El primero, que es un acierto de Miguel Ángel Carmona conseguir que todo nos parezca tan cercano, tan creíble y tan terrible, gracias a su capacidad para entender y analizar la realidad contemporánea y extrapolar sus elementos a ese futuro. El segundo apunte: puede que, tal vez, a los lectores nos parezca todo tan creíble porque nuestra imaginación está preparada, dada la situación actual, para la distopía, para el desastre, porque las políticas neoliberales parecen llevar al pensamiento a ese callejón sin salida en el que, inevitablemente, todo se desmorona y el sufrimiento es el único horizonte que nuestra imaginación nos permite vislumbrar. De hecho, el aumento de novelas distópicas en los últimos años, podría ser una prueba de esto. A pesar de que el elemento socio-político de la distopía es borroso, insinuado más que narrado o explicado, tiene una solidez destacable. Tal vez, esto se deba a que el autor sí tenía desarrollado en versiones previas de la novela esos elementos, que decidió atenuar en la versión definitiva. Él mismo explicó esto en una entrevista: La novela está trazada para proyectar, en un futuro no demasiado lejano, las características del desastre actual en nosotros. Lo que ocurre es que durante ese proceso de escritura y reescritura he ido extirpando toda referencia sociopolítica que sí aparecía en los primeros borradores. Y creo que ha hecho que el texto resulte más comprensible, más cercano, y más asequible. Sin embargo, hay una gran diferencia entre proyectar un marco social y político en el que encuadrar una historia humana, y después retirar ese marco, como hacían con las cimbras que soportaban las cúpulas renacentistas, y no crearlo. Ese marco me ha permitido definir las relaciones con mucha más precisión y propiedad. La decisión de retirarlo tiene que ver con mi obsesión por no desviar el foco de lo exclusivamente humano. (Entrevista de Laeticia Rovecchio Antón para la web Pliegosuelto publicada el 26/05/18). Como dice el autor en la cita anterior, el desplazamiento del foco de la novela desde lo político hacia lo humano consigue que el lector perciba que, en definitiva, el verdadero tema de Kuebiko es el de los refugiados. El eje narrativo de la novela es el periplo de dos familias que salen de España y buscan refugio y futuro (o supervivencia, que aquí viene a ser lo mismo) en el norte de Europa; son sus aventuras, sus sufrimientos, las relaciones que se van estableciendo entre ellos y entre todo tipo de personajes que van encontrando en su camino, los elementos centrales de la novela. El retrato de la vida del refugiado o exiliado es tremendo, sobrecogedor. Si decíamos antes que lo distópico era verosímil, aquí, en la cuestión del exilio, esa verosimilitud alcanza cotas de detalles físicos y psicológicos absolutamente desgarradores. Mientras leía, me sorprendió ese nivel de detalle y precisión en alguien que, por lo que yo sabía, era un escritor español que no conocía de primera mano esa experiencia. Sin embargo, consultando luego entrevistas del autor para preparar esta reseña, descubrí que Miguel Ángel Carmona estuvo acompañando durante meses a exiliados por varios países como Grecia, Austria, Alemania, compartiendo con ellos barcos y trenes. Esa labor de documentación es esencial y nos lleva a hacernos la siguiente pregunta: ¿por qué trasladar a una distopía futura o ficcional todas esas experiencias reales, que han sucedido y están sucediendo ahora mismo en nuestra Europa? ¿Por qué no escribió un reportaje, o una novelización directa de su experiencia? La respuesta parece clara, y supone otro acierto del autor: trasladar esa vivencia a España, a personajes que llevaban una vida “como la nuestra” y que, de repente, se ven obligados a salir a un mundo hostil, violento e inhóspito donde las leyes conocidas no rigen, hace que el lector empatice con la experiencia del exilio de una manera mucho más efectiva. En cierto modo, aunque sea un poco triste y no diga nada bueno de nosotros como lectores (ni como seres humanos), tenemos tan asumida la imagen del exiliado sirio, hemos visto ya tantas veces su sufrimiento, su muerte, incluso, que nos conmueve y apela con mayor efectividad imaginar a alguien “como nosotros” pasando por esas penurias. Si dejamos por un momento el mundo y los temas desarrollados en la novela, para centrarnos en elementos técnicos de composición y estructura, lo más importante sería la división de la novela en cuatro partes que se corresponden con cuatro voces de cuatro personajes. Esta polifonía está unida también al avance de la trama y del tiempo de la narración; es decir, que los cambios de voz funcionan como una carrera de relevos. Primero Ulises cuenta desde que salen de España hasta un punto determinado de su “odisea”. Cuando la voz de Ulises da paso a la de Tin, este comienza narrando desde el punto en que aquel lo dejó, al igual que sucede cuando la voz de Tin deja la narración en manos de Isabella, y esta en manos de Elías, el padre de Ulises. No obstante, ese elemento coral, si bien va siempre avanzando en la cronología lineal de la acción, le permite al autor que determinadas escenas del pasado, con gran importancia para la trama y la relación entre personajes (que no podemos desvelar), aparezcan narradas desde distintos puntos de vista.
Esta división en cuatro voces facilita también al autor poner el foco de la novela en otro de los temas fundamentales, que es el de las relaciones humanas y familiares. Si bien lo más impresionante es ese retrato casi documental de las experiencias del exilio, y es el movimiento de los personajes de sur a norte lo que organiza narrativamente la obra, es también fundamental la compleja red de relaciones familiares (padre-hijo, marido-mujer, etc.) que van desvelándose y modulándose muy hábilmente a lo largo de la novela. Así, cada vez que la voz cambia, se iluminan aspectos nuevos de estas relaciones, demasiado complejas para analizarlas aquí sin incurrir en spoilers. Esa estructura cuatripartita, polifónica y lineal funciona a la perfección, manteniendo la intriga y haciendo que el lector comparta y sufra todas las penurias e incertidumbre de los exiliados. La voz de Ulises es la primera y la más larga, pues ocupa casi la mitad de la novela y lleva todo el peso inicial de presentar, desde la primera persona, todo un mundo desconocido y unos personajes nuevos, jugando con el difícil equilibrio entre el avance lineal del exilio y la introducción de saltos al pasado para explicar su situación presente. Esto está perfectamente resuelto, aunque no puedo dejar de señalar un pequeño elemento que no me parece del todo bien integrado en la voz de Ulises, y es el uso de la segunda persona. Ulises narra alternando la primera y en segunda persona, como si, mentalmente, se dirigiera a su padre. Pero he de reconocer que esa esporádica aparición del tú siempre me desorientaba, me pillaba por sorpresa y me obligaba a resituarme; me incomodaba y me costaba entender esa peculiar elección. Será al final de la novela, cuando su voz, la de Elías (que es la parte más corta de las cuatro, apenas un epílogo) tome el mando de la narración, cuando esta elección esté justificada temáticamente. El segundo narrador, Tin, el niño “abandonado” es el que tiene el privilegio de conseguir las mejores páginas de la novela. Las cuarenta o cincuenta páginas en que la voz de Tin toma el mando de la narración son una maravilla absoluta que justifican por sí solas cualquier premio o reconocimiento de Kuebiko. Es también la narración más terrible, que se lee en medio de una paradoja lectora: disfrutando de su ritmo, de su inmensa calidad literaria, al mismo tiempo que se sufre con el brutal relato de sus experiencias del exilio. La voz de Isabella es totalmente epistolar, conformada por una serie de cartas enviadas a Ulises desde su posición de Penélope que espera su regreso. Es aquí donde el autor aprovecha para introducir una mayor carga de elementos poéticos, aprovechando tanto la formación literaria del personaje (Licenciada en Filología), como el hecho de que sean cartas en las que puede dar rienda suelta a ese tipo de reflexiones más íntimas, una vez que ya todo el elemento puramente narrativo ha sido desplegado por las dos primeras voces, la de Ulises y la de Tin. Kuebiko es definitiva, una gran novela que mantiene al lector pegado a sus páginas, que consigue retratar el sufrimiento de los exiliados sin regodearse ni ejercer una crueldad gratuita sobre los personajes; es una historia muy bien contada que nos hace sufrir, porque vivimos de forma muy intensa la realidad del exiliado, y porque nos retrata como sociedad y como individuos, y nos apela éticamente. No creo que esta novela pueda dejar indiferente a nadie, y menos ahora con el ascenso del fascismo en países tan importantes de la UE como Italia y Francia. Y, además de todo lo anterior, Kuebiko tiene un nivel literario altísimo, como ya lo encontrábamos en Manual de autoayuda, que demuestra que Miguel Ángel Carmona es un escritor al que tendremos que estar muy atentos.
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JORGE ORTIZ ROBLA. DOMA (Lastura, Ocaña, 2018) por RAMÓN CAMPOS BARREDA Inmerso en la lectura de Doma descubro que entre los hilos con que sus versos se entrelazan palpita un aliento vital que trasciende el hecho poético. Un aliento íntimo, y a la par, universal: el amor y la ternura de un padre que le escribe a su hija, con la firme convicción de que sus palabras sean alimento mañana: Todo sería más simple / si el amor se anudase despacio / y pudiésemos seguir sus movimientos / al crear los lazos. El poeta, en un ejercicio de responsabilidad paterna, siente la necesidad de contarle a su hija cómo relacionarse con el mundo que está ahí, fuera del círculo protector de la infancia y de la casa, esperándole: Y hay un mundo maravilloso que te espera / tras el umbral de la casa. Desde ese primer lugar reconocido, donde se dan los primeros pasos, se dicen las primeras palabras, resuenan las primeras risas o surgen los primeros miedos, todo está por descubrir. Es un proceso de aprendizaje, donde todo recurso será necesario, donde toda estrategia tendrá su sentido. Y hay que empezar por el principio: Convertir el gesto en un acto / para proteger los sueños / con las manos de la noche, / descifrar la luz limpia que tu mirada arroja. Y es un ejercicio necesario, porque escribir es una manera de amar tu nombre, / aprender, aún tras la duda, / a descifrar esa señal, / para educarte. Y es necesario porque educar es, quizás, una de las tareas más complejas a las que nos enfrentamos como padres. Y no es casual, en este caso, el título del poemario. Domar es sujetar, amansar y hacer dócil al animal a fuerza de ejercicio y enseñanza. En este sentido coincido con Chantal Maillard, quien afirma en La razón estética que «Nuestro sistema educativo se basa en la racionalidad lógica porque esto facilita las cosas: permite clasificar, seleccionar, separar. Permite el ejercicio del poder». Nada más lejos de la intención del autor, más bien al contrario. Una cosa es mostrar cómo funciona el mundo. Y otra muy distinta es la doma en esa primera acepción citada. Porque no es la única, también significa dar flexibilidad y holgura a algo. Y sobre esto sí que versan sus poemas: quien cree en los límites / corre el peligro de desbordarse. Con estos dos versos termina la ‘Carta primera’, poema que inaugura este libro y nos orienta sobre el tono que nos espera en las siguientes páginas. Así lo expresa Sara Castelar en su certero prólogo: «Doma es lo contrario a su nombre, la antítesis de los límites que mueren inevitablemente frente al deseo de libertad». En otro sentido, el padre, en un ejercicio de responsabilidad poética, consigue reinstalar a la imaginación creativa en el lugar que habitualmente ocupa el logos que nos gobierna, y no siempre con el valor positivo que le suponemos a priori, y es desde ella que se arma la conciencia en la forma crítica de poema. Por tanto, insisto. Doma es un ejercicio necesario. Un ejercicio de amor hacia la vida y, también, hacia la palabra. Y es un ejercicio crítico contra esa rigidez que nos pretende dóciles y obedientes, que, como fusta, solo sabe castigar, pero no amar. Doma, cuarenta y dos poemas distribuidos en cuatro partes, cuya lectura no sólo es recomendable, sino un ejercicio necesario de lucidez y de amor por todos los seres vivientes que, como ruido de peces, te envolverá y te hará decir no claves en tu pecho la barbilla, y serás otra vez la niña que todo lo ve por primera vez.
VEGA CEREZO. LO SALVAJE (Raspabook, Murcia, 2017) por ALBERTO SOLER SOTO TODO LO QUE NO ES SELVA Gloria a Dios por las criaturas moteadas. Gerard Manley Hopkins Pertenencia, placer, identidad, animal, parto, encuentro, sanación, brutalidad, olor, herida, senectud, sexo, cueva, gozo, caza, fuego, muerte, cuerpo, bestia, canción, criatura, instinto, grandeza, daño, tierra, madre, madre, madre, madre… Lanzo sobre la mesa palabras que esbocen una semblanza del último poemario de Vega Cerezo. Las miro y pienso que componen un collage atrayente pero incapaz de superar la foto de cubierta de la fotógrafa neozelandesa Niki Boon, salvaje como el libro de Vega, agreste, natural; o el insuperable texto de contraportada de la argentina Claudia Masin —autora a su vez del prólogo— cuyo principio no puedo evitar reproducir: Lo salvaje, el tercer libro de poemas de Vega Cerezo, es como una de esas piedras deslumbrantes que buscábamos de niños en la tierra. Esas que algunas raras veces aparecían entre otras vulgares, apagadas, semejantes entre sí, piedras que no ofrecían —a nuestros ojos necesitados de belleza— ninguna forma, ninguna arista, ningún color ni textura memorables. Pero quién no recuerda haber dado un día, sin esperarlo siquiera, con esa: la hermosa, la extraña, la diferente a todas las demás… Gestionar el asombro de la propia experiencia es siempre un combate con lo inefable; una lucha en la que, para intentar generar conocimiento o tal vez por supervivencia, algunos seres vivos —los poetas— desprenden un líquido biográfico para que otros podamos beber de su universalidad: una coordenada vital ajena en la que sentirse acogido, reconocido. Bienvenidos a Lo salvaje, bienvenidos a Vega y a la intimidad de su cueva. Bendito calor del cubil. En su tercer poemario Vega Cerezo se adentra en una dualidad, investiga la animalidad para delimitar aquello que nos hace humanos. Reivindica la felicidad que habita en lo salvaje, en el olvido de lo humano, el sosiego animal de la inconsciencia de la muerte. Pero por otro lado este alejamiento permite de algún modo una mirada más certera sobre la tragedia humana. Los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Somos la certeza de ese tránsito. Se reconforta la Vega-animal en el olor de sus cachorros, en los machos de morro azul. Encuentra su salvación en la llamada familiar de la naturaleza y huye así de lo trágico; lo trágico —¿hay algo más humano?— que Vega consigue nombrar desde lo cotidiano. Como si cada noche al llegar a casa pudieses verte con los ojos de tu propio animal latente. Como si cada poema encerrara un gran dolor pequeño. Hay aquí por tanto una caída de la Historia. La poeta cae, abandona la consciencia y se despoja para recuperar lo bestial, en una transposición metafísica juguetona pero profundamente eficaz, conmovedora. Lo interesante de este bellísimo viaje que dibuja Vega Cerezo es que desde este parámetro selvático lo humano, lo biográfico, brilla con más fuerza si cabe y uno siente vislumbrar poderosas verdades genéticas: «Todo lo que no es selva es muerte».
Levantad orgullosos las garras. ¡Aullad! Lo salvaje es esperanza. HEBERTO DE SYSMO. MALDITO Y BIENAMADO BIBELOT (Baile del Sol, Tenerife, 2017) por MANUEL GUERRERO CABRERA Heberto de Sysmo (seudónimo del valenciano José Antonio Olmedo López-Amor), autor de los poemarios Luces de antimonio (2011), El testamento de la rosa (2014), La soledad encendida (2015) y La flor de la vida (2016), ofrece en Maldito y bienamado Bibelot cómo el lenguaje es expresado, desde su concepción hasta su plasmación. La obra se divide en cuatro partes: Physis, Mathesis, Mimesis y Semiosis; cuatro visiones complementarias de la relación de la palabra con quien la usa y le otorga existencia. En la primera, y desde el primer poema ('Dicotomía sausseriana'), el autor nos hace reflexionar sobre su pertenencia: Esta modo de creer que somos y decimos. Este acopio de signos sin ternura ¿es mi lenguaje? No emplearlo recuerda al hombre que es animal ('La fuerza de la Naturaleza'), aunque a veces sea partidario de la mentira ('Atavío': «Si en algo aprecias la sinceridad, / ¿por qué sigues leyendo?»), pero que es voluntad determinada por el tiempo lo que hace que se crea en ella ('Palabra'): Tu cuerpo azotado por el tiempo, lo eterno en ti, fugaz, te magnifica; avatar de la esencia que escombras a tu paso la fe de los indignos. Mathesis, la segunda parte, ahonda en lo anterior con el añadido del encuentro, de hacerlo de cada uno, como un aprendizaje: «nacer en ti, vivir, morir cantando» dirá en 'Ergógrafo del alma'. Y, así, va surgiendo ('Dicterio': «una delgada línea limita / la carne del vacío») y aspira a ser algo más, como expresa uno de los mejores poemas del conjunto, 'El encuentro':
Atrapado en la hora de papel palpita un verso; espera estremecer un corazón, deslumbrar una mente, desarbolar una conciencia… Para ser Poesía. Poesía con pe mayúscula que se hace nuestra, que consigue darle sentido a lo que declara… Esta es la intención de la tercera parte, Mímesis, en cada uno de sus breves poemas, algunos tan intensos como este 'Epifenómeno': Sentir: impulso ágrafo que escribe heridas. O la declaración de este sentimiento en 'Isocronía del dolor y la escritura', en el que se afirma que «Estamos vivos […] / por eso escribimos». El dolor se plasma en la palabra, adquiere relieve y relevancia; lo que nos lleva a la cuarta y última parte, Semiosis, la identificación de la palabra y su expresión con ese ser que siente y vive ('Células comunicantes'): Quien está muerto, calla; quien está vivo, expresa. El lenguaje es la vida, yo mismo soy lenguaje. La dicción es lo que nos entrega la vida, con la que se pueden crear otras formas de vida y de expresión. Este Maldito y bienamado Bibelot es un manifiesto ontológico de la palabra, un deseo alentado de ser mediante la palabra, unida a la vida para siempre: Decir para vivir, vivir para decir, y después de haber dicho volver a desdecirse. JULIO ESPINOSA GUERRA. DE LO INÚTIL (Candaya, Barcelona, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR El poeta chileno Julio Espinosa plantea su último poemario como un tríptico, o como una casa con tres estancias bien diferenciadas, pero unidas por un mismo techo: “Elogio a la piedra” es la entrada, un jardín zen que nos abre paso a “Cosas que hay que decir”, que es la sala de estar, la habitación más grande y ecléctica (y la que más espacio ocupa) mientras que con “Trasluz” entramos en un pequeño dormitorio, minimalista, íntimo, que cierra el libro. Antes de hablar de cada una de las partes, que merecen comentarios independientes, hay que señalar que, si queremos buscar un elemento que dé unidad a De lo inútil, debemos buscarlo en la vieja dualidad filosófica y romántica, rilkeana, de la relación entre el sujeto y el objeto, el hombre y el mundo que necesita ser nombrado cada vez, para evitar que se convierta en algo transparente, insustancial. De ahí el título, porque “lo inútil” es, según Julio Espinosa, aquello que “no sirve” al hombre, lo que no es instrumento, objeto. Lo inútil es el mundo ajeno y pleno, y es la poesía la encargada (con su eterna inutilidad) de posar su brillo sobre esas cosas que están fuera del hombre. Si leemos este poema podemos, incluso, usarlo como guía para introducir cada una de las tres partes del libro: Y ahí está lo que nos ha sido dado / lo que duerme bajo una piedra, / el ladrido de un perro, / la sonrisa de un extraño, / la noche misma y el sonido del mar. // Una colección de palitos resecos, / de antiguos billetes de tren / o de piedras / o de palabras escondidas en una postal. // Cosas que nadie quiere, / eso que llaman lo inútil, / y que, alguna madrugada triste, / algún año lejano, / le prende fuego a nuestro corazón. Los dos primeros versos pueden ser la clave para entrar en “Elogio de la piedra”: Y ahí está lo que nos ha sido dado / lo que duerme bajo una piedra. Pues en esta primera parte lo que vamos a encontrar podría incardinarse en esa estética que se llamó “poesía del silencio”, heredera de Paul Celan, y que tiene en Hugo Mujica, José Ángel Valente y Roberto Juarroz a sus más destacados cultivadores en lengua castellana. Es decir, una poesía que renuncia a lo histórico y social para buscar, en el interior, un lenguaje del origen, de “lo callado”. De hecho, el primer verso de esta parte, “Piedra adentro”, recuerda inevitablemente al “Sed adentro” de Hugo Mujica, y es toda una declaración de intenciones: se crea un espacio de materia y silencio en el que el tiempo se concentra como la materia, del mismo modo que esta poesía concentrada quiere ser piedra, silencio. Encontramos en “Elogio de la piedra” poemas cortos (en torno a los cinco a seis versos) de métrica breve (entre tres y ocho sílabas por verso), sin puntuación y sin título, como si todos ellos formaran un solo poema en varios movimientos. En todos ellos aparece el motivo de la piedra, que se convierte en concentración-símbolo de todo lo material sin nombre, de todo lo ajeno, lo que no es humano. Véase, por ejemplo, este poema, donde tragarse una piedra significa metamorfosis, pérdida de lo humano, es decir, de su lenguaje: Saco una piedra del río / la trago / y soy mar y pato y pez / corriente / ciudad deshabitada / de lenguajes. Como en la poética juarrociana, se puede apreciar la aparición de una verticalidad descendente, que busca en la materia el origen, que interpreta que, para hallar un lenguaje o un ser puro de las cosas, hay que olvidar lo humano, su lenguaje, su historia. Verticalidad hacia abajo y hacia adentro, hacia el silencio y la negación del hombre como sustento de las cosas (raíz), y no verticalidad humana, hacia fuera, hacia arriba (ciudad): No buscar decir / Desdecir / Retroceder en el abecedario / Y en el damero / construir con la sombra / de las piedras / una raíz / Nunca / una ciudad. Hay varios poemas en los que utiliza la técnica del infinitivo-imperativo de tipo impersonal que tanto empleó Juarroz, que se plantea como una orden o como unas instrucciones de uso poético-personal (Dejar crecer el polvo (...) Hundir (...) Y escuchar(...). Y, también como en el poeta argentino, vemos cómo las tres acciones son la clave de la propuesta: el “dejar”, que es el abandono de la humanidad, de los usos y lenguaje del hombre-sociedad-historia; luego, “hundir”, es decir, profundizar, hacia abajo, hacia el origen y el silencio de la tierra-piedra y, entonces, “escuchar”: porque, una vez abandonado lo humano (que siempre es dominio-hablar-nombrar-usar), debe o puede aparecer ese “respeto” por el objeto, esa humildad del sujeto que deja de hablar para escuchar algo parecido a un origen, a un misterio vedado para el hombre-sujeto: Y escuchar / el latido dodecafónico / del corazón / cuando nace. Si volvemos al poema ‘De lo inútil’, del cual decía que podía servir como explicación en cierto modo tanto del sentido general de este libro como de definición de cada una de sus tres diferenciadas partes, encontramos estos versos que, en mi opinión, explican lo que vamos a encontrar en “Cosas que hay que decir”, la segunda parte del poemario. Decía en ese poema: Una colección de palitos resecos, / de antiguos billetes de tren / o de piedras / o de palabras escondidas en una postal. // Cosas que nadie quiere, / eso que llaman lo inútil. Esta segunda parte encajaría con esa idea de “una colección de...”, y con la idea de “cosas que nadie quiere”. Hay un cambio de estilo muy acusado respecto a la primera parte: los poemas son más largos y tienen título; los versos también ganan extensión y se reduce esa concentración “mineral” de la primera parte; se usa la puntuación… Todos esos cambios formales están relacionados con una mayor presencia del “yo” biográfico, histórico, frente a la impersonalidad de la primera parte. El título, “Cosas que hay que decir”, también parece acercarnos a la realidad más cotidiana, a las “cosas” que reclaman una especie de dimensión ética del poema, con esa perífrasis de obligación relativa al decir. El orden de los poemas es (casi) alfabético, según la primera palabra del título de cada uno de ellos, lo que aporta ese sentido de diccionario, de inventario de cosas vistas, vividas, como recogidas de la observación (“Una colección de…”), más que la indagación abstracta y concentrada de la primera parte. No obstante, pese a estos cambios sustanciales, sigue estando presente ese tema central de la presencia y de la ausencia, del ser y del no ser, de todo aquello que no se nombra y forma parte del mundo. Pero aquí lo hace con una mayor presencia del yo humano, cotidiano, a diferencia de la primera parte, en la que el yo casi desaparecía o era un yo más poético, de la escritura. Así sucede en poemas como ‘Abracadabra’ (Desaparecer del mundo / para aparecer en el mundo / aunque nadie reconozca tu cuerpo, / aunque habites en el osario / de los espejos) o en ‘Al otro lado’ (Al otro lado / está la ciudad que no se hizo, / la ventana por la que no miraste, / la puerta que no llegaste a cruzar. (...) En realidad, es este tema el que da unidad al todo el libro, el que justifica que tres partes tan distintas estilísticamente puedan convivir sin extrañeza en un mismo volumen. Este poema, (titulado ‘Palabra’) que propone el abandono, el intento de borrarse a uno mismo del lenguaje, de dejar un lenguaje “puro”, es un buen ejemplo: Corto una pequeña rama del árbol. / La deshojo, una a una, / y queda ella sola, / verde rama sin hojas: / esta palabra mía / sin mí. Podemos encontrar dos grandes líneas poéticas en esta segunda parte. La línea “juarrociana”, paradójica, atenta a las contradicciones del hombre inserto en un mundo y un lenguaje que se muestra insuficiente, que restringe la experiencia del conocimiento y frente al que se propone una especie de rebelión poética. Y la otra línea, más cotidiana, más anecdótica, donde conviven Simic con Ángel González. La influencia norteamericana le da también a esta parte esa atención por los detalles puramente biográficos, ese intento de rescatar la poesía de lo cotidiano olvidado, de la poesía de las pequeñas cosas insignificantes, que aparecen ligadas a una presencia muy rotunda del yo en poemas como ‘Aproximación’: Me he despertado tarde. / Sobre las tejas cae el sol y seca la noche. / Bajo la sábana de franela las cosas parecen agradables. (...) Universo cotidiano. / Lo que no aparece en los periódicos. / El revés del derecho de la trama. También está la pura observación poética de lo cotidiano, como en el poema ‘Poética del gato’, cuya esencia es proyectar una mirada poética sobre algo que tenemos delante a diario y a lo que no prestamos esa atención poética profunda, es decir, “lo inútil”. Por eso (glosando groseramente a Heidegger), lo inútil, lo que no tiene “uso”, lo que no es “objeto” bajo el dominio del “sujeto-hombre”; y ese es o debería ser el espacio de la poesía, la señal donde el mundo se nombra a sí mismo, que es donde el poeta escucha la llamada para hacer aparecer eso, esa ausencia, esa presencia sin uso, sin nombre, en el poema. Esto se ve muy bien en el poema llamado ‘Simplemente’, en el que ya desde el título se asocia lo simple con lo auténtico y lo auténtico con la desaparición del yo y del lenguaje: Atrapar el silencio, dicen, / y me quedo detenido en medio del campo. // Silencio, dicen, / y simplemente se trata de abrazar el mundo, / de dejar descansar las palabras. El poema que da título a esta parte, “Cosas que hay que decir”, parece declarar esa necesidad de nombrar las cosas cotidianas con un respeto que eluda la metáfora, que evite convertir la cosa en instrumento para el hombre. El viejo intento de mirar las cosas sin “contaminarlas” con lo humano que se proyecta sobre ellas. La eterna separación entre el mundo de los hombres y el mundo que rodea al hombre: Hablaré de las líneas que corren por las manos / como si simplemente fueran / las líneas que corren por las manos. (...) No pretendo decir nada con esto. / Qué decir, en realidad. /Quizá solamente que los pájaros siguen volando / y yo quiero verlos volar, desdoblarse, cruzar el cielo.” La tercera y última parte, titulada “Trasluz”, es en realidad como un único poema dividido en varias partes, una de ellas incluso en prosa. Si volvemos al poema ‘De lo inútil’, que he estado usando para extraer de él una especie de autodefinición poética de cada una de las tres partes del libro, esta última se correspondería con los siguientes versos de aquel poema: eso que llaman lo inútil, / y que, alguna madrugada triste, / algún año lejano, / le prende fuego a nuestro corazón.
Porque aquí encontramos que “lo inútil” entra en contacto emocional y ardiente con “el corazón”, con un omnipresente “yo poético” que, en “una madrugada triste”, es decir, en un tiempo muy concreto, intenta explicar poéticamente esa relación o contacto o experiencia biográfico-poética de la extrañeza de las cosas y del hombre en medio del mundo. Es, tal vez, mi parte preferida de las tres. En realidad, es un solo poema, dividido en varias partes, en el que vuelve a desaparecer la puntuación (excepto en un poema en prosa), así como los títulos. Está protagonizado por un “yo” que, de forma casi narrativa, “cuenta” un despertar, un amanecer. El poema consiste en la poetización de una serie de elementos asociados a esa situación social del “despertar” o “levantarse de la cama”. Aquí, el café, la ducha, la toalla, los pasos dados del dormitorio al baño, son elementos a los que Julio Espinosa consigue dotar de una carga poética muy profunda, que demuestran de forma palpable que esas disquisiciones poéticas anteriores sobre la piedra, sobre la palabra, sobre el silencio y el mundo no eran “temas poéticos”, imposturas, cuestiones “filosóficas” ajenas o teóricas. Consigue magistralmente integrar todo lo anterior en una vivencia común y cotidiana. El elemento casi narrativo se llena de ese lenguaje interior confuso que nos acompaña siempre y que el poeta consigue concretar aquí con una voz poética poderosa y sutil al mismo tiempo, en lo que me parecen los momentos más altos del libro. Un ejemplo, que nos sirve también de cierre de estas impresiones de lectura: Camino por la habitación oscura / con los ojos abiertos / Sé cuántos pasos hay / del cabecero de mi cama / a la pared / De los pies de la cama / al baño / De mi mano / al interruptor de la luz // Cuando la enciendo / mi insignificante sabiduría de silencios / muere / Los ojos / llenan de palabras / el mundo |
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