LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JORGE PRAGA. LA BELLEZA DEL AFUERA (Eolas, León, 2022) por SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN La belleza del afuera es un libro breve escrito por Jorge Praga, y que, por lo que leo, refleja la personalidad del autor. Para Wallace Stevens la poesía era un proceso propio de la personalidad del poeta, que era un modo de hablar de las relaciones entre el mundo y el poeta (o cómo este ve el mundo: el mundo como representación de su voluntad, si se me permite la paráfrasis) sin tener que aceptar por ello el pacto autobiográfico. En el caso de Praga lo autobiográfico está presente en la materia y en la forma del libro, pero más allá de esos rasgos de la vida propia lo que predomina es el modo en que el autor observa (y refleja) el mundo. El libro viene dividido en dos grandes secciones: teoría y problemas, cada una compuesta de dos y cuatro capítulos respectivamente. Al ver la división no pude por menos que recordar que Praga había sido profesor de matemáticas en un instituto de enseñanza secundaria durante toda su vida laboral (que es la que cuenta para los adultos, aunque no para su libro). Pocas personas dividirían así un libro si no hubieran dedicado su vida a una materia que pedía tal compartimentación —en el fondo, el modo de enfocar el trabajo desde esa perspectiva marca el carácter, y en este caso también el libro—. Cosa muy distinta es lo que el lector encuentra al comenzar la lectura. Hay una estructura precisa, una exposición organizada de las ideas gracias a un uso de la lengua que es elegante y claro, sin retóricas ni poses, con la sencillez de quien es sincero y no desea ni escandalizar ni adoctrinar al lector. Le muestra su mundo, ese que formamos en la niñez y permanece con nosotros a pesar de todas las malaventuras, tropiezos y olvidos que nos asaltan en la vida posterior. Esa dedicación a las matemáticas —que tiene, ya lo he dicho, un reflejo en la claridad del texto— sin embargo, no hace de este algo aburrido o frío, tampoco inalcanzable. La belleza del afuera es, por el contrario, un libro ameno, erudito pero accesible, riguroso y radiante. La parte titulada “Teoría” se divide en dos capítulos. El primero lleva como título ‘Turner’, el apellido del pintor británico, y es una reflexión sobre de la belleza, y su par conceptual (al menos desde el Romanticismo) lo sublime. Para hablar de ellos, Praga se acompaña, además de Turner, de Eugenio Trías, David Lynch, Rainer Maria Rilke y Sigmund Freud. El segundo capítulo de la primera parte toma su nombre del cuento de Cortázar ‘Axolotl’ para hablar del afuera, que no es lo mismo que las afueras, término mucho más común a la hora de plantear campos teóricos. El afuera es la periferia, el alrededor o el entorno respecto de un centro si lo observamos desde lo geográfico. Si cambiamos el lugar desde el que lo vemos, Praga nos descubre que es también la atracción de lo oscuro, el temblor, la duda, lo inesperado, en resumidas cuentas, es lo siniestro, lo fantástico tal como Cortázar lo entendió en el siglo XX —y ahí cobra sentido el cuento que da nombre al capítulo—. Para hablar de las fronteras que uno traspasa también echa mano de Olvido García Valdés y su «decir desligado del discurso, un decir que es creación». Aquí, como en el anterior capítulo, trae a colación a cineastas como Abbas Kiarostami, Víctor Erice, José Luis Guerin y, por encima de ellos, de Werner Herzog, y Timothy Treadwell, aventurero que filmó a los osos en Alaska.
Viene luego la sección “Problemas”, que en cuatro capítulos cuenta lo que es el verdadero tema del libro: la casa familiar en Asturias que él compró con el deseo de no abandonar para siempre el lugar donde estaban sus orígenes. A partir de esta anécdota, Praga va hilando reflexiones sobre el lugar, el afuera, la posesión de una casa y la seguridad que eso proporciona, y siempre acompañado de escritores y cineastas como William Butler Yeats, Virginia Woolf, John Ford, Alexander Payne, George Steiner, y algunos más, que el lector descubrirá. La belleza del afuera es un libro bello por cómo lo dice, el estilo claro y pausado, y por lo que cuenta. Ya casi al final escribe la siguiente observación: «La pertenencia a un lugar y no un lugar que te pertenece [...] La vida que se oculta allí. Quién puede leerla y gobernarla»; para añadir en la página siguiente: «De esas herencias que gobernaron la vida y los hábitos de nuestros antepasados no nos podemos hacer cargo, quedan demasiado lejos de la razón que nos conforma», contradiciendo de un modo oblicuo la primera frase. Quizás la mayor belleza del libro sea esa aceptación de lo polimorfo del mundo y de nuestras vidas —lo inestable (que es el afuera) y el desequilibrio que gobierna la vida—.
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ALBERTO CISNERO. LOS DADOS DE LA MUERTE (Barnacle, Buenos Aires, 2021) por JORGE AULICINO PADRE, TU EPITAFIO SOY Para ser el contraluz de Rubén Darío no basta con haber visto una osamenta. La vista debe de haberse cansando de ver huesos que conservan, en el viento y el polvo, un cierto afán de orden natural. Alineaciones, como versos heteróclitos, con o sin rima sonante o asonante. Exprofeso, Alberto Cisnero usa y abusa —el abuso es una estrategia— de la no puntuación. Al punto aparte o seguido, siguen minúsculas. Se diría que quiere simular una ordenada marcha de hormigas o el acomodo en filas más o menos parejas de unas vértebras ínfimas de animales. El contraluz de Darío somos todos aquellos que escribimos desde los 40 o menos. Antes, no se trataba de contraluz sino de disputa de paisajes; de ansiedad canalizada en la competencia: dichoso el árbol [...] apenas sensitivo. Pero Cisnero es, se diría, el contraluz más ajustado a su función, por el momento. Poesía proletaria. ¿Cuántos crímenes se cometieron en tu nombre? Una nueva cultura no se forma sino con el armazón, incluso los modos, de la anterior. No es tampoco un paisaje incrustado a braguetazos, a golpes sanguíneos y sanguinolentos en la “otra”. Porque la “otra” no necesariamente está muerta ni necesita nuestro sudor, lágrimas u otro fluido para revivir o transformarse. Poesía proletaria es apropiación y expropiación de un campo simulado, como estas estrofas visualmente cuadradas de cada poema. Pero es poesía que no ignora el desconcierto, el desconocimiento, el silencio de la herramienta. Es por eso que le escribe a un padre que no sabe si conoció y, en valiente analogía, lo equipara a la página en blanco sobre la que esparcirá sus huesos. Es por esta herencia, por esta gravitación del padre ignoto, admirable e incomprensible —por este vacío que la palabra debe recorrer— que la poesía de Alberto Cisnero es escueta, con resonancia arcaica y criolla, esencialmente fronteriza, suburbio de pasto amarillo y chaperío. Una poesía collar de huesos para invocar la deidad. O para llevarla como reliquia, astillas de una cruz. Cisnero deviene el fantasma de su padre. Este libro revela precisamente los ancestros y motivos de su estrategia. Es la clave de toda su poesía, prolífica y decidora de silencio, valga la contradicción creadora. Esta contradicción es su nudo. Y este nudo emite la escala musical de su obra.
CRISTINA ARAÚJO GÁMIR. MIRA A ESA CHICA (Tusquets, Barcelona, 2023) por JORGE ANDREU CUANDO LA SOCIEDAD CULPABILIZA A LA VÍCTIMA Hay escritores que llegan para quedarse. Afortunadamente, entre tanta masa surge a veces una nueva voz que grita por todas y rasga la actualidad como un cuchillo. Es el caso de Cristina Araújo Gámir, cuya primera novela Mira a esa chica resultó ganadora del Premio Tusquets de Novela 2022. Se trata de una obra de extraordinaria potencia narrativa, con una psicología tan precisa que la indignación es inevitable.
La secuencia inaugural de una chica sentada en un banco al amanecer bien podría servir para cualquier historia de adolescentes que contase cómo se ha divertido aquella noche de fiesta. Pero esta chica no. Miriam no. No se ha divertido. ¿O sí? Miriam Dougan es una joven que al final de su adolescencia se ve sometida a una traumática violación sexual en un portal por parte de cuatro chicos, y lo peor de todo es que ella misma cree haber llegado a esa situación por sus propios medios. El sentimiento de culpa acompañará a la impotencia por el qué dirán, ya que muy pronto sus vecinos, la prensa y el instituto la pondrán en cuestión hasta hacerla dudar de su testimonio. En este sentido, resulta esclarecedor —y sobradamente acertado— el tono narrativo de una voz que tutea a la protagonista y le reprocha sus errores, sobre todo en la primera mitad de la historia, cuando Miriam es una adolescente acomplejada que se enfrenta a sus miedos haciéndose un tatuaje, tiñéndose el pelo y flirteando con chicos. Alternamente la omnisciencia de la tercera persona ofrece las visiones del círculo de relaciones de Miriam: su amiga Vix, el guapísimo Jordan, su vecino y confidente Lukas, así como las enemigas Paola y Tallie, que cambian de plano como si la cámara las enfocara en los momentos más cruciales de la trama. Sin dejar de lado, por supuesto, a los violadores, quienes, cada cual a su modo, prestan testimonio ante el tribunal para explicar cómo fueron los acontecimientos. Entre ambas líneas se dibuja un personaje hacia el que sentimos una empatía que puede variar en el transcurso de la narración. Y no es para menos, pues si cualquier historia sobre una violación hubiese sido sometida al juicio de la narradora, lo que la convertiría en una novela panfletaria, aquí no encontrará el lector ninguna opinión que lo sitúe claramente a favor de Miriam. Por eso Cristina Araújo pone las cartas sobre la mesa en una jugada maestra que enfrenta los puntos de vista de la víctima y el verdugo, estudiando con gran hondura psicológica la culpabilidad de Miriam, los matices de su nueva vida tras la agresión y las reacciones de quienes la rodean una vez conocida la noticia. Porque donde los agresores pusieron la mano, antes la víctima había puesto una insinuación. Y de todos es sabido que no siempre el «no» implica una negativa: eso parece demostrar la doble visión de todo el elenco de personajes, de la que algunos pretenden desmarcarse pero en la que todos entran en juego. Miriam Dougan vivirá el comienzo de su carrera universitaria con el lastre de haber sido la chica gorda, luego la chica que flirteaba con los chicos y por último «la chica de los abusos». Inocente o culpable, la sociedad juzga según la opinión pública, que en nada la favorece mientras ella intenta convencerse de cuál fue la verdad. Una novela poderosamente escrita, con un tono afilado al que no le sobran imágenes precisas —baste recordar la pantalla del móvil rota tras la agresión— que toca de cerca uno de los mayores problemas de nuestra época: la violencia machista, que en demasiadas ocasiones pasa por el filtro de una opinión pública todavía enfrascada en un prejuicio sobre ellas. Porque «la realidad se desdobla en desenlaces alternativos». Por eso, por la valentía de esta novela, por el entramado narrativo y las contradicciones de los personajes que ofrecen un fresco de nuestra sociedad, si hay autores que llegan para quedarse, Cristina Araújo Gámir es un claro ejemplo. Cuánta fuerza nos quedará por leer de su puño, de su letra. ALICIA PÁRRAGA. LENGUA MADRE (En Huida, Sevilla, 2022) por PACO PAÑOS GARCÍA Lo primero, una imagen. Me detiene, tira de mí, secuestra mi mirada. No se ve un blanco puro ni un negro en toda su intensidad, sólo el gris en sus mil tonalidades. Tres sillas esperan a que alguien las ocupe o despiden a quienes estaban sentadas hace un momento. O quizá sea lo mismo. Bienvenida o despedida. Vuelvo a la imagen tras la primera lectura y pienso que no podía haber una portada mejor: sillas de madera con asientos de enea, antiguas, de distintos tamaños y que convocan ocupantes de generaciones diferentes. Encuentros soñados, deseados, pero imposibles ya. Aunque este libro, la voz poética que lo atraviesa, son la demostración de que aquel deseo de ocupar las sillas, de encuentro, de diálogo, de continuidad de una estirpe es posible en la literatura y probablemente mejor en la poesía. Alicia Párraga, con Lengua madre, hace realidad ese encuentro y su diálogo; es el fuerte eslabón que une a la estirpe de mujeres con origen en su abuela y que continúa en sus hijas. Sentido de pertenencia y de arraigo. Viejas raíces y nuevos brotes. Así es Lengua madre y, al final de la lectura, cada cual sentará a los personajes, a las mujeres de esta historia, a su antojo. En el mío Alicia aparece siempre en la silla de la derecha. Un folio en blanco donde comenzar a escribir una historia (así, con toda su elocuente minúscula). Un libro en el que se ha escrito ya la última página, que se cierra y funde en negro. Un acrónimo formado por cinco emociones. Las imágenes poéticas se suceden, bellas, ajustadas, con alma; también como recurso narrativo que dé cuenta y testimonio de lo acontecido y de lo sentido que no pueden ser separados. DÉJÀ VU Tristeza, flor temprana de crisantemo, tus estambres resuenan como tambores de guerra en mis sienes y devuelves a mi paladar la indigesta hiel que reposa en mi costado. ¿Por qué embriagas mi calma con tu olor de muerte? Yo, efímero ababol de asfalto, te deseo una helada de primavera que agoste tu savia como tú paralizas mi sangre. La muerte de la abuela, los embarazos y nacimientos de dos hijas, Candela y Helena, se entreveran en estos poemas como lo hacen los hondos sentimientos que suscitan.
La alegría que deslumbra, la quietud momentánea, el desgarrador dolor, el agotamiento, el amor por la abuela raíz y por las hijas ramas. Todo esto es dibujado por la poeta con trazos seguros y sencillos, eligiendo la imagen más directa, la que mejor se adapta a su voz poética cargada de emociones. Hace varios años leí la entrevista a una artista y decía que una sencilla acuarela puede ser la manera más revolucionaria de expresión artística. Me hizo pensar y mostrar mi acuerdo con la idea. Los poemas de Lengua madre son como esas delicadas acuarelas que nos muestran un paisaje con una figura paseando por un sendero en el horizonte. Cuántas sugerencias, cuántas emociones son capaces de trasmitir esos sencillos trazos, esos colores diluidos. Alicia Párraga domina el trazo delicado y sencillo pero poderoso. Su mirada es la nuestra porque nos llega lo que dice, porque sabe trasmitir emociones. Cuatro ejemplos: «pero la chispa que enciende tu nombre / calienta más que cualquier otro fuego / en esta extraña noche de enero». «Quieta. / En silencio. / Observo el momento exacto / en el que se deshace el abrazo / entre la última hoja y la rama desnuda». «No fue fácil el trago, / pero quien se alimentó / de hambre murió tranquila / porque su cocina / seguía oliendo a comida». «Cuando el espectáculo acaba, / mis lágrimas limpian los restos / del tinte de sangre y vérnix / que ensucia el pelo de mi hija». Los poemas se distribuyen en tres partes, una introducción y un cierre. No sé cuándo fueron escritas cada una de las partes, pero creo que es la tercera, dedicada a la segunda hija y que se abre con un poema de Teresa Agustín, donde la voz poética alcanza su mayor destreza y muestra los mejores resultados. Ahí están poemas que lo atestiguan como ‘Factura’, ‘Serrín’, ‘Emmental’, ‘Existencia’, o ‘Quisiera’, qué bellos los dos primeros versos de este poema: «Pienso en la vida de las palabras. / Si mueren al tiempo que los pulsos paran». Son poemas muy bien construidos y con los que mejor expresa la escritora las emociones que le provocan esos sentimientos que la asaltan. Sólo esos dos elementos, los sentimientos y las emociones, son suficientes para que Alicia Párraga haya escrito un hermoso libro que este lector ha disfrutado desde la primera y hasta la última de sus páginas. EUGENIO MONTALE. CUADERNO DE CUATRO AÑOS (Cántico, Córdoba, 2023) por ELENA ROMÁN La editorial Cántico continúa ampliando su colección “Doble orilla” —dedicada a ediciones bilingües— con títulos para no olvidar. Es el caso de Cuaderno de cuatro años [Quaderno di quattro anni] de Eugenio Montale (Génova, 1896 - Milán, 1981), traducido por Fruela Fernández y Andrés Navarro, en una edición a cargo de Xavier Guillén. El libro original fue publicado en italiano allá por 1977, en los últimos años de Montale. Para quien no lo conozca, Eugenio Montale fue un escritor, traductor y crítico literario que fue distinguido en 1975 con el Premio Nobel de Literatura, y que pasó gran parte de su adolescencia leyendo a los simbolistas franceses, los clásicos italianos y los filósofos de la época (añadamos que aprendió francés e inglés de una manera autodidacta, sin escuelas ni maestros). Considerado como uno de los fundadores del hermetismo italiano de entreguerras, la experiencia de combatir en la Primera Guerra Mundial y su afición por la música son factores que se vislumbran, en conjunto, en su poética. En general, la poesía de Eugenio Montale es directa, breve, contundente, sin artificios ni figuras retóricas, lo que nos deja un recado cercano e indudable transferido por una fuerte personalidad, contraria a seguir otra cosa que no sea lo dictado por su (muy sano) juicio. En concreto y en lo que respecta a Cuaderno de cuatro años, late en estas páginas una voz personalísima que incluso cuando habla en tercera persona deja entrever a Montale en otro momento y en otro lugar («Hay quien vive en el tiempo que le toca / ignorando que el tiempo es reversible», pág. 31). Nos encontramos aquí el inconformismo a la par que el desencanto, la apatía de quien describe algo sin gafas porque prefiere basarse en la certeza y en el tacto, la incredulidad como arma de ataque y de defensa, la sugestión sin duda envolvente, la contemplación no como algo pasivo sino como una fuente productora de preguntas e inquietud («Pero, ¿es el arte de la palabra escrita o dicha / asequible para el que no tiene voz ni palabra?», pág. 27)... La sinceridad ante todo y contra todo: «La armonía es para los elegidos pero el pacto es / que no lo sepan» (pág. 73). Montale pasa del yo al tú y al nosotros limpiamente y sin que se advierta el cambio, porque todos somos uno. Su “yo” se disipa a su antojo y su “tú” suena auténtico (no es un “yo” camuflado, no es un “tú” frente al espejo). Poco dado a adjetivar dado que la contundencia de su mensaje no necesita epítetos, le basta el verbo y el sustantivo, le basta el hecho. En ocasiones se nos presenta un cierto espíritu aforista, con la salvedad de que no suena pretencioso ni repartidor de dogmas sino honesto, cansado, aliviado al compartir: «También los dioses / se adormecen (pero con un ojo abierto)» (pág. 73). Se arma de ironía hasta para aludir a lo execrable: «Materia inmaterial, lo peor / que podía pasarnos» (pág. 63), o, «Hemos dado / lo mejor de nosotros para empeorar el mundo» (pág. 101). Cuestiona la voluntad, la autonomía, en ‘Redes para pájaros’ (pág. 121), y es que todos nos hallamos dentro de esa red impuesta e invisible, a prueba de fugas, sólo que algunos se comportan como jilgueros y otros como urracas. Montale es capaz de contar una historia de elefantes con tanta ternura que lo demás mengua (‘Los elefantes’, pág. 147), y es que ciertamente estos poemas consolidan en su totalidad un duelo de paquidermos, una manifestación de lo enorme cuando pasa desapercibido frente a lo mediático. La muerte se pasea por estas páginas esparciendo tumbas donde las comas: «Si era triste la idea de la muerte / la idea de que el Todo dura / es la más espantosa» (pág. 71). Aunque el conjunto en sí está dotado de una armonía que hace difícil separar unos de otros, a mi juicio sobresalen ‘El vacío’ (pág. 63), ‘La verdad’ (pág. 173), ‘Sólo hay un mundo habitado’ (pág. 223), y ‘Los poetas difuntos duermen tranquilos’ (pág. 239).
Montale puede ser —y es— duro, contundente, implacable, independiente incluso de él mismo. Pero su fijación por romper el cristal que nos separa demasiado a menudo de la realidad, tiene sentido: dicho cristal es transparente, sí, pero esmerilado, u opacado por la suciedad que implica el paso del tiempo. Demuestra Montale en este Cuaderno de cuatro años haber tenido los pies tan en tierra que llegaron a traspasarla, de manera que su poesía retumba desde entonces en el tiempo a la vez que desde el otro lado del espacio. ELISE COWEN. DEJADME SALIR, DEJADME ENTRAR Traducción: Isabel Castelao-Gómez (Torremozas, Madrid, 2023) por NATALIA CARBAJOSA Cualquier filólogo que desempeñe su oficio vinculado a un departamento o facultad de letras es consciente de que, en su inútil intento por equiparar las humanidades a las ciencias experimentales, los organismos de evaluación investigadora han dejado fuera de sus parámetros al tipo de contribución que precisamente da sentido al propio concepto de estudio filológico: ese trabajo cocido a fuego lento que implica el inicial deslumbramiento ante un corpus de textos, en este caso inéditos, no sólo académico, sino también (y sobre todo) vital; su traducción (en el caso de obra extranjera), estructuración y edición; la importantísima labor de contexto (cultural, histórico, literario) ofrecida por el estudio preliminar, la división en secciones con sentido, así como las notas que acompañan al texto; la recopilación de fuentes convenientemente referidas en la bibliografía; la búsqueda de una editorial lo suficientemente generosa como para alojar y cuidar de aquello que pronto formará parte del legado de todos; e incluso, llegado el caso, la colaboración en asuntos prácticos como los derechos de traducción y otros. Y ello, como digo, sin recibir a cambio ninguna clase de reconocimiento oficial, como cabría esperarse. Ni siquiera en este caso, en el que circunstancias extraliterarias podrían favorecer la difusión del libro (poesía de mujer analizada por otra mujer), se le estaría haciendo justicia, en mi opinión, a un texto que merece ser tenido en cuenta por sí mismo e (insisto) por adscribirse a ese género investigador que únicamente da sentido al término “filología” en su totalidad, término hoy también consciente y deliberadamente borrado de los planes de estudios en nuestras universidades. Conozco lo suficiente a Isabel Castelao-Gómez, profesora de literatura en lengua inglesa en la UNED y también poeta, como para saber que su empeño por dar a conocer en español la poesía de Elise Cowen (Nueva York, 1933-1962), poeta beat tempranamente fallecida, es honesto, está bien fundamentado y viene de lejos. Tuve el privilegio de acompañarla en una aventura anterior, la que dio forma al volumen Female Beatness: Mujeres, género y poesía de la Generación Beat (Universidad de Valencia, 2019), galardonado con el Premio Javier Coy de investigación en 2021. Castelao se midió ahí por primera vez, a excepción de algunos estudios parciales anteriores igualmente de su autoría, con la atribulada vida y la poesía de esta poeta singular, de versos escuetos y profundamente contenidos. Casi como una Emily Dickinson arrojada de pronto al mundo bohemio y marginal de aquellos jóvenes artistas que, en la década de 1950, se rebelaron contra la vida doméstica tan cómoda como apagada que se les ofrecía, Cowen representa el caso extremo de sus compañeras de generación (Diane Di Prima, Joyce Johnson, Hettie Jones, Lenore Kandel, ruth weiss), quienes con sus decisiones afrontaron peligros nada abstractos: «En los 50 si eras hombre podías ser un rebelde, pero si eras mujer tus familias hacían que te encerraran», tal como acertadamente escribió otro poeta del grupo, Gregory Corso. En Dejadme salir, dejadme entrar, verso de Cowen que ejemplifica la turbadora dualidad entre mundo interno y externo, junto con el control al que se ve sometida por parte de los otros, Castelao nos brinda al menos dos gratas sorpresas: la primera, haber podido hacerse con el corpus completo de Cowen y traducirlo (lo que queda de él antes de haber sido parcialmente destruido por la familia de esta tras su suicidio), siguiendo los pasos de su compilador en estados unidos, el profesor Tony Trigilio; la segunda, haber (re)construido el relato de la apropiación de la vida/obra de Cowen por parte de personas de su entorno, a la vez que intenta devolvernos la voz autorial por fin libre de filtros o, como mínimo, lo menos mediatizada posible. El resultado es un texto emocionante y bien estructurado en sus partes, de manera que el lector puede sumergirse directamente en los poemas sin interrupciones y, si lo desea, recorrer con anterioridad o posterioridad las distintas secciones complementarias (en mi opinión, imprescindibles) a los poemas. Por otra parte, la traducción de la poesía de Cowen que aquí se nos brinda reproduce con naturalidad las características observadas en el original, asimismo explicadas en la introducción y las notas. Fieles al espíritu beat, los poemas adoptan deliberadamente el lenguaje de la calle y de la oralidad y lo combinan con imágenes audaces y escuetas, deudoras del imagismo de Pound. Además, Castelao traza acertadamente la comparación entre Ginsberg y Cowen, tándem al que normalmente solo se alude respecto a su intermitente relación sentimental y de amistad. En este sentido, contrapone la letanía bárdica expansiva de Ginsberg a la condensación de Cowen, quien embrida con su dominio del ritmo y la estrofa cualquier conato de explosión emocional y elige la ironía o la compasión sutil para transmitir un constante desasosiego de la psique. Como bien apunta Castelao, dicho desasosiego hunde sus raíces en el malestar femenino tan pésimamente abordado hasta épocas recientes (recuerdo, en el mismo sentido, la novela de Maggie O’ Farrell La extraña desaparición de Esme Lennox), al que se confiere con fundamento una subcategoría de “malditismo” artístico basada en la diferencia de género. Sin embargo, al mismo tiempo creo que la dolorosa escisión de la Cowen poeta, deudora de problemas psiquiátricos agravados por las drogas, trasciende en sus breves creaciones la tendencia a la confesionalidad explícita y apunta a cotas mayores que, muy probablemente, habrían evolucionado de forma significativa si la muerte no lo hubiera truncado todo. Uno de los poemas paradigmáticos de Cowen aúna el estilo de balada con la filosofía beat para hablar del yo escindido que la habita. En palabras de Castelao, «[q]uiere construir una subjetividad y un cuerpo artificial con órganos externos ensamblados para generar un híbrido mejorado. Huir de quien es para convertirse en otra. Sin embargo, con tono cómico se nos informa de que las mejoras buscadas no son exitosas (de hecho, consiguen lo contrario a lo que se busca) y que los esfuerzos han sido en vano». El poema comienza así:
Y continúa en sucesivas estrofas mencionando el pelo, las orejas, los ojos, el sexo, los pensamientos, etc., que el yo poético va tomando de los cadáveres. En singular actualización de la historia de Frankenstein, el poema avanza con ironía no exenta de humor negro. La poesía de Cowen es igualmente rica en símbolos. Los pequeños seres domésticos como las crisálidas o los bulbos que afloran en una cotidianeidad a menudo sórdida son indicio de la posibilidad de transformación, esa que parece eludir siempre a la voz poética por el peso presentido de la muerte. A su vez, explica Castelao, Cowen asocia la polilla a la “visión”, esto es, la posibilidad de ver más allá de lo evidente a partir de lo pequeño:
En los dos poemas mencionados se observa además el simbolismo del color azul, color que anuncia tanto la muerte como la clarividencia. Asimismo, el ojo y su homofonía en inglés con el “yo” (I/eye) es recurrente en el universo poético de Cowen. Ese “yo” que se cuela sin permiso en muchas de sus composiciones remite sin duda a la cuestión de la identidad socialmente impuesta sobre las mujeres en la América de los 50 frente a las ansias de libertad que, sin referentes previos ni apoyo social ni material, solían terminar trágicamente, como es el caso. En el apartado de las afinidades electivas, Cowen probablemente esté realizando un homenaje a Emily Dickinson en el siguiente poema:
Destaca en este poema la referencia erótica simbolizada por los aguijones de las abejas (como casi todos los beat, Cowen experimentó con su sexualidad). Castelao comenta que, según Trigilio, en el manuscrito el verso «nos pondremos morenas» aparece junto a otra expresión tachada: «eclosionaremos». «Ambas imágenes, en cualquier caso, están relacionadas con la cualidad de la piel», afirma Castelao, quien ve en este poema un canto a la amistad, el afecto y la calidez en un tono alegre poco común en la poeta. Deseamos a este libro un recorrido lo más luminoso posible y agradecemos tanto a su autora, Isabel Castelao-Gómez, como a la editorial Torremozas, este acercamiento riguroso, a la vez pionero y definitivo, a la espléndida poeta que fue, y sigue siendo en sus páginas y ya por fin en nuestro idioma, Elise Cowen:
CARLOS MARZAL. EUFORIA (Tusquets, Barcelona, 2023 por PEDRO GARCÍA CUETO EL GOCE DE VIVIR Carlos Marzal ha tenido un largo silencio desde su último libro Ánima mía, publicado en el año 2009, pero nunca hay silencio, sino construcción de una obra que se gesta en el interior. Opino que todo poeta va creando en la reflexión, la meditación de un libro no escrito, pero que está surgiendo continuamente. Él ha publicado novelas, ensayos, pero la poesía llega y es un arrebato, llama a la puerta y debes invitarla. Para un ensayo puede haber una predisposición, un afán de investigar a un autor, una crítica también e incluso la novela se va tejiendo con un buen comienzo, con un deseo de ir más allá, pero el poema es anunciación, como nos diría el maestro Lostalé.
También el poeta valenciano, como lector, va creando el poema desde la lectura, porque así nace ese texto inédito y escrito dentro. Brines lo decía muy bien, escribimos para que alguien nos lea y escriba su propio poema. Euforia es un canto a la vida desde la niñez, en un diálogo con el niño que fuimos para preguntarle cómo está con el paso del tiempo. Dice: «Aún sigo en mi niñez, / y soy adulto / al viejo que seré le hablo muy joven». Porque el niño se perpetúa en los gestos de su hijo cuando lo ve jugar al fútbol, cuando se asombra del crecimiento de la Naturaleza. Somos infancia de nuevo, cuando contemplamos la vida de verdad, en su florecer, cuando paseamos ante el edén de un paisaje que nos reconcilia con nuestra primera mirada. Y es esa visión como un primer lenguaje que es también el acto de escribir: comunicarnos con quien nos acompaña cada día, ese inocente que nos ve en el espejo mayores, hasta que cerramos los ojos. En ‘La madurez’ hay un Marzal pleno de vitalismo que dice: «me encuentro / en un perpetuo estado de ignorancia / tratando de escuchar / en mí, a quien supo: / el niño que yo fui sueña a salvarme». Y todo ello me recuerda a Ánima mía cuando en el poema ‘Alacridad’, que significa alegría, se vierte en ese goce capital: «No consiste en euforia lo que siento. / No es la fuerza mayor / de la alegría / el solo sin porqué / del jubiloso». Esa alacridad es la vida, sentir su pulsión al despertarse, por ello la euforia, esa forma de decir sí a la existencia: «En el alba / del alma, / completa alacridad de estar viviendo». Si Brines ve en Donde muere la muerte a sus padres y, ya en los límites del tiempo, se recuerda niño, Marzal sabe que el niño se eterniza. La llama de escribir como canto puro y noble a la presencia. Hay euforia porque, aunque a veces creamos que no vivimos, estar, habitar, ya es un don, un premio con el que deleitarse absolutamente. BEGOÑA MÉNDEZ. LODO (Lengua de Trapo, Madrid, 2023) por RUBÉN BLEDA CUERPOS QUE CUENTAN SU HISTORIA (PARA QUIEN LA QUIERA ESCUCHAR) Begoña Méndez ha escrito con estómago y empatía, con furia sensible y tristeza crítica, esta nueva entrega de la serie “Episodios Nacionales” acerca del ecocidio del Mar Menor, que trasciende de lo episódico y de lo nacional. Este ensayo es un fragmento de mi cuerpo concernido. Más que episodio, fragmento; y de ninguna nación, sino de su cuerpo concernido. ¿Ensayo? Y más cosas. Novela negra, reportaje poético, crónica inmersiva, distopía autocienciaficcionalista en la línea de su anterior trabajo. Novela negra protagonizada por una escritora/detective que llega a La Manga en un febrero de viento y frases cortas, primera de una serie de visitas que se prolongan hasta el mes de septiembre de 2022, siguiendo el rastro de una anciana que se rompió la cadera tratando de salir de la laguna y su cuerpo se derrumbó en el agua densa y fue tragado por ella. La búsqueda de esa mujer nos conduce por panoramas desoladores, por una historia de devastación frenética y abuso inconcebible sobre el Mar Menor, territorio indefenso, obligado a tragar los desechos de distintas ambiciones humanas, a cada cual más insaciable: el pelotazo urbanístico de La Manga desde los años 50, el crecimiento indecente de los campos de regadío a partir del trasvase, la desmadrada explotación de las granjas porcinas, la minería de Portman, el turismo de masas. Esta es una historia de corrupción política, leyes que se incumplen, crímenes sin castigo. Los responsables por su nombre y sus apellidos. Eslóganes y falacias, progresos que asfixian y destruyen. Agua para todos. Nadie respira: ni los peces en un mar sin oxígeno; ni la autora, en un verano sin aire; ni nosotros, bajo un horror sin tregua. Begoña Méndez hace de esta violencia, que arrancó hace décadas y no ha dejado de crecer, un reportaje poético, pero no con esa poesía que adorna, sino con la que relaciona, teje redes y hiende entrañas. Poesía intravenosa que inunda todo el cuerpo. Su lenguaje es soluble en la carne. Es poético porque relaciona las tramas (como si de asociar ideas se tratase) de este deprimente tapiz, descubriendo un flujo de espejos entre los turistas de buffet libre, la sobrealimentación del Mar Menor, el número de cerdos sacrificados cada día en las instalaciones de El Pozo, la ocupación masiva de la tierra para el cultivo. Formas símiles de atiborramiento innecesario y contra natura. Abarrotar de ladrillo y hormigón una lengua de tierra; avasallar de escoria y nutrientes tóxicos un pequeño remanso de agua. La anciana que se hunde en el fango, sin memoria, como las toneladas de peces que afloran a su superficie. Es poético porque desentraña la rima oculta de los hechos, el sentido que unifica tan variado desmán: una noción de la naturaleza como instancia despreciable o vida insignificante, como objeto disponible que puede ser explotado y que está del otro lado del sujeto humano. Ese otro sin lenguaje, cosa sin volición. Un territorio no puede curarse a sí mismo cuando está dañado. No al ritmo al que lo dañan. Tampoco una persona. La metáfora arde como una antorcha allá donde Begoña dirige su mirada, que es, asimismo, una mirada investigadora, esmerada y exhaustiva, que explica lo que todos hemos visto —los peces muertos en la orilla de la playa— con la magnitud y la certeza de los datos. ¡Y qué datos! Agradecemos a la autora que nos devuelva la capacidad crítica del espanto. Frente a la actitud del estadista, que se siente cómodo con los datos, manejándolos, afianzando sólidamente en ellos su viril, científico, irrebatible discurso, Begoña nos trae el asombro y la incomprensión hacia su escala inabarcable; nos retorna a la poderosa inocencia de nuestra proporción humana. No comprendo exactamente qué significan los datos. Sólo sé que es demasiado. Sólo sé que es deprimente. Sólo sé que es ofensivo. Crónica inmersiva porque la autora sufre con el territorio agredido. Sufre con él porque se siente concernida. Porque lo mira, porque lo escucha. Los cuerpos cuentan su historia. Y luego estamos nosotras, que callamos y escuchamos atentas. Begoña Méndez ha escrito sobre el Mar Menor como si escribiera su biografía. Narra este desastre, cada tropelía cometida, cada daño cuantificado, cada fecha y consecuencia, como alguien que relatara ante el juez, con rabia fría y racional, con asco manifiesto y lúcido, cada uno de los abusos que ha sufrido a lo largo de su vida. Este es un ejemplo extraordinario de empatía con un otro no humano. Y aquí es donde carga sus definitivas tintas el ensayo: una propuesta radical de relación con el entorno más allá de la pertenencia, del patrimonialismo explotador, que aniquila, y del nostálgico, que no sirve para nada, que sólo genera paraísos perdidos que nos paralizan en un lamento estético (por eso es más fácil afligirse por cinco toneladas de peces muertos que velar por un pez indefenso). Su propuesta es la disolución de contornos entre lo humano y lo no humano. Querría que no hubiera distinción entre cosas y sujetos. Que no existieran los otros. Que no hubiera más nosotros. Quisiera poder pensar la vida inimaginable. El fin de la dominación humana, de nuestra relación jerárquica con lo prójimo. El fin del antropoceno y del capitaloceno.
He escrito un libro afligido, casi una distopía. ¿Casi? Esta es la única vez que la autora se queda corta. Pero tras el velo del desaliento late algo que está vivo. La pasión. En el momento clímax del libro, igualando los mejores pasajes de su Autocienciaficción para el fin de la especie (H&O, 2021), la autora entrega su cuerpo a la laguna y sufre una espiral de mutaciones al curso de las aguas y de las algas, una especie de catasterización terrestre. Bellísima pieza literaria, sacrificio simbólico, ciclo de metamorfosis que llevan a la práctica en carne propia la tesis defendida en este ensayo: la renuncia al estatus humano antropocéntrico y el ofrecimiento de sí misma en un ritual de paz con la naturaleza. Begoña se hace materia —paisaje interconectado— para ser y devenir como tal, de manera análoga a como Dios se hizo carne en Jesucristo para experimentar el sufrimiento y la vicisitud de la vida humana, pero más en horizontal. Más entre iguales, más entre hermanos. Un acto de amor, en cualquier caso, porque sólo el amor como hundimiento nos salvará de asumir como normales los paisajes de crueldad que cada día pisamos. Finalmente, como algunas novelas negras, Lodo termina con un resquicio de redención, incorporando el documento donde se especifican las cuatro acciones que ya se están desarrollando dentro del “Marco de acciones prioritarias para recuperar el Mar Menor”, redactado a resultas de que, gracias a la iniciativa ciudadana, se haya conferido personalidad jurídica a la laguna. Cuatro puertas a la esperanza. He aquí un libro anfibio, lagunar y terrestre, rigurosamente periodístico y salvajemente personal, que cae en la conciencia y la onda expansiva lo cubre todo. Porque este libro, como el lodo, cubre y ahoga, aunque también puedes, como Begoña, hundir en él las piernas y llorar. |
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