LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
EMILIA CONEJO. DIOS PALPITANDO ENTRE LAS TOMATERAS (Godall, Barcelona, 2023) por JULIO MONTEVERDE UNA SED INTACTA Un ensayo sobre «las diversas formas de acomodar el desbordamiento de lo sublime». Así describe su autora, la poeta Emilia Conejo, este Dios palpitando entre las tomateras, en cuyo centro ha instalado la figura fascinante de Marosa di Giorgio. No es ningún secreto que tras su desaparición en 2004 la importancia de la poeta uruguaya no ha dejado de crecer, hasta el punto de que en la actualidad su obra se cuenta entre las más influyentes del siglo XX en Hispanoamérica, gracias, entre otras cosas, a su indiscutible originalidad. Pues Marosa «no se parece a nadie» (1), como nos recuerda con lucidez la autora de este trabajo. Ahora bien, si esto es sin duda así, ¿qué es lo que define esa singularidad como poeta? Aquello que la separa y la distingue de las hordas... En nuestra opinión, y dejando a un lado ciertas excentricidades de carácter que no son exclusivas de la condición poética y que nunca han aportado valor por sí mismas, lo que define la singularidad de cualquier poeta es una tensión específica que consigue crear, una capacidad para ofrecer algo que sin él no sería posible, que sin su intervención jamás habría llegado a la realidad, pero que una vez manifestado se comprende común, compartible, y en los momentos más fulgurantes incluso imprescindible. Y en el caso de Marosa, este rasgo distintivo es sin duda el mundo que creó a través de sus poemas. Un mundo completo, cerrado, que parece a primera vista un mero escenario pero que no tarda en revelarse como personaje principal. Un lugar cargado de símbolos en el que todo se refleja en todo y se responde creando una especie de estructura de la realidad gracias a la cual cada cosa que adviene, por algún tipo de milagro, encuentra siempre su sitio adecuado. De este modo, cuando leemos un libro como Los papeles salvajes (2), en el que Marosa di Girogio recopiló toda su obra poética, a poco que avanzamos nos vemos invadidos por la sensación de estar una y otra vez frente al mismo poema. Y esto, que podría suponer una condena plenaria para el común de los poetas, tampoco es así en Marosa. Porque lo que llega hasta nosotros es un mundo que vemos alzarse en cada texto. Cada una de sus palabras lo contiene. Cada uno de sus poemas es ese mundo. La poeta no nos habla de él, sino que lo crea en cada ocasión. Por eso, a pesar de ser siempre el mismo, nos arrebata cada vez. Exactamente igual que el acto del amor, una y otra vez culminado y recomenzado cada vez como si fuera nuevo. Aunque tampoco conviene confundirlo todo. En su ensayo, Emilia Conejo afirma que ese mundo tan propio de los poemas de Marosa, el paraíso recurrente de la infancia, la finca familiar con su jardín, naranjos, magnolios, y los seres reales o imaginarios que se internaban en él, tampoco coincide así como así con el lugar histórico en el que la poeta pasó sus primeros años. En realidad, todo parece indicar que es la forma de habitar ese mundo lo que es su paraíso, que se alza sobre el recuerdo de un pasado material e histórico, pero que es mucho más complejo, ya que acoge en su interior toda una forma de existir. En los bellos poemas de Marosa todo ocurre en función de esa experiencia de la infancia, por supuesto, pero si solo se tratase de volver a la niñez la cosa tampoco tendría mayor valor. Lo que diferencia el mundo de Marosa, lo que lo hace singular, es su decidido ambiente onírico y de cuento de hadas, es decir, mítico. Se trata de una mirada que vuelve a las fuentes fundamentales para hablar de la experiencia concreta a través de un conocimiento que es el más antiguo de la especie. Y esa mirada es fundamentalmente poética. La poesía en la que se basan todos los mitos y nos coloca en el umbral de lo maravilloso. Porque este mundo que Marosa delimita, que erige y destruye en cada poema, no es una mera representación literaria. Es mucho más. Lo que palpita en su mundo es un latido material redescubierto como red de relaciones transfiguradas por la acción del amor sobre ellas. Intentaremos explicar de forma más sencilla esta última afirmación por medio de un breve ejemplo. En un punto del libro Emilia hace una acertada comparación de Marosa con las beguinas. Por si alguien lo desconoce, resumiremos que las beguinas fueron las componentes de una serie de congregaciones laicas femeninas que en la Baja Edad Media desarrollaron, al margen de la iglesia oficial, toda una teoría y práctica de la religión católica basada en una mística de la presencia y la inmanencia de la materia como fulguración divina. Y que se expresaron a través de la poesía. Fue aquella una espiritualidad de la inmediatez que, por supuesto, y como pasó con otros movimientos afines como la Hermandad del Libre Espíritu, fue perseguida, prohibida, conducida a la hoguera y al fin, para descanso de los santos varones, olvidada (3). Pero que también dejó algunos testimonios de extraordinario valor. Así, una de las beguinas más influyentes, Hadewijch de Amberes, hablaba en estos términos de la experiencia mística que la movía: Mi yugo es suave, mi carga ligera», nos dice el Amante [...] Toda el agua que saca el deseo La bebe el amor, y no se sacia. Amor exige al amor Más de lo que la inteligencia entiende. (4) Y todo parece indicar que en este caso no se trata ya del archifamoso «Dios es amor», sino más bien de que Dios es el Amor. Porque para las beguinas, Dios no sería tanto un ser como una relación en la que se puede estar, en la que se puede existir; lo que situaría su experiencia mística en el centro de una red de vínculos con la presencia que eliminaría la trascendencia. A partir de ese momento, Dios las atraviesa cuando aman, es ellas mismas amando. De esta forma, Dios es concebido como la relación que une el mundo material, la inmanencia absoluta que, por medio del amor, vuelve sagrada a la materia. De nuevo, una operación esencialmente poética. Y este es sin duda el punto de partida de Marosa que de forma tan brillante nos permite comprender Emilia; un punto de partida que asume de modo general la idea de dios como amor capaz de unificar con su acción el mundo que rodea a la poeta, pero que es tan heterodoxo en los detalles que se coloca en las luminosas corrientes de los márgenes de la historia. Porque en Marosa hay una corriente telúrica muy importante que está unida a fuerzas primigenias de la experiencia humana, y que se manifiesta en ese impulso mítico que pone en juego. Todo su catolicismo —tan erotizado, tan corporal— se entiende en último término como un panteísmo primitivo, druídico, que como tantas veces sucedió en la historia, se «disfrazó» de cristianismo para poder seguir existiendo, o que en todo caso bebió de esas fuentes para, como en el caso de las beguinas, delimitar sus rasgos más característicos. Pero que no es más que eso, un panteísmo salvaje que pervive en una poeta que, como médium, lo percibe en la naturaleza y le da una forma nueva, adaptada a su tiempo. Por supuesto, Marosa hace la trasposición de forma intuitiva, es decir: no cultural, y ese es justo el milagro de su capacidad como poeta. Pero si como vemos la obra de Marosa, a pesar de la engañosa simplicidad con la que se nos presenta en sus poemas, demuestra una complejidad desconcertante, ¿cómo se puede hablar de ella sin reducirla? ¿Cómo es posible adentrarse en este espacio en el que la poesía crea el mundo sin borrarlo? ¿Cómo ha sido posible escribir un libro a su altura? La respuesta, que es en nuestra opinión la que ha articulado Emilia, no por ser simple deja de ser admirable. Se trataría de pagar con la misma moneda. Dice la propia Hadewijch en otro de sus poemas: «Sólo por Amor se gana a Amor» (5). Y en línea con la luminosa coherencia de esta revelación, lo que hace Emilia es hablar de la poesía desde la poesía. Responde a la poesía con más poesía. Y la utiliza para comprender la obra de Marosa, es decir, poniéndola en práctica como herramienta de conocimiento. Por supuesto, se trata de una idea de la poesía lo bastante amplia y esencial como para dar por superado cualquier marco literario o exclusivamente poemático. Como la propia Emilia ha comentado en alguna ocasión: «No una poesía que habla de las cosas, sino que es ya las cosas». Y aquí llegamos, por fin, al núcleo de este libro, su centro radiante por decirlo así. En su poemario De acá, la propia Emilia nos decía: [...] No busquéis a las huríes en otros prados; es acá donde todo explota. Acá donde la vida se cierne sobre cada humano. Acá donde los cerezos copulan con el alabastro. No se escapen. No huya nadie, que la fronda —nos advierte— no canta dos veces. (6) De este modo, es en esa presencia en el mundo, en su habitarlo, donde ocurre lo determinante. Y en nuestra opinión, en este libro Emilia Conejo no hace sino ser fiel a sí misma y a la propia Marosa al responder a las profundas implicaciones que tiene su poesía creando las condiciones para que podamos entrar en su dominio en un mismo tono de afinación. En su libro percibimos una tensa armonía entre sujeto y objeto que nos facilita la comprensión profunda. Y esto es algo que no se produce con facilidad, y para lo que hay que tener un arrojo especial que solo puede obtenerse de las mismas fuentes de lo que pasa. Para entender a Marosa, Emilia habla de sí misma, de ciertos acontecimientos sucedidos en ese lado de acá en los que el lector puede encontrar una clave poética a la altura de las potencias que desencadenan los poemas de Marosa. Y de este modo el mensaje llega hasta nosotros a través de lo inmediato. Se trata aquí de otro nivel de comprensión. De unos fenómenos que explican sin palabras. Que significan sin discurso, y por medio de los cuales Emilia explica a Marosa a partir de su propia vivencia, de ese lado de acá en el que tiene lugar la conjunción de sus palabras, su cuerpo, su memoria, y su presencia. Por último, tan solo apuntar que Emilia, a través de Marosa, pero también más allá de ella, participa de esa religión sin religión de la que hemos hablado más arriba, materializada en ese sentimiento oceánico de contacto con lo infinito al que dedica quizá varias de las mejores páginas de este libro. A este respecto hay una cita del poeta surrealista Robert Desnos que a Emilia le gusta recordar y que ha incluido también en este libro: «Yo no creo en Dios, pero tengo el sentido de lo infinito. No hay nadie más religioso que yo». Y si para nosotros, que tampoco creemos en Dios, el punto de vista de Emilia se revela tan interesante es porque hay en él toda una concepción del esplendor de la materia que se despliega en lo real, y que al hacerlo no reniega jamás del cuerpo, sino que lo pone en valor como única puerta de entrada posible a la unidad recuperada en la experiencia de lo infinito. No obstante, y esto no es una crítica sino un desacuerdo, quizá ese sentimiento oceánico no necesite remitirse a ninguna religión para existir, y sea posible recuperarlo y reconstruirlo sin tener que pasar por una idea cualquiera de religiosidad. Ni siquiera como ausencia. Lo religioso es una superestructura que se añade a ese sentimiento, pero nada nos impide dejarla atrás para crear otra más acorde con nuestros deseos. Para eso tenemos la poesía. Dicho esto, es necesario también dejar claro que la idea de Emilia está basada una concepción de la mística como presencia del cuerpo en el mundo que actualiza una tradición específica y profundamente femenina, tan necesaria en el tiempo de volatilización en el que vivimos y que sin duda continuará desplegándose para ofrecer asideros contra la época. Incluso para aquellos que sostenemos la necesidad del ateísmo, el valor de esta perspectiva es indiscutible. Porque esa creación del mundo material a través de la poesía de la que habla Emilia en las páginas finales de este libro es algo que nos vincula a todos los lectores a través de esa misma «sed intacta» (7) que lo generó con el objetivo manifiesto de renovar la fe en el más de acá. (1) Emilia Conejo, Dios palpitando entre las tomateras, Godall, Barcelona, 2023, pág. 207.
(2) Marosa di Giorgio, Los papeles salvajes, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2013. (3) Para una exposición detallada de estos movimientos y su importancia, véase: Norman Cohn, En pos del milenio. Revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media, Pepitas, Logroño, 2014. (4) Hadewijch de Amberes, El lenguaje del deseo, Trotta, Madrid, 1999, pág. 76. (5) Ibidem, pág. 99. (6) Emilia Conejo, De acá, Godall edicions, Barcelona, 2019, pág. 17. (7) Emilia Conejo, Dios palpitando entre las tomateras, Op. cit., pág. 228.
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JULIO MONTEVERDE Y JULIÁN LACALLE. CASA DE FIERAS (Enclave de Libros, Madrid, 2013) por JUAN CARLOS OTAÑO UNA SOLUCIÓN AL PROBLEMA DE LA VIVIENDA ¡Existen tan pocas diversiones que no sean culpables! Charles Baudelaire ![]() Hay libros que son sólo libros y otros que actúan como bisagras. Son las bisagras de su tiempo. Inclusive cuando, en razón de una sencillez y modestia puntillosas, hasta se dirían demasiado alejados del epicentro de las discusiones, es decir demasiado irradiados de los debates importantes en la plaza pública. Lugares en los que, se nos afirma, se juegan los destinos, y donde nunca habría espacio para las cosas pequeñas o irrisorias, pueriles o simplemente reputadas como inexistentes. Y es por eso que aquí, al ser un libre juego de las especulaciones más desinteresadas, al tiempo que una búsqueda afanosa del objeto, de su estimulación e interpretación, un arte resultante de maravillosas operaciones mágicas, esta Casa de Fieras invoca desde sus primeras páginas los poderes de la infancia. Según Baudelaire, una especie de fraternidad (1), esa «francmasonería de los juegos, volteretas e intercambios vertiginosos», al decir de Robert Benayoun (2), quien a su vez ha sabido constatar, en el corazón de los juegos de la infancia, las paradojas de la libertad y sus motivaciones soterradas e inconfesadas: Si se considera la infancia como un largo derecho de piso, una retahíla de angustias, complejos y deseos insatisfechos, una búsqueda incesante de afecto y seguridad, una lucha perpetua contra la rígida autoridad del adulto y la tiranía que tiene su origen en la razón, lucha que ha llegado a ser tan crucial en la medida de una noción casi inmaterial del tiempo, uno se pregunta cómo este período de la existencia puede ser el más feliz, el más libre, el más intacto de todos. Y es que: Uno se equivocaría al hacerlo, si no contase con esos aliados tenaces de la infancia que son la imaginación, la inocencia, la superstición. Superstición, inocencia e imaginación que siempre han sido el más temible antídoto contra el cinismo y el desencanto, que hacen que toda ocurrencia se paralice, toda vislumbre se vea ensombrecida, toda emoción erradicada. A esta estrechez de toda consideración moral del juego y la diversión de los espíritus, cuyas rispideces y desventuras en la vida nada parecieron perturbar o modificar, se alza naturalmente y de modo a veces subrepticio, una espléndida cohorte de monstruos. Unos de apariencia informe y otros más organizados, entidades de factura semiorgánica y semimanufacturada, «bichos» del sueño y la duermevela, tanto de hábitos diurnos como nocturnos. No los tuvieron mejores ni peores, ni más altos ni más bajos, ni más encogidos ni más estirados, los santos varones del Greco y Zurbarán, las tentaciones del Antonio de Matthias Grünewald o Martin Schongauer, los de El Bosco o Pieter Brueghel el Viejo. Pues tenemos aquí un pequeño álbum que atormenta y fascina como lo hacían los viejos bestiarios medievales. Estas imaginaciones nacidas para ofrecer un cuadro descriptivo de una enseñanza alegórica de carácter edificante (del tipo: «así como el águila rechaza cualquiera de sus crías que no pueden mirar fijamente el sol, así Dios rechazará a los pecadores que no pueden soportar la luz divina»; o bien: «así como el pelícano revive sus crías difuntas después de tres días dándoles a beber de su propia sangre, así también Cristo resucitó a la humanidad con su sangre después de tres días en la tumba»), que con el paso del tiempo fueron perdiendo gran parte de su eficacia moralizadora, y asimismo y fatalmente junto con ella, su funcionalidad y sustento como vehículo propagandístico –en tanto y en cuanto un maravilloso sin dioses iba conquistando los corazones de los hombres. Estos llamados «libros de la naturaleza» llegaron a ser tan populares, que muy pronto suscitaron la desconfianza y la ira entre los guardianes de la fe. En consecuencia, San Bernardo de Clairvoux, escribiendo en su Apología (c. 1127), advierte de este modo a su grey católica: ¿Qué provecho hay en esos ridículos monstruos, en esa hermosura maravillosa y deforme, en esas atractivas deformidades? ¿Para qué son esos monos inmundos, esos leones brutales, esos monstruosos centauros, esos hombres partidos por la mitad, esos tigres rayados, esos caballos de sinuosa cornamenta? Se ven muchos cuerpos bajo una sola cabeza o también muchas cabezas sobre un mismo cuerpo. Aquí, una bestia de cuatro patas con cola de serpiente; más allá, un pescado con cabeza de bestia. También la parte anterior de medio caballo que arrastra tras de sí a otra mitad de cabra, o una bestia con cuernos que lleva los cuartos traseros de un caballo. En fin, son tantas y maravillosas las variedades de formas que tenemos la tentación de leer, así en el mármol como en nuestros libros, que nos pasamos todo el día preguntándonos sobre ellas en lugar de meditar sobre la ley de Dios. Por el amor de Dios, si los hombres no se avergüenzan de estas locuras, ¿porqué al menos no reparan en el malgasto de su tiempo? Podemos ver como el valor de provecho asociado a un tipo específico de esparcimiento muy tempranamente se había visto desbordado por una sed de lo maravilloso sin fronteras —o, por lo menos, sin una clara y precisa finalidad utilitaria—. Sencillamente no podía concebirse que siervos de la gleba abandonaran sus fatigas a cambio de alegrías no asignadas, o cedieran ante los encantos de otras mitologías menos represivas. Del mismo modo que setecientos años más tarde, promovidos al calor de campañas alfabetizadoras emprendidas por entidades filantrópicas —tales como la Sociedad para la Promoción del Conocimiento del Cristianismo (fundada en Londres en 1699)—, vastos sectores populares pudieron acceder a los primeros rudimentos en lectura y escritura —sólo que no lo hicieron con el fin que se esperaba de ellos sino para volcarse, con un rabioso frenesí, hacia los encantamientos que les deparaban las novelas góticas—. Para apreciar en toda su dimensión esta vida dramática y pasional que se agita en el interior de la Casa de Fieras, es decir para mejor comprender sus secretos debates, sus complicadas intrigas, sus enconos fantásticos, su extravagante mobiliario, una de esas armaduras parece casi de mi talla; ojalá pudiese ponérmela y recobrar con ella un poco de la conciencia de un hombre del siglo catorce, (3) sería vano y presuntuoso atreverse a ello tan siquiera, sin antes intentar vivir en su interior aunque como mínimo fuera por una breve temporada. Pues ni el Rinoceronte amable, ni el Mosquito magnético, ni el Tiburón materialista, ni el Salmón contradictorio están destinados a los antiguos y modernos escolásticos, y tampoco a los sostenedores del canon neoliberal y postmodernista que hoy domina en las grandes capitales. ___________
(1) Charles Baudelaire, El Spleen de París: «Los dos niños se sonreían uno a otro, fraternalmente, mostrando sus dientes de una igual blancura». (2) Robert Benayoun, «BIEF, jonction surréaliste», nº 12, París, 15 abr. 1960 (pág. 4). (3) André Breton, Introducción al discurso sobre la poca realidad (1927). |
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