LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MANUEL VILAS. LOS BESOS (Planeta, Barcelona, 2021) por PEDRO GARCÍA CUETO Después de los éxitos de Ordesa y Alegría, Manuel Vilas vuelve a una narrativa entrañable de un ser que mira el tiempo y la vida con extrañeza, porque en la retina de este escritor late una forma de ver que lo hace singular y que da a la novela la textura necesaria para atraparnos. Los besos es nos cuenta la historia de Salvador, un hombre que, al inicio de la pandemia, decide irse a un pueblo. Es un profesor ya jubilado, cuya falta de comunicación con sus alumnos le llevó a un ensimismamiento que sigue presente en él. Esa falta de sociabilidad con otros seres le hace aislarse y contemplar la pandemia como si todo un mundo hubiese caído en desgracia. Pero es precisamente su afán de detenerse en detalles que otros no percibirían lo que dota a Salvador de particularidad. Su encuentro en el supermercado con una mujer, Montserrat, quince años menor que él, sirve de puente para expresar su pasión ante la idea del amor y su total devoción a ella, llegando a considerar el amor como el único eslabón que nos puede salvar de la locura. Con estos mimbres, Vilas avanza en una especie de diario donde encontramos una oda a la naturaleza, al paisaje del campo, a su pasión por comprar verduras o a esa tensión que supone robar en el supermercado. Los besos es un acto narrativo de reflexión, una especie de confesionario donde late el espíritu de un hombre impar. Hay muchos párrafos donde Vilas se detiene con maestría en lo cotidiano, como si el virus no fuera lo más importante, sino su reacción ante lo que le rodea. Otro aspecto es la lectura de la novela El Quijote de Cervantes, a través de la cual está interpretando el mundo. Al llamar a la chica Altisidora, está reafirmando su deseo de huir de la realidad, de construir un universo alternativo, un espacio totalmente cerrado a lo que ocurre en el exterior, para aislarse, a través del sexo, de una sociedad destruida. Cito algunas líneas de la novela, como ese canto al medio natural: Oh, viento, oh, carne, oh cuerpo humano, y el bosque al lado de mi casa, donde los virus no están, donde la luna y el sol se alternan sin escrúpulos políticos, donde la belleza persevera porque no sabe que es belleza... Se trata de un caballero sin fotos en la cartera, porque todo es hondura, los rostros se confunden y él mira el tiempo como si fuese contemplado por primera vez. En el capítulo 35 podemos ver cómo penetra el escritor en el ser que ama, cómo se convierte en el amanuense que la descifra, porque este nuevo libro de Vilas es, en el fondo, un viaje a nuestro propio cuerpo: Ha sido al notar su aliento, la carnosidad de la lengua, cuando he accedido a la parte invisible de Montserrat/Altisidora, al lugar en que ella habla consigo misma. Y veo lo que es. La veo por dentro.
Los comentarios sobre personajes políticos o sucesos de nuestra España, como el 23 F, van dotando a la novela de un tempo, van arraigando la historia a una época. Pero lo que importa no es todo eso, sino ese descenso a los infiernos de uno mismo y a los del ser amado, como si volviera Dante montado en su famosa Comedia. Porque comedia es en realidad la vida y Manuel Vilas lo sabe muy bien. Y no elude lo escatológico (hay un instante decisivo, que no revelo, que conduce al desengaño amoroso), porque Vilas contempla el cuerpo y lo disecciona como si realizase una radiografía del ser amado: aparecen piernas, labios, bocas, brazos, todo ese cosmos que va conformando el paisaje corporal. No elude tampoco, como he dicho, la naturaleza: los árboles, los pájaros... Porque sabe Vilas que todo se reduce a un encuentro entre dos seres en la inmensidad del planeta, que permanece pese a nosotros, tan perecederos. Sin duda, nos hallamos ante una novela intimista. Una pandemia ha detenido el tiempo y ahora todo es un afán de regresar a la niñez y encontrar en los besos la única luz de la existencia. Una gran novela.
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MANUEL VILAS. ALEGRÍA (Planeta, Barcelona, 2019) por ANTONIO MEROÑO A esta magnífica novela del escritor de moda le viene al pelo la cita de Tolstoi, esa de que todas las familias felices se parecen y las infelices lo son cada una a su manera. Vilas perdió a su padre en 2005 y a su madre en 2014, y eso le llevó a escribir la exitosa Ordesa, que trata esas muertes y su proceso de duelo. Y ahora aparece Alegría, que no habla exactamente de cómo murieron sus padres, ahorrándonos detalles escabrosos, pero que es un lamento por su pérdida y una apología de sus virtudes, sobre todo de las de su padre.
Perder a los seres queridos es lo más jodido de la vida; perder a tus padres, por mucho que sea ley de vida, siempre te deja al borde del camino, solo, enfrentado a tus fantasmas, sin pasado y con un futuro que tú te debes construir ya huérfano y con pocos referentes. Es lo que se llama ser adulto, pero no tiene maldita la gracia. Lo que hace aquí Manuel Vilas es narrar su día a día durante más o menos un año, a raíz de su éxito novelístico anterior. En ese peregrinar por ciudades y hoteles coge su portátil e intenta ordenar su vida de huérfano recordando a sus progenitores, recordando su infancia, haciendo recuento de su pasado, de sus años junto a ellos. Así, aparecen sus años de colegio, la España de los setenta, de un niño aplicado en los estudios y en los deportes, de una familia de clase media-baja de la España de fines del franquismo, de un niño que adora a su padre, que para él ha sido un modelo, alguien intachable. Ahora, divorciado y vuelto a casar con una norteamericana, tiene a su vez dos hijos veinteañeros a los que ve poco pero adora, e intenta ser un buen padre, como el suyo lo fue con él. Es, por lo tanto, todo un recorrido sentimental por la España de los últimos cincuenta años que toca profundamente a todos los lectores de la misma generación de Vilas. Tiene muchas obsesiones, muchas manías, mucha nostalgia y mucho miedo, miedo a la muerte y miedo a la vida. Alegría es un gran libro de lo que ahora está tan en boga, la autoficción, escrito con agilidad y con una lectura apasionada. No se nota demasiado que es un encargo. MANUEL VILAS. AMÉRICA (Círculo de tiza, Madrid, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Se supone que lo primero que ha de hacer un crítico (o reseñista o comentarista) es informar al público del género al que pertenece la obra tratada. Reconozco que a mí me produce una pereza infinita dicha tarea: creo en el texto, en su poder comunicativo, en su libertad salvaje, especialmente visible en libros como América. Digamos que es un “libro de viajes”, claro, para que no haya equívocos. Pero América es ante todo un texto de una potencia poética inmensa, como casi todo lo que escribe Vilas: da igual que se etiquete como cuentos, como novelas o como libro de viajes o libro de poemas. Vilas, como su adorado Whitman, convierte en poesía todo lo que toca, desde Walmart hasta el Mini Cooper. Su mirada y su imaginación es la de un poeta. Y su respiración, y su ritmo. Pero vamos a América. Lo primero que ha de saber el lector es que este libro está lleno de Vilas, lleno de la primera persona. Que nadie espere un razonado, mesurado o documentado tratado sociológico, económico, antropológico, sobre América. Lo que encontramos es a Manuel Vilas recorriendo América, mirándola, mirándose a sí mismo en América, pensando en su vida y en las vidas de todos los que han pasado y no han pasado por América: «Este libro es autobiográfico y cuenta mis viajes por muchas ciudades norteamericanas. Entonces, dedico este libro a mi desesperación americana. Por muy grande que sea la desesperación de un país o de un continente, más grande será siempre la mía». Esas palabras de ecos juanramonianos que encontramos en la ‘Dedicatoria’, situada a modo de prólogo, dejan claro el propósito y el tono lírico del libro. Cada capítulo de América cuenta la estancia o, mejor dicho, el paso del autor por una ciudad americana (Iowa City, Houston, Chicago, Panamá City, Miami, Nueva York, etc.). Habla de ellas, recorre sus calles, sus cafeterías y restaurantes, sus hoteles, sus museos. Pero, según avanzan las páginas, el lector se va dando cuenta de que el tema central de América no es el país, ni el continente, ni sus ciudades. El tema es la vida, y es la muerte y, sobre todo, es el tiempo. El tema de América es el hombre, enfrentado a la trascendencia y la insignificancia del olvido. Es, por eso, un libro lleno de emoción, de la emoción poética y humana de quien consigue situar todo aquello que observa frente al abismo de la muerte, que es el espacio donde trabaja la mejor poesía y la mejor literatura, la que define al hombre en sus límites, en su grandeza trágica y en su miseria cómica. El gran “truco” de América es conseguir que lo que debería ser un libro sobre un espacio (un país, unas ciudades) se acaba convirtiendo en un libro sobre el tiempo. Porque, aunque el viajero, el protagonista (Vilas) ocupa y observa ese espacio en la actualidad de 2014 o 2015, en realidad hay una técnica continua por la cual el eje temporal se agranda, hacia el pasado y hacia el futuro. El resultado es que el espacio se convierte en recordatorio de la muerte, en lo no humano que permanece, frente a las vidas de todos los que han pisado esa ciudad, que son efímeras, a pesar de su fama, su éxito, su gloria: son ciudades llenas de muertos, de gente que ha vivido y ha amado y ha muerto como todos los que habitan ese presente que observa el autor. Esa asimetría entre la vida breve del hombre, que pisa un espacio eterno e infinito, llena el libro de una melancolía que Vilas consigue hacer épica y celebratoria al mismo tiempo. Es la melancolía del que quiere ser eterno, la desesperación de quien ama tanto la vida y la celebra en tan alto grado, que se asombra ante la muerte, ante la imposibilidad de que no haya espacio en la eternidad para el hombre, para ningún hombre: ni siquiera para Cervantes, ni para Elvis, ni para Lou Reed, ni, por supuesto, para Vilas: Aún se venden vinilos de John Denver en los mercados de discos usados en Madrid. Un apellido de músico y una ciudad. El músico está muerto, pero la ciudad vive. ¿Quién recuerda a John Denver? ¿Quién me recordará a mí? ¿Quién recuerda a nadie? Las ciudades permanecen, pero sus ciudadanos se marchan, y vienen otros ciudadanos. Vilas es el protagonista del libro, no América. Y Manuel Vilas es un escritor, un poeta español, viajando por América, la tierra del pop, la tierra que hace a sus artistas universales, famosos a escala mundial. Y la melancolía que respira este libro es la de su protagonista, consciente de que no es Elvis, ni es Lou Reed, porque es un escritor, un poeta, condenado a la insignificancia social, que tiene vedada la inmortalidad de la fama. Y es la melancolía también de quien es consciente de que tampoco es Auster o Philip Roth o Allen Ginsberg, porque es español, escribe en español y tiene también cerrada esa puerta de la fama literaria universal. Y, al mismo tiempo, es una celebración de todos los músicos pop y un canto de amor por la literatura norteamericana, y la española y la latinoamericana, por todos esos hombres que han dedicado su vida y su miseria a la creación. Una celebración de esos hombres, más que de sus obras, porque el protagonista se hermana en ellos, en su humanidad, en su vejez (Bob Dylan) o en su niñez (T. S. Eliot) o en su miseria económica (Poe). Es un libro sobre el hombre, que quiere ser inmortal, que quiere, al menos, ser famoso, amado por el mundo entero. Qué menos que eso. Es este un libro, pues, sobre Vilas, un escritor español, y es un libro sobre cultura. Cada ciudad americana es un nombre asociado a ella. Se habla de cultura pop y de “alta cultura”. Se lamenta (mejor dicho, se constata) la pérdida de importancia de la literatura: Se quiera o no, los Sex Pistols fueron la última provocación consistente, de carácter político, que trajo el pop. Una simple canción como ‘God Save the Queen’ removió más conciencias que cien años de literatura social. El pop se llevó por delante a la literatura, en tanto en cuanto esta ya era incapaz de escandalizar. No es un lamento decadentista al estilo de, por ejemplo, José María Álvarez. Es decir, no adopta Vilas ese papel de ser el último ser civilizado frente a la llegada de la barbarie. Hay una melancolía, no un lamento. La melancolía de saber vedado el acceso a la fama mundial, a la influencia global. La melancolía de saberse equivocado, como si se diera cuenta de que ha errado el camino: La poesía es un género literario muerto. No le importa a nadie. En eso coinciden Estados Unidos y España: la poesía en papel o en libro está tan muerta en un país como en el otro. (...) El libro que tengo entre las manos se titula Tus pies toco en la sombra y otros poemas inéditos. En realidad, Pablo Neruda, como Cervantes, Shakespeare o Dante, es inédito y seguirá siendo inédito para la mayoría de la gente. Podría reeditarse Residencia en la tierra bajo las mismas premisas: aparece un libro inédito de Pablo Neruda titulado Residencia en la tierra, magnífico título, y para un noventa y cinco por ciento de los quinientos millones de hablantes del español sería una noticia aceptable. Es un tema recurrente, que contribuye a esa melancolía general que respira todo el libro. Pero nunca suena a queja contra el mundo, contra las nuevas generaciones, contra una juventud que apenas aparece: Se murió no hace mucho el escritor español Rafael Chirbes, la muerte de Bowie me lo ha recordado, y me resulta inevitable comparar las dos muertes. No hay nada más triste que un escritor español muerto. Si vivos ya son tristes, imagínatelos de muertos. La muerte de David Bowie ha sido un acontecimiento universal, y la de Rafael Chirbes no lo ha sido, porque la muerte es hija de las categorías de la vida. La muerte en la literatura, a día de hoy, no tiene fama. El entierro de Víctor Hugo fue multitudinario porque en el XIX la literatura era el pop de hoy. Bowie fue un nuevo Víctor Hugo. No hay un ataque al “enemigo”: la cultura pop aparece ensalzada, comentada y analizada desde esa perspectiva más poética que ensayística que define todas las reflexiones del libro. La cultura pop es la cultura de América y, por tanto, es la cultura del presente y la que permite el acceso a esa inmortalidad de segunda categoría que es la fama. Pero la melancolía se extiende también sobre los grandes nombres de la cultura pop. Ellos tienen la fama y la influencia, no los escritores. Pero tampoco su nombre será inmortal, porque también esa fama va a desaparecer, porque el Tiempo es el otro gran protagonista de América: Sus fans no lo saben, pero David Bowie va ya camino del olvido. Dentro de diez años su recuerdo entrará en la zona brumosa y aburrida que produce lo que se va quedando antiguo. Dentro de veinte años comenzará el desvanecimiento de la cultura y de la mitología donde Bowie reinó. Dentro de treinta años, será nostalgia. Dentro de cuarenta, historia antigua. Nadie puede luchar contra la muerte y su sentido dentro de la Historia. David Bowie, dentro de cien años, será la nada. Como hemos dicho, es un libro sobre Manuel Vilas, escritor español en América. Y esa, la de ser español, es otra de las frustraciones, de los elementos de melancolía. Ser español, escribir en español es otro error, cuando lo que se busca es la inmortalidad: No es lo mismo ser un escritor neoyorkino que un escritor madrileño. No es lo mismo ser Philip Roth que Francisco Umbral. Uno lleva dioses confusos en la cabeza. A unos les ayuda su lugar de nacimiento a construir un mensaje universal. Nueva York ayuda a sus hijos. Está protegiéndolos siempre. No es lo mismo ser Dustin Hoffman que Alfredo Landa. No es lo mismo ser Julio Iglesias que Elvis Presley. Pero da igual. Todos se mueren, y eso tiene gracia. Al final todo es podredumbre: podredumbre de oro y podredumbre de viento. Pero, además de la melancolía de esos temas, está siempre la visión humanista y materialista de Vilas. A pesar de que el libro está lleno de grandes nombres, nombres inmortales, autores de grandes obras inmateriales, espirituales, artísticas o como queramos llamarlas, Vilas siempre pone el foco en el hombre y, el hombre, al margen de su fama o de su lugar en el mundo, no es más que un ser sometido al tiempo: ¿Con quién habla Bob Dylan todos los días? ¿Con sus hijos? ¿Con su manager? Tal vez no hable con nadie. Tal vez solo vea la televisión. Tal vez solo esté, y el simple hecho de estar explique su vida de hoy. Además, los amigos se han muerto. Se murió Johnny Cash en 2003 y se murió con solo setenta y un años, con tres menos de los que tiene Dylan hoy. Se murió George Harrison y se murió Lou Reed. ¿Qué piensa Bob cuando los colegas se van de gira con los muertos? No piensa nada, simplemente viaja y se sube a un escenario. Decide no pensar. Para no pensar que se está muriendo. Porque se está muriendo, pero los Estados Unidos perseverarán, durarán, continuarán. Tras su muerte, el país prevalecerá. También es un libro que habla mucho de dinero. El dinero como una forma de situar al personaje en lo humano, en el mundo real. Y aparece de muchas formas. La pobreza de los escritores, esa falta de reconocimiento social que se une a la falta de recompensa económica, es una de ellas: La pobreza de los escritores me deprime en este instante. Vuelvo a mirar a las bibliotecarias de Special Collections y pienso que ellas no son pobres. Tendrán una nómina razonable. Me levanto de mi silla y salgo a los enormes pasillos de la biblioteca, en donde hay sofás, con alumnos tumbados en ellos y trabajando en sus ordenadores portátiles. No hay ninguna relación posible entre el tiempo pasado que registran estas cartas de escritores latinoamericanos con el presente. Esa desconexión me desconcierta. No sé qué sentido tiene perder mi tiempo con las cartas que escribieron los muertos. Porque todas estas cartas están escritas por muertos, o por ancianos a punto de morir, y yo aún soy joven y debería dedicar mi tiempo a alguna empresa más decente, más viva. (...) Salgo de la biblioteca, salgo a la calle y está nevando en Iowa y ha salido la luna y me alegro de estar vivo y de no ser un muerto ilustre con su nombre escrito en un remite. La bestia innoble del fracaso echa su aliento en mi nuca. Hay muchos más temas, claro, y aparecen, como en la buena poesía, unos motivos líricos que van resonando de capítulo en capítulo: los Simpson, el frío, los zombis, etc. Con los Simpson intenta captar Vilas la esencia política y sociológica del presente basada en la ausencia de gravedad o de trascendencia, en la superficialidad y el dominio de la familia como entidad suprema occidental: Nadie lo diría: es la hermosa y estrellada noche americana en que Martin Luther King abrazó a Homer Simpson. Una noche de igualaciones sociales y políticas, sí. Porque ser americano es ser Homer Simpson, cualquiera, al fin, puede ser americano. De eso se trataba. De la obtención de la ciudadanía estadounidense desde la nimiedad, desde la obesidad, desde las razas fallidas. (...) Un anti-William Faulkner, eso son los Simpson. Un antídoto contra cualquier drama pasional, religioso o étnico. Con la figura del zombi entramos en un símbolo más complejo, en el que se une la relación del americano con su urbanismo sin centro y con un territorio inmenso, dentro del cual desaparece la idea de pueblo, de comunidad, y la soledad del zombi es la que predomina. Pero el zombi también hace referencia a esa soledad mayor, la soledad del hombre frente la inmensidad de un tiempo y un espacio que se los va a tragar. En cierto modo, Vilas es también un zombi, como lo son todos esos escritores españoles o latinoamericanos que van, como él, de congreso en congreso, de universidad en universidad, vagando sin rumbo y sin más destino que la muerte y el olvido. El frío, por el contrario, es la naturaleza, lo real: la manifestación de una divinidad que dignifica al hombre, lo sitúa en el universo como una certeza. El frío no es americano. Es un dios que habita en América como en Huesca («Te puedes enamorar perdidamente del frío. El frío es real»). Hay una presencia oscuramente y melancólicamente manriqueña en América. No en la vertiente moralista de Manrique: no hay moralismo aquí. Pero sí en el continuo ubi sunt que contienen estas páginas. Y también en la idea persistente de la memoria, de la fama, de la inmortalidad, así como en la repetición de la idea de la fugacidad y la mortalidad. Es Manrique mezclado con Whitman, algo que tal vez solamente Vilas puede hacer. Es un libro profundamente melancólico, con esa melancolía de quien ama demasiado la vida y se ama demasiado a sí mismo como para permitirse aceptar el olvido y la muerte, aunque continuamente intente adoptar esa serenidad que Jorge Manrique ensalzaba en la muerte de su padre. Y con la muerte, la de Vilas, claro, porque de eso trata América, termina el libro:
Y mi sueño crepuscular es envejecer en una buena habitación en algún hotel perdido en el Midwest. (...) Y que la ventana dé al aparcamiento, y contemplar el movimiento diario de los coches. El envejecimiento de los coches. La oxidación de la vida. El paso de los años sobre las naciones. El paso del capitán del tiempo sobre los imperios. Y que cuando me muera los trescientos veinte millones de estadounidenses que aún sigan vivos recen una buena oración por mi memoria. Y que digan: Verdaderamente, este tipo era uno de los nuestros. |
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